A. Crítica al innatismo y al concepto de causa
1) Contra el innatismo
a) John Locke
Locke nace en 1.632, cerca de Bristol. Vive uno de los períodos más turbulentos de la historia de Inglaterra, cuando tuvo lugar la sustitución de la dinastía de los Estuardo por la de los Orange. Estudió filosofía, medicina y ciencias naturales en Oxford. Intervino en la redacción de la Constitución de Carolina (E.E.U.U). Participó en la creación del Banco de Inglaterra. Sus obras principales son: Ensayo sobre el entendimiento humano, los dos tratados Sobre el gobierno civil -publicados después de su exilio en Holanda- , Carta sobre la tolerancia -publicada en Holanda, en latín-. Murió en Oates, Essex, en 1.704.
Lo mismo que Descartes, Locke deja a un lado las cosas para dedicarse a escrutar la fuerza de la razón, pues cree que el impulso de la filosofía no llegará a buen término si se permite que los pensamientos se pierdan en “el vasto océano del Ser”, en la posesión ingenua y confiada de certezas sobre la naturaleza, sea la del alma o la del mundo. Más sensato y más prometedor habrá de ser el examen de los pensamientos, que, aun siendo de muy variada índole, se producen todos en el interior del hombre. Todos coinciden en ser fenómenos psíquicos, y mientras no se sepa cómo se originan, cuál es la certeza que cabe esperar de ellos y hasta dónde se extienden los límites de su acción, no será posible tener una ciencia acabada, tan perfecta como le es posible al hombre conseguirla, sobre lo que más interesa conocer: la moral, que es la “ciencia propia y el negocio de la humanidad en general”[i].
Proponer a la investigación estos tres temas hace que Locke ocupe un lugar crucial en la historia de la filosofía:
El origen del conocimiento es algo propio del empirismo, corriente británica que ya había tenido sus antecesores en Bacon y Hobbes.
La certeza del conocimiento es la herencia cartesiana.
El estudio de sus límites es iniciado por Locke y continúa hasta Kant, el autor que trata con más rigor este problema y en quien culmina la teoría del conocimiento de la Edad Moderna.
Origen del conocimiento.- Si se aceptara sin más la existencia de ideas innatas se estarían abrazando a ciegas, por el camino de la fe, unos principios que no habrían sido esclarecidos por el trabajo de la razón, lo cual sería incompatible con la decisión de someter a juicio los contenidos de conciencia.
A esto se debe la larga refutación lockeana del innatismo. No hay en los hombres, desde su nacimiento, nociones especulativas o prácticas, dice Locke. No existen ideas innatas, pues las tendrían los niños y los tontos y, en consecuencia, no habría que empeñar tanto esfuerzo en enseñárselas. Y no vale oponer a esto, como muchas veces se ha hecho, que tales ideas innatas estarían ocultas en el alma y se manifestarían en la edad adulta, cuando los hombres entran en la razón. Algunos autores han aducido como prueba de esto último la certeza incuestionable con que se presentan los razonamientos matemáticos. Así Sócrates en el Menón[ii], cuando pretendió demostrar que el alma del esclavo había albergado desde siempre, aun sin él saberlo, la conclusión geométrica a que él mismo le había conducido mediante preguntas bien dirigidas. Locke aduce que una cosa es que una proposición sea evidente, como sucede en la matemática, y otra que sea innata. Que en el espíritu de los hombres no se hallan desde siempre verdades, principios o normas de conducta y que, a lo más, hay en ellos una facultad natural para reconocer como evidentes algunos pensamientos.
Pese a lo que ha solido creerse, esta crítica no va dirigida contra Descartes, pues él tuvo por innatas las ideas que su razón había encontrado evidentes sin ayuda externa, lo que no equivale a admitir que se hallan por igual en todos los hombres, incluidos los necios, los locos y los niños. Fue más bien el pensamiento antiguo el que, con unas pocas excepciones, se inclinó por el innatismo. La teoría platónica de la reminiscencia, que combinaba elementos órfico-pitagóricos con la intención de distinguir el verdadero saber de la opinión, y la teoría agustiniana de la iluminación ejercieron una profunda influencia durante toda la Edad Media y gran parte de la Edad Moderna. El innatismo se refería también a la moralidad, por cuanto se consideraba que las normas básicas que rigen la conducta humana están presentes por igual en todos los hombres. Esto era generalmente admitido en tiempos de Locke, por lo que su refutación iba dirigida contra la creencia general. Como parecía un ataque a la moral, produjo un fuerte impacto que en el presente, lejos ya de esa creencia, resulta difícil de entender.
Si la crítica es certera, si el alma es un papel en blanco, ¿de dónde vienen entonces tantas representaciones como los hombres tienen sobre la vasta maquinaria del universo y las leyes que la rigen, sobre el inmenso cúmulo de los sentimientos y las pasiones, sobre los miedos, temores y esperanzas? La respuesta de Locke es simple y contundente: de la experiencia, aplicada a los objetos sensibles del exterior o a las operaciones mentales del interior. La experiencia, fuente de todo el pensar, es doble: sensación y reflexión. Por la primera adquirimos conciencia de las cualidades que afectan a los objetos externos, como son el color, el peso, la dimensión… Por la segunda nos damos cuenta de que dudamos, razonamos, pensamos, recordamos…
Certeza del conocimiento.- La experiencia sensible es el origen de la idea, entendida como aquello en que la mente se emplea cuando piensa. El empleo de este término no debe confundir, pues hay una antigua tradición que, desde el platonismo, le asigna significados muy diferentes. Locke, fiel en esto al nuevo rumbo de la filosofía, insiste en que la idea no es otra cosa que lo que de manera inmediata y directa hay en la mente cuando ésta piensa y que, por tanto, sólo existe mientras es pensada. Su ser no es, en consecuencia, comparable al de la venerable Idea platónica, que existe fuera de toda mente y de toda materia. También es netamente distinta del objeto, que se piensa a su través. En definitiva, la mente conoce ideas, no seres reales. Éstos son recibidos a través de aquéllas, que, en consecuencia, tienen que poseer algún valor representativo para poder ocupar su lugar en la mente. Su mayor o menor acierto en la representación es precisamente lo que les da el ser más o menos verdaderas.
Como la casa se hace con ladrillos, así el conocimiento se construye con ideas. Sólo podrá comprenderse si es veraz atendiendo a esos componentes, que, según Locke, son de dos clases:
Ideas simples: son el color, sabor, sonido, calor, frío, figura, movimiento, reposo, extensión del cuerpo, deseo, deducción, recuerdo, dolor, disgusto, fuerza, unidad… Pueden proceder de un solo sentido o de varios a la vez, pueden proceder también de la reflexión y, por último, de la sensación y la reflexión simultáneamente.
Ideas complejas: son las que resultan de la combinación, comparación o repetición de las ideas simples. De aquí se desprende que el entendimiento es incapaz de producir una sola idea nueva. Un hombre puede pretender elevarse por encima de las estrellas con sus fantasías e imaginaciones, pero es en vano, pues no hay una sola de sus representaciones, por formidable u original que a él y a todos los demás parezca, que no haya sido antes una o varias ideas simples de su experiencia, y después una combinación de ellas por la acción de su memoria.
Esta clasificación es coherente con la negación del innatismo, a la que añade un argumento más.
Si, como se ha dicho más arriba y afirma explícitamente Locke en el libro IV del Ensayo sobre el entendimiento humano, la mente no conoce las cosas inmediatamente, sino por la intervención de las ideas que de ellas tiene, entonces ¿dónde se halla la garantía de que unas se correspondan realmente con las otras? Descartes se había enfrentado a la misma cuestión cuando, al querer demostrar que la materia existe, hubo de recurrir a un Dios bueno incapaz de engañarle. Por el mismo motivo echa mano Locke de un recurso habitual en su época: el principio de causalidad.
Este principio dice que todo efecto tiene una causa, o que todo lo que empieza a existir tiene una causa eficiente realmente distinta de sí. Su aceptación es inevitable para que la mente no quede encerrada en sí, con sus ideas, sin acceso al mundo externo. Es decir, para no caer en el solipsismo, amenaza que se cierne sobre toda la filosofía moderna. Esta inició el camino de la introversión a la conciencia, renunciando provisionalmente -así lo creyeron los filósofos del momento- a la naturaleza de las cosas. No podía se de otro modo una vez que se aceptó que la mente no piensa cosas, sino ideas, y que aquéllas sólo son tenidas en cuenta cuando son representadas en éstas. Ahora bien, esto exige aceptar también una concepción que se remonta a los filósofos griegos: que solamente lo semejante es conocido por lo semejante. Luego tiene que haber similitud entre objeto externo e idea interna. ¿De dónde le viene tal similitud? Según Locke, del objeto mismo, que es la causa de la idea. Las ideas simples no son producto de la fantasía, sino de las cosas externas. El acomodo entre unas y otras ha sido así ordenado por la suprema sabiduría del Hacedor. Ésta es la solución de Locke. No deja de causar sorpresa que también él, como antes Descartes, se vea obligado a recurrir a Dios para asegurar la certeza del conocimiento. El respaldo del principio de causalidad y del divino Hacedor le permite además concluir que tales ideas simples, directamente relacionadas con los objetos, son todas veraces, y que, en virtud de tal dependencia causal, ninguna de ellas es innata.
Límites del conocimiento.- Luego la mente no puede ir más allá de tales ideas simples, ante las cuales es tan pasiva como un espejo, que no puede hacer otra cosa que reflejar lo que tiene delante. Los edificios que la razón levanta combinando dichas ideas simples y formando otras complejas, alejada ya en consecuencia de su contacto con la realidad, pueden no corresponderse con ésta. La mente es completamente pasiva en el primer caso, pero es activa en el segundo. Cuando no hace nada hay garantía de que no pone nada de su propio interior, pero cuando interviene en la combinación de ideas simples -cosa que no puede menos que hacer, pues éstas, como átomos mentales, tienen que ser combinadas en construcciones mayores- se acrecienta la posibilidad de que los resultados de su acción no se correspondan con la naturaleza.
No se crea, sin embargo, que todas las ideas simples reproducen con la misma fidelidad y exactitud las propiedades reales de los objetos. Unas son cualidades primarias, que ofrecen a la mente propiedades inseparables de los cuerpos: dureza, extensión, figura, movimiento, reposo y número. Las otras con cualidades secundarias, que si bien son útiles para discernir cómo afectan las cosas al espíritu, no están presentes en ellas más que virtualmente: son los colores, sonidos, sensaciones del gusto… y otras semejantes a éstas. Las cualidades primarias son, pues, imágenes directas de los objetos, pero nada hay en éstos que se parezcan exactamente a las secundarias.
b) David Hume
Hume nació en Edimburgo, Escocia, en 1711, donde murió en 1776. Entre 1734 y 1737 permaneció en Francia, en La Fléche, el colegio donde había estudiado Descartes. Movido por su afán de celebridad literaria, que era su pasión dominante, pero no tanto como para hacerle infeliz si no la satisfacía, escribió allí el Treatise of human nature, que, según él mismo dijo, nació muerto de la imprenta. Sus escritos de moral, política e historia sí lograron éxito, lo que le animó a revisar el Treatise y publicarlo nuevamente bajo otro título: en 1748 apareció Philosophical essays concerning human understanding, en 1751 An Enquiry concerning human understanding y An enquiry concerning the principles of morals. Sus Dialogs concerning natural religion fueron publicados después de su muerte, por deseo expreso suyo. Tuvo estrechas relaciones con los enciclopedistas franceses y con Rousseau, que se alojó en su casa en una ocasión y con quien rompió por el difícil carácter de éste. Pretendió varias veces una cátedra Edimburgo, sin lograrlo, pese a los buenos oficios de su amigo Adam Smith.
Hume fue el encargado de corregir definitivamente la dirección general que el empirismo inglés había iniciado desde sus comienzos, haciéndolo volver a una nueva concepción del innatismo. Sobre ese presupuesto logró una explicación sistemática y coherente, indiscutible desde los principios empiristas, sobre el modo en que se produce y construye la experiencia. Estudiaremos seguidamente esa explicación, pero no antes de exponer, como ya hicimos con Locke, los principios empiristas básicos de que arranca la filosofía de Hume.
A todos los seres que habitan en la imaginación, todas las fantasías, recuerdos, razonamientos, experiencias, sentimientos… aplica Hume ahora el nombre de percepciones, que pueden dividirse en dos grupos:
Impresiones, que inciden sobre la mente con un alto grado de fuerza y viveza: son las sensaciones, pasiones y emociones.
Ideas, copias débiles de aquéllas, que están presentes cuando pensamos, recordamos, imaginamos…
Cualquiera que perciba la diferencia entre sentir y pensar, dice el autor, se dará cuenta de la que existe entre una impresión y una idea, y añade como ejemplo de ello que la visión de la letra impresa y el papel son impresiones y que las imágenes, razones, recuerdos… que se van suscitando a lo largo de la lectura son ideas. Es verdad que algunas veces, cuando se padece una fiebre alta o una pesadilla, hay ideas que se perciben con tanta fuerza que parece que se estuvieran viviendo realmente, como también sucede en ocasiones lo contrario, que algunas impresiones nos afectan tan débilmente que parecen ideas. Pero, exceptuando estos pocos casos, lo habitual es que ambas se distingan nítidamente, por lo que es de esperar, dice el autor, que nadie tenga serios motivos para oponerse a esta división.
Ideas e impresiones pueden además ser simples o complejas. Las primeras no admiten separación o división ulterior, pero sí las segundas. El olor y el color de la rosa no son lo mismo, aunque pueden presentarse juntos. Esto debe tenerse en cuenta porque Hume defiende que las ideas proceden de las impresiones como reproducciones atenuadas suyas. Es indiscutible que pueden construirse en la fantasía reinos nunca vistos ni oídos. Pero sí proceden de las impresiones de los sentidos los componentes simples de que hace uso la imaginación para producir esos grandes entramados irreales[iii].
Sin embargo, no pueden presentarse argumentos a favor de la procedencia de las impresiones de otra cosa que no sea ellas mismas. Ni el mundo externo, ni un Ser omnipotente que no pudiera engañarme, ni siquiera la misma conciencia, pueden invocarse como su origen. En las impresiones se muestra algo, pero no se sabe qué, a alguien, pero no se sabe a quién. Eso es todo. Éste es el fenomenismo de Hume, una tesis sobre el origen de la experiencia que niega rotundamente la crítica que Locke había hecho al innatismo. Las ideas son copias de las impresiones, pero éstas brotan inmediatamente de la naturaleza humana. Son, pues, innatas, en contra de lo que había opinado Locke. Pero, en contra de lo que había opinado Descartes, las ideas no son innatas, pues proceden de las impresiones.
