La doble naturaleza humana

1. El mundo cerrado del animal

Las pulsiones internas y la morfología de un animal han sido trabajadas por el medio y ajustadas a él durante muchos siglos de selección natural. Aun animal e basta comportarse de acuerdo con ellas para vivir. Un tigre tiene agilidad, garras y colmillos bien dispuestas para la caza, y sentidos apropiados, como el olfato y la visión, que se conjugan perfectamente con aquellas armas; está dotado además del instinto propio del cazador, sin el cual todo lo anterior sería inútil. No necesita más que aprestarse para usar esos dones que la naturaleza le ha regalado, es decir, sólo necesita dar rienda suelta a su ser en el momento oportuno, y no ha sido hecho por la evolución para otra cosa.

Es esclarecedor el caso de la garrapata propuesto por J. von Uexküll. Se trata de un animal ciego, sordo y mudo, que sólo posee un sentido de orientación vertical por la luz, otro para detectar el olor del ácido butírico que despiden todos los mamíferos, un sentido del tacto y otro de la temperatura. Dotada de estos pocos instrumentos para explorar el mundo y orientarse en él, puede esperar durante mucho tiempo, tanto que se ha sabido de alguna que ha vivido hasta 18 años sin alimento, encaramada sobre un arbusto al que ha podido trepar por su sentido del arriba y el abajo, para dejarse caer cuando su olfato le indica que pasa un mamífero por debajo. A continuación se deja guiar por sus sentidos del tacto y la temperatura hasta el lugar más caliente, donde no haya pelos. Allí perfora la piel y chupa la sangre. Después de esta primera y única comida, que no tiene oportunidad de degustar porque tampoco tiene sentido del gusto, la garrapata pone sus huevos y muere. Esos huevos, que descansan en los ovarios durante el tiempo de espera, se fecundan cuando la sangre llega al estómago del animalillo, dado que entonces se liberan las células espermáticas, que yacen en cápsulas atadas durante la época de espera.

Este caso pone de manifiesto la armonía existente entre la morfología y el mundo del animal. Parece claro que cada especie tiene un mundo propio distinto del de las demás, un mundo que es resultado de la interacción entre la disposición de sus órganos y el medio general que habita. El de la garrapata, por ejemplo, no es el mismo que el del mamífero sobre el cual se aloja temporalmente.

2. Definición del instinto

En el interior de cada esfera los animales individuales cuentan con sus instintos para comportarse. Los instintos son adaptaciones de la especie, resortes que activan la conducta y que han sido producidos y conservados por la mutación y la selección natural. Los de la garrapata están perfectamente ajustados al medio de los mamíferos y a la organización corporal del animal. Los instintos son modos de conducta o movimiento propios de cada especie, y por esto, son innatos para los individuos que pertenecen a ella. Para la especie son adquiridos, claro está. Los ha adquirido a lo largo de la evolución.

Si el ambiente permaneciera inalterable, cada especie animal podría apañárselas con unos pocos instintos estables, pero las condiciones cambiantes del medio hacen que le sea necesario poder cambiar de conducta. Por esta razón existe en bastantes especies alguna disposición innatas para el aprendizaje. Esa disposición establece lo que ha de aprender, cuándo ha de hacerlo y con qué intensidad se debe retener lo aprendido.

La variedad es grande en este aspecto. Algunas aves tienen que aprender el canto de su especie, otras lo reconocen sin haberlo oído antes, los machos de otras solamente aprenden en una determinada etapa de su vida a cortejar a las hembras y, una vez que esto ha sucedido, ya no modifican nunca lo aprendido. Esto último explica que un grajo al que se enseñó en el momento oportuno a cortejar a su cuidador en lugar de hacerlo con una graja ya no pudo cambiar lo aprendido, pese a las sesiones de terapia psicológica que se le aplicaron. El impulso está fijado de tal modo en la herencia genética que por su causa se desencadenan secuencias estereotipadas de acciones dirigidas a un objeto que o bien estaba presente ya en la masa hereditaria o bien aprende a fijarlo el mismo animal de una forma muy rígida.

3. Inadaptación del hombre

Los animales están así adaptados a un entorno concreto. La observación de las características y disposición de su organismo es a menudo suficiente para conocer su modo de vida y el medio que habita.

Un animal corpulento, dotado de garras y colmillos, no tendrá el mismo tipo de adaptación que otro que es veloz y no tiene órganos de defensa y ataque. Si su cuerpo está revestido de una capa de grasa no vivirá seguramente en el mismo lugar que otro que carezca de ella, excepto si es peludo o lanudo. Un ciervo, que carece de armas naturales, dependerá de la velocidad y los instintos propios del animal fugitivo. Un felino de sus habilidades venatorias, y así todos los demás.

