Kant nació en Könisberg (Prusia), hoy Kaliningrado (Rusia) el 22 de Abril de 1.724, en el seno de una familia de artesanos. Educado en los círculos de la religión pietista (reacción contra el luteranismo), ingresó con ocho años en el colegio Fridericiano, donde adquirió sobre todo el gusto por la lectura de los autores latinos. A los 17 años se matriculó en la Universidad de Könisberg para acudir a las clases del entonces célebre profesor M. Knutsen, que fue quien consiguió despertar en él el interés por la ciencia. Profesor de filosofía y matemáticas, Knutsen fue además quien le dio a conocer las obras de Newton, a cuyo estudio se consagró con verdadero entusiasmo durante una década. No está nada claro que Kant cursara estudios de Teología, y mucho menos que abrigara el propósito de hacerse teólogo, según defienden algunos comentaristas, como K. Fisher.
Terminados sus estudios universitarios, Kant se vio obligado por falta de recursos a trabajar de preceptor en dos o tres casas distintas. La adquisición del grado de doctor en Filosofía le abrió años más tarde las puertas de la universidad, pero esto no sirvió para aliviar sus problemas económicos. Al contrario, durante quince años estuvo trabajando de Privatdozent, dando muchas horas de clase y de muy diferentes materias, hasta que, con cerca de cincuenta años, pudo acceder a la cátedra de Lógica y Metafísica. A partir de ese momento, Kant concentró todos sus esfuerzos de la que será su obra capital, la Crítica de la razón pura, que vio la luz en el año 1.781. Pocos años después aparecieron la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Crítica de la razón práctica y Crítica del juicio.
Retirado de las tareas docentes en 1.979, por propia voluntad, Kant, cada día más débil, vivió todavía siete años más, muriendo el 12 de Febrero de 1.804.
Introducción.
La trayectoria esencialmente gnoseológica introducida por Descartes en el pensamiento filosófico moderno conduce de la mano de Hume al criticismo kantiano. La idea cartesiana de la razón, que nace precisamente de la búsqueda de la certeza, es decir, de la aplicación rigurosa del método matemático-deductivo, sirvió de punto de referencia al análisis psicológico que los empiristas llevaron a cabo del problema del conocimiento, concretamente el del origen de las ideas. Las distintas respuestas de racionalistas y empiristas a este problema no son una razón suficiente para hablar de corrientes opuestas. Que el yo posea capacidad para producir desde sí mismo una imagen fidedigna de la realidad o que esté sometido a la coacción impuesta por la cosa externa no basta para afirmar que se trate de corrientes contrarias, pues lo que se quiere indicar es que la razón, en un caso, goza de total autonomía, pero no así en el otro. Serían contrarias si fuera cierto que los empiristas oponen al poder de la razón para construir la realidad el poder del objeto sobre ella, de tal manera que, si para los racionalistas lo que llamamos objeto de conocimiento no es esencialmente distinto del sujeto del cual deriva, para lo empiristas tendría que ser al revés, el sujeto sería un simple reflejo o trasunto del objeto. Pero esto no es exactamente así, pues si bien es cierto que la razón para los empiristas se constituye por las percepciones y de ellas se nutre, no se reduce a ellas, ya que las reglas para combinar y asociar las percepciones no se derivan de la experiencia.
En cualquier caso, lo que resulta claro es que detrás de las discusiones entre racionalistas y empiristas sobre el conocimiento subyace un problema genuinamente metafísico: la antítesis sujeto-objeto, punto de partida inevitable del examen del conocer. La reflexión sobre estas dos esferas separadas del ser, el yo y el mundo exterior, así como la relación entre ellas, se remonta a los orígenes del pensamiento filosófico griego, aunque, si es verdad la opinión de Ortega y Gasset, los griegos no llegaron a ser nunca plenamente conscientes de la separación de esas dos esferas. La oposición sujeto-objeto, siempre según Ortega, sería obra de Descartes. La pretendida crítica de los empiristas a la metafísica, a excepción de Hume, no sirvió para socavar las bases metafísicas de la teoría del conocimiento.
La crítica psicológica de Locke, que parecía inicialmente dirigida contra la metafísica del sujeto, supuso a la postre una vuelta al realismo anterior al siglo XVII. El viejo esquema sujeto-objeto es en Locke algo incuestionado, nunca puesto seriamente en duda. El conocimiento es el resultado de la síntesis de las sensaciones proyectadas sobre el alma desde el exterior. El yo y los objetos externos son realidades presupuestas, anteriores a la acción misma de conocer, no resultados de la misma.
La eliminación de la sustancia externa por Berkeley, aceptada básicamente por Hume, sirvió tan sólo para conferir al otro plano de la realidad, el ser de la conciencia, un contenido y una autonomía tan sólidas como el cogito cartesiano. Sólo Hume fue capaz de llevar a término el proceso de disolución del ser, tanto del exterior como del interior.
Ahora bien, la negación del viejo esquema metafísico sujeto-objeto equivale a negar la posibilidad misma del conocimiento. Precisamente es en este momento cuando hace su aparición la filosofía kantiana, que, por lo menos en sus comienzos, nada sabe de las cosas y tampoco del alma. El objetivo prioritario de la crítica kantiana del conocimiento no es el yo, ni sus relaciones con los objetos exteriores, sino el análisis del concepto de la experiencia y de las leyes que hacen posible el conocimiento empírico. El mundo externo y el alma no tienen existencia en sí y por sí, sino que nacen con el proceso de la experiencia. Por eso lo decisivo para Kant es el examen de los juicios que hacen posible el conocimiento empírico.
I. Los juicios sintéticos a priori.
Kant aborda el examen del conocimiento prescindiendo de consideraciones metafísicas y psicológicas sobre el yo y los objetos. El punto de partida es ahora el análisis lógico de los juicios que expresan el conocimiento. Los juicios son la unión de dos conceptos, sujeto y predicado, y pueden ser de varias clases según sea la conexión entre el sujeto y el predicado y según el grado de certeza que contengan.
A. Juicios a priori y juicios a posteriori o empíricos.
Atendiendo al criterio de su validez, los juicios pueden ser a priori y a posteriori. Los primeros, como afirma Hume de las relaciones de ideas, son proposiciones demostrativamente ciertas, lo que indica que su verdad se establece al margen de la experiencia. Los juicios a posteriori, en cambio, son verdaderos o falsos dependiendo de la experiencia.
En palabras de Kant, los primeros son universales y necesarios, pero los juicios a posteriori no son una cosa ni la otra. Universalidad y necesidad son, pues, criterios determinantes de lo que es un conocimiento a priori o puro. Ambos conceptos están estrechamente ligados, pero no se confunden. Según el primero, decimos que no cabe concebir como posible excepción alguna al contenido del juicio. En cuanto a la necesidad, ésta se opone a contingencia, lo que implica que si afirmamos de algo que posee tales o cuales características, no cabe aceptar que pueda ser de otro modo.
Universalidad y necesidad son, pues, criterios determinantes de lo que es un conocimiento a priori o puro. Ambos conceptos están estrechamente ligados, pero no se confunden. Según el primero, decimos que no cabe concebir como posible excepción alguna al contenido del juicio. En cuanto a la necesidad, ésta se opone a contingencia, lo que implica que si afirmamos de algo que posee tales o cuales características, no cabe aceptar que pueda ser de otro modo.
B. Juicios analíticos y juicios sintéticos.
Cuando el criterio utilizado corresponde a la relación entre los elementos del juicio, tenemos otra clase: analíticos y sintéticos. Juicios analíticos son aquéllos cuyo predicado B se halla implícitamente contenido en el concepto del sujeto A. Por eso se llaman también juicios explicativos. En los juicios sintéticos, sin embargo, el predicado B no pertenece al sujeto A, se añade a él. Estos son juicios extensivos. En el primer caso la conexión entre B y A es el principio de identidad. En el segundo la conexión se funda en la experiencia. Los juicios analíticos son sin excepción juicios a priori, independientes del testimonio de la experiencia, pues para formularlos no es necesario salir del examen del concepto. En cambio, los juicios sintéticos no son juicios a posteriori, al menos no lo son todos, aunque en sentido inverso sí es verdad que todos los juicios a posteriori son juicios sintéticos. Existen juicios sintéticos a priori. Son juicios extensivos que carecen, sin embargo, del apoyo de la experiencia para establecer la conexión entre el sujeto y el predicado. Qué sea lo que hace posible la síntesis en los juicios sintéticos a priori es precisamente el objeto de la crítica kantiana de la razón pura.
Un juicio sintético a priori de la forma “todo lo que sucede tiene una causa” se distingue del juicio analítico “los cuerpos son extensos” en que el concepto de causalidad no está contenido en el sujeto como lo está el concepto de extensión en la idea de cuerpo. De la idea de que algo empieza a existir no se infiere que haya una causa que lo produzca, porque siempre puedo concebir sin contradicción lo contrario, a saber, que algo surja sin el concurso de causa alguna. En esto Kant no hace otra cosa que seguir a Hume. Como también en la idea de que la experiencia no nos ofrece testimonio alguno de la conexión causal. Por eso no puede tratarse de un juicio sintético a posteriori de la clase “los cuerpos son pesados”, pues la condición de pesado sólo nos es conocida por la experiencia.
¿De dónde procede entonces el vínculo que nos permite pasar de la causa al efecto? En Hume la causalidad es un principio psicológico que se origina por la acción combinada de los sentidos, la memoria y la imaginación, que nos llevan de una impresión presente a otra que aún no ha sucedido. Descansa, pues, en la costumbre y el hábito. Por él introducimos en el mundo el orden, la regularidad y la necesidad que son los requisitos que hacen posible la ciencia. Pero la necesidad y el orden de la naturaleza no pueden descansar en un suelo tan poco firme. Kant se negó a aceptar una conclusión así. La causalidad para el filósofo alemán es, como se verá más adelante, un concepto a priori del entendimiento, responsable de la unidad sintética de las percepciones.
A decir verdad, el camino psicológico emprendido por el empirismo inglés había llevado las discusiones sobre el conocimiento a una situación difícilmente sostenible, pues al abstraer las leyes del pensamiento de la organización psicológica individual no sólo se renuncia a tratar el problema de la validez del conocimiento, sino que además los resultados de la acción del pensamiento se reducen al ámbito subjetivo y contingente de los mecanismos de la actividad cerebral. Kant intenta por todos los medios alejar la teoría del conocimiento de la intromisión de la psicología y en tal sentido el principal objetivo es la búsqueda de las leyes o principios lógicos dotados de validez general y objetiva que hacen posible el conocimiento de los objetos. Y ello ha de hacerse sin renunciar al conocimiento basado en la experiencia, pues precisamente se trata de buscar en ella las leyes necesarias de tipo apriórico, que conviertan a un conocimiento tal en un saber objetivo.
Juicios según su validez |
A priori. Ej.: El todo es mayor que la parte. |
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A posteriori: Ej.: Un día lluvioso es un día frío. |
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Juicios según la relación sujeto – predicado |
Analíticos. Ej.: Los cuerpos son extensos. |
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Sintéticos. Ej.: Los cuerpos son pesados. |
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Juicios científicos |
Sintéticos a priori. Ej.: Todo lo que sucede tiene una causa |
El problema que subyace a esta clasificación es el de la validez de los juicios de la ciencia, los cuales, por el hecho de originarse en la experiencia, no pueden reclamar para sí la objetividad y certeza de los juicios analíticos. El siguiente texto de Kant nos lo indica con suficiente claridad:
“¿Cómo cobran los juicios empíricos y sintéticos un carácter general? ¿No poseemos, junto a los principios formales de los juicios racionales, otros principios formales para los juicios sintéticos y empíricos? ¿No son los mismos los principios formales de la relación real que los de la relación lógica?”[1]
Los principios formales de identidad y contradicción, según Cassirer, ceden el puesto a otros principios también lógicos: “los principios formales puros de la experiencia y del conocimiento matemático”, que son los que forman la base de la razón humana.
II. Los límites del conocimiento.
La sustitución de los procesos del pensar por el análisis de sus resultados nos sitúa ante la ciencia y la metafísica. Kant afirma que la primera es un saber formado por juicios sintéticos a priori, juicios extensivos, y al mismo tiempo universales y necesarios. En cambio, la metafísica, que tradicionalmente ha sido considerada como la primera de todas las ciencias, no es seguro que lo sea y en consecuencia habrá que indagar si en ella se puede dar esa clase de juicios.
Por eso lo primero es descubrir las condiciones que hacen posibles los juicios sintéticos a priori en las matemáticas y en la física. La matemática es un conocimiento sintético, no analítico, que se apoya en las formas a priori de la sensibilidad, que son el espacio y el tiempo. La física es también un conocimiento sintético, que descansa en los conceptos puros del entendimiento, llamados categorías.
A. Espacio y tiempo.
Son intuiciones puras, no empíricas. Pertenecen a la sensibilidad, que es la “capacidad de recibir representaciones, al ser afectados por los objetos”[2], pero no son la materia de las sensaciones, sino su forma. Por eso se dice que no son intuiciones empíricas, sino puras o a priori. La materia de la sensibilidad representa lo que nos es dado por el objeto. La forma, por el contrario, es la condición a priori de toda sensación, tanto externa como interna, por lo que no constituye una cualidad de los objetos. Espacio y tiempo pertenecen al sujeto, pero no son tampoco una cualidad suya, sino los medios o principios puestos por el sujeto para unificar el material de las sensaciones. No son cosas exteriores, por lo tanto, y tampoco son cosas que estén en nosotros. “El espacio y el tiempo, nos aclara Cassirer, no han pertenecido a ninguna cosa antes del acto en que brotan, porque para nosotros toda cosa nace precisamente en este acto y con él”[3].
Las formas de espacio y tiempo constituyen las “reglas necesarias y objetivamente válidas” que permiten la unificación de las sensaciones y de este modo posibilitan el conocimiento de los objetos.
Estas formas son a priori porque no son algo dado en las sensaciones, antes bien son las condiciones de toda sensación, que pertenecen a nuestra capacidad de conocer los objetos. Por todo ello se puede decir que el espacio y el tiempo son principios subjetivos cuya función es servir de medios para construir la objetividad. Kant denomina trascendentales a tales principios, por constituir las condiciones de la objetividad, es decir, por hacer posible no solamente el conocimiento a priori de los objetos, sino también su existencia.
Espacio y tiempo son las condiciones que hacen posible el conocimiento sintético de las matemáticas. En efecto, la base de la geometría es el espacio. El tiempo lo es de la aritmética. En Newton el espacio y el tiempo absolutos son supuestos como premisas firmes e inamovibles de las cuales nada sabemos por los sentidos. Si bien a efectos prácticos lo que cuenta en la física, y eso sí es observable, es el tiempo y el espacio relativos, que se traducen en relaciones espacio-temporales entre los cuerpos. A efectos de teoría del conocimiento, sin embargo, esos absolutos tienen enorme interés, tanto más cuanto mayor es la adhesión al principio empirista de Newton y sus seguidores.
El planteamiento kantiano, según acabamos de ver, es que espacio y tiempo son intuiciones a priori, no empíricas, pero no son conceptos del entendimiento, porque no pueden ser producto de una abstracción. Son representaciones singulares y únicas: los diferentes tiempos y espacios de que a veces se habla no son sino partes de un solo tiempo y de un solo espacio. En suma, espacio y tiempo son formas a priori de la sensibilidad y condiciones de la matemática, a la cual suministra el material necesario para hacer de ella un conocimiento sintético dotado de validez universal.
B. Las categorías.
Los objetos de la física no son intuiciones puras, sino empíricas. Las intuiciones empíricas constituyen la materia del conocimiento científico, pero ¿cómo es que la ciencia física puede estar tan bien formada por juicios sintéticos a priori? La respuesta está en la matemática, que es de donde la física obtiene los principios sintéticos a priori que le hacen falta para convertirse en una ciencia exacta.
Esos principios a priori de naturaleza matemática resultan de las determinaciones del espacio y el tiempo, que son obra de los conceptos del entendimiento. Sin ellos no habría conocimiento de ningún tipo. Y tampoco sin intuiciones, claro está. El conocimiento científico está hecho de la unión de los dos elementos, conceptos e intuiciones. La intuiciones pertenecen a la sensibilidad, capacidad por medio de la cual nos es dado el objeto, y los conceptos corresponden al entendimiento, que es “la capacidad de pensar el objeto de la intuición”[4]. Las primeras aportan al conocimiento el contenido y los conceptos las reglas para unificar el los datos de la sensibilidad. “Los pensamientos sin contenidos son vacíos; las intuiciones sin conceptos son ciegas”, afirma Kant[5].
Ahora bien, los conceptos, igual que las intuiciones, pueden ser a priori y a posteriori. Son a posteriori las conceptos que contienen alguna sensación. A priori sólo aquéllos que están libres de toda impresión. Así decimos que el concepto rosa es un concepto empírico porque es inseparable de sensaciones como el color, la fragancia, etc…
Para los empiristas los conceptos son todos de este último tipo: resultado de las impresiones sensibles, de las cuales derivan, por un proceso de abstracción que nos permite separar las cualidades comunes de las que no lo son. Berkeley decía que si quitáramos a la rosa todas sus cualidades sensoriales, el objeto dejaría de existir. Kant asiente en parte: sin impresiones no hay objeto. Sin embargo, el objeto no se reduce a la suma de las impresiones, ya que, de ser así, no dejaría de ser una unión puramente subjetiva. En la rosa hay sin duda percepciones, intuiciones sensibles, pero hay algo más. Lo que queda, si suprimimos todas las impresiones, es el concepto de objeto en general, cuya función es dar unidad a las cualidades cuando éstas se presentan a la sensibilidad. Las diferentes formas de que se vale el entendimiento para llevar a cabo la unificación de las cualidades sensibles se denominan categorías.
