El problema
Suele pensarse que la tolerancia es la virtud democrática por excelencia. Se conecta con la libertad de opinión y se entiende como respeto a la opinión, independientemente de quién sea el opinante. Pero esto es indefendible si se expresa como algo general, como teoría, porque equivale a admitir que todos los individuos se hallan en pleno uso de la razón y, por ende, que todos tienen derecho a expresar su opinión y a que sea tenida en cuenta. Existen muchas personas a las que no se puede conceder al mismo crédito que a otras: el paciente no puede pretender que su diagnóstico sobre la enfermedad que padece sea aceptado en pie de igualdad con el del médico. También es indefendible en la práctica, porque en cualquier diálogo, que por necesidad habrá de contar con un número restringido de personas, tiene que haber turnos, incluso cuando se trata la más sencilla conversación, y no puede haber espacio ilimitado en la prensa, en una editorial, etc., para todo lo que quiera decir cualquiera. Hay siempre factores externos que limitan las posibilidades de manifestar opiniones, factores como la falta de tiempo, la ausencia de público, de lectores, la carencia de espacio en un periódico, en un libro, etc. La libertad de opinión no puede, pues, ser ilimitada en la realidad. Pero es que además hay circunstancias en que el respeto a una persona, que no a sus opiniones, es lo que puede hacer que alguien sienta la obligación de pedirle que se calle, de no permitir que siga exponiendo razones estúpidas o delirantes, como tampoco debería tolerarse seguramente que alguien manifieste sus opiniones, aunque sean verdaderas, sobre mi cojera, mi joroba o cualquier otro defecto físico o intelectual. Por esto no parece que sea absolutamente aceptable tampoco cuando se la liga a la verdad.
En consecuencia, no está claro que la tolerancia sea siempre buena y, por tanto, ética. ¿Habrá que decir entonces que no es una virtud o que no puede ser puesta en práctica? Por lo pronto parece que lo que debe afirmarse es que no es la ética la que debe quedar incluida dentro del concepto general de tolerancia, sino la tolerancia la que debe quedar incluida, o excluida, de la ética. En otras palabras, no se trata de ver si la tolerancia es la medida de la ética, sino de comprobar que la ética es la medida de la tolerancia.
No se debe pensar que tiene que existir un comité de expertos para cada actividad, un comité que dictamine lo que debe y no debe decirse. Pero tampoco que nunca debe haberlo. Quien quiera publicar un libro sobre las andanzas de las brujas o sobre las virtudes curativas de las noches de luna puede hacerlo si lo paga él mismo de su bolsillo o si lo compran los lectores, pero no a expensas de una subvención del Ministerio de Educación. En este punto parece que la tolerancia debe estar relacionada con la verdad, pese a que antes dijimos que en algunos casos no debe estarlo. La conexión con la verdad no es una garantía total de admisión de la tolerancia, como tampoco lo es la conexión con la libertad, pues ésta puede ser inmoral, mala. A veces se parte de la idea de persona como entidad in fieri, atribuyéndole una realidad interna, la libertad, que se supone gratuitamente que debería ser amada por sí misma. Se dice entonces: “Sé quien eres”. Y se cree que la “libertad de indeterminación de una sustancia haciéndose” debe ser amada por sí misma, olvidando que esa sustancia, al tratar de ser lo que es, puede convertirse en un asesino frío y calculador como el de Oklahoma, en alguien que, al realizarse, procurará por todos los medios cegar todo camino a la realización de otras personas. ¿Cómo podría defenderse la libertad de un sujeto de ese calibre? ¿Quién podría decir que es un deber hacerlo? Una tesis tal sólo sería válida en una sociedad ideal, utópica, en la que cada individuo tomara como única meta propia el bien de los otros individuos. Pero su aplicación en una sociedad real, existente, es perniciosa y trae consigo una cantidad grande de males. En aquella sociedad utópica esta tolerancia sería moral, buena, pero en la sociedad real, es inmoral, mala, en muchas ocasiones.
Pero no en todas, como podría entender el pesimista “realista” frente al optimista utópico. Parece que ni uno ni otro son buenos puntos de partida para nuestra construcción y comprensión del concepto de tolerancia.
