La necesidad de sentirse distinto
Desde algún país europeo. Primer tercio del siglo XX. Bajo las luces gastadas de los bulevares de París, mientras los cafés vierten vino y sospechas, se murmura aún hoy sobre la “Federico Barbarroja”, esa supuesta sociedad militar secreta alemana con tres millones de miembros. ¿Fantasía política? Tal vez. ¿Miedo disfrazado de fábula? Más seguro aún. Pero los alemanes conocen bien ese cuento y, en lugar de desmentirlo del todo, prefieren inventar otros.
No los inventan en las novelas, sino en las cervecerías, entre jarros de espuma y colillas, entre manos callosas y miradas serias. Hablan con gravedad de medios misteriosos capaces de hacer caer del cielo a los aviones enemigos, y del “Dingemittel”, esa palabra absurda y mística, ese polvillo secreto que multiplicará las cosechas como lo haría un profeta del Antiguo Testamento.
Y claro, aquí habla la necesidad. La política, esa gran ilusionista, dicta sus propios milagros cuando el hambre aprieta y el futuro se deshace. Pero lo extraño, lo verdaderamente humano y tenebroso, es que estas invenciones no se fabrican con cálculo frío, sino con un fervor ardiente. Se cree en ellas. Se cree como se cree en la salvación. ¿Por qué el inventor, entonces, no salva al mundo? ¿Por qué no entrega su milagro? “Porque no confía en el gobierno”, se dice. “Porque sabe que este no es digno.” Y da igual qué gobierno sea. Cualquiera, para el iniciado, será indigno. Cuanto más calla el inventor, más patriota parece. Su silencio es sacramento. Su hermetismo, santidad. Ha cruzado la frontera: ha dejado de ser técnico para convertirse en profeta. Ha entrado en una religión encubierta.
Los jóvenes lo entienden antes y mejor que nadie. Ellos que juegan con secretos, que inventan lenguas y gestos con solo mirarse. Los estudiantes tienen sus argots como los alquimistas tenían sus símbolos. Los amantes sus códigos que no necesitan palabras. Los clubes su jerga, sus guiños, sus letanías absurdas que repiten con devoción. No porque sea necesario. Sino porque es dulce, porque es poder. Porque el que tiene el secreto está por encima del mundo.
Y no hace falta mirar al pasado para encontrar nuevas cofradías del saber. Están aquí, ahora, resplandeciendo bajo la luz azul de las pantallas. Los frikis tecnólogos del momento, esos que viven conectados, que opinan como si tuvieran la verdad absoluta, que dictan lo que es “moderno” y lo que está “obsoleto”, se han convertido en una nueva clase de sacerdotes digitales. Visten camisetas de conferencias exclusivas, se expresan en jergas crípticas, y miran por encima del hombro a cualquiera que no sepa qué es Kubernetes o no haya probado aún el último framework en fase beta.
Estos personajes han encontrado en la tecnología un refugio y una trinchera. Y no hay nada de malo en apasionarse por lo técnico; el problema empieza cuando esa pasión se convierte en pedestal, cuando se transforma en púlpito desde el cual se juzga al resto del mundo. Como si entender algoritmos o jugar con inteligencia artificial concediera una superioridad moral o estética. Como si el saber técnico, por el solo hecho de serlo, fuese virtud.
Se comportan como si fueran una especie aparte. Si no usas Linux, si no automatizas tu casa con scripts en Python, si no sabes qué es un zero-day exploit, entonces eres irrelevante, un civil en medio de soldados cibernéticos. Pero esa actitud encierra algo más profundo: inseguridad disfrazada de arrogancia. Porque muchos de ellos, lejos de cambiar el mundo, están encerrados en foros, irritados porque alguien más consiguió un grant o un puesto en una startup de moda.
La tecnología es poder, sí. Pero cuando se usa para construir jerarquías sociales, lo que hay no es progreso: es la vieja necesidad humana de sentirse superior, solo que esta vez con fibra óptica y GitHub.
Y lo más irónico es que muchos de estos “frikis alfa” se olvidan de que la verdadera innovación casi nunca nace de la soberbia. Nace de la curiosidad, de la humildad, de la necesidad de resolver un problema real. No de una pose elitista ni de la constante necesidad de demostrar que se sabe más que el resto. El conocimiento no debería ser un arma para humillar, sino una herramienta para conectar. Pero para eso hay que bajarse del podio, silenciar un poco la verborrea técnica y mirar a los demás como iguales, no como usuarios de segunda categoría.
Porque no es nuevo este impulso. Lo hemos visto antes, en los lenguajes secretos de los oficios, en el argot del cazador, en los términos crípticos del impresor. No porque sean más precisos, sino porque excluyen. Porque convierten al no iniciado en profano. Y allí, justo allí, se instala el ritual: el rito sin dios, la liturgia sin fe, la comunidad sin amor. Una religión encubierta. Sellada, no con fuego ni cruz, sino con siete teclas y una contraseña.