Cómo salva Dios a la razón

Traigo aquí el recuerdo de la Lección Inaugural del Papa Benedicto XVI en Ratisbona y el comentario que hizo de ella Gustavo Bueno, filósofo ateo que reconoce al Papa una admiración no meramente retórica. “Es el Dios de los cristianos quien ha salvado a la razón humana a lo largo de la historia de Occidente”.

Constata que en el aire aún vibran aún las antiguas Ideas de la Razón y Dios, Ideas que no son palabras fijas, sino luces que cambian de color al girar la esfera. La Razón no es bloque ni roca fija, sino corriente. Es un río invisible que atraviesa la historia humana encendiendo imágenes, preguntas, sueños y también pesadillas y alumbrando monstruos. Se perderá quien la busque como sustancia inmóvil y sólo quien la siga como proceso hallará su verdadera acción.

Y luego está Dios, a quien Aristóteles imaginó como un ser solitario, encerrado en sí mismo, como un sol que arde sin mirar nunca a la tierra. Es amado, pero él no ama. Fue el cristianismo el que, quebrando ese cristal, hizo surgir la Trinidad de la soledad, y en ella vio un Lógos que descendió y se hizo carne. El cielo tocó la arcilla y el hombre se descubrió habitado por un resplandor eterno.

Contra esta revelación tan inaudita se alzaron voces que todavía resuenan como truenos apagados. Son las voces de Arrio, Newton, Servet y otros. Todos ellos quisieron volver al dios inmóvil, al dios sin rostro humano de Aristóteles que comparten acaso el islam y el judaísmo, donde no cabe la herejía arriana. El choque fue inevitable. De un lado estaba la teología natural, que brotó como semilla en los jardines griegos, y, de otro, la teología revelada, religión que promete salvación, que se enciende como hoguera en el alma del hombre.

Por eso fracasan quienes intentan fundir en un solo vaso las tres religiones, como Lessing y Max Müller soñaron, porque el vaso, incapaz de contener a la vez al dios distante y el dios encarnado, se quiebra.

La razón, dice el padre Schmidt, conduce a Dios desde los orígenes mismos, cuando el hombre primitivo levantaba los ojos al cielo como si buscara en las estrellas una respuesta. Platón, Aristóteles y Tomás de Aquino siguieron esa senda luminosa, mientras Pascal la negó con un gesto de cansancio; el Dios de los filósofos -el de Aristóteles, un Dios que piensa sólo en sí-, escribió, no dice nada a los hombres.

Descartes recogió la razón y la encerró en cada hombre, como si fuera un faro interior. Era ya una razón mundana, no sagrada, un poder subjetivo que reclamaba alcanzar lo más alto. Y Dios, en la visión cartesiana, se convirtió en un Entendimiento infinito, reflejado en el universo creado y también en la propia razón humana, como si el cielo se hubiese duplicado dentro de cada conciencia.

Pero llegaron otros, los voluntaristas, es decir, Avicebrón, Algazel, Pedro Damián, Duns Scoto, Descartes, Calvino, Pascal, Schopenhauer, Unamuno, etc., que apagaron aquella armonía. Dijeron que la lógica de Dios no se parece en nada a la del hombre, que el entendimiento humano se ocupa de cosas pequeñas, profanas, como enumerar las piezas de un carro, firmar un contrato y diseñar batallas o atentados. Y aun las teologías de Aristóteles y Tomás de Aquino, aunque intelectuales, no conceden al entender divino la forma racional, limitándose a decir que es efecto del razonamiento natural, un engranaje no muy distinto al de las cláusulas de un contrato.

El cristianismo, pese a todo, irrumpió como un incendio nocturno. El Dios dogmático descendió de los altares griegos del intelecto y entró en la tierra diaria, se hizo hombre para salvar lo que se ha perdido, y la razón humana, herida también por la caída, comprendió que necesitaba esa redención, que Dios podía salvarla.

Y así fue, como confirman los hechos. No es necesario evocar el pecado original para comprender que la razón del hombre degenera, se enturbia, se quiebra y se extravía. En esa idea religiosa de la caída late una verdad que la filosofía no puede ignorar. Basta observar el desfile de desviaciones, individuales y colectivas, que atraviesa la historia. Exorcistas, médicos, psicólogos, psiquiatras han levantado acta de esas sombras. Las mentes individuales, semejantes en toda época y lugar, padecen los mismos trastornos, como si la especie arrastrara una herida común.

Y en medio de esa herida, brilla la pregunta: ¿ha conseguido el cristianismo evitar la degeneración de la razón? No es difícil del todo responder.

