Leroi-Gourhan sobre los inciertos indicios del alma en la Prehistoria

De que pueden reconstruirse algunos estratos materiales, pero casi ninguno espiritual

No sin razón advierte el sabio francés que, mientras los signos del tiempo, como los estratos, los utensilios o los pólenes, pueden recogerse con diligencia y método, los indicios del alma, del pensamiento y de la religión primitivas, requieren una fatiga exquisita y una atención casi reverencial. Tan solo un plano fidedigno poseemos de las inhumaciones neandertales, y ello a pesar de contar con numerosas evidencias. Así pues, hay una desproporción entre lo firme que sabemos del tiempo y lo frágil que poseemos del espíritu.

Denuncia el autor el cómodo recurso a la especulación: sustituir el pensamiento por el pensamiento, a falta de hechos. Con ello pone en entredicho el comparatismo excesivo, que en el siglo XIX tuvo su razón de urgencia, afirmar la humanidad del hombre fósil, pero que en nuestros días se degrada en trivial perogrullada. Aquí se impone, pues, una severa limpieza metodológica: descoser los bordados de cultos, mandíbulas y tótems, hasta quedarnos con el hombre en su elementalidad, pensante, viviente, perplejo ante la muerte, no solo hueso.

La cronología prehistórica, aunque inconmensurable, se perfila con una discreta claridad. Desde los primeros bípedos hasta el Homo sapiens, los utensilios crecen en variedad y perfección, y con ellos, aunque sin evidencia definitiva, parece alzarse una arquitectura del espíritu. Pero si del Pithecanthropus y del Sinanthropus poco o nada sabemos de su vida interior, al llegar al Homo sapiens, la sobreabundancia artística y funeraria nos fuerza a admitir un pensamiento religioso, aunque sea mínimo, como dimensión esencial.

Leroi-Gourhan, con sabia mesura, rehúye toda distinción prematura entre religión y magia, fijando el sentido de «religión» en una definición restringida: la manifestación de preocupaciones que exceden el orden material. Es, a decir verdad, un gesto metodológico prudente, exigido tanto por la opacidad del fenómeno religioso aun en los vivos, como por la índole ambigua y fragmentaria de los restos materiales.

Pero rechazada la ligereza, también rechaza el autor el escepticismo: no hay motivo para negar al hombre paleolítico una inteligencia capaz de angustiarse ante lo inexplicable. Si igual es la naturaleza del intelecto, aunque no su grado, igual será la inclinación a simbolizar el miedo, la muerte, lo extraordinario. Así el lenguaje, ese taller de símbolos, se
constituye en mediador entre el mundo y el hombre. Sin símbolos, la inteligencia no hallaría asideros.

Y del símbolo técnico, el instrumento, la herramienta, pasamos sin sobresalto al símbolo sagrado. Lo religioso, en su raíz, no difiere del arte de tallar: es una forma de intervención humana sobre un mundo que lo sobrepasa, bien por medio de fuerzas físicas, bien por contacto con lo invisible. De ahí que cada estadio del progreso técnico tenga su correspondiente estadio espiritual. Pero este no sustituye, sino que se superpone y domina; y así, hasta nosotros, arrastramos el sedimento arcaico bajo la conciencia presente.

En suma, la religiosidad del hombre no es un accidente tardío, ni un añadido cultural, sino un correlato simbólico de su capacidad reflexiva. Lo que talló con la piedra, lo talló también en el alma.

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De la discutida unidad del linaje humano

De que no es la ciencia, sino la conciencia, la que proclama la unidad

Una de las preguntas más hondas que puede hacerse el entendimiento especulativo es si todos los hombres, por el solo hecho de serlo, nos pertenecemos mutuamente como miembros de una misma familia, y cómo podría entenderse esa copertenencia. La prehistoria, aunque velada y fragmentaria, puede aportar luz a esta cuestión al considerar el problema del origen del género humano: si éste ha de pensarse como monofilético, es decir, proveniente de un único tronco común, o bien polifilético, nacido de varias fuentes o linajes independientes¹.

Que existen múltiples razas humanas es un hecho evidente. Pero ¿son estas ramas diversificadas de un mismo árbol, o son más bien desarrollos autónomos de formas prehumanas diversas, surgidas en regiones distintas del orbe? Diversos indicios parecen inclinar el juicio hacia la hipótesis monofilética.

