Dualismo y pensamiento salvaje

A. El etnocentrismo de las ciencias sociales

El subjetivismo es el acto de referir la realidad al yo: un sujeto se convierte en centro de referencia de todo lo existente. Es una conducta que acompaña ineluctablemente al animal sensitivo, incapaz de prescindir de sí. Lo muestra el simple hecho de tender la vista alrededor en un campo abierto, cuando la línea imaginaria del horizonte sitúa en el centro exacto de un círculo al observador, tanto si está en reposo como si está en movimiento. Lo muestra también el recuerdo de episodios vitales anteriores, porque entonces todos los seres de la memoria se organizan asimismo en torno a un eje central, que es el individuo que recuerda. Y los sueños, que son el modelo de todas estas experiencias, pues cada hombre es en ellos el protagonista imprescindible.

La religión mantiene al creyente en esta convicción, en tanto que, no sin excepciones notables, la ciencia y la filosofía procuran alejarlo de ella con el fin de alcanzar un punto de vista universal desde el que, trascendiendo al animal sensitivo, observar la realidad sin que el observador la remita a sí mismo. Pero éste es un ideal no siempre logrado. La astronomía ptolemaica, por ejemplo, ofrecía al medieval la confirmación de su propia espontaneidad perceptiva demostrándole que el suelo firme sobre el que se erguía era verdaderamente parte de un planeta inmóvil alrededor del cual daba vueltas uniformes la solemne cúpula universal. Las ciencias del hombre han actuado del mismo modo. Largamente dominadas por la tesis evolucionista, han solido ofrecer al observador europeo el firmamento de las culturas humanas como reliquias de un pasado ya extinguido y superado. La ciencia acudía así a refrendar lo que su superioridad técnica para el dominio le había ya demostrado, convirtiendo las creencias, mitos, modos de organización, equipamiento técnico… de otras culturas en supervivencias de otros tiempos. La antropología reproducía al colonialismo.

La equivalencia de dos vocablos, supervivencia y superstición, ilustra sobradamente este caso. El segundo contiene todo el desprecio que insuflaron en él los ilustrados. La profusión de su concepto prueba la creencia mantenida no solamente por el hombre común, sino también por muchos científicos sociales del siglo XIX y principios del XX. El etnocentrismo, variante hiperbólica del subjetivismo, podía sentirse satisfecho con los resultados de una disciplina mental que, destinada en principio a presentar al otro, lograba más bien convertirse en espejo con el que el europeo podía admirar su propia imagen.

Restos de la historia y el progreso, los habitantes de las selvas, de donde “salvajes”, eran no más que un recuerdo impreciso de nuestros antepasados. Esta asimilación constituía un proceso inconsciente y feliz de subsunción de lo ajeno en la propia identidad, pues llevaba a cumplir el ideal de sentirse el foco que irradia luz, sentido y posición a todos los seres. Visión irreal de las cosas, pero visión irrefutable para quien tiñe de las características del sujeto todo aquello que se esfuerza por entender. Son las pretendidas evidencias del yo, dice Lévi-Strauss.

Las modernas ciencias de la naturaleza pusieron al medieval frente a un universo irremediablemente objetivo, sin centro ni periferia, pero la ilusión persistió en las del hombre y en la filosofía, tal vez por el deseo de asegurarse un abrigo frente a la intemperie de la nueva razón; si la naturaleza no tiene lugares privilegiados, que al menos los tenga la historia, parecieron decidir los pensadores del momento. Y, a partir de entonces, devinieron salvajes, o primitivos, los hombres que habían seguido viviendo en pequeños grupos esparcidos por múltiples puntos del planeta.

B. El dualismo en las ciencias sociales

A la quiebra de esa visión del mundo humano sobrevino la perplejidad. Las sociedades dejaron de ser catalogables bajo el esquema jerárquico del evolucionismo y ninguna de ellas pudo aducir el derecho de su concepción superior. Siendo varios millares las que existían a comienzos de siglo, quedaron unas frente a otras, como individuos iguales ante la consideración del antropólogo o del filósofo. ¿Cómo comprender en esas circunstancias la presente confrontación, que se viene librando desde el advenimiento de una de ellas, dotada de una forma peculiar de organización para la producción y el gobierno, que está trastornando profundamente la antigua atomización en que todas se hallaban sumidas, destruyendo los diques que las separaban y obligándolas a formar parte de un todo cuyos contornos parecen irse precisando paulatinamente?

Esta es una cuestión a la que solamente se enfrenta la cultura surgida en el Occidente europeo y, para responderla, ha dado lugar a instituciones científicas conscientes por medio de las cuales procura hacerse cargo mentalmente de todo ese vasto territorio de mitos, rituales, organizaciones de parentesco, calendarios, técnicas… Es una comprensión de lo otro en la que no hay un sujeto frente a un objeto, sino que ha sido el propio devenir, maduro ya y accesible, el que se ha tornado objeto del pensar. Una comprensión que es sólo uno de los frentes de una lucha que se libra actualmente en todos los terrenos de la vida humana. Marx lo describió con palabras cargadas de dramatismo: nuestro tiempo, dijo, se diferencia de todos los anteriores

«por el constante y agitado desplazamiento de la producción, por la conmoción ininterrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una dinámica incesantes. Las relaciones inconmovibles y mohosas del pasado, con todo su séquito de ideas y creencias viejas y venerables, se derrumban, y las nuevas envejecen antes de echar raíces. Todo lo que se creía permanente y perenne se esfuma, lo santo es profanado, y, al fin el hombre se ve constreñido, por la fuerza de las cosas, a contemplar con mirada fría su vida y sus relaciones con los demás»[1].