Para mejor comprender esto hay que comprender antes que la razón no vaga como sombra ni se asemeja al Espíritu Santo en Pentecostés descendiendo sobre los apóstoles o concretándose como el Espiritu Absoluto hegeliano en cada sujeto. No, la razón humana cristaliza en sus obras, no es un soplo que baja y sube a los espíritus a su capricho. Se asienta, se encarna, se hace visible en las instituciones, y ahí, en esas formas tangibles, es donde puede reconocerse la acción del Dios cristiano, corrigiendo desviaciones a través de su Iglesia, que a veces hubo de enfrentarse con otras religiones por idénticas luchas.

Desde Descartes, se dijo que la razón habita en cada inteligencia individual. Pero en ese recinto cerrado apenas puede verse algo. Es en sus obras, digo, donde brilla: en las catedrales que parecen custodiar el cielo, en la música que respira como un órgano vivo, en la filosofía y la teología que se entrelazan como raíces, en la ingeniería que domestica la piedra y el hierro, en las prácticas comerciales que entretejen los mercados, en los ejércitos que organizan batallas, armas y territorios. En todos esos lugares, en la realidad externa, objetiva, se levanta el canon de la racionalidad, y, en consecuencia, en la oposición a dichos lugares e instituciones, se revelan las patologías y las grietas de la razón.

Ese es un terreno firme; en él no hay visiones vagas ni fantasías, sino la historia positiva de los pueblos mediterráneos, sociedades que fueron algo más que sociedades locales, pues respiraron un impulso universal que aún vibra en los archivos y en las piedras.

La historia de la Iglesia lo testimonia. El Concilio de Nicea, hace ya mil setecientos años, reunió según Atanasio y Eusebio a 318 obispos, cifra que otros rebajan hasta 250 e incluso menos. Casi todos procedían del lado oriental del Imperio. El Concilio Vaticano II, en cambio, convocó a 2908, con una media de 2500 presentes en cada sesión, venidos de los cinco continentes. Dos concilios, dos imágenes: un círculo pequeño que arranca, y una esfera planetaria que respira en todas direcciones. Es la vocación universal de la Iglesia católica hecha realidad constatable.

Por eso es tan útil contemplar la razón objetivada en estas sociedades. En sus actas, en sus monumentos, en los registros que guardan polvo y luz, late la memoria de los entrecruzamientos filosóficos, científicos, teológicos, matemáticos y tecnológicos. Es la historia mundana de Europa, como advierte Gustavo Bueno, no la historia de la salvación. Pero incluso en esa historia, bajo su corteza, arde un resplandor.

El primer muro que levantó la Iglesia contra la desviación fue para poner coto a la superstición. Se alzó como torre vigilante frente a los amuletos que tintineaban en los bolsillos, los fetiches ocultos en las casas, los talismanes colgados del cuello como si guardaran el destino, contra los conjuros murmurados en la noche, las hechicerías que ardían como brasas en los campos, los horóscopos que pretendían leer el destino en las estrellas, contra las misas negras, contra los cultos al demonio, contra todas esas fuerzas que desviaban al hombre de la corriente central y canónica. No eran brotes inevitables del corazón humano, como se ha dicho, sino extravíos de la razón que la fe debía corregir.

En las grandes ciudades de la Antigüedad, donde se respiraban cosmopolitismo y caos, se rendía culto al buey Apis, a Cibeles y al fuego de Zoroastro, la magia impregnaba la vida, la astrología prometía futuros, las esferas celestes dictaban el curso de los hombres, etc. El cristianismo supo enfrentarse a esos poderes dispersos y neutralizarlos con la afirmación de un Dios omnisciente, creador y bueno. Lo superfluo, lo ajeno a la línea de la salvación, se nombró superstición y fue purgado. La dogmática cristiana resultó más firme, más capaz de ordenar el caos, incluso frente a las construcciones filosóficas de Plotino o al desafío de Juliano el Apóstata. La Iglesia se convirtió así en el canon de racionalidad. Como apunte al margen, observo que Tomás de Aquino, con la serenidad de la razón, negó la magia en los Reyes Magos y rechazó la influencia de los astros, sembrando sin saberlo las semillas de la ciencia del XVII.

Los siglos posteriores se vieron en gran medida libres de supersticiones gracias a esa obra de la Iglesia Católica. Incluso la Inquisición, tan vituperada hoy, fue racional en su tiempo, sobre todo en España, donde después de la reforma del cardenal Cisneros el clero alcanzó una formación sólida. Con ese respaldo pudo enfrentarse a los aquelarres, a las posesiones diabólicas, a las brujerías que parecían brotar de los bosques y a las sombras que los hombres llamaban fuerzas del mal.

