De cómo un gusto privado se torna principio cósmico
No tiene altares ni himnos, ni clero, ni dogmas explícitos. Pero sí mártires, confesores y un fervor que todo lo impregna. La defensa vehemente de la homosexualidad, tal como se ha venido mostrando desde hace tiempo, se presenta como religión encubierta, mas no de incienso y cruz, sino de estética y disidencia. Como toda fe profunda, nace de un deseo de saber más y ser otra cosa. Se separa del cauce común, del hilo elemental que une al hombre con la mujer, y erige su templo en una secesión deliberada del mundo ordinario.
Oscar Wilde, que lo vivió en carne y palabra, dejó trazados los mandamientos de esta religión sin nombre en una conversación con Frank Harris. Decía que, desde el punto de vista de la belleza, ningún muchacho podía compararse con una mujer. Todo escultor, según él, debía corregir los senos y las caderas, suavizar lo abundante, idealizar lo curvo. El juicio era claro: lo que el mundo llama belleza femenina es, en realidad, deseo masculino mal comprendido. El joven, además, carece de celos, es compañero sin exigencia, presencia sin sombra. No siente envidia ni hostilidad hacia el trabajo del hombre. La mujer, decía Wilde, es un gato. El joven, un hombre. La pasión femenina, según él, degrada, pues busca seducir, no amar; desea el deseo del varón más que al varón mismo.
Lo que para los tribunales era vicio, por lo que fue condenado a prisión, Wilde lo elevaba a símbolo: una forma superior de afecto, incomprendida por la moral dominante, aunque reconocida, decía, por Sócrates, César, Alejandro, Miguel Ángel y Shakespeare. Solo la hipocresía puritana, la inglesa y la alemana, convirtió en crimen lo que en otras tierras y otros tiempos fue tolerancia ancestral. Según Wilde, la homosexualidad no era ni delito ni enfermedad. Y si lo era, solo afectaba a los más organizados, a los más refinados. No hay, afirmaba, argumento racional para castigarla. Solo prejuicio.
Harris, sin embargo, no se deja arrastrar por el sortilegio. Le responde que también el cuerpo del joven necesita corrección por quien lo esculpe: las costillas que sobresalen, las rodillas huesudas, los tobillos rústicos. Que el joven no ofrece sacrificio, que no ama hondamente, que si no es celoso, tampoco es capaz de entrega. Que en su forma de afecto hay más biología que drama, más placer que misterio. Y que la supuesta pureza de su amor es, quizá, solo distancia emocional.
Harris, más firme, más terrestre, le recuerda que el prejuicio no es solo ignorancia: es razón hecha carne. No es una necedad pasajera, sino una sedimentación de siglos. Un juicio milenario, repetido por pueblos diversos, sellado en la carne por la experiencia del tiempo. Le dice que no se puede refutar el canibalismo con silogismos. No basta decir que la carne humana es más tierna o sabrosa; el rechazo nace del asco profundo, del temblor visceral, no del cálculo. Así también el amor entre hombres: no viene del futuro, sino de lo oscuro, del pasado abismal, del subsuelo del tiempo. Sócrates, añade, se ufanaba de no haber sucumbido jamás al amor de los efebos. Y fue el cristianismo, con su extraña pedagogía de la castidad, quien elevó a la mujer a igual del varón, no la pasión griega.
Wilde calla. Por un instante, el ingenio se le hiela. Harris le señala que, si en verdad creía en el porvenir de su causa, debió gritarlo desde la celda como Galileo, con quien pretende igualarse como precursor de una era. No escribir contra su amante, sino justificar con grandeza su acción. Decir al mundo: no soy criminal, soy heraldo. Que si fue castigado, lo fuera con gloria. Que si sufrió, lo hiciera con orgullo, como quien acelera el amanecer. Harris, que detesta la hipocresía moral inglesa, no se esconde. Si él mismo, dice, hubiera de ser juzgado por un libro inmoral, alzaría la frente y proclamaría que la sensatez está de su parte. Y aún en la Inglaterra puritana, no estaría solo.
Wilde, tan locuaz siempre, no halla respuesta. Porque Harris ha tocado la fibra que la religión encubierta no soporta: ni la lógica, ni la estética, sino el martirio sin testimonio, el dolor sin ofrenda. Wilde tenía el conocimiento, los argumentos, la historia reinterpretada como espejo de su deseo. Pero le faltaba el gesto de los profetas: sufrir sin quejarse, arder sin llorar, ser mártir sin escribir memorias. Su credo, sin ese acto, se vuelve ideología; su fe, una vanidad más.
Hay, sin embargo, algo más. Esta religión sin nombre ocupa un lugar especial entre las muchas que el alma humana ha tejido. Porque no surge de la nostalgia, ni del miedo, ni de la especulación. Nace, al menos en quienes la llevan en la sangre, de una necesidad muy concreta. Pero de esa necesidad hace virtud, y de la virtud dogma, y del dogma imperio. Y entonces, como la duquesa francesa que para ocultar su gravidez dio origen a una moda grotesca que vistió a las mujeres de Europa con jaulas, el deseo se inflama, se hincha, se justifica a sí mismo deformando el mundo entero: la moral, la belleza, la historia.
Y ahí aparece su enfermedad: la elefantiasis del deseo. El gesto pequeño, al no poder justificarse con discreción, exige el cambio del universo. El gusto privado se torna principio cósmico. Y lo que fue afecto, o impulso, o sombra, quiere ser estrella polar.
Pero el mundo no gira tan fácilmente. Y la carne de los siglos, que conserva memoria de dolores y equilibrios, no se deja voltear con argumentos. Ni siquiera con bellas palabras.