Esto parece, sin embargo, haber fallado en el caso del hombre. Mientras que a cada animal le basta con seguir espontáneamente sus dispositivos naturales, o instintos, para sobrevivir, el hombre, que no dispone de ninguna especialización fisiológica, está obligado a ejecutar acciones no fijadas por la selección natural. Su mandíbula no es la de un depredador, ni sus extremidades las de un trepador, sus manos no poseen las garras de un carnívoro ni sus sentidos son los propios de un animal de fuga, y, por si esto no bastara, su periodo de cría es desesperadamente largo y su vida se alarga mucho más allá de lo necesario para la reproducción. Fisiológicamente es un ser mediocre por su carencia casi total de especialización. ¿Cuál podría haber sido su medio específico? ¿Qué clase de animal podemos decir que es si atendemos a la disposición de sus órganos? ¿Cuál es su mundo propio? ¿No será que carece de él? ¿No será un animal expulsado de todo mundo, como Adán del Paraíso? En las condiciones naturales que rigen para los demás él debería haberse extinguido hace mucho tiempo. Pero no ha sido así, pues está vivo. Luego su éxito no ha podido venirle de su dotación morfológica, sino, en todo caso, de su falta de ella.

4. Estructura armónica del mundo animal

Las funciones de los órganos de un animal guardan generalmente relación entre sí. Basta observar a un galgo para comprender que la velocidad, una función evidente para la que han sido diseñadas sus formas externas, no podría existir si éstas no tuvieran nada que ver unas con otras. A su vez, el conjunto de estas funciones corporales externas forma una estructura armónica con su medio físico, al que pertenece en primer lugar la liebre. El sigilo del felino está conectado con la inquietud del ciervo por el mismo motivo, y así sucesivamente. Las formas corporales externas, los instintos y el medio forman un todo ordenado.

Como la acción de un animal se ejecuta en el instante, puede decirse que carece de futuro, que siempre vive en el ahora, sujeto a esa estructura en la que se incluyen las estimulaciones internas y externas, los estados instintivos interiores y el medio físico. Esto es la adaptación, que, una vez lograda, por más que sólo sea temporalmente, le da lo necesario para vivir. Para lograr ese fin solamente necesita activar sus impulsos hasta el punto que la selección natural les ha marcado: el galgo sólo tiene que desatar su impulso de caza, la liebre el de huida, etc.

5. Los ejemplos del hambre y el sexo en el hombre

En el hombre hay también hay en él tendencias innatas. En ocasiones son más potentes que las de los animales. Compárese al perro con él. En el primero sólo se despierta el apetito sexual en ciertas épocas, cuando la hembra está en celo y exhala un olor que excita al macho, provocando que éste la busque con el fin de que, después del contacto sexual, desaparezca la excitación y vuelva el equilibrio. En el segundo sucede de muy distinta manera. Se ha solido decir que siempre se encuentra disponible y, por así decir, en desequilibrio por esta causa. No existe en la mujer una señal específica sensible que incite a la unión sexual durante el periodo fértil y en el varón no se despierta el deseo exclusivamente durante ese periodo, sino en cualquier momento y por cualquier motivo, por fútil que sea.

Todo sería más fácil para el hombre si reaccionara de tarde en tarde a un estímulo preciso que actuara sobre sus sentidos. Pero se ha volatilizado la periodicidad del instinto y en él hay un exceso de energía que le tiene sometido a una tensión constante. No tiene estímulos definidos, como el animal. No está, por tanto, adaptado a un medio concreto. Por si fuera poco, la duración de su tendencia sexual es enorme, desproporcionada si se la compara con la del animal. En este último cumple su función aproximadamente cuando, al llegar a la edad adulta, desemboca en la reproducción. El instinto tiende entonces a extinguirse, lo mismo que la vida. Al hombre le resta todavía media existencia o más, un tiempo durante el cual estará precisado a disponer de ese caudal energético inagotable y a ordenarlo y controlarlo, porque es potencialmente peligroso para él.

En otra pulsión poderosa, la del hambre, se encuentra lo mismo. Se ha dicho a veces que el hambre de mañana ya produce hambre hoy, por lo que no basta comer ahora para estar satisfecho. Un estímulo futuro, que, precisamente por ser futuro, sólo existe en la imaginación y es, en consecuencia, irreal, se hace actual y ya empuja al hombre. El animal, por el contrario, come para vivir. Una vez saciada su hambre se detiene. El hombre puede convertir a su estómago en Dios, como decía San Pablo.

Si sucede lo mismo con las demás pulsiones que sienten los hombres hay que conceder que éstas soportan una sobrecarga que no existe para los animales.