El Dios cristiano no impuso su verdad a golpe de espada. Ofreció seguridad y refugio contra desvaríos que ningún otro dios habría podido contener. Ni el maya ni el azteca, recién descubiertos por los españoles, ni los antiguos gnosticismos, ofrecían tal firmeza, desde luego. Era necesario un Dios capaz de ordenar, capaz de descender a la tierra y plantar su luz frente a la oscuridad.

El segundo muro se erigió contra desviaciones más sutiles que la superstición, contra aquellas que nacen de la propia razón y se disfrazan de mitología, ideología o ciencia delirante; como tumores que brotan del mismo organismo sano, los grandes mitos de nuestra historia tiempo germinan de la razón, y, sin embargo, la corroen.

El gnosticismo fue uno de esos desvaríos. En los primeros siglos se alzó como sombra contra el canon que habían establecido Parménides y Aristóteles. Los teólogos cristianos no tardaron en reconocer el camino verdadero; Lactancio, san Hipólito, san Justino y otros tantos siguieron la senda abierta por Filón de Alejandría, que supo tomar de la filosofía griega el lenguaje con que expresar la fe del Antiguo Testamento. Adoptaron el modelo griego, cuya cima era la geometría de Euclides, los Elementos, uno de los templos más altos de la razón objetivada.

En san Basilio, san Agustín y, sobre todo, santo Tomás, aquella corriente racionalizadora encontró su triunfo. Allí donde el judaísmo y el islam no pudieron avanzar, el cristianismo se atrevió a interrogar los misterios más hondos, la Trinidad y la persona de Cristo. Y al hacerlo, transformó las nociones griegas, anticipó nociones modernas y puso cimientos a las ciencias positivas.

Por eso resulta grotesco afirmar que el catolicismo frenó a la ciencia. Sin Roma no habría habido Renacimiento. No hay nada por lo que pedir perdón, aunque admiramos el gesto de Juan Pablo II. Ninguna otra tradición religiosa puede presentar un elenco de científicos semejante: Copérnico, Galileo, Kepler, Newton, Saccheri, Mendel, Lemaître. El caso Galileo, tan repetido, preocupó a Roma quizá más por su atomismo que por su heliocentrismo, pues obligaba a repensar la materia. Y fue el atomismo, al final, el que se mostró estéril, con sus átomos indivisibles, mientras la ciencia siguió adelante. Aquellos hombres fueron científicos por ser cristianos, no a pesar de serlo.

Hoy, incluso, puede decirse que la racionalidad tomista, en su antropología y su teología, es más robusta que ciertas teologías modernas, como la de Frank J. Tipler, que parecen más fantasías que reflexión.

La lección es clara. Cuando la educación se aparta del fundamento cristiano y se vuelve estrictamente laica, abre puertas peligrosas. Donde se disolvió la Inquisición, entraron en tropel el espiritismo, el satanismo, el culto a extraterrestres, la teosofía, la parapsicología, los horóscopos, la quiromancia, las energías positivas y negativas convertidas en salvación personal. Lo más alarmante es que esas vías delirantes seducen incluso a quienes ostentan títulos científicos.

Los gobiernos, ciegos en su panfilismo humanista, creen que la educación laica es el remedio, sin percatarse de que ella misma es una de las causas. La razón, abandonada sin raíces, degenera, y el vacío que deja es llenado por mitos disfrazados de ciencia, como hogueras que iluminan falsamente la noche.

Un tercer muro fue erigido contra desviaciones que no gritan ni conjuran, que no se disfrazan de magia o de mito. Son más silenciosas, como un viento frío que apaga las lámparas en una ciudad dormida. Son el escepticismo, el nihilismo, el relativismo, la trivialización o el subjetivismo posmoderno. No destruyen con fuerza, sino que desgastan con duda. Su fuerza está en corroer la confianza, en sembrar desconfianza en las instituciones de la razón, como si todo edificio pudiera desmoronarse por dentro.

Son desviaciones que no vienen de fuera. Son hijas de la misma corriente racional contra la que se alzan, espumas oscuras en el borde del río. Ya en la antigüedad, Gorgias, Crátilo, Pirrón, Sexto Empírico erigieron su duda universal como un dique contra la certeza. Más tarde, el fideísmo irracionalista de Algazel, Pedro Damián, Francisco Sánchez, Calvino y Hume llevó esa duda a los templos de la fe. En todos ellos el escepticismo se mostró como un límite, como la orilla última donde la razón parece romperse en silencio.

