Del modelo apocalíptico del pensar
El modelo primigenio, el que todos los demás imitan en secreto aunque lo nieguen, es el del Apocalipsis bíblico. Ningún otro ha estremecido con tanta hondura las estancias del alma. Ahí está el caballo negro, cuyo jinete sostiene una balanza como si pesara no sólo el trigo y la cebada, sino el alma del mundo. Y el caballo amarillento —color de enfermedad y médula—, cabalgado por la Muerte, seguido de cerca por el Abismo, con potestad de destruir una cuarta parte de la tierra, como si el planeta fuera una gran hogaza que se parte entre ángeles ciegos.
Después vinieron otros. Siempre vienen otros.
Lactancio, un cristiano de la era de Diocleciano, vio el fin del mundo con ojos de campesino y manos de clérigo. Dijo que el Sol se apagaría, que la Luna se cubriría de sangre, que las estaciones se volverían locas como pájaros atrapados en un granero en llamas. Su mundo era agrario y tembloroso, y sus visiones reflejaban cielos turbios, campos sin pan, noches eternas. Sus palabras, como las de tantos que viven bajo la espada, brotaban del miedo y del hambre, de la persecución y del fracaso del orden.
Años, siglos, milenios después, Gribbin, desde la torre helada de la ciencia, dijo lo mismo sin decir lo mismo. Su Sol moría no por castigo divino sino por el agotamiento del hidrógeno. Las ecuaciones reemplazaban a las trompetas. Y sin embargo, el destino era el mismo: la Tierra, engullida. El cielo, devorador. La especie, extinguida.
Apocalipsis y astrofísica. Profecía y cálculo. Lo mismo.
Entre Lactancio y Gribbin, cientos —miles— de augures han desfilado. Algunos con túnicas, otros con bata blanca, otros con chaqueta de tweed y columna de opinión. Todos hablando del fin. El género no se agota. No puede agotarse. Porque la humanidad, cuando no teme a los dioses, teme a sí misma. Y cuando no puede mirar hacia arriba, escarba hacia abajo, como topo ciego buscando su tumba.
Repasar estas profecías es como abrir un álbum de familia en el que los retratos han amarilleado. Allí están nuestros miedos antiguos, nuestras esperanzas mohosas, los abrazos de quienes ya no están, las consignas escritas a mano con tinta que se corre. Y uno, al mirarlo, siente una mezcla de ternura y vergüenza. Como al recordar aquel amor adolescente que parecía eterno.
Pero hay algo que no cambia. Una estructura, una malla invisible hecha de conceptos y sentimientos. Más sentimientos que conceptos. Una urdimbre que no cede. Lo apocalíptico es nuestro idioma más íntimo. Y aunque hoy hable de ozono, de hielo, de carbono, sigue siendo la misma canción que cantó Juan en Patmos, que murmuró Lactancio entre ruinas, que codificó Gribbin en su laboratorio.
Mira los últimos sesenta años. Cada década su Armagedón.
Primero fue el petróleo: “Se agotará”. Se dijo con certeza, como quien sentencia a muerte a un condenado que no se presenta. Los coches se detendrían, los frigoríficos gemirían su último aliento, y la Muerte, ese jinete fiel, cabalgaría por las autopistas vacías. No sucedió.
Luego la capa de ozono: “Moriremos quemados por un sol sin piedad”. Se esperaba una Edad de Cáncer. Tampoco sucedió.
Después, la mini Edad de Hielo. El retorno del frío ancestral, Inglaterra como Siberia, los campos como lápidas blancas. No llegó.
Luego, el deshielo: mares que suben, islas que desaparecen, ciudades tragadas por el azul. Todavía esperamos al caballo amarillento.
Cada una de estas profecías duerme ahora en hemerotecas y archivos digitales como insectos fosilizados en ámbar. Son pruebas de un miedo eterno. Son fósiles del alma.
Pero los profetas no se cansan. Hoy nos dicen que no comamos carne, que no tengamos hijos, que no usemos gas ni coche ni jardín ni calefacción. Que la Tierra —así, con mayúscula reverente— está herida, y que nosotros somos el puñal. Lo dicen sin explicarnos qué entienden por “naturaleza”, como si la palabra bastara.
Hay agendas. Hay cumbres. Hay logos.
Y habrá otros después de estos. Siempre los habrá. Porque los hechos pasan. Las personas, también. Pero los modelos… ah, los modelos explicativos, los moldes con los que horneamos nuestras pesadillas… esos no pasan.
Como el caballo amarillento, dan vueltas y más vueltas en la pista, esperando la señal para entrar de nuevo en escena.
Y tal vez un día lo hagan.
O tal vez no.
Pero en el fondo, lo sabemos: lo que nos aterra no es el fin del mundo, sino que el mundo no tenga sentido. Que toda esta larga historia de polvo y fuego no conduzca a ninguna parte. Por eso seguimos inventando fines. Para que al menos haya un punto final.
Para que alguien —quizás un niño, en un jardín, entre lirios y libélulas— pueda un día cerrar el libro y decir: “Así terminó todo”.
Y sonreír.