El sesgo gnoseológico de esa confrontación se manifiesta cuando se consideran el pensamiento salvaje y el científico. Se ha creído con harta frecuencia que el primero, pese a hallarse muy extendido en las sociedades civilizadas, es exclusivo de las primitivas y se ha presentado erróneamente el segundo como el propio del hombre de Occidente en general. Todos los hombres que hasta el día de hoy han logrado permanecer en grupos de nómadas o en aldeas reducidas se encuentran diseminados por el escaso territorio a donde los ha expulsado la creciente expansión de las organizaciones neolíticas. No han fundado naciones poderosas ni construido obras arquitectónicas admirables; no han creado ejércitos ni conocido apenas la producción para el comercio; no han cuantificado el valor del agua, la tierra, el aire…, pero se hallan en posesión de universos simbólicos abundantes y variados, universos que durante mucho tiempo se pretendió que son esencialmente distintos de los nuestros. Muchos pensadores prestigiosos de la primera antropología social se entregaron a la tarea de definir los rasgos que los distinguen, pero solamente lograron proyectar sobre ellos algunas categorías occidentales. En particular proyectaron el dualismo, esa brecha que aparta a la materia de la mente y que se abrió con tal fuerza en la filosofía del siglo XVII que impregna toda la intelectualidad de la Edad Moderna hasta nuestros días. En Descartes, su iniciador, es una dualidad que escinde no solamente el ser del hombre sino sobre todo sus contenidos de conciencia: a un lado están las ideas luminosas de la razón, al otro las turbias representaciones de la imaginación y los sentidos. Solamente las primeras son verdadero conocimiento. Según dice Spinoza a este respecto, «no es propio de la naturaleza de la razón considerar las cosas como contingentes, sino como necesarias»[2]. La imaginación y los sentidos, que proceden del cuerpo, esa cosa que se extiende en el espacio y no piensa, no pueden ser más que una fuente de conocimiento dudoso. Si versan sobre lo particular y contingente ¿cómo podrían compararse a la razón, cuyo cometido es tener en cuenta solamente lo universal?

Después de trazar esta separación era fácil ver al primitivo al otro lado de lo racional, allí donde imperan el conocimiento de lo irreal, lo confuso, lo aparente, lo irracional… ¿Cómo concebir de otro modo las creencias en la brujería, la magia, el exorcismo o los mitos después de contrastarlas con la flamante ciencia europea? No era plausible que aquel que hubiera debido encargarse de tender un puente sobre ese abismo, el antropólogo, un partícipe de la cultura que lo ha proyectado, se colocara a ambos lados de él.

C. Hacia el monismo racionalista

Ahora bien, el empeño por entender el pensamiento salvaje pretende ser un empeño científico y por ello mismo no le es dado dividir lo real en racional e irracional. Este es el primer paso inevitable. Si hago ciencia, sea medicina, física, geología, prehistoria o lingüística, es que he aceptado que existe un orden previo que me es posible desvelar y que en ese desvelamiento consistirá la verdad del conocimiento a que aspiro. No otra es la opción que consiste en seguir la coherencia, la vía del discurso, es decir, la racionalidad de lo real. Esta primera elección es decisiva para todo lo que pueda venir después, pero ella misma no puede proceder de nada anterior. No es posible aducir argumentos a favor de lo racional y en contra del caos, porque tales argumentos supondrían haber ya elegido lo primero y se incurriría con ellos en una petición de principio.

El hombre de ciencia no puede transigir con el desorden. Exige que el mero existir de su disciplina sea indicio suficiente de lo racional en el objeto a que ella se dedica. O esto o no hay más ciencia. Si acepta algo como ininteligible es porque no tiene más remedio que hacerlo, pero él sabe que ésa es una situación transitoria ajena a la naturaleza de las cosas. La insuficiencia temporal del conocimiento no debe confundirse con lo definitivamente opaco a la luz del intelecto, que no es real, o no lo es en algún sentido. Se ha dicho que un conocimiento riguroso atiende sólo a lo necesario y prescinde de lo contingente, lo que significa que no todas las cosas ostentan el mismo derecho a ser objeto de un pensamiento que haya de merecer el nombre de científico. El objeto muestra una mezcla de ambos aspectos y es tarea primordial del investigador el separarlos. Una vez que se ha descubierto la ley de la palanca, se accede a un nivel de conocimiento en el que para nada interesa retener las características propias de las palancas concretas. Y cuando Arquímedes halló el principio que lleva su nombre, nadie se puso a pensar que formaba parte de él el hecho de que su descubridor estuviera cumpliendo un encargo del rey o se hallara en la bañera… Todo eso es de inmediato visto como anecdótico, irrepetible…, y queda excluido de la ciencia verdadera.

Ahora bien, no vemos que suceda lo mismo en las ciencias humanas y sociales. Trátese, por ejemplo, del estudio de las revoluciones. Nada impide en principio que exista también aquí alguna ley que, como el principio de Arquímedes, sea capaz de explicar adecuadamente lo que en las revoluciones históricas es universal. Pero, si así fuera, serviría para comprobar lo poco que se aprende cuando se llega a una enunciación semejante, porque en esos casos interesa el objeto particular, que es la Revolución Francesa, la de Octubre…, es decir, una totalidad concreta que nunca es posible abarcar del todo.

De ahí que el problema de la distinción entre lo necesario y lo contingente afecte a las ciencias del hombre y la sociedad de un modo que desconocen hoy las ciencias naturales. Estas últimas no necesitan pararse a considerar sus presupuestos epistemológicos y ontológicos. A diferencia del físico y el astrónomo, que solamente deben dejarse llevar de la corriente, pues la tradición de su ciencia ya les ha dejado a punto la distinción, los científicos del hombre y la sociedad son extraordinariamente críticos, y no por algún inconformismo especial del que se hallen imbuidos, sino porque la situación de su objeto de estudio les obliga continuamente a enfrentarse a ella, sometiendo a discusión los fundamentos y el objeto mismo de su disciplina e incluso poniendo en tela de juicio el concepto mismo de ciencia.

Estas dificultades se revelan también en el estudio del simbolismo. A Durkheim cupo el mérito de plantear la cuestión correctamente. Si hay algo universal en el pensamiento del hombre, decía, debe poderse hallar en todas las culturas. Es cierto que lo primero que en ellas hace acto de presencia es la diversidad, pero tras ella debe encontrarse la unidad.