Algunas religiones, como el Budismo, han visto que el mal del hombre es su deseo y que la única solución es desarraigarlo, porque, si no es posible satisfacerlo nunca, entonces nunca podrá el hombre reposar en paz. Por motivos iguales, el Cristianismo ha predicado siempre la austeridad, pues la acumulación de riquezas, lejos de amortiguar el deseo de poseerlas, lo acrecienta todavía más. El hombre es un ser indigente, pero no por carecer de todo, sino por no poder nunca satisfacer sus inclinaciones.

6. Fusión y contención de impulsos humanos

La pulsión sexual humana se distingue de la animal no solamente en que es inagotable, sino en que puede fusionarse con otras, como el hambre, la agresividad, la estética o el conocimiento, y puede incluso intercambiar sus objetos de satisfacción. El psicoanálisis, la literatura y el cine han mostrado suficientemente este hecho. Freud (1856–1939) ha demostrado convincentemente que algunos individuos son capaces de desviar su energía sexual de la satisfacción directa y reorientarla hacia el conocimiento o el arte, un proceso al que dio el nombre de sublimación. El marqués de Sade (1740–1814) enseñó que el dolor ajeno puede causar satisfacción sexual y que ésta, llevada al extremo, no se distingue del dolor. El cine, por último, ha expuesto ante las masas el círculo cerrado en que puede trocarse esta energía. Las películas pornográficas no contienen por lo común una sexualidad animal o biológica, sino mecánica. Hablan sólo de uniones sexuales repetidas sin cesar, de manera impersonal, pues sus protagonistas carecen de carácter definido, no obedecen a otro argumento que el de servir de pretexto para poner las imágenes pornográficas en la pantalla. Esta modalidad cinematográfica no conseguirá nunca salir de un círculo cerrado: la estimulación a toda costa, que desemboca en la satisfacción, que conduce de nuevo a la estimulación, y así ad nauseam.

La pulsiones del hambre y el sexo tienen órganos específicos a su servicio. Otras, como la agresividad, carecen de ellos. Pero eso no es un impedimento para que actúen. El hombre no tiene instintos específicos de agresión, carece de colmillos, garras u otras herramientas naturales para la destrucción y la muerte, lo que no le ha impedido convertirse en el animal más peligroso del planeta. Si hubiera tenido impulsos agresivos y su conducta hubiera dependido de ellos no habría llegado a tanto. El no depende de un sistema instintivo como el de otros depredadores, sino justamente de lo contrario, de la contención que puede imponer a su instinto. Lo hace con tal arte que, aunque ésta es siempre momentánea y pasajera, puede, lo mismo que un globo en que se ha introducido la máxima presión, dirigirse hacia el objeto adecuado en el momento preciso y estallar. El arma del asesino no es el sentimiento de cólera ni unos órganos destructores adecuados a él. Si así fuera, daría rienda suelta a su impulso y atacaría con sus manos, sus dientes y sus pies a la víctima, pero su acción llegaría pocas veces a la destrucción de ésta, como pasa con los depredadores cuando atacan a otros miembros de la misma especie. El arma del asesino es la astucia, que retrasa la ejecución de la violencia para que ésta cause la muerte en el momento más conveniente y del modo más adecuado.

Lo dicho sobre el sexo y la agresividad puede extenderse a todas las pulsiones del hombre, pulsiones que no vale la pena numerar ni clasificar, porque se funden unas con otras y cambian su objeto a cada paso, constituyendo en su conjunto una energía amorfa, indeterminada, no adaptada a un medio propio.

7. Más precisiones sobre la contención de los impulsos

La capacidad de contener los impulsos internos se manifiesta en la necesidad de aprender a dominar los estados internos de modo que se traduzcan en actos independientes de ellos. Un niño que está peleando con otro se detiene un instante y mira a sus mayores para decidir lo que tiene que seguir haciendo. No sigue su impulso, sino que aguarda hasta decidir lo que tiene que hacer. Esta es la contención, que consiste en intercalar la previsión de lo que puede suceder o el recuerdo de lo ya sucedido entre los estados interiores y la acción.

Ahora se entiende lo que se quiere decir con que el hombre es un ser previsor, que vive en el presente y actúa según la imaginación del futuro y la memoria del pasado. Esto está implicado en su contención impulsiva. El hombre tiene ante sí los tres tiempos, en tanto que el animal sólo tiene el ahora, porque, sujeto como está a esa estructura que comprende sus instintos y el medio físico, está hecho para la acción inmediata. Cuando el hambre, el sexo, el impulso cazador, la agresividad, etc., se hacen sentir, el animal busca lo que de antemano sirve para apaciguar su tensión, a lo que le ayudan unos sentidos finamente trabajados por la evolución natural. El hombre, por el contrario, que vive ya en el futuro, siente la indigencia de mañana. Las carencias que aún no existen se hacen ya presentes. La amada dice al amado: “Me duele ya que pronto te echaré de menos”.

