Del origen de la duda ontológica, y de cómo nace de ella la filosofía

No hay en el común de los hombres perplejidad sobre el ser de las cosas, ni agitación del ánimo al oír decir que hay números reales, partículas elementales, almas espirituales o naciones soberanas. Cada cual discurre por su arte y profesión, y si sabe mucho o poco, lo tiene por suficiente. Mas cuando un espíritu de índole más contemplativa tropieza con ciertas dudas primeras, que no se resuelven en la experiencia ni en los métodos propios de las ciencias particulares, entonces se despierta en él una sospecha —tan antigua como Sócrates— de que acaso lo esencial le es desconocido. Tal es el nacimiento del filósofo que se pregunta por la realidad.

En ese momento, oye nuestro hombre al matemático discurrir sobre infinitos, al físico razonar sobre protones, al gramático ponderar desinencias, al teólogo hablar de ángeles, y al político del cuerpo místico de la nación. Y de todo ello se pregunta: quid est quod vere est? ¿Qué es lo que verdaderamente hay? ¿Qué es lo que, al margen de las disciplinas y sus convenciones, existe con entidad real?

Así como el sabio de la antigüedad, empujado por la aporía, buscaba los principios de todas las cosas, así también este moderno filósofo se distancia de las certidumbres vulgares y se dispone a examinar los fundamentos últimos de los saberes. Y no por vana curiosidad, sino por necesidad de rigor en el pensamiento.

Dícese comúnmente que la filosofía es amor al saber. Mas tal definición, si se toma al pie de la letra, lleva en sí una nota de impotencia, pues, como enseñó Sócrates en el Banquete, solo se ama lo que no se posee. Y así, los filósofos, por amorosos del saber, serían perpetuos indigentes de él.

Añaden otros que la filosofía quiere abarcar el todo. Pero ¿puede acaso existir un saber que no se delimite por un objeto propio? La medicina trata de la salud, la astronomía de los astros, la jurisprudencia de las leyes. Un saber que pretendiera ocuparse de todo sería un monstruo, un arca de Babel en la que se mezclarían la química y la política, la psicología y la retórica, sin orden ni concierto.

Mejor nos será seguir a los sabios antiguos y recordar la parábola de Pitágoras, referida por Cicerón en sus Tusculanas, cuando, interrogado por el tirano de Fleunta acerca de su oficio, respondió que no era ni político ni mercader, sino filósofo, es decir, amante del conocimiento por sí mismo, sin apetencia de utilidad ni poder. Estos hombres raros y nobles —decía— no buscan ni el lucro ni la gloria, sino que desean conocer la naturaleza de las cosas, lo que son y si realmente son.

No se detienen las ciencias particulares a averiguar si aquello de lo que tratan existe realmente o no; lo dan por supuesto. El geómetra no se pregunta si el espacio es real, ni el teólogo si Dios es, ni el jurista si la ley tiene existencia fuera del acuerdo social. Presuponen sus objetos, como se presuponen los cimientos de un edificio, y sobre ellos construyen teorías.

Pero ocurrió en el siglo XIX que ciertos matemáticos insignes —Bolyai, Lobachevsky y otros— descubrieron que el espacio euclidiano, tenido por verdad inconcusa desde los tiempos de Euclides, podía ser reemplazado por otros espacios igualmente coherentes, pero de estructura distinta. ¿Qué venía a decir esto sino que lo que se creía realidad era, tal vez, pura construcción de la razón?

Y si esto sucede en la geometría, ciencia tenida por modelo de certeza, ¿qué no sucederá en las demás? En todas ellas se apoya el saber en creencias tácitas: que hay espacio, que hay tiempo, que hay alma, que hay sociedad. Pero una cosa es creer y otra saber. Todos creen; pocos saben. Y esos pocos son los filósofos en el sentido primero y más digno de la palabra.

La filosofía, entendida rectamente, no posee principios propios como los tienen las ciencias; su principio es examinar los principios de los demás saberes. De aquí nace su carácter crítico, y a veces destructivo, como quien prueba la firmeza de una estructura forzándola hasta sus límites. No es que desprecie la creencia —la vida humana es imposible sin fe en el prójimo, en el médico, en el arquitecto—, sino que se reserva el derecho de poner a prueba tales creencias cuando el entendimiento se aplica con rigor.

Esta operación se verifica, como enseñó Sócrates, en dos tiempos: primero la ironía, que consiste en mostrar que no se sabe lo que se creía saber; luego la mayéutica, que procura extraer una definición verdadera y universal. Porque todo conocimiento digno de tal nombre ha de ser universal, y no mera experiencia de un caso.

No trata aquí la filosofía, al menos en su primer momento, de los dioses ni de las almas ni de las leyes políticas, sino del ser mismo de las cosas. Tal como lo enseñó Pitágoras, el filósofo busca la natura rerum, la estructura inteligible de cuanto es. A esta empresa se ha llamado ontología, que no es otra cosa que el esfuerzo por conducir lo real hasta la inteligencia, y de discernir si aquello que damos por existente lo es en verdad, y en qué consiste su ser.

Aquí se halla la raíz de toda ciencia, la fuente de todo entendimiento y el fundamento de cuanto puede llamarse saber. Y quien a ello se consagra, bien puede ser tenido por filósofo en el sentido más alto y venerable que conocieron los antiguos.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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