D. Dos culturas

Sin embargo la idiosincrasia propia de las ciencias sociales y humanas parece presentar también aquí una objeción: ¿no es acaso la diversidad de las formas culturales lo único existente en el mundo humano?. De conformidad con lo anterior, la respuesta sólo puede ser una, a saber, que la variedad es lo inmediatamente evidente, pero que debe ser matizada, porque la decisión de convertir también en científico lo que se sepa sobre lo humano exige no detenerse hasta hallar, por encima de lo anecdótico, algo que pueda ser susceptible de universalización. Con ese fin puede tomarse como punto de referencia la técnica, pues creo que a su través es relativamente fácil convenir en una clasificación de formas culturales capaz, por un lado, de reducir notablemente la variedad y apta, por el otro, para servir de fundamento a lo que, a mi entender, cabe concluir con sentido en el estudio del simbolismo. Para mayor defensa de esta elección es posible recurrir a Hegel, que pensaba que el hombre, en cuanto individuo animal que empieza siendo, constituye en primer lugar un impulso:

«El objeto a que el impulso se dirige es entonces el objeto que me satisface, que restablece mi unidad. Todo viviente tiene impulsos. Así somos seres naturales; y el impulso es algo sensible. Los objetos, por cuanto mi actitud para con ellos es la de sentirme impulsado hacia ellos, son medios de integración; esto constituye, en general, la base de la técnica y la práctica».

Luego la mera existencia de la técnica no es indicio suficiente de que se haya dado ya el paso de la unidad natural a la diversidad cultural. Más aún: la escasa diversificación de los productos materiales de la técnica durante largos períodos de la prehistoria sugiere que dichos períodos no habían traspasado todavía el límite de lo natural. Defiendo que es así porque si se utilizan los productos de la técnica como exponentes del desarrollo humano, apenas dos o tres hitos jalonan ese camino:

A.- Primero fue la piedra, que tuvo una larga existencia: la monótona repetición de lo mismo durante el Paleolítico. No digo esto sin prevención. Sé que hay variación, pero ésta apenas destaca sobre un horizonte que se extiende a lo largo de muchos centenares de miles de años. Ha sido un transcurso lento, imperceptible, vivido por la humanidad durante casi toda su existencia.

Si damos por buena la equivalencia de las actuales sociedades primitivas –actuales de acuerdo con los parámetros de un tiempo ahistórico, que es el de la ciencia, pues sabemos que todas ellas están inmersas fatalmente en un proceso de deterioro y destrucción, y primitivas, o arcaicas, o salvajes… por una convención terminológica que no viene a cuento discutir aquí- con las del pasado prehistórico, puede decirse que durante todo ese tiempo los hombres han estado agrupándose en un tipo de sociedad a la que debería convenirse en llamar sociedad natural, porque se ajusta al tiempo circular, que es el propio de la naturaleza. En ella existe sólo la repetición, la tendencia al centro de sí. Al árbol le sucede el árbol y al tigre el tigre. Por eso existen el bosque y el felino: la especie es eterna cuando los individuos se relevan con rapidez. Aquí es la impotencia de la vida: el comienzo del individuo viviente es la simiente, que también es su fin. Nada nuevo hay bajo el sol natural[3]. La naturaleza gira sobre sí y no tiende a nada que no sea ella tal como es. Podría decirse que se esfuerza por mantenerse en lo que es frente a todas las contingencias del devenir.

Así parece que debería haber sido también para el hombre, pues no otra cosa sugiere su existencia sobre este planeta. Tres cualidades diferenciales, que son responsables de esta tan considerable ausencia de cambios, se pueden atribuir a aquella clase de sociedad que fue su primera forma de agrupación:

a) poseer un nivel modesto de vida en comparación con la sociedad del presente,
b) practicar unas reglas de matrimonio que limitan el índice de fecundidad, y
c) vivir una vida política basada en el consentimiento y no en la organización centralizada del poder.

Aunque estas agrupaciones humanas se oponen a la historia por adoptar un tiempo reversible y mecánico, y se oponen al cambio por rechazar todas las innovaciones, no puede concluirse que vivan de hecho fuera del curso de la contingencia, en un momento estático donde no sucede transformación alguna. Es en sus mitos y creencias donde se piensan y se desean así. A decir verdad, ninguna sociedad ha logrado estar fuera de la historia. Y, como Marx ha dicho, ninguna es como se piensa. Aunque las representaciones que tienen sobre sí en el arte, la religión, el derecho, la mitología, la ciencia, la filosofía, las ideologías políticas…., no constituyen un campo totalmente independiente de la práctica social, sí son sistemas de símbolos en los que, más que reflejarse, se refracta lo real, pues tienen su propia lógica. Son significantes con un alto grado de indeterminación con respecto a los múltiples significados que han podido recubrir, lo que impide que pueda establecerse sin previa demostración una línea causal que vaya de lo social a lo ideal. En esas sociedades:

a) el mito ordena lo real y revela una organización permanente del universo desde los orígenes,
b) todo acontecimiento que pueda producirse está de antemano inscrito en sus coordenadas, lo que le impide presentarse como nuevo. Es más, se entiende que los acontecimientos nuevos derivan del estado primigenio de los seres expresado en la narración mítica. Así se elimina radicalmente todo evento que pudiera dar al traste con la organización de las cosas que el pensamiento salvaje presenta al hombre antiguo, y
c) por último, el mito es impermeable, o casi, a los mentís de la experiencia, como la misma ciencia. El pensamiento salvaje posee un mecanismo tal que logra validarse siempre, tanto cuando fracasa como cuando triunfa.

B.- En segundo lugar fue el metal, que vino acompañado de toda su corte de organización ciudadana de la vida, domesticación de animales y plantas, sedentarismo…¿Y después? No parece que pueda añadirse algún nuevo progreso comparable a estos dos. Los del día de hoy podrían considerarse como la epifanía del herrero y sus sucesores. Podrían ser, sí, el inicio de una revolución tan profunda como la del Neolítico, pero es pronto para saberlo.