Como derivaciones de esta posición del autor, a la vez que como prueba o aclaración de lo que él entiende por innatismo, véanse las argumentaciones siguientes sobre cada una de las sustancias en que Descartes había dicho que se cifra la realidad. De paso podrá percibirse el profundo escepticismo de su filosofía.
Los objetos externos.- En la mente sólo hay percepciones y sólo en ellas se ejerce: ver, oír, recordar, juzgar, amar, imaginar, odiar… y todo cuanto pueda descubrirse en su interior. De ahí que no pueda admitirse la existencia independiente de los cuerpos materiales, con los que ella no tiene relación alguna. El supuesto de que existen cuerpos obedece a la razón o a los sentidos. Pero éstos últimos no pueden convencernos pues, para saber si las impresiones que vienen de ellos se parecen a los objetos externos, deberían presentarnos al mismo tiempo los originales y las copias, lo que es inconcebible. Tampoco puede hacerlo la razón, porque no es posible inferir los objetos de las impresiones. Una tal inferencia sería causal y, para ser válida, deberíamos poder observar la constante conjunción de objetos y percepciones, lo que no nos es dado.
Ni los sentidos ni la razón tienen fuerza suficiente para persuadirnos de la existencia de objetos materiales. ¿Por qué entonces seguimos creyendo en ellos? Por la memoria, asegura Hume, que nos presenta una gran cantidad de datos similares después de interrupciones considerables, nos convence de que son los mismos y nos obliga a conectarlos entre sí por medio de la hipótesis de la existencia de los cuerpos. Pero la memoria es una facultad de la mente y su poder no alcanza a traspasar los límites de ésta. En consecuencia, no hay motivos suficientes para que la filosofía acepte que lo que la memoria nos impone sea realmente así.
La mente.- No es menos dudosa la existencia de la misma conciencia que recibe las impresiones. Muchas personas se figuran que lo que llaman su yo es algo de lo que son íntimamente conscientes. Creen firmemente en su continuidad, identidad y simplicidad, pero no se percatan de que sostenerla es contra toda experiencia. La idea del yo debe derivar, como todas las demás, de alguna impresión, que debería ser invariablemente idéntica a lo largo de toda la vida, pues así se supone que existe la conciencia. Sin embargo, no hay ninguna impresión que cumpla esos requisitos. En nuestro interior se suceden el dolor y la alegría, las pasiones y las sensaciones, el amor y el odio, la luz y la sombra… Cada vez que uno penetra dentro de sí mismo halla alguna de esas percepciones, pero jamás encuentra su yo al margen de ellas Puesto que es posible distinguir a cada una de ellas de todas las demás, debe aceptarse que pueden existir por separado y no necesitan de cosa alguna que las mantenga en la existencia. Quien no lo acepte, que piense qué es lo que queda de sí mismo cuando todas ellas han sido suprimidas, por ejemplo, en un sueño profundo, y que piense también si ese estado no es idéntico a aquél en que, aniquilado su cuerpo tras la muerte, ya no puede sentir, pensar, ver…
Dios.- Respecto a la existencia de Dios, Hume niega que pueda probarse con argumentos a priori. Una demostración a priori, dice, solamente es posible cuando su negación es contradictoria. Pero todo lo que podemos pensar que existe podemos también pensar que no existe, sin que en ninguno de los dos casos se halle contradicción alguna. Luego si no hay ningún ser cuya inexistencia implique contradicción y, en consecuencia, no hay ninguno cuya existencia sea demostrable.
Los argumentos a posteriori, apoyados en la experiencia, no bastan para demostrar que Dios es uno, bueno, providente, perfecto…
2, Contra la causalidad
a) Locke
Locke había ya advertido que la relación causal es una relación entre ideas y no entre objetos, lo que no le impidió hacer reposar sobre ella la coherencia de las ideas. Siempre se perciben los mismos verdes valles en Inglaterra. Si la mente transforma las percepciones en objetos ¿a qué se deben esta regularidad y repetición? Las ideas son siempre otras y los valles siempre los mismos… Si hay orden en éstos es porque tiene que haber algún orden en aquéllos, pues de otro modo la naturaleza sería para nosotros un libro ilegible. Locke, como Descartes antes que él, habíaaceptado que ese orden se fundamenta en Dios y en la causalidad, pero no los sometió a una crítica más rigurosa.
b) Hume
Hume produndizó en la crítica de la causalidad hasta donde es posible hacerlo. Para ello empezó mostrando que no es un principio racional que deba ser aceptado necesariamente, pues sólo es aceptable de ese modo aquello cuyo contrario encierra contradicción, lo que no se aplica al mencionado principio ya que no hay contradicción alguna en pensar que algo empiece a existir sin que algo lo genere. Si todas las ideas distintas son separables y las de causa y efecto son evidentemente distintas, entonces es posible concebir que un objeto no existe en un momento dado y sí en el siguiente, sin venir obligados por ello a pensar la idea de causa o principio productivo. Luego se pueden imaginar por separado la idea de causa y la de comienzo de la existencia y no hay obligación de admitir un tal principio, pues la razón no es capaz de dar una demostración irrefutable[iv].
¿Habrá que aceptar el principio en cuestión por imposición de la experiencia? Parecería que sí, pero primero hay que analizar esta situación. Si imaginamos a Adán recién salido de las manos de Dios, en plena posesión de sus facultades intelectuales, pero desprovisto completamente de experiencia, deberemos aceptar que de la simple visión del agua no podría deducir que puede axfisiarle ni de la observación del fuego que puede reducirle a cenizas. Tendría que comprobarlo por experiencia. Pero su experiencia no le dice que una rama arde porque le aplica el fuego, sino que primero le aplica el fuego y después arde. No le enseña una relación, sino una sucesión. También le enseña que hay contigüidad en el espacio y en el tiempo: arde la rama que él ha puesto al fuego y no cualquier otra, y arde a partir del momento en que él la pone y no antes o mucho más tarde. Por último, puede comprobar que esto mismo se repite tantas veces como lo haga en las mismas o parecidas circunstancias. Nada más que esto encontrará en la experiencia:
Sucesión temporal,
Contigüidad espacio-temporal y
Repetición constante.
Por más vueltas que se le dé a esta cuestión, a esto se reduce todo cuanto la experiencia puede aportar. ¿De dónde procede entonces el hecho de que nuestra mente sea llevada más allá de los sentidos cuando, teniendo en cuenta el pasado, prevemos el futuro? ¿Cómo es que sabemos de antemano lo que va a suceder cuando aplicamos el fuego a alguna cosa que sea combustible? La razón no sirve de ayuda, porque la suposición de que el futuro es conforme al pasado reposa sobre el convencimiento de que la naturaleza sigue un curso regular, lo cual no es una verdad necesaria y evidente, pues es posible pensar lo contrario sin caer en contradicción y, en consecuencia, no hay obligación alguna de aceptar una tal regularidad. En otras palabras: no existe la conexión necesaria que acostumbramos a pensar que hay entre el objeto que denominamos causa y el que llamamos efecto. Pero razonamos causalmente en todas las cuestiones de hecho. Luego la impresión que da origen a una tal conexión necesaria está en la mente: la memoria almacena la forma en que se han sucedido dos hechos en el pasado, los sentidos presentan uno de ellos y la imaginación salta de inmediato al otro, haciendo que tenga tanta fuerza ante la conciencia como si se tratara de una impresión. Por eso lo acepta. Luego la causalidad es un principio mental que brota de la acción combinada de los sentidos, la memoria y la imaginación y que funciona con la suficiente regularidad como para que el mundo de los hechos, de la vida y de toda ciencia que no consista en relaciones de ideas tenga el orden requerido para poderlo conocer y vivir en él[v]. Así lo expresa Hume:
“La eficiencia o energía de las causas no está ni en las causas mismas, ni en la divinidad, ni en la concurrencia de estos dos principios, sino que pertenece por entero al alma, que considera la conexión de dos o más objetos en todos los casos pasados. Aquí es donde está el poder real de las causas, a la vez que su conexión y su necesidad”[vi].
La misma noción de realidad es obra de la creencia. Si solamente las impresiones o las ideas influyeran sobre la voluntad y los actos, nuestra vida sería un desastre, porque aquéllas no las podemos evitar y éstas son demasiado cambiantes. Afortunadamente hay esa vía intermedia de la causalidad, merced a la cual se levanta un sistema ordenado que abarca todos los recuerdos como presentes a los sentidos externos e internos, distinguiéndolos de las ficciones de la imaginación, y los conecta entre sí. No otra cosa es para nosotros la realidad.
Así es la causalidad, un mecanismo especial de la mente que ordena el mundo de las impresiones, una costumbre humana de la que no es posible prescindir. La costumbre es el verdadero guía de nuestra vida como seres pensantes, no la razón, como creían los antiguos, que definieron al hombre como animal racional. La razón es valiosa para dar argumentos demostrativos, pero, en cuanto tal, queda forzosamente confinada a las relaciones de ideas, que no tienen importancia para la práctica y nada nos dicen sobre la vida. La experiencia pasada actúa sobre nosotros de un modo insensible, pero irresistible. Se nos impone antes incluso de darnos tiempo a reflexionar, haciéndonos ver los objetos tan inseparables que no empleamos tiempo ni razonamientos en pasar de unos a otros. Así produce la experiencia todos nuestros juicios de causas y efectos mediante una operación secreta y suprime toda duda acerca de que los casos de los que ya hemos tenido experiencia son necesariamente semejantes a aquellos otros que no hemos podido experimentar todavía[vii]. No hay demostración posible de que esto sea necesariamente así, pero no podemos dejar de admitirlo, pues no podemos evitar ser como somos. Es nuestra condición de hombres, que es anterior y más importante que la de filósofos. Si nos dejáramos guiar de la filosofía, de los conocimientos poseídos por intuición o por demostración, no podríamos vivir. Antes que filósofo hay que ser hombre.
B. Origen y constitución de la experiencia
a) Locke
El empirismo, tanto el de Locke como el de Hume, tenía que conducir a un desplazamiento de la ontología por la psicología. Las diferencias entre ambos son las que derivan de sus respectivas actitudes ante el innatismo. Locke, que negó todo contenido innato en la conciencia, pudo todavía respetar latesis según la cual existe un conocimiento de objetos externos, si bien a costa de una incongruencia: si el espíritu sólo trata con ideas y si conocer es percibir el acuerdo o desacuerdo entre ellas, como él mismo dice, ¿no habrá de verse el mundo externo como un producto de la fantasía? La respuesta es que las ideas o cualidades simples, producidas por las cosas sobre el espíritu, valen como imágenes suyas, pero que las complejas, excluida la de sustancia, son creadas por la mente y, en consecuencia, no reflejan nada ajeno a ellas. Luego la idea compleja de sustancia y las simples de color, cantidad, peso, sonido… pueden representar el mundo externo. ¿Cómo saberlo?
Hay que partir de una definición básica, citada más arriba: que el conocimiento es la percepción del acuerdo o desacuerdo entre ideas. Será conocimiento intuitivo siempre que dichos acuerdo o desacuerdo se perciban inmediatamente entre dos ideas, sin ayuda de ninguna otra. Será demostrativo siempre que se haga necesario recurrir a otras como pruebas suyas. Que el color blanco no es el negro es un conocimiento intuitivo. Que Carlomagno fue rey de los francos es demostrativo, pues requiere pruebas laboriosas. De aquí se desprende que el primero es mucho más seguro que el segundo. Por último, está el conocimiento producido por una sensación actual.
En aplicación de estas precisiones, Locke dice que nuestro yo nos es conocido por intuición, Dios por demostración y los objetos externos por sensación.
b) Hume
La solución de Hume es diferente por causa del fenomenismo que él postula. Las ideas se reducen a impresiones y las impresiones son subjetivas. Luego no hay más acuerdo o desacuerdo con el mundo externo. Sólo restan las posibles combinaciones entre ideas. A este respecto dice el autor que hay entre ellas una fuerza de atracción suave, pero que siempre prevalece, para unirlas en conjuntos mayores relativamente bien ordenados, y que esa fuerza actúa según los tres principios siguientes:
Asociación de ideas por semejanza. Nuestra imaginación pasa con facilidad de una idea a otra que guarde algún parecido con ella. Esto hace que una pintura nos lleve al objeto representado.
Asociación de ideas por contigüidad en tiempo y lugar. Lo mismo que los sentidos pasan de unos objetos a otros que les son cercanos en el espacio y en el tiempo, la imaginación también recorre tiempos y lugares contiguos cuando representa sus objetos.
Asociación de ideas por causalidad. Como más arriba se ha visto, la relación entre causa y efecto no es otra cosa que la sucesión regular de dos sucesos en el espacio y el tiempo[viii].
La acción combinada de estos tres principios ordena todos los objetos de la razón y la investigación humana, produce las ciencias y las artes, la técnica, las leyes, la oratoria… En suma, permite a la mente tener conocimientos, que, según Hume, pueden ser de dos clases:
Relaciones de ideas: “las ciencias de la geometría, Álgebra y Aritmética y, en resumen, toda afirmación que es intuitiva o demostrativamente cierta. Que el cuadrado de la hipotenusa es igual al cuadrado de los dos lados es una proposición que expresa la relación entre estas partes del triángulo. Que tres veces cinco es igual a la mitad de treinta expresa una relación entre estos números. Las proposiciones de esta clase pueden descubrirse por la mera operación del pensamiento, independientemente de lo que pueda existir en cualquier parte del universo. Aunque jamás hubiera habido un círculo o un triángulo en la naturaleza, las verdades demostradas por Euclides conservarían siempre su certeza y evidencia”[ix].
Cuestiones de hecho: “Lo contrario de cualquier cuestión de hecho es, en cualquier caso, posible, porque jamás puede implicar una contradicción, y es concebido por la mente con la misma facilidad y distinción que si fuera totalmente ajustado a la realidad. Que el sol no saldrá mañana no es una proposición menos inteligible ni implica mayor contradicción que la afirmación saldrá mañana. En vano, pues, intentaríamos demostrar su falsedad. Si fuera demostrativamente falsa, implicaría una contradicción y jamás podría ser concebida distintamente por la mente”[x].