Uno de estos indicios proviene del testimonio paleontológico: en el continente americano no se han encontrado restos humanos arcaicos equiparables a los descubiertos en África, Asia o Europa. Todo indica que América fue poblada en épocas relativamente recientes, por migraciones humanas procedentes del Asia septentrional, cruzando por el actual estrecho de Behring². No parece, pues, que allí surgiera un linaje autónomo del hombre; y sin embargo, el desarrollo de sus razas indígenas ofrece formas culturales de poderosa individualidad³.

Desde el punto de vista biológico, la capacidad de cruzamiento fértil entre todas las razas humanas sin excepción es argumento fuerte a favor de la unidad de la especie. A ello se añade el hecho, espiritualmente más significativo, de que los hombres de todas las razas coinciden en ciertos rasgos fundamentales cuando se les compara con los animales superiores: la diferencia que separa al hombre del animal es infinitamente mayor que la que media entre los propios hombres.

De aquí que nuestras discordias, nuestras diferencias de temperamento o las más extremas incomprensiones, ya se manifiesten en el desprecio mutuo, ya en la hostilidad activa, ya en el horror de la despersonalización, no son otra cosa sino heridas en el seno de un parentesco olvidado. El exterminio del prójimo no es prueba de que no sea nuestro igual, sino que hemos renegado de esa fraternidad, negando lo que somos.

No obstante, no es posible decidir de manera empírica entre el origen único o múltiple del hombre. El nacimiento biológico del ser humano nos es, y probablemente nos será siempre, inaccesible. Por tanto, la unidad del género humano no es una certeza demostrable, sino una idea reguladora, una convicción que se ha formado históricamente y que opera como fundamento moral.

Esta unidad no dimana de la zoología, sino de la conciencia. Nos entendemos porque somos pensamiento, porque todos somos espíritu. En este aspecto, la cercanía entre los hombres es absoluta, y el abismo que nos separa de los animales es, por el contrario, insalvable. No hace falta, pues, que la ciencia pruebe que nos pertenecemos. Ni su refutación, si la hubiera, nos obligaría a renunciar a esta creencia, pues en ella se arraiga una voluntad profunda.

Cuando el hombre se reconoce a sí mismo, no puede ya considerar al otro como puro objeto, ni como simple medio. El otro se le impone como deber. Esta conciencia moral de que el hombre no es medio, sino fin, se adhiere con tanta fuerza a su ser que parece una segunda naturaleza. Pero no es segura ni automática como las leyes físicas: puede desaparecer, como desapareció en los tiempos más oscuros. La antropología puede perderse y reaparecer, como ocurrió tras el horror del siglo XX.

La condición humana no puede sostenerse sin una idea de solidaridad, iluminada por la razón natural y fundada en el reconocimiento de la dignidad de todo ser humano. Esa exigencia, traicionada una y otra vez, se alza siempre de nuevo como principio. Es esta voluntad de copertenencia la que explica la satisfacción de comprender al distinto, de comunicarse con lo remoto. Por eso Rembrandt pintó con ternura el rostro de un negro¹,
y por eso Kant formuló que el hombre ha de ser siempre fin en sí mismo y nunca mero medio¹¹.


Notas

  1. Véase Tattersall, Ian, Becoming Human: Evolution and Human Uniqueness, Oxford University Press, 1998.
  2. Cavalli-Sforza, L. L., Genes, pueblos y lenguas, Crítica, Barcelona, 1997, pp. 201–213.
  3.  Diamond, Jared, Armas, gérmenes y acero, Debate, Madrid, 2006.
  4.  Lewontin, R. C., Biology as Ideology: The Doctrine of DNA, HarperPerennial, 1993.
  5. Portmann, Adolf, Biología y estructura. Ensayo sobre el hombre y su posición en la naturaleza, Herder, Barcelona, 1965.
  6. Arendt, Hannah, Los orígenes del totalitarismo, Alianza, Madrid, 2005, especialmente el libro tercero.
  7. Kant, Immanuel, Crítica de la razón práctica, Akal, Madrid, 2004, §7: sobre las ideas regulativas de la razón.
  8.  Cassirer, Ernst, An Essay on Man, Yale University Press, 1944.
  9.  Ricoeur, Paul, Sí mismo como otro, Trotta, Madrid, 1996, cap. IX.
  10. Clark, Kenneth, Civilisation: A Personal View, BBC and Penguin Books, 1969, episodio sobre Rembrandt.
  11. Kant, Immanuel, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Akal, Madrid, 2002, §2
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La voz detrás del cristal

Hay un hotel antiguo en la ciudad, como una historia escrita sobre piedra húmeda. Las paredes exhalan un aliento de madera vieja y de sombra, y cada enero parece que los mismos huéspedes regresan como pájaros migratorios de alma lenta. Todos se reconocen
con una sonrisa leve, como si compartieran un sueño del que nadie quiere despertar del todo.