Lo que sí sabemos es que hoy vivimos en medio de transformaciones vertiginosas que, como más arriba decía, están llevando a todas las culturas a una confrontación sin precedentes en la existencia de la humanidad. Ésta es una sociedad que vive y se piensa en la historia. Existe sobre la diferenciación y estratificación en clases, castas, gobiernos…, lo que la empuja al cambio. Su potencia de transformación ha destruido la antigua estabilidad natural, ha convertido en fin supremo el transcurso del tiempo y la introducción permanente de novedades que trastornan a cada paso su estructura. Es como una computadora en que la introducción ininterrumpida de nuevos programas obliga una y otra vez a cambiar de máquina. Por contraste, las antiguas poseen un programa en que pueden ir integrando sucesivamente todos los datos procedentes del teclado, es decir, de la experiencia o la historia. No es que nuestro mundo, en comparación con el antiguo, se abandone al desorden de lo irracional, sino que, con sus creencias políticas, económicas, filosóficas, religiosas…, coloca en el futuro nunca alcanzado la verdad del hombre. No en vano nuestro tiempo existe bajo el signo de la revolución, un signo que empieza siendo ideología y después es rechazado en ese nivel, pero sigue su labor soterrada, -viejo topo la llamó Marx-, tratando siempre de destruir lo existente con el fin de lograr un orden que nunca es el definitivo. No me refiero sólo ni principalmente a luchas acompañadas de toma del poder político. Digo que la revolución es idea y es realidad, aunque no lo sean de idéntica forma.

E. Ideología y ciencia verdadera

Aquí se atiende sólo a lo mental. Esta digresión a través de las formas culturales tenía el fin de concluir en la existencia de las dos clases de simbolización a cuyo contraste se ha entregado reiteradamente la antropología social. Por una parte hay un pensamiento que, pese a encontrarse profusamente extendido en las civilizadas, ha solido concebirse como propio de las sociedades salvajes, sociedades que he clasificado como naturales por tender siempre a restaurar el orden original que sus mitos les presentan. Por la otra está el pensamiento científico, que se ha querido convertir en modelo inherente a los grupos y a las ideologías de nuestro tiempo, pues, como los mitos para el primitivo, pero en sentido inverso, representa de modo ejemplar la idea del orden tal como es concebido por el civilizado.

Se puede demostrar que, en contra de la tendencia derivada del marxismo, que ve lo mental como efecto de lo social y niega que pueda entenderse lo primero sin referirse a lo segundo, es lícito detenerse en la confrontación de ambos sistemas de ideas desligadas de cualquier otra consideración, siguiendo algunos principios establecidos por el propio Marx. Dos afirmaciones claves de este autor deben ser tenidas en cuenta:

  1. que ninguna sociedad es como se piensa, y
  2. que los hombres hacen la historia sin ellos saberlo.

Que los hombres sean causa de su propio ser social excluye a las fuerzas naturales o sobrenaturales, cuya acción, si existe, queda incluida en la práctica humana y opera solamente a través de ella. En ello consiste la humanización de lo natural y lo divino. Pero los hombres no lo saben: práctica y saber se dan de hecho desligados. Marx llega a decir que el segundo actúa como un velo que oculta al primero a los ojos de los hombres. En consecuencia, deben admitirse las siguientes afirmaciones:

Primera.- Una vez que se ha hecho la distinción entre el ser social del hombre y la gama de ideas que lo expresan, no es lícito reducir uno de los términos al otro, pues equivaldría a eliminarla de nuevo. Que la acción económica fundamente los complejos sistemas ideales de una sociedad no pasa de ser una orientación dada al historiador, que éste se encargará de poner a prueba en cada caso concreto, pero no es una tesis demostrada ni evidente por sí misma. Y, en lo que atañe al contraste de que aquí hablamos, el que enfrenta al pensamiento salvaje con el científico, no puede ser tenida en cuenta antes de someter a examen aquello de que constan los términos que se contrastan. La constatación de su origen o causa sólo puede ser posterior.

Segunda.- Por otra parte, en las tesis de Marx se halla también explícita la confrontación entre saber ideológico y ciencia verdadera, distinción que en su caso se halla ligada a la tesis revolucionaria, es decir, a una tesis que no pertenece a la ciencia: será el proletariado el que, dueño de la significación del total de la sociedad por su propia evolución como clase especial, acceda definitivamente al verdadero ser de lo social. Aquí no es el sabio el que, después de un largo proceso de disciplina y método, como el cautivo de la caverna de Platón, hace ciencia, sino que es la situación propia de una clase social más de las varias en que se ha dividido el todo social la que habrá de servir de ascenso al verdadero saber. Lo cual es una confusión del desideratum del revolucionario y la explicación del científico.

Tercera.- Por último, la división de la realidad social humana en base real y superestructura mental es una división hecha en el seno de lo mental. En la realidad no es evidente. Antes al contrario, los objetos que se denominan infraestructura económica y superestructura mental se dan entrelazados indisolublemente y nada permite suponer que uno es más real que el otro. Ha sido tarea de la ciencia, por criterios que son de su incumbencia, el disociarlos en un cierto estadio de su desarrollo.

Por todo lo cual no puede tenerse en cuenta el criterio de la adecuación a la realidad del pensamiento verdadero frente a la inadecuación del ideológico. Ambos conjuntos son sistemas simbólicos con el mismo derecho y se deben a la misma capacidad intelectual, por lo que es sobre ese registro sobre el que deben ser confrontados, no sobre la fidelidad mayor o menor con que representen lo real.

