Europa, el viejo continente que aprendió a morir con lentitud

Durante siglos, las naciones de Europa bailaron la danza del suicidio con los ojos vendados. Se entregaron unas a otras como amantes que sólo supieran amar a través del fuego. Cien años más o menos, pero ¿quién cuenta los días cuando la sangre empapa los calendarios?, desde el siglo XVI al XVII, intentando borrarse unas a otras del mapa. Pero el trueno cesó un día, no porque llegara la paz, sino porque todos comprendieron, exhaustos, que no podían destruirse del todo. Así nació Westfalia: no la paz verdadera, sino un pacto de vigilancia mutua, como vecinos armados hasta los dientes que espían desde detrás de las cortinas.

Pero Hobbes, el viejo lobo inglés que miró dentro del corazón humano y vio la tormenta, lo sabía: la guerra no necesita balas para existir, basta la amenaza. Así como el cielo nublado no moja, pero asusta, Europa vivió así, en guerra latente, en la antesala del trueno, esperando que la primera chispa bastase para encender la pradera.

Entonces llegaron los monstruos del siglo XX. Dos guerras que llamaron «mundiales» porque, en su egolatría, los europeos seguían creyéndose el ombligo del orbe. Pero cuando el humo se disipó y la carne dejó de arder, lo que quedaba eran escombros imperiales: potencias achicadas, heridas, naciones replegadas como animales asustados dentro de sus fronteras, incapaces de sostener su viejo orgullo.

Y en ese momento, hicieron algo extraño. En vez de alzarse otra vez, decidieron reunirse. Se tomaron de las manos y se acurrucaron bajo la sombra de un roble lejano: la OTAN. Pero el árbol no era suyo, sino americano, y bajo su copa, Europa se transformó en otra cosa: un parque temático, una postal, un recuerdo. Delegaron sus espadas, se disfrazaron de democracias florales y fingieron que el mundo era seguro. No miraron al Este.

No miraron a Rusia.

Y Rusia no es una nación cualquiera. Es una criatura antigua, un oso herido que no sabe vivir sin ampliar su cueva. Siempre lo ha sido. En Viena, en 1815, Alejandro I, poseído por sueños ortodoxos, soñó con una Rusia extendida de Lisboa a Vladivostok. Luego Stalin, con su fe de hierro, quiso lo mismo con otro ropaje: primero expandir la revolución, después edificar un muro de escudos humanos en forma de Polonia, Hungría, los Bálticos, toda una colección de títeres que le sirvieran de escudo ante el Occidente hostil.

Putin es sólo un eco. Un nombre más en la saga que no termina. Quien crea que el problema es él, y no la criatura que lo engendró, no ha entendido nada.

Y ahora estamos aquí. Varios años han pasado desde que Ucrania empezó a arder. ¿Estamos cerrando un libro o abriendo otro? ¿Se acerca el final de una era o la alborada de algo peor?

Algunos dicen: si gana Rusia, mal; si gana Ucrania, bien. Pero no hay victoria alguna en el horizonte. Tal vez lo único posible sea el estancamiento, el pantano infinito, la guerra que nunca muere, como una llaga sin cierre.

¿Y quién gana mientras tanto? No Occidente, desde luego. Europa y Estados Unidos, ese viejo dúo que creyó haber domesticado al mundo, no parecen estar cosechando nada más que desconcierto. En cambio, hay otros que acechan como lobos entre la maleza: China, Rusia, India, Turquía, Irán, Brasil… esperando el momento oportuno para saltar hacia el lado que más calor prometa.

Occidente está cansado. Ha ganado poco y tiene mucho que perder. Y si esto no es el fin de una era, si lo que comienza es otra… puede que no haya aplausos, ni himnos, ni marchas gloriosas. Puede que comience con un silbido, con un destello en el cielo nocturno que nadie esperaba ver. No un Armagedón de película, sino algo más gris, más real, más silencioso.

¿Y por qué lo temo? Porque cada mes, sin falta, Rusia golpea su pecho con palabras nucleares, como el gorila que quiere amedrentar con su tambor interior. Y la OTAN, paralizada por el eco de esas amenazas, no se atreve a actuar como podría, no quiere cortar
la raíz del ejército ruso en Ucrania, por si al hacerlo estalla el cielo.

Así estamos: en el umbral. En ese instante inmóvil donde el aire huele a ozono y el trueno aún no ha caído. Europa, de nuevo, espera. Como en el siglo XVII. Como siempre.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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