La cafetería, noble y espaciosa, tiene una gran cristalera que da a un jardín rodeado por muros que han aprendido a callar. En invierno, ese jardín es un poema triste; en primavera, una sinfonía de lirios. Es allí donde acostumbro a leer, a veces a escribir, a veces simplemente a estar. Pero ayer no pude. Dos damas hablaban en la mesa vecina. Una de ellas —voz templada, grave, de esas que cortan el aire como navaja sin esfuerzo— exponía una idea que se me fue quedando dentro, como polen pegado a la ropa tras cruzar un campo sin querer.

“No hallo otra cosa que resentimiento en el feminismo”, decía. “No es un sentimiento, sino una repetición del sentir. No es amor, sino furia domesticada que no puede salir al mundo sin disfrazarse. Como una víbora que ha mordido a su domador y ahora se enrosca en su propio cuello”.

Hablaba sin odio, pero con una lucidez implacable. Decía que el resentimiento era una repulsión disfrazada de virtud, un veneno interior, no contra el otro, sino contra sí misma. “Quien no se soporta, decía, no puede amar. Ni siquiera puede odiar bien. Sólo puede re-sentir. Ese re-sentir se vuelve discurso, luego consigna, luego estandarte”.

Y luego habló del amor: del verdadero, del que nace de una fuerza interior que se sabe digna. Dijo que sin amor a uno mismo no puede haber amor al otro. Que el altruismo era un invento moderno para no mencionar el mandato evangélico. Que no se puede dar sin tener. Que muchas feministas no amaban a las mujeres, sino que huían de sí mismas buscándolas en ellas. “Y en esa huida, susurró, sólo destilan lo que llevan dentro”.

Aquí calló, y yo, que había dejado el libro sobre la mesa sin darme cuenta, me limité a observar cómo el sol moría tras los muros altos del jardín. Me fui sin apuro, pero con una
inquietud.


Pasaron algunos días, quizá semanas o meses. El almendro del jardín estallaba en flor como si alguien lo hubiera encendido con una cerilla de marzo. Volví a mi mesa de siempre. Y allí estaban de nuevo, las dos damas. La misma voz, ahora más firme, desplegaba argumentos como si tejiera una tela invisible entre las tazas de café y los ecos de las cucharillas.

“El feminismo no es causa, sino efecto”, decía. “Las mujeres no salieron al mundo por ideología, sino por necesidad. El mercado laboral fue su gran seductor. La píldora fue sólo un medio. No hay voluntad sin motivo. Y el motivo fue la supervivencia”.

Y hablaba del paso de la manufactura al servicio, de cómo los salarios no alcanzaban, de cómo la mujer tuvo que ayudar a sostener la casa, no para destruirla, sino para salvarla. Pero luego, como siempre, el discurso se volvió justificación, consigna, bandera. “El feminismo llegó después, añadió, como una novela mal escrita sobre hechos que ya habían sucedido”.

“Cuando ganaron independencia económica”, proseguía, “muchas comprendieron que no necesitaban el peso de un matrimonio desigual. Optaron por menos hijos. O por ninguno.
Prefirieron promoción a procreación. Y el mundo, que no sabe vivir sin consecuencias, ahora se mira en el espejo y no se reconoce.”

Mencionó divorcios que se encadenan como estaciones de tren. Mencionó la multiplicación de vínculos efímeros, la celebración del sexo desvinculado, la glorificación de lo nuevo por ser nuevo. “Una sociedad que no cuida su continuidad está aceptando dejar de existir.”

Y luego, con voz más baja, habló de los niños: de los que viven en medio, entre madre y madrastra, entre padre y padrastro, entre hogares que son todos y no son ninguno. “Aún no sabemos qué normas están emergiendo, decía, ni qué tipo de amor están aprendiendo”.