Los clásicos
Los clásicos no categorizan la tolerancia como libertad de opinión o acción en cualquier materia, sino sólo en materia religiosa. Podría extenderse el concepto y entonces la tolerancia religiosa quedaría como un caso particular de algo más amplio. Pero en ningún caso debe convertirse en un concepto absoluto, metafísico, porque entonces se vuelve oscuro, oscurantista, pues tiene a oscurecer los límites morales existentes entre lo bueno y lo malo. No debe traspasar las fronteras morales e histórico–culturales. Por esto es conveniente partir de los clásicos. Los conceptos no son eternos. Hay que buscar su nacimiento para ver si el molde que cada uno de ellos ha generado sigue siendo un molde válido para que nosotros podamos verter nuestras realidades actuales y nuestras ideas morales sobre él. Pues bien, el concepto de tolerancia se ha construido en la época de lucha contra el fanatismo religioso. De ahí habría que partir para ampliar el concepto. Una vez comprendido su origen, podría volverse la mirada a periodos anteriores, para ver si en ellos hay prefiguraciones suyas que puedan o deban ser tenidas en cuenta. Una vez acabada la tarea de progreso a partir de una situación y de regreso a situaciones anteriores, estaríamos en condiciones de haber construido un concepto y de ver si podemos identificarnos con él, si vale la pena o no ser tolerantes.
Coordenadas de una historia sistemática del concepto
Como sistema de coordenadas, se toma la doctrina platónica de las virtudes cardinales, ampliada más tarde con la escolástica de las virtudes teologales.
El concepto de justicia, el único que hace referencia en el sistema platónico a otros individuos, implica un ordenamiento social y económico en el que los derechos de los ciudadanos, sobre todo el derecho de propiedad, están definidos en un ordenamiento jurídico. El de caridad, por su lado, que también se refiere a los otros individuos en el sistema escolástico, pretende asimismo desbordar la ciudad antigua y expandirse más allá. La Iglesia es universalista en su proyecto y su pretensión (“id y predicad a todos los hombres”), pero en la realidad histórica del momento es una institución mediterránea. En esto se parece al cosmopolitismo de los estoicos. Recordar a Marco Aurelio: “Como emperador soy romano, como Antonino soy hombre”. Se trata de un nuevo orden social, la Iglesia, que tiende a entenderse bajo las categorías de la familia, ligada, según Aristóteles, por el amor, en tanto que el Estado, la Ciudad, liga a los individuos entre sí por la igualdad y la justicia. A la acción de la Iglesia se le llamó por autores modernos “comunismo del amor”. Sea lo que sea de esta interpretación, lo cierto es que esta agrupación social se acabó soldando con el Estado Romano, aunque en un principio era su contrario. Las capas más altas de la sociedad fueron poco a poco conquistadas por el espíritu de la caridad, mantenido al principio por los esclavos, los parias y los extranjeros, los “desarrapados” que mencionaba Celso. Estos últimos estaban imbuidos de un espíritu apocalíptico. Las capas altas no. Estas estaban asentadas sobre el derecho. Influyeron sobre las otras. El espíritu de caridad llegó así a transformarse en un orden interno, como deber de caridad para con los pobres y los oprimidos. Con el tiempo llegó a transformar el anterior orden de la justicia en un orden propio de una comunidad que se blinda contra la arbitrariedad individual del ejecutor de la ley.
Pero esto es la fraternidad. Brota de la familia, como se ha dicho más arriba. Se concibe a Dios como Padre y a los demás como hijos de Él y hermanos entre sí. Pero trasciende los límites de la familia y se manifiesta como caridad de todos con todos. Es la dialéctica entre la igualdad (isonomía), propia de la sociedad civil, igualdad jurídica y económica en el comercio, por ejemplo, y la fraternidad, propia de la organización doméstica o familiar.
Por otro lado, la oposición primera se da entre las virtudes reguladoras de la vida individual (la fe y la esperanza, entre las teologales, la prudencia, la fortaleza y la templanza, entre las cardinales) y las reguladoras de las relaciones interpersonales, como la caridad (teologal) y la justicia (cardinal). El concepto de tolerancia solamente puede moverse en el contexto de los de justicia y caridad.