Las categorías son los conceptos puros del entendimiento que hacen posible el conocimiento de los objetos, porque gracias a ellas se lleva a cabo la unidad sintética de las intuiciones empíricas, que de este modo se convierten en un conocimiento objetivo. Son también trascendentales, como el espacio y el tiempo, ya que condicionan simultáneamente el conocimiento y su objeto.
De la forma lógica de los juicios, clasificados ahora según la cantidad, la cualidad, la relación y la modalidad, Kant extrae la siguiente tabla de las categorías:
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Unidad |
Categorías de la cantidad |
Pluralidad |
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Totalidad |
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Realidad |
Categorías de la cualidad |
Negación |
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Limitación |
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Sustancia |
Categorías de la relación |
Causalidad |
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Comunidad |
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Posibilidad |
Categorías de la modalidad |
Existencia |
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Necesidad |
La función de las categorías está perfectamente delimitada. Su campo de aplicación lo constituyen las intuiciones empíricas. Lo que quiere decir que los conceptos a priori del entendimiento no pueden extenderse más allá de los datos de la sensibilidad. Y que sólo puede haber conocimiento de los objetos que nos son dados a través de la experiencia. Cuando lo que se pretende, como ha hecho tradicionalmente la metafísica, es llegar a conocer los objetos absolutos, es decir, las cosas que caen fuera del ámbito de lo sensible, se está haciendo un uso incorrecto de las categorías.
El conocimiento se halla, pues, limitado por esta exigencia: que no podemos traspasar con nuestros conceptos a priori los límites impuestos por la experiencia.
La frontera entre lo que es y lo que no es objeto de conocimiento viene trazada por la distinción kantiana entre fenómeno y noúmeno. Fenómeno es un término que, según manifiesta Cassirer[6], fue tomado del lenguaje de la ciencia. Significa literalmente lo que aparece, pero no es por ello algo opuesto a realidad. Para Kant, el fenómeno es el objeto sensible, lo que aparece ante nosotros en el espacio y en el tiempo. Ello indica que no puede ser algo ilusorio e irreal, sino todo lo contrario, ya que lo que designa es la realidad empírica como tal, la cual representa el único objeto de conocimiento posible.
El noúmeno, o cosa en sí, es aquello que se halla fuera del marco de la experiencia, por lo que no puede ser objeto de ninguna intuición sensible, ni puede obtenerse, en consecuencia, conocimiento alguno de él. La diferencia entre fenómeno y noúmeno corresponde a la distinción platónica entre objetos sensibles e inteligibles, pero Kant no sigue a Platón en la defensa de una doble realidad, sensible por un lado e inteligible por el otro. Los objetos inteligibles no son reales, no tienen existencia empírica. Podemos pensarlos, pero nunca llegar a conocerlos, pues sólo puede conocerse lo que es objeto de una intuición sensible, el único tipo de objeto realmente existente. Objetos inteligibles, no sensibles, son los objetos metafísicos, las virtudes morales, los entes de razón[7]…
El noúmeno tiene un uso negativo cuando nos servimos de él para poner límites al conocimiento de los objetos. En palabras de Kant:
“El concepto de noúmeno no es más que un concepto límite destinado a poner coto a las pretensiones de la sensibilidad. No posee, por tanto, más que una aplicación negativa”[8]
Tendría un uso positivo como objeto posible de una intuición no sensible, es decir, de una intuición intelectual, pero ésta es imposible para el hombre.
La claridad de este texto excluye que pueda hablarse de dos tipos de objetos al referirnos a la distinción entre fenómeno y noúmeno.
La sustitución de los procesos del pensar por el análisis de sus resultados nos sitúa ante la ciencia y la metafísica. Kant afirma que la primera es un saber formado por juicios sintéticos a priori, juicios extensivos, y al mismo tiempo universales y necesarios. En cambio, la metafísica, que tradicionalmente ha sido considerada como la primera de todas las ciencias, no es seguro que lo sea y en consecuencia habrá que indagar si en ella se puede dar esa clase de juicios.
Por eso lo primero es descubrir las condiciones que hacen posibles los juicios sintéticos a priori en las matemáticas y en la física. La matemática es un conocimiento sintético, no analítico, que se apoya en las formas a priori de la sensibilidad, que son el espacio y el tiempo. La física es también un conocimiento sintético, que descansa en los conceptos puros del entendimiento, llamados categorías.
C. Las ideas de la razón.
Fáltanos por saber, una vez concluido el examen de las condiciones que debe reunir un conocimiento para ser científico, si la metafísica es o no un conocimiento de esta índole. Pues en caso de serlo no se entiende por qué se encuentra en una situación tan desfavorable frente a la física, la cual desde Galileo avanza segura y a paso bien firme. La tarea que hay que llevar a cabo es la de examinar si son posibles los juicios sintéticos a priori en la metafísica.
De los dos elementos que hacen falta para que se den estos juicios: categorías e intuiciones, la metafísica carece del segundo. Sus objetos, los absolutos alma, Dios y mundo, jamás pueden sernos dados a través de la experiencia, pues se refieren a la totalidad de ella.
Alma, mundo y Dios son llamadas por Kant ideas trascendentales y no pertenecen al entendimiento, sino a la razón, que es una facultad superior a aquél por cuanto se ocupa de dar unidad a los conocimientos alcanzados por él.
Las ideas son conceptos a priori de la razón, en lo cual no se distinguen de las categorías, pero no se pueden aplicar como éstas a las percepciones, porque no pueden referirse a ningún objeto empírico. “Entiendo por idea -afirma Kant- un concepto necesario de razón del que no puede darse en los sentidos un objeto correspondiente”[9]. El alma es la “unidad absoluta -incondicionada- del sujeto pensante”. El mundo es la “unidad absoluta de la serie de las condiciones del fenómeno”, y Dios es la “unidad absoluta de la condición de todos los objetos del pensamiento en general”[10].
El origen de las ideas está en la disposición natural de nuestra razón, que consiste en hacer inferencias de lo conocido a lo desconocido, es decir, en extraer conclusiones que sobrepasan el campo de la experiencia. Este proceder explicaría el origen del error de atribuir realidad a las ideas. Los silogismos mediante los cuales llegamos a ellas son todos razonamientos sofísticos. Así en el caso del alma se comete el paralogismo de la sustancialidad, que consiste en inferir que el alma es una sustancia porque es el sujeto de todos los juicios que se refieren a nuestra experiencia interna. En el campo de la cosmología se producen antinomias, que son demostraciones correctas pero no prueban nada, porque a cada conclusión que se establezca se opone la conclusión contraria obtenida con la misma corrección que la anterior[11]. Y, por último, las diferentes pruebas para demostrar la existencia de Dios carecen igualmente de validez. La más importante de todas, la prueba ontológica -de San Anselmo y Descartes- descansa en la suposición de que la existencia es una parte del concepto de Dios. Ahora bien, la existencia es una categoría que sólo puede aplicarse a los objetos de la experiencia y Dios no es un objeto perceptible ni puede serlo. Es una idea.
Ahora bien, aunque no puedan representar ningún objeto real, no por eso dejan de estar presentes en el conocimiento de los objetos. Las ideas no son principios constitutivos, porque no sirven para conocer ningún objeto, pero son principios reguladores que sirven para unificar la variedad de conocimientos alcanzados por el entendimiento y darles la máxima unidad.
En resumen, la metafísica no puede ser una ciencia ni son posibles los juicios sintéticos a priori en ella, porque carece de toda referencia empírica. Ha sido necesario proceder al examen crítico de las condiciones del conocimiento científico para descubrir que la pretensión de la metafísica tradicional de obtener el conocimiento de los absolutos es tan imposible como vano el intento de convertir sus objetos en seres reales.
III. El formalismo moral.
Que la Metafísica no sea posible como conocimiento científico no quiere decir que no sea posible en absoluto. La utilidad de la Crítica de la Razón Pura a este respecto no es sólo negativa; también es positiva.
Es negativa porque nos enseña que no podemos obtener conocimiento alguno de los objetos de la Metafísica por medio de nuestra razón especulativa. Pero es también positiva porque si se consigue llegar a ellos por otra vía distinta de aquélla se hallará definitivamente libre de cualquier ataque que pretenda destruirla.. Esta otra vía es la razón práctica. Razón teorética y razón práctica no son dos razones distintas; es una sola razón con distintos usos: el uso teórico es el que se aplica al conocimiento de los objetos que nos son dados en una intuición sensible; el uso práctico de la razón es el uso moral, que va dirigido a la acción. La actividad moral es actividad racional como la teorética, pero no busca conocer sus objetos, sino orientar nuestras acciones con arreglo a leyes racionales de tipo práctico. Los objetos de la moral no son de naturaleza sensible como los de la razón teórica, sino inteligibles; son principios racionales que los hombres utilizamos como reglas de acción.
Las ideas de la Metafísica, tales como la libertad, la inmortalidad del alma y Dios tienen precisamente su lugar en el ámbito inteligible de la moral.
La idea de un mundo moral posee para Kant realidad objetiva en el interior del hombre, pues todos, por el hecho de serlo, tenemos conciencia inmediata de la ley moral. La existencia de la conciencia moral constituye el punto de partida del análisis kantiano de las reglas morales. La Crítica de la Razón Práctica se ocupa, en efecto, de descubrir las condiciones que hacen posible que un principio práctico pueda convertirse en ley moral. Todo principio o regla de conducta tiene la forma de un juicio, de una proposición, pero no expresa una relación que exista de hecho, sino cómo debemos actuar. Son mandatos o imperativos que pueden ser de dos clases:
Imperativos hipotéticos: son aquellos que ordenan ciertas acciones como medios para un fin.
Imperativos categóricos: son aquellos que ordenan acciones no como medios de ningún fin, sino por ser buenas en sí mismas.
De estos dos imperativos sólo el segundo tiene que ver con la moralidad. ¿Por qué los imperativos categóricos son los únicos que pueden elevarse a la categoría de leyes morales? La fórmula kantiana del imperativo categórico reza así: “Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal”[12].
En primer lugar, esta fórmula no prescribe acciones concretas, carece de contenido, lo cual equivale a negar que lo bueno o lo malo residan en las acciones.
Ya se ha dicho que el hecho moral reside en nuestro interior, pero no deriva del sentimiento, como defendía Hume, sino de la razón: razón práctica o voluntad.
Nada hay bueno en el mundo, salvo una buena voluntad, dice Kant. Y la voluntad es buena cuando se halla determinada por el deber. El deber es un concepto central en la ética kantiana. “El deber expresa un fenómeno de necesidad y de vinculación a principios que no se da en todo el ámbito de la naturaleza”[13]. Elemento esencial de la moralidad, el deber se manifiesta en el modo como la ley de la razón práctica dirige nuestros actos. La ley moral se torna en un deber cuando se nos impone como una obligación y como una necesidad, exigiéndonos respeto y sumisión hacia ella. Kant distingue entre acciones conforme al deber y acciones por deber, que corresponden a la distinción existente entre legalidad y moralidad. Los actos legales son aquellos que se ajustan a la ley, pero se llevan a cabo por temor al castigo. Sólo cuando se actúa por respeto al deber adquieren nuestras acciones un valor moral, lo cual es actuar según un imperativo categórico.
Es evidente, por todo lo anterior, que el imperativo categórico, en la medida en que no obliga a realizar ninguna acción en concreto, es puramente formal.
El imperativo categórico no es un medio para un fin, no persigue ningún fin determinado, sino sólo la conformidad de la acción con la ley. Es en esta exclusión de toda finalidad donde reside el carácter esencialmente formal del imperativo categórico, así como su carácter apriórico, que es lo que le da validez objetiva y universal.
El formalismo moral kantiano se opone frontalmente a las teorías éticas materiales que se dedican a establecer sus principios empíricamente y por tanto carecen de toda validez. Estos principios son imperativos hipotéticos porque subordinan la acción a la consecución de un fin: son éticas que prescriben un tipo de acción con vistas a una recompensa, un premio o un castigo.
De lo cual se desprende finalmente que la ética kantiana es una moral autónoma, no heterónoma, como las éticas materiales, porque la voluntad no recibe pasivamente la ley de algo o alguien ajeno a ella misma, sino que se da a sí misma la ley.
La defensa de la autonomía de la voluntad presupone la existencia de la libertad. Sin la idea de la libertad como propiedad de la voluntad la ley moral se derrumba cual castillo de naipes. La libertad es para Kant uno de los postulados de la razón práctica. Los otros dos son la inmortalidad del alma y la existencia de Dios.
Postulados son proposiciones teóricas no demostrables presupuestos necesariamente por la ley moral. La admisión de tales postulados equivale a admitir que Dios, el alma y el mundo, las tres ideas de la Metafísica, tienen existencia. Y es así ciertamente, pero sólo en relación con el ejercicio de la moralidad. Los postulados son ideas, no fenómenos, y en tal sentido no pertenecen a la ciencia, sino que son una cuestión de fe.
IV. Texto de I. Kant, Crítica de la razón pura, A50, B74 – A52, B76 , A712, B740 – A726, B754
1. CRÍTICA DE LA RAZÓN PURA,.
DOCTRINA TRASCENDENTAL DE LOS ELEMENTOS.
Segunda parte.
LA LÓGICA TRASCENDENTAL.
INTRODUCCIÓN.
IDEA DE UNA LÓGICA TRASCENDENTAL.
I. LA LÓGICA EN GENERAL.
Nuestro conocimiento surge básicamente de dos fuentes del psiquismo: la primera es la facultad de recibir representaciones (receptividad de las impresiones); la segunda es la facultad de conocer un objeto a través de tales representaciones (espontaneidad de los conceptos). A través de la primera se nos da un objeto, a través de la segunda, lo pensarnos en relación con la rcpresentación (como simple determinación del psiquismo). La intuición y 1 los conceptos constituyen, pues, los elementos de todo nuestro conocimiento, de modo que ni los conceptos pueden suministrar conocimiento prescindiendo de una intuición que les corresponda de alguna forma, ni tampoco puede hacerlo la intuición sin conceptos. Ambos elementos son, o bien puros, o bien empíricos. Son empíricos si contienen una sensación (la cual presupone la presencia efectiva del objeto). Son puros si no hay en la representación mezcla alguna de sensación. Podemos llamar a esta última la materia del conocimiento sensible. La intuición pura únicamente contiene, pues, la forma bajo la cual intuimos algo. El concepto puro no contiene, por su parte, sino la forma bajo la cual pensamos un objeto en general. Tanto las intuiciones puras como los conceptos puros solo son posibles a priori, mientras que las intuiciones empíricas y los conceptos empíricos únicamente lo son a posteriori.
Si llamamos sensibilidad a la receptividad que nuestro psiquismo posee, siempre que sea afectado de alguna manera, en orden a recibir representaciones, llamaremos entendimiento a la capacidad de producirlas por sí mismo, es decir, a la espontaneidad del conocimiento. Nuestra naturaleza conlleva el que la intuición sólo pueda ser sensible, es decir, que no contenga sino el modo según el cual somos afectados por objetos. La capacidad de pensar el objeto de la intuición es, en cambio, el entendimiento. Ninguna de estas propiedades es preferible a la otra: sin sensibilidad ningún objeto nos sería dado y, sin entendimiento, ninguno sería pensado. Los pensamientos sin contenido son vacíos; las intuiciones sin conceptos son ciegas. Por ello es tan necesario hacer sensibles los conceptos (es decir, añadirles el objeto en la intuición) como hacer inteligibles las intuiciones (es decir, someterlas a conceptos). Las dos facultades o capacidades no pueden intercambiar sus funciones. Ni el entendimiento puede intuir nada, ni los sentidos pueden pensar nada. El conocimiento únicamente puede surgir de la unión de ambos. Mas no por ello hay que confundir su contribución respectiva. Al contrario, son muchas las razones para separar y distinguir cuidadosamente una de otra. Por ello distinguimos la ciencia de las reglas de la sensibilidad.132 en general, es decir, la estética, respecto de la ciencia de las reglas del entendimiento en general, es decir, de la lógica.(…).
CAPÍTULO I.
Sección primera.
LA DISCIPLINA DE LA RAZÓN PURA EN.SU USO DOGMÁTICO.
Las matemáticas ofrecen el más brillante ejemplo de una razón que consigue ampliarse por sí misma, sin ayuda de la experiencia. Los ejemplos son contagiosos, en especial de cara a una facultad que de modo natural se precia de poseer en un caso la suerte que ha tenido en otros. En su uso trascendental, la razón espera, pues, conseguir extenderse con la misma solidez con que lo ha hecho en las matemáticas, especialmente si usa en el primer caso el método que tan palpables ventajas ha demostrado en el segundo. Por ello nos interesa mucho saber si el método para obtener la certeza apodíctica, el método matemático, es idéntico al que persigue la misma certeza en filosofía y que debiera llamarse dogmático en este caso.
El conocimiento filosófico es un conocimiento racional derivado de conceptos; el conocimiento matemático es un conocimiento obtenido por construcción de los conceptos. Construir un concepto significa presentar la intuición a priori que le corresponde. Para construir un concepto hace falta, pues, una intuición no empírica que, consiguientemente, es, en cuanto intuición, un objeto singular a pesar de lo cual, en cuanto construcción de un concepto (representación universal), tiene que expresar en su representación una validez universal en relación con todas las posibles intuiciones pertenecientes al mismo concepto. Construyo, por ejemplo, un triángulo representando, sea el objeto correspondiente a este concepto por medio de la simple imaginación, en la intuición pura, sea, de acuerdo con ésta, sobre el papel, en la intuición empírica, pero en ambos casos completamente a priori, sin tomar el modelo de una experiencia. A pesar de que la figura singular trazada es empírica, sirve para expresar el concepto, no obstante la universalidad de éste. La razón está en que esa intuición apunta siempre al simple acto de construir el concepto, en el cual hay muchas determinaciones (por ejemplo, la magnitud de los lados y de los ángulos que son completamente indiferentes: se prescinde, por tanto, de estas diferencias que no modifican el concepto de triángulo.