Las relaciones de ideas son verdaderas cuando su negación lleva implicada una contradicción. En caso contrario son falsas. Su validez, pues, es a priori, necesaria. No sucede lo mismo con las cuestiones de hecho, cuya verdad sólo puede descubrirse por la experiencia. Todas las leyes de la naturaleza, todos los acontecimientos de la historia y, en suma, todos los conocimientos que los hombres llegan a adquirir, si se exceptúan unos pocos, como la lógica, la aritmética, el álgebra y la geometría, son de esta clase. Hume afirma además que estos conocimientos se apoyan en la relación causa-efecto, por lo que el análisis de ésta nos da la clave de la actuación de nuestra mente en todos esos casos, que son todos los de la vida y el conocer.
C. El emotivismo moral en Hume
Como sucede en el mundo físico, donde los hechos están relacionados según las leyes de la mecánica, y nadie está dispuesto a prestar atención a argumentaciones que no procedan de la experiencia, así sucede también el mundo de los hombres, cuyas conductas son también algo establecido y previsible. Los hombres reciben estímulos a los que reaccionan de una manera que no es esencialmente diferente de la de lo movimientos físicos. Sabemos de antemano, dice Hume a modo de ejemplo, que si se pierde una bolsa de dinero en Charing Cross no durará allí más de una hora. El determinismo reina por igual a ambos lados de la realidad.
Pese a lo que podría parecer, esto no es, a juicio del autor, un ataque a la creencia en el libre albedrío. Coacción no es lo mismo que causación. No puede decirse que no es libre una persona que actúa siguiendo su voluntad, aunque, al inclinarle a una acción en lugar de otra, esa voluntad esté causada. Es más, si las acciones de los hombres fueran totalmente arbitrarias, si no hubiera modo alguno de preverlas, la convivencia entre ellos sería imposible. ¿Es posible acaso vivir tranquilos cuando no se sabe si nuestro vecino seguirá siendo un hombre normal o un loco iluminado? Si libre albedrío es lo mismo que ausencia de causas, entonces ciertamente la moralidad no presupone la libertad y ésta no debe ser admitida. Pero si no es así, si la libertad consiste en que los hombres pueden hacer lo que desean y no hacer lo que no desean, por más que no sean ellos quienes determinen sus deseos, entonces debe admitirse que existe la libertad. Puesto que, por último, la existencia de la libertad es un requisito indispensable para aceptar que existen el bien y el mal morales, estamos también obligados a aceptar que la moralidad existe igualmente.
Pero todavía falta saber en qué consiste. ¿Qué es lo que permite que a una acción particular pueda aplicársele el calificativo de buena o mala? Unos creen que lo bueno y lo malo están en la razón, otros que en las acciones. Luego son una relación de ideas o una cuestión de hecho. Hume, por el contrario, cree que no son una cosa ni la otra.
La moralidad no es una relación de ideas.- Que no son lo primero, un asunto de la razón, está claro en cuanto se considere que las acciones pertenecen a la cadena causal de los hechos y la razón no está antes de dicha cadena para producirla o para impedirla. Lo moral no puede, pues, residir en una libre toma de decisiones que siguiera a una deliberación racional.
Hay quienes arguyen todavía que, siendo la razón nuestro carácter esencial de seres humanos, es por ella por lo que somos buenos o malos, y que es esto lo que impide que pueda decirse lo mismo de los animales. Sea un ejemplo particular de inmoralidad: el incesto. Los que defienden el carácter racional de la moralidad dirán que los animales, aun cometiéndolo, son inocentes porque no tienen suficiente razón como para darse cuenta de lo que hacen, mientras que los hombres, por tenerla, son culpables, y que, siendo ella la que determina la diferencia entre un caso y otro, en ella residen lo moral y lo inmoral.
Hume responde que el argumento no es correcto. Admitir que los animales son inocentes por no darse cuenta del mal que hacen es admitir que dicho mal es un objeto sobre el que la razón piensa, pero no un efecto suyo, y equivale a defender, en consecuencia, que está en los actos y no en la razón.
La moralidad no es una cuestión de hecho.- ¿Luego la moralidad es una cuestión de hecho? Tampoco, dice el filósofo, porque, siguiendo con la anterior argumentación, habría que aceptar que, puesto que el hecho es el mismo, igual que es rechazable el incesto cometido por hombres, también lo es el cometido por animales. Por lo tanto, deberían existir deberes morales para unos tanto como para otros.
Si no se quiere caer en este absurdo hay que aceptar que las acciones no son buenas ni malas. Para comprender mejor esta conclusión a que llega Hume, puede pensarse en algo que seguramente nadie dejará de rechazar, el asesinato intencionado. Se examine como se examine y se mire desde donde se mire, en él no concurren otras cosas que “ciertas pasiones, motivos, voliciones y sentimientos”, acciones, objetos…, encadenados todos ellos en una sucesión fatal. Ninguno de esos hechos, internos o externos, aislados o en conjunto, es, propiamente hablando, el hecho inmoral.
La moralidad está en el sentimiento.- Así pues, la moralidad no está en los hechos ni en la razón. Aquéllos pertenecen a la red causal y ésta es útil para formular juicios fríos sobre la aritmética o la física, pero la ternura de la pasión o la belleza del verso no provocan razonamientos sino placer, que es algo bien distinto: un sentimiento. Es lo que sucede también en el terreno moral. Cuando un hombre ha sabido de un asesinato encuentra dentro de su pecho un sentimiento de repulsa. Ahí está lo moral y en eso consiste. Como los sonidos, el frío y los colores, es una percepción del interior del hombre.[xi]
Los sentimientos de aprobación y desaprobación inscritos en la naturaleza humana son el origen de las virtudes y los vicios, pues nos indican qué clase de cualidades suscitan, por encima de cualesquiera otras, la estima propia y la de los demás. También nos indican qué clase de defectos son rechazables. Dichos sentimientos son la medida de lo que es agradable y útil, para nosotros mismos tanto como para los demás:
Son agradables para uno mismo: la alegría, la grandeza de alma, la dignidad de carácter, el valor, el sosiego, la bondad…
Son agradables para los demás: la modestia, la buena conducta, la cortesía, el ingenio
Son útiles para uno mismo: la fuerza de voluntad, la diligencia, la frugalidad, el vigor corporal, la inteligencia…
Son útiles para los demás: la justicia, la benevolencia…[xii]
Ética utilitarista.- En el agrado y la utilidad coinciden todas las acciones que originan los sentimientos de aceptación o repulsa, por lo que es legítimo concluir que ellos son el fundamento último de la moralidad y que, por tanto, la ética de Hume es utilitarista. Lo cual no significa una vuelta al utilitarismo egoísta que Hobbes veía como única ética posible, porque, según él creía, el hombre es asocial. Hume piensa, por el contrario, que la utilidad ha de referirse a los demás en no menor medida que a sí mismo. Sea el sentimiento de la justicia. Éste nace en unas condiciones particulares a la especie humana. Si, como sucede con el aire, del que cada hombre puede disponer según sus necesidades, sucediera con todos los demás bienes, de manera que nadie careciera de nada ni tuviera que preocuparse por el futuro, entonces no podría siquiera brotar en el corazón de los hombres ese sentido de la distribución y uso equitativo de los bienes que solemos llamar justicia. Además, nadie siente lo mismo en relación con los animales, pese a que, por vivir entre nosotros, forman con nosotros alguna suerte de comunidad. En consecuencia, la justicia existe con vistas a algo útil, que es mantener la sociedad de los seres humanos. Ella es el fundamento de la máxima virtud política de los gobernados, la obediencia a sus gobiernos, los cuales, o bien porque los particulares no se dan cuenta de los intereses que los unen a sus semejantes o bien porque no disponen de fuerza de voluntad suficiente para mantenerse por sí mismos fieles al interés general, se han vuelto indispensables para la vida en comunidad.
El hombre se mueve por el interés, pero su interés no es esencialmente egoísta. Aunque muchos no se hayan parado a pensarlo, a los hombres les resulta difícil, si no imposible, ser felices mientras ven que los demás son desgraciados. La felicidad de los demás promueve la propia. ¿Cómo desear entonces la una sin la otra? En conclusión, la moral no es una dama rigurosa vestida de negro que sólo sabe de austeridades, trabajo y humillaciones, sino una actividad agradable, provechosa y, en la mayoría de las ocasiones, alegre, que únicamente impone una molestia: preferir siempre la mayor felicidad y procurar alcanzarla.
D. Texto de David Hume, Compendio de un tratado de la naturaleza humana, Ed. Teorema, Valencia
PREFACIO
Mis expectativas, en esta breve contribución, pueden parecer un tanto extraordinarias cuando declaro que mis intenciones son hacer que una obra más extensa resulte, al abreviarla, más inteligible para todo el mundo. Es cierto que, aun así, quienes no están acostumbrados al razonamiento abstracto, son propensos a perder el hilo del argumento cuando su trama logra grandes proporciones y cada una de sus partes se refuerza con toda clase de argumentaciones, salvaguardada contra todo tipos de objeciones, y se ilustra con todos los puntos de vista que vienen a la mente del escritor cuando considera diligentemente su tema. Estos lectores aprenderán más fácilmente una serie de razonamientos que sea simple y concisa, en que sólo las principales proposiciones estén atadas entre sí, ilustradas mediante unos ejemplos sencillos y confirmadas por un número escogido de los argumentos de mayor fuerza probatoria. Al encontrarse las diferentes partes más próximas entre sí, pueden compararse mejor y trazar más fácilmente la conexión desde los primeros principios hasta la última conclusión.
La obra, cuyo extracto presento aquí al lector, ha sido tildada de oscura y de difícil comprensión; tiendo a pensar que es debido a la extensión y no al carácter abstracto de la argumentación. Si hubiera logrado remediar de alguna manera este inconveniente, habría logrado la finalidad que inicialmente me había propuesto. El libro, creo, tiene un cariz de singularidad y novedad suficientes para llamar la atención del público, especialmente si se reparase en que, como el autor parece insinuar, en caso de que fuese aceptada su filosofía, sería necesario alterar la mayor parte de las ciencias desde los fundamentos. Tan atrevidas tentativas, son siempre ventajosas en la república de las letras: porque liberan del yugo de la autoridad, acostumbran a las personas a pensar por sí mismos, ofrecen sugerencias nuevas que los hombres de ingenio pueden llevar adelante y, por su actitud de fuerte oposición, iluminan puntos que antes nadie había ni siquiera sospechado que presentaran ninguna dificultad.
Es preciso que el autor se resigne a esperar pacientemente un cierto tiempo antes de que el mundo de los entendidos se ponga de acuerdo acerca de su propuesta. Su mala fortuna estriba en el hecho de que no puede apelar al pueblo, que en todas las materias dependientes de la razón común y de la elocuencia ha resultado ser siempre un tribunal infalible. Debe ser juzgado por unos pocos, el veredicto de los cuales está más dispuesto a corromperse por la parcialidad y el prejuicio, especialmente porque nadie que no haya pensado a menudo en estos temas no puede ser un juez adecuado. Estos pocos tienden a formar por sí mismos sistemas propios que no están dispuestos a abandonar. Espero que el autor me excusará de hacer de mediador en este asunto, puesto que mi propósito sólo es incrementar su público, despejando algunas dificultades que han impedido captar su significado.
He elegido un argumento muy simple, diseñado cuidadosamente del principio al fin. Este es el único punto que he procurado desarrollar. El resto se reduce a indicaciones de pasajes particulares que me han parecido curiosos y notables.
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Extracto de un libro, publicado recientemente, intitulado «Tratado De La Naturaleza Humana»
Este libro parece haber sido escrito conforme al mismo plan que otras varias obras que han gozado de gran boga durante los últimos años en Inglaterra. El espíritu filosófico, que tan grande impulso ha recibido en toda Europa en estos últimos ochenta años, ha sido llevado tan lejos en este reino como en cualquier otro. Nuestros escritores parecen incluso haber iniciado un nuevo género de filosofía, que promete más para el entretenimiento y el provecho del género humano que cualquier otro con el que el mundo haya hasta ahora trabado conocimiento. La mayoría de los filósofos de la antigüedad, que trataron de la naturaleza humana, han mostrado más una delicadeza de sentimiento, un justo sentido de la moral, o una grandeza de alma, que una profundidad de razonamiento y reflexión. Se han contentado con representar al sentido común del género humano a la luz más vívida y con los más felices giros de pensamiento y expresión, sin seguir regularmente una cadena de proposiciones, o reunir las diversas verdades en una ciencia regular. Pero vale la pena, al menos someter a ensayo si la ciencia del hombre no admitirá la misma precisión que tan aplicable ha resultado ser a diversas partes de la filosofía natural. Parece asistirnos toda la razón del mundo al imaginar que esta ciencia puede ser llevada hasta el máximo grado de exactitud. Si, al examinar diversos fenómenos, hallamos que todos ellos se resuelven en un principio común, y podemos retrotraer éste a otro principio, llegaremos finalmente a aquellos pocos principios simples de los que todo el resto depende. Y aunque nunca podamos alcanzar los últimos principios, es una satisfacción proseguir tan lejos como nos permitan nuestras facultades.
Éste parece haber sido el propósito de nuestros últimos filósofos, y, entre ellos, el de este autor. Él se propone hacer la anatomía de la naturaleza humana de una manera regular, y promete no sacar conclusión alguna sino allí donde le autorice la experiencia. Habla con desdén de las hipótesis; e insinúa que aquellos de nuestros compatriotas que las han desterrado de la filosofía moral han prestado al mundo un servicio más notable que Milord Bacon, a quien nuestro autor considera como el padre de la física experimental. Menciona, con este motivo, al Sr. Locke, a Milord Shaftesbury, al Dr. Mandeville, al Sr. Hutchison, y al Dr. Butler, quienes, si bien difieren entre sí en muchos puntos, parecen todos estar de acuerdo en fundamentar enteramente en la experiencia sus precisas disquisiciones sobre la naturaleza humana.
Junto a la satisfacción de haber trabado conocimiento con lo que más íntimamente nos atañe, puede afirmarse con seguridad que casi todas las ciencias están comprendidas en la ciencia de la naturaleza humana y son dependientes de ella. El solo fin de la lógica es explicar los principios y operaciones de nuestra facultad de razonamiento y la naturaleza de nuestras ideas; la moral y la crítica se ocupan de nuestros gustos y sentimientos; y la política considera a los hombres en tanto que unidos en sociedad y dependientes entre sí. Este tratado de la naturaleza humana, parece, por tanto, haber sido concebido con vistas a un sistema de las ciencias. El autor ha llegado a término en lo que concierne a la lógica, y ha puesto los cimientos de las otras partes en su tratamiento de las pasiones.
