El espíritu de la máquina

1.- El labrador y el herrero.

(El espíritu de la máquina."La técnica frente a la naturaleza. Comunicación a las Jornadas de "Diálogo Filosófico")

Hoy sabemos que la primera filosofía griega no nació oponiéndose al mito ni continuándolo. Ambas tesis encubren un mismo desconocimiento: que  el pensamiento religioso y el racional llevan en su interior idéntico contenido, apenas oculto tras expresiones diferentes. El contenido es el que labora por sí mismo. Unas veces se expande, otras se contrae y otras se relacionan entre sí sus componentes de nuevos modos, dando a la luz otros sistemas, que pueden recibir, según los casos, el apelativo del mito o el de la filosofía. Lo cual no es un obstáculo para admitir que la emergencia del pensamiento positivo y abstracto imprimió un sentido propio al desarrollo general del intelecto cuando trocó los mitemas en filosofemas. Pero la innovación no fue creación. Tampoco tuvo una magnitud tan grande como creyeron algunos estudiosos clásicos de la historia griega. De lo contrario no se entendería la frecuente reproducción del mito en la filosofía. El pensamiento es una sola raiz con una sola savia, de donde emergen brotes con más o menos fortuna.

Dice el Diccionario de la Mitología Clásica, de Falcón Martínez et. al., en el vocablo Zeus (1), que el dios de este nombre lo es "del cielo luminoso y de los fenómenos atmosféricos, como el relámpago, el rayo, la acumulación de nubes, el trueno y la lluvia", que por este poder sobre los meteoros tiene a su cargo la fertilidad natural y es "protector de la casa y la familia, purificador, garante del matrimonio, guardián del orden social, sustentador de los linajes reales, defensor del derecho…, inspirador de los códigos o protector de los huéspedes". En suma, que "dirige el universo como un todo armonioso que incluye las relaciones entre los hombres y entre los dioses". El principal título del poderoso Zeus, padre de hombres y dioses, el que reune todos esos atributos, es, pues, el de garante del orden y guardián de la naturaleza.

Adviértase cuánto dista el contenido de este tratamiento de la dignidad que atribuye el Cristianismo a su Dios. Este no se limita a conservar la naturaleza; además la crea. Delega, sí, en los hombres cosas tales como la construcción de naves y la producción del derecho positivo, pero reserva para sí la creación de los océanos y la definitiva noción de lo justo en el derecho natural. En cambio, el trono vuelve a Zeus realmente servidor de una naturaleza que extiende su poder espontáneamente al reino humano. Es patente la diferencia: el ser primordial de la religión griega no es un dios personal ni una prole numerosa de ellos, sino el orden de lo que siempre es, el lecho por donde discurre el río de las generaciones animales, humanas y divinas. En efecto, se dice que Zeus nació en Creta. Que empezó, pues, a existir. No así el mundo. Y lo mismo que a Zeus sucede a Cronos, a los Titanes… Por el contrario, el orden natural permanece inalterable.

Importa sobremanera atender a lo que se comprende bajo el rótulo de naturaleza para hacerse una idea cabal de lo que significó el nacimiento de la filosofía. En oposición a García Bacca (2), para quien la naturaleza es "lo dado de manera inmediata, de buenas a primeras, al alcance de manos, al golpe de ojos", observa F. Duque con razón que nada se nos da de manera inmediata y que, si así fuera, lo natural sería para nosotros el cepillo de dientes y no la flor, la ciudad y no el campo. Realmente no hay escisión entre naturaleza y hombre, como si aquélla, por ser el reino de lo espontáneo e inmediato se opusiera a las obras de éste, que, siendo social, representaría el de lo mediato. Una nítida confrontación en este campo incluiría la estéril obligación de pensar un punto cero: el momento en que el rayo de la razón, del lenguaje, de la mutación genética, del utensilio…, o de cualquier otra cosa semejante, habría iluminado el umbral sagrado, pecado original o alba esperanzada de las confusas mitologías todavía sustentadas por nosotros, que traspasó la humanidad naciente. Pero en esto no hay origen; el transcurso de la historia no tiene un principio, pues debería entonces estar dentro del transcurso, lo cual es inadmisible. F. Duque  (3) recuerda a Hegel para advertir que "quien señala un límite está de algún modo más allá y más acá" de él. Nosotros somos el límite. Lo que decimos sobre lo que había antes es en todo caso una proyección nuestra: unas veces el establecimiento, científico o mítico, de nuestra genealogía, otras el de nuestras ventura o desventura.