8. La transferencia de los instintos

Otra función de la contención de impulsos es la transferencia de los mismos. Muchas veces ocurre que un individuo se ve obligado a frenar la pulsión del momento para satisfacerla después, pero también ocurre que en lugar de satisfacerla directamente transfiere su energía a otra pulsión y a otro objeto, para lo que hace uso de su poder de representarse situaciones que no están presentes a los sentidos y de actuar siguiendo las directrices que emanan de ellas y no de la estimulación directa.

Esa facultad de representarse imágenes de cosas inexistentes en un momento dado, utilizada para demorar la satisfacción de una pulsión, para desviarla o simplemente para entretenerla, se ha desarrollado al máximo en el hombre, lo que revierte a su vez en el hecho de que su conducta se halle generalmente desligada de la presión instintiva. En realidad la acción se ha liberado en una medida tan grande del impulso que ya no cabe hablar de conducta instintiva.

Se puede concluir provisionalmente que los instintos del hombre se distinguen de los del animal en que pueden ser contenidos, fusionados entre sí y transferidos a otros objetos diferentes de los previstos por la selección natural para otras especies.

9. La desorientación de los impulsos

Pero hay una cuarta característica que no debe ser olvidada. Es la falta de orientación de los instintos del hombre. Si se compara el primer año de vida de un niño con el de cualquier animal se ve que es un periodo anómalo, de incapacidad casi absoluta, lo que ha llevado a decir a algunos que es un tiempo de vida extrauterina para un nacido prematuramente. Pero ya existen pulsiones en esa etapa, pese a que la percepción y los movimientos que podrían servir para que se activaran son inútiles, pues no están dirigidos a un fin que los animales aprenden a detectar a las pocas horas, si es que no los detectan inmediatamente. La manifiesta incapacidad física del niño es un freno insuperable para satisfacer cualquier impulso. No tiene más remedio almacenar cada deseo que sienta y retardar su satisfacción aprendiendo de otros cómo debe hacerlo.

El hombre tiene una inmensa capacidad de aprendizaje. Otros animales también. La diferencia es que el primero aprende en primer lugar a controlar los propios miembros, percepciones e impulsos. El resultado final de este control la enorme variedad de combinaciones de movimientos que exige el ejercicio de las varias decenas de miles de oficios que hoy practica la humanidad, lo que no habría sido posible si hubiera un precisión innata de los movimientos que debiera ejecutar cada ser humano. La carencia de fines particulares, la falta de orientación de los instintos, es lo que ha posibilitado tal dominio de sus miembros y tal redireccionamiento de sus impulsos. Al revés que los animales, los hombres disponen de su organismo como de un material moldeable. Basta mirar alrededor para comprenderlo. Las habilidades que requiere montar en bicicleta, conducir un coche, escribir, practicar alguno de los muchos deportes que existen, nadar, etc., actividades que llevamos a cabo con la misma facilidad que si las hubiera puesto en nosotros la naturaleza, han exigido un esfuerzo ímprobo de doma y adiestramiento. La primera disposición a esos aprendizajes se adquirió durante la infancia, una etapa durante la cual cada individuo hubo de reelaborar y configurar sus pulsiones instintivas. Los juegos, en cuya práctica transcurre casi exclusivamente la vida del niño, son instrumentos fundamentales de esa reelaboración y configuración. Cuando juega, un niño emplea sus pulsiones en actividades no específicas y encuentra satisfacciones en objetos no determinados de antemano.

10. La espontaneidad en el hombre

¿No existe entonces en los hombres la espontaneidad, el obrar inmediato en respuesta a un impulso interior natural? Ciertamente sí, pero en muy pocas ocasiones. A veces la conducta brota instantánea, sin freno, como en los excesos sexuales de los presos que salen de la cárcel y en algunas acciones heroicas. En esos casos el hombre se comporta exactamente igual que un animal, lo que no es bueno ni malo en principio.

11. El mito de Prometeo. Su significado

¿No es admirable que el hombre haya logrado sobrevivir con esta escasa dotación que la naturaleza le ha dado? Si solamente se tuviera en cuenta la anatomía corporal del hombre, sus sentidos y su carga instintiva, habría que admitir que se la supervivencia del hombre ha sido un milagro. Pero la situación real no es ésa. La indigencia de que adolece el hombre atiende solamente a la dotación visible en un organismo aislado. Pero el hombre no es un organism aislado. Si lo fuera, sería casi totalmente cierto el mito de Prometeo, que analizaremos seguidamente para reunir todos los elementos que nos permitirán acceder a la auténtica naturaleza humana.