Etapa cero
Es la etapa en que los conceptos que podrían ser vinculados al de tolerancia permanecen alejados del de justicia y del de caridad. No son en realidad prefiguraciones, sino, a lo más, negaciones del concepto de tolerancia. Luego en esta etapa no cabe hablar aún de tolerancia ni de intolerancia. Se trataría de situaciones que podrían ser entendidas retrospectivamente desde el concepto de tolerancia, pero que no fueron así interpretadas por sus actores. Esto es así porque la historia se hace desde algo que ya está hecho, como un edificio, el sistema de los números, la música que se llama clásica, o como el Proyecto Hombre, etc. Como si al hacer una historia de la homosexualidad, porque en nuestro tiempo parece hallarse bien implantada, se incluyeran las costumbres militares de los griegos, que ellos vivían sin concebirlas como homosexuales. La homosexualidad actual podría ser más bien el contrario de aquellos usos. Ahora aparece ligada al pacifismo, a la no violencia, a la indistinción de sexos, a valores que podrían llamarse femeninos. Antes era todo lo opuesto. Se aproximaba a valores viriles. Algo idéntico pasa con la historia de los números. Los griegos y romanos no son los antecesores de los actuales si se piensa que hay continuidad entre aquellos y éstos. Los actuales, más bien, tuvieron que romper con el antiguo sistema de numeración. Por lo mismo las situaciones antiguas que nosotros llamaríamos ahora, con un fuerte anacronismo, situaciones de tolerancia fueron pensadas entonces desde conceptos distintos del de justicia y caridad. Es la época de la filosofía griega y romana. Se extiende hasta el final del helenismo. Durante todo ese tiempo se pensaron aquellas situaciones desde el concepto de prudencia. Pirrón, por ejemplo aconsejaba a sus discípulos que aceptaran cargos, incluso cargos sacerdotales, si contribuían a la tranquilidad de su ánimo. También aconsejaba no discrepar de otras opiniones, aunque fueran falsas, por el mismo motivo. Pero este respeto pirrónico no es tolerancia de algo sino sustracción de algo (tollere). Y lo que Voltaire cita como tolerancia, a saber, ofrecer sacrificios a los dioses de una ciudad sitiada, tampoco lo es. Y no es justicia ni caridad. Es fe, o prudencia, etc. Como no es intolerancia lo que hicieron los soldados de Cortés con el dios Cozumel de los aztecas, que lo derribaron de su sitial y colocaron para colocar en su lugar una imagen de la Virgen, sino falta de fe. Incluso fue respeto por las personas de los seguidores de Cozumel, pues se pensaba que era indigno de personas racionales dar culto a los leños. Más respeto mostraron los soldados de Cortés por los aztecas del que han mostrado otros europeos que han permitido siempre que los indígenas de los países conquistados por ellos siguieran con sus dioses e incluso les han animado a hacerlo, con el fin de servirse de ellos como porteadores. Los soldados de Cortés veían a los indios como hombres, los otros europeos como porteadores (¿citar también a Marías?).
Voltaire confunde constantemente la historia de la tolerancia con la historia del concepto de tolerancia. Se comprende por ello que haya señalado al Cristianismo como uno de los principios de la intolerancia. Y lo fue, en cuanto se ligó al poder político de Teodosio, pero porque la intolerancia es una consecuencia práctica de todo poder político, no porque el monoteísmo sea intolerante y tolerante el politeísmo, pues, como decía Hume, entre los egipcios, que eran politeístas, no podían convivir mucho tiempo los adoradores de los perros con los adoradores de los gatos. Y el Cristianismo es, como se verá, un principio del concepto de tolerancia, aunque lo fue por contraste y oposición de conceptos.
Etapa primera
Llega hasta el Renacimiento y todavía perdura en algunas corrientes de nuestro tiempo. En esta etapa la tolerancia queda fijada a la justicia y la caridad. Indirectamente, también a la prudencia y a la paciencia, que es una virtud subordinada a la fortaleza. Pero la tolerancia es vista en este periodo como un mal y sólo en ciertas circunstancias como un mal menor. La intolerancia, lejos de ser vista como un mal, es comprendida a veces como un bien, como una virtud. La tolerancia es ahora un medio no aceptable para lograr un bien deseable. Desaparecido dicho bien de la perspectiva del actor, aparece aquélla como lo que es, como un mal, como un vicio. Aparece, por ejemplo, como adulación, que es el extremo vicioso de la afabilidad, una virtud subordinada a la justicia. Tolerar opiniones erróneas de alguien es este caso, pues se da a alguien más de lo que le corresponde. Y es imprudencia con respecto a terceras personas, que pueden ser dañadas por el error tolerado. Se comprende así la condena eclesiástica de lo que se llamó en su momento tolerantismo o defensa de la libertad de cultos, ligada a la separación Iglesia–Estado. Se aceptaba la tolerancia como un mal menor, por los males que podían seguirse de la intolerancia, concebida como un bien, si alguna fuerza político–religiosa o civil llegaba a sublevarse. En este contexto tolerancia equivale a permisividad, incluso a impotencia para retirar (tollere) las causas de un mal, o, si no es un mal en el presente, sí en el futuro, por los efectos que podrían luego sobrevenir. Y si es el mal mismo el que se impone ya no cabe hablar de tolerancia. Si la Iglesia Católica ha aceptado el islamismo o el darwinismo ha sido porque éstos han tenido fuerza suficiente para imponerse. Esto no ha ocurrido en el Islam.
