El relato del amor ha sido secuestrado por la literatura
Había una vez, porque toda historia verdadera comienza con una advertencia disfrazada de fábula, una civilización que enseñó a su gente a dejar de amar. No lo hizo con imposiciones ni leyes, sino con algo mucho más sutil, con palabras, con historias y novelas que olían a promesas nuevas, con canciones susurradas desde la radio del coche al atardecer, con películas donde el beso era el fin y no el comienzo, y con pantallas que devolvían, una y otra vez, la imagen de la fuga disfrazada de libertad. Promesas, muchas bellas promesas de felicidad que se tornaron en desasosiego, tristeza, melancolía y soledad.
En ese mundo, las parejas se deshacían como castillos de arena en la orilla, y nadie sabía muy bien cuándo empezó la marea. Pero si uno escarba entre las páginas de la literatura puede que encuentre el origen. El comienzo pudo ser muy bien el de un joven llamado Werther que se enamoró demasiado y no supo qué hacer con tanto fuego en el pecho. En vez de olvidar, se quitó la vida. Y el mundo de los lectores, en vez de temer, aplaudió su tragedia. Se vendieron copias, se vistieron jóvenes como él, y otros, en secreto, imitaron su final. Así nació el amor romántico como drama último, como sacrificio y teatro de la desesperación.
Después vinieron las mujeres. Más que de carne, eran de tinta. Ofelia, que se ahogó en su pena. Emma Bovary, que soñó con París desde la cocina de su casa provinciana. Anna Karénina, que puso su cuerpo sobre las vías, como quien escribe un poema con sangre. No murieron por amor, sino por no haberlo encontrado como lo habían imaginado por influjo de la literatura. Murieron por la brecha abierta entre lo vivido y lo soñado. En vez de salvarlas, la literatura las empujó dulcemente hacia el abismo. No fue únicamente don Quijote quien perdió la cordura “de tanto pasar las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio”.
Y mientras tanto, el lector, que podías ser tú, o yo, o cualquier otro, aplaudía en su fuero interno, porque admiraba la belleza de ese sufrimiento, porque parecía valiente romperlo todo por una emoción intensa y porque nadie nos advirtió de que cada historia de ruptura bien contada dejaba una grieta en la casa real del amor.
Con el siglo XX llegó el espectáculo. El adulterio se volvió materia de humor. Las confesiones maritales se convirtieron en bestsellers. El divorcio se hizo chic. Y la soledad… la soledad se pintó de oro. Ser soltero ya no era estar solo, sino ser libre. Ya no se hablaba de la cama vacía, sino del tiempo propio. Se glorificó la independencia como quien glorifica una trinchera. Pero la realidad era y sigue siendo que quien vive solo duerme solo.
Y así, generación tras generación, los relatos fueron cayendo como gotas ácidas sobre la piedra del hogar. El amor duradero se convirtió en reliquia, el compromiso en jaula y la fidelidad en ingenuidad y atavismo. La literatura, el cine, los memes, las canciones, las series… todos dijeron y dicen lo mismo, una y otra vez, como un encantamiento: “huye antes de quedarte”, “no hay gloria en lo cotidiano”, “mejor sola que encadenada”. Vean cualquier película al azar y verán que es así.
Hasta que un día miramos alrededor y vimos hogares vacíos, cunas, mucha gente paseando a su mascota –“¿Es que las mujeres de Roma ya no saben parir hijos, que cada una tiene un perrito”?, dijo César en el Senado a su vuelta de la Galia-, ancianos sin nietos, jóvenes sin nadie a quien llamar cuando tienen miedo. Entonces comprendimos que no era ficción, sino profecía.
Carlos Manuel Estefanía, como quien sopla sobre las brasas para ver si queda algo de calor, nos avisa de que el relato del amor ha sido secuestrado y que si no lo rescatamos pronto, si no volvemos a contar historias donde el amor sostiene, edifica y fecunda -pero otra clase de amor y no esa pasión torrencial que puede estar bien para prender el fuego del hogar, sino el cariño sosegado y duradero-, entonces habremos aprendido a vivir solos sin saber que estamos muriendo.
Porque la literatura puede incendiar el alma, sí, pero también puede reconstruir el hogar. Y tal vez haya llegado el tiempo de volver a escribir sobre el amor como quien vuelve a encender una lámpara en medio de la noche.
Carlos Manuel Estefanía piensa que todavía hay tiempo de retroceder.