Era un tiempo en el que existían los dioses, pero no las especies mortales. (d) Cuando a éstas les llegó, marcado por el destino, el tiempo de la génesis, los dioses las modelaron en las entrañas de la tierra, mezclando tierra, fuego y cuantas materias se combinan con fuego y tierra. Cuando se disponían sacarlas a la luz, mandaron a Prometeo y a Epimeteo que las revistiesen de facultades distribuyéndolas convenientemente entre ellas. Epimeteo pidió a Prometeo que le permitiese a él hacer la distribución. «Una vez yo haya hecho la distribución, dijo, tú la supervisas». Con este permiso comienza a distribuir. Al distribuir, a unos les proporcionaba fuerza, pero no rapidez, (e) en tanto que revestía de rapidez a otras más débiles. Dotaba de armas a unas en tanto que para aquéllas, a las que daba una naturaleza inerme, ideaba otra facultad para su salvación. A las que daba un cuerpo pequeño, les dotaba de alas para huir o de escondrijos para guarnecerse, en tanto que a las que daba un cuerpo grande, (321 a) precisamente mediante él, las salvaba.

De este modo equitativo iba distribuyendo las restantes facultades. Y las ideaba tomando la precaución de que ninguna especie fuese aniquilada. Cuando les suministró los medios para evitar las destrucciones mutuas, ideó defensas contra el rigor de las estaciones enviadas por Zeus: las cubrió con pelo espeso y piel gruesa, aptos para protegerse del frío invernal y del calor ardiente, y, además, para que cuando fueran a acostarse, les sirvieran de abrigo natural y adecuado a cada cual. (b) A unas les puso en los pies cascos y a otras piel gruesa sin sangre. Después de esto, suministró alimentos distintos a cada una: A unas hierbas de la tierra; a otras, frutos de los árboles; y a otras, raíces. Y hubo especies a las que permitió alimentarse con la carne de otros animales. Concedió a aquéllas escasa descendencia, y a éstos, devorados por aquéllas, gran fecundidad; procurando, así, salvar la especie.

Pero como Epimeteo no era del todo sabio, gastó, sin darse cuenta, (c) todas las facultades en los brutos. Pero quedaba aún sin equipar la especie humana y no sabía qué hacer. Hallándose en este trance, llega Prometeo para supervisar la distribución. Ve a todos los animales armoniosamente equipados y al hombre, en cambio, desnudo, sin calzado, sin abrigo e inerme. Y ya era inminente el día señalado por el destino en el que el hombre debía salir de la tierra a la luz. Ante la imposibilidad de encontrar un medio de salvación para el hombre, (d) Prometeo roba a Hefesto y a Atenea la sabiduría de las artes junto con el fuego (ya que sin el fuego era imposible que aquélla fuese adquirida por nadie o resultase útil) y se la ofrece, así, como regalo al hombre. Con ella recibió el hombre la sabiduría para conservar su vida, pero no recibió la sabiduría política, porque estaba en poder de Zeus y a Prometeo no le estaba permitido acceder a la mansión de Zeus, en la acrópolis, a cuya entrada había dos guardianes terribles. Pero entró furtivamente al taller común de Atenea y Hefesto (e) en el que practican juntos sus artes y, robando el arte del fuego de Hefesto y las demás de Atenea, se las dio al hombre. Y, debido a esto, el hombre adquiere los recursos necesarios para la vida, (322 a) pero sobre Prometeo, por culpa de Epimeteo, recayó luego, según se cuenta, el castigo de robo.

El hombre, una vez que participó de una porción divina, fue el único de los animales que, a causa de este parentesco divino, primeramente reconoció a los dioses y comenzó a erigir altares e imágenes de dioses. Luego, adquirió rápidamente el arte de articular sonidos vocales y nombres, e inventó viviendas, vestidos, calzado, abrigos, alimentos de la tierra. Equipados de este modo, (b) los hombres vivían al principio dispersos y no había ciudades, siendo, así, aniquilados por las fieras, al ser en todo más débiles que ellas. El arte que profesaban constituía un medio, adecuado para alimentarse, pero insuficiente para la guerra contra las fieras, porque no poseían aún el arte de la política, del que el de la guerra es una parte. Buscaron la forma de reunirse y salvarse construyendo ciudades, pero, una vez reunidos, se ultrajaban entre sí por no poseer el arte de la política, de modo que, al dispersarse de nuevo, perecían. (c) Entonces Zeus, temiendo que nuestra especie quedase exterminada por completo, envió a Hermes para que llevase a los hombres el pudor y la justicia, a fin de que rigiesen las ciudades la armonía y los lazos comunes de amistad. Preguntó, entonces, Hermes a Zeus la forma de repartir la justicia y el pudor entre los hombres:

«¿Las distribuyo como fueron distribuidas las demás artes? Pues éstas fueron distribuidas así: Con un solo hombre que posea el arte de la medicina, basta para tratar a muchos, legos en la materia; y lo mismo ocurre con los demás profesionales. (d) ¿Reparto así la justicia y el pudor entre los hombres, o bien las distribuyo entre todos?». «Entre todos, respondió Zeus; y que todos participen de ellas; porque si participan de ellas sólo unos pocos, como ocurre con las demás artes, jamás habrá ciudades. Además, establecerás en mi nombre esta ley: Que todo aquél que sea incapaz de participar del pudor y de la justicia sea eliminado, como una peste, de la ciudad. (Platón, Protágoras, 320, c – 322, e.)