La tolerancia no es en sus inicios otra cosa que una forma de engaño de una institución religiosa, o civil, que se piensa a la manera del Dios Omnipotente, pero que tiene que condescender con cosas que, siendo males en sí mismas, tienen tal poder que no hay más remedio que contar con ellas. La tolerancia no consiste en quitar (tollere) los mecanismos causales de lo que se ve como malo, sino en evitar nuestra actitud combativa ante ello.
Luego en el mundo cristiano tradicional sólo hay tolerancia efectiva cuando, pese a ser posible quitar las causas de un mal, se permite que siga existiendo por algún motivo moral. Pero este motivo no puede ser el de la justicia. La justicia es más bien un motivo para la intolerancia: el derecho a la verdad y el bien común puede convertir en un deber, por ejemplo, la delación ante el Tribunal de la Inquisición. ¿Entonces cuándo puede decirse que la tolerancia es un bien? No cuando aparece relacionada con la justicia, sino con la caridad. La virtud o deber de caridad, existe cuando, disponiendo de un poder de erradicación de un mal, se suspende (tollere) por caridad hacia el pecador o el delincuente. Lo que en este caso se tolera o suspende no es el mal, sino la aplicación del castigo al pecador o al delincuente, pudiendo hacerlo y, quizá, teniendo que hacerlo por deber de justicia. He aquí la caridad enfrentada a la justicia. Se suspende la aplicación de la pena hasta que el sujeto corrija su conducta. Predomina entonces la caridad. Si no lo hace, entonces predomina el deber de justicia y el pecador puede acabar en la hoguera, por justicia y por caridad, para salvar su alma. Es evidente que esto solo puede aceptarlo quien cree firmemente en la inmortalidad el alma y la resurrección de la carne.
Esto significa que la corrección fraterna es el lugar en que germina la tolerancia. Pero en su origen no era propiamente tolerancia, sino reprensión. Se toleraba a la persona, no al pecado. Y se la toleraba porque podía redimirse. Se toleraba que un hombre justo hubiera sido pecador y se procuraba mantener la fama de justo. Pero esto la admonición era privada. Pero si la posibilidad de corrección era nula, entonces había que denunciar al sujeto ante el superior.
En todo esto había ambigüedad, ciertamente, porque el superior era padre, hermano y juez en una sola persona. La cuestión que se planteaba, y que los teólogos discutieron largamente, era si un cristiano debe llevar su intolerancia por vía judicial, pública, o por vía de caridad, privada, como corrección fraterna, porque “esta tolerancia era la única forma práctica de tolerancia legítima en el seno de una sociedad inquisitorial que tenía, en general, poder suficiente para ser intolerante y para entender la intolerancia como la forma suprema de la justicia y del amor”.
Segunda etapa
Empieza cuando el poder de la Iglesia se viene abajo por causa de las distintas y opuestas intolerancias aparecidas en su interior, cuyos poderes se entrecruzan además con el poder del naciente Estado Moderno. El caldo de cultivo del concepto de tolerancia es el escepticismo, el individualismo, la religiosidad privada, el recinto particular de la subjetividad inviolable, etc. (recordar cómo algunos alumnos no distinguen bien entre culpa moral y castigo legal: caso de Tamara en clase, etc.), porque es el recinto de la libertad. Esta era la libertad que Dios había dado al hombre en el anterior momento, libertad que llevaba consigo el riesgo del mal, que no había más remedio que tolerar. Ese ser libre, convertido ahora en bueno, en valioso, en fuente de la tolerancia como buena, porque si es libre el sujeto y es bueno que lo sea, entonces sus actos han de ser considerados en sí mismos, en su producción, como valiosos y buenos, aunque moralmente sean malos. Es decir, ha de considerarse que son buenos porque vienen de un ser que es libre, no porque vengan simplemente de un ser. O, dicho de otra manera, es bueno que ese ser libre, el hombre, produzca acciones, sean las de estudiar, drogarse, dormir o asediar a otras personas. Es su libertad y es él quien la administra. Esto no debe dudarse que es bueno, se cree. Otra cosa es que sus acciones resulten buenas.