Así, pues, el conocimiento filosófico sólo considera lo particular en lo universal; las matemáticas, lo universal en lo particular, e incluso en lo singular, pero a priori y por medio de la razón. Por ello, así como este singular se halla determinado por ciertas condiciones universales de la construcción, así también el objeto del concepto, al que dicho singular corresponde como su mero esquema, tiene que concebirse como universalmente determinado.
Es, por tanto, esta diferencia formal lo que distingue esencialmente estas dos clases de conocimiento de razón. La distinción no se basa en la diferencia de su materia o de sus objetos. Quienes pretenden distinguir filosofía y matemáticas diciendo que el objeto de la primera es sólo la cualidad, mientras que el de las segundas es únicamente la cantidad, confunden el efecto con la causa. La causa de que el conocimiento matemático sólo pueda referirse a cantidades es la forma de tal conocimiento, ya que los únicos conceptos que pueden construirse, es decir, representarse a priori en la intuición, son los relativos a magnitudes, mientras que los conceptos relativos a cualidades no son representables en otra intuición que la empírica. El conocimiento racional de las cualidades no es, pues, posible sino a través de conceptos. Por ello no puede nadie obtener una intuición que corresponda al concepto de realidad más que partiendo de la experiencia; nunca puede poseerla a priori, partiendo de sí mismo y antes de tener conciencia empírica de ella. La forma cónica puede hacerse intuible sin ayuda empírica, de acuerdo con el simple concepto, pero el color del cono tiene que haberse dado previamente en una experiencia. No puedo en modo alguno representar en la intuición el concepto de causa en general, como no sea en un ejemplo ofrecido por la experiencia; y lo mismo puede decirse de otros conceptos. Además, la filosofía se ocupa de magnitudes tanto como las matemáticas. Trata, por ejemplo, de la totalidad, de la infinitud, etc. Las matemáticas se ocupan también de la diferencia entre línea y superficie en cuanto espacios de distinta cualidad, así como de la continuidad de la extensión en cuanto cualidad de ésta. Sin embargo, por más que en estos casos filosofía y matemáticas tengan un objeto común, su modo de tratarlo mediante la razón es completamente distinto en una y otra ciencia. La primera se atiene sólo a conceptos universales, mientras que la segunda nada puede hacer con el simple concepto, sino que va inmediatamente en pos de la intuición, en la cual considera el concepto en concreto, pero no empíricamente, sino sólo en una intuición que representa a priori, es decir, que ha construido y en la que aquello que se sigue de las condiciones universales de la construcción tiene que ser también universalmente válido respecto del objeto del concepto construido.
Demos al filósofo el concepto de triángulo y dejémosle que halle a su manera la relación existente entre la suma de sus ángulos y un ángulo recto. No cuenta más que con el concepto de una figura cerrada por tres líneas rectas y con el concepto de otros tantos ángulos. Por mucho tiempo que reflexione sobre este concepto no sacará ninguna conclusión nueva. Puede analizar y clarificar el concepto de línea recta, el de ángulo o el del número tres, pero no llegar a propiedades no contenidas en estos conceptos. Dejemos que sea ahora el geómetra el que se ocupe de esta cuestión. Comienza por construir enseguida un triángulo. Como sabe que la suma de dos ángulos rectos equivale a la de todos los ángulos adyacentes que pueden trazarse desde un punto sobre una línea recta, prolonga un lado del triángulo y obtiene dos ángulos adyacentes que, sumados, valen dos rectos. De estos dos ángulos divide el externo trazando una paralela al lado opuesto del triángulo y ve que surge de este modo un ángulo adyacente externo igual a uno interno; y así sucesivamente. A través de una cadena de inferencias y guiado siempre por la intuición, el geómetra consigue así una solución evidente y, a la vez, universal del problema.
Las matemáticas no sólo construyen magnitudes (quanta), como en la geometría, sino también la mera cantidad (quantitas), como en el álgebra, donde se prescinde totalmente de la naturaleza del objeto que ha de ser pensado según este concepto de magnitud. Esta misma ciencia exige entonces cierta denominación de todas las construcciones de magnitudes en general (números), como adición, sustracción, extracción de raíces, etc., y, una vez que ha designado también el concepto universal de las magnitudes según las diversas relaciones de las mismas, representa en la intuición, de acuerdo con ciertas reglas universales, todas las operaciones producidas y modificadas mediante la magnitud. Cuando una magnitud tiene que ser dividida por otra, la ciencia matemática combina los símbolos de ambas según el signo indicador de la división, etc. Así, pues, logra por medio de una construcción simbólica, exactamente igual que lo hace la geometría por medio de una construcción ostensiva o geométrica (de los objetos mismos), lo que jamás podría conseguir el conocimiento discursivo por medio de simples conceptos.
¿A qué se deberá tan distinta situación de dos artífices de la razón, de los cuales uno utiliza conceptos y el otro intuiciones que representa a priori conforme a los conceptos? La causa es clara a la luz de lo que llevamos dicho en la exposición de la teoría trascendental de los fundamentos. No se trata aquí de proposiciones analíticas que podemos producir por medio de la simple descomposición de conceptos (donde el filósofo poseería indudables ventajas sobre su rival), sino de proposiciones sintéticas y, además, de proposiciones sintéticas que han de ser conocidas a priori. En efecto, no tengo que atender a lo que realmente pienso de mi concepto de triángulo (esto no constituye más que su mera definición). Al contrario, tengo que ir más allá y obtener propiedades que no se hallan en este concepto, pero que le pertenecen. Ahora bien, esto sólo es posible determinando mi objeto de acuerdo con las condiciones de la intuición empírica, o bien de acuerdo con las de la intuición pura. Lo primero nos daría sólo una proposición empírica (por medio de la medición de los ángulos del triángulo) sin universalidad ni, menos todavía, necesidad. Este tipo de proposiciones no constituyen nuestro objeto. El segundo procedimiento es el matemático y, en este caso, la construcción geométrica, mediante la cual añado en una intuición pura, igual que hago en la empírica, la diversidad perteneciente al esquema de un triángulo en general y, consiguientemente, a su concepto; de esta forma tienen que construirse, claro está, proposiciones sintéticas universales.
Seria, por tanto, inútil filosofar, esto es, pensar discursivamente, sobre los triángulos; con ello no lograría en absoluto avanzar más allá de la definición, a pesar de que lo razonable seria empezar por ésta. Hay una síntesis trascendental, efectuada a partir de meros conceptos, que sólo alcanza el filósofo, pero que únicamente se refiere a una cosa en general, en el sentido de cuáles son las condiciones bajo las que la percepción de. la misma puede pertenecer a la experiencia posible. En las cuestiones matemáticas, en cambio, ni se trata de esto ni de la existencia, sino de las propiedades de los objetos en si mismos, pero sólo en cuanto que estas propiedades se hallan ligadas al concepto de tales objetos.
Con el ejemplo expuesto hemos intentado simplemente poner en claro la gran diferencia existente entre el uso discursivo de la razón, por conceptos, y el uso intuitivo de la misma, por construcción de conceptos. La pregunta que surge ahora de modo natural es á qué se debe la necesidad de este doble uso de la razón y bajo qué condiciones podemos saber si sólo tiene lugar el primero o también el segundo.
Todo nuestro conocimiento se refiere en definitiva a intuiciones posibles, pues sólo a través de éstas se nos dan objetos. Ahora bien, un concepto a priori (un concepto no empírico), o bien contiene ya en sí una intuición pura, y entonces es susceptible de ser construido, o bien no contiene más que la síntesis de intuiciones posibles que no se dan a priori. En este último caso, se pueden formular juicios sintéticos a priori a través de él, pero sólo discursivamente, por conceptos, nunca intuitivamente, por construcción del concepto.
De todas las intuiciones la única que se da a priori es la mera forma de los fenómenos, espacio y tiempo. Es posible representarse a priori, es decir, construir, un concepto de estas formas consideradas como quanta, bien sea juntamente con su cualidad (figura), bien sea sólo su cantidad (la mera síntesis de la multiplicidad homogénea) mediante el número. Pero la materia de los fenómenos gracias a la cual se nos dan cosas en el espacio y en el tiempo sólo puede representarse en la percepción y, consiguientemente, a posteriori. El único concepto que representa a priori este contenido empírico de los fenómenos es el de cosa en general, mas el conocimiento sintético a priori de ésta no puede suministrar más que la mera regla de la síntesis de aquello que la percepción puede ofrecer a posteriori, pero nunca proporcionar a priori la intuición del objeto real, ya que tal intuición tiene que ser necesariamente empírica.
Las proposiciones sintéticas relativas a cosas en general cuya intuición no puede darse a priori son trascendentales. En consecuencia, las proposiciones trascendentales no pueden darse mediante la construcción de conceptos, sino únicamente por medio de conceptos a priori. No contienen otra cosa que la regla según la cual hay que buscar empíricamente cierta unidad sintética de aquello (las percepciones) que no puede ser representado intuitivamente a priori. Pero no pueden representar a priori ninguno de sus conceptos en un ejemplo; sólo lo hacen a posteriori, mediante la experiencia, la cual no es posible sino de acuerdo con esos principios sintéticos.
Para juzgar sintéticamente de un concepto hay que ir más allá de él y acudir a la intuición en la que se ha dado, ya que si nos quedáramos en lo que se halla contenido en el concepto, el juicio sería simplemente analítico y no constituiría más que una explicación del pensamiento atendiendo a lo realmente contenido en él. Pero puedo ir desde el concepto a la intuición, pura o empírica, correspondiente a él para examinarlo en concreto desde ella y para conocer a priori o a posteriori lo que conviene al objeto del mismo. Lo primero es el conocimiento racional y matemático mediante la construcción del concepto; lo segundo es el conocimiento meramente empírico (mecánico), que es incapaz de suministrar proposiciones necesarias y apodícticas. Así, podría analizar mi concepto empírico del oro sin ganar nada más que la posibilidad de enumerar lo que realmente pienso con esta palabra. De esta forma introduzco una mejora lógica en mi conocimiento, pero no consigo incrementarlo o añadirle nada. Si ahora tomo la materia que se presenta con este nombre, consigo percepciones que me suministrarán diversas proposiciones sintéticas, pero empíricas. Si se tratara del concepto matemático de un triángulo, lo construiría, es decir, lo daría a priori en la intuición, con lo cual lograría un conocimiento sintético y, además, racional. Si se me da, en cambio, el concepto trascendental de una realidad, de una sustancia, fuerza, etc., tal concepto no indica una intuición, ni empírica ni pura, sino simplemente la síntesis de las intuiciones empíricas (que, consiguientemente, no pueden darse a priori). De este concepto tampoco pueden surgir, por tanto, proposiciones sintéticas determinantes, ya que la síntesis es incapaz. de avanzar a priori y de llegar a la intuición que corresponde al concepto. Lo único que puede surgir es un principio de la síntesis de las intuiciones empíricas posibles. Una proposición trascendental es, por ende, un conocimiento sintético de razón por meros conceptos y, por ello mismo, discursivo, ya que es el que hace posible la unidad sintética del conocimiento empírico, pero no ofrece intuición alguna a priori.
Así. pues. hay dos usos de la razón, los cuales tienen en común la universalidad del conocimiento y el hecho de producirlo a priori pero son muy distintos en su modo de proceder. Ello se debe a que en el fenómeno, que es donde se nos dan todos los objetos, hay dos elementos: la forma de la intuición (espacio y tiempo), que es cognoscible y determinable enteramente a priori, y la materia (lo físico) o contenido; este último indica un algo que se halla en el espacio y en el tiempo, algo que, consiguientemente, contiene una existencia y corresponde a la sensación. Con respecto a la materia, que sólo empíricamente puede darse de modo determinado, no podemos tener a priori sino indeterminados conceptos de la síntesis de sensaciones posibles, en la medida en que pertenezcan a la unidad de apercepción (en una experiencia posible). Con respecto a la forma podemos determinar nuestros conceptos en la intuición a priori creando los objetos mismos en el espacio y en el tiempo mediante la síntesis uniforme y considerándolos como simples quanta. El primero se llama uso de la razón por conceptos, caso en el que no podemos hacer sino reducir fenómenos, de acuerdo con su contenido real, a conceptos que, por este medio, no son determinables sino empíricamente, esto es, a posteriori (pero de acuerdo con aquellos conceptos en cuanto reglas de una síntesis empírica).EI segundo es el uso de la razón por construcción de conceptos, donde estos pueden darse – precisamente por referirse ya a una intuición a priori de modo determinado y a priori en la intuición pura, sin datos empíricos. Considerar si todo lo que existe (una cosa en el espacio o en cl tiempo) es o no un quantum y hasta qué punto lo es; si con ello tenemos que representarnos una existencia o la falta de ésta; en qué medida es ese algo (que ocupa espacio o tiempo) un sustrato primario o una simple determinación; si su existencia guarda relación con otra cosa en cuanto causa o efecto; finalmente, si en lo que se refiere a la existencia, se halla aislado o en interdependencia recíproca con otras cosas; todas estas cuestiones, así como el examen de la posibilidad, realidad y necesidad de esa existencia, o de sus contrarios, pertenecen al conocimiento de razón a partir de conceptos, al conocimiento llamado filosófico.
En cambio, determinar una intuición a priori en el espacio (figura); dividir el tiempo (duración); conocer simplemente el elemento universal de la síntesis de una misma cosa en el espacio y en el tiempo, así como la magnitud a que ello da lugar en una intuición en general (número>; todo esto es tarea de la razón mediante la construcción de conceptos, tarea que calificamos de matemática.
El gran éxito que la razón obtiene con las matemáticas le hace creer naturalmente que también triunfará, si no ella, al menos su método, fuera del ámbito de las magnitudes, ya que reduce todos sus conceptos a intuiciones que puede ofrecer a priori, con lo cual se hace dueña de la naturaleza, por así decirlo. La filosofía pura, en cambio, trata de solucionar los problemas de la naturaleza con conceptos discursivos a priori, sin poder hacer intuible a priori, ni, por tanto, confirmar, la realidad de esos conceptos. Los maestros del arte matemático no parece que carezcan de confianza en sí mismos, como tampoco al público general parecen faltarle expectativas sobre su habilidad, cuando se ocupan de estos problemas. En efecto, como apenas han filosofado jamás sobre sus matemáticas (tarea nada fácil), no caen en la cuenta de la diferencia específica existente entre uno y otro uso de la razón. Por ello consideran como axiomas reglas que son corrientes y de aplicación empírica, reglas que han sido extraídas de la razón ordinaria. No se interesan en absoluto por cuál sea la procedencia de los conceptos de espacio y tiempo de los que (en cuanto únicos quanta originarios) se ocupan. A ello se debe precisamente el que les parezca innecesario el investigar el origen de los conceptos puros del entendimiento, así como el radio de su aplicabilidad. Lo único que les importa es servirse de ellos. Este proceder es perfectamente correcto mientras no rebasen los límites señalados, esto es. los de la naturaleza. Pero, inadvertidamente, pasan del campo de la sensibilidad al terreno inseguro de los conceptos puros e incluso trascendentales, donde ni el suelo les permite sostenerse de pie ni tampoco nadar (instabilis tellus, innabilis unda), sino sólo un paso ligero cuyas huellas quedan completamente borradas por el tiempo. Su marcha por las matemáticas traza, en cambio, un camino real donde podrá andar confiadamente incluso la más remota posterioridad.
Nos hemos impuesto la obligación de determinar con exactitud y certeza los límites de la razón pura en su uso trascendental. Sin embargo, este tipo de aspiración posee la peculiaridad de que, pese a los más enérgicos y claros avisos, sigue dejándose engañar por esperanzas antes de abandonar por completo su empeño de sobrepasar los limites de la experiencia y llegar a los atractivos dominios de lo intelectual. Por ello es necesario desprenderse de la última ancla de una esperanza fantástica, por así decirlo, y mostrar que la práctica del método matemático es incapaz de reportar el menor beneficio en este tipo de conocimiento – como no sea el de revelar tanto más claramente sus debilidades –, que la geometría y la filosofía son dos cosas completamente distintas, por más que se den la mano en la ciencia de la naturaleza que, consiguientemente, el procedimiento de una nunca puede ser imitado por la otra.(…).
DOCTRINA TRASCENDENTAL DEL MÉTODO.
CAPÍTULO II.
EL CANON DE. LA RAZÓN PURA.
Es humillante para la razón humana que no consiga nada en su uso puro y que necesite incluso una disciplina que refrene sus extravagancias y evite las ilusiones consiguientes a las mismas. Por otra parte, el hecho de que ella misma pueda y deba ejercer tal disciplina sin permitir otra censura superior, eleva su ánimo y le da confianza en si misma; igual puede decirse del hecho de que los limites que la razón se ve obligada a poner a su uso especulativo restrinjan, a la vez, las pretensiones sofisticas de todo adversario y de que, consiguientemente, pueda resguardar de cualquier ataque todo cuanto le haya quedado de sus exageradas demandas anteriores. La mayor – y tal vez la única utilidad de toda filosofía de la razón pura es tan solo negativa, ya que no sirve como órgano destinado a ampliar, sino como disciplina limitadora. En lugar de descubrir la verdad, posee el callado mérito de evitar errores.