El hombre ha sobrevivido porque, no habiéndole dado la naturaleza un medio específico en el que habitar, ni un físico y unas tendencias apropiadas, ha tenido él mismo que lograrlo todo por su cuenta. Lo que él es y lo que él posee ha dependido de lo que ha hecho consigo mismo y con el medio. Su actividad es, pues, lo más importante. Pero su actividad no es la de un ser solitario, un cuerpo orgánico aislado. En esto no consiste un hombre. Ha sido la de un ser grupal, social.

Como en el mito de Platón, según el cual Epimeteo había seguido un plan de acción para todos los animales, excepto para el hombre, que quedó desnudo de todo y hubo de acudir Prometeo para resolver el problema de su supervivencia, también aquí la azarosa evolución ha dotado a todos los animales de elementos naturales definidos, excepto al hombre, que, habiendo quedado en la indefinición morfológica, en ella ha cifrado su enorme plasticidad para adaptarse a casi todos los medios. La diferencia estriba en que él mismo ha tenido que aprender a ser su propio Prometeo, su propio hacedor.

12. Naturaleza social del hombre

El hombre ha tenido que tratar con el mundo, transformarlo una vez y otra con el fin de alimentarse, abrigarse, reproducirse, etc.. La enorme variedad de formas de vida que ha formado casi en todos los puntos del planeta así lo muestra. El es un ser que ha de tomar postura ante sí mismo y ante las cosas, poner orden en ellas y jerarquizarlas, antes de actuar. Cuando hace frío, el gato se acerca al fuego. El hombre también. Pero no es lo mismo. El hombre lo ha encendido, lo que requiere una serie ordenada de acciones, y el gato no. Lo mismo puede decirse de la definición de Hesíodo, del hombre como comedor de pan. No es que sea simplemente capaz de comerlo, sino que lo hace antes de comerlo, lo que requiere una serie larga y compleja de acciones planificadas. De otro modo, el perro doméstico, que también come pan, sería hombre.

Ahora bien, cada hombre, cada individuo particular, no hace pan. No es así como puede entenderse la definición de Hesiodo. Tampoco puede entenderse así lo que venimos diciendo de la actividad propiamente humana. Lo que decimos es que dicha actividad nace de que el hombre no tiene más remedio que proveerse por sí mismo de lo necesario para vivir. Pero la actividad misma es social. Nuevamente hallamos en Platón una explicación acertada sobre los motivos por los que esto tiene que ser así.