Nuestro entendimiento no penetra en esa naturaleza anterior  para mostrárnosla pura y limpia. En verdad el entendimiento nunca penetra; construye. Y lo mismo la mano del hombre. Todo el paisaje, que con agrado llamamos natural, es en gran medida producto de la actividad cazadora del Paleolítico Superior. Y cuando no, es el agricultor quien ha establecido en él las simetrías del arado. La naturaleza es siempre producto. Evoluciona junto a la técnica, a su travís. Por eso no son distinguibles. Es el entendimiento el que, según sea el estadio tecno-natural de que se trate, introduce distinciones y produce diversos conceptos sobre lo natural. Hacia el siglo VI a. d. j., el mundo griego se hallaba en el punto Álgido de una serie de transformaciones que partían de la agricultura y desembocaban en una sociedad de artesanos y comerciantes. Podría parecer que el mito y lo que después convino en llamarse filosofía se hacían cargo de ese devenir haciendo ver que, en general, la sociedad anterior trataba de guarecerse en la naturaleza, en tanto que la nueva buscaba un fundamento cultural. Es algo a lo que les habría conducido la concepción de la naturaleza como desecho; en el estadio tecno-natural anterior, superado y a punto de olvidarse, si no desdeñado, temido, añorado o sentido simplemente como un poder capaz de amenazar la consolidación del nuevo, se veía la naturaleza originaria. En el nuevo, que utilizó sus instituciones políticas, económicas, intelectuales y artísticas para instaurar otro orden, la técnica, la cultura. Nada más fácil que oponerlas, como hemos hecho nosotros. Nada más deseable, sin embargo, que integrarlas en el pensamiento, como procuraron hacer Jenofonte, Platón, Aristóteles… Pero, puesto que solamente puede unirse aquello que previamente se haya separado, cabe decir que, en un sentido profundo, la filosofía conservó, a través de estos autores, la preocupación más importante del mito: restablecer la unidad, guardar el orden.

El labrador de Hesíodo se somete a la dura ley de la tierra cuando, imponiendo un estricto rigor moral a su vida, cree contentar a los dioses y contribuir a que su granero se llene de trigo. En su mente no se distinguen el  plano del esfuerzo, que riega de sudor sus   campos, del teológico y el ético (4). El está seguro de que así se pliega a las exigencias de la naturaleza. Desprecia el taller del  herrero porque allí no hay  aire libre, ni esfuerzo, ni el vasto silencio de los campos. No de otro modo se comporta la inteligencia de Aristóteles en el libro II de la Physica, cuando presenta la construcción de la casa como un movimiento esencialmente igual al de la germinación y maduración del grano. La semilla es en potencia la espiga dorada, y en ésta tiene su eidos, pero necesita una causa externa para llegar a él, si bien nunca lo alcanza de manera completa. Ahí reside también su fin, su télos. En esto estriba el ser de lo natural. El fin de la casa, sin embargo, no es la ganancia del albañil, que por bastarda es antinatural, sino el servir de cobijo al ciudadano. Para llegar a él también es precisa una causa externa: el propio albañil, que, si ha de ser natural, no cobrará por ello. ¿ste es el esclavo (5). Persiste con todo una diferencia, pero es ínfima: el fin de los objetos naturales es su forma, en tanto que la forma de los artefactos existe en función de la finalidad a que los destine el hombre de la pólis, pues en ella sobreviene la división del trabajo en los oficios del artesano.

¿Naturalización de lo humano o humanización de lo natural? Aristóteles tal vez pensó que contribuía a lo primero, pero ahora no podemos dejar de ver en su intención un camino a lo segundo. ¿Cómo entenderlo si no cuando dice que a la naturaleza le saldrían casas de las manos, como las que hace el albañil, si se pusiera a hacer cobijos para hombres, o que lo propio de la técnica es llevar a la perfección lo que por accidente no hace la naturaleza? (6) Si ésta se lo propusiera, nacerían del suelo los palacios de los reyes, las trirremes que surcan el ancho mar, las armas de Aquiles… Pero no se lo propone por un simple accidente que la técnica tiene por misión corregir. Podría tal vez decirse, con García Bacca, que la técnica complementa la actividad natural, pero no es menos acertado concluir que ésta es un artesano en la mente de Aristóteles y que si este filósofo naturaliza la técnica es porque previamente ha tecnificado la naturaleza.