Sin embargo, tiene que haber en algún lugar una fuente de conocimientos positivos pertenecientes al ámbito de la razón pura, de conocimientos que, si ocasionan errores, sólo se deba quizá a un malentendido, pero que, de hecho, constituyan el objetivo de los afanes de la razón. De lo contrario, ¿a qué causa habría que atribuir su anhelo inextinguible de hallar un suelo firme situado enteramente fuera de los límites de la existencia? La razón barrunta objetos que comportan para ella el mayor interés. Con el fin de aproximarse a tales objetos, emprende el camino de la mera especulación, pero estos huyen ante ella. Es de esperar que tenga más suerte en el único camino que le queda todavía, el del uso práctico.
Entiendo por canon el conjunto de principios a priori del correcto uso de ciertas facultades cognoscitivas. Así, la lógica general constituye, en su parte analítica, un canon del entendimiento y de la razón en general, pero sólo en lo que a la forma concierne, ya que prescinde de todo contenido. La analítica trascendental era igualmente el canon del entendimiento puro, pues sólo él es capaz de verdadero conocimiento sintético a priori. Cuando no es posible el uso correcto de una facultad cognoscitiva, no hay canon alguno. Ahora bien, de acuerdo con todas las pruebas hasta ahora presentadas, la razón pura es incapaz, en su uso especulativo de todo conocimiento sintético. No hay. pues. canon de este uso especulativo de la razón (ya que tal uso es enteramente dialéctico). En este sentido, toda lógica trascendental no es más que disciplina. Consiguientemente, de haber un uso correcto de la razón pura, caso en el que tiene que haber también un canon de la misma, éste no se referirá al uso especulativo de la razón, sino que será un canon de su uso práctico, uso que vamos a examinar ahora.
EL CANON DE LA RAZÓN PURA.
Sección primera.
EL OBJETIVO FINAL DEL USO PURO DE NUESTRA RAZÓN.
La razón es arrastrada por una tendencia de su naturaleza a rebasar su uso empírico y a aventurarse en un uso puro, mediante simples ideas, más allá de los últimos límites de todo conocimiento, a la vez que a no encontrar reposo mientras no haya completado su curso en un todo sistemático y subsistente por si mismo. Preguntamos ahora: ¿se basa esta aspiración en el mero interés especulativo de la razón o se funda más bien única y exclusivamente en su interés práctico?
Dejaré de momento a un lado la suerte de la razón pura en su aspecto especulativo y me limitaré a preguntar por los problemas cuya solución constituye su objetivo final – independientemente de que sea o no alcanzado y en relación con cl cual todos los demás poseen el valor de simples medios. De acuerdo con la naturaleza de la razón, estos fines supremos deberán tener por su parte, una vez fundidos, la unidad que fomente aquel interés de la humanidad que no está subordinado a ningún otro interés superior.
La meta final a la que en definitiva apunta la especulación de la razón en su uso trascendental se refiere a tres objetos: la libertad de la voluntad, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios. En relación con los tres, el interés meramente especulativo de la razón es mínimo; a este respecto sería difícil que se emprendiera una fatigosa labor de investigación trascendental envuelta en obstáculos interminables; sería difícil porque no habría posibilidad de emplear los descubrimientos que pudieran hacerse en ella de forma que se revelara su utilidad en concreto, es decir, en la investigación de la naturaleza. El que la razón sea libre sólo afecta a la causa inteligible de nuestro querer, ya que por lo que se refiere a los Fenómenos por los que se expresa, es decir, a los actos, no podemos explicarlos de otro modo – según una máxima básica e inviolable, sin la cual no podemos emplear la razón en su uso empírico – que como explicamos todos los demás fenómenos de la naturaleza, es decir, de acuerdo con leyes invariables de esa misma naturaleza. En segundo lugar, aun suponiendo que pueda comprenderse la naturaleza espiritual del alma (y, con ella, su inmortalidad), tal comprensión no nos sirve, como fundamento explicativo, ni para dar cuenta de sus fenómenos en esta vida ni de la peculiar naturaleza de su estado futuro, ya que nuestro concepto de naturaleza incorpórea es meramente negativo, y no amplia en lo más mínimo nuestro conocimiento ni ofrece materia para extraer consecuencias, como no sean las que sólo poseen validez como creaciones de la imaginación, creaciones que la filosofía no admite. En tercer lugar, si se demostrara la existencia de una inteligencia suprema, haríamos comprensible lo teleológico en la constitución del mundo, así como el orden en general, pero no nos sería licito derivar de ello ninguna disposición u orden peculiares, como tampoco osar inferirlos donde no fueran percibidos, ya que es una regla necesaria del uso especulativo de la razón el no pasar por alto las causas naturales ni desentenderse de aquello que puede instruirnos mediante la experiencia con la pretensión de derivar algo conocido de algo que sobrepasa enteramente nuestro conocimiento. En una palabra, estas tres proposiciones son siempre trascendentes para la razón especulativa y carecen de todo uso inmanente, es decir, admisible en relación con objetos de la experiencia y, por consiguiente, de todo empleo útil. Consideradas en si mismas, constituyen esfuerzos racionales completamente ociosos, a la vez que extremadamente difíciles.
Por consiguiente, si estas tres proposiciones cardinales no nos hacen ninguna falta para el saber y, a pesar de ello, la razón nos las recomienda con insistencia, su importancia sólo afectará en realidad a lo práctico.
"Práctico" es todo lo que es posible mediante libertad. Pero si las condiciones del ejercicio de nuestra voluntad libre son empíricas, la razón no puede tener a este respecto más que un uso regulador ni servir más que para llevar a cabo la unidad de las leyes empíricas; así, por ejemplo, en la doctrina de la prudencia, sirve para unificar todos los fines que nos proponen nuestras inclinaciones en uno solo, la felicidad, la coordinación de los medios para conseguirla constituye toda la tarea de la razón. De ahí que las únicas leyes que ésta puede suministrarnos sean, no leyes puras y enteramente determinadas a priori, sino leyes prácticas de la conducta libre encaminadas a la consecución de los fines que los sentidos nos recomiendan. Si fuesen, en cambio, leyes prácticas puras, con fines dados enteramente a priori por la razón, con fines no empíricamente determinados, sino absolutamente preceptivos, serían productos de la razón pura. Así son las leyes morales. Consiguientemente, sólo éstas pertenecen al uso práctico de la razón pura y admiten un canon.
Así, pues, en el estudio que llamamos filosofía pura todos los preparativos se encaminan, de hecho, a los tres problemas mencionados. Estos poseen, a su vez, su propia finalidad remota, a saber: qué hay que hacer si la voluntad es libre, si existe Dios y si hay un mundo futuro. Dado que esto sólo afecta a nuestra conducta en relación con el fin supremo, el objetivo último de una naturaleza que nos ha dotado sabiamente al construir nuestra razón no apunta en realidad a otra cosa que al aspecto moral.
Hay que tener, empero, cuidado, al dirigir nuestra atención sobre un objeto extraño a la filosofía trascendental, en no extraviarse en digresiones que lesionen la unidad del sistema. Por otra parte, hay que evitar igualmente faltar a la claridad o a la fuerza de persuasión por hablar demasiado poco acerca de la nueva materia. Espero cumplir ambas exigencias manteniéndome lo más cerca posible de lo trascendental y dejando enteramente de lado lo que pueda ser psicológico, es decir, empírico.
Ante todo señalaré que, de momento, sólo emplearé el concepto de libertad en sentido práctico, prescindiendo del mismo, como ya hemos dicho, en su significación trascendental. En esta última acepción no podemos suponerlo empíricamente, como fundamento explicativo de los fenómenos, sino como un problema de la razón. En efecto, una voluntad que no puede ser determinada más que a través de estímulos sensibles, es decir, patológicamente, es una voluntad animal (arbitriun brutum). La que es. en cambio, independiente de tales estímulos y puede, por tanto, ser determinada a través de motivos sólo representables por la razón, se llama voluntad libre (arbitrium liberum), y todo cuanto se relaciona con esta última, sea como fundamento, sea como consecuencia, recibe el nombre de práctico. La libertad práctica puede demostrarse por experiencia, puesto que la voluntad humana no sólo es determinada por lo que estimula o afecta directamente a los sentidos, sino que poseemos la capacidad de superar las impresiones recibidas por nuestra facultad apetitiva sensible gracias a la representación de lo que nos es, incluso de forma remota, provechoso o perjudicial. Estas reflexiones acerca de lo deseable, esto es, bueno y provechoso, en relación con todo nuestro estado, se basan en la razón. De ahí que ésta dicte también leyes que son imperativos, es decir. leyes objetivas de la libertad, y que establecen lo que debe suceder, aunque nunca suceda, matiz que las distingue de las leyes de la naturaleza, las cuales tratan únicamente de lo que sucede. Esta es la razón de que las primeras se llamen también leyes prácticas.
El problema relativo a si en estos actos por los que la razón prescribe leyes está o no ella misma determinada por otras influencias, así como el relativo a si aquello que se llama libertad respecto de los estímulos sensibles no puede ser, a la vez, naturaleza en relación con causas eficientes superiores y más remotas, no nos importa en el terreno práctico, ya que no hacemos sino preguntar a la razón sobre la norma de conducta. Dichos problemas son cuestiones puramente especulativas de las que podemos prescindir mientras nuestro objetivo sea el hacer o dejar de hacer. A través de la experiencia reconocemos, pues, la libertad práctica como una de las causas naturales, es decir, como una causalidad de la razón en la determinación de la voluntad. La libertad trascendental exige, en cambio, la independencia de esa voluntad misma (en lo que se refiere a la causalidad por la que inicia una serie de fenómenos) respecto de todas las causas determinantes del mundo sensible. En tal sentido, la libertad trascendental parece oponerse a la ley de la naturaleza y, consiguientemente, a toda experiencia posible. Sigue, pues, constituyendo un problema. Ahora bien, éste no afecta a la razón en su uso práctico. Por tanto, en un canon de la razón pura solo tenemos que tratar de dos cuestiones que incumben al interés práctico de la misma y en relación con las cuales tiene que ser posible un canon de su uso, a saber: ¿existe Dios?, ¿hay una vida futura? La cuestión relativa a la libertad trascendental sólo afecta al saber especulativo y, tratándose de lo práctico, podemos dejarla a un lado como enteramente indiferente. En la antinomia de la razón pura se puede encontrar una discusión suficiente sobre ella.
EL CANON DE LA RAZÓN PURA.
Sección segunda.
EL IDEAL DEL BIEN SUPREMO COMO FUNDAMENTO.
DETERMINADOR DEL FIN ÚLTIMO DE LA RAZÓN PURA.
En su uso especulativo, la razón nos condujo a través del campo empírico y, como en él nunca se halla plena satisfacción, nos llevó de ahí a las ideas especulativas, las cuales nos recondujeron, al fin, a la experiencia. Esas ideas cumplieron, pues, su objetivo de forma útil, pero no adecuada a nuestras expectativas. Ahora nos queda por hacer todavía una exploración, la de averiguar si no es igualmente posible que encontremos la razón pura en el uso práctico, si no nos conduce en este uso a las ideas que alcanzan los fines supremos de la misma fines que acabamos de señalar –, si, consiguientemente, esa misma razón pura no puede brindarnos, desde el punto de vista de su interés práctico, aquello que nos niega en relación con su interés especulativo.
Todos los intereses de mi razón (tanto los especulativos como los prácticos) se resumen en las tres cuestiones siguientes:
¿ Qué puedo saber?
¿ Qué debo hacer?
¿ Qué puedo esperar?
La primera cuestión es meramente especulativa. Hemos agotado (así lo espero) todas sus posibles respuestas y encontrado, al fin, una con la que ha de conformarse y con la que tiene incluso razones para estar satisfecha mientras no atienda a lo práctico. Pero nos hemos quedado tan lejos de los dos grandes objetivos a los que en realidad se encaminaba todo el esfuerzo de la razón pura como si, por motivos de comodidad. nos hubiésemos negado desde el principio a realizar este trabajo. Cuando se trata, pues, del saber, queda al menos decidido con seguridad que este no puede sernos jamas concedido en lo que a esos dos problemas se refiere.
La segunda cuestión es meramente práctica. Aunque puede, en cuanto tal, pertenecer a la razón pura, no por ello es trascendental, sino moral. En si misma no puede ser, pues, tratada por nuestra crítica.
La tercera cuestión, a saber, ¿qué puedo esperar si hago lo que debo?, es práctica y teórica a un tiempo, de modo que lo practico nos lleva, sólo como hilo conductor, a dar una respuesta a la cuestión teórica y, si ésta se eleva, a la cuestión especulativa. En efecto, todo esperar se refiere a la felicidad y es, comparado con lo práctico y con la ley moral, lo mismo que cl saber y la ley de la naturaleza comparados con el conocimiento teórico de las cosas. Lo práctico desemboca en la conclusión de que ha¡' algo (que determina el último fin posible) porque algo debe suceder; lo teórico, en la conclusión de que hay algo (que opera como causa suprema) porque algo sucede.
Felicidad es la satisfacción de todas nuestras inclinaciones (tanto extensive, atendiendo a su variedad, como intensive, respecto de su grado, como también protensive, en relación con su duración). La ley práctica derivada del motivo de la felicidad la llamo pragmática (regla de prudencia). En cambio, la ley, si es que existe, que no posee otro motivo que la dignidad de ser feliz la llamo ley moral (ley ética). La primera nos aconseja qué hay que hacer si queremos participar de la felicidad. La segunda nos prescribe cómo debemos comportarnos si queremos ser dignos de ella. La primera se basa en principios empíricos, pues sólo a través de la experiencia podemos saber qué inclinaciones hay que busquen satisfacción y cuáles son las causas naturales capaces de satisfacerlas. La segunda prescinde de inclinaciones y de los medios naturales para darles satisfacción; se limita a considerar la libertad de un ser racional en general y las condiciones necesarias bajo las cuales, y sólo bajo las cuales, esa libertad concuerda con un reparto de felicidad distribuido según principios. En consecuencia, esta segunda ley puede al menos apoyarse en meras ideas de la razón pura y ser conocida a priori.
Mi supuesto es el siguiente: existen realmente leyes morales puras que determinan enteramente a priori (con independencia de motivos empíricos, esto es, de la felicidad) lo que hay y lo que no hay que hacer, es decir, el empleo de la libertad de un ser racional en general; esas leyes prescriben en términos absolutos (no meramente hipotéticos o bajo la suposición de otros fines empíricos); tales leyes son, por tanto necesarias en todos los aspectos. Este supuesto puedo asumirlo razonablemente, no sólo acudiendo a las demostraciones de los moralistas más ilustrados, sino al juicio ético de todo hombre que quiera concebir esa ley con claridad.
Así, pues, la razón pura no contiene en su uso especulativo principios de la posibilidad de la experiencia, a saber, principios de aquellas acciones que, de acuerdo con los preceptos morales, podrían encontrarse en la historia de la humanidad, pero sí los contiene en un cierto uso práctico, esto es, moral. En efecto, si la razón ordena que tales actos sucedan, ha de ser posible que sucedan. Tiene que poder haber, pues, un tipo peculiar de unidad sistemática, a saber, la unidad moral. Fue, en cambio, imposible demostrar la unidad sistemática de la naturaleza de acuerdo con principios especulativos de la razón, y ello debido a que, si bien ésta posee causalidad respecto de la libertad en general, no la posee en relación con la naturaleza entera y a que los principios morales de la razón pueden dar lugar a actos libres pero no a leyes de la naturaleza. En consecuencia, los principios de la razón pura poseen realidad objetiva en su uso práctico. pero especialmente en su uso moral.
Doy al mundo, en la medida en que sea conforme a todas las leyes éticas (como puede serlo gracias a la libertad de los seres racionales y como debe serlo en virtud de las leyes necesarias de la moralidad) el nombre de mundo moral. En tal sentido, éste es concebido como un mundo meramente inteligible, ya que se prescinde de todas las condiciones (fines) e incluso de todos los obstáculos que en él encuentra la moralidad debilidad o corrupción de la naturaleza humana. No es, por tanto, más que una idea, pero una idea práctica, que puede y debe tener su influencia real sobre el mundo de los sentidos para hacer de éste lo más conforme posible a esa idea. Consiguientemente, la idea de un mundo moral posee realidad objetiva, no como si se refiriera al objeto de una intuición inteligible (objeto que no podemos concebir en modo alguno), sino como refiriéndose al mundo sensible, aunque en cuanto objeto de la razón pura en su uso práctico y en cuanto corpus mysticum de los seres racionales de ese mundo, en la medida en que la voluntad libre de tales seres posee en sí, bajo las leyes morales, una completa unidad sistemática, tanto consigo misma como respecto de la libertad de los demás.
La respuesta a la primera de las dos cuestiones de la razón pura relativas a su interés práctico es ésta: haz aquello mediante lo cual te haces digno de ser feliz. La segunda cuestión es: si me comporto de modo que no sea indigno de la felicidad, ¿es ello motivo para confiar en ser también participe de ella? La contestación depende de si los principios de la razón pura que prescriben a priori la ley enlazan necesariamente con esta tal esperanza.
En consecuencia sostengo lo siguiente: que así como los principios morales son necesarios de acuerdo con la razón en su uso practico, así es igualmente necesario suponer, de acuerdo con la razón en su uso teórico, que cada uno tiene motivos para esperar la felicidad exactamente en la medida en que se haya hecho digno de ella; que, consiguientemente, el sistema de la moralidad va indisolublemente ligado al de la felicidad, pero sólo en la idea de la razón pura.