La antropología social no siempre se ha guiado por este propósito. A la hora de distinguir lo que es necesario de lo que es solamente accidental, algunos estudiosos se han dejado impresionar por la marcha triunfante del pensamiento científico y lo han identificado con el verdadero intelecto del ser humano en general. Uno de los más representativos de esta tendencia es Lévy-Bruhl, que identificó la razón con la ciencia positiva y asimiló a ésta con el pensamiento propio de Occidente. La continuación no podía ser otra que deslindarlo del pensamiento primitivo, relegando a éste, si no a lo irracional, sí a un estado alejado de lo racional que el mismo Lévy-Bruhl fue incapaz de explicar. Adujo que el mecanismo propio de éste es la ley de la participación, en virtud de la cual la mente del salvaje confunde en un solo ser contenidos de conciencia heterogéneos. Se trataría, pues, de una ley capaz de suplantar el principio de contradicción, por cuya virtud la mentalidad arcaica, una clase de pensamiento confuso, incapaz de distinguir contenidos desiguales, sería netamente diferente de la lógica del civilizado.

Esta posición es indefendible, porque no es posible que haya confusión de elementos heterogéneos allí donde previamente no han sido separados y definidos como heterogéneos. Algo ha debido primero hacer desiguales los contenidos que el salvaje no distingue posteriormente. Luego la distinción, la discriminación, el sistema… son lo primero, y no cabe la posibilidad de acusar de confusa a una ideología basándose en la supuesta ley de la participación, como hace Lévy-Bruhl. Otra cosa es que cada sistema de ideas establezca diferenciaciones que le son propias y a continuación no sean directamente traducibles a las de otro. El pensamiento arcaico es racional con el mismo derecho que el científico positivo. Cada uno define por su cuenta las clases de equivalencia que están permitidas y las que no. En principio hay la misma clase de lógica cuando un cheroquee afirma ser un oso hormiguero que cuando un científico dice que la luz es una onda. Ambos formulan un juicio en el que un objeto se define por su extensión, haciéndole pertenecer, junto con otros seres, a una clase más amplia, que es la expresada en el predicado. En esto son indistinguibles, pues la operación lógica es la misma.

F. El evolucionismo de Durkheim

Esta tesis es ya la defendida por Durkheim. Según observa en su estudio de la religión primitiva, existen motivos suficientes para decir que el pensamiento científico y el religioso muestran semejanzas tan grandes que, pese a no bastar para identificarlos, sí son suficientes para ver que pertenecen a la misma especie, aunque muestren diferencias de grado. Dichas semejanzas son básicamente tres:

a) la organización jerárquica de las ideas,
b) la finalidad especulativa, y
c) el otorgar prioridad al concepto sobre los datos de la experiencia.

La existencia de esta igualdad hace en Durkheim plausible su tesis evolucionista: está claro que no es posible cambiar desde una cosa a su contrario. Si hay cambio, algo del punto de llegada debe estar ya presente en el punto de partida.

El evolucionismo de Durkheim se fundamenta en su teoría del signo. El individuo está limitado a lo empírico estricto, a lo sensible. Es la sociedad la que transforma lo sensible, sea onda acústica, objeto visual, sensación corporal… en signo –aliquid stat pro aliquo-, transformando al individuo de animal en hombre. Así es como lo social, que es inseparable, si no indistinguible, de lo simbólico es el paso de la sensación al concepto, de lo animal a lo humano. Ése es el comienzo de la historia del pensamiento, pues ahí está ya dada la cara que acompaña al significante. Y es también el nacimiento de lo social y de la religión. De ese lugar de origen se habrá de expandir a los demás mundos de la vida humana y, en particular, a la ciencia. Pero ésta no conserva todos los rasgos del comienzo, sino que selecciona unos cuantos y deja de lado los demás. La religión es sistema de ideas en la misma medida en que es también conjunto de principios para la acción, o, dicho de otra manera, se dirige no sólo al pensar sino también al sentir, que es la fuente de la práctica, algo a lo que ninguna ciencia puede aspirar, pese a que más de una lo ha querido. La sociedad objetiva sentimientos en la religión, vaciando y cristalizando las interioridades subjetivas en una forma comunitaria, en tanto que la ciencia positiva se ha propuesto siempre retener solamente la forma abstracta de aquellos primeros seres mentales, lo que la ha llevado a perder todo contacto con lo vivido. Así es como pueden sufrir variaciones las categorías del intelecto: varía la materia, el contenido, pero permanece inalterable la forma. Ésta es la base de la postura evolucionista de Durkheim.

Pertrechado de estas ideas, le es fácil al antropólogo rechazar vigorosamente la contraposición de Lévy-Bruhl entre pensamiento primitivo y científico, pero para caer en una nueva dualidad. El individuo empírico y sus oscuras funciones cognitivas, tales como imágenes, sensaciones sentimientos…, se enfrentan ahora a la mente, que es social y conceptual. Esta es el alma en cada hombre particular, forzada también, como puede verse, a habitar un cuerpo que le es extraño. Como en el ascenso platónico a la verdad de las Ideas era necesario irse desprendiendo antes, mediante una educación estricta, del lastre de la materia, ahora es la historia de la sociedad la que tendrá que ir liberando el concepto de todo lo concerniente al sentir.

Pese a sus palabras en contra[4], Durkheim admite en su sociología que la sociedad es una entidad supraindividual existente por encima de la realidad natural. En la mejor tradición comteana, concibe la sociología como ciencia de lo psíquico. Puesto que además cree que la sociedad es una sustancia, le asigna un psiquismo propio, un tipo de vivencia específica, la presión del sentimiento, que liga a los hombres entre sí, pero que, formando parte de los primeros seres mentales existentes, es a la fuerza una traba para reencontrar el camino de lo natural y expresarlo, es decir, para hacer ciencia, pues sentir no es pensar. En efecto, hacer ciencia, según Durkheim, es representar algo que para los hombres es una situación olvidada, para lo que no hay más remedio que hacer uso de la misma herramienta por la que olvidaron aquel estadio y empezaron a formar parte de su contrario. El concepto, desligado de toda traba comunitaria, abstraído de todo impedimento afectivo, será el único instrumento útil para el científico.

