Aunque a muchos parezca cosa de su mero entender y juicio lo que piensan y conciben, no por eso dejan los conceptos de estar firmemente encajados en un orden que excede a la mente humana. Y fue Platón, entre los antiguos, el primero que entendió que no se puede alcanzar el orden del mundo sin antes haber esclarecido los movimientos y leyes de la razón[1]. Porque, como decía, más importa indagar cómo pensamos que saber qué pensamos, pues lo uno es principio de lo otro.
No quiso Platón seguir el camino de Tales y de otros físicos antiguos[2], los cuales, sin reparar en la contradicción, intentaron sacar la multitud de las cosas de una sola, como si fuera lícito pasar sin más de la unidad a la pluralidad, siendo ambas contrarias y no mediando razón que lo permita. Pusieron, pues, la física antes que la lógica, lo cual juzgó Platón gran yerro, y por tanto ordenó que se empezase por la lógica, esto es, por los conceptos, que permanecen estables aun cuando las cosas muden[3].
Porque un concepto bien formado contiene en sí el ser determinado de la cosa. Así, si decimos que el triángulo es un polígono de tres lados, comenzamos por señalar el género, polígono, que comprende no sólo triángulos, sino también cuadrados, pentágonos y otros. Mas, añadiendo la diferencia específica, tres lados, excluimos los demás y llegamos al concepto propio, el cual no se muda aunque se dibujen mil triángulos diversos[4].
De esta suerte, el verdadero saber de una cosa se alcanza partiendo de un universal más alto y añadiéndole lo que le es propio, lo cual engendra la especie, esto es, la naturaleza o esencia de lo tratado. Y este concepto permanece firme, aunque los individuos que lo encarnan pasen y muden[5].
De un lado está, pues, el universal, el concepto de triángulo, y del otro los triángulos particulares que se ven en las pizarras, en las señales de caminos o en las artes. ¿Dónde está el ser del triángulo: en el universal o en lo particular?
En el universal, responde Platón sin vacilar[6]. Y añade que no es éste una mera abstracción de la mente, sino una entidad verdadera, sin la cual no podría hacerse juicio alguno[7]. Porque todo juicio supone aplicar un universal a un caso particular; y si no hay universales verdaderos, no podrá decirse que el triángulo es un polígono ni que el hombre es un animal ni que el tigre es felino. Suprimido el universal, nada quedará que decir ni que entender. El universal da, pues, el ser a los particulares.
Sirva la geometría de ejemplo para entender lo dicho. Cuando decimos que ciertos objetos son circulares, lo hacemos por la semejanza que guardan con la forma de círculo, pero esta forma no se halla entre ellos. Así tampoco se halla en la naturaleza forma perfecta de esfera, de línea recta o de cilindro. Y si sólo existiesen tales cosas imperfectas, la geometría carecería de objeto[8]. Mas un saber sin objeto es saber vano. Así, forzoso es admitir que existen las formas perfectas, que no son sensibles, sino inteligibles[9].
Estas formas, que Platón llama Ideas, no son los particulares, sino aquello por lo cual los particulares pueden ser conocidos. Ellas fundan la necesidad que hay en toda definición verdadera[10]. No se podrá decir con verdad qué es el triángulo si se atiende solamente a los triángulos que se ven, pues éstos nunca alcanzan la perfección de la Idea. El mundo natural, sujeto al devenir, no alcanza la plenitud del ser. Sólo aquello que es necesario, inmutable, siempre idéntico a sí, merece el nombre de ente en sentido propio. Las cosas mudables que se nos ofrecen en los sentidos habitan el tiempo y el espacio; las Ideas, en cambio, están fuera de ambos, pues su naturaleza es fija, determinada y sin mezcla[11].
Estas Ideas son, en verdad, la esencia de las cosas[12]. Y como cada grado del ser depende de otro superior, es menester que haya un término último que no dependa de otro, sino que sea por sí y en sí. Si no lo hubiera, nos perderíamos en una cadena infinita sin fundamento, y ningún juicio sería posible[13]. A este término último Platón lo llama la Idea del Bien, que es el ser en su grado sumo y absoluto, principio de todo entendimiento y medida de toda realidad[14].
De ella reciben todas las cosas su ser y su posibilidad de ser conocidas. Pero el Ser mismo, según Platón, no tiene esencia como los otros, ni existe como los demás, sino que trasciende a todos[15]. No es un ente entre los entes, sino su principio y su raíz.
[1] V. Fedón, 96a–100b; República, VI, 509d–511e.
[2] Tales de Mileto propuso que todo era agua (Aristóteles, Metafísica, I, 3, 983b).
[3] Platón discute la prioridad de los conceptos sobre las cosas sensibles en Fedón, 65d–66a.
[4] La división conceptual que se propone sigue el método dialéctico desarrollado por Platón en Sofista y Político.
[5] V. República, VII, 518c–520a, donde se contrapone el mundo inteligible al mundo visible.
[6] Fedón, 74a–e: “las cosas bellas participan de la Belleza en sí”.
[7] Parménides, 132d–134e, donde se examina la necesidad ontológica del universal para que sea posible la predicación.
[8] Fedón, 73a–d; República, VII, 527a–530c.
[9] Fedón, 78d–79a; República, VI, 510e–511b.
[10] Cratilo, 389a–c; Menón, 72c–76e.
[11] Timeo, 27d–29d, donde se describe el mundo sensible como copia de un modelo inteligible.
[12] Fedro, 247c–d: las Ideas son “lo que verdaderamente es
[13] Parménides, 132b–135b. Esta objeción está tratada también en Aristóteles, Metafísica, I, 9.
[14] República, VI, 509a–511e: la Idea del Bien como causa del ser y del conocer.
[15] República, VII, 517b: el Bien está “más allá del ser, superándolo en dignidad y poder”.