El celebrado Monsieur Leibniz ha observado un defecto en los sistema comunes de lógica: que son muy prolijos cuando explican las operaciones del entendimiento en la construcción de demostraciones, pero son harto concisos cuando tratan de probabilidades y de aquellas otras medidas de evidencia de las que dependen enteramente la vida y la acción, y que son nuestras guías incluso en la mayor parte de nuestras especulaciones filosóficas. Bajo esta censura él incluye The essay on human understanding, La recherche de la verité y L’art de penser. El autor del Treatise of human nature parece haber advertido este defecto en esos filósofos, y se ha esforzado, en la medida de su capacidad, por salvarlo. Como su libro contiene un gran número de especulaciones muy nuevas y notorias, sería imposible dar al lector una noción cabal de la totalidad de ellas. Nos confinaremos, por lo tanto, principalmente, a su explicación de nuestros razonamientos por causa y efecto. Ello pudiera servir si logramos hacerlo inteligible al lector, como una muestra de la totalidad de la obra.
Nuestro autor comienza con algunas definiciones. Llama percepción a cualquier cosa que pueda presentarse a la mente, sea que empleemos nuestros sentidos, o que nos impulse la pasión, o que ejercitemos nuestro pensamiento y reflexión. Divide nuestras percepciones en dos géneros, a saber, impresiones e ideas. Cuando sentimos una pasión o emoción de cualquier género, o tenemos las imágenes de objetos externos transmitidas por nuestros sentidos, la percepción de la mente es lo que él llama una impresión, que es una palabra que emplea en un nuevo sentido. Cuando reflexionamos sobre una pasión o un objeto que no está presente, esta percepción es una idea. Impresiones, por lo tanto, son nuestras percepciones vívidas y fuertes; ideas son las más pálidas y débiles. Esta distinción es evidente; tan evidente como la que hay entre sentir y pensar.
La primera proposición que anticipa, es que todas nuestras ideas, o percepciones débiles, son derivadas de nuestras impresiones, o percepciones fuertes y, que nunca podemos pensar en cosa alguna que no hayamos visto fuera de nosotros, o sentido en nuestras propias mentes. Esta proposición parece ser equivalente a aquella que tanto esfuerzo le costó establecer al Sr. Locke, a saber, que no hay ideas innatas. Sólo cabe observar, como una inexactitud de ese famoso filósofo, que comprende todas nuestras percepciones bajo el término de idea, en el cual sentido es falso que no tengamos ideas innatas. Pues es evidente que nuestras percepciones más fuertes, o impresiones, son innatas, y que la afección natural, el amor a la virtud, el resentimiento, y todas las demás pasiones, surgen inmediatamente de la naturaleza. Estoy persuadido de que quienquiera que considerase la cuestión a esta luz, sería fácilmente capaz de reconciliar todas las partes. El Padre Malebranche se encontraría en un atolladero para señalar un pensamiento de la mente que no representase algo antecedentemente sentido por ella, o bien internamente, o por medio de los sentidos externos; y tendría que admitir que aun cuando podamos componer, y mezclar, y aumentar, y disminuir nuestras ideas, todas ellas son derivadas de estas fuentes. El Sr. Locke, por otra parte, reconocería fácilmente que todas nuestras pasiones son un género de instintos naturales, no derivadas sino de la constitución original de la mente humana.
Nuestro autor piensa,«que ningún descubrimiento podría haberse hecho más felizmente para decidir todas las controversias relativas a las ideas que éste: que las impresiones son siempre los precedentes de ellas, y que toda idea con que sea equipada la imaginación, hace primeramente su aparición en una correspondiente impresión. Estas últimas percepciones son todas tan claras y evidentes, que no admiten controversia; si bien muchas de nuestras ideas son tan oscuras, que es casi imposible incluso para la mente, que las forma, decir exactamente su naturaleza y composición». De acuerdo con ello, cuando una idea es ambigua, nuestro autor apela siempre al recurso a la impresión, que ha de tornarla clara y precisa. Y cuando sospecha que un término filosófico no tiene idea alguna aneja a él (como es harto común) pregunta siempre ¿de qué impresión se deriva esta idea? Y si no puede aducir impresión alguna, concluye que el término carece de significado. De esta manera es como examina nuestra idea de sustancia y esencia; y sería de desear que este riguroso método fuera más practicado en todos los debates filosóficos.
Es evidente que todos los razonamientos concernientes a cuestiones de hecho están fundados en la relación de causa y efecto, y que no podemos nunca inferir la existencia de un objeto a partir de otro, a menos que estén conectados entre sí, o bien mediata o inmediatamente. Con el fin, por lo tanto, de entender estos razonamientos, hemos de estar perfectamente familiarizados con la idea de causa; y con este fin, hemos de buscar en torno a nosotros para hallar algo que sea la causa de otra cosa.
He aquí una bola de billar quieta sobre la mesa, y otra bola que se mueve hacia ella con rapidez. Las dos chocan; y la bola que anteriormente estaba en reposo adquiere ahora un movimiento. Ésta es una tan perfecta instancia de la relación de causa y efecto como cualquier otra que conozcamos, sea por sensación o por reflexión. Examinémosla por tanto. Es evidente que las dos bolas entraron en contacto antes de que fuese comunicado el movimiento, y que no hubo intervalo alguno entre el choque y el movimiento. La contigüidad en tiempo y lugar es, por lo tanto, una circunstancia requerida para la operación de todas las causas. Es evidente similarmente, que el movimiento que fue la causa es anterior al movimiento que fue el efecto. La prioridad en tiempo es, por lo tanto, otra circunstancia requerida en toda causa. Pero esto no es todo. Probemos con otras bolas del mismo género en una situación similar y siempre hallaremos que el impulso de la una produce movimiento en la otra. Hay aquí, por lo tanto, una tercera circunstancia, a saber, la de una conjunción constante entre la causa y el efecto. Todo objeto similar a la causa, produce siempre algún objeto similar al efecto. Más allá de estas tres circunstancia de contigüidad, prioridad y conjunción constante, nada puedo descubrir en esta causa. La primera bola está en movimiento; toca a la segunda; inmediatamente la segunda se pone en movimiento; y cuando pruebo el experimento con las mismas o semejantes bolas, en las mismas o semejantes circunstancias, encuentro que al movimiento y contacto de una de las bolas, sigue siempre el movimiento de la otra. Por más giros que le dé a este asunto, y por más que lo examine, no puedo hallar nada más en él.
Así es cuando lo considerado causa y lo considerado efecto, los dos, están presentes a los sentidos. Veamos ahora en qué se funda nuestra inferencia cuando de uno de ellos concluimos que lo otro ha existido o existirá. Supóngase que veo una bola moviéndose en línea recta hacia otra; inmediatamente concluyo que chocarán, y que la segunda se pondrá en movimiento. Ésta es la inferencia de la causa al efecto; y de esta naturaleza son todos nuestros razonamientos en la conducta de la vida; en ella se basa toda nuestra creencia en la historia; y de ella se deriva toda la filosofía, con la sola excepción de la geometría y la aritmética. Si podemos explicar esta inferencia a partir del choque de dos bolas, podremos dar cuenta de esta operación de la mente en todas las instancias.
Si un hombre, tal como Adán, hubiese sido creado con el pleno vigor del entendimiento, pero sin experiencia, nunca podría inferir el movimiento de la segunda bola a partir del movimiento y el impulso de la primera. No es cosa alguna que la razón vea en la causa, lo que nos hace inferir el efecto. Una tal inferencia, si fuera posible, equivaldría a una demostración, al estar fundada meramente en la comparación de ideas. Pero ninguna inferencia de la causa al efecto equivale a una demostración. De lo cual hay esta prueba evidente. La mente puede siempre concebir que un efecto cualquiera se siga de una causa cualquiera, y también que cualquier evento se siga de otro; todo lo que concebimos es posible, al menos en un sentido metafísico; pero dondequiera que tiene lugar una demostración, lo contrario es imposible e implica una contradicción. No hay ninguna demostración, por lo tanto, para una conjunción de causa y efecto. Y éste es un principio que es generalmente admitido por los filósofos.
Hubiera sido necesario, por lo tanto, que Adán (de no estar inspirado) hubiese tenido experiencia del efecto, que se siguió del impulso de estas dos bolas. Tuvo que haber visto, en varias instancias, que cuando una de las bolas chocaba contra la otra, la segunda siempre adquiría movimiento. Si hubiera visto un número suficiente de instancias de este género, cuando quiera que viese una bola moviéndose hacia la otra, habría concluido siempre sin vacilación que la segunda adquiría movimiento. Su entendimiento se anticiparía a su visión, y formaría una conclusión adecuada con su pasada experiencia.
Se sigue, pues, que todos los razonamientos relativos a la causa y el efecto están fundados en la experiencia, y que todos los razonamientos que parten de la experiencia están fundados en la suposición de que el curso de la naturaleza continuará siendo uniformemente el mismo. Concluimos que causas similares, en circunstancias similares, producirán siempre efectos similares. Puede valer la pena detenerse ahora a considerar qué es lo que nos determina a formar una conclusión de tan inmensa consecuencia.
Es evidente que Adán, con toda su ciencia, nunca hubiera sido capaz de demostrar que el curso de la naturaleza ha de continuar siendo uniformemente el mismo, y que el futuro ha de ser conforme al pasado. De lo que es posible nunca puede demostrarse que sea falso; y es posible que el curso de la naturaleza pueda cambiar, puesto que podemos concebir un tal cambio. Más aún, iré más lejos y afirmaré que Adán tampoco podría probar mediante argumento probable alguno, que el futuro haya de ser conforme al pasado. Todos los argumentos probables están montados sobre la suposición de que existe esta conformidad entre el futuro y el pasado, y, por tanto, nunca la pueden probar. Esta conformidad es una cuestión de hecho, y si ha de ser probada, nunca admitirá prueba alguna que no parta de la experiencia. Pero nuestra experiencia en el pasado no puede ser prueba de nada para el futuro, sino bajo la suposición de que hay una semejanza entre ellos. Es éste, por lo tanto, un punto que no puede admitir prueba en absoluto, y que damos por sentado sin prueba alguna.
Estamos determinados sólo por la costumbre a suponer que el futuro es conforme al pasado. Cuando veo una bola de billar moviéndose hacia otra, mi mente es inmediatamente llevada por el hábito al usual efecto, y anticipa mi visión al concebir a la segunda bola en movimiento. No hay nada en estos objetos, abstractamente considerados, e independiente de la experiencia, que me lleve a formar una tal conclusión; e, incluso después de haber tenido experiencia de muchos efectos repetidos de este género, no hay argumento alguno que me determine a suponer que el efecto será conforme a la pasada experiencia. Las fuerzas por las que operan los cuerpos son enteramente desconocidas. Nosotros percibimos sólo sus cualidades sensibles, y ¿qué razón tenemos para pensar que las mismas fuerzas hayan de estar siempre conectadas con las mismas cualidades sensibles?
No es, por lo tanto, la razón la que es la guía de la vida, sino la costumbre. Ella sola determina a la mente, en toda instancia, a suponer que el futuro es conforme al pasado. Por fácil que este paso pueda parecer, la razón nunca sería capaz, ni en toda la eternidad, de llevarlo a cabo. Éste es un descubrimiento muy curioso, pero que nos conduce a otros que son más curiosos aún. Cuando veo una bola de billar moviéndose hacia otra, mi mente es inmediatamente llevada por el hábito al usual efecto, y anticipo mi visión al concebir la segunda bola en movimiento. Pero ¿es esto todo? ¿No hago nada sino concebir el movimiento de la segunda bola? No, a buen seguro. También creo que se moverá. ¿Qué es, entonces, esta creencia? Y ¿en qué difiere de la simple concepción de cualquier cosa? He aquí una nueva cuestión impensada por los filósofos.
Cuando una demostración me convence de una proposición, no sólo me hace concebir la proposición, sino que también me sensibiliza al hecho de que es imposible concebir una cosa contraria. Lo que es por demostración falso, implica una contradicción; y lo que implica una contradicción no puede ser concebido. Pero en lo que respecta a una cuestión de hecho, por rigurosa que pueda ser la prueba extraída de la experiencia, puedo siempre concebir lo contrario, aunque no siempre pueda creerlo. La creencia, por lo tanto, establece alguna diferencia entre la concepción a la cual asentimos y aquella a cual no asentimos.
Para dar cuenta de esto hay solamente dos hipótesis. Pudiera decirse que la creencia añade alguna idea nueva a las que podemos concebir sin prestarles nuestro asentimiento. Pero esta hipótesis es falsa. Primero, porque ninguna idea tal puede ser producida. Cuando concebimos simplemente un objeto, lo concebimos en todas sus partes. Lo concebimos tal como podría existir, aunque no creamos que exista. Nuestra creencia en él no descubriría nuevas cualidades. Podemos dibujar el objeto entero en nuestra imaginación sin creer en él. Podemos ponerlo, de cualquier manera, ante nuestros ojos, con toda circunstancia de tiempo y lugar. Éste es el verdadero objeto concebido tal como podría existir; y cuando creemos en él, nada más podemos hacer. En segundo lugar, la mente tiene la facultad de poner juntas todas las ideas que no envuelven una contradicción; y por lo tanto, si la creencia consistiese en alguna idea que añadiésemos a la simple concepción, estaría en el poder del hombre, mediante la adición de esta idea a la concepción, el creer cualquier cosa que él pudiera concebir.
Puesto que, por lo tanto, la creencia implica una concepción, y sin embargo es algo más; y puesto que no añade ninguna nueva idea a la concepción; se sigue que es una diferente manera de concebir un objeto; algo que es distinguible por el sentimiento, y que no depende de nuestra voluntad, como dependen todas nuestras ideas. Mi mente discurre por hábito desde el objeto visible de una bola que se mueve hacia otra, al usual efecto del movimiento en la segunda bola. No sólo concibe ese movimiento, sino que siente en la concepción de él algo diferente de un mero ensueño de la imaginación. La presencia de este objeto visible, y la conjunción constante de ese efecto particular, hace que esta idea sea diferente, para el sentimiento, de aquellas ideas vagas que llegan a la mente sin introducción alguna. Esta conclusión parece un tanto sorprendente; pero hemos sido llevados a ella por una cadena de proposiciones que no admiten ninguna duda. Para facilitar la memoria del lector, las resumiré brevemente. Ninguna cuestión de hecho puede ser probada si no es a partir de su causa o efecto. De nada puede saberse que es la causa de otra cosa si no es por la experiencia. No podemos aducir razón alguna para extender al futuro nuestra experiencia del pasado; pero estamos enteramente determinados por la costumbre cuando concebimos que un efecto se sigue de su causa usual. Mas también creemos que se sigue un efecto, del mismo modo que lo concebimos. Esta creencia no añade ninguna idea nueva a la concepción. Solamente varía la manera de concebir, imponiendo una diferencia al sentimiento. La creencia, por lo tanto, surge en todas las cuestiones de hecho sólo de la costumbre, y es una idea concebida de una manera peculiar.