Así también el mito. A los ojos del labrador las obras del artesano son productos antinaturales del artificio. Por eso desprecia al herrero. El, sin embargo, ajusta su vida a la tierra, al viento, al agua y al calor, a los dioses mismos, que protegen su piedad con los frutos inciertos de la agricultura. Se siente un ser natural y no ciudadano, en armonía con un universo estable y regido por leyes, por más ocultas que estén a su mirada, porque antes ha proyectado sobre él las sombras de su acción. La naturaleza es para él la tierra de labor.

He aquí, pues, cómo la naturaleza, desgajada del mito y transformada por el cambio habido en las actividades humanas, deviene también  objeto central del pensamiento filosófico. Con un movimiento de vaivén, retornará unas veces a  las perspectivas anteriores del mito y otras se enfrentará a su directa sucesora, la decadente religión de los dioses olímpicos. Anaximandro describió, con la lucidez nocturna del pesimista, casi desde más allá de la filosofía, la razón profunda del desarrollo de la physis. Sus ideas, que venían de muy antiguo, fueron plasmadas por él en una frase solemne e inquietante que no es preciso citar aquí. En ella se describe sumariamente el paso del ser que en realidad no es, de la totalidad informe, a su fragmentación infinita en los individuos. De modo semejante, la physis se habría de transformar, en las obras de los filósofos, en un número interminable de destellos que habitan el interior de cada planta, animal, persona o cosa, cuando había sido  un único  aliento en que se resolvía la totalidad del ser: el alma, el mundo exterior, la divinidad…

La filosofía continuó viendo en la naturaleza un ser suprasensible, lo que no impidió verla también extensa y material. La pensó además animada, divina. Fue la entera realidad concebida  unitariamente. El sabio que la contemplaba no podía permitir la aparición de divisiones en su saber y reducía, en consecuencia, las múltiples diferencias del ser a unidad. La epistemología y la ontología se penetraban como consecuencia de un vitalismo organicista para el que lo real nunca fue adición de partes. Lejos del mecanicismo, por más que en algunos aspectos decisivos fuera su inevitable antecesora, la filosofía de los pensadores milesios creía que el alma de un hombre es un trozo cortado del tejido de lo natural, cuyas trama y urdimbre son la divinidad, y que el movimiento de que dicha divinidad está animada es el nacimiento y la muerte de todas las formas concretas de vida.

No importaba que este principio vital, natural y divino a la vez, encarnara en el aire, el agua o el fuego: el filósofo lo pensaba intangible, pero necesitaba retener en él alguna consistencia material, la mínima indispensable para aprehenderlo y representarlo. Era lo que el alma con respecto al cuerpo, por lo que, no habiéndose forjado todavía la noción de espíritu, necesitó recurrir a lo que más se le aproximara. De ahí el desdén por la tierra, que es demasiado concreta y pesada. Herederos directos de los antiguos dioses, entre quienes había repartido la Moira el dominio del mundo, los elementos recibieron de ellos sus poderes activos, divinos, naturales y eternos, pero perdieron su personalidad al franquear el umbral de la filosofía. Realmente no fueron otra acosa que los antiguos dioses, pero, perdida toda su concreción al rebasar las fronteras del mito, ya no se presentaron a la imaginación bajo la forma humana que les había prestado la decadente religión olímpica, sino que adoptaron cualidades abstractas como lo seco, lo húmedo, lo caliente, lo frío…

Pero en este camino aguardaba la paradoja, el atomismo materialista, la conversión de la naturaleza en un ser inerte, maquinal, contrario al de la concepción vitalista mantenida por una de las vertientes del mito y por los primeros sistemas de la filosofía. Las pertinentes observaciones de Aristóteles en De Anima prohiben un retorno ingenuo a los orígenes. Tales de Mileto, aduce, defendió que el todo rebosa de dioses porque creyó en un alma universal, cometiendo así una incongruencia.  En efecto, ¿Por qué no hay seres vivos de agua y sí de su mezcla con otros elementos, que es menos pura? Y lo mismo puede objetarse si se acepta que el principio vital  reside en el aire o el fuego. Pero, por otro lado, ¿quí hace que la vida presente en el agua,  el aire o el fuego, sea más simple y menos mortal que la que habita en el interior de los animales? Y es que cualquiera de las dos posiciones es absurda: es un despropósito hablar de un elemento como de un ser animado, pero también lo es no hablar así cuando se ha empezado por aceptar que el todo es homogéneo con sus partes y que los seres vivos lo son por el alma que los rodea.