G. Disolución del sujeto: Lévi-Strauss

La solución, según Lévi-Strauss no puede ser otra que disolver el sujeto, no solamente el individual, como hizo la ciencia clásica al destruir la confiada seguridad del aquí y el ahora sentidos por el individuo como centro de todo lo existente, sino también el social. Sólo así se borrarían de golpe todos los obstáculos teóricos para la aceptación definitiva de una sola clase de pensamiento y podría admitirse que el intelecto se comporta siempre siguiendo las mismas reglas y se expresa igualmente en dos dominios máximos, lo subjetivo y lo objetivo, pero que ésas son distinciones que el avance de la ciencia acabará por diluir. Pero por ahora no son distinciones ontológicas y casi ni siquiera metodológicas.

Durkheim no escapa del todo de la fuerza de atracción del dualismo. No así Lévi-Strauss, o al menos no en el mismo sentido, pues invierte bruscamente la dirección seguida hasta el momento por la filosofía moderna. La historia de ésta es la historia de un largo diálogo entre el sujeto y el objeto. Desde Descartes se ha tendido a magnificar al primero hasta hacerle acaparar toda la conversación. El diálogo se hace monólogo, el mundo enmudece y todo adquiere características subjetivas. Con distinto sesgo, esto es aplicable a Hegel, Marx, Wittgenstein, Kant… Lévi-Strauss, por el contrario, dice que el hombre es una palabra de una conversación que la naturaleza mantiene consigo misma, a través de él y sin él saberlo. La filosofía ha querido tomar parte en ella sin haber sido invitada, pero ha tenido que enviar por delante a la semántica, que a su vez ha delegado en la antropología estructuralista. Esta antropología quiere presentarse como una ciencia natural del pensamiento, del espíritu, que es uno y el mismo en todas partes, pero se manifiesta en una multiplicidad de sistemas culturales, multiplicidad que es inevitable, pero no irreductible, pues más allá de ella, más allá de la cultura, reino de la diferencia, está la actividad propia del espíritu, que es, en consecuencia, la unidad natural misma, el modo especial de funcionar de la corteza cerebral, que es un producto suyo como cualquier otro. La mente es, pues, una cosa entre las cosas, no un sujeto frente a ellas. Si todo lo humano es manifestación de la acción del córtex cerebral, las diferencias que puedan observarse entre unas obras y otras tendrán que deberse a los avatares del tiempo y, en consecuencia, no podrán ser rigurosamente reales.

La actividad del espíritu es siempre razón analítica aplicada, de lo cual es una prueba más el caso del totemismo. Éste se había solido ver como una creencia religiosa, como una institución… Freud lo vio como la transgresión que funda la cultura: asesinato del padre, posesión de las hembras, sentimiento consecuente de culpa, prohibición del incesto… Siempre se había interpretado como una cosa, pero no lo es. Ni siquiera Durkheim, aun habiéndolo enfocado correctamente supo ver en qué consiste. No es una institución, sino un procedimiento clasificatorio, una nomenclatura hecha de términos animales y vegetales de la que hace uso el salvaje para introducir en su sociedad discriminaciones paralelas a las previamente utilizadas en la naturaleza circundante. Un nativo puede pensar que es un lobo y su vecino que es un oso. Mas no lo piensan porque se identifique cada uno de ellos con el animal epónimo después de haber percibido algunas semejanzas, reales o imaginarias, entre seres naturales y seres humanos, sino porque aplican a hombres las distinciones aplicadas previamente a animales. La operación es así: como se distingue un lobo de un oso me distingo yo de mi vecino. Una vez establecidas estas discriminaciones paralelas en el reino natural y el social, puede venir la adjudicación de semejanzas sensibles y se dirá tal vez que el clan del oso es más fuerte que el del lobo, éste más astuto… Pero no se parecen las semejanzas, sino las diferencias, dice Lévi-Strauss. Por todo esto, la posición más correcta para el estudio del totemismo es la nominalista. Lo que queda después de aplicarla es un procedimiento de discriminación -A se distingue de B como B se distingue de C…- apto para aplicarlo a cualquier terreno.

Pero, tras haber mostrado con notable rigor que el pensamiento salvaje es razón analítica aplicada a lo concreto, después de haber conseguido algo que parecía contrario a toda razón -a toda razón cartesiana, se entiende-, que las representaciones sensibles tienen también una lógica que no difiere esencialmente de la del científico, después de haber cerrado la brecha entre el pensamiento salvaje y el científico, no puede aceptarse la separación que Lévi-Strauss introduce de nuevo entre ellos. El criterio de demarcación es ahora el del determinismo, una desmedida instauración de relaciones necesarias, pero relaciones de hecho, en el caso de la magia y la brujería, al contrario que la ciencia, que restringe la aplicación de dichas relaciones, realmente necesarias según afirma, a campos restringidos y definidos previamente con precisión. Como prueba de lo cual aduce el argumento de las líneas causales independientes que se cruzan al azar, azar que el pensamiento primitivo no accede a dejar sin cubrir. Otras peculiaridades distintivas que el autor señala son también importantes, pero se las puede considerar reductibles a ésta, por lo que me detendré en ella por un instante.

Aristóteles pone un ejemplo de líneas causales independientes que se cruzan al azar que es válido para nuestro caso. Si yo voy al mercado a comprar algo, dice, puede suceder que me encuentre con un deudor mío y que, aprovechando la ocasión, me pague lo que me debe. Ni él ha ido al mercado a saldar su deuda ni yo a cobrarla, sino que los dos nos hemos movido por motivos distintos, que, encadenados en dos series diferentes, han producido un cruce casual, una coincidencia que no estaba inscrita en ninguna de las dos cadenas. Decimos que ha resultado así por casualidad, pese a que podría parecer que los hechos se pudieran explicar mejor como producidos por un propósito oculto, cosa que nosotros no admitimos. Sin embargo, entre los azande, un pueblo del Sur del Sudán, cuando un granero que estaba en mal estado se desplomó sobre un hombre y lo mató, no se atribuyó el hecho a la casualidad. Se reconoció la existencia de dos líneas causales distintas: el deterioro progresivo del granero, que presagiaba ruina inminente, y el hecho de que un hombre puede estar en cualquier momento paseando por sus inmediaciones, pero ellos pensaban que la cuestión fundamental era esta otra: ¿por qué se tuvo que hundir precisamente sobre esta persona concreta? Cualquier zande podía saber que el granero habría caído de todos modos, pero que lo hiciera precisamente en el instante en que pasaba alguien por debajo, no estando en las cercanías del poblado, y que quien pasara fuera tal individuo y no otro cualquiera, eran hechos que se negaba a admitir sin remitirlos a alguna causa.

