Las sombras que rezan

Sobre el lugar de los sacerdotes de la sospecha

Hace ya más de un siglo, en una biblioteca alemana donde el polvo era una capa de siglos y no de días, apareció un libro grueso, pesado como un oráculo y frío como un bisturí. Su autor, Alfred Lehmann, director de un laboratorio donde se diseccionaba la mente humana, se propuso la inusual tarea de atrapar, catalogar y aniquilar el murmullo que vive entre las grietas de la historia. Superstición y Hechicería se llamó la criatura. Y con ella, Lehmann creyó haber cercado el jardín secreto de las religiones encubiertas.

Pero ese jardín profundo, húmedo y resbaladizo no se deja cartografiar tan fácilmente. Porque quien llame “superstición” al fervor que se arrastra por las rendijas de las catedrales caídas no ha entendido nada. El mundo del espíritu, incluso disfrazado con máscaras de sangre y misterio, está más emparentado con la razón que con la necedad. Es su hermano indómito, su sombra luminosa. La verdadera superstición, en cambio, no argumenta, no deduce, no construye, sino que se agazapa. No quiere saber, sino sólo creer.

Cuando uno cuenta las ventanas de la casa de enfrente y piensa que tendrá buen día sin son pares y malo sin son impares no está haciendo un experimento, sino un acto de fe. ¿En qué? En algo, o en alguien. En ese Dios, impersonal o personal, que se niega a desaparecer del todo incluso cuando lo negamos. Contar ventanas no es buscar leyes del universo, sino pedir a los ángeles que hablen bajito. Es someterse a lo que no se comprende, pero que brilla en la oscuridad del alma como un farolillo japonés.

Y quizá por eso los grandes hombres, los grandes de verdad, los que tiemblan antes de empuñar la espada o antes de hacerse a la mar para la batalla, son supersticiosos. Bismarck, el zorro de acero, el anticristiano germánico, abría la Biblia antes del combate. Y encontraba allí, como en un guiño celestial, las palabras que lo empujaban al frente con el alma iluminada: “Yo te acompañaré en el camino que tomes”. No era cálculo ni ciencia, sino la superstición más pura, la que se niega a ser llamada religión, pero tiembla como ella, canta como ella y reza con anhelo.

En el otro extremo están los conocedores, los iniciados de pacotilla, los sacerdotes de la sospecha, los auténticos seguidores de la religión oculta, sea la que sea. El mundo oscuro tiene en el rumor su propio clero. No hay guerra sin susurros, ni ministerio sin voces. Hindenburg ya había medido los pantanos donde soñaba atrapar a los rusos antes de que la guerra tuviera nombre; los franceses veían túneles en la tiza blanca de Champagne como si fueran visiones de pesadilla. Y los iniciados estaban por todas partes: en las cocinas y en las trincheras, en los refugios y en los despachos donde se decide la muerte.

¿Importaba que fueran ciertos? En absoluto. El secreto tenía un sabor más fuerte que la verdad. Era una religión de burbujas negras, frágiles como el miedo y dulces como la vanidad. Ser iniciado, saber lo que otros no saben, aunque fuera mentira, era mejor que ser sabio. El mundo se llenaba de chismosos como de profetas falsos. No prometían salvación, pero sí algo más inmediato: la deliciosa sensación de estar al tanto, esa sensación que sigue tan viva hoy y que domina la propaganda, las redes y las noticias de los periódicos.

Y así, mientras Lehmann buscaba cerrar la puerta a los demonios con argumentos científicos, ellos se colaban por la rendija de la mente. Porque no hay laboratorio que pueda medir el momento exacto en que alguien cuenta ventanas para saber si tendrá suerte, se pone una medalla con el mismo fin, o se calla de cruzar la puerta. En esos gestos diminutos, pero poderosos, en esas supersticiones que son rezos sin altar, sigue latiendo una religión sin nombre.

Una religión encubierta que tal vez sea más real que muchas de las que se gritan en voz alta.

Share

Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
Esta entrada fue publicada en Filosofías de (genitivas), Religión. Guarda el enlace permanente.