Una parte importante de la esencia humana es su disposición a la acción, propiciada ya por las transformaciones habidas en su esqueleto a lo largo de la evolución. Este hecho ha causado tanta admiración a algunos filósofos que han llegado a definir al hombre como acción y trabajo. En una interpretación que sigue al mito de Prometeo, han pensado que el hombre no ha venido desnudo de todo al mundo y de todo tiene que irse aprovisionando con un esfuerzo permanente. Esta idea ha dejado rastros por doquier. Se puede encontrar en Marx, Ortega y Gasset, Gehlen, Mumford, etc. Entre nuestros arqueólogos es defendida, tal vez sin percatarse de su origen prometeico, por uno de los directores de las excavaciones de Atapuerca, Eudald Carbonell. Por ello creen que una vez que se sabe qué es el hombre en general no es posible deducir en qué consistirá o qué clase de acciones emprenderá cada hombre particular, porque, dicen, la naturaleza humana se sigue de la acción y no al revés, la acción de la naturaleza.
Nosotros no negamos este aserto. Solamente discutimos su pretensión de convertirse en definición de la Idea de Hombre.
La acción es algo exigido incluso desde la profundidad de la vida vegetativa. Un individuo llega a su máxima evolución cuando ejercita sus músculos, se expone a los cambios estacionales, a la lluvia, el viento y el sol, cuando se cansa y descansa, sufre y es feliz, ama y odia, pasa alternativamente por etapas de exaltación y sosiego, etc. Sus músculos tienen entonces que contraerse y relajarse, su hígado producir glucosa, que es el combustible que necesitan los músculos, sus nervios tienen que alertarse, su presión sanguínea ascender y descender, su corazón pasar por la aceleración y la tranquilidad, su organismo entero fatigarse y reposar. Esto es lo que llamamos salud, la liberación de las pulsiones internas mediante una actividad sostenida.
Por esto no nos sorprende descubrir que los hombres a los que se admira fueron sometidos desde su niñez a una domesticación y disciplina exigentes. Cuando no es así, cuando lo que se aprende es cómo dar rienda suelta a las pulsiones en el momento en que aparecen, cuando no se encaminan y dirigen a un fin determinado, la vida se desparrama y degenera.
La energía de las pulsiones internas es como el agua. Si discurre libremente, sin canales ni presas que regulen y contengan y dirijan su caudal, puede provocar devastaciones, pero acaba por perder toda su presión y derramarse por la llanura. Si, por el contrario, es obligada a discurrir a lo largo de canales y es represada en los pantanos, de manera que su caudal es regulado, dirigido o contenido, entonces puede aumentar su presión hasta límites insospechados, pero siempre estará sometida a un orden y será utilizada con vistas a un fin.
Llamamos temperamento al conjunto de fuerzas, inclinaciones o pulsiones que en cada sujeto vienen predeterminadas por la herencia y se mantienen básicamente inalterables durante toda su vida.
Llamamos carácter a los hábitos que adquiere y de los que es responsable, a las modificaciones que imprime en su carga genética.
Personalidad es el conjunto integrado por el temperamento y el carácter. Es única e irrepetible, debido a la enorme gama de tendencias y hábitos que, combinándose entre sí y ejerciendo una influencia cambiante en el transcurso de cada vida, conforman al sujeto. Pero esto no impide que hábitos y tendencias puedan ser clasificados y, en consecuencia, lo sean también sus portadores.
El conjunto de las tendencias, o rasgos temperamentales, se distribuye, según Eysenck, a lo largo de dos ejes principales, el que se tiende entre la estabilidad y la inestabilidad y el que va de la extraversión a la introversión. Estos cuatro polos, o rasgos de primer orden, dejan entre sí espacios intermedios en los que se sitúan las personalidades corrientes, que adquieren sus sesgo particular según se aproximen más o menos a alguno de los polos.
La figura muestra los rasgos temperamentales propios de cada uno de los polos. El estable, por ejemplo, se caracteriza por la serenidad, ecuanimidad, capacidad de liderazgo, seguridad, etc. El extravertido por la actividad, el optimismo, la impulsividad, la sociabilidad, etc. Y así en los demás casos.