Ahora bien, en un mundo inteligible, esto es, en el moral, en cuyo concepto prescindimos de todas las dificultades de la moralidad (inclinaciones), puede concebirse también como necesario semejante sistema en el que la felicidad va ligada a la moralidad y es proporcional a ésta, ya que la libertad misma, en parte impulsada por las leyes morales, en parte restringida por ellas, sería la causa de la felicidad general y, consiguientemente, los mismos seres racionales serian, bajo la dirección de dichos principios, autores de su propio bienestar duradero, a la vez que del de los otros Pero este sistema de moralidad autorrecompensadora es sólo una idea cuya realización descansa en la condición de que cada uno haga lo que debe, es decir, de que todas las acciones de seres racionales sucedan como si procedieran de una suprema voluntad que comprendiera en si o bajo si todas las voluntades privadas. Ahora bien, la ley moral obliga a cada uno, en el uso que haga de su libertad, aunque otros no se comporten de acuerdo con esa ley. Consiguientemente, ni la naturaleza de las cosas del mundo ni la causalidad de las mismas acciones y su relación con la moralidad determinan cuál es el vinculo existente entre las consecuencias de tales acciones y la felicidad, como tampoco es posible conocer mediante la razón el mencionado lazo necesario entre esperanza de ser feliz e incesante aspiración de hacerse digno de la felicidad, si sólo nos apoyamos en la naturaleza. Unicamente podemos esperar si tomamos como base una razón suprema que nos dicte normas de acuerdo con leyes morales y que sea, a la vez, causa de la naturaleza.
La idea de tal inteligencia, en la que la más perfecta voluntad moral, unida a la dicha suprema, es la causa de toda felicidad en el mundo, en la medida en que ésta va estrechamente ligada a la moralidad (en cuanto dignidad de ser feliz), la llamo ideal del bien supremo. En consecuencia, sólo en el ideal del bien supremo originario puede la razón pura encontrar el fundamento del vinculo que, desde el punto de vista práctico, liga necesariamente ambos elementos del bien supremo derivado, esto es, de un mundo inteligible, o sea, del moral. Como nosotros tenemos necesariamente que representarnos mediante la razón como pertenecientes a ese mundo, aunque los sentidos no nos presenten más que un mundo de fenómenos, tendremos que suponer que el primero es consecuencia de nuestra conducta en el mundo sensible, y, dado que éste no nos ofrece tal conexión, nos veremos obligados a suponer que es un mundo futuro para nosotros. Por consiguiente, Dios y la vida futura constituyen dos supuestos que, según los principios de la razón pura, son inseparables de la obligatoriedad que esa misma razón nos impone.
La moralidad constituye por si misma un sistema. No así la felicidad, a no ser en la medida en que esté distribuida en exacta proporción con la primera. Ahora bien, esto sólo puede suceder en el mundo inteligible, bajo un autor y un gobernante sabio. La razón se ve obligada a suponer este último, juntamente con la vida en ese mundo, que debemos considerar como futuro, o, en caso contrario, a tomar los principios morales por vanas quimeras, ya que el necesario resultado de los mismos resultado que la propia razón enlaza con ellos quedaría ineludiblemente invalidado. De ahí también que todos consideren las leyes morales como mandamientos, cosa que no podría ser si no ligaran a priori a su regla consecuencias apropiadas, esto es, si no implicaran promesas, y amenazas. Pero tampoco pueden hacerlo si no residen en un ser necesario que, como bien supremo, es el único que puede hacer posible semejante unidad teleología.
Leibniz denominaba el mundo, en la medida en que sólo se atendía en él a los seres racionales y a su relación según leyes morales bajo el gobierno del bien supremo, reino de la gracia, distinguiéndolo del reino de la naturaleza, en el que dichos seres se hallan igual mente bajo leyes morales, pero no esperan de su conducta otro resultado que el conforme al curso de la naturaleza constituida por nuestro mundo de los sentidos. Así, pues, desde el punto de vista práctico, constituye una idea necesaria de la razón el vernos en cl reino de la gracia donde nos espera toda felicidad, a menos que nosotros mismos limitemos nuestra participación en la misma por habernos hecho indignos de ella.
Cuando las leyes prácticas se convierten, a la vez, en fundamentos subjetivos de los actos, es decir, en principios subjetivos, se llaman máximas. La valoración de la moralidad, en lo que a su pureza y consecuencias se refiere, se hace de acuerdo con ideas. mientras que la observancia de sus leyes se verifica de acuerdo con máximas.
Es necesario que el curso entero de nuestra vida se someta a máximas morales, pero, al mismo tiempo, es imposible que ello suceda si la razón no enlaza con la ley moral que no es más que una idea de una causa eficiente que determine para la conducta que observe esa ley un resultado que corresponda exactamente a nuestros fines supremos, sea en esta, sea en otra vida. Por consiguiente, prescindiendo de Dios y de un mundo que, de momento, no podemos ver, pero que esperamos, las excelentes ideas de la moralidad son indudablemente objetos de aplauso y admiración, pero no resortes del propósito y de la práctica, ya que no colman enteramente el fin natural a todos y cada uno de los seres racionales, fin que la misma razón pura ha determinado a priori y necesariamente.
Por sí sola, la felicidad está lejos de ser el bien completo de la razón. Esta no la acepta (por mucho que la inclinación la desee) si no va unida a la dignidad de ser feliz, esto es, al buen comportamiento ético. La moralidad sola y, con ella, la mera dignidad de ser feliz, se hallan igualmente lejos de constituir el bien pleno. El bien será completo si quien no se ha comportado de manera indigna de la felicidad puede confiar en ser participe le ella. Ni siquiera una razón libre de toda finalidad privada que se pusiera en lugar de un distribuidor de toda la felicidad de los demás, prescindiendo del propio interés, podría juzgar de otro modo, ya que ambas cosas se hallan esencialmente unidas en la idea práctica, si bien de forma que es el sentido moral el que, en cuanto condición, hace posible participar de la felicidad, no la perspectiva de ésta la que hace posible el sentido moral. En efecto, en este último caso no sería sentido moral ni, consiguientemente, digno de aquella felicidad plena que no conoce ante la razón otras limitaciones que las debidas a nuestra propia conducta inmoral.
Es, pues, la felicidad en exacta proporción con aquella moralidad de los seres racionales gracias a la cual estos se hacen dignos de la primera lo que constituye el bien supremo de un mundo en el que debemos movernos en total conformidad con los preceptos de la razón pura práctica. Ese mundo es, claro está, de carácter meramente inteligible, ya que, por una parte, el sensible no nos promete semejante unidad sistemática de los fines respecto de la naturaleza de las cosas y, por otra, la realidad de ese mundo inteligible no puede tampoco fundarse en otra cosa que en el supuesto de un bien supremo y originario en el que la razón 144 P.14 autónoma, provista de toda la suficiencia de una causa suprema, funda, mantiene y sigue el orden de las cosas de acuerdo con la más perfecta finalidad, orden que, aunque para nosotros se halle muy oculto en el mundo de los sentidos, es universal.
Esta teología moral tiene la ventaja peculiar, frente a la teología especulativa, de conducirnos inevitablemente al concepto de un ser primario uno, perfectísimo y racional, un ser al que la teología especulativa no podía remitirnos, ni siquiera partiendo de fundamentos objetivos, no digamos ya convencernos de su existencia. En efecto, ni en la teología trascendental ni en la teología natural encontramos – por muy lejos que en ellas nos lleve la razón fundamento alguno significativo para suponer un ser antepuesto a todas las causas de la naturaleza, un ser del que, a la vez, pudiéramos decir con motivos suficientes que tales causas dependían de él en todos sus aspectos. En cambio, si desde el punto de vista de la unidad moral, como ley necesaria del mundo, consideramos cuál es la única causa que puede dar a esa ley el efecto adecuado y, consiguientemente, fuerza vinculante para nosotros, vemos que tiene que ser una voluntad suprema que comprenda en si todas esas leyes, pues ¿cómo íbamos a encontrar una completa unidad de fines bajo voluntades distintas? Esa voluntad tiene que ser omnipotente, de modo que toda la naturaleza y su relación con la moralidad en el mundo le estén sometidas; omnisciente, a fin de que conozca lo más recóndito de los sentimientos y su valor moral; omnipresente, de modo que se halle inmediatamente cerca de toda exigencia planteada por el bien supremo del mundo; eterna, para que en ningún momento falte ese acuerdo entre naturaleza y libertad, etcétera.
Pero tal unidad sistemática de los fines en ese mundo de inteligencias – mundo que, si bien en cuanto mera naturaleza es sólo mundo sensible, en cuanto sistema de la libertad puede llamarse inteligible, esto es, moral (regnum gratiae)conduce también de modo inevitable a la unidad teleológica de todas las cosas que constituyen ese gran todo según leyes universales de la naturaleza (del mismo modo que la primera es una unidad según leyes universales y necesarias de la moralidad), con lo cual enlaza la razón práctica con la especulativa. Hay que representarse el mundo como surgido de una idea si se quiere que concuerde con aquel uso de la razón sin el cual nosotros mismos nos comportaríamos de manera indigna de la razón, es decir, con su uso ético, que, en cuanto tal, descansa enteramente en la idea del bien supremo. Toda la investigación de la naturaleza cobra así una orientación que apunta a la forma de un sistema de fines, convirtiéndose, en su mayor amplitud, en una fisicoteologia. Pero, como ésta ha partido del orden moral considerado como unidad basada en la esencia de la libertad, y no establecida casualmente en virtud de mandamientos externos, enlaza lo teleológico de la naturaleza con fundamentos que tienen que estar inseparablemente unidos a priori a la interna posibilidad de las cosas, con lo cuál nos conduce a una teología trascendental. Esta adopta el ideal de la suprema perfección ontológica como un principio de la unidad sistemática que enlaza todas las cosas de acuerdo con leyes naturales necesarias y universales, ya que todas esas mismas cosas proceden de un único ser primordial.
¿Qué uso podemos hacer de nuestro entendimiento, incluso en relación con la experiencia, si no nos proponemos fines? Ahora bien, los fines supremos son los de la moralidad y sólo la razón pura puede dárnoslos a conocer. Una vez provistos de ellos y situados bajo su guía, sólo podemos emplear adecuadamente el conocimiento de la naturaleza respecto del proceso cognoscitivo cuando es la misma naturaleza la que ha puesto la unidad de propósito. En efecto, sin esta unidad, careceríamos incluso de razón, ya que no tendríamos ninguna escuela para ella, como tampoco ningún cultivo de la misma a través de objetos que suministraran la materia de esos conceptos. Aquella unidad de propósito es necesaria y se funda en la esencia de la voluntad misma. Consiguientemente, esta segunda unidad, que contiene la condición de su aplicación concreta, tiene que sedo también. De esta forma, la ampliación trascendental de nuestro conocimiento racional no sería la causa de la intencionalidad práctica que la razón nos impone, sino que sería solo su efecto.
Ello explica igualmente que descubramos en la historia de la razón humana que, antes de que los conceptos morales fueran suficientemente depurados y determinados y antes de que la unidad sistemática de los fines fuera comprendida de acuerdo con ellos y a partir de principios necesarios, ni el conocimiento de la naturaleza ni aun un considerable grado de cultura de la razón en el terreno de otras varias ciencias, pudieran producir más que toscos e imprecisos conceptos de la divinidad, o bien dejaran una asombrosa indiferencia acerca de esta cuestión. Una mayor elaboración de ideas éticas se hizo necesaria en virtud de la purísima ley moral de nuestra religión. Tal elaboración aumentó la agudeza de la razón con respecto a ese objeto debido al interés que se vio obligada a mostrar por él. Sin que a ello contribuyeran ni el mejor conocimiento de la naturaleza ni los conocimientos trascendentales correctos y fidedignos (de los que siempre hemos carecido), las ideas morales dieron lugar a un concepto de ser divino que consideramos ahora acertado, no porque la razón especulativa nos convenza de su corrección, sino porque está en perfecto acuerdo con los principios morales de la razón. En definitiva, pertenece, pues, exclusivamente a la razón, aunque solo en su uso práctico, el mérito de relacionar un conocimiento que la mera especulación solo puede imaginar, pero al que no puede conceder validez con nuestro supremo interés, así como el de convertirlo de esta forma no en un dogma demostrado, pero si en un supuesto absolutamente necesario para los fines más esenciales de la razón.
Sin embargo. una vez que la razón práctica ha alcanzado esta elevada cima, a saber, el concepto de un primer ser único en cuanto bien supremo, no debe pensar que se ha colocado por encima de todas las condiciones empíricas de su aplicación o que se ha elevado a un conocimiento inmediato de objetos nuevos para partir de ese concepto y derivar de él las leyes morales mismas. En efecto, ha sido precisamente la interna necesidad práctica de estas leyes la que nos ha llevado al supuesto de una causa necesaria o de un sabio gobernador del mundo que las haga efectivas. No podemos, pues, considerarlas a la inversa, como accidentales en virtud de ese sabio gobernador y como derivadas de su voluntad, sobre todo tratándose de una voluntad de la que no tendríamos concepto alguno si no lo hubiésemos formado de acuerdo con dichas leyes. En la medida en que la razón práctica tiene el derecho de guiamos, no consideraremos los mandamientos como obligatorios por ser mandamientos de Dios, sino que los consideraremos mandamientos de Dios por constituir para nosotros una obligación interna. Estudiaremos la libertad bajo la unidad teleológica conforme a los principios de la razón y sólo creeremos proceder de acuerdo con la voluntad divina en la medida en que observemos santamente la ley moral que la misma razón nos enseña partiendo de la naturaleza de los actos; solo pensaremos servir a esa voluntad fomentando en nosotros mismos y en los otros el bien supremo del mundo. La teología moral no posee, por tanto, más que un uso inmanente, a saber, el de recomendarnos que cumplamos nuestro destino en el mundo adaptándonos al sistema de todos los fines y que no abandonemos exaltadamente, o incluso limpiamente, la guía de una razón moralmente legisladora respecto de la buena conducta, pretendiendo enlazar inmediatamente esa guía con la idea del ser supremo. Esto nos permitiría un uso trascendental, pero que, de la misma forma que la mera especulación, tergiversaría y haría inútiles los últimos fines de la razón.
V. Comentario de texto.
A. Presentación
El sistema kantiano ha recibido en muchas ocasiones el nombre de filosofía crítica o, más escuetamente, de criticismo, por haber examinado las posibilidades de la razón y haber puesto límites a su afán de conocer la realidad más allá de toda experiencia. La obra en que el autor procede a ello es la Crítica de la razón pura, de la que se han extraído varios textos que se comentan a continuación. El libro fue publicado en 1.781. En él se establece una distinción entre proposiciones que ya había sido tenida en cuenta por otros autores. Por un lado están las proposiciones analíticas, del tipo “un caballo blanco es un caballo”, cuya verdad no puede ser puesta en duda, pues lo contrario de ella es contradictorio; basta analizar el primer concepto, “caballo blanco”, para ver en él el segundo, “caballo”. Las proposiciones sintéticas, por otro lado, son del tipo: “este caballo es blanco”. Aquí no es posible hallar el predicado en el sujeto, pues ser caballo no implica necesariamente ser blanco. La unión de ambos conceptos procede de la experiencia.
Las proposiciones del primer tipo son universales y necesarias, en tanto que las de segundo son particulares y contingentes. Así al menos lo habían creído otros filósofos, como Leibniz y Hume. La tesis de Kant, por el contrario, es que existen proposiciones sintéticas que no proceden de la experiencia, es decir, que son a priori y no a posteriori.
El desarrollo de esta idea lleva a Kant a descubrir que en el sujeto existen formas a priori de la sensibilidad -el espacio y el tiempo-, que permiten la formación de proposiciones sintéticas a priori en la matemática, y conceptos a priori del entendimiento -las categorías-, que posibilitan la formación de dichas proposiciones también para el conocimiento de la naturaleza. En ambos casos se trata de la construcción de juicios científicos, porque son juicios acerca de experiencias y percepciones, si bien la universalidad y necesidad que hay en ellos no procede de las experiencias y las percepciones: “aunque todo nuestro conocimiento empiece con la experiencia, no por eso procede todo él de la experiencia”[14].
El problema surge cuando un hombre pretende conocer cosas que no se dan en la experiencia, como la libertad, la inmortalidad, el origen y destino del universo, la existencia de Dios… El máximo esfuerzo de la razón ha sido siempre el de alcanzarlos, dice Kant, pero eso es imposible, pues todo conocimiento debe empezar por la experiencia. De ahí que no haya más remedio que admitir que la metafísica, una tendencia natural inextinguible, es un completo fracaso.
¿Habrá entonces que resignarse a una razón que cumple lo que promete solamente en el conocimiento científico y nos deja a la intemperie precisamente en aquello que más esperanzas ha suscitado siempre en nosotros? La tesis de Kant no conduce a este final pesimista. Al final de la Crítica de la razón pura, anticipa la solución que después habría de desarrollar en la Crítica de la razón práctica, publicada en 1.787. En ésta última obra se demuestra que los imperativos y normas que deben regular la acción de los hombres no pueden proceder de la experiencia, pues serían particulares y contingentes, sino de la razón. Pero no de la razón especulativa, aplicada al conocimiento empírico, sino de la razón práctica. Ambas son la misma, dice el autor, y sólo se diferencian por el uso que se hace de ellas. Hay principios o presupuestos racionales sobre los que se fundamenta la normatividad de la acción moral de los hombres. Pero son presupuestos, no conclusiones. Estos son justamente los objetos que la razón no llegaba a alcanzar en su uso especulativo: la libertad, la inmortalidad del alma…
Los textos de la Crítica de la razón pura que han sido seleccionados y comentados en las páginas siguientes recogen y concretan todas las ideas generales presentadas en este apartado, como podrá comprobar por sí mismo el lector.
B. Comprensión de términos y expresiones.
A posteriori.- Se dice del conocimiento empírico o de los juicios que determinan su validez a partir de la experiencia. Equivale a empírico.
