Dos ventanas y un umbral

“Un relato de dos distopías”, de F. Fukuyama

Al comienzo hay una advertencia que resuena como un aldabonazo: lo más peligroso no es la máquina que estalla, sino la mirada que se acostumbra a no ver. No es el hierro ni el chip, sino una forma de disponer el mundo, un armazón, un “emplazamiento”, que impide a los hombres salir al claro de una verdad más honda. De ese modo, la técnica deja de ser herramienta para volverse atmósfera y, en lugar de manejarla, la respiramos.

 

Yo nací, dice el autor, en un tiempo de abundancia; crecí bajo la sombra de dos libros que repartían el miedo del porvenir en dos figuras. Uno fue 1984, el otro Un mundo feliz, dos ventanas levantadas sobre el siglo XX. A un lado estaba la tecnología de la información, con su ojo ubicuo y su voz metálica, al otro, la biotecnología, con su promesa de cuerpos diseñados y almas anestesiadas.

Ambas predicciones técnicas se cumplieron, pero de muy distinto modo. El año 1984 llegó y pasó; la pantalla de Orwell se multiplicó en mesas y bolsillos, aunque no para consolidar un Ministerio de la Verdad, sino más bien para dispersar vigilancias y obligar a los poderosos a mostrarse. La informática, una paradoja luminosa, descentralizó lo que los tiranos quisieron concentrar. Poco después cayó el imperio que fingía eternidad, la muralla se rindió no sólo al deseo de libertad, sino a la erosión de cables, antenas y faxes que ya nadie podía monopolizar. El suceso vino cinco años más tarde del título de Orwell, con la ruina del muro berlinés.

La otra ventana, la de Huxley, quedó abierta a medias. Lo que allí se anunciaba, la fecundación asistida, el alquiler de vientres, los psicofármacos, la manipulación genética, entró en la casa del hombre con paso de laboratorio. Todavía estamos al principio, pero cada día trae un boletín de minúsculos prodigios que, sumados, pueden cambiar el rostro de la especie.

Entre las dos pesadillas, la de Huxley es más sutil y más ardua de juzgar. En 1984 el mal se exhibe con máscara de ratas y jaula, con dolor, delación, miedo y tiranía. En Un mundo feliz nadie es herido ni pasa hambre, el deseo se atiende sin demora, el sexo es fácil, la tristeza tiene su píldora y el conflicto se disuelve en música y pantalla. Se abolieron la familia y la lectura difícil, los dioses de antaño se retiraron discretamente, y casi nadie los echa de menos. ¿Qué falla entonces?

La respuesta del estudiante aplicado suele sonar diciendo que falta humanidad, en el sentido más filosófico de la palabra. No hay esfuerzo ni elección costosa, no hay amor arraigado, no hay memoria ni herida, no hay hijos nacidos del riesgo y del don. La dignidad, dicen, exige esas y otras asperezas. Pero me temo que la respuesta se queda corta. ¿Por qué deberíamos atarnos a un inventario de pasiones que es, quizá, accidente de nuestra larga evolución? Si podemos rediseñarnos, ¿quién decreta que el “humano normal”, con su cuota de dolor, límites y zozobras, sea el patrón del bien? ¿No es la plasticidad, precisamente, nuestra esencia?

Huxley insinúa dos fuentes para medir estas preguntas: religión y naturaleza. La primera recuerda que somos imagen de un Misterio; la segunda, que hay una forma humana, un modo de estar en el mundo, que no inventamos, sino que hemos recibido. No es un molde inmóvil, pero tampoco un barro sin figura. Lo humano, sugiere Fukuyama, existe como continuidad reconocible, como un sustrato común que hace posible la comunicación, la compasión y el juicio moral. Si esa base se altera en lo esencial, no sólo cambiarán nuestros dolores y placeres; cambiará también la arquitectura de la política, la forma en que nos debemos justicia.

Puede que el tiempo desmienta los temores. Quizás la biotecnología sea menos poderosa de lo que imagina su propaganda, o se aplique con prudencia de médico viejo. Pero su peligro no lleva, como el uranio, un resplandor que obliga a tomar distancia. Es un riesgo amable, puesto que ofrece alivio, excelencia, longevidad, y por eso mismo entra sin ruido hasta el cuarto más íntimo.