Estas razones cortaron definitivamente el paso al ayer original, pero no impidieron al autor de ellas esforzarse por el sistema más admirable y logrado a cuyo través se restauró el antiguo equilibrio. Su énfasis en la organización jerárquica y en la mutua dependencia de los seres fueron la mejor defensa que pudo hallar el alma universal de los milesios. Fue nuevamente -no es preciso decirlo- la acción del filósofo  procurando  preservar el orden natural.

Por todo esto, el trayecto seguido por la filosofía puede condensarse en los siguientes hitos. Primero se aceptó que el alma y el mundo son de la misma esencia. Luego se pusieron a un lado las propiedades de la vida y al otro las de la materia inanimada. En ese punto hubo que elegir: la realidad última había de ser inerte o vital, pero no ambas cosas a la vez. La opción por lo segundo perfiló la tradición  mística, que se dedicó durante un largo período a desentrañar los misterios del tiempo y la justicia. Halló su mejor representante en la personalidad de Heráclito. La otra concibió lo real como una estricta maquinaria geométrica, restituyó el antiguo imperio de la Moira bajo la forma de un atomismo profundamente penetrado de la exterioridad espacial y alcanzó su cima en Demócrito. Heráclito prescindió resueltamente de todo lo que significara cantidad y pluralismo cuando echó a un lado la rígida división territorial que acompañaba a la Moira y defendió que no hay final que no sea principio ni nacimiento que no sea muerte. Demócrito, por su parte, logró expurgar de la physis el alma y la divinidad, la moralidad y el movimiento vital, para retornar a una arcaica teología fatalista, pluralista y geométrica. Excluyó a Dios y al alma, pero no la inmutabilidad del primero ni la movilidad de la segunda, que trocó en eternidad de los átomos y cambio de posición espacial: sustituyó  physis y díke, por anánke y moira.

Así se expresaron las viejas razones del mito en los conceptos que circulaban en la pólis, heredando la filosofía la antigua naturaleza. En particular, la obra de Platón y Aristóteles significó la pugna por asentar la pólis, surgida al socaire de la actividad del artesano y de la concurrencia de sus productos en el mercado, en el seno de la naturaleza. Ello a pesar de los sofistas y sus nítidas distinciones entre nómos y physis.

2.- El espíritu de la máquina.

Podemos percibir ahora que la naturaleza del labrador tuvo su cantor épico en Homero y su expresión teológica en Hesíodo. Después, en Atenas como en Roma, fue sustituida por la del artesano, que sin embargo no tuvo su eclosión en el mundo anatiguo, sino en el medieval cristiano. Religión de esclavos que habían devenido artesanos, comerciantes y burócratas durante el Imperio, el Cristianismo no amaba la agricultura. Extrañó al habitante del pagus, al pagano, porque percibió en él un ser refractario a las nuevas creencias. Con razón: su actividad inclinaba al gricultor a una fe antigua y al poco aprecio por las nuevas formas de organización a que los hombres se estaban entregando.

Mas también al artesano le llegó su hora y se convirtió en un hombre tradicional o arcaico. Fue visto como naturaleza por las nuevas técnicas. Es la escisión, que siempre opera del mismo modo. Al pensar en la capacidad técnica y sus productos abrimos una zanja que separa al hombre del resto de los seres,  que pasan a ser naturales. En general, pensamos que cuando el río pule la piedra arrastrándola actúa como causa, no como sujeto, puesto que él no se propone modificar la forma de la cosa. Por el contrario, creemos que el hombre, incluso el más primitivo, es ya sujeto, como lo declara el guijarro tallado por él, donde se muestran evidentes los vestigios de una intención. Es ésta, la intención, la que impide a la piedra ser objeto a secas, exterioridad pura y simple, y la convierte en naturaleza humanizada. Así es como  la técnica prolonga la voluntad y espiritualiza la materia. El mundo con el que ella se encuentra no está para que se le entienda, sino para que se le transforme. Nada hay en él capaz de oponer resistencia a la acción del hombre. La técnica interrumpe el reposo del ser. En una de sus formas lo automatiza. Pero esto no sucede antes de que el hombre haya mecanizado su propia alma, para que posteriormente puedan sus manos trasladar el espíritu de la máquina a la resistencia exterior.

