Conocimiento intelectual (cuerpo y alma)

Sujeto y objeto

Es sabido que el sentido común cree que conocer algo es adaptarse a ello, como el guante a la mano. Que la mente es quien hace las veces de guante, es decir, quien se acopla a la cosa. Y que ella es el sujeto que conoce, siendo la cosa el objeto conocido. Esta es también la creencia del realismo ingenuo. Pero las páginas precedentes muestran la equivocación profunda en que ambos incurren: ni la cosa es el objeto que se muestra en la experienciasensible, ni la mente es el sujeto que la recibe. Como el agua se escurre entre los dedos, la mente y la cosa se han ido por los entresijos de las razones del capítulo precedente. Y, aunque la vida práctica no tiene más remedio que seguir sumergida en esa creencia cotidiana que enseña a ver como evidentes una realidad exterior y otra interior, el filósofo no puede menos que negar esa supuesta evidencia y reducirla a lo que es: mera apariencia. Lo que parece ser no es.

El cuerpo. – Me parece que mi cuerpo es distinto e independiente de todos los demás cuerpos, ajeno a todos ellos, único y solo. La discontinuidad entre los seres materiales se me presenta con la fuerza de la evidencia y así me he acostumbrado a aceptarlo. Pero estoy en un error: si mi experiencia de los seres externos fuera perfecta, si me fuera dado contemplar de frente lo que yo llamo mi cuerpo, vería algo semejante a una niebla o un remolino de arena. Mis percepciones, por el contrario, me dictan que la materia de mi cuerpo es continua, que termina en la piel que lo recubre, que más allá de ella se extiende el vacío o se presentan otros cuerpos… Pero ahora sé que esto es también apariencia, que la distancia que separa a un átomo de otro es proporcionalmente mucho mayor que la que separa las gotas de agua en la lluvia, las molécula en una mañana de niebla… También sé que los átomos que componen mi cuerpo no se acaban en el límite exacto de la piel, donde yo he solido creer que acaban. Y que el ojo no existiría sin luz, ni el oído sin atmósfera, que son parte respectivamente del ojo y del oído, como es parte del saxofón el aire que penetra por uno de sus extremos y sale por el otro convertido en música. En caso contrario, el saxofón jamás ejercería su función y no sería, por tanto, un saxofón, a no ser de nombre. Luego ese cuerpo que yo siento y vivo, el cuerpo que yo me soy, no es el real. Es un cuerpo subjetivo, que se me ha ido trocando en experiencias, sentimientos…, en datos de conciencia. Y lo mismo pasa con el resto de los seres materiales.

Pese a todo, esto no es una desventaja. No lo es en absoluto para vivir, aunque lo sea para conocer. Por más lejos que se halle de lo real, el poder sentir un cuerpo como mío, y los demás como distintos de él, me permite habitar en medio de ellos. Gracias a ello convivo con un mundo no desordenado. Si no sintiera así, si no tuviera estas experiencias de mi cuerpo y de los demás, por las cuales sé que unos están cerca o lejos, otros arriba o abajo, que unos son grandes o pequeños, otros parecidos o distintos entre sí…, no podría mantener relación alguna con ningún otro ser. No podría sentarme en una silla, coger una pluma, escribir sobre un papel, conectar el ordenador, enviar un mensaje a un familiar… En verdad no estaría en sitio alguno si no sintiera este cuerpo tal como lo siento.

Luego es él quien me presenta en la sociedad de las cosas, para que pueda apreciarlas, distinguirlas, aprovecharlas, aborrecerlas, desearlas, recordarlas… Y también, quizá, conocerlas. Así estoy entre otros seres, que también son corporales, como el aire, el agua, la tierra y el fuego. Definitivamente yo soy este cuerpo, aunque me doy cuenta de que está muy lejos del real.