Imaginemos tres escenas que el autor pone sobre la mesa como quien coloca, sin dramatismo, un tríptico en una sacristía.

La primera escena es la química del carácter.

Los nuevos fármacos, afinados por el mapa genético, no aliviarán simplemente la depresión o la ansiedad, sino que agregarán o sustituirán rasgos. El tímido podrá volverse expansivo de lunes a jueves y contemplativo el domingo por la tarde. Elegiremos máscaras de ánimo con la facilidad de quien cambia de fondo de pantalla. ¿Dónde quedará, entonces, la escuela silenciosa del sufrimiento? ¿Quién distinguirá la alegría ganada a pulso de la euforia administrada?

La segunda escena es la vida alargada.

Tendones regenerados, órganos cultivados, cuerpos que superan holgadamente el siglo. Pero la mente del viejo, severa y cauta, podría envejecer de otro modo, ser inflexible en sus manías, celosa de su sitio y poco dispuesta a retirarse. Habrá ancestros que abarquen cuatro generaciones y sigan ocupando la mesa y el relato. La fecundidad, por su parte, se volverá opcional y tardía, y el tejido de la familia, ya frágil, puede adelgazarse hasta el hilo.

La tercera escena es el hijo elegido.

Antes de implantar un embrión, los padres con recursos ajustarán probabilidades: altura, temperamento, resistencia, inteligencia. La desigualdad dejará de ser, en parte, fruto de azar y entorno para apoyarse en curadurías genéticas. Se cruzarán genes de especie para fines terapéuticos; y aunque nadie tal vez se atreva a una quimera plena, el límite entre “humano” y “no del todo humano” quedará borroso en la imaginación de los niños. ¿Cómo hablar de mérito, de responsabilidad, de culpa, cuando tanto ha sido prefijado?

En el fondo de estas escenas late una pregunta antigua dicha con voz nueva: ¿qué ocurre con el alma cuando la excelencia se compra, el dolor se cancela y el destino se parametriza? No es la amenaza de la máquina que devora a su creador; es, más bien, la sonrisa de un bienestar que nos persuade de que la libertad interior es prescindible.

La política moderna, democrática y liberal, recuerda el autor, se edificó sobre la igualdad humana básica. No sobre la igualdad de talentos o fortunas, sino sobre el reconocimiento de un suelo común que prohíbe las espuelas sobre la espalda ajena. Si alteramos de raíz la naturaleza que compartimos, si unos nacen con silla y otros para silla, ¿qué queda del pacto? ¿cómo sostener la democracia si la comunidad de experiencia, el “tú eres como yo”, se rompe en familias de diseño?

No hay aquí un sermón contra el remedio ni una apología del sufrimiento por el sufrimiento. Hay, más bien, una prudencia de caminante, a saber, que la naturaleza humana es fuente de valores, raíz de principios, no porque inmovilice, sino porque limita y orienta. Nos recuerda que una parte imprescindible de lo noble nace del límite, del perdón que costó, de la belleza que no se pudo acelerar, del hijo recibido y no compuesto, de la muerte que hace hueco al que viene.

Quizá el futuro nos desmienta, y la biotecnología termine siendo un arte benévolo, templado por la ética y la ley. Quizá aprendamos a distinguir entre sanar y mejorar, y a dibujar, con mano firme, los contornos de lo inviolable. Pero conviene guardar una llama para el umbral que se aproxima, de modo que el deseo de reparar lo roto no nos lleve a abolir al hombre, ni el anhelo de felicidad, a renunciar a la dignidad que la sostiene.

No es un “no” a la ciencia, sino un “sí” a la medida humana. Que el progreso siga siendo camino y no recinto, que el poder de rehacernos no nos robe el derecho a ser, con nuestra mezcla de fuerza y fragilidad, de inteligencia y consuelo. Si mantenemos visible ese umbral, esta frontera silenciosa donde el hombre se reconoce criatura y no producto, tal vez las dos ventanas del siglo no se conviertan en espejos que sólo devuelven nuestra vanidad, sino en claraboyas por donde entre, de nuevo, el aire de lo verdaderamente humano.

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