Esta manera de ser de las cosas deja de lado al sabio, al alma bella que goza con la sola contemplación de la realidad. Este es un ser puro que, si ha existido alguna vez, no pasa de constituir un subproducto de la historia humana y carece de influjo directo en su decurso.

Pero volvamos a lo que aquí nos ocupa. Se comete error al creer que las costumbres y métodos que acompañan a la máquina son efectos suyos, porque no se advierte que, antes de su instauración y aceptación, es indispensable el lento y persistente trabajo del pensamiento aplicando un orden cuantitativo al espacio, al tiempo, a la vida, a la naturaleza, a su estudio…, a la configuración entera del mundo. Y tiene que haber además en la comunidad alguna tensión por reglamentar de modo preciso la actividad cotidiana, lo que se consigue sometiéndola a las pautas de los horarios y los calendarios. Mumford sostiene (9) que los monasterios cristianos del Occidente medieval se aplicaron concienzudamente a la tarea de dejar extramuros la irregularidad y el capricho, "las fluctuaciones erráticas de la vida mundana", con el fin de dar forma a sus deseos de poder; que trajeron la reglamentación sagrada de la vida cotidiana para poner en práctica un sentido del dominio que les diferenciaba netamente del legado por la debilidad de los hombres de armas.

Esto requiere una aclaración. El deseo, el sentimiento, la pasión… son fuerzas naturales que residen en los hombres. También lo es su satisfacción. Pero si siguen su impulso por el camino más corto, se satisfacen de inmediato y agotan del todo su potencia. Como el aguacero, pueden dar lugar a devastaciones, a manifestaciones temibles de energía liberada. Pero a la tormenta desatada sigue siempre un tiempo bonancible. Si, en lugar de ello, el agua derramada por los campos se somete a una rigurosa reglamentación de pantanos, canales y tuberías, su presión,  aparte de ser mayor, estará siempre a punto. La tensión de lo natural, así  sometida a la razón, es la tensión del arco a punto de disparar la flecha. Anverso y reverso de una sola medalla, la técnica y la naturaleza son aspectos de la misma realidad.  El interés del hombre es también un elemento natural. Cuando es debidamente  encauzado, genera monasterios medievales. Y cuando, trocado en afán de ganancia, se sujeta a previsión y planificación, hace que se propague el capitalismo. Después ya no es posible distinguir lo que pertenece a cada cara de la medalla, como no puede extraerse del emplazamiento del embalse, de su utilización para la obtención de energía eléctrica y el regadío aguas abajo, la pacífica vida ribereña que anteriormente pudo discurrir con el antiguo cauce del río.

La actividad más general del intelecto es la de introducir distinciones: en el mundo externo y en el propio ser del hombre. Cuando el monje construye los muros del monasterio y cuando adopta una vida reglada hasta en sus ínfimos detalles, está dando forma a la misma intención de dibujar los contornos de lo otro con el fin de apartarlo de sí. Declara sagrados su espacio y su tiempo y arroja el resto a lo profano para dar realidad a su idea del orden. Este es el que tiene lugar en los límites de su vida  y  su habitáculo y lo demás es desorden, frente al cual solamente caben la supresión o la resignación. Durkheim enseña que lo sagrado y lo profano no pueden siquiera coexistir en una sola unidad de tiempo, que a cada uno de ellos se asignan momentos o períodos de los que ha sido completamente expulsado el otro y que toda sociedad utiliza la religión para, entre otros fines que le encomienda, poner en práctica esta oposición.

No es necesario decir que la forma concreta que haya de adoptar la oposición viene impuesta por cada cultura particular. Entre nosotros, la causa ha residido en una cierta noción del tiempo, merced a la cual ha funcionado la necesidad social de alternancia entre los dos polos contrapuestos. A ella hemos ajustado toda nuestra vida; nos ha conducido, hace ya varios siglos, a organizarla con vistas a la producción y al comercio. Sólo una vez que se ha utilizado como semilla ha hecho  su aparición  la máquina, como viene la espiga dorada luego de haber depositado el grano en una tierra cuidadosamente preparada y abonada.