El alma. – Si me fuera dado ver mi cuerpo real, seguramente sucedería lo que se acaba de decir, pero ¿qué sucedería si pudiera ver mi mente, mi alma, tal como realmente es? Esto es más difícil todavía que lo anterior, pues equivale a algo semejante a que el ojo se vea. Lo mismo que tengo unas experiencias que atribuyo espontáneamente al exterior, tengo otras que atribuyo, también espontáneamente, al interior de mí mismo. Me parece que en el interior de mi persona se producen los dolores, los deseos, los recuerdos… Así es como mis experiencias me demuestran la existencia de un mundo externo y otro interno. Este último es sentir y pensar, percibir y ser consciente, algo que no puedo atribuir a los demás objetos del mundo real, excepto a las personas y, en todo caso, a los animales, sin caer en el ridículo. Percibir el alma, la fuente del sentimiento y el pensamiento al margen e independientemente de éstos, es algo inimaginable. Por ese motivo, bastará por ahora con decir que el cuerpo es lo que yo soy y el alma lo que yo vivo, siento, experimento… gracias al cuerpo.

Alma y cuerpo son inseparables o son lo mismo. Me inclino por la segunda opción, porque no veo distinción real entre ser cuerpo y sentir gracias a él. La presencia incontestable del cuerpo me impone que yo sólo puedo vivir un hecho si estoy donde se vive tal hecho. Si no estoy allí, o no estoy en el preciso instante en que sucede, éste no habrá existido para mí. Alguien podría tal vez contármelo, pero sería otro hecho, una narración. Confinado irremisiblemente al instante y lugar que habito, el resto de los instantes y lugares residen en mi memoria o mi imaginación, confundidos a veces con la niebla de la fantasía, y son, como los espectros, carentes de presencia real. No son presentes y, por tanto, no existen para mí, que estoy siempre en un aquí y un ahora y jamás estaré en el antes o el después.

Esto es todo cuanto siento por causa de mi cuerpo y mis sentidos, que me fuerzan al centro exacto de un círculo de espacio y tiempo, al foco desde donde todo cobra sentido para mí. Así soy el punto de referencia de todo cuanto existe. Cada sujeto es lo mismo: un punto de referencia privado, único, irrepetible, particular. Si hubiera uno que fuera universal, habría que llamarlo Dios: foco de todos los focos, centro de todos los centros. La simple mención de esta posibilidad, que exploraron, entre otros, Cusa y Leibniz, parece aludir a algo inconcebible.

Es obvio que lo que haya más allá del sujeto y cuanto él experimenta debe ser lo que no requiere ser sentido, algo que no sucede con una visión, una pasión… Desde Kant al menos recibe el nombre de cosa en sí. Lo demás es cosa para mí. El sentido común es también obtuso en este respecto. Convencido de que la realidad apenas se resiste a que el yo la asimile, se contenta con pensar que la barrera entre el sujeto y el objeto, entre la mente y la materia, tiende a difuminarse en cuanto entran en contacto. Piensa incluso que no hay barrera para conocer, aunque sí para ser: no es lo mismo, para él, ser mente que ser materia. Encuentra además una prueba palpable de la certeza de su modelo en el pensamiento científico, una prolongación suya, según cree, que logra la simbiosis perfecta entre lo que conoce y lo que se conoce.

Desafortunadamente el modelo es más complejo. El objeto, por un lado, se halla dividido en dos: el que es y el que se presenta. El sujeto se escinde también del mismo modo en realidad y apariencia. Pero no debe sostenerse una cuádruple clase de seres. El haber puesto la subjetividad en el cuerpo obliga ahora a aceptar que el cuerpo, real, el que no percibo, no se diferencia en nada del objeto real, cosa en sí que tampoco percibo. Distinguirlos sólo es posible en el dualismo, que aceptaba la existencia de la mente inmaterial.

Luego sólo hay la separación entre lo que se percibe y lo que no se percibe, y entre el perceptor y lo percibido, pero ésta última no es ontológica, sino gnoseológica. Si cada hombre solamente contara con el conocimiento sensible, si solamente supiera de la existencia de cosas y de las reglas que las rigen merced a sus sentidos, entonces ni siquiera tendría sentido.


 

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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