Nuestro autor procede a explicar esta manera o sentimiento, que hace a la creencia ser diferente de una concepción vaga. Parece estar percatado de que es imposible describir con palabras este sentimiento, del que cada uno debe ser consciente en su propio corazón. Lo llama a veces una concepción más fuerte, y otras una concepción más vivaz, más vívida, más firme o más intensa. Y, ciertamente, cualquiera que sea el nombre que podamos dar a este sentimiento, que constituye la creencia, nuestro autor piensa que es evidente que ejerce un efecto más vigoroso sobre la mente que la ficción y la mera concepción. Y esto él lo prueba por la influencia de dicho sentimiento sobre las pasiones y sobre la imaginación; las cuales son movidas solamente por la verdad o por lo que es tomado por tal. La poesía, con todo su arte, nunca puede causar una pasión semejante a la experimentada en la vida real. Muestra una deficiencia en la concepción original de sus objetos, que nunca se sienten de la misma manera que aquellos que gobiernan nuestra creencia y nuestra opinión.
Nuestro autor, presumiendo haber probado suficientemente que las ideas a las que asentimos son diferentes, para el sentimiento, de las otras ideas, y que este sentimiento es más firme y vivaz que nuestra concepción común, se esfuerza a continuación por explicar la causa de este sentimiento vivaz mediante una analogía con otros actos de la mente. Su razonamiento parece ser curioso; pero difícilmente podría resultar inteligible, o al menos probable, para el lector, sin la ayuda de una larga digresión, que excedería los límites que me he prescrito a mí mismo. Similarmente, he omitido muchos argumentos que el autor aduce para probar que la creencia consiste meramente en un sentimiento peculiar. Mencionaré solamente uno; nuestra experiencia pasada no es siempre uniforme. A veces, se sigue un efecto de una causa, y a veces otro. En cuyo caso creemos siempre que existirá aquél que es más común. Veo una bola de billar que se mueve hacia otra. No puedo distinguir si se mueve sobre su eje, o fue impulsada para pasar rasando a lo largo de la mesa. En el primer caso, sé que no se detendrá después del choque. En el segundo, puede detenerse. El primero es el más común, y por lo tanto, me dispongo a contar con ese efecto. Pero también concibo el otro efecto, y lo concibo como posible, y como conectado con la causa. Si no fuera una concepción diferente de la otra en el sentimiento, no habría diferencia alguna entre ellas.
En la totalidad de este razonamiento nos hemos confinado a la relación de causa y efecto, tal como se descubre en los movimientos y operaciones de la materia. Pero el mismo razonamiento es extensivo a las operaciones de la mente. Ya sea que consideremos la influencia de la voluntad en el movimiento de nuestro cuerpo, o en el gobierno de nuestro pensamiento, puede afirmarse con seguridad que nunca podríamos predecir el efecto, sin experiencia, partiendo meramente de la consideración de la causa. E incluso después de que tengamos experiencia de estos efectos, es la costumbre solamente, no la razón, la que nos determina a hacer de ella el canon de nuestros futuros juicios. Cuando la causa está presente, la mente, por hábito, inmediatamente pasa a la concepción y creencia del efecto usual. Esta creencia es algo que es diferente de la concepción. Sin embargo, no le añade ninguna nueva idea. Sólo hace que sea sentida de modo diferente, tornándola más fuerte y vívida.
Tras haber despachado este extremo material concerniente a la naturaleza de la inferencia por la causa y el efecto, nuestro autor vuelve sobre sus pasos, y examina de nuevo la idea de esa relación. En la consideración del movimiento que una bola comunica a otra, no podríamos hallar nada sino contigüidad, prioridad en la causa y conjunción constante. Pero, junto a estas circunstancias, se supone comúnmente que hay una conexión necesaria entre la causa y el efecto, y que la causa posee algo a lo que llamamos poder, o fuerza, o energía. La cuestión es: ¿Cuál es la idea aneja a estos términos? si todas nuestras ideas o pensamientos se derivan de nuestras impresiones, este poder tiene que manifestarse o bien ante nuestros sentidos, o bien ante nuestro sentimiento interno. Pero tan escasamente se manifiesta poder alguno ante los sentidos en las operaciones de la materia, que los cartesianos no han tenido el menor escrúpulo en afirmar que la materia está totalmente desprovista de energía, y que todas sus operaciones son ejecutadas meramente por la energía del Ser supremo.
Pero aún vuelve a surgir la cuestión: ¿Qué idea tenemos de la energía o del poder incluso en el Ser supremo? toda nuestra idea de una Deidad (de acuerdo con aquellos que niegan las ideas innatas) no es más que una composición de las ideas que adquirimos al reflexionar sobre las operaciones de nuestras propias mentes. Ahora bien, nuestras propias mentes no nos brindan más noción de energía de la que brinda la materia. Si consideramos nuestra voluntad o volición a priori, haciendo abstracción de la experiencia, nunca seríamos capaces de inferir de ella efecto alguno. Y si recurrimos a la ayuda de la experiencia, ésta sólo nos mostrará objetos contiguos sucesivos, y en conjunción constante. En suma, pues, o bien no tenemos en absoluto idea alguna de fuerza y energía, y tales palabras son por completo carentes de significado, o bien no pueden significar otra cosa que esa determinación del pensamiento, adquirida por hábito, a pasar de la causa a su efecto usual. Pero todo el que quiera entender a fondo esta cuestión deberá consultar al propio autor. Me contento con hacer que las gentes instruidas se percaten de que hay cierta dificultad en el caso, y que quienquiera que resuelva esta dificultad habrá de decir algo muy nuevo y extraordinario; tan nuevo como la dificultad misma.
Por todo lo que se ha dicho, el lector percibirá fácilmente que la filosofía contenida en este libro es muy escéptica, y tiende a darnos una noción de las imperfecciones y estrechos límites del entendimiento humano. Casi todo razonamiento es aquí reducido a la experiencia; y la creencia, que acompaña a la experiencia, es explicada como no otra cosa que un peculiar sentimiento, o concepción vívida producida por el hábito. Mas ni siquiera es esto todo: cuando creemos en una cosa cualquiera de existencia externa, o suponemos que un objeto existe un momento después de no ser ya percibido, esta creencia no es nada más que un sentimiento del mismo género. Nuestro autor insiste en otros varios tópicos escépticos; y concluye en suma que asentimos a nuestras facultades y empleamos nuestra razón sólo porque no podemos remediarlo. La filosofía nos convertiría por entero en pirrónicos, si la naturaleza no fuese demasiado fuerte para impedirlo.
Pondré fin a las disquisiciones de este autor comentando dos opiniones que parecen serle peculiares, como, por lo demás, lo son casi todas sus opiniones. Afirma que el alma, en la medida en que podemos concebirla, no es sino un sistema o serie de percepciones diferentes, como las de calor y frío, amor y odio, pensamientos y sensaciones; todas ellas reunidas, pero carentes de una perfecta simplicidad o identidad. Descartes mantenía que el pensamiento era la esencia de la mente; no este o aquel pensamiento, sino el pensamiento en general. Lo cual parece ser absolutamente ininteligible, puesto que todo aquello que existe es particular. Y, por lo tanto, han de ser nuestras diversas percepciones particulares las que compongan la mente. Digo que componen la mente, no que pertenecen a ella. La mente no es una sustancia, en la que inhieran las percepciones. Esta noción es tan ininteligible como la noción cartesiana de que el pensamiento o la percepción en general es la esencia de la mente. No tenemos idea alguna de sustancia de ningún género, puesto que sólo tenemos ideas de lo que se deriva de alguna impresión, y no tenemos impresión de sustancia alguna, sea material o espiritual. No conocemos nada sino cualidades y percepciones particulares. En lo que se refiere a nuestra idea de cuerpo, un melocotón, por ejemplo, es sólo la idea de un particular sabor, color, figura, tamaño, consistencia, etc. Así, nuestra idea de mente es sólo la idea de percepciones particulares, sin la noción de cosa alguna a la que llamamos sustancia, sea simple o compuesta.
El segundo principio que me propuse comentar se refiere a la Geometría. Habiendo negado la infinita divisibilidad de la extensión, nuestro autor se encuentra obligado a refutar los argumentos matemáticos que han sido aducidos en favor de ella; y tales argumentos son, ciertamente, los únicos de algún peso. Lleva a cabo la refutación negando que la Geometría sea una ciencia lo suficientemente exacta como para admitir conclusiones tan sutiles como las relativas a la divisibilidad infinita. Sus argumentaciones pueden explicarse así. Toda la Geometría está fundada en las nociones de igualdad y desigualdad, y por lo tanto, según que poseamos o no poseamos un canon exacto de esa relación, la propia ciencia admitirá o no admitirá una gran exactitud.
Ahora bien, existe un canon exacto de la igualdad si suponemos que la cantidad está compuesta de puntos indivisibles. Dos líneas son iguales cuando el número de los puntos que las componen es igual, y cuando cada punto de una se corresponde con un punto de la otra. Pero aunque este canon sea exacto, es inútil; puesto que nunca podemos calcular el número de puntos de una línea. Además, está fundado en la suposición de la divisibilidad finita, y por tanto jamás podrá proporcionar una conclusión que vaya contra ella. Si rechazamos este canon de igualdad, no disponemos de ningún otro que tenga la menor pretensión de exactitud. Encuentro dos de los que comúnmente se hace uso. Dos líneas que superen una yarda, por ejemplo, se dice que son iguales cuando contienen una cantidad inferior, por ejemplo una pulgada, un número igual de veces. Pero éste es un razonamiento circular. Porque se supone que la cantidad a la que llamamos una pulgada en una de las líneas es igual a la que llamamos una pulgada en la otra: Y la cuestión continúa siendo, ¿por qué canon nos guiamos cuando juzgamos que son iguales?; o, en otras palabras, ¿qué significamos cuando decimos que son iguales? Si tomamos cantidades inferiores aún, continuamos in infinitum. Éste no es, por tanto, canon alguno de igualdad.
Cuando se les pregunta lo que quieren decir por igualdad, la mayor parte de los filósofos responden que la palabra no admite definición, y que es suficiente colocar ante nosotros dos cuerpos iguales, tales como dos diámetros de un círculo, para hacernos comprender ese término. Ahora bien, esto es tomar la apariencia general de los objetos como canon de esa proporción, y convertir a nuestra imaginación y sentidos en los jueces definitivos de ella. Pero un tal canon no admite exactitud alguna, y no puede proporcionar jamás una conclusión contraria a la imaginación y a los sentidos. Que las gentes instruidas juzguen si esta cuestión es o no es justa. Sería ciertamente de desear que se diese con algún expediente para reconciliar la filosofía y el sentido común, que con respecto a la cuestión de la divisibilidad infinita han librado entre sí las más crueles batallas.
Deseamos ahora proceder a dar cuenta del segundo volumen de esta obra, que trata de las pasiones. Este volumen es de más fácil comprensión que el primero; pero contiene opiniones que en conjunto no son menos nuevas y extraordinarias. El autor comienza con el orgullo y la humildad. Observa que los objetos que excitan estas pasiones son muy numerosos, y aparentemente muy diferentes entre sí. El orgullo o autoestima puede surgir de las cualidades de la mente: talento, buen sentido, cultura, valor, integridad; de las cualidades del cuerpo: belleza, fortaleza, agilidad, buen porte, destreza en la danza, en la equitación, en la esgrima; de ventajas externas: país, familia, hijos, parientes, riquezas, casas, jardines, caballos, perros, indumentaria. Procede después nuestro autor a buscar aquella circunstancia común en la que concuerdan todos esos objetos y que es causa de que operen sobre las pasiones. Su teoría se extiende igualmente al amor y el odio, y a otras afecciones. Como estas cuestiones, aunque curiosas, no podrían resultar inteligibles sin un dilatado discurso, las omitiremos aquí.
Puede que, tal vez, agrade más al lector que se le informe de lo que nuestro autor dice sobre el libre albedrío. Los fundamentos de su doctrina quedaron sentados al tratar de la causa y el efecto, como anteriormente se ha explicado. «Es universalmente reconocido que las operaciones de los cuerpos externos son necesarias, y que en la comunicación de sus movimientos, en su atracción y mutua cohesión, no hay la menor traza de indiferencia o libertad»… «Por tanto, todo lo que en este respecto esté en pie de igualdad con la materia, ha de reconocerse que es necesario. Con el fin de saber si tal es lo que sucede con las acciones de la mente, podemos examinar la materia, y considerar en qué se funda la idea de necesidad en sus operaciones, y por qué concluimos que un cuerpo o una acción es la causa infalible de otro.»
«Ya se ha observado que no hay una sola instancia en la que sea susceptible de ser descubierta la conexión última de objeto alguno, o bien por nuestros sentidos o por la razón, y que jamás podemos penetrar tanto la esencia y construcción de los cuerpos como para percibir el principio en que se funda su mutua influencia. Es sólo con su unión constante con lo que estamos familiarizados; y es de la unión constante de donde surge la necesidad, cuando la mente se determina a pasar de un objeto a su acompañante usual e infiere la existencia de uno a partir de la del otro. He aquí, pues, dos particulares que vamos a considerar como esenciales para la necesidad, a saber, la unión constante y la inferencia de la mente, y allí donde descubramos a éstos hemos de reconocer una necesidad.» Ahora bien, nada es más evidente que la unión constante de acciones particulares con motivos particulares. Si todas las acciones no están constantemente unidas con sus motivos propios, esta incertidumbre no es distinta de la que puede observarse a diario en las acciones de la materia, en donde por razón de la diversidad e incertidumbre de las causas, el efecto es con frecuencia variable e incierto. Treinta gramos de opio matarán a cualquier hombre que no esté acostumbrado a él; mientras que treinta granos de ruibarbo no siempre lo purgarán. De la misma manera, el temor a la muerte hará siempre que un hombre se aparte veinte pasos de su camino; mientras que no siempre le hará cometer una mala acción.
Y como se da con frecuencia una conjunción constante de las acciones de la voluntad con sus motivos, la inferencia de las unas a los otros es a menudo tan cierta como cualquier razonamiento respecto a los cuerpos: y siempre hay una inferencia proporcionada a la constancia de la conjunción. En esto se funda nuestra creencia en testimonios, el crédito que damos a la historia, como también todos los géneros de evidencia moral, y casi la totalidad de nuestra conducta en la vida.
