Cuando el freno se debilita, cada individuo queda expuesto a sí mismo
La palabra anomia, de raíz griega (a-nomos, “sin ley”), no nombra solo la ausencia de reglas externas. En Durkheim designa una fisura en el tejido que sostiene la vida en común, una grieta en el vínculo moral. Es algo mucho más hondo que la falta de normas externas.
La anomia hace su aparición en el tránsito de las sociedades arcaicas, unidas por semejanza, a las modernas, tejidas por la diferencia y la interdependencia, una interdependencia que nunca había sido tan grande como es hoy, por más silenciosa que sea. Es un progreso técnico y funcional, un ascenso, pero no está exento de sombra. Cuando las tareas se fragmentan sin una norma superior que las oriente hacia fines compartidos, la cohesión se afloja y el individuo queda sin brújula.
La anomia surge entonces como una enfermedad de la modernidad. Es como un aire enrarecido: invisible, pero capaz de desgarrar las certidumbres. El hombre trabaja, produce, se especializa; sin embargo, si no percibe la resonancia de su esfuerzo en el conjunto, su vida se disuelve en fatiga estéril. La voz común enmudece y cada cual escucha únicamente el eco de sí mismo.
“El estado anómico es, pues, una enfermedad de la división del trabajo”, escribe Durkheim. Enfermedad que no duele como herida en la carne, sino como vacío en la conciencia. Entonces la libertad, despojada de orientación, ya no es fuerza creadora: se convierte en vértigo, en soledad sin sentido.
Toda cosa tiene necesidad de límite. Todo lo que existe vive contenido, la piedra en su peso, el árbol en la forma de su copa, el río en las márgenes que lo guían. El hombre también tiene un freno, pero no es físico, sino moral, ni es externo, sino interno. No viene de la tierra ni del aire, sino de la sociedad que lo rodea y vive dentro de él.
Ese freno se manifiesta como una voz discreta y constante. No ordena con gritos ni con violencia, pero marca los gestos y las decisiones. Es algo que podría llamarse conciencia social, con la condición de que no se conciba como un espíritu que sobrevuela las mentes individuales; es ese tejido invisible que recuerda al hombre que no está solo, que su vida se enlaza con la de los otros y que si pierde ese lazo queda sumido en confusión.
El cuerpo puede entonces intentar escapar y el pensamiento soñar con libertad absoluta. Vano empeño, porque siempre vuelve a sentirse la presión de esa ley compartida que lo contiene sin cadenas o su ausencia que lo condena a la dispersión de su psique. Ahí se muestra la diferencia con el mineral o el árbol; el hombre vive bajo una forma de gravitación moral o malvive en su ausencia.
Cuando la sociedad se altera con demasiada rapidez, sea por crisis dolorosas o por cambios inesperadamente felices, el freno se debilita, el orden se afloja, y cada individuo queda expuesto a sí mismo. Entonces aparecen esas cifras que suben de pronto y actúan a modo de aciagos barómetros de la salud moral: los suicidios, la curva que revela la fragilidad de la vida cuando se rompe el lazo común.
El hombre no es libre sin más; su libertad respira dentro de un aire social. Y cuando ese aire se disuelve, la libertad se convierte en vértigo.