Finalmente, se detuvo en la soledad. En los hombres y mujeres mayores que compiten por afectos que no encuentran, en los que habitan pisos silenciosos como criptas, donde sólo la televisión susurra por las noches. “Muchos viven solos. Muchos duermen solos. Y en su corazón la llama del deseo apenas parpadea.”

Aquí terminó su discurso.
Yo debía marcharme. Pero mientras caminaba por el vestíbulo del hotel, pensé en aquel pasaje del Estagirita en que dice que algunos delinquen por buscar placer sin dolor, y que el remedio (lo había escrito con certeza de griego sabio) es la filosofía. Si es, claro, que el placer no necesita del cuerpo de otro para tener sentido.

Me fui del hotel con esa frase colgada del alma. Como si fuera una jaula vacía esperando que alguien le pusiera dentro un nuevo pensamiento.

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Las jaulas de los puros

Viajero: si alguna vez tus pasos, ligeros o cansados, te llevan a Münster, deja que una mañana clara te abrace en la plaza de San Lamberto. Allí hallarás una iglesia, alta y antigua, como un susurro del tiempo pasado. No es una iglesia cualquiera, sino una que parece recordar. Y a veces las piedras recuerdan mejor que los hombres.

Ojalá el cielo esté azul y el aire templado como la mano de una madre que acaricia. Siéntate en una de las terrazas, esas que podrían estar en Madrid, en Sevilla o en alguna calle soleada de Málaga, y pide un café. Que un camarero educado y silencioso te sirva también un pastel, y que lo haga como si sirviera algo sagrado.

Desde allí, desde tu mesa, contempla la torre gótica de San Lamberto, una lanza de piedra que rasga el cielo. Alza la vista. Más arriba. Más todavía. Justo encima del reloj, ese que aún marca la hora de todos los olvidos, verás algo que tal vez no esperes: tres jaulas de hierro colgando del campanario. Tres ataúdes al aire, tres cofres sin alma. Ahí estuvieron los cuerpos de Jan Bockelson, Bernt Kniperdollink y un tercer nombre que el tiempo ha devorado. Tres hombres que quisieron abrir el cielo con las manos y sólo consiguieron encadenarse al infierno.

Fue en 1536. El eco de sus gritos aún vibra en los muros. Pero el principio de su reino de locura comenzó dos años antes, cuando Bockelson, alto, hermoso, incendiado por la fe, caminó por las calles de Münster diciendo que el mundo iba a arder, y que sólo esa ciudad se salvaría. Que allí, en medio de los tejados y los huertos y los rezos, comenzaría la Nueva Jerusalén.

Y la gente le creyó.
¡Cómo no creer a quien habla como un ángel y mira como un rey! Hombres y mujeres lloraron, se arrojaron al suelo, vieron visiones, espumaron por la boca. Se llamaron “hermano”, “hermana”, quemaron el “yo” y el “tú” en el fuego sagrado del “nosotros”. Compartieron pan, compartieron casa, y creyeron estar limpios para siempre. “No pecaremos más”, decían. “Ya no podemos”.

Los que no creyeron, fueron arrojados a la noche. Mujeres con hijos en brazos, viejos con los huesos rotos por los inviernos, niños que aún no sabían decir “Dios”. Todos fuera. Quedaron los elegidos. Y el Reino comenzó.

Primero fue la fraternidad de bienes: nadie poseía nada, todos lo poseían todo. Después vino el mandato de Dios, el de Bockelson: poligamia, multiplicación, esposas jóvenes, casamientos forzosos, divorcios necesarios. Lo que había comenzado como hermandad terminó en deseo sin bridas. La Nueva Jerusalén olía a hambre y a sexo. A pan duro y a carne triste.

El profeta se convirtió en Mesías. Vestía sedas, acuñaba moneda con su nombre, y exigía rezar sólo al Padre, como si Cristo le hiciera sombra. Sus esposas, bellas, asustadas, obedientes, eran su harén. Su corte. Su escudo. El Reino de Dios había mutado en carnaval. Y el carnaval, en farsa trágica.

Cuando todo acabó, cuando las espadas hablaron por última vez, colgaron sus cuerpos en las jaulas. No por justicia, sino por advertencia. Para que todos los siglos futuros supieran que los puros, cuando se convencen de no poder pecar, son los que más hondo caen.