Nuestro autor pretende que este razonamiento pone toda la controversia bajo una nueva luz, al proporcionar una nueva definición de la necesidad. Y, con entera certeza, los más celosos abogados del libre albedrío tendrán que admitir esta unión y esta inferencia con respecto a las acciones humanas. Sólo negarán que toda la necesidad se reduzca a esto. Pero entonces habrán de mostrar que tenemos una idea de alguna otra cosa en las acciones de la materia; lo cual, de acuerdo con el razonamiento que antecede, es imposible.
A través de todo el curso de este libro se hallan grandes pretensiones de nuevos descubrimientos en filosofía; pero si algo puede dar derecho al autor a un nombre tan glorioso como el de inventor, es el uso que hace del principio de la asociación de ideas, que interviene por doquier en su filosofía. Nuestra imaginación tiene una gran autoridad sobre nuestras ideas; y no hay ideas, que siendo diferentes entre sí, ella no pueda separar, y juntar, y componer en todas las variedades de la ficción. Pero pese al imperio de la imaginación, existe un secreto lazo o unión entre ciertas ideas particulares, que es causa de que la mente las conjunte con mayor frecuencia, haciendo que la una, al aparecer, introduzca a la otra. De aquí surge lo que llamamos el apropos del discurso: de aquí la conexión de un escrito: y de aquí ese hilo, o cadena de pensamiento, que un hombre mantiene incluso en el más vago reverie. Estos principios de asociación son reducidos a tres, a saber:
– Semejanza; un cuadro nos hace pensar naturalmente en el hombre que fue pintado.
– Contigüidad; cuando se menciona al St. Dennis, ocurre naturalmente la idea de París.
– Causación; cuando pensamos en el hijo, propendemos a dirigir nuestra atención hacia el padre.
Será fácil concebir cuán vasta consecuencia han de tener esos principios en la ciencia de la naturaleza humana, si consideramos que, en cuanto respecta a la mente, ellos son los únicos vínculos que reúnen las partes del universo, o nos ponen en conexión con cualquier persona u objeto exterior a nosotros mismos. Porque como es tan sólo por medio del pensamiento como opera una cosa sobre nuestras pasiones, y como estos principios son los únicos lazos de nuestros pensamientos, ellos son realmente para nosotros el cemento del universo, y todas las operaciones de la mente precisan, en una gran medida, depender de ellos.
E. Comentario de texto
Hume publicó en 1740 este Abstract de su libro primero (An Abstract of A Treatise of Human Nature), que había proyectado, según sus palabras, a los 14 ó 15 años, planeado antes de los 21 y compuesto antes de los 25, pero nació muerto de la imprenta. El libro en cuestión, publicado en tres volúmenes entre 1739 y 1740, es la obra cumbre del empirismo inglés. El solo título (Treatise of Human Nature: being an attemp to introduce the experimental method of reasoning into moral subjects. Vol. I. Of the understanding, Vol. II. Of the passions, Vol. III. Of morals) indica la intención del autor: introducir en el estudio de la naturaleza humana, de los “asuntos morales”, el mismo método que tanto éxito había demostrado en el de la naturaleza material, el método empírico. También indica una división de todos los temas en tres clases, el conocimiento, las pasiones y la moral. El Abstract, sin embargo, no hace referencia al tercero, lo que no significa que sea menos importante. Muy al contrario, las ideas sobre la moralidad son, en el ánimo de su autor, la finalidad y culminación de todas las que se hallan en las dos primeras partes. Y no sólo es una parte superior en la intención de Hume, sino que además, cuando posteriormente se convirtió en un libro independiente, bajo el nombre de Investigación sobre los principios de la moral, él sintió que era su mejor obra.
La escasa fortuna del libro le obligó a elaborarlo de nuevo, buscando una terminología algo diferente para sus razonamientos, resumiendo gran parte de su contenido, ampliando algunos capítulos… Así resultó, en 1748 y 1758, la Investigación sobre el conocimiento humano, que repite y simplifica el primer volumen, en 1751 la Investigación sobre los principios de la moral y en 1756 De las pasiones. Hume llegó a pensar que el Treatise había fracasado por causa del atolondramiento y precipitación propios de los pocos años que tenia al escribirlo, razón por la que deseó incluso que esa obra se estimara menos representativa de su pensamiento que las demás. Éstas son, fuera de las ya citadas: Diálogos sobre la religión natural (1779), que por deseo suyo se publicó después de morir, Ensayos morales y políticos (1748), Discursos políticos, Historia de Inglaterra, De la inmortalidad del alma, Del suicidio…
Hume estuvo equivocado en el juicio que se hizo sobre el Treatise, pues las revistas filosóficas de Europa no lo dejaron pasar desapercibido, si bien hubo de ser Kant, años más tarde, quien vio su verdadera importancia. Y tampoco estuvo en lo cierto al ponerla por debajo de sus otros escritos, pues éstos suelen extraer de ella gran parte de sus ideas. En definitiva, el libro es la obra más importante del autor y del momento filosófico en que vio la luz.
El punto de vista desde el que ha de abordarse su lectura no puede ser más fácil, pues se explicita en el Abstract, cuyo cuarto párrafo acaba así: “Como su libro contiene un gran número de especulaciones muy nuevas y notorias, será imposible dar al lector una noción cabal de la totalidad de ellas. Nos confinaremos, por lo tanto, principalmente, a su explicación de nuestros razonamientos por causa y efecto. Ello pudiera servir, si logramos hacerlo inteligible al lector, como una muestra de la totalidad de la obra”.
El tema de la causalidad se trata exhaustivamente en el primer libro del Treatise, que se halla dividido en cuatro partes:
De las ideas, su origen, composición, conexión, abstracción…
De las ideas de espacio y tiempo.
Del conocimiento y la probabilidad.
Del escepticismo y otros sistemas de filosofía.
Las dos primeras preparan la discusión sobre la causalidad. Las dos últimas extraen las consecuencias de esa discusión. De modo semejante, el Abstract dedica los siete primeros párrafos a preparar la crítica al concepto de causa. Falta, como puede observarse, el análisis de las ideas de espacio y tiempo, un asunto por el que Hume fue progresivamente perdiendo el interés. Las consecuencias tienen que ver sobre todo con la constatación de los límites de la razón y con la fundamentación de la creencia, que la sustituye, en la costumbre humana. También tienen que ver con la negación del carácter sustancial del alma y con el escepticismo.
A continuación se describe con rapidez el contenido del libro II, De las pasiones. Si la libertad es entendida como independencia absoluta de motivos para la acción, viene a decirse ahí, no hay más libertad. Si, por el contrario, es entendida como libertad de coacción, entonces sí debe admitirse su existencia. La conjunción entre causas y acciones es en la conducta humana una conjunción del mismo estilo que la que reina en el resto de la naturaleza. Así se anticipa la cuestión moral del libro III, del cual ya no se habla en el Abstract.
1. Comprensión de términos y expresiones.
Asociación de ideas.- Ni siquiera en las fantasías más extravagantes o los sueños más ilógicos deja la imaginación de seguir un orden en la sucesión de las ideas. Es el orden de la asociación, de cuyo descubrimiento se siente Hume tan orgulloso que lo estima suficiente para merecer por él el título de inventor. La asociación de ideas es, como la fuerza gravitacional descubierta por Newton, una fuerza de atracción suave, pero irresistible, merced a la cual una idea es seguida siempre por otra de manera natural. En esa fuerza consiste la actividad de la imaginación y gracias a ella se construyen todos nuestros conocimientos.
Costumbre.- La costumbre no es en la filosofía de Hume un simple hábito de conducta, sino una manera de conocer característica de los seres humanos. En el Treatise se dice: “Llamamos custom a todo lo que procede de una repetición pasada, sin ningún nuevo razonamiento o conclusión”[xiii]. Las experiencias pasadas, cuando son semejantes, van dejando un sedimento en la memoria, el cual, a modo de resorte natural, y sin que medie reflexión o razonamiento algunos, hace que la imaginación nos haga creer en lo que todavía no ha sucedido.
Creencia.- Es un nuevo grado de conocimiento, que acompaña a la costumbre. Desde la filosofía griega se venía distinguiendo entre opinión y conocimiento verdadero. Platón había situado la creencia en la opinión, como su grado más alto. Por su tendencia a tomar la conciencia de sí como fundamento de la actividad filosófica, la Edad Moderna ha visto en la creencia algo subjetivo, haciéndola depender de la voluntad. Así Hume, que la convierte en la raíz del asentimiento que se da a la relación entre la causa y el efecto. Pero, si creer es asentir con la voluntad a algo y el principio de causalidad, atribuido antes a la razón, es ahora cosa de la creencia y de la voluntad, entonces la seguridad del conocimiento baja un grado: del conocimiento verdadero a lo opinable, de la razón a la voluntad. Únicamente habría que corregir la antigua distinción platónica para poner la creencia por encima de la opinión y por debajo del conocimiento absoluto, metafísico, que es para Hume una quimera.
Fenomenismo.- El término “fenómeno” es de origen griego. Significaba “aparecer” o “apariencia”. Fue ya utilizado por Platón que lo contraponía a los seres reales, tá ónta (de donde “ontología”). El fenomenismo sería, en consecuencia, la doctrina que defendiera que no hay ser alguno más allá de lo que aparece, que si lo hay no es posible llegar a él o bien que es indiferente que haya o no realidades distintas de los fenómenos, pues para nosotros éstas no son más que construcciones mentales a partir de ellos[xiv].
Gran parte de los sofistas y los escépticos del mundo antiguo eran fenomenistas, como también lo son, el moderno, Hobbes, Berkeley y Hume. El fenomenismo de este último deriva del carácter innato de las impresiones sensibles y de la negación consecuente de las sustancias corporales. Si aquéllas son producidas por la sola naturaleza humana, de éstas no podemos tener noticia o conocimiento seguro. Es más, el fenómeno no es aparecer de algo, como será después en Kant, sino solamente presencia de sí mismo en la conciencia.
Idea.- Hume define las ideas como copias de las impresiones: “las imágenes débiles de las impresiones cuando pensamos y razonamos”. Estas no son conceptos de una inteligencia superior, como en la filosofía escolástica, ni modelos ejemplares, como en Platón, ni resultados de la abstracción del intelecto, como en Aristóteles… Son imágenes, lo que eleva la imaginación al rango de facultad mental suprema. Tanto es así que, según Hume, sus principios son el fundamento de cuanto pensamos y hacemos y su ausencia llevaría a nuestra naturaleza a la ruina y la destrucción.
Impresión.- En el Abstract se define como la percepción que se produce “cuando sentimos una pasión o emoción de cualquier género, o tenemos las imágenes de objetos externos transmitidas por nuestros sentidos” y que éste es un sentido nuevo que el autor da al término, por lo que ve con claridad la importancia del concepto. Esta es debida a que es una pieza clave de la teoría del conocimiento de Hume, que nos coloca a las puertas mismas de su fenomenismo.
Por ser simples, las impresiones se parecen a las ideas simples de Locke y continúan la trayectoria propia de toda la filosofía moderna desde Descartes, la de conceder la primacía a lo simple frente a lo compuesto. Pero Hume les añade otras dos notas: que son la materia original de nuestro conocimiento y que, frente a las ideas, son vivaces. Las impresiones son sentidas, las ideas pensadas. Las primeras son además los elementos de que se construyen las cuestiones de hecho, que abarcan casi todo nuestro conocimiento.
Percepción.- Es todo aquello en que se ocupa una conciencia: sentir, pensar, recordar, amar, odiar, imaginar… Es un término genérico con el que Hume se refiere a dos clases de contenidos de conciencia: las impresiones y las ideas.
Principio de causalidad.- La palabra “principio” encierra un significado similar al de “arché” de la filosofía griega. Entonces era el elemento al que se reducen todos los demás, como el agua para Tales de Mileto. Pero también puede referirse a una razón que indica por qué las cosas son lo que son. En el primer caso, es un principium essendi o principio del ser. En el segundo es un principium cognoscendi o principio del conocer.
Respecto al de causalidad, existen varias formulaciones diferentes, pero destacan estas dos:
“Todo efecto tiene su causa”. Es verdadera, pero tautológica, pues el predicado no añade nada al sujeto, pese a lo cual se usa por la brevedad del enunciado.
“Cualquier cosa que empieza a existir tiene una causa eficiente realmente distinta de sí misma”.
Esta es la formulación que Hume parece tener presente siempre en su crítica. Pero en su ánimo predomina el principium cognoscendi sobre el principium essendi, que es negado como tal. Desaparece, pues el carácter ontológico de la causalidad, que es sustituido por el gnoseológico.
Razón.- No parece ser distinta de la imaginación y sus principios de conexión de las ideas.
2. Interpretación del texto.
a) Breve resumen del contenido del texto.
Hume mismo resumió así, en un espacio muy breve, el contenido del Abstract:
(El autor) “propone anatomizar la naturaleza humana de un modo regular y promete no deducir más conclusiones sino allí donde esté autorizado por la experiencia (…) Como su libro contiene un gran número de especulaciones muy nuevas e interesantes, será imposible dar al lector una justa noción de todas ellas. Por lo tanto, nos limitaremos principalmente a exponer la explicación que da nuestro autor de nuestros razonamientos de causa y efecto. Si logramos hacer esto inteligible al lector, ello podrá servir como muestra de todo lo demás. Nuestro autor comienza con algunas definiciones. Llama percepción a todo aquello que pueda estar presente en la mente… Divide nuestras percepciones en dos clases, a saber, impresiones e ideas (…) Las impresiones, por tanto, son nuestras percepciones más vivas y fuertes; las ideas son las más borrosas y débiles (…). Nuestro autor piensa que ningún descubrimiento podría haber sido más feliz para decidir sobre todas las controversias acerca de las ideas, que éste: que las impresiones siempre las preceden, y que cada idea de que se provee la imaginación primero hace su aparición en una impresión (…). Y cuando el autor sospecha que un término filosófico no está aparejado a ninguna idea (como es muy común) siempre pregunta ¿de qué impresión se deriva esta idea?; y si no puede remitirse a ninguna impresión, concluye que el término en cuestión carece de significado. De esta manera examina nuestra idea de sustancia y esencia; y sería de desear que este método riguroso se practicara más a menudo en todos los debates filosóficos.
Es evidente que todos los razonamientos que se refieren a los asuntos de hecho están fundados en la relación causa y efecto (…). Por lo tanto, para entender estos razonamientos debemos estar perfectamente familiarizados con la idea de causa, y para ello debemos mirar en torno nuestro a fin de encontrar algo que sea la causa de otro algo.