–Pues bien -comencé yo-, la ciudad nace, en mi opinión, por darse la circunstancia de que ninguno de nosotros se basta a sí mismo, sino que necesita de muchas cosas. ¿O crees otra la razón por la cual se fundan las ciudades?
–Ninguna otra -contestó.
–Así, pues, cada uno va tomando consigo a tal hombre para satisfacer esta necesidad y a tal otro para aquella; de este modo, al necesitar todos de muchas cosas, vamos reuniendo en una sola vivienda a multitud de personas encalidad de asociados y auxiliares, y a esta cohabitación le damos el nombre de ciudad. ¿No es así?
–Así.
–Y cuando uno da a otro algo, o lo toma de él, ¿lo hace por considerar que ello redunda en su beneficio?
–Desde luego.
–¡Ea, pues –continué–. Edifiquemos con palabras una ciudad desde sus cimientos. La construirán, por lo visto, nuestras necesidades.
–¿Cómo no?
–Pues bien, la primera y mayor de ellas es la provisión de alimentos para mantener existencia y vida.
–Naturalmente.
–La segunda, la habitación; y la tercera, el vestido y cosas similares.
–Así es.
–Bueno –dije yo–. ¿Y cómo atenderá la ciudad a la provisión de tantas cosas? ¿No habrá uno que sea labrador, otro albañil y otro tejedor? ¿No será menester añadir a éstos un zapatero y algún otro de los que atienden a las necesidades materiales?
–Efectivamente.
–Entonces, una ciudad contará, como mínimo indispensable, de cuatro o cinco hombres.
–Tal parece.
–¿Y qué? ¿Es preciso que cada uno de ellos dedique su actividad a la comunidad entera, por ejemplo, que el labrador, siendo uno solo, suministre víveres a otros cuatro y destine un tiempo y trabajo cuatrovece mayor a la elaboración de los alimentos de que ha de hacer partícipes a los demás? ¿O bien que se desentienda de los otros y dedique la cuarta parte del tiempo a disponer para él solo la cuarta parte del alimento común, ypase las tres cuartas partes restantes ocupándose respectivamente de su casa, sus vestidos y su calzado, sin molestarse en compartirlos con los demás, sino cuidándose él solo y por sí solo de sus cosas?.
Y Adimanto contestó:
–Tal vez, Sócrates, resultará más fácil el primer procedimiento que el segundo.
–No me extraña, por Zeus –dije yo–. Porque al hablar tú me doy cuenta de que, por de pronto, no hay dos personas exactamente iguales por naturaleza, sino que en todas hay diferencias innatas que hacen apat a cada una para una ocupación. ¿No lo crees así?
–Sí.
–¿Pues qué? ¿Trabajaría mejor una sola persona dedicada a muchos oficios o a uno solamente?
–A uno solo –dijo.
–Además es evidente, creo yo, que, si se deja pasar el momento oportuno para realizar un trabajo, éste no sale bien.
–Evidente.
–En efecto, la obra no suele, según creo, esperar el momento en que esté desocupado el artesano; antes bien, hace falta que éste atienda a su trabajo sin considerarlo como algo accesorio.
–Eso hace falta.
–Por consiguiente, cuando más, mejor y más fácilmente se produce es cuando cada persona realiza un solo trabajo de acuerdo con sus aptitudes, en el momento oportuno y sin ocupares de nada más que de él.
–En efecto.
–Entonces, Adimanto, serán necesarios más de cuatro ciudadanos para la provisión de los artículos de que hablábamos. Porque es de suponer que el labriego no se fabricará por sí mismo el arado, si quiere que éste ea bueno, ni al azadón, ni los demás aperos que requiere la labranza. Ni tampoco el albañil, que también necesita muchas herramientas. Y lo mismo sucederá con el tejedor y el zapatero, ¿no?.
–Cierto.
–Por consiguiente, irán entrando a formar parte de nuestra pequeña ciudad y acrecentando su población los carpinteros, herreros y otros muchos artesano de parecida índole. (Platón, República, 369b – 370, e)

Es inevitable que la pólis crezca al ritmo de la satisfacción de las crecientes necesidades de los individuos. El punto de partida, como se ve, es que un hombre individual, el organismo biológico humano aislado, no se basta a sí mismo y tiene que tomar a uno para cubrir una necesidad y a otro para cubrir otra. De ahí nace la comunidad humana. Si el alimento, el vestido, el calzado y el cobijo son las necesidades más elementales, la comunidad más simple constará de un labriego, un tejedor, un zapatero y un albañil, cada uno de los cuales habrá de dedicar todo su tiempo a los demás, excepto si el labrador o cualquiera de ellos puede dedicar una cuarta parte de su tiempo a su alimento, otra a su vestido, otra a su calzado y otra a construir su casa. Esto no puede ser. Cada uno trabajará mejor dedicando todo su tiempo a un solo empleo. Luego la diversidad en el trabajo es inevitable, pues cada hombre tendrá que ordenar sus aptitudes con vistas a una sola ocupación. Pero los cuatro oficios elementales exigen entonces algunos más, porque si cada uno de los hombres que los ejercen tienen que dedicarles todo su tiempo, necesitarán que alguien les prepare las herramientas con que han de trabajar en ellos y será preciso que haya, además de los elementales, otros dos más, el del carpintero y el herrero; pero entonces habrá tres más, el del ovejero, el del boyero y el del pastor, porque los labradores necesitan bestias de carga, los zapateros cuero para zapatos y los tejedores lana para vestidos.

La comunidad tiene que crecer. Pero ni así siquiera llega a satisfacer las necesidades propuestas como elementales. Hace falta todavía importar productos de otras poblaciones lo que no puede hacerse si no se exportan otros. El número de oficios debe aumentar de nuevo, pues ha de haber navegantes, comerciantes, mercaderes, gentes que conduzcan caravanas, asalariados, etc.

Esta multitud de oficios sólo alcanza, sin embargo, para que la población disponga de trigo, vino y pescado, para que nadie vaya desnudo o descalzo ni tenga que vivir a la intemperie. Es una vida austera digna de defenderse, pero Glaucón objeta que no sería una vida de hombres, sino de cerdos, en lo cual acierta, porque la alimentación o el vestido no son para los hombres una simple satisfacción del hambre o una simple defensa del frío. Un humano cualquiera exige más y mejor comida que la necesaria para aplacar el hambre. También quiere ropa bien tejida y así en todo lo demás. Pero entonces hace falta más, mucho más: habrá que traer muebles de todas clases, alimentos apetecibles, perfumes, cortesanas y otras cosas, lo que no puede hacerse si no se traen también orfebres, músicos, poetas, bailarines, maestros, peluqueros, médicos y otros oficios. El resultado es que el país quedará pequeño para tantas cosas como habrá que producir y habrá de apoderarse de otras tierras para más cultivos y más pastos. Habrá que prepararse para la guerra, porque los vecinos no cederán de grado esas tierras que se les exijan. Y la ciudad tendrá que ser otra vez más grande para dar cabida en ella a los ejércitos, cuyos hombres habrán de ser guerreros también todo el día y no dedicar una parte de él a la alimentación, otra al calzado, otra al vestido y otra al calzado.