Pero incluso frente a ese horizonte oscuro hay medicina. El Dios católico, que no abandona la historia a la deriva, puede todavía curar los excesos de una duda que nace del interior de la filosofía y de la teología mismas, instituciones con estructura racional. Allí donde la razón se tambalea, la fe no anula su luz, sino que la sostiene.

El cuarto y último desvío, la orientación fundamentalista y dogmática, es el más ardiente y peligroso. Gustavo Bueno lo advirtió con lucidez: hay corrientes que, lejos de convivir y compartir el aire, tienden a neutralizarse y destruirse, como trenes que colisionan. El fundamentalismo se reconoce en esa tendencia cuando bloquea, se impermeabiliza, desborda a las demás corrientes y se sella contra todo componente racional. El ejemplo lo tenemos hoy en el islamismo radical, que se alza como muralla y espada.

A diferencia del escepticismo, que se disuelve en dudas y apenas destruye más que la certeza misma, el fundamentalismo es ofensivo y conquistador, porque no se limita a cuestionar, sino que pretende vencer, aniquilar e imponerse con la seguridad de que, tarde o temprano, lo conseguirá. Si las demás corrientes desfallecen, si se retiran, tiene la victoria asegurada.

En lo religioso y lo político, se reviste de fanatismo, en despotismo y tiranía. El Imperio Romano lo conoció bien, aunque halló su límite en las comunidades cristianas, que, como antorchas en la noche, levantaron recintos de libertad hasta rozar las cercanías del propio emperador. El despotismo de la ciudad terrena encontró entonces en la Iglesia su contrafuerte, pese a que la tentación del mismo desvío alcanzó luego al cristianismo en su lucha con el islam. Según Elliot, buena parte de la Edad Media fue la historia de esa pugna entre dos fundamentalismos enfrentados.

En medio de esa batalla, santo Tomás dibujó con trazo firme la frontera que separa la razón de la revelación, volviendo a recordar algo que a algunos se antojaba imposible, que la fe no se debe imponer por la fuerza. Esa línea se reflejó también en la separación de la Iglesia y el Estado, en la visión de las dos ciudades, que superó el agustinismo político y la teocracia arriana e islámica.

La tolerancia misma, tenida hoy por virtud fundamental, nació como una solución pragmática de las iglesias cristianas en pugna. Cuando la racionalidad política y religiosa estuvo en peligro, esas iglesias comprendieron que su propio fundamentalismo no detenía la sangría de las guerras de religión, porque ninguna lograba vencer. Entonces surgió la tolerancia como remedio, al menos entre los pueblos de raíz cristiana. Nada semejante existe en la yihad islámica. Entre los países formados en el cristianismo, por el contrario, el fundamentalismo ha perdido ya su fuerza.

El fundamentalismo religioso, en su faz más dura, tomó la forma del fideísmo: obediencia ciega a un Dios concebido como voluntad irracional, cercano al Dios de Calvino, lejano al Dios de la teología católica, que es razón y orden. A veces, incluso, se diría que fue más racional el Dios de la venta de indulgencias que ese Dios voluntarista y despótico.

La conclusión de lo dicho es que durante dos milenios el Dios cristiano ha custodiado la razón de Occidente, ha atravesado los siglos como un sol oculto tras nubes, reapareciendo siempre para iluminar la travesía de los hombres. Sin su resplandor, las ciudades habrían quedado a merced de supersticiones, mitos y fanatismos, como ruinas sumergidas en la arena.

Ahora, en nuestro tiempo, nuevos vientos llegan desde Oriente. Traen consigo promesas y desvaríos, ideas que podrían desgarrar la racionalidad que Europa conquistó con monasterios y universidades, con concilios y libros que aún esperan a ser leídos en nuestras bibliotecas. Esa racionalidad, tan arduamente ganada, está otra vez en riesgo de perderse.

Por eso, el Dios cristiano sigue siendo necesario. No como reliquia de un pasado, sino como guardián de un futuro, un guardián que baja de los altares para caminar junto a la razón, sosteniéndola cuando vacila y protegiéndola cuando las sombras se alargan.

Bajo el cielo nocturno, donde brillan estrellas que ya vieron nacer a Platón y a Tomás de Aquino, el hombre comprende que su razón sola es frágil como una chispa en el viento. Pero unida a ese Dios, puede arder como hoguera que ilumina la oscuridad y anuncia el amanecer.

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