He aquí una bola de billar sobre el tapete, y otra bola moviéndose hacia ella con rapidez. Las dos chocan; y la bola que en un principio permanecía en reposo, adquiere ahora movimiento. Es este un ejemplo de la relación de causa y efecto… Examinémoslo… La contigüidad en el tiempo y en el espacio es, por tanto, una circunstancia requerida para la operación de todas las causas… La prioridad en el tiempo es, por consiguiente, otra circunstancia requerida en cada causa… Hay aquí, por tanto, una tercera circunstancia, a saber, la conjunción constante entre la causa y el efecto (…) Veamos ahora en qué se funda nuestra inferencia cuando concluimos de uno que el otro ha existido o existirá (…).
No hay cosa alguna que la razón vea en la causa que nos permita inferir el efecto (…). Se sigue, pues, que todos los razonamientos referentes a la causa y al efecto están fundados en la experiencia; y que todos los razonamientos de la experiencia están fundados en la suposición de que el curso de la naturaleza continuará uniformemente igual (…). Estamos determinados solamente por la costumbre al suponer que el futuro se conforma al pasado (…). Así pues, no es la razón la guía de la vida humana, sino la costumbre. Esta sólo determina a la mente, en todos los casos, a suponer que el futuro se conforma al pasado (…) Es éste un curioso hallazgo, que, además, nos llevará a otros aún más curiosos. Cuando veo una bola de billar moviéndose hacia otra, mi mente es llevada inmediatamente por el hábito al efecto usual, y se anticipa a mi vista al concebir el movimiento de la segunda bola. Pero ¿es esto todo?; ¿me limito a concebir el movimiento de la segunda bola? Desde luego que no. Yo también creo que esa segunda bola se moverá. ¿Qué es, pues, esta creencia? (…) La creencia, por tanto, se origina solamente en la costumbre y es una idea concebida de una manera peculiar. (…) Al considerar el movimiento que una bola comunica a otra, sólo podemos encontrar la contigüidad, la prioridad de la causa y la conjunción constante. Pero, además de estas circunstancias, se suele suponer que hay una conexión necesaria entre la causa y el efecto y que la causa posee algo que llamamos poder, o fuerza o energía. La cuestión es ¿qué idea va unida a estos términos? (…) Resumiendo, o bien no tenemos en absoluto idea alguna de fuerza y energía y entonces estas palabras carecen por completo de significado, o bien sólo significan esa determinación del pensamiento, adquirida por el hábito, que consiste en pasar de la causa al efecto usual (…) Por todo lo que se ha dicho hasta ahora, el lector advertirá fácilmente que la filosofía que se contiene en este libro es muy escéptica y está dirigida a darnos una noción de las imperfecciones y los estrechos límites del entendimiento humano…”.
b) Estructura del texto:
Sobre el libro primero: el conocimiento.
Propósito y finalidad del Treatise of human nature.
Crítica del principio de causalidad.
Conclusiones.
La creencia.
Otras consideraciones.
La idea de poder.
Dos opiniones: sobre el alma y la geometría.
Sobre el libro segundo: las pasiones.
El orgullo y la humildad.
La libertad.
Conjunción de los motivos y las acciones.
Contra los defensores de la libertad como independencia de motivos.
Final.
c) Desarrollo.
(1) Sobre el libro primero: el conocimiento.
a) Propósito y finalidad del Treatise of human nature.
Propósito general del libro.- Hume advierte cuál es el propósito general de su Treatise of human nature: aplicar a la filosofía el mismo espíritu de la física de su tiempo para alcanzar también en el conocimiento del hombre los mismos logros que ella. Este objetivo, según él, no ha sido tenido en cuenta hasta el momento. Los antiguos han dado grandes muestras de sentido moral, grandeza de ánimo y penetración…, pero no de razonamiento, en lo tocante al estudio científico de la naturaleza humana. Es preciso, en consecuencia, examinar los fenómenos que la distinguen para hallar en ellos algún principio común desde el cual componer la ciencia entera del hombre. El hallazgo de un solo principio capaz de servir de punto de partida para todo el conocimiento fue un ideal que, recuérdese, había sido seguido también por Descartes. Luego es claro que su influencia sigue viva.
El método.- Está fuera de toda duda, cree Hume, que el método que ha de aplicarse también a este caso es el empirista y que todos los razonamientos, hipótesis y conclusiones que se propongan para entender al hombre han de estar respaldados por la experiencia, pues ha sido ella la que ha posibilitado los avances tan espectaculares de las ciencias de la materia. Éste es, además, el convencimiento firme que tienen todos los autores respetables del momento: Locke, Shaftesbury…
La antropología (ciencia del hombre) como sistema de todas las ciencias.- Puesto que la ciencia de lo humano comprende y fundamenta todas las demás, tiene que ser útil también para unificar y poner orden en el conocimiento científico en general, una finalidad que viene persiguiéndose desde Descartes, si bien no siempre por la vía del empirismo estricto. Hume está satisfecho de haberlo logrado en todo lo referente a la lógica. En todo lo demás, la acción y las pasiones, cree haber puesto al menos unos cimientos suficientes.
Coincidencia con Leibniz.- El autor se muestra de acuerdo con Leibniz en censurar que los sistemas de lógica de su tiempo hayan encontrado la perfección en todo cuanto se refiere a las relaciones de ideas -“operaciones del entendimiento en la construcción de demostraciones”-, pero no en lo que tiene que ver con la vida y la acción, que ocupa no sólo lo más importante de la vida humana, sino también de las especulaciones filosóficas. De ahí que él mismo se dedique sobre todo al análisis de la causalidad, que es el principio sobre el que reposan todos nuestros conocimientos, a excepción de los que dependen de las relaciones de ideas, y casi todas las razones que usamos en la vida ordinaria.
b) Principio empirista o fenomenismo de Hume.
Definiciones de percepción, impresión e idea.- Percepción es todo cuanto se presenta a una mente: un sonido, un color, un dolor, una idea… Si es de algo que está presente, ya sea en el interior o en el exterior, es una impresión. Si no está presente, es una idea. Es la diferencia “que hay entre sentir y pensar”.
Principio de copia. Innatismo.- Todas las ideas que puede un hombre tener vienen de las impresiones, pero éstas son innatas. Locke, que llamó ideas a todas las percepciones, erró en este punto, pues dijo que no existen ideas innatas, cuando lo cierto es que las “percepciones más fuertes, o impresiones… surgen inmediatamente de la naturaleza” humana, y no de los objetos o de la divinidad.
Importancia del principio de copia.- La utilidad de este principio se muestra en que con él es posible siempre decidir sobre la validez de las ideas. Cuando a una idea como la de sustancia, esencia…, no pueda asignársele la impresión de que procede, habrá que aceptar que tal idea es irrelevante. Este método debería aplicarse siempre en filosofía, dice Hume, como él lo aplica seguidamente al análisis del principio de causalidad.
c) Crítica del principio de causalidad.
Conexión causal en todos los razonamientos sobre cuestiones de hecho.- Puesto que todos los razonamientos acerca de cuestiones de hecho conectan entre sí los objetos como causas y efectos, es necesario estudiar qué es una causa.
Un ejemplo: el de las bolas de billar.- Del estudio de este ejemplo Hume dice que sólo es posible extraer las siguientes características generales, aplicables a todos los casos de causalidad:
Prioridad temporal de la causa sobre el efecto.
Contigüidad espacio-temporal entre ambos.
Conjunción constante: “todo objeto similar a la causa, produce siempre algún objeto similar al efecto”.
Inferencia no empírica del efecto a partir de la causa o viceversa.- ¿Qué es lo que permite pasar de una impresión presente a los sentidos a una idea y admitir que ésta es verdadera? ¿Por qué sé yo que la segunda bola de billar se moverá si todavía no lo he visto? Es evidente que lo que permite este salto por encima de la experiencia es la inferencia de la causa al efecto.
La razón, fundamento insuficiente.- Un hombre sin experiencia, como Adán, no podría demostrar que de un objeto se sigue otro, porque es posible pensar que no es así, sin caer en contradicción. Pero sólo es posible demostrar aquello cuyo contrario encierra contradicción.
La experiencia, recurso imprescindible.- Si no es la razón, entonces tiene que ser la experiencia lo que permita el paso: Adán ha tenido que ver un número suficiente de veces que una cosa sigue a otra para que, ante la impresión de una de ellas, su entendimiento pase a la otra.
d) Conclusiones.
Primera.- La causalidad reposa sobre la experiencia y los razonamientos que parten de la experiencia reposan sobre una suposición, que el curso de la naturaleza es regular. Pero ¿es demostrable esto último?
No, porque puede pensarse sin contradicción que la naturaleza no es regular y, en consecuencia, es posible que sea así, aunque tal cosa no suceda de hecho.
Segunda.- Que la naturaleza es regular no es cosa del razonamiento sino de la costumbre.
Ella es la guía de la mente y de la vida humanas.
e) La creencia.
Pensar y creer.- En las cuestiones de hecho un hombre no se limita a pensar lo que pasará como efecto de lo que está viendo, sino que además cree que pasará.
La creencia, distinción entre concepciones.- En las demostraciones no es posible concebir sin contradicción lo contrario de lo que ha sido demostrado. En las cuestiones de hecho, por el contrario, siempre es posible hacerlo, pero no siempre es posible creerlo. Puedo pensar que el Sol saldrá mañana y también que no saldrá, pero esto último no puedo aceptarlo. La creencia es por tanto lo que distingue ambas concepciones.
Contra los argumentos que pretenden demostrar la existencia de algo a partir de su idea.
Creer que algo es real no añade nada al objeto que simplemente es pensado. Creer que Don Quijote existe no añade nada nuevo a lo que ya sabíamos de él por la lectura de la novela. Esto destruye el argumento cartesiano según el cual la existencia de Dios añade una perfección a la idea que tenemos de él. Luego con él no se demuestra lo que se pretende.
Imposibilidad de dominar las creencias.- Puesto que las creencias no son ideas que podamos dominar según nuestra voluntad, debe aceptarse que nadie cree aquello que quiere creer.
La creencia es un sentimiento.- Luego la creencia, que no es una idea ni una impresión, es un sentimiento. El haber percibido juntos dos objetos como causa y efecto hace que, ante la presencia de uno de ellos al sentido, la mente sienta que el otro es tan real como él y no se limita a concebirlo como una ensoñación de la fantasía. Esta conclusión resume todo lo lo anterior, que Hume sintetiza del modo siguiente:
En todas las cuestiones de hecho hay una relación causal.
Sólo por experiencia puede saberse si una cosa es causa o efecto de otra.
La costumbre es la base de la regularidad que se atribuye a la experiencia.
De la costumbre surge también la creencia, que no es una idea, sino una manera especial de concebir una idea.
¿Descripción de este sentimiento?.- Es verdaderamente difícil describir este sentimiento, “del que cada uno debe ser consciente en su propio corazón”. Pero una cosa parece cierta: que mueve al hombre con una fuerza muy superior a las ficciones de la fantasía. La lectura del Quijote puede provocar placer y otras pasiones, pero nada pasa dela ficción, en tanto que la del Evangelio impulsa la conducta del creyente. Esa es la diferencia.
f) Otras consideraciones.
Exclusiones.- Entre otras cosas, Hume omite explicar aquí por qué tenemos este sentimiento de la creencia. Las dimensiones de este escrito no permiten otra cosa.
Nuevo resumen de las argumentaciones anteriores.- A pesar del poco espacio de que dispone en un escrito que es solamente un resumen de un libro mucho mayor, menciona algo digno de tenerse en cuenta:
La experiencia pasada no es del todo uniforme, pues unas veces se sigue un efecto de una causa y otras otro.
De los dos efectos, la mente se inclina por el más común, aunque perciba la posibilidad del otro.
Lo que distingue a ambos es el sentimiento, que la hace inclinarse por el más común.
Conclusión general.- Todo lo dicho acerca de la causalidad en lo referente al sentido externo -“operaciones de la materia”- vale también para el interno -“operaciones de la mente”-. Lo que pueda aducirse sobre la manera en que la voluntad mueve el cuerpo y los pensamientos tiene que ser por recurso a la causalidad, pero esto sólo puede hacerse acudiendo a la experiencia y la costumbre, no a la razón.
g) La idea de poder.
El poder, un principio mental.- En la relación entre la causa y el efecto no suele aceptarse solamente que hay lo ya mostrado anteriormente, a saber, “contigüidad, prioridad de la causa y conjunción constante”, sino que se supone que hay además una conexión necesaria entre ambos, “y que la causa posee algo a lo que llamamos poder, o fuerza, o energía” para producir el efecto. Es evidente que este supuesto poder no es observable dentro ni fuera de nosotros mismos. Por eso Descartes dijo que la materia carece totalmente de él y es inerte. A esta cuestión se suma otra, más general: “¿Qué idea tenemos de la energía o del poder incluso del ser supremo?”.
Nuestra noción de ese poder no puede ser más que una composición de ideas. Es obvio: a Dios, por ejemplo, no se le ve ni se le oye… Tampoco podemos observar poder alguno en la causa sobre el efecto.
Ni en la voluntad ni en la experiencia se encuentra la impresión de poder o energía, de la que pueda proceder la idea correspondiente.
Luego tal idea no existe o está en esa determinación del pensamiento a pasar de la causa al efecto cada vez que aquélla se presenta.
h) Un libro escéptico.
Hume presenta su filosofía como escéptica. Los límites del entendimiento, dice, son muy estrechos. Casi todo se reduce a la experiencia y la creencia que la acompaña. Con el entendimiento no es posible afirmar casi nada, a excepción de las relaciones de ideas.. La filosofía nos haría pirrónicos si la naturaleza humana, origen de nuestras costumbres, experiencias y creencias, no lo impidiera.
i) Dos opiniones: sobre el alma y la geometría.
El alma.- Descartes decía que la mente es, no este o aquel pensamiento, sino el pensar en general. Pero esto es absurdo, dice Hume, pues no hay un tal pensar en general, sino sólo pensamientos particulares. En ellos y solamente en ellos consiste la mente. Según Descartes, el alma es la sustancia de la que brotan las ideas; pero ¿de qué impresión puede proceder esa idea desustancia? Únicamente tenemos impresiones de cualidades particulares, pero no de sustancias al margen de ellas. Luego no hay necesidad de admitir que hay un alma distinta de sus ideas. En consecuencia, decimos nosotros, Descartes no consiguió probar que existe el alma, sino los pensamientos.