Una de las dos clases de desarreglos de la personalidad se ha asociado a esta clasificación de rasgos primarios. Se trata de la neurosis, que en los inestables extrovertidos se manifiesta como ansiedad, sentimiento de culpa, depresión, etc., y en los inestables extrovertidos como histeria, agresión, desobediencia, etc.
El otro desarreglo es la psicosis, que adopta la forma de alguna enfermedad mental grave, como la esquizofrenia y la manía depresiva. Estas enfermedades no tienen que ver sólo con lo temperamental, sino que invaden también lo cognoscitivo: pérdida del sentido de lo real, alucinaciones, etc.
La personalidad es entonces el conjunto estable, difícil y casi imposible de adquirir, de tendencias y hábitos. Se trata de un conjunto por cuya causa su dueño prefiere ciertas acciones y ciertas valoraciones, desechando las demás. Su conformación final es resultado de la acción social sobre los resortes pulsionales, biológicos, del sujeto. Lo biológico es la semilla y lo social el campo de cultivo en que germina y crece.
Las sociedades firmemente ancladas en la tradición, como han sido todas las existentes hasta la Revolución Industrial, ponen en la tradición el punto de referencia de valoraciones y conductas. Por esto producen comúnmente tipos estables de personalidad. Las que, por el contrario, desintegran a cada instante el pasado y desmontan los valores tradicionales de la educación no ofrecen otro punto de referencia que la inmediatez del momento, por lo que las personalidades decaen, pues tienen que dirigir su energía unas veces a un punto y otras a otro.
La tradición se opone así a la inmediatez por el tipo de sociedad en que se desenvuelven los sujetos humanos. Las que ponen en primer plano la segunda producen individuos vueltos hacia sí, hacia la energía que crece en su interior, porque suelen carecer de diana hacia la que apuntar. En sociedades así cobra una importancia grande el saber psicológico, el conocimiento de las interioridades de la personalidad.
Rasgos distintivos de la personalidad
Igual que las causas no actúan directamente en lo inorgánico, sino según sea el medio sobre el cual se ejercen, tampoco los motivos actúan directamente, sino según el medio sobre el cual se ejercen. El calor reblandece la cera y endurece el barro. La causa es la misma en ambos casos, pero varía el medio. En el caso humano el medio es la personalidad propia de los individuos, que en cada uno de ellos reviste un aspecto particular y tiene tres rasgos distintivos generales:
a) Individual.– Si se admite que los animales tienen personalidad, hay que admitir que es propio de la especie, no de cada animal particular. Todos los que pertenecen a una misma especie son agresivos, temerosos, etc. Las variaciones son mínimas. Visto uno todos vistos. No esperamos que un león se comporte afectuosamente ni que una ardilla se acerque a nosotros confiadamente. La única excepción en este punto es la que se refiere a algunos animales inteligentes domesticados. La personalidad humana, por el contrario, es individual. No hay mayores diferencias entre ellos que ésta. Las diferencias físicas, sean las raciales o las individuales, son poca cosa en comparación con las de la personalidad. Esto explica que un mismo motivo sea completamente diferente para dos hombres diferentes. Es como si cada individuo fuera una especie. Por esto no basta conocer el motivo para saber lo que sucederá, sino que hay que conocer también al hombre.
b) Empírica.– Sólo es posible conocer la personalidad, incluida la propia, por experiencia, debido a que las fuerzas de nuestro temperamento nos son dadas desde que nacemos y obran por sí mismas. Nadie conoce a los demás ni a sí mismo si no es después de mucho trabajo. Esto explica que muchas veces nos sorprendamos de nuestra propia conducta o que nos hagamos mil veces la misma promesa, que volvemos a incumplir al poco tiempo. Uno cree ser de una manera, disponer de ciertas facultades o cualidades de las que luego resulta que carece. Solamente sabe cómo es realmente al tratar de ponerlas en práctica. Por esto no sabemos cómo se comportará otra persona antes de pasar la prueba. Tampoco sabemos cómo nos comportaremos nosotros, y menos cuanto más confiados estemos en nuestras posibilidades. Una vez que la prueba ha pasado surge la seguridad sobre los demás y sobre uno mismo. El que una vez ha hecho algo lo volverá a hacer en circunstancias iguales. Solamente si hemos demostrado prudencia, honradez, finura, etc., estaremos contentos o descontentos de nuestro carácter. Y solamente el que reflexiona después con exactitud y objetividad sobre cómo es llega a conocerse y a saber cuáles son sus cualidades y sus defectos. Una persona así sabrá hasta dónde se puede fiar de sí misma. Las demás no.
