Que no hay uno solo, sino muchos saberes, lo percibe fácilmente quien se detiene a contemplar con juicio recto el estado presente del entendimiento humano. Bien se engañan los que, inflados de presunción, dan al saber científico el lustre de una revelación moderna, y le tributan reverencias propias de la religión más acendrada. ¡Cuán temerario es suponer que la ciencia, con mayúscula, como si de una divinidad se tratase, ha abrazado ya el orbe entero del saber, y que no hay rincón del mundo que no haya sido alumbrado por su claridad!
Tal convicción, por más que se revista de lenguaje técnico y se presente con el ropaje de la exactitud, no deja de ser creencia ciega, fe del carbonero, o peor aún, idolatría racionalista de nuevo cuño, más supersticiosa por pretenderse ilustrada.
Mas la verdad es otra. Lo que en efecto hallamos no es una ciencia universal y compacta, sino un enjambre disforme de saberes particulares, cada uno con su objeto, su método y su lenguaje, muchas veces extraños entre sí y hasta incompatibles. ¿Qué afinidad guarda la clonación de la oveja Dolly, realizada por los doctores Ian Wilmut y Keith Campbell en 1996, con los experimentos de alta energía del Gran Colisionador de Hadrones, sito en Ginebra? ¿Podrán los unos comprender la física subatómica de los otros, o acaso intercambiar sus laboratorios sin mengua de resultados?
¿Y qué comunión guardan ambos con los saberes necesarios para fabricar una tableta electrónica, resolver ecuaciones cuadráticas o traducir del árabe el Liber de causis? Son saberes distintos, objetos diversos, y procedimientos que no admiten con facilidad ser sometidos a una regla común.
Cada uno de estos saberes reclama para sí un dominio particular y, una vez posesionado de él, suele intentar extender su imperio sobre otros ámbitos vecinos, si no se le opone resistencia suficiente. En esta pugna, unas disciplinas ceden, otras se expanden, y no pocas veces se ocultan los principios fundamentales sobre los cuales descansan. Pero donde hay choque, hay también límite, y el límite convida a la reflexión filosófica.
No tenemos, pues, ni La Ciencia ni El Mundo, en cuanto totalidad uniforme de entes. Lo que hay son ciencias singulares, que miran a porciones disímiles del ser: átomos, fonemas, almas, movimientos sociales, seres espirituales… Y estas realidades no caben bajo una sola categoría ni pueden ser todas explicadas con un mismo método.
Para intentar semejante hazaña, hallar razón suficiente de todos los entes en cuanto entes, es necesario ascender al terreno de la metafísica, que trata de ideas como la esencia, la existencia, la unidad, la causalidad o la participación. Pero esas razones, por su misma índole, no pertenecen a la ciencia, sino a la filosofía.
La filosofía, y sólo ella, puede decirse saber general, pues busca los principios comunes a todo cuanto es. Las ciencias, en cambio, se ocupan de segmentos concretos del ente: la física del movimiento y la energía, la medicina de la vida y la salud, la matemática de los números, y la teología, cuando es confesional, de las cosas divinas reveladas.
Ahora bien, si una ciencia particular osa extender su explicación a todo el ámbito del ser, deja de ser ciencia y comienza a filosofar. No hay ley que lo prohíba, pues el saber no es feudo de institución alguna; pero sí es justo advertir que tal empresa requiere instrumentos conceptuales robustos, que rara vez se encuentran en los manuales técnicos. Del mismo modo, si el filósofo se aventura a pronunciarse sobre los detalles que corresponden a una ciencia positiva, hace filosofía aplicada, o se extravía en presunción.
La filosofía debe cuidar de no confundirse con las partes que estudia, pero tampoco puede ignorarlas. Su deber es excavar hasta los cimientos de los principios que cada ciencia toma por dados. Porque toda ciencia presupone algo: números, espacio, tiempo, vida, divinidad… pero no se detiene a justificarlo. En cambio, la filosofía lo pone todo en cuestión.
Sirva de ejemplo el matemático, quien obra como si supiese qué son los números y de qué manera existen, aunque nunca se lo haya preguntado. En el instante en que lo hace, en que se pregunta, como Turing lo hizo en su célebre interpelación a Carnap y a Russell, si un número tiene existencia real, está ya en el campo de la filosofía.
Lo mismo cabe decir de la teología. El teólogo revelado parte de una verdad: que Dios existe y que se ha manifestado. Esta verdad la cree por fe, y con ella razona. Mas si se detiene a considerar en qué consiste tal fe, o qué significa que Dios sea, o si puede probarse su existencia, está haciendo teología natural, es decir, filosofía.
Ya Platón en su República (libro VI, 508e1–511e) distinguió con admirable agudeza entre la diánoia, o ciencia, y la nóesis, o dialéctica. Aquélla parte de supuestos, pero no se los cuestiona; ésta, por el contrario, examina los supuestos sin recurrir a la experiencia, sino por el solo juego de las ideas. ¿No es esto la propia ocupación de la filosofía primera?
Santo Tomás de Aquino, luminar indiscutible de la razón cristiana, enseña lo mismo en su Summa Theologiae (I, q. 1, a. 8): así como ninguna ciencia prueba sus principios, tampoco lo hace la teología revelada con los suyos. Parte de los artículos de fe, transmitidos por profetas y apóstoles, para alcanzar nuevas verdades, como demuestra el Apóstol en 1 Cor. 15, donde parte de la resurrección de Cristo para probar la de todos los hombres.
Ninguna ciencia discute con quien niega sus principios, salvo que éste admita al menos uno de ellos. Así, el teólogo podrá discutir con el hereje, si ambos comparten algún postulado. Pero con quien lo niega todo, no hay debate posible, sino solo defensa frente a sus ataques. Y lo mismo ocurre con la matemática: no se puede demostrar un teorema a quien niega los números.
No obstante, aun frente al escéptico más recalcitrante, puede el filósofo, y con él, el teólogo natural, presentar razones en favor de la fe, razones que sean inteligibles para todos. Por ejemplo, puede intentar mostrar que Dios existe y en qué consiste. Aun si tal demostración no logra abrazar la esencia divina, al menos abre un espacio común de diálogo. Pero esa teología, racional ya, debe evitar el error de querer probar con la razón lo que sólo pertenece a la fe, no sea que debilite el mérito de creer o que dé ocasión al adversario para mofarse de lo más sagrado.
Así se clarifica la distinción entre ciencia, filosofía y teología. Y así se honra la majestad del saber humano, cuando cada saber reconoce su dominio, su límite y su principio. Pues si algo requiere nuestra época, no es la exaltación fanática de una ciencia total, sino la restauración prudente de una filosofía que, con paso firme, interpele los fundamentos y los reconcilie con la verdad.