A priori.- Dícese del conocimiento cuya validez universal y necesaria es obtenida al margen de la experiencia o percepción sensible. Equivale a puro.
Analítico.- Aplícase al juicio teórico cuyo predicado se halla contenido en el sujeto. La verdad de este tipo de juicios se establece de conformidad con las leyes lógicas de identidad y contradicción.
Autonomía.- Se dice que la voluntad es autónoma cuando extrae de sí misma la ley que regula la acción moral.
Categoría.- Kant denomina con este nombre a los conceptos puros del entendimiento, a través de los cuales se realiza la síntesis de las intuiciones empíricas.
Concepto.- Representación de carácter general que pertenece al entendimiento, capacidad por medio de la cual pensamos el objeto de la sensibilidad. Los conceptos son de dos clases: puros y empíricos. Se diferencian entre sí por la presencia, en el caso de los conceptos empíricos, de algún elemento sensible.
Deber.- Es un tipo de necesidad no natural que se impone a las acciones para que puedan denominarse acciones morales. “No podemos preguntar qué debe suceder en la naturaleza, ni tampoco qué propiedades debe tener un círculo, sino que preguntamos qué sucede en la naturaleza o, en el último caso, qué propiedades posee el círculo”[15].
Entendimiento.- Capacidad del sujeto que le permite pensar el objeto de la sensibilidad por medio de conceptos.
Fenómeno.- Es el objeto sensible, es lo que aparece clara y manifiestamente ante nosotros en el espacio y el tiempo. Designa el tipo de objetos que tienen realidad empírica y constituyen por ello el objeto de conocimiento científico.
Formas.- Son reglas de carácter apriórico conforme a las cuales se realiza la actividad cognoscitiva.
Heteronomía.- Se dice que la voluntad es heterónoma cuando extrae del exterior de sí la ley que ha de regular la acción.
Idealidad.- Se refiere a las intuiciones puras de espacio y tiempo, que reúnen en sí la doble condición de funciones del sujeto y reglas que hacen posible la existencia del objeto.
Ideas.- Son conceptos a priori de la razón, es decir, las representaciones más generales usadas por ella para dar unidad a los conocimientos obtenidos por el entendimiento, y son básicamente tres: alma, mundo y Dios.
Imperativos.- Son juicios o principios prácticos que ordenan la acción humana, y, en cuanto tales, no expresan lo que es, sino lo que debe ser. Los imperativos pueden ser hipotéticos y categóricos. Los primeros son aquellos en que los fines que se buscan son los que determinan la acción. Estos no dan carácter moral a las acciones, pues sólo valen en virtud de esos fines particulares. Los segundos expresan la obligatoriedad universal e inapelable de la ley moral, pues dicen que algo debe hacerse porque está bien hacerlo y no porque se persiga un fin, sea la felicidad o cualquier otro.
Intuición.- Clase de representación que pertenece a la sensibilidad, facultad que nos permite obtener sensaciones de los objetos. Se diferencia del concepto en que es una representación de carácter singular y concreto y se refiere a los objetos de un modo inmediato.
Las intuiciones son de dos tipos: puras y empíricas. Puras son el espacio y el tiempo, que son las condiciones de la sensibilidad que permiten la unificación de lo dado en la experiencia. Empíricas son las intuiciones que contienen algún elemento sensible.
Materia.- Designa el carácter múltiple de las sensaciones que nos son dadas por el objeto.
Noúmeno o cosa en sí.- Es el objeto de una intuición no sensible, sino intelectual, y carece por ello de realidad empírica. Constituye el límite de lo que podemos llegar a conocer empíricamente.
Objetivo.- Este término designa, por una parte, una cualidad del objeto, y, por otra, el conocimiento que tiene validez necesaria y general y se obtiene por la aplicación de los principios aprióricos de la sensibilidad y el entendimiento.
Objeto.- Término que designa todo aquello sobre lo que recae la actividad cognoscitiva del sujeto.
Postulados.- Son proposiciones no demostrables de la razón en su uso práctico, que constituyen el fundamento de la moralidad. Son tres: la libertad de la voluntad, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios.
Razón.- Capacidad del sujeto, a la que se hallan subordinados el entendimiento y la sensibilidad. Tiene dos usos: teórico y práctico. El primero se aplica al conocimiento de los fenómenos. El segundo a la acción moral.
Representación.- Designa de un modo general el producto de la actividad cognoscitiva del sujeto en cualquiera de los tres niveles, es decir, sensibilidad, entendimiento y razón.
Sensibilidad.- Capacidad del sujeto que le permite obtener representaciones sensibles de los objetos.
Sintético.- Es un juicio cuyo predicado no pertenece al sujeto. Hay juicios sintéticos cuya verdad se determina a priori. Estos son los científicos. La verdad de los otros se determina a posteriori. En este caso se establece empíricamente, mientras que en el primero la validez es independiente de la experiencia y deriva de los a priori de espacio, tiempo y categorías, que son los medios de que se vale el sujeto para obtener un conocimiento objetivo de la realidad empírica.
Subjetivo.- Este término se refiere, por una parte, a una cualidad del sujeto, y, por otra, se aplica al conocimiento que carece de validez general porque es expresión del estado momentáneo del individuo.
Sujeto.- Término que designa el agente racional que realiza la acción de conocer.
Trascendental.- Kant llama “trascendental a todo conocimiento que se ocupa, no tanto de los objetos, cuanto de nuestro modo de conocerlos, en cuanto que tal modo ha de ser posible a priori”[16]
Voluntad.- Es la razón en su uso práctico (ver “razón”)
C. Breve resumen del contenido del texto.
A. La lógica en general (Sobre la revolución copernicana de Kant)
El empirismo y el racionalismo, viene a decirse en este texto, coinciden en ser filosofías metafísicas, por seguir pensando que existe una realidad que es preciso conocer. Por esto no sobrepasan las antiguas filosofías griega y medieval, aunque preparan el terreno para su superación definitiva por poner más énfasis que aquéllas sobre el sujeto. Ahora es Kant quien, como Copérnico en la astronomía -con quien empezó en verdad la gran revolución moderna del pensamiento-, se pone frente a toda la filosofía anterior para preguntarse si no habrá que enfocar las cosas de un modo diametralmente opuesto al acostumbrado. ¿No será el objeto el que debe regirse por las facultades de la sensibilidad y el entendimiento y no al revés?
Sensibilidad y entendimiento son imprescindibles para conocer. Una cualquiera de ellas sin la otra sólo puede darnos conocimientos desordenados o ideas sin contenido.
B. La disciplina de la razón pura en su uso dogmático (Sobre la distinción entre la filosofía y la matemática).
El giro copernicano hacia la razón significa que en ésta se hallan las condiciones que hacen posible un conocimiento universal y necesario. Pero la razón a que alude Kant no es la subjetividad del empirismo, sino los principios que, manifestándose de hecho en las ciencias existentes, hacen de ellas un conocimiento objetivo.
El contraste entre la matemática y la filosofía es interesante para captar por qué la matemática es una ciencia con pleno derecho, en tanto que la filosofía no puede siquiera pretenderlo. El ejemplo que pone Kant -el del teorema que dice que la suma de los ángulos de un triángulo vale dos rectos- es determinante para la comprensión del texto. Con él se muestra claramente por qué es la geometría un conocimiento obtenido por construcción de conceptos, lo que le permite ser independiente de la experiencia. La representación imaginaria de un objeto matemático con arreglo a las normas dadas por el concepto de dicho objeto, es decir, con arreglo a los dictados de la razón, no se atiene a la experiencia, sino que se impone a ella. La representación misma es ciertamente particular, pero no es a posteriori. No podría ser entonces universal.
El conocimiento filosófico no alcanza a tanto. Sus conceptos no están hechos para ser llenados de intuiciones a priori, sino empíricas, lo que la condena al particularismo o, si pretende alcanzar un conocimiento absoluto, a la vaciedad. No hay un punto de apoyo exterior al mundo desde el que moverlo, como tampoco es posible sustraerse a la experiencia para dominarla. El filósofo, al contrario que el matemático, no puede ir más allá del mero concepto. Su disciplina vale para el análisis y la definición, pero, por carecer de intuiciones intelectuales que den contenido a sus conceptos, no valen para el conocimiento.
C. El canon de la razón pura.
Que no valga para el conocimiento no quiere decir que no valga para otra cosa. Kant pretende lo contrario de lo que podría parecer: más que cerrar a la filosofía el camino de la ciencia, se trata de cerrar a la ciencia el camino de la filosofía. Para la ciencia queda lo condicionado y lo relativo, para la filosofía lo absoluto. No hay un canon de la razón, dice Kant, para su uso especulativo, pero sí para su uso práctico. Aquí, en el horizonte de la moral, amanece lo absoluto. Pero este absoluto, objeto imposible de la búsqueda nocturna del conocimiento, se impone ahora con toda la fuerza de lo que ni requiere ni permite demostración.
Solamente es de todo punto necesario especificar con claridad que existen juicios morales, como existen juicios científicos. Que su formación exige también ciertas condiciones previas, independientes de la experiencia. En primer lugar, la libertad. Que la libertad no exista en el mundo sensible nos obliga entonces a aceptar uno inteligible, so pena de rechazar lo que ya hemos aceptado: la existencia de juicios morales. Así se coloca el deber, la norma que obliga a una voluntad racional y libre, por encima del ser, como ya hizo Platón cuando situó la idea de Bien por encima de todas las otras.
Pero no hay posibilidad de conocer lo inteligible. El único mundo real para nosotros es el sensible, que ha sido delimitado por la razón especulativa. El otro es fin al que tiende en la acción moral, no objeto existente que pueda conocerse.
Sección segunda. El ideal del bien supremo como fundamento determinador del fin último de la razón pura.
Pero el ser del hombre se muestra sólo parcialmente en el registro especulativo. Todavía es necesario contestar a las tres preguntas célebres que Kant exhibe en esta parte del texto:
¿Qué puedo saber?.- La respuesta ya está dada en la parte anterior[17]
¿Qué debo hacer?.- No aquello que te haga feliz, pues la acción moral no puede tener esa finalidad subjetiva, sino aquello que te haga merecerlo, es decir, las normas morales no pueden depender del tiempo, del lugar o de la inclinación personal, pues en ese caso solamente serían válidas para algunos, pero no para todos. De ahí que deban ser categóricas y no hipotéticas.
El deber no depende de la experiencia moral, sino que es la condición de su existencia.
¿Qué puedo esperar?.- Que el haberte hecho digno de ser feliz no se quede en el aire, sino que se desenvuelva en felicidad real. Pero esto significa nada menos que la existencia de Dios, que es la unión de lo ideal y lo real.
Esquema del texto:.
La lógica en general (Sobre la revolución copernicana de Kant)
La disciplina de la razón pura en su uso dogmático (Sobre la distinción entre la filosofía y la matemática).
El canon de la razón pura.
Sección primera. El objetivo final del uso puro de nuestra razón.
Sección segunda. El ideal del bien supremo como fundamento determinador del fin último de la razón pura.
Explicación de las respuestas.
D. Desarrollo del esquema del texto.
1. La lógica en general (Sobre la revolución copernicana de Kant)
Toda la filosofía antigua había sido esencialmente ontología: estudio de lo real. Solamente en segundo lugar había sido teoría del conocimiento, o estudio de los medios de que dispone el sujeto para apropiarse de la realidad, o de la manera en que una cosa del exterior se convierte en una cosa del interior. Cierto es que el racionalismo y el empirismo habían invertido esta tendencia al poner el acento en el sujeto, pero habían permanecido fieles a la antigua metafísica, por seguir pensando que hay una realidad y que la tarea propia del sujeto es asimilarla. Diferían en su concepción de los medios por los que el sujeto llega a este fin, pero coincidían en ese punto fundamental.
La novedad introducida por Kant en la filosofía es la superación definitiva de la ontología y su sustitución por un estudio del espíritu, una crítica de la razón, que ahora no se pregunta qué es el ser sino qué hay dentro de nosotros acerca del ser. El empirismo solamente había puesto de manifiesto que hay una “facultad de recibir representaciones (receptividad de la las impresiones)”, pero había chocado con el grave problema de justificar la universalidad y necesidad de nuestros conocimientos. El racionalismo, creyendo que solamente con los conceptos del entendimiento, sin ayuda de la sensibilidad, es posible alzarse hasta un conocimiento universal y necesario, había asignado a la intuición intelectual un poder de que el espíritu carece. Sólo la intuición sensible, dice Kant en el texto, es útil para conocer. Los conceptos puros y las intuiciones puras, sin mezcla de datos de la sensibilidad, están vacíos de contenido y no aportan, en consecuencia, conocimiento alguno. Pero no basta que exista el contenido empírico, pues, una vez que se ha producido, es necesario todavía pensarlo por medio de un concepto. Luego el conocimiento es, como mínimo, la unión o síntesis de un concepto y una impresión sensible:
“Los pensamientos sin contenido son vacíos; las intuiciones sin conceptos son ciegas. Por ello es tan necesario hacer sensibles los conceptos (es decir, añadirles el objeto en la intuición) como hacer inteligibles las intuiciones (es decir, someterlas a conceptos)”.
El racionalismo y el empirismo estaban en un error. El primero porque pensó que el entendimiento intuye algo, el segundo por creer que basta la experiencia sensible para pensar. “El conocimiento únicamente puede surgir de la unión de ambos”. Lo que llamábamos “objetividad” creyendo que era una cualidad del ser externo, es una determinada combinación de los contenidos de la conciencia. Pero no de cualesquiera contenidos, sino de los que Kant dice que proceden de las facultades que él distingue con los nombres de sensibilidad y entendimiento, facultades que operan según sus propias reglas.
Este es el sentido de la revolución copernicana que Kant emprendió en filosofía. Antes de Copérnico, las trayectorias de los planetas y las estrellas eran casi inexplicables. La novedad que él introdujo en astronomía fue probar a pensar que no es el observador quien está quieto en el centro del sistema, girando todo él en derredor suyo, sino, al revés, que el sistema está inmóvil y es el observador quien se desplaza. A continuación todo se hizo más fácil de entender. Lo mismo sucede en filosofía, pensó Kant. Después de muchos siglos de creer que es el sujeto quien debe girar alrededor del objeto para extraer algún conocimiento universal y necesario de él, Kant hace que sea éste el que deba regirse por nuestras facultades para, de ese modo, obtener algún conocimiento de ese tipo por la acción de éstas.
2. La disciplina de la razón pura en su uso dogmático (Sobre la distinción entre la filosofía y la matemática).
El giro copernicano lo es hacia la subjetividad, que no debe entenderse como lo individual y arbitrario, sino como la ley general de la razón. No es la subjetividad de la naturaleza humana tal como la entendían Locke y Hume, sino los principios de la razón que se manifiestan en las ciencias objetivas. Abandonando aquel dogmatismo que pretendía autorizarla a ser ontología, la filosofía es ahora metafísica de las ciencias o filosofía trascendental. Disciplina de segundo grado, su cometido es estudiar las distintas clases de conocimiento, sean las matemáticas o la física, la religión, la historia, o el derecho…, para ver cómo se hace patente en ellas la objetividad, pero nunca para alcanzar la cosa en sí al margen de estos conocimientos, porque carece de juicios sintéticos a priori. La comparación entre la filosofía y la matemática, a que se dedica este segundo texto, es extremadamente útil para aclarar su papel, y de paso para romper con la tradición de tomar la matemática como modelo de la filosofía, tradición que se remonta hasta el pitagorismo.
La primeras líneas ya presentan el problema a dilucidar: si la razón ha conseguido extender su dominio en las matemáticas, donde no es necesaria la ayuda de la experiencia, pues de otro modo no habría podido alcanzar un conocimiento necesario y universal, es decir, a priori, ¿no podría lograr lo mismo en la filosofía?
La respuesta a esta cuestión exige saber antes en qué consisten el método matemático y el filosófico. El primero, se dice textualmente, “es un conocimiento obtenido por construcción de los conceptos. Construir un concepto significa presentar la intuición a priori que le corresponde. Trátese, por ejemplo, del triángulo. Para extraer conclusiones acerca de él, el geómetra debe representárselo en la imaginación o dibujarlo en un papel, pero en ninguno de los dos casos procederá al buen tuntún, sino siguiendo estrictamente lo que su razón le dicte con el concepto de triángulo. En el primer caso -imaginar la figura- será una intuición pura y el segundo -dibujarla sobre el papel- empírica, pero en los dos el objeto es construido por la razón. Ella no ha tenido que aguardar a que la experiencia presente unas cualidades determinadas. Muy al contrario, la experiencia presenta las que la razón ha entendido previamente que debe poseer todo triángulo. Por último, la razón extrae conclusiones sobre todos los triángulos, reales o posibles, y no sobre el que ha sido imaginado o dibujado: “las matemáticas (conocen) lo universal en lo particular”.
El conocimiento filosófico, por el contrario, “es un conocimiento racional derivado de conceptos”, por causa de lo cual “sólo considera lo particular en lo universal”. Esto es decir que la filosofía no puede construir conceptos, pues no es capaz de presentarlos en una intuición a priori.
Esta es la distinción entre la filosofía y la matemática, una distinción formal, no material o de contenido. Quienes creen que la diferencia es material porque la segunda se ocupa de la cantidad y la primera de la cualidad no caen en la cuenta de que el hecho de que esto sea así se debe precisamente a la forma de cada uno de los dos conocimientos. Los únicos conceptos que pueden construirse son los de la magnitud, pues son los únicos que permiten ser representados mediante intuiciones a priori, como el triángulo. Pero la cualidad, que se refiere a cosas como el color, la causalidad, la realidad… no permite la construcción de conceptos, pues la única manera de representarlos es mediante una percepción dada en la experiencia y no producida a priori:
“No puedo en modo alguno representar en la intuición el concepto de causa en general, como no sea en un ejemplo ofrecido por la experiencia; y lo mismo puede decirse de los conceptos”.