c) Constante.– El fondo temperamental de una persona dura toda la vida. Como una ostra en su concha, se encuentra debajo de la envoltura de sus creencias, sus relaciones y sus años. El sentido común acierta plenamente en esto. Lo fundamental permanece a través de la vida. Por eso no nos sorprende que un amigo al que vemos después de 30 años se sigue comportando igual que antes. La sorpresa sería que hubiera cambiado. De aquí se sigue que un hombre que no conoce a la perfección sus defectos puede hacer todos los propósitos de enmienda que quiera, que a la primera oportunidad volverá a caer en ellos. Cuando alcance a saber que por los medios que usa no llegará nunca a lo que se propone o conseguirá más pérdidas que ganancias, cambiará los medios. Los motivos tienen que pasar por el conocimiento, que es su medio propio: causa finalis movet non secundum suum esse reale, sed secundum esse cognitum (la causa final mueve no según su ser real, sino según su ser conocido). La corrección moral se consigue por el conocimiento, no por los sermones y las moralejas.
Individuo y persona
El individuo está formado por el conjunto integrado por su estructura física, la dotación instintiva, la capacidad de aprender, la inteligencia, etc., en una palabra, el individuo es un ser físico o natural, provisto de una naturaleza biológica. La persona, en cambio, no es una realidad natural, sino social: la persona es el sujeto de derechos y deberes. Pero esos derechos no son parte constitutiva del ser humano, es decir, no son algo propio del hombre. Los derechos nos vienen de nuestra pertenencia a un medio social determinado; en otras palabras, tenemos derechos en la medida en que formamos parte de una sociedad. No se trata, sin embargo, de cualquier sociedad, sino de una sociedad política, insertada en un tiempo histórico. Una sociedad es política cuando está provista de una autoridad soberana, reconocida por todos, que dispone del poder de ordenar la convivencia entre individuos.
Un hombre no es una realidad acabada, como una piedra e incluso un animal, que son de una vez por todas lo que serán siempre. Un hombre es una confluencia de diversos factores.
Uno de esos factores es el estrato biológico o natural. Se trata de la estructura física, la dotación instintiva, la capacidad de aprender, la inteligencia y otros que se hallan asimismo en muchos animales. Esto es lo que hemos llamado “temperamento”. Pero si esto fuera todo los humanos no seríamos distintos de los miembros de una sociedad de chimpancés. En este sustrato consiste el individuo, pero eso no puede ser todo. Falta la personalidad, que debe producirse en otro lado, siendo los elementos del sustrato biológico el suelo necesario sobre el cual se levanta. Pero que algo sea necesario no significa que sea suficiente.
Se tiene personalidad o, mejor, se es persona porque se tienen proyectos de vida en los que incrustar todos los elementos que hayan confluido en un individuo. La inteligencia y el vigor físico pueden ser biológicos, pero no todos los individuos hacen el mismo uso de ellos, sino que unos las emplean en una cosa y otros en otra, según los propósitos que se forjan.
Los proyectos aparecen en sociedad, pero no por el simple hecho de tratarse de una sociedad, pues entonces aparecerían también en las sociedades de las hormigas y los lobos. Los proyectos solamente pueden darse en una sociedad política insertada en un tiempo histórico. Una sociedad es política cuando dispone de una autoridad soberana, reconocida por todos que dispone del poder de ordenar la convivencia entre individuos. Tal sociedad está insertada en la historia si dispone de instrumentos con los que guardar memoria de las vidas pasadas y hacer planes para el futuro, siendo el lenguaje humano un instrumento insustituible existente para ese fin.