Sin embargo, nada hacía predecir para esta idea del tiempo un protagonismo social tan decisivo. En las discusiones de los filósofos es algo inasible. Así en San Agustín, que lo expone con admirable acierto. El tiempo, dice, va de lo que aún no es, pasando por lo que carece de extensión, a lo que no es ya (10). Nótese que fluye extrañamente del futuro hacia el pasado, lo que exigiría más atención de la que aquí se le puede prestar. En lugar de ello, propongo atender al otro punto: aunque el tiempo necesita de alguna extensión para ser medido, ninguna puede sin embargo avenirse a ese propósito, porque no discurre por lo extenso. Ha habido épocas que han creído cerrar esta cuestión por recurso a la estela imaginaria que dejan tras de sí los cuerpos celestes. Han identificado el tiempo con el tránsito de éstos, pero, como arguye el santo, han incurrido en un serio error, ya que entonces no podría decirse que la rueda del alfarero giraría más o menos lentamente una vez que todos los astros hubieran detenido su revolución por la cúpula del cielo. Las luminarias celestes, concluye, pueden ser signo de los días, pero no son los días. Estos son una cierta distensión en que los cuerpos se mueven, pero no son el movimiento de los cuerpos.

Newton por su parte indica que, aun pudiendo suceder que no existiera movimiento uniforme alguno con el que poderlo medir, porque todo movimiento real fuera de hecho acelerado o retardado, o que no hubiera movimiento de ninguna clase en el universo infinito, no por ello dejaría el tiempo de fluir uniforme y sin término (11). El tiempo es absoluto; nada tiene que ver con los objetos, que pasan por él sin ser él.

¿No deberíamos decir, empero, que estas respuestas de un teólogo que filosofa y de un aprendiz de teólogo que hace ciencia y también filosofía no bastan para distraernos de la convicción de que las preguntas mismas son un falso problema y que el tiempo absoluto, indiferente a todo devenir, es un mostruo inabordaable por nuestra razón? Comoquiera que sea, esto parece permanecer indiscutible: que el tiempo humano no es distinto ni separable de los hombres, que acumula sus instantes y es el propio de un animal que nace, crece, llega a su madurez, envejece y desemboca en la muerte: una vía de un solo sentido, un proceso jalonado de estados que conservan, uno tras otro, la huella de los anteriores y anticipan el contenido de los posteriores. En consecuencia, el tiempo de los hombres debería ser el ámbito de lo que está en germen, en donde el hoy estuviera preñado del mañana y la sucesión no fuera mera sucesión, sino desarrollo.

Pero ésta es solamente la apariencia de las cosas, pues, en contra de esta supuesta evidencia, en contra de todo sentido animal de la realidad, gravita sobre los hombres el cómputo aritmético de las horas bajo  la  presunción de que la vida se desliza inexorable a lo largo de una pendiente dividida en secciones numeradas. En contra también de la lógica porque, si el tiempo real es matematico, entonces es infinitamente mensurable y, vista desde ese imposible horizonte infinito, cualquier edad tiende a cero. Parecería, en consecuencia, que nunca se habría de admitir a este gris emisario del reino abstracto de las secuencias numéricas. Estaba en contra de ello además la errónea creencia de que la síntesis de los fenómenos se opera por medio de una forma pura universal ajena a la cultura.

Esa creencia es errónea porque, aunque poseemos una aptitud general  a priori para conectar hechos según un antes y un después, los nexos específicos y variados con que los ponemos en relación proceden del medio social. En él se fragua nuestra capacidad sintética y en él se impone, con la fuerza insensible, pero efectiva, que le da el actuar como ideas de la mente del individuo y deseos de su voluntad. La cultura es general y actúa por sí sola, tejiendo una intrincada madeja que pocas veces pueden desenredar los particulares, a cuyo través se teje sin embargo, con el hilo de sus pensamientos y emociones. Que un raro azar o una eventual necesidad logren a vece que un hombre se haga cargo de esta inmensa obra, de modo que parece apropiarse de toda la tradición y alumbrar un nuevo universo en su cabeza, como ocurrió con Aristóteles, Descartes, Kant o Hegel, es  sólo la apariencia de las cosas, pues en realidad sus ideas no son sino culminaciones de largos procesos anteriores.

Luego no puede causar sorpresa el triunfo del tiempo irreversible, de momentos entre sí indiferentes, como el que nos sugiere insidiosamente el reloj prendido en la muñeca. Su aceptación presupone haber reglamentado y compartimentado la vida toda al compás de los monótonos latidos de ese diminuto artilugio eléctrico: presupone el surgimiento de una fantasmal franja dividida en años, días, horas, minutos…, en moldes que pueden pasar ante nosotros inexplicablemente llenos o vacíos de experiencia: presupone finalmente la satisfacción o la ansiedad por los minutos ganados, por los minutos perdidos,por los minutos ahorrados… Es el tiempo lineal por fin vivido, es la vida del tiempo, que no es sino la nuestra propia.