13. La actividad humana como actividad social

Decir que solamente el hombre está dotado para la actividad adquiere ahora un significado mucho más profundo: que ésta cobra cuerpo solamente en el interior de los grupos sociales. Estos son fruto de la actividad y la actividad se ejerce dentro de ellos. Esto es lo propiamente humano.

La esencia del ser humano reside por esto en su disposición a la disciplina, al adiestramiento de sus impulsos animales. ¿Cómo podría de otro modo ejercer las varias decenas de miles de oficios que existen en la actualidad si la naturaleza no le ha dado ninguna predisposición instintiva?

14. Mundo animal–mundo humano

Hemos llegado al final de nuestras consideraciones. Ahora sabemos con claridad que los animales tienen su propio mundo, que consiste en un conjunto de rasgos del medio al que la selección natural y la mutación han ido ajustando cada organismo. En esa esfera cerrada se desenvuelve la vida de la especie. Para la garrapata consta solamente de un sentido lumínico, otro para orientarse según un eje vertical, otro para detectar la temperatura, etc. Esos pocos puntos de información, las tendencias instintivas correspondientes y los pocos objetos sobre los cuales se vuelcan constituyen su vida, no existiendo nada más para ella. Solamente lo que cae dentro de ese círculo tiene significado.

Puede simplificarse esta cuestión diciendo que los animales se conducen de la forma regular en que lo hacen porque se hallan en posesión de unos instintos que la evolución ha estructurado en torno a un medio ambiente concreto. Los hombres logran lo mismo gracias a que las formas en que piensan la realidad, sienten y manifiestan sus instintos, valoran lo importante, desean lo agradable, etc., forma un entramado que depende de las instituciones sociales y la tradición. De ahí les vienen las pautas básicas de su conducta. Dichas pautas se les imponen con una fuerza suave pero irresistible y les hacen desembocar en formas previsibles de conducta. En el lugar que ocupa la esfera natural para los animales el hombre ha puesto el grupo, la sociedad. El hecho de pasar la vida entera formando parte de grupos es, pues, la segunda característica esencial de los humanos. La primera es su dotación orgánica indigente. Una es el reverso de la otra. Sin esa dotación orgánica deficiente no habría habido necesidad del grupo. Sin el grupo no habría existido el moldeamiento de la dotación orgánica.

La existencia humana no discurre a través del acomodamiento entre instintos y medio físico propio de las demás especies. Por eso el hombre vive en cualquier parte, sea el polo o el ecuador, la selva o el desierto, y no en algún lugar particular fijado de antemano, porque crea para sí su propia esfera en cada lugar y constituye su segunda naturaleza, la sociedad.

15. La naturaleza humana

La naturaleza ha hecho de los otros animales lo que son de una vez por todas. En el hombre, por el contrario, la naturaleza, la physis, se presenta como una tarea difícil. El es un ser de amaestramiento y domesticación que en cada generación tiene que empezar desde cero, modulando su vida pulsional desde el principio. Sísifo estaba condenado en el Tártaro a empujar hasta lo alto de un monte una piedra que caía cuando llegaba arriba, y tenía que volver a subirla para repetir otra vez lo mismo. Así la humanidad. Puesto que no le ha sido dada una naturaleza cerrada y completa, tiene que lograrla por su esfuerzo permanente. Su naturaleza es lo que hace de sí mismo, el resultado siempre inestable del cultivo de su campo.

Esto se aplica al hombre grupal, a las sociedades construidas a lo largo de la historia. Cada una de ellas ha sido el resultado de su propio esfuerzo. Nos preguntamos también si cada hombre particular es también el resultado de su propio esfuerzo. Nos preguntamos, en fin, si es posible formar la propia personalidad moral y cómo puede hacerse. Que la formación de dicha personalidad depende del contexto social parece evidente a estas alturas. Dependerá de la capacidad propia de cada individuo, de su fuerza. Dependerá asimismo de que sus grupos de pertenencia lo estimulen y permitan, pues parece evidente que unos grupos deben ser mejores que otros para este cometido.

Que en la posibilidad de hacerse cada uno la propia personalidad desempeña un papel fundamental la libertad es algo que no necesita prueba. Solamente es preciso ver con claridad qué es y qué no es la libertad.


 

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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