En una sociedad así surgen de la memoria, mediante el lenguaje, de otras vidas ya realizadas, a través de las cuales les es posible a los individuos representarse la suya propia como un plan que deben poner en práctica y, al hacerlo, pueden producir sistemas de normas a los que ajustarse con el fin de realizar su representación.
Cuando esto sucede un individuo deja de ser mero individuo y se convierte en persona. Cierto es que el individuo es la fuente de energía necesaria para que se haga realidad la persona, pero es ésta la que mantiene, orienta y dirige los procesos individuales refundiéndolos en un proyecto que no procede de ellos, sino de una vida política dotada de historia.
Luego lo que podría asignarse a la naturaleza biológica, la individualidad, y lo que podría asignarse al medio socio-político, la personalidad, no son dos entidades separadas, ni tampoco dos componentes distintos de un solo ser. La personalidad es la planificación de la individualidad. Una sin la otra carece de sentido.
Final
Como se ha visto en la primera lección, la palabra “ética”·está relacionada con el lugar en que se habita, refiriéndose particularmente a la guarida que algunos animales excavan en la tierra para cobijarse. En un sentido psicológico puede entenderse asimismo como el lugar o habitáculo que uno se construye con sus propios actos, como la personalidad. Estos, los actos, dan lugar a hábitos. Una vez formados, los hábitos son el lugar de donde brotan con facilidad y hasta con complacencia los actos humanos.
Los actos humanos, pues, dan lugar a hábitos y éstos facilitan la producción de actos humanos. En esto consiste el carácter y, en suma, la personalidad que cada hombre se construye de manera voluntaria y consciente, siendo por tanto responsable de él. El carácter mismo puede ser entendido como un acto humano.
De lo cual se sigue que la personalidad de cada uno es responsabilidad suya. Ese difícil y nunca del todo logrado ajuste entre las tendencias innatas y las adquiridas que identifica a cada sujeto diferenciándolo de los demás es algo que cada hombre va fabricando por sí mismo y del cual debe responder, aunque solamente sea ante sí mismo.
Así entendido, el éthos es propiamente el principal objeto material de la ética. Téngase en cuenta que no es el carácter o la personalidad lo que puede observarse, sino los actos que nacen de él. Habrá que entender que estos últimos son manifestaciones suyas, pese a las excepciones que pueda haber. Es de esperar, por ejemplo, que un hombre valeroso tenga actos de valentía y uno cobarde actos de cobardía, pero alguna vez podría suceder al revés, que no por ello habría de variar el carácter de uno y otro.
Después del carácter, los hábitos, que tampoco son directamente observables o al menos no de inmediato, y los actos, son también objeto material de la ética.
Luego dicho objeto material es el conjunto constituido por carácter, hábitos y actos. Como parece evidente que no son los actos aislados lo que importa a la ética, pues un hombre honrado puede un día cometer un delito, ni tampoco los hábitos aislados, pues éstos pueden perderse por falta de ejercicio, como la musculatura y la agilidad físicas, hay que señalar que lo que importa es que éstos, los actos y los hábitos, obren toda la vida.
Luego el objeto material de la ética es la vida entera y, en consecuencia, un hombre no puede ser llamado bueno o malo y ni siquiera puede pensarlo él de sí mismo hasta no tener ante sí toda la vida. Que tiene que ser así se prueba con solo pensar en alguien que durante toda su vida ha sido un hombre justo y honrado, pero al final comete un crimen horrendo. ¿Quién dirá que es bueno un ser así? ¿O quién dirá que es malo el que ha tenido una conducta depravada, pero al final tiene un acto de heroicidad?
El objeto material de la ética es en realidad lo que cada individuo llega a ser por sí mismo, su ser propio, personal e irrepetible. Este ser es el que él ha querido ser, que incluye, claro está, al que ha podido ser, pues no deben dejarse atrás las circunstancias que, como el temperamento, se le imponen tanto si quiere como si no.
La voluntad de un hombre va tejiendo su vida de principio a fin, hasta que en el último instante, cuando ya ha vencido el plazo que se le ha dado y no hay tiempo de más, su ser ético o personalidad moral quedan fijados definitivamente.