Esto significa que no hay para los conceptos de la filosofía una sola intuición pura, como para los de las matemáticas; que si se los hace depender de una intuición empírica, o percepción sensible, no serán universales y necesarios; y que, en definitiva, están condenados a ser vacíos si siguen siendo conceptos.
¿Para qué sirven entonces? Para el análisis. No es posible formar con ellos síntesis a priori, al contrario que en matemáticas. Luego lo propio de la filosofía son las proposiciones analíticas y de la matemática las sintéticas a priori, lo cual conduce a una única conclusión: que el matemático puede ir, más allá del mero concepto, a su representación intuitiva, para captar en ella cualidades que pertenecen a aquél, en tanto que el filósofo queda encerrado en sus conceptos y tiene que limitarse a las definiciones de ellos. Véase esto mismo con el ejemplo que pone Kant. Al contrario que el filósofo, que, por no contar más que con el concepto de triángulo, con el entendimiento de la figura, no puede sacar ninguna conclusión nueva, el geómetra hace intervenir inmediatamente, además del entendimiento, la imaginación, en donde no se contenta con el puro concepto, sino que traza líneas en un sentido y otro hasta llegar a conclusiones nuevas no contenidas en él:
Explicación del ejemplo de Kant:
Si en el triángulo ABC de la figura se traza por el vértice B una paralela EF al lado AC se observará que se forman los tres ángulos consecutivos 1, 2 y 3, tales que obligan a aceptar que:
ángulo 1 + ángulo 2 + ángulo 3 = dos rectos, porque son la suma de ángulos consecutivos formados sobre una línea recta. Ahora bien:
ángulo 1 = ángulo A, por alternos entre paralelas;
ángulo 3 = ángulo C, por la misma razón;
ángulo 2 = ángulo B, pues es el mismo ángulo;
Una vez que se procede a la sustitución de unos por otros se obtiene que:
ángulo A + ángulo B + ángulo C = dos rectos, o más brevemente:
A + B + C = dos rectos.
Así va el matemático más allá del mero concepto. Luego, pese a Descartes, el análisis no acaba en la intuición intelectual, en la aprehensión por una mente pura y atenta de la relación necesaria entre dos seres. Nada nuevo hay bajo el sol de esta razón analítica: el conocimiento tiene que conformarse con lo ya sabido, sin poder dar un paso adelante. Cerrada sobre sí y sus conceptos, la razón halla lo particular en lo universal cuando opera analíticamente. Puede observarse nuevamente el ejemplo del triángulo o bien puede examinarse este otro:
Si todos los hombres son mortales y
si Sócrates es hombre
entonces Sócrates es mortal,
donde se parte de una proposición universal (A) y se desemboca en una particular (I) contenida previamente en ella. Esto es proceder meramente por conceptos.
¿Por qué sucede esto? ¿A qué obedece que la razón proceda unas veces según “un conocimiento racional derivado de conceptos” y otras según “un conocimiento obtenido por construcción de los conceptos”? ¿Cómo sabremos cuándo opera de uno u otro modo?.
La respuesta es la siguiente: conocer es sintetizar (para lo cual debe haber una síntesis entre un concepto y una intuición que lo represente, como en el caso del triángulo) y pensar no lo es.
Todos los fenómenos de la experiencia han de presentarse en el espacio y en el tiempo. Un objeto percibido tiene que estar al lado, encima, debajo, detrás… de algún otro. Esto es estar en el espacio. También tiene que suceder antes, después o al mismo tiempo que algún otro, lo cual es estar en el tiempo. Sólo así es posible, además, percibirlos. Por eso dice Kant que el espacio y el tiempo son la forma a priori de todos los fenómenos, una condición indispensable para que sean fenómenos, es decir, para que aparezcan a una intuición sensible como es la nuestra. Otra cosa distinta es su materia, que es a posteriori: que un fenómeno cualquiera sea árbol o persona, tenga este o el otro color… es algo que solamente sabremos por una percepción a posteriori. Únicamente sabremos de antemano acerca de él que es una cosa, pero no qué cosa es. Ahora bien, este concepto a priori de cosa no nos ofrece más que la “mera regla de la síntesis de aquello que la percepción puede ofrecer a posteriori, pero nunca proporcionar a priori la intuición del objeto real”. Pero si no hay intuición no hay síntesis de intuición y concepto y, en consecuencia, no hay conocimiento. ¿Qué es lo que queda en ese caso?
Queda el uso discursivo de la razón, conocimiento filosófico que, como se ha visto, no es tal conocimiento y que se distingue del matemático en que éste sí puede sintetizar un concepto con una intuición a priori, sea la del espacio para hacer geometría, sea la del tiempo para hacer aritmética. Ahora comprendemos la distinción entre un proceder y el otro. Ante un concepto cualquiera pueden darse dos opciones:
La primera es quedarse en el mero concepto para producir, por ejemplo, una definición suya. En este caso tendremos un juicio analítico, que sirve para explicar lo que ya se sabe, pero no para saber más. Es lo que Kant llama “conocimiento sintético de razón por meros conceptos y, por ello mismo, discursivo”
La segunda es ir más allá del concepto, hasta una intuición que lo represente, en cuyo caso todavía pueden darse dos opciones:
Que la intuición sea pura. Entonces habrá un juicio sintético a priori, un conocimiento racional genuino. Esta es la construcción de conceptos propia de la matemática
Que la intuición sea empírica. Entonces habrá un juicio sintético a posteriori, que será sólo un conocimiento de hecho, pero desprovisto de universalidad y necesidad.
En el fenómeno, en lo que nos aparece, hay materia y forma. Esta última puede ser tratada sin la primera, pero no al revés. Ni puedo conocer un objeto fuera del espacio y el tiempo ni éste puede existir sin ellos. La forma es una condición indispensable de mi conocimiento de los objetos y lo es también de la existencia de éstos. Por ese motivo puedo pensar el espacio y el tiempo sin objetos, sin esperar a la experiencia de ellos. Propiamente hablando, puedo imaginarlos o, como dice Kant, tener de ellos una intuición pura, no empírica, en la que se abarca y agota todo su ser. ¿Qué puedo tener, por el contrario, de los fenómenos, de los objetos de la sensación, antes de que se me aparezcan? Sólo “indeterminados conceptos de la síntesis de sensaciones posibles”. Puedo saber a priori si todo lo que existe es o no una cantidad y hasta qué punto lo es, si ha de ser causa o efecto de alguna otra cosa, si será independiente o dependiente… Pero todo esto, que es el conocimiento filosófico, permanecerá indeterminado hasta tanto no sea determinado por una intuición sensible, lo que no sucede al matemático, que puede perfectamente prescindir de la materia empírica y atender solamente a la forma: para saber que un triángulo vale dos rectos no necesito saber que hay triángulos, como para saber que dos veces cinco es la mitad de veinte no necesito saber que hay cosas como peras o manzanas que puedan sumarse o dividirse. Pero sí sé de antemano en qué habrá de consistir necesariamente un triángulo, de tal manera que lo que una experiencia cualquiera pueda añadirle, como que es grande o pequeño, de un color u otro…, no es relevante en absoluto.
Ahí radica el éxito obtenido desde siempre por las matemáticas. Por no depender de la experiencia sensible, no corren el riesgo de la contingencia y la particularidad, que es lo único que puede esperarse de ella. La filosofía, en cambio, creyendo que esos triunfos de la razón en la matemática podrían extenderse también a lo que ella hace con tal de aplicar el mismo método, ha caído en el error una y otra vez, desde Platón hasta Descartes. Ella trabaja con conceptos a priori que no puede trocar en intuiciones a priori para confirmar su realidad. No puede hacerlos reales, al contrario que la matemática, y, sin embargo, ha sido una tendencia constante en ella el destinarlos a un uso que no es el suyo: querer hablar a través de ellos de las cosas del mundo. Y ha tardado en caer en la cuenta de que solamente había logrado que los conceptos hablen entre sí, pero no del mundo de las cosas.
Pero este error ha sido cometido con más frecuencia por maestros de la matemática cuando han querido hacer incursiones en la filosofía. Han utilizado bien la razón ordinaria en el campo de las cantidades, cuyas condiciones a priori son el espacio y el tiempo. Han pensado bien sobre ellas, pero no se les ha ocurrido pensar su origen y los límites de su aplicabilidad, sino que, lejos de ello, han pretendido aplicar sus procedimientos más allá del campo de la sensibilidad, que es el suyo propio,
“al terreno inseguro de los conceptos puros e incluso trascendentales, donde ni el suelo les permite sostenerse de pie ni tampoco nadar (instabilis tellus, innabilis unda), sino sólo un paso ligero cuyas huellas quedan completamente borradas por el tiempo. Su marcha por las matemáticas traza, en cambio, un camino real donde podrá andar confiadamente incluso la más remota posteridad”.
Pero la filosofía debe guardarse de estas pretensiones poniéndose al abrigo de las tentaciones del método matemático. Este versa sobre los objetos de la sensibilidad. Es su ámbito y a él no tiene más remedio que limitarse. La filosofía tiene otro.
3. El canon de la razón pura.
La primera utilidad de una crítica de la razón es la de poner límites a su deseo de ampliar por sí misma el conocimiento. La misma razón se rodea de un vallado para contener su ímpetu. Es su labor primera: “en lugar de descubrir la verdad, posee el callado mérito de evitar errores”. Pero esta labor tiene otra virtud: la de no permitir, una vez que se ha completado, otro censor por encima de sí misma. Eliminadas por su propia acción negativa las pretensiones excesivas que antes había abrigado, las pocas que ahora le quedan están bien protegidas de todo ataque ulterior.
La razón adivina la existencia de objetos que son para ella del máximo interés. Pero, como el agua a través del mimbre de la Nereida, éstos huyen cuando pretende conocerlos. Forzoso es admitir que esta vía es imposible, pero el anhelo, dice Kant, sigue siendo inextinguible. ¿No habrá más suerte en la razón práctica?
Si por canon ha de entenderse el “conjunto de principios a priori del correcto uso de ciertas facultades cognoscitivas”, entonces hay canon cuando nuestras facultades se destinan al conocimiento y no lo hay en caso contrario. Puesto que la razón pura es incapaz de todo conocimiento sintético, no hay canon para ella. Luego el único canon posible ha de ser el de su uso práctico, a cuyo examen dedica Kant las páginas siguientes.
a)Sección primera. El objetivo final del uso puro de nuestra razón.
Quede para la matemática y la ciencia de la naturaleza el conocimiento empírico. Ocúpense ellas de todo lo referido a los objetos de la intuición, reino del entendimiento y la sensibilidad, donde los objetos valen de un modo condicionado. La razón todavía tiene para sí una ocupación propia: la de los objetos cuyo valor no depende de ninguna otra cosa, pues es absoluto. De ella es el pensar, del entendimiento el conocer. De ahí deriva una conclusión, que lo es de toda la Crítica de la razón pura: lo absoluto, llámese Dios o como quiera, no se puede conocer objetivamente, ni le está permitido a la razón contar con él como si fuera objeto real; tampoco es explicable con el puro pensar, no es racionalizable…, pero no es posible dejar de pensar en él. Queda lejos del conocimiento, que no puede afirmarlo, mas tampoco negarlo. Y es su abismo propio, en donde la razón no puede dejar de hundirse, aunque sólo sea para dar razón de la limitación, el orden y la finalidad de los objetos del conocimiento, que son, para nosotros, los objetos del mundo.
Esta tendencia de la razón no admite excusa: “no encontrar reposo mientras no haya completado su curso en un todo sistemático y subsistente por sí mismo”.
El texto da un viraje sorprendente. Dejemos ahora, dice, el interés teórico de la razón y vayamos al práctico, porque en él se halla el fin supremo de toda ella, un absoluto:
“la unidad que fomente aquel interés de la humanidad que no está subordinado a ningún otro interés superior”.
Aquí, en el mundo inteligible de las ideas, reina sola la razón. Tales ideas son “la libertad de la voluntad, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios”, cuya investigación en modo alguno sirve para el conocimiento científico. Que la voluntad sea libre es un problema insoluble desde la comprensión de las cosas del mundo, sujetas todas ellas a leyes invariables. Que el alma sea inmaterial y, por ello mismo, inmortal, no puede servir de fundamento explicativo para los objetos de la naturaleza, que no lo son. Que, por último, exista una inteligencia suprema serviría ciertamente para aceptar que hay orden y finalidad en el universo, pero no nos estaría permitido verlo en ninguna parte concreta de él, pues ello equivaldría a saltarse las causas naturales, las únicas que debe tener en cuenta el conocimiento empírico. Estas tres cosas no pertenecen al mundo fenoménico. Por eso no son propiamente cosas, sino ideas. No sirven para el saber, pese a lo cual la razón no prescinde de ellas, porque sirven para la práctica. ¿Qué es la práctica?
No toda acción es práctica, sino sólo aquella “que es posible mediante libertad”, dice Kant. Pero las acciones mediante libertad no acontecen en el mundo empírico, el único al que nos es dado aplicar la categoría de realidad. Entrarían en contradicción con el conocimiento científico si pertenecieran a él. ¿Luego vuelve a desdoblarse la realidad en una parte sensible y otra inteligible, como en Platón? No es exactamente así, pero en esta parte del sistema kantiano emerge el mismo ímpetu primordial que animaba a aquél. Recuérdese “que el platonismo es, en lo fundamental, un sistema ético y político”[18]. Platón insistía en que jamás será bien gobernado un estado en el que falte un gobernante que participe de las ideas, lo que muchas veces sirve para tachar su filosofía moral de proyecto irrealizable, lo que equivale a no entender lo fundamental. El mérito de Platón en este aspecto no es otro que el de destruir todo intento de extraer reglas morales de la experiencia. Esta, la experiencia, dice Kant ahora, es la fuente de la verdad en lo tocante a la realidad natural, pero es inadmisible que lo sea en lo tocante a los principios morales: ¿cómo podría extraer lo que debo hacer de lo que realmente hago?
Pero no hay un mundo inteligible puesto aparte de este sensible, al que pueda accederse por una intuición intelectual privilegiada. El único mundo al que puede llamarse real es aquel del que se ha ocupado la filosofía trascendental, donde toda afirmación relativa a una cosa encontraba su fundamentación y justificación en una función originaria de la razón”[19]. Este mundo inteligible, el de las ideas antedichas, es un punto de vista necesario para la razón. ¿Sólo existen voluntades que se dejan llevar de sus impulsos y deseos empíricos o también hay otras que se representan lo que es bueno y provechoso prescindiendo de tales impulsos y deseos?
A diferencia de las leyes de la naturaleza, que se extraen de lo que sucede, las de la moral, que dicen qué es lo que debe suceder, aunque de hecho nunca suceda, se extraen de otro lado: de una razón práctica que no es de este mundo empírico, porque no se deja determinar por “lo que estimula o afecta directamente a los sentidos”. Esta es la voluntad libre, que dicta las leyes morales.
Como aquí no se trata de conocer, sino de actuar o dejar de actuar, no nos importa si hay o no realmente alguna clase de determinación superior y más remota. Esto sería volver a plantear la discusión en el terreno empírico, del que se ha ocupado la filosofía trascendental, la razón en su uso teórico. Es indudable que en ese terreno la libertad es un problema, pues choca con la causalidad natural, que no hay más remedio que admitir. Pero el problema no se da en el uso práctico de la razón, porque en él se inquiere por la norma y no por cualquier otra cosa. Y la norma presupone la libertad. Esta es, pues, un presupuesto, no una existencia que hay que demostrar. Prescíndase de esto y se hundirá ante nosotros todo el edificio de la moral. Si preguntáramos por la cosa, si quisiéramos saber qué es una voluntad libre, es decir, si volviéramos, para tratar estos asuntos, al uso teórico de la razón, hallaríamos solamente un concepto vacío, algo que podemos pensar, pero a lo que no podemos adjudicar intuición alguna. No es que el uso puro de la razón nos proporcione ahora una cosa, accesible por un atajo diferente al del conocimiento. Lo que nos da es un fin, una misión: la voluntad libre, un noúmeno. Aquí, tratándose únicamente del interés práctico de la razón, sí tiene sentido el problema de si existe Dios y hay una vida futura. Pero Dios y la vida futura son también cosas pensadas, no conocidas, fines de la razón práctica que justifican todo el orden moral y, como tales, presupuestos necesarios suyos.
b) Sección segunda. El ideal del bien supremo como fundamento determinador del fin último de la razón pura.
Ahora vemos el propósito de la Crítica de la razón pura. Que este libro, cuya traducción española consta de 661 páginas, diga en la 629 que el interés de la razón no se satisface en su uso especulativo o teórico, al cual se han dedicado casi todas las páginas precedentes, indica hasta qué punto anticipa otros contenidos distintos de los gnoseológicos. Es legítimo esperar de las ideas de la razón un papel mucho más importante que el que cumplen en lo concerniente al conocimiento: algo que la razón nos niega en su uso especulativo y que debe brindarnos en su uso práctico. Veamos qué.
Todos los intereses de la razón se resumen en tres:
¿Qué puedo saber? Este es meramente teórico o especulativo. Todo cuanto cabe decir a su respecto está ya dicho: es todo lo referido a la teoría del conocimiento.
¿Qué debo hacer? Es un interés práctico que, perteneciente también a la razón pura, no es del ámbito trascendental, sino del moral.