Este raro artefacto intelectual, cuya admisión paracía inverosímil, adquiere así el rango de naturaleza íntima para los que hemos aprendido a ver el desararollo como sucesión, los nacidos en una era que puede ser rigurosamente llamada matemática. Ahora graduamos por igual, con el mismo tic-tac nervioso e inaudible, las convulsiones y cataclismos de la historia o su lenta y rutinaria cadencia de períodos irrelevantes.

La humanidad ha necesitado un dispendio de varios cientos de generaciones para el simple paso que hay entre dormir cuando se está cansado y sentir cansancio cuando ha llegado la hora marcada para el sueño. Ha sido un largo período de domesticación del impulso animal. Al principio medía los sucesos un reloj fisiológico. Al final actúa con rigor otro patrón del tiempo, cuya sola presencia atestigua una urgencia social, la de comprimir las actividades humanas en los estrechos cauces que ha fijado una programación previa.

El nuevo patrón lo ha impuesto finalmente el capitalismo al enseñar a los hombres a pensar en términos de peso y número, a hacer de la cantidad un criterio de valor y no una mera indicación suya. Y lo ha enseñado obligando a los trabajos sujetos a horario, a los contratos minuciosamente medidos, los pagos en fecha fija, las comidas cronometradas, las viviendas simétricamente iguales, los contactos sexuales sincronizados, la actividad general reglamentada…; es la mecanización del hombre moderno, la instrumentalización de su ser y su sometimiento a la regla de la cantidad, que encarnan de modo evidente la entraña de la máquina. Su precedente, dice Munford (12), fueron los esclavos egipcios arrastrando las piedras al ritmo restallante del látigo, los remeros, también esclavos, de las galeras romanas, que estaban limitados a simples y exactos movimientos…Toda institución social que haya tendido a la previsión y la reglamentación debe ser contada entre los antecesores de la máquina: la moneda, el comercio, la industria, la política democrática, los monasterios medievales…

Las concepciones de la naturaleza son también concepciones del tiempo. En la historia europea se ha pasado de un modelo biológico, presente en la tierra del antiguo agricultor, en algunas ideas importantes del mito y en otras de la filosofía, a otro mecánico, que asimismo participa por igual de la producción económica, la religión y la filosofía. Entre ambos, el interludio artesanal. La técnica, por su lado, ha sido la encargada de plasmar en la práctica el modelo de que se tratara en cada caso. Ella es siempre el demiurgo que origina nuevos seres en la masa informe del mundo externo. Las formas en que fija su atención pueden estar dispersas por todos los lugares de la cultura. Pueden ser imprevistas. Tal vez contribuya a mostrarlo un ejemplo no mencionado todavía:  cuando, en el siglo  VII a.d.J.,a el vendaval de la lírica arrasó el anterior ideal heroico, dejó el campo libre para la germinación de un nuevo ser, el individuo, que apareció así bruscamente, mostrando con una intensidad hasta entonces desconocida los valores de la experiencia. Pero los placeres, las emociones, el amor, la melancolía…, trajeron consigo una nueva noción del tiempo, porque el hombre que cifra en ellos lo mejor de su vida aprende pronto a aterrorizarse por la destrucción inevitable a que está destinada la individualidad. En efecto, el tiempo eterno de los dioses no es, como para los héroes, el lienzo donde se pintan los sentimientos humanos. Si es cierto que la cultura ha sido hecha para que los hombres se olviden de la muerte, parecería que  la lírica sirvió para abrir una brecha en la memoria por la que asomarse a la negrura espesa de la nada. Esta clara conciencia de destrucción, germen a la vez de la lírica y la tragedia griegas, estuvo presente en amplios sectores de la filosofía. Algunos se esforzaron en negar esa maldición del tiempo humano y acceder de nuevo a una existencia divina desde la que exorcizar toda duración (13). En otros persistió la tendencia  traida por el individualismo. De ella se extrajo por último el tiempo lineal, que paradójicameante fue también irreversible e inacabable cuando se consideró que fluye indiferente a los esfuerzos y sentimientos humanos.