Obsérvese que la contraprueba es harto difícil, si no imposible. Coherentes con este rechazo del azar, los azande atribuyen la desgracia a la enemistad de algún brujo. La creencia mística pone una causa donde un occidental como Aristóteles no ve necesidad de ella.

Esta exigencia desmesurada de relaciones necesarias por parte del salvaje es una situación de hecho que muchos antropólogos podrían constatar, pero no basta para distinguir la brujería de la ciencia. Lévi-Strauss afirma que lo propio de la ciencia es la posesión de relaciones realmente necesarias aplicadas a campos restringidos de fenómenos previamente definidos con precisión. Valga lo segundo, pero no lo primero: frente a otras clases de conocimiento, el científico tiene conciencia de límites, en tanto que el sentido común, pese a ser muchas veces certero, rara vez se percata de los límites dentro de los cuales es válido. La ciencia, por el contrario, trata de hallar las conexiones sistemáticas sobre las que aquél se asienta para saber cuándo es válido y cuándo no. Es así porque el conocimiento común depende de la experiencia acumulada por la tradición y el medio en que se halla, y suele ser aceptable mientras éstos no varíen, pero se desmorona en cuanto esto sucede. De ahí que la ciencia sea un conocimiento más apto para sociedades sujetas al cambio y la expansión que para sociedades tradicionales. Es precisa y sistemática. Son dos características que deben admitírsele, pero su sola aceptación no equivale a concluir que es más acertada, o más verdadera, o más ajustada a la realidad… o cualquier otra cualidad semejante que se le quiera adjudicar. Más bien sucede lo contrario. Lo demuestra el hecho de que la duración de las creencias del sentido común se mide en siglos, y hasta en milenios, en tanto que la ciencia, por su afán de precisión y exactitud, se ve impelida a modificar el lenguaje corriente, a crear conceptos nuevos, a dotar de contenido a los antiguos…, hasta conseguir un simbolismo público del que sea posible eliminar toda interpretación personal, por lo que resulta con más facilidad falsa. No se contenta con saber que el agua rompe a hervir cuando se calienta suficientemente, sino que necesita cuantificar con exactitud el fenómeno. De ahí su mayor riesgo de cometer error, pues una afirmación científica admite contrastación empírica con más facilidad que una afirmación de sentido común o un creencia mística como la de la brujería. Por tanto, puede ser desmentida, lo que no suele ser el caso para las otras. Pese a lo cual esto es cierto solamente en lo que respecta a las proposiciones contrastables, que, tanto en uno como en otro conocimiento, son las menos. Una vieja tendencia a aislar de todos los demás saberes al científico nos ha conducido a mitificarlo en exceso. Lo hemos opuesto a la filosofía, al sentido común, a la religión…, y, en el caso que nos ocupa, Lévi-Strauss, que había situado el problema en un punto más adecuado que sus antecesores, lo opone al pensamiento salvaje por atribuirle relaciones necesarias.

H. Final

Tres argumentos pueden oponerse a esta posición de Lévi-Strauss:

1.- El primero es el análisis que Hume hace sobre la conexión necesaria en el principio de causalidad. Estimo que debe considerarse terminante hasta nueva orden, lo cual no es una novedad que yo venga a añadir a esta cuestión. Por cortesía omitiré ahora esta crítica y me atendré solamente a una de las breves formulaciones que esgrimió el autor:

Todo lo que es posible pensar sin contradicción es posible que suceda y no hay en consecuencia obligación alguna de admitir que es falso.

Puedo pensar sin contradicción que a un suceso le sigue otro y también puedo pensar que le sigue su contrario.

En consecuencia, pueden suceder uno o el otro y no vengo obligado a admitir relación alguna necesaria entre ellos.

2.- La segunda argumentación abunda en esto mismo. Dice que si se defiende que una explicación científica solamente es tal cuando se expresa en los términos de una ley o teoría lógicamente necesarias, entonces no es posible admitir que la ciencia tenga capacidad para conocer el mundo o cualquier fenómeno dentro de él. Aparte de que en ese caso dejaría de ser útil la experiencia, pues debería poderse deducir todo conocimiento por procedimientos lógicos, sabemos que no hay un solo estado de la explicación científica en que sea posible deducir todas sus leyes y teorías de otras anteriores, pues éstas habrían de ser deducidas de otras a su vez anteriores, etc…, lo cual conduce a un regreso al infinito. Por tanto, las leyes y teorías que sirven de primeras premisas a todo el conjunto deben tenerse por lógicamente contingentes. Pero si los fundamentos son contingentes, el edificio entero también lo es. Esto no quiere decir que los principios de la ciencia hayan sido puestos de modo arbitrario, ni, como a veces afirma el relativismo, que obedezcan a la mera opinión del científico. Quiere decir solamente que, en su contexto explicativo, no es posible extraerlos por procedimientos lógicos de otros anteriores y son, por tanto, lógicamente contingentes, que lo es también el edificio entero y que, consecuentemente, no procede contrastar al pensamiento científico y al salvaje según el criterio del determinismo y de las relaciones lógicamente necesarias, pues éstas no constituyen fundamentalmente a ninguno de los dos.

