En el estudio de los siglos pretéritos, no sin causa se ha convenido entre los sabios que la historia comienza donde comienza la escritura, pues sin ésta, instrumento fiel de la memoria racional, la humana posteridad carece de testimonio cierto que le afiance lo acaecido. De aquí que cuanto hay antes del trazo primero del cálamo no sea propiamente historia, sino conjetura, fábula o arqueología muda.
Halláronse, por cierto, cráneos, húmeros, fémures, e instrumentos pétreos, que unos juzgan armas, otros herramientas, y otros restos sin función averiguable. Pero ni hueso ni pedernal dice cosa alguna del pensamiento que los empuñó, ni de la intención que los guió. De aquellos hombres, nuestros abuelos más remotos, tenemos sus osamentas pero no su voz, sus útiles pero no sus razones. Si el alma es principio de vida y palabra, ¿qué
certidumbre podemos tener de su existencia cuando no ha dejado palabra ni canto ni rezo?
Es verdad que los primeros signos escritos que el humano linaje nos ha legado son las tablillas sumerias, de tiempo no muy remoto si se compara con los dos millones de años en que Homo habilis holló la tierra. Cinco milenios apenas son un suspiro si se piensa en esa vastedad de edades tenebrosas. A lo largo de ellas nada nos fue transmitido, ni consejo, ni
ejemplo, ni ley. Sólo desde el momento en que César redacta su De Bello Gallico, o Cortés sus Cartas de Relación, principia la historia que es propiamente tal: diálogo del pasado con el porvenir.
Antes de eso, todo es noche. Pero noche preñada de sentido, pues en su seno se formaron las primeras estructuras del cuerpo y del ánimo humano. La familia, la sociedad, la palabra, el sentimiento estético y quizás también la religión, se gestaron en esa tiniebla sin crónica. Aun así, afirmar con certeza que en la piedra vivió la piedad es empresa temeraria. El hombre del Paleolítico calla, y ese silencio es más elocuente que muchos discursos.
No obstante, como si de argonautas intelectuales se tratara, se han lanzado arqueólogos y filósofos a esa región ignota, buscando en sus piedras el eco de un canto sagrado. Y han hallado algunas huellas tenues: tumbas, signos, pinturas. Mas del signo a la significación hay vasto abismo. Leroi-Gourhan, con razón aguda, nos recuerda que un cáliz y una copa son iguales a los ojos de quien ignora su liturgia. Y lo mismo puede decirse del cuchillo del sacrificador y el del matarife. Si un ser de otro mundo viera nuestras iglesias sin conocer nuestra lengua ni dogma, ¿qué juicio haría de nuestra religión?
Aun así, algunos indicios parecen hablar de prácticas que no son meramente profanas. Enterramientos deliberados, disposición ritual de huesos, piedras que semejan altares. ¿Acaso no sugiere todo ello una creencia en lo invisible? Sahagún Lucas ha querido ver, ya en el Homo pekinensis y aún en el antecessor de Atapuerca, signos de religión; mas conviene proceder con cautela, pues no todo depósito de huesos es sepultura sagrada. En el caso del neandertal, hay más certeza, sobre todo en algunos enclaves europeos. Y con la
aparición del Homo sapiens moderno, los testimonios son más firmes.
Las cuevas de Altamira y Lascaux nos muestran pinturas que no pueden reducirse a simple pasatiempo. Hay en ellas una tensión simbólica, un aliento que se parece al del arte ritual. ¿Podemos entonces decir que había religión? Si no con plena seguridad, al menos con verosimilitud razonada. De los treinta o cuarenta mil años atrás nos llegan señales de sacralidad. Mas repito: señales, no dogmas ni liturgias. El ritual se ha perdido, el sacerdote
se ha desvanecido, la oración fue engullida por el tiempo.
Algunos pensadores modernos —Comte, Marx, Frazer, Freud— han proyectado sobre ese pasado sus teorías, buscando allí el germen de la religión. Pero sus sistemas, por ingeniosos que sean, yerran por falta de fundamento empírico. En la ciencia verdadera no basta la analogía ni el deseo: es menester la prueba. En ausencia de documentos, toda generalización sobre la religiosidad primitiva ha de revestirse de humildad filosófica.
Más aún: conviene guardarse de la falacia naturalista, tan frecuente entre ideólogos modernos. Que no haya pruebas de religión en cierto tiempo no implica su inexistencia; como tampoco la presencia constante de religiones patriarcales puede tomarse como justificación del dominio masculino. Lo que fue, no necesariamente debe ser. Aquí tropiezan algunas escuelas feministas al reivindicar un matriarcado no probado, por más que Bachofen lo cantara en docta prosa.
En suma, puede concederse que hay en el hombre —y quizás hubo siempre— una disposición natural hacia lo sagrado, aunque no podamos verificarla en cada etapa histórica. Si la religión es anterior a la teología, como parece ser, y si la fe puede darse sin discurso sistemático, entonces bien puede decirse que hubo religión sin teólogos, y santuarios sin escolástica.
El arte, la sepultura, el símbolo: he ahí los tres indicios que pueden sostener una prudente afirmación de religiosidad en la Prehistoria. Pero que nadie espere de tales signos una catequesis completa. Tenemos el escenario, como se ha dicho, pero nos faltan los actores y el texto. La religión del Paleolítico permanece, como la piedra que la cobijó, muda, grave,
enigmática. Que cada cual, armado de ciencia, pero también de modestia, se acerque a ella sin prejuicio y sin dogmatismo. Porque entre el bisonte pintado y el altar, media no sólo un trazo, sino un abismo.