La constitución prehistórica del hombre y su fragilidad histórica

De cómo la prehistoria subyace en el fondo oscuro del hombre histórico

Entre los diversos saberes que al hombre ilustrado es lícito cultivar, ninguno hay más provechoso que aquel que, remontándose por encima de las edades del mundo, busca las raíces de la humanidad misma: su forma originaria, sus impulsos primeros, su constitución más íntima y constante. Pues así como el médico ha de conocer no sólo los accidentes de la enfermedad, sino la complexión natural del cuerpo sano, así el filósofo ha de discurrir no sólo sobre las instituciones del presente, sino sobre el humus prehistórico donde el hombre fue primero sembrado.

Y es que si consideramos con juicio recto los tiempos de la historia y de la prehistoria, hallamos que ambas edades han formado, por así decir, los dos cimientos del edificio humano. El primero, anterior a todo códice y a toda inscripción, modeló en la arcilla primigenia los rasgos esenciales de nuestro ser: sus potencias elementales, sus pasiones iniciales, su disposición natural al temor, a la cólera, al deseo y a la asociación. Es ese fondo inconsciente, común a todos los hombres, el que constituye lo que algunos modernos llaman el stock básico, que nosotros preferimos llamar substratum essentiale hominis.

Sobre esta materia oscura y tumultuosa se deposita, como película sutil o esmalte delicado, la tradición consciente, la cultura, la enseñanza, las costumbres políticas y religiosas, todo cuanto el decurso histórico ha producido como forma racional, moral y simbólica de la existencia. Mas, así como el barniz puede ser saltado por un golpe, así también la tradición puede ser arrancada por una catástrofe, y dejar a la vista la rudeza de la piedra original. Y entonces, bajo el cielo cubierto de aeroplanos, vuelve a despertarse el hombre del paleolito, que no ha cesado de habitar en nosotros, aunque revestido de ropas nuevas.

Grande es, por tanto, el peligro de que, olvidada la historia, deshecho el vínculo de la tradición, renazca en nosotros el hombre antiguo, semejante a quien, habiendo perdido la memoria, retorna a las andanzas del instinto sin saberlo. Pues, según parece, en lo sustancial, el hombre no ha mudado mucho desde que dejó la cueva por la choza, ni desde que cambió la lanza de hueso por la pluma de acero. Biológica y psicofísicamente, somos, en la médula, los mismos. No más de cien generaciones nos separan de aquellos primeros, y eso no basta para transfigurar una naturaleza.

Lo adquirido por la evolución prehistórica se transmite con la sangre, se hereda sin enseñanza y permanece aun en medio de los incendios de la civilización. Lo adquirido por la historia, en cambio, pende de hilos más frágiles: de la palabra viva, del rito, del maestro y del discípulo. Y como no se hereda, sino que se aprende, puede perderse sin dejar huella, como se pierde un idioma no escrito, como se borra un camino por el que ya no se anda.

Por ello, conocer la prehistoria sería como tener acceso a la fórmula secreta del ser humano. Saber qué potencias se gestaron en aquel horno originario sería penetrar en el sancta sanctórum de la antropología filosófica. ¿Cuáles son los impulsos que nos mueven? ¿Cuáles resisten toda mudanza de época? ¿Cuáles irrumpen cuando la historia enmudece? ¿Cuáles son sometidos y cuáles, apenas sofocados, resurgen con más fuerza cuando cae la civilización?

Todas estas preguntas son tan filosóficas como médicas, pues tratan del sustrato vital, no del accidente cultural. En este sentido, los pocos conocimientos que poseemos sobre la prehistoria, aunque sean de segundo grado, derivados de la etnología, la historia comparada y la psicología, son como espejos deformantes en los que, no obstante, vislumbramos la sombra de lo que somos. En ellos se refleja esa parte del hombre que preferimos no ver, aquella que se disimula bajo la toga del jurista, el alzacuello del clérigo o el uniforme del soldado, pero que puede surgir, inesperadamente, como un seísmo o un incendio, cuando se rompe el frágil dique de la tradición.

Mas, nótese bien: estas imágenes no son determinaciones absolutas, sino figuraciones del entendimiento que se alimenta de historia, pero se orienta por la libertad. El hombre no está cerrado en su pasado ni determinado fatalmente por sus impulsos primigenios. En su conciencia puede hallar la capacidad de elegir, de resistir, de trascender. Por ello, aunque las fuerzas prehistóricas obren en nuestro fondo, no tienen la última palabra: tienen voz, pero no voto.

Así, pues, el estudio del origen no es sólo curiosidad de anticuario, sino advertencia para la prudencia: quien desconoce sus fundamentos puede ser derribado por ellos. La historia sin memoria es barro, y el hombre sin tradición es arcilla maleable por los vientos del caos.

 
Share

Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
Esta entrada fue publicada en Filosofías de (genitivas), Religión. Guarda el enlace permanente.