3.- La tercera y última razón viene del propio desenvolvimiento de la ciencia física y de la noción de determinismo dentro de ella. Versa sobre el modelo a que se refirió Laplace en un texto célebre:

«Un intelecto que en un instante dado conociese todas las fuerzas que actúan en la naturaleza y la posición de todas las cosas de que se compone el mundo -suponiendo que dicho intelecto fuese lo bastante vasto para someter estos datos al análisis- abarcaría en la misma fórmula los movimientos de los cuerpos más grandes del universo y los de los átomos más pequeños; para él no sería nada incierto, y el futuro, lo mismo que el pasado, sería presente a sus ojos»[5].

Es el ideal del conocimiento clásico: un intelecto que reduce todo a una fórmula y para el que lo pasado, lo presente y lo futuro dejan de ser momentos de un transcurso y se tornan instantes, o, con más precisión, un sólo instante –in sto-. Un ser así carecería de historia y de tiempo.

Pero la propuesta de Laplace debe tenerse en lo que vale y no más. En su descripción de los estados físicos solamente se tienen en cuenta dos variables elegidas entre otras que podrían haberse tenido asimismo en cuenta, pero se han desdeñado. Son la posición de los cuerpos y su cantidad de movimiento. Pero el hecho de que el pensamiento científico haya introducido una selección entre otras posibles, pese a que por su medio haya alcanzado logros indiscutibles en el conocimiento de la materia, indica que el propósito de los científicos del XVII no estaba inscrito necesariamente en la naturaleza de las cosas. Indica también, en contra de la ambición de Laplace, que las conclusiones extraídas de su utilización no pueden ampliarse justificadamente a todo el universo material, sino sólo a las variables mencionadas. Por último, son muchos los científicos que en nuestros días, debido a la irrupción de la mecánica cuántica, niegan, acaso con verdad, toda posibilidad de determinismo para el pensamiento científico. Esto ciertamente no es suficiente para admitir que la física actual sea indeterminista, pero sí para defender que podría suceder que lo fuera, lo que basta para no seguir a Laplace en su decisión ontológica. Y tampoco a Lévi-Strauss en la suya, pues él afirma que la naturaleza solamente se deja atacar científicamente, que en su caso quiere decir mediante el establecimiento de relaciones necesarias, por el flanco del concepto, y que en eso se distingue del pensamiento salvaje.

Es hora de concluir. La descripción que Lévi-Strauss hace del pensamiento salvaje es válida no sólo para él, sino también para el pensamiento científico. Una misma lógica opera en ambos. Lo sorprendente del caso es que este autor lo ha logrado desde el análisis del primero, no desde el del segundo. Es decir, desde la perspectiva del primitivo, no desde la del civilizado. La diferencia estriba en que uno es lógica de lo sensible y el otro de lo conceptual. Pero eso no significa para lo científico el establecimiento de relaciones necesarias, pues éstas solamente se dan en lo que Hume denominó relaciones de ideas, que son las propias de ciencias formales como la matemática o la lógica, pero no de las naturales. No hay juicios sintéticos a priori. No existen leyes universales y necesarias acerca de hechos. Luego las ciencias de la naturaleza y el pensamiento salvaje, aunque guardan diferencias entre sí, permanecen al mismo plano. Esto quiere decir que la razón no está sólo de parte del concepto. No está solamente en las ideas de la mente. También habita en el cuerpo, en lo sensible, en los objetos de la imaginación. Esta solución es una nueva clase de mecanicismo. El clásico se situaba del lado de la materia inerte y se olvidaba de las riquezas del espíritu. Más difícil tenía que ser extender a la materia una concepción mecánica previamente pensada para expresar esas riquezas.

Esta solución, claro está, abre nuevos problemas. El fundamental es el de qué ha de entenderse por razón. Quedarán para otra ocasión. En ésta abrigo solamente la esperanza de haber cumplido mi propósito mostrando las inconsistencias del dualismo que no han sabido evitar totalmente estos autores, por lo que se han visto obligados a oponer sobre un nuevo plano la ciencia y el denominado pensamiento primitivo. La contraposición establecida por Lévi-Strauss, la más sutil de todas, procede de no haber precisado correctamente qué cualidades hay en el objeto que deban considerarse necesariamente pertenecientes a él y cuáles no. El determinismo y las relaciones lógicamente necesarias, que Hume llamó relaciones de ideas, no son, en contra de lo que él cree, cualidades distintivas de la ciencia, y no valen para establecer distinción alguna entre ella y el pensamiento salvaje. Pero sí es válido lo que el autor dice sobre éste último, por lo que lo atribuido a éste vale también automáticamente para la ciencia. ¿Qué opción debe elegirse entonces? La que yo me atrevo a proponer consiste en volver a alguna teoría cercana a la profesada por Durkheim. Aceptar la igualdad fundamental entre pensamiento salvaje y científico, aparte de ser teóricamente coherente, podría dar lugar a investigaciones fructíferas. Lo que no niega, claro está, los cambios, pero éstos tendrían lugar en el terreno de las llamadas ‘tecnologías del intelecto’ que, como la escritura, han hecho que el pensamiento del hombre sea más bello, más preciso, más sistemático… pero no más pensamiento.. Pero eso no puede ser asunto de este escrito.

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(Se indican solamente aquellas a las que de modo directo o indirecto se alude en este escrito.

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NOTAS


[1]Marx, K., y Engels, F., El manifiesto comunista, trad. de W. Roces, Ayuso, Madrid, 1977, página 27.

[2]Spinoza, Baruch de, Ética, prólogo y trad. de J. Gaos, rev. y glosario de O. Castro López, UNAM, México, 1977, II, prop. XLIV, página 112.

[3]V. Hegel, G. W., Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, prólogo de J. Ortega y Gasset, advertencia y trad. de J. Gaos, Alianza Editorial, Madrid, 1986, cap. 2, a) y b), páginas 59-67.

[4]V. Durkheim, E., Las reglas del método sociológico, Trad. de L. E. Echevarría Rivera, Morata, Madrid, 1974, 2ª introducción.

[5]Citado en Capek, M., El impacto filosófico de la física contemporánea, trad. de E. G. Ruiz, Tecnos, Madrid, 1965, página 133.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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