¿Qué puedo esperar? Es práctico y teórico a la vez. Lo que se espera es siempre la felicidad, independientemente de que acabe o no de llegar. Esa esperanza es, con respecto a las acciones, lo que la ley de la naturaleza con respecto a la ciencia, pero en un sentido algo diferente: en el primer caso “hay algo porque algo debe suceder”, en el segundo “hay algo porque algo sucede”.
En otras palabras:
Hay algo porque algo debe suceder.- Que algunas acciones deben ser hechas es indudable. De ahí se desprende que dichas acciones tienden a un fin supremo que las determina.
Hay algo porque algo sucede.- También es indudable que algunos hechos suceden, de donde se desprende que algo opera como causa suprema suya. El algo de los dos casos es el mismo, sólo que en el primero opera como fin de lo que debe hacerse y en el segundo como principio regulador de lo que sucede de hecho.
Explicación de las respuestas.
¿Qué debo hacer?.- A esta pregunta se responde: “Haz aquello mediante lo cual te haces digno de ser feliz”, para lo que ha de tenerse en cuenta solamente lo moral, lo que debe ser, no lo que es.
Para empezar, debe caerse en la cuenta de que una cosa es ser feliz, lo cual corresponde a la experiencia, pues solamente en ella se encuentran las inclinaciones que hay que satisfacer, y otra bien distinta merecer la felicidad o ser digno de ella. Es obvio que para tratar esta segunda cuestión hay que dejar de lado la experiencia particular, la que nos dice cómo es feliz cada cual, pues en ella no se puede hallar ninguna universalidad. Es además la que corresponde, no a este o aquel hombre, sino “a un ser racional en general”. Sólo ésta es una cuestión a priori.
Según Kant, ese “ser racional en general” dispone de leyes morales puras que le dictan lo que debe y lo que no debe hacer. Pero no se lo dictan de manera condicional. No le dicen, por ejemplo, “si no quieres padecer contratiempos vive oculto”, pues una norma así sólo vale bajo la condición de no querer sufrir contratiempos, en tanto que una ley moral pura, o universal, no dicta lo que ha de hacerse en tales o tales circunstancias, sino lo que ha de hacerse siempre, incondicionalmente. Si una ley moral está sujeta a condiciones podrá valer para un hombre u otro, pero no para el ser racional en general. Por eso las auténticas leyes morales “prescriben en términos absolutos (no meramente hipotéticos o bajo la suposición de otros fines empíricos); tales leyes son, por tanto, necesarias en todos los aspectos”.
Este es el uso práctico de la razón, distinto del especulativo, pero no contrario a él. Y, lo que es más importante, es superior, pues es ahí donde la razón alcanza el máximo de unidad sistemática a que su naturaleza le impulsa. En su actividad teórica, o especulativa, la razón pura contiene los principios de posibilidad de lo que es. En su actividad práctica, o moral, la razón pura contiene los principios de posibilidad de lo que debe ser. Ahí radica la diferencia. Aunque en el mundo de los hombres no exista un sólo justo, sigue siendo indudable que los hombres deben ser justos. Esto es real, pero no sigue a la experiencia, como tampoco la seguían los principios a priori del conocimiento, sino que se impone a ella. Así son posibles los juicios sintéticos a priori también en lo moral.
“Así pues, la razón pura no contiene en su uso especulativo principios de la posibilidad de la experiencia, a saber, principios de aquellas acciones que, de acuerdo con los preceptos morales, podrían encontrarse en la historia de la humanidad, pero sí los contiene en un cierto uso práctico, esto es, moral. En efecto, si la razón ordena que tales actos sucedan, ha de ser posible que sucedan. Tiene que poder haber, pues, un tipo peculiar de unidad sistemática, a saber, la unidad moral. Fue, en cambio, imposible demostrar la unidad sistemática de la naturaleza de acuerdo con principios especulativos de la razón, y ello debido a que, si bien ésta posee causalidad respecto de la libertad en general, no la posee en relación con la naturaleza entera y a que los principios morales de la razón pueden dar lugar a actos libres, pero no a leyes de la naturaleza. En consecuencia, los principios de la razón pura poseen realidad objetiva en su uso práctico, pero especialmente en su uso moral”.
Estas palabras reflejan toda la importancia que da Kant a la razón pura práctica. Nuestra facultad de conocimiento, que no se contenta con repasar uno a uno los fenómenos de la experiencia sensible, procura remontarse por encima de ella y hallar objetos reales. Esto sólo es posible en lo moral, donde impera la libertad. En lo fenoménico reina la causalidad, merced a la cual existen leyes de la naturaleza. Por ese motivo la libertad no puede ser un fenómeno, un objeto de experiencia sensible, pero tiene también su propia causalidad. Ella es el principio de las acciones buenas que, aun no existiendo en la experiencia, pueden, sin embargo, existir si los hombres actúan libremente de acuerdo con los preceptos morales.
Está en poder de cualquier hombre adormecer el tribunal interior que llamamos conciencia y no ser honrado. Pero sigue siendo cierto que incluso un hombre así debe actuar de una manera y no de otra. De su conducta no puede proceder el concepto de virtud o deber que le obliga. Es cierto que no hay en ella, ni en la de ningún otro hombre, modelos de conducta, como tampoco de conocimiento. Si acaso es posible encontrar alguna ilustración, siempre imperfecta, en los seres humanos particulares. ¿Puede considerarse a Sócrates como un modelo permanente de comportamiento? No, pues las normas a que él se atuvo estaban sujetas al momento y lugar en que vivió. Como todos los demás mortales, Sócrates, por muy elevados que hayan sido su ideal de vida y su conducta, es un caso más de la experiencia.
La relación que el deber mantiene con el fenómeno es la de ser su condición de posibilidad: sólo si existe aquél podremos tener experiencia del bien. Él es el fundamento de nuestros juicios morales. ¿Cómo podríamos decir o pensar que un hombres es injusto si no fuera porque sabemos que no debe serlo? Luego la razón ordena que sucedan ciertas cosas. Y, si las ordena, éstas pueden suceder, aunque no se den de hecho. Esto es lo propio de la razón. En su uso especulativo encuentra cómo son las cosas merced a los principios a priori que ella impone. En su uso práctico encuentra cómo deben ser, merced a otros principios a priori que ella también impone: la libertad de la voluntad y el deber.
Un mundo que no se limitara a ser como es, sino que fuera como debe ser, sería un mundo moral, un mundo inteligible y no sensible. ¿Significa esto volver al platonismo? En gran medida sí, pues se trata de una idea que “puede y debe tener su influencia real sobre el mundo de los sentidos para hacer de éste lo más conforme posible a esa idea. Consiguientemente, la idea de un mundo moral posee realidad objetiva, no como si se refiriera al objeto de una intuición inteligible (objeto que no podemos concebir en modo alguno), sino como refiriéndose al mundo sensible, aunque en cuanto objeto de la razón pura en su uso práctico y en cuanto corpus mysticum de los seres racionales de ese mundo, en la medida en que la voluntad libre de tales seres posee en sí, bajo las leyes morales, una completa unidad sistemática, tanto consigo mismo como respecto de la libertad de los demás”.
¿Qué puedo esperar?.- Esta pregunta no puede contestarse sin antes determinar si hay conexión necesaria entre los principios racionales que imponen la ley moral y la esperanza cierta de la felicidad. Kant está seguro de que es así: “el sistema de la moralidad va indisolublemente ligado al de la felicidad, pero sólo en la idea de la razón pura”.
En el mundo inteligible al que antes nos referimos existe la “moralidad autorrecompensadora”: la libertad, sujeta a leyes morales, como causa del bienestar propio y del de los demás en una medida proporcional. Es un mundo ideal que, como tal, tiene que ser realizado, y sólo lo será en la medida en que “cada uno haga lo que debe”, como si todos formasen una sola voluntad. Dicho sea de paso: el hecho de que los demás desobedezcan no exime a uno mismo de la obligación de obedecer. Ese lazo entre la “esperanza de ser feliz” y la “incesante aspiración de hacerse digno” de ello no es un lazo sensible o natural, sino suprasensible. En el mundo de las cosas no es posible hallar un vínculo indiscutible entre felicidad y conducta moral, pero no por eso se extingue la esperanza, que apunta entonces al ideal del bien supremo: Dios. Nuestra conducta sucede en el mundo sensible, donde no es posible que se dé tal vínculo, pero nuestra razón no puede renunciar a presentarnos un mundo inteligible que, ajeno al mundo presente de los sentidos, debe pensarse para el porvenir. Luego Dios y la vida futura son inseparables de la obligación moral.
O los principios morales son ensueños o existe un Ser capaz de hacer que la felicidad se siga de la moralidad y, para nosotros, una vida en que esto mismo sea real. No hay otra opción. De esa alternativa deriva el hecho de que los hombres “consideren las leyes morales como mandamientos”, porque ligan a ellos promesas y amenazas que emanan de un Ser que puede cumplirlas.
No otra cosa es la espera de quien ajusta su voluntad racional a principios morales, la espera en un mundo que Leibniz llamó reino de la gracia, distinguiéndolo del de la naturaleza en que en este último el resultado de las acciones es conforme a la naturaleza y no conforme a nuestra esperanza. Kant acepta esta tesis de Leibniz, añadiéndole que el reino de la gracia es una idea necesaria de la razón en su uso práctico, no en el especulativo, pues éste sólo tiene como contenido la naturaleza.
Si se prescindiera de Dios y de ese mundo que no podemos ver ni dejar de esperar, la moralidad entraría en una vía muerta, pues le faltarían los resortes que mueven la acción. Quien se conduce moralmente se siente con derecho a esperar algo de su acción, por más que sepa con toda evidencia que nunca le será dado en esta vida. Este desgarramiento es la fuente del reino de la gracia.
La felicidad por sí misma no vale tanto como para ser la máxima aspiración de la razón práctica. Es preciso además saber que uno tiene derecho a ser feliz. La conjunción de ambas cosas es lo máximo que cabe esperar. No es posible tener una idea distinta en este punto. Pero no es la perspectiva de ser felices lo que nos hacer ser morales, sino, al revés, el ser morales nos hace dignos de ser felices. Actuar con vistas a la propia felicidad no es, en rigor, una actuación según principios morales.
Ese bien supremo del que hablamos es, pues, “la felicidad en exacta proporción con aquella moralidad de los seres racionales gracias a la cual éstos se hacen dignos de la primera”. Este es el orden inteligible de los fines, un orden universal que, aunque oculto a nuestros sentidos, impone la máxima unidad sistemática a que aspira la razón. Sólo ahí se satisface ésta.
Pero todo esto no es una demostración de la existencia de ese “ser uno, perfectísimo y racional” que llamamos Dios. La razón teórica no puede dar una tal demostración y, en consecuencia, ni la teología especulativa, ni la trascendental o la natural pueden llevarnos mediante pruebas hasta un “ser antepuesto a todas las causas de la naturaleza”. El camino es otro: “si desde el punto de vista de la unidad moral, como ley necesaria del mundo, consideramos cuál es la única causa que puede dar a esa ley el efecto adecuado y, consiguientemente, fuerza vinculante para nosotros, vemos que tiene que ser una voluntad suprema que comprenda en sí todas esas leyes, pues ¿cómo íbamos a encontrar una completa unidad de fines bajo voluntades distintas?”. El camino es, piensa Kant, el de la teología moral. Ella nos dice que el sentirnos obligados a la ley moral que hay dentro de nosotros, como hay fuera de nosotros un cielo estrellado, no puede ser por otro motivo sino porque hay un ser omnipotente, omnipresente, eterno…
Ahora bien, esta unidad de los fines en que consiste el mundo inteligible se extiende también al sensible, lo que significa el enlace de la razón práctica con la teórica y el predominio de aquélla sobre ésta. Si el mundo natural existe por mero azar y no ha surgido de una idea, entonces no es posible que concuerde con el uso ético de la razón. Puesto que somos seres morales, estamos admitiendo lo contrario.
Así tiene que ser. Habitante de dos mundos, el de la ciencia y el de la moral, el hombre no puede menos que armonizarlos. No le es posible vivir y pensar dividido en dos secciones. Que la armonía provenga, además, de la razón práctica y no de la teórica es también plenamente justificable, aunque sólo sea por el hecho de que la obligación moral concierne a todos, en tanto que la ciencia es solamente el adorno de unos cuantos.
Pero armonía no es mezcla. Permítaseme una breve digresión antes de encarar los últimos párrafos del texto. Ello es que en el análisis de los principios a priori del conocimiento aparecieron ya las ideas de la razón como noúmenos, como cosas a cuyo descubrimiento no puede aventurarse la razón sin riesgo de caer en tinieblas. Ahora emergen las mismas ideas, no ya como límites del conocimiento, sino como presupuestos necesarios de la acción. Esto no las convierte en verdades demostradas, sino en objetos de una fe racional de índole moral. Es como si una luz iluminase la tiniebla, pero sólo mientras dura el acto moral. Dicho acto es un intento de adecuación de la voluntad a una ley moral, pero una adecuación total no le es posible en un tiempo finito. Pese a ello, la acción se produce: la libertad y la inmortalidad son su condición necesaria. Ahora bien, el ser y el deber ser siguen siendo distintos. En el primero reina la causalidad. El segundo, si se cumpliera, sería la realización de la libertad. Mas las barreras que se interponen entre ambos son infranqueables y no nos está permitido dejarnos llevar de la ilusión. Sin embargo, también sigue siendo cierto que los actos morales son posibles por la convicción de que ambas series pueden llegar a ser una sola. A esta fusión da Kant el nombre de “Dios”, un concepto en el que se incluye el fin último de la acción moral -la felicidad y el derecho a ella- y la realización progresiva de ésta en el mundo empírico. Prescíndase del contenido de este nombre y los actos morales carecerán de sentido.
Pero el sujeto humano no puede prescindir del sentido. Si careciera de fines ¿qué utilidad podría aplicar incluso al conocimiento de la naturaleza? Sin embargo, no hay otros fines que los acabados de mencionar, y, entre ellos, el más alto de todos es la unidad de las dos series, la natural y la moral.
Luego es la sola elaboración de las ideas éticas lo que nos permite un concepto preciso de la divinidad. Hasta que este paso decisivo ha tenido lugar, ninguna ciencia ha podido “producir más que toscos e imprecisos conceptos de ella”. Son las ideas morales las únicas capaces de alcanzar un concepto exacto suyo, pues sólo ellas pueden mostrar uno que esté “en perfecto acuerdo con los principios morales de la razón”. La razón práctica no desemboca “en un dogma demostrado, pero sí en un supuesto absolutamente necesario para los fines más esenciales de la razón”.
Pero esto no es conocer un objeto nuevo, situándose por encima de las condiciones empíricas de todo conocimiento. No se trata de la demostración de la existencia de Dios y, a su través, de la fundamentación de las obligaciones morales. No sabremos que las leyes morales son buenas y obligatorias para nosotros porque Dios las haya mandado, sino que sabremos que Dios las ha mandado porque hemos descubierto que son buenas y obligatorias para nosotros. “El firmamento estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí” no son seres sumergidos en la oscuridad, sino directamente relacionados con la conciencia que tengo de mi propio ser. El primero empieza en el sitio que yo ocupo en el mundo sensible y me hace sentir que pertenezco a un espacio de mundos sobre mundos y a un tiempo sin fronteras. El segundo “arranca de mi yo invisible” y me hace sentir que pertenezco a un mundo infinito con el que yo me identifico y que es sólo accesible por el entendimiento[20].
La teología debe ser moral, servir para indicarnos la obligación de cumplir “nuestro destino en el mundo adaptándonos al sistema de todos los fines” y no para hilar conceptos que desemboquen en la existencia de Dios.
Concepción González Pérez, en Varios autores, Historia de la filosofía, Proyecto Sur de Ediciones, Granada, 1996, páginas 237-254
Notas
[1] Citado en Cassirer, E., El problema del conocimiento en la filosofía y en la ciencia modernas. II., trad. de W. Roces, F.C.E., México, 1986, página 572.
[2] Kant, I., Crítica de la razón pura, prólogo, trad., notas e índice de P. Ribas, Ediciones Alfaguara, Madrid, 1978, página 65.
[3] Citado en Cassirer, E., o. c. página 644..
[4] Kant, o. c., página 93.
[5] Kant, ibidem.
[6] V Cassirer, E., o. c., página 685.
[7] V. García Morente, La filosofía deKant (Una introducción a la filosofía), Espasa – Calpe, Madrid, 1975, página 110.
[8] Kant, I., o. c., página 272.
[9] Kant, I., o. c., página 318.
[10] Kant, I., o. c., página 323.
[11] V. García Morente, o. c., página 121.
[12] Kant, I., Fundamentación de la metafísica de las costumbres, trad. de M. García Morente, Austral, Madrid, 1980, página 72.
[13] Citado en Hirschberger, J., Historia de la Filosofía. II, Edad Moderna, Edad Contemporánea, presentación, trad. y síntesis de historia de la filosofía española por L. M. Gómez, Herder, Barcelona, 1972, página 211.
[14] Kant, I., Crítica de la razón pura, página 42
[15] Kant, I., o. c., página 472.
[16] Kant, I., o. c., página 58.
[17] El texto a que se hace referencia pertenece a la segunda parte de la Crítica de la razón pura: II.- Doctrina trascendental del método. La primera parte se denomina I.- Doctrina trascendental de los elementos y está dividida en 1ª parte: La estética trascendental, y 2ª parte: La lógica trascendental. Esta última se halla subdividida a su vez en: 1ª división: La analítica trascendental y 2ª división: La dialéctica trascendental.
[18] V. Tema I, “Etica y política”.
[19] Cassirer, E., Kant, vida y doctrina, trad. de W. Roces, F. C. E., México, 1968, página 300.
[20] V. Cassirer, E., o. c., página 314.