Los antiguos griegos, que presenciaron esas convulsiones, pertenecían a una sociedad que pretendía instalarse en un ayer siempre recobrado, adueñarse del devenir y volverse de espaldas a él a través de sus mitos fundacionales. La filosofía suplantó al mito cuando el pensamiento tuvo que enfrentarse a las actividades artesanales para integrarlas en lo natural. Por esto mismo puede estimarse también  que lo continuó. No ha sido la última vez que ha tenido lugar un proceso semejante, como puede descubrirse en los tiempos modernos. Con una diferencia: que ahora no son el artesano y su actividad los que han sobrevenido, sino la máquina y la suya. La oposición entre lo natural y lo artificial simplemente se ha trasladado de lugar.

3.- Resumen:

En sentido estricto, la filosofía griega ni se opone al mito ni lo continúa. Se ocupa, igual que él, de la naturaleza, pero, al tratar de profundizar en ella, la construye. Esto que sucede en el plano espiritual, sucede también de modo paralelo en el práctico. Sin embargo, ambos registros no se limitan a superponerse, reflejarse o causarse. Solamente la investigación puede determinar el papel que corresponde a cada cual. Por un lado, se pasa de la religión a la filosofía, si bien la primera no desaparece, sinoque sigue otro camino, con otros desarrollo y otros contrastes. Por el otro, se pasa de la técnica agrícola a la artesanal, pero tiene además lugar la introducción y extensión de la moneda, la política democrática y el comercio, que son procesos concomitantes. En un lugar y en otro tiene un puesto de privilegio la naturaleza. A los partícipes del momento histórico se les presenta como una oposición entre ésta y la técnica y a través de la oposición, inclinándose por una u otra de las alternativas o tratando de integrarlas, procuran resolver el conflicto. Pero realmente no hay tal conflicto, porque la naturaleza nunca existe para el hombre en estado puro, sino que es siempre producto de la acción humana, sea de la acción instrumental, sea de la simbólica. La naturaleza es resultado.

Un paso semejante se ha dado con la revolución industrial europea del siglo XVIII. Desde el punto de vista del sentido, aunque no de la finalidad, el escalón es superior. La naturaleza artesanal,que se originó en la antigua ciudad-estado, culminó en el sistema gremial de la Edad Media  y fue sustituida por la mecánica en el período ilustrado. Sus antecesores filosóficos, entre otros que se le podrían asignar, son las reflexiones sobre el tiempo que van desde San Agustín hasta Newton. Su antecesor social más evidente es el capitalismo, pero también lo ha sido toda institución que haya tendido a reglamentar la acción humana.

En consecuencia, la oposición entre lo natural y lo artificial tiene una función que cumplir en la interpretación de lo sucedido en la Grecia antigua, pero también la tiene en lo sucedido en un tiempo reciente. Solamente hay una variación importante: que dicha oposición se ha trasladado de escenario.  Esta es una lectura integradora de los hechos que seguramente podría sustentarse en Aristóteles, el filósofo que entendió que la naturalización de la técnica pasa por la tecnificación de la naturaleza.


NOTAS

1) Falcón Martínez, C. y otros, Diccionario de la Mitología Clásica, Alianza Editorial, Madrid, 1980, vol. II, pág. 630.
2) Citado en Duque, F., Filosofía de la técnica de la naturaleza, Tecnos, Madrid, 1986,  págs. 22, 23.
3) Duque, F., op. cit., pág. 62.
4) V. Vernant, J. P., Mito y pensamiento en la Grecia antigua, trad. de J.D. López Bonillo, Ariel, Barcelona, pág. 256.
5) V. Duque, F., op. cit., págs. 249 y ss.
6) Aristóteles, Physica, II, 8.
7) Citado en Cornford, E., De la religión a la filosofía, trad. de A. P. Ramos, Ariel, Barcelona, l984, págs. 154, 155
8) Mumford, L., Técnica y civilización, trad. de C. A. de Acevedo, Alianza Universidad, Madrid, l971, págs. 29 y ss.
9) San Agustín, Confesiones, XI.
10) Koyré, A., Del mundo cerrado al universo infinito, trad. de C. Solís Santos, S. XXI, Madrid, 1979, pág. 152.
11) Mumford, L., op. cit., ibid.
12) Vernant, J. P., op. cit., págs. 109-110


 

Share

Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
Esta entrada fue publicada en Sin categoría. Guarda el enlace permanente.