La libertad ya no es objeto de tolerancia, sino objeto de amor. Hay que desearla por lo que es, por ser libertad. La tolerancia se convierte en virtud. Reprimo mi tendencia a oponer mi intolerancia a lo que se me enfrenta. Puedo hacerlo, pero no lo hago por respeto a la libertad del otro. Este respeto no se funda en que sea evidente que un acto, por ser libre, haya de ser bueno, sino en que es dudoso que, siendo libre, pueda ser malo. Se funda en el escepticismo sobre nuestros códigos morales, acompañado muchas veces de la convicción metafísica según la cual lo que los hombres hacen espontánea y libremente tiene que ser bueno, de la creencia en la bondad natural del hombre. Se puede observar hasta en las películas y los anuncios publicitarios: “haz lo que brota de tu interior”, “obra según te dicta tu instinto”. Esto es ahora la tolerancia: “Puesto que estamos todos llenos de debilidades y de errores, perdonarnos recíprocamente nuestras tonterías es la primera ley de la Naturaleza”, dice Voltaire en el Diccionario filosófico, bajo el vocablo “tolerancia”, Voltaire, que se había burlado de Rousseau después de leer El Emilio, porque, decía, le entraban ganas de andar a cuatro patas.
La tolerancia desplaza a la intolerancia frente al mal. La tolerancia ante el mal, por su parte, se convierte en tolerancia ante el bien en cuanto se cree que ya nada es bueno de una vez por todas o que todo es bueno desde algún punto de vista. Es la tolerancia como concepto contrario de la actitud intolerante. La tolerancia es, por todo esto, una virtud anticristiana, que surge de la negación de la intolerancia efectiva. Y no es tolerancia ante las personas, sino antes sus actos y opiniones, justamente lo contrario de lo que había sido bajo el rótulo de corrección fraterna, incluido bajo la idea de caridad, y no porque sean buenos unos y verdaderas las otras, sino porque son sus actos y sus opiniones. Se piensa incluso que el respeto se les debe: suum cuique tribuere. La tolerancia ya no pertenece al ámbito de la caridad, sino al de la justicia. Un buen ejemplo de esta nueva virtud es D. Quijote liberando a los galeotes porque los llevan forzados en contra de su libertad, pese a que Sancho le advierte que van forzados por sus delitos. Ahí se halla una buena muestra de la nueva conciencia burguesa, que tanto encarece la libertad de conciencia. Contra quien primero se dirige esta actitud es contra el Cristianismo y de paso contra las otras religiones. Se tolera que cada cual practique la religión que libremente elija, como si fuera posible ponerse a creer en lo que uno decide creer. Es la nueva virtud, que empieza siendo libertad de culto y luego se extiende a otras regiones, como la libertad de prensa, de imprenta, etc. El núcleo, por tanto, de la idea es la promoción de la libertad ajena individual en virtud de su propia libertad e independientemente de los contenidos de sus actos. La única limitación de esta libertad, lo único intolerable, será algo externo, lo que se expresa en el artículo VI de la Declaración de los Derechos del Hombre: “La libertad consiste en hacer todo aquello que no perjudique a los demás”.
Pero esto es pensar según los criterios de un optimismo metafísico muy discutible. Es pensar que los hombres viven en un mundo racional en que cada uno es fin e interés primero de los demás, como propugnaba Kant, y no en una economía de mercado.
En conclusión, el concepto de tolerancia aparece primero como reactivo. Se va llenando de contenido según se extiende el concepto de “libertad de conciencia”, según se va llenando de derechos individuales, inviolables, etc. Pero el concepto no se ha mostrado definitivo, cerrado, como el de número. La crisis del capitalismo, las luchas entre naciones, el surgimiento de nuevas clases políticas, sociales, etc., en muchas ocasiones está subordinando la “libertad de conciencia” a cosas como la raza, el proletariado, la razón de estado, la etnia (asesinato de Yoyes). ¿No hay oposición entre la libertad de conciencia, que es individual, y la supuesta libertad de los pueblos, que no lo es? Con el fascismo, el estalinismo y otros sucesos sociopolíticos, la intolerancia frente a las ideas individuales se comprende como una virtud. Vuelve, pues, la intolerancia religiosa. Algunos definirán ciertamente la tolerancia como un logro precioso de la historia, un logro que no debería perderse, pero una crítica más pausada de esa “libertad de conciencia”, que se asienta sobre arenas movedizas, que depende de ciertas formas sociales y culturales, podría probar que el intento de fundarla sobre bases inmutables y seguras, sobre bases ontológicas, es un intento que no puede conducir más que al fracaso.