La geometría.- En la esta ciencia son fundamentales las ideas de igualdad y desigualdad, de donde se sigue que si estas nociones no pueden definirse con exactitud la geometría misma no será tan exacta como se ha solido creer. Ahora bien, es imposible hacer tal cosa. Se admitirá que dos líneas son iguales cuando, teniendo el mismo número de puntos, cada uno de la primera corresponde a otro de la segunda. Mas este criterio será perfectamente inútil si se admite que es infinito el número de puntos de ambas, pues nunca los podremos calcular. ¿En qué queda entonces la exactitud de que hace gala la geometría, pues es imposible saber a qué atenerse para juzgar acerca de la igualdad de dos cosas? Decir que el término en cuestión no admite ser definido y que basta con mirar dos objetos iguales para entenderlo es lo mismo que tomar la apariencia como criterio de igualdad y convertir a los sentidos en juez de ella, dejando en la inexactitud el criterio.
Sobre el libro segundo: las pasiones.
a) El orgullo y la humildad.
Estos capítulos están dedicados al estudio de los objetos que provocan el orgullo, el amor, el odio… Piensa Hume que estas páginas son más fáciles de seguir que las del libro I, pero no menos provechosas ni originales.
b) La libertad.
Sobre las acciones de la mente, donde se supone que reside el libre albedrío, habrá que ver si es posible decir lo mismo que sobre las de los cuerpos. Estos están sujetos a una red causal y nada hay en ellos que pueda llamarse libertad.
¿Sucede lo mismo con la mente? La necesidad y consecuente ausencia de libertad en la materia se reducen para nosotros a una unión constante entre los objetos, por la que la mente se determina a pasar de uno cualquiera a su acompañante habitual. Ahora bien, en las personas sucede lo mismo: que hay una unión constante entre las acciones y los motivos. Que a veces dicha unión se altere no es una razón en contra de esto, pues también sucede en la materia. “Treinta granos de opio, dice Hume, matarán a cualquier hombre que no esté acostumbrado a él; mientras que treinta granos de ruibarbo no siempre lo purgarán. De la misma manera, el temor a la muerte hará siempre que un hombre se aparte veinte pasos de su camino; mientras que no siempre le hará cometer una mala acción”.
c) Conjunción de los motivos y las acciones.
Luego entre lo que la voluntad decide y lo que la impulsa, entre las acciones y los motivos, hay también una conjunción constante. Casi toda nuestra vida se funda además en ella.
d) Contra los defensores de la libertad como independencia de motivos.
Los que defienden la existencia del libre albedrío no pueden menos que aceptar que existe esta conjunción y que, en virtud de ella, hacemos predicciones sobre la conducta humana. Si no están de acuerdo en que la necesidad consiste en esto y no en otra cosa, tendrán que negar los argumentos del libro primero, lo cual no parece que pueda hacerse.
e) Valoración final.
Hume se enorgullece de haber descubierto el principio de la asociación de ideas, un principio que se opone a la fuerza de la imaginación. Esta facultad apenas ha sido tenida en cuenta por los filósofos anteriores, y, cuando se atendió a su poder e influencia, fue solamente para menospreciarla, como tejedora de fantasías engañosas. Eso hizo Descartes, entre otros muchos. Hume no se diferencia gran cosa de él. En contra de su poder, dice, está el hecho de que nuestros pensamientos suelen enlazarse por sí solos según su semejanza, su contigüidad o su causación. Esas relaciones entre las ideas son las que dan unidad y coherencia al universo entero, que, de otro modo, aparecería desordenado e ininteligible.
3. Contextualización.
a) Hechos históricos.
La vida de Hume se inició pocos años más tarde de la Revolución Gloriosa de 1688, que se había saldado con la huida de Jacobo II a Francia y la entronización de Guillermo III de Orange. Poco después de esa fecha, en 1694, se había fundado el Banco de Inglaterra, con la participación de John Locke. En 1707 Inglaterra y Escocia, el país de Hume, habían formado una sola unidad política bajo el nombre de Gran Bretaña. En 1714 comenzó a reinar la Casa de Hannover y entre los años 1721 y 1742 hubo un gobierno whig de Robert Walpole, cuyo mayor mérito es haber pasado a la historia de Gran Bretaña como uno de los más corruptos que hayan existido jamás. Por último, entre 1775 y 1783 se libró la Guerra de Independencia norteamericana, que terminó con el triunfo de los sublevados contra la metrópoli inglesa. En 1776, el año de la muerte de Hume, se había producido la Declaración de Independencia de los 13 Estados americanos, que fue la primera declaración de los derechos del hombre (life, liberty and pursuit of happiness), entre los que se contaba el de resistir a todo gobierno que no los garantizara.
Estos hechos estaban ceñidos al momento, pero vinieron acompañados de otros que trascendieron tiempo y espacio: la participación en el gobierno, por turnos, de la aristocracia terrateniente y la burguesía ciudadana, la Declaration of Rights de 1689 (libertad de imprenta, inamobilidad de los jueces, aprobación de los impuestos por el Parlamento, supresión del ejército permanente…), instauración de la monarquía constitucional, creación de los fundamentos del parlamentarismo del siglo XX (un partido es requerido por el monarca, según los resultados electorales, para gobernar; el ejecutivo responde de sus actos ante el Parlamento), surgimiento de Inglaterra como primera potencia marítima, comercial y capitalista…
Todo esto pasaba en Inglaterra mientras en el resto de Europa, como en la misma Inglaterra, se afianzaba el absolutismo. Era el siglo de la Ilustración, un fruto maduro del racionalismo filosófico y científico del siglo XVII, que no se había limitado al ámbito de las ideas, sino que se manifestaba con fuerza creciente en lo político y lo social.
Las teorías políticas toman al hombre y a la razón como su centro. De ahí que decline inevitablemente la doctrina del origen divino del poder y sea sustituida por otras que conciben el Estado como un hecho artificial, como una convención o contrato entre hombres, en virtud del cual deciden entregar el poder al monarca para que éste los gobierne con el único fin de procurarles la felicidad. Los reyes respondieron a esta obligación con burocracias modernizadas y sistemas jurídicos racionalizados, pero gobernaron según su criterio (“todo para el pueblo, pero sin el pueblo”). Esta contradicción entre la práctica política y las ideas que le daban legitimidad condujeron a la Revolución Francesa de 1789.
En lo social y económico reina sin discusión el racionalismo cientifista y técnico. El entendimiento de la naturaleza como un sistema gobernado por leyes no es una mera afirmación de los libros racionalistas o empiristas, sino que actúa como una fuerza que hace cambiar todo. Las grandes ciudades, las Universidades, las Academias, la fundación de la masonería incluso…, todo contribuye al auge de una nueva clase social, la burguesía, que ha hecho suyo este principio fundamental y, poniéndolo en acción, transforma la realidad como nunca antes había hecho clase alguna.
Es, ya lo hemos dicho, el siglo de la Ilustración, de la que Hume es uno de los mejores exponentes. Como también lo es de la filosofía del momento y, en particular, de la corriente empirista, que, según acuerdo implícito de los manuales de historia de la filosofía, culmina en su sistema.
b) Antecedentes del Treatise.
El primero de los autores cuya huella puede reconocerse en Hume es Francis Bacon (1561 – 1626), de quien ha solido decirse erróneamente que inicia el empirismo. Sí se observa en él una peculiar concepción del saber que tiene ciertos tonos críticos desplegados después magistralmente por Hume. Como los renacentistas, toma la conciencia de sí como el centro de su actividad. Pero en aquéllos existía la creencia en una armonía indiscutible entre el espíritu y la naturaleza, lo que no se manifestó más que en metáforas y arte, pero no en la forja de conceptos rigurosos. Es la misma creencia que, profundamente transformada, tuvieron los científicos y filósofos del siglo XVII. La profundización en los conceptos de la razón, pensaron ellos, y sobre todo en los conceptos matemáticos, es la única manera de acceder al orden real de la naturaleza. Bacon, por el contrario, representa la negación de esta premisa básica. Según él, las formas que produce nuestro propio espíritu se interponen constantemente entre nosotros y la naturaleza, cuyo ser, lejano y hondo, se oculta detrás de ellas. El espíritu es un espejo mágico: no se limita a reflejar lo real, sino que produce por su cuente extrañas imágenes que lo desfiguran.
Esta separación de la realidad y la mente es uno de los problemas más graves de la filosofía moderna, que hizo su aparición justamente como reflexión a partir de la conciencia de sí. Una vez que uno se instala en esa seguridad ya no es posible salir de ahí; éste parece ser el final hacia el que conducen todos los caminos del pensamiento moderno, final que Hume se encargó de exponer con todo la crudeza de su escepticismo.
La filosofía de Hobbes (1588 – 1679) manifiesta una ruptura semejante. En su noción de la naturaleza está ya el germen de ese escepticismo. La naturaleza no es para él, como para Galileo y Descartes, otra cosa que el cuerpo material. Los juicios que nos hacemos sobre ella son relaciones discursivas de la mente, pero el cuerpo es una sustancia absoluta, independiente de nuestros juicios y anterior a todas las cualidades que se muestran en ellos. Las sensaciones conscientes, que son la fuente original del saber, no salvan este abismo entre las cosas y el espíritu, pues son modificaciones de nuestros órganos corporales, debidas, es verdad, a la presión de los objetos externos, pero separadas y distintas de ellos.
Hemos visto también que Descartes se enfrenta conscientemente a este problema. El convierte a la conciencia de sí en el fundamento sólido de su filosofía. Pero es un fundamento interior que le lleva de inmediato a tomar en consideración la validez de las ideas referentes a la realidad externa, validez que Descartes solamente llega a salvar por su recurso a Dios y a la causalidad. Es significativo que sobre ésta última no se ejerza el proceder metódico de la duda, quedando así como un resto del realismo antiguo.
Locke, cuya filosofía conserva también tantos restos del mismo realismo, sí presta atención a la relación causal, para advertir que su noción se origina en las ideas y no pasa de ellas. También presta atención a la idea de sustancia, que es para él un concepto arbitrario por superar los datos de nuestros sentidos. En ambas series de consideraciones, consecuencias de su tesis empirista y de la negación del innatismo, se manifiesta ya con claridad hasta qué punto ha cambiado la idea de razón al pasar de Descartes a Locke. En aquel la razón es una facultad todopoderosa, guía de la vida y del conocimiento, que es, por definición, conocimiento indudable. En éste sigue siendo, pese a sus limitaciones y defectos, la guía de la vida, pero la certeza de sus conocimientos se restringe sobremanera: sólo alcanza a la existencia de Dios, la intuición de nuestro yo y la sensación presente de cosas externas. El resto son suposiciones y conocimientos probables.
Resta solamente mencionar a Berkeley, cuya negación de las cualidades primarias, que todavía Locke reservaba a los objetos externos, y cuyo idealismo consecuente, que sustituye dichos objetos por ideas de la conciencia, se nos presentan retrospectivamente como pasos que necesariamente había de dar el pensamiento una vez que la filosofía moderna decidió adentrarse por los caminos de la conciencia interior.
Así llegamos al final de esta senda didáctica, según la cual Hume cierra todos los problemas abiertos y zanja todas las cuestiones con un escepticismo en el que la razón se ha convertido en creencia y en costumbre.
c) Consecuentes del Treatise.
Pero ¿puede decirse que es una solución de los problemas de la filosofía el mostrar los estrechos límites del entendimiento, como hace Hume? A primera vista, no lo parece. Mas el análisis crítico del poder de la razón, que él comenzó, encontró su continuador en Kant, el filósofo que convirtió la metafísica en la ciencia de los límites de la razón. Es lo más valioso de la doctrina de Hume y es, según dice el propio Kant, la tendencia que él mismo eligió deliberadamente.
Pero el criticismo kantiano no es el final de la estela de Hume. Su ataque a la causalidad presente en el modelo racionalista de explicación del mundo, que es también el de la pujante ciencia del siglo XVIII, sigue vigente. También en esto influyó poderosamente en Kant, que vio necesario defender la ciencia newtoniana de ese ataque, pero admitiendo lo fundamental de él: que no hay confirmación empírica posible de la relación necesaria entre la causa y el efecto, lo que le llevó a convertir dicha relación en un principio a priori, independiente de la experiencia. Pero un autor de nuestro tiempo tan prestigioso como Popper[xv] (1902 – 1994) niega el éxito de tal tentativa y da por válida, sobre ella, la crítica de Hume. Lo mismo hizo Wittgenstein (1889 – 1951) en su Tractatus logico – philosophicus.
Puede decirse que todas las filosofías posteriores que han tomado lo fáctico como su punto de partida, dejando de lado otras consideraciones metafísicas, tienen en Hume su fundamentación. En Hume, que trastornó para siempre la tendencia griega y medieval de convertir la perspectiva de lo intemporal en la base de la vida y del conocimiento y puso por delante de toda otra cosa el tiempo, el hombre y la sensibilidad.
(Emiliano Fernández Rueda en Varios autores, Historia de la filosofía, Proyecto Sur de Ediciones, Granada, 1996, páginas 157-204 )
Notas
[i] Citado por Rábade, en Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano, ed. preparada por S. Rábade y Mª. E. García, introd. y notas de S. Rábade, trad. de Mª. E. García, Editora Nacional, Madrid, 2 vols., 1980, pág. 20.
[ii] V. Platón, Menón, 84 y siguientes.
[iii] V. Hume, D., Tratado de la naturaleza humana, ed. preparada por F. Duque, Editora Nacional, Madrid, 1977, 2 vols. Parte 1ª, sec. 1ª: Del origen de nuestras ideas.
[iv] V. Hume, A Treatise I, 183.
[v] V. Rábade R., S., Hume y el fenomenismo moderno, Gredos, Madrid, 1975, página 228.
[vi] Hume, o. c.,, I, 293.
[vii] Hume, o. c.,, I, 216-217.
[viii] Hume, D., o.c., I, 11 y 12.
[ix] Hume, D., Diálogos sobre la religión natural, trad. de E. O'Gorman, prólogo de E. Nicol, 1ª reimpr. de la 1ª ed. de 1942, F. C. E., México, 1978, páginas 47 y 48
[x] Hume, D., ibidem.
[xi] V. Hume, o. c., III, I, I.
[xii] Enumeración extraída de Hirschberger, J., Historia de la Filosofía. II, Edad Moderna, Edad Contemporánea, presentación, trad. y síntesis de historia de la filosofía española por L. M. Gómez, Herder, Barcelona, 1972, página 139.
[xiii] Citado en Rábade, S., o. c., página 229.
[xiv] V. Ferrater Mora, J., Diccionario de Filosofía. Vol. II, Alianza Editorial, Madrid, 1982, vocablo “fenomenismo”, página 1142.
[xv] V. Poppper, K. R., La lógica de la investigación científica. Trad. de V. S. de Zavala, Tecnos, Madrid, 1977, página 29.