Idea funcional de tolerancia
El concepto de tolerancia será un concepto moral cuando pueda decirse que es buena o mala moralmente. Será buena si su puesta en práctica abre el camino a valores morales positivos. Y será buena su contraria, la intolerancia, cuando cierre el camino a valores moralmente inaceptables. Es quizá uno de los problemas que en este centro se tienen en cuenta con cierta asiduidad: ¿debe haber tolerancia con la droga? Esta podría ser una situación parecida a la de la Iglesia con respecto al darwinismo. El darwinismo ha sido aceptado por su propia fuerza. Lo mismo podría estar sucediendo con la droga: se tolera legalmente el consumo porque no se puede evitar mediante prohibiciones legales, debido a la fuerza mercantil de la demanda. Ahora bien, una vez tolerado el consumo, la demanda, ¿no es contradictorio tolerar el tráfico? ¿No conduce una cosa a la otra? ¿No equivale a confesar una impotencia? Por otra parte, no parece que una respuesta negativa, intolerante, haya de ser por fuerza una respuesta inaceptable moralmente. Por poner otro ejemplo más, la intolerancia más radical con respecto a la costumbre de la clitoridectomía, que por ser costumbre y tradición en otros lugares no deja de ser mala y reprobable moralmente, parece que es lo que la moral exige sin lugar a dudas.
Para que la tolerancia tenga un significado moral hay que tener en cuenta los parámetros en que se da su concepto. El primer parámetro fue la dogmática religiosa: dentro del monoteísmo apareció la intolerancia, lo que no impidió que, también dentro de él se incubara la figura del ser individual a imagen del Dios libre, el ser al que posteriormente le es debida la tolerancia. Entonces fue la intolerancia lo bueno y la tolerancia lo que, al menos en principio, era malo y, como mucho, representaba un mal menor, querido no por sí mismo, sino por evitar otro mayor. Ahora bien, el desarrollo de aquella misma individualidad gestada en el monoteísmo cristiano, dio lugar a la inversión de valores: la tolerancia hacia cualquier acto de esa individualidad acabó por descalificar a la intolerancia. Y llegamos así a la actualidad, al momento en que la tolerancia medida según parámetros religiosos rebasa sus límites y es medida también según parámetros políticos.
En una sociedad política democrática la tolerancia es la neutralización de la tendencia (tollere) a suprimir la acción de otras personas que mantienen opiniones opuestas. Esa neutralización puede consistir en un poder de represión, como la cárcel o el silencio impuesto, o en un poder de inhibición, como el no tomar en consideración las opiniones opuestas, el permitir que el adversario actúe o hable sin ofrecerle resistencia, el ser paciente con él, aguantarlo sin replicarle, ser indiferente, etc. Mucho de esto puede verse hoy. Por poner un solo caso, es lo que hicieron los nacionalistas periféricos españoles, salirse para no oírlo, cuando Savater intervino en el Parlamento Europeo. La intolerancia es tanto más patente cuanto que en un Parlamento está la gente precisamente para hablar y ser oída.
Esto último no puede ser tolerancia. Esta ha de ser, además, el poder de suspender esa capacidad de neutralización, por represión o inhibición, de las posiciones contrarias a la propia. El que deja hablar a otros y no contesta, se retira o los desprecia, no es tolerante, pues el efecto es el mismo que si les impidiera hablar. El tolerante toma en cuenta al adversario no solamente obedeciendo las normas de la buena educación, sino obedeciendo también las normas de la lógica y rebatiendo las ideas que no cree acertadas. Así pueden servir las ideas contrarias para formar las propias, aunque sólo sea como su contrafigura. Y las propias, si están bien fundamentadas, serán capaces de integrar las contrarias, aunque sea críticamente.
Claro está que no se podrá llamar tolerancia a la neutralización de la tendencia a suprimir acciones que pongan en peligro la seguridad propia o la de los demás, como tampoco se podrá llamar intolerancia a lo contrario, a la represión, incluso represión violenta, de tales acciones. Esto es así porque no toda acción, por el hecho de ser violenta, es intolerante ni merece condena moral, sino, muy al contrario, puede merecer alabanza.
En conclusión, el concepto de tolerancia no puede darse por sentado de una vez por todas. Tiene que ver siempre con supuestos que en cada caso hay que analizar minuciosamente.
(Sinopsis del capítulo V. Sobre la tolerancia, de Bueno, G., El sentido de la vida, Pentalfa, Oviedo, 1996, págs. 279-304)