Y tú, viajero, mientras apuras el café y miras cómo el sol baña las piedras, sabrás que lo que te cuento no es sólo historia, sino profecía. Porque los puros de ahora se parecen demasiado a los de entonces. Porque siguen diciendo que el fin justifica los medios, que la pureza absuelve la crueldad. Y porque, tú lo sabes, donde hay desmanes, hay casi siempre avaricia y lujuria.

Así que mira bien esas jaulas, amigo. Mira y recuerda. No para condenar, sino para prevenir. Porque la Nueva Jerusalén, cada tanto, intenta volver.

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Europa, el viejo continente que aprendió a morir con lentitud

Durante siglos, las naciones de Europa bailaron la danza del suicidio con los ojos vendados. Se entregaron unas a otras como amantes que sólo supieran amar a través del fuego. Cien años más o menos, pero ¿quién cuenta los días cuando la sangre empapa los calendarios?, desde el siglo XVI al XVII, intentando borrarse unas a otras del mapa. Pero el trueno cesó un día, no porque llegara la paz, sino porque todos comprendieron, exhaustos, que no podían destruirse del todo. Así nació Westfalia: no la paz verdadera, sino un pacto de vigilancia mutua, como vecinos armados hasta los dientes que espían desde detrás de las cortinas.

Pero Hobbes, el viejo lobo inglés que miró dentro del corazón humano y vio la tormenta, lo sabía: la guerra no necesita balas para existir, basta la amenaza. Así como el cielo nublado no moja, pero asusta, Europa vivió así, en guerra latente, en la antesala del trueno, esperando que la primera chispa bastase para encender la pradera.

Entonces llegaron los monstruos del siglo XX. Dos guerras que llamaron «mundiales» porque, en su egolatría, los europeos seguían creyéndose el ombligo del orbe. Pero cuando el humo se disipó y la carne dejó de arder, lo que quedaba eran escombros imperiales: potencias achicadas, heridas, naciones replegadas como animales asustados dentro de sus fronteras, incapaces de sostener su viejo orgullo.

Y en ese momento, hicieron algo extraño. En vez de alzarse otra vez, decidieron reunirse. Se tomaron de las manos y se acurrucaron bajo la sombra de un roble lejano: la OTAN. Pero el árbol no era suyo, sino americano, y bajo su copa, Europa se transformó en otra cosa: un parque temático, una postal, un recuerdo. Delegaron sus espadas, se disfrazaron de democracias florales y fingieron que el mundo era seguro. No miraron al Este.

No miraron a Rusia.

Y Rusia no es una nación cualquiera. Es una criatura antigua, un oso herido que no sabe vivir sin ampliar su cueva. Siempre lo ha sido. En Viena, en 1815, Alejandro I, poseído por sueños ortodoxos, soñó con una Rusia extendida de Lisboa a Vladivostok. Luego Stalin, con su fe de hierro, quiso lo mismo con otro ropaje: primero expandir la revolución, después edificar un muro de escudos humanos en forma de Polonia, Hungría, los Bálticos, toda una colección de títeres que le sirvieran de escudo ante el Occidente hostil.

Putin es sólo un eco. Un nombre más en la saga que no termina. Quien crea que el problema es él, y no la criatura que lo engendró, no ha entendido nada.

Y ahora estamos aquí. Varios años han pasado desde que Ucrania empezó a arder. ¿Estamos cerrando un libro o abriendo otro? ¿Se acerca el final de una era o la alborada de algo peor?

Algunos dicen: si gana Rusia, mal; si gana Ucrania, bien. Pero no hay victoria alguna en el horizonte. Tal vez lo único posible sea el estancamiento, el pantano infinito, la guerra que nunca muere, como una llaga sin cierre.

¿Y quién gana mientras tanto? No Occidente, desde luego. Europa y Estados Unidos, ese viejo dúo que creyó haber domesticado al mundo, no parecen estar cosechando nada más que desconcierto. En cambio, hay otros que acechan como lobos entre la maleza: China, Rusia, India, Turquía, Irán, Brasil… esperando el momento oportuno para saltar hacia el lado que más calor prometa.

Occidente está cansado. Ha ganado poco y tiene mucho que perder. Y si esto no es el fin de una era, si lo que comienza es otra… puede que no haya aplausos, ni himnos, ni marchas gloriosas. Puede que comience con un silbido, con un destello en el cielo nocturno que nadie esperaba ver. No un Armagedón de película, sino algo más gris, más real, más silencioso.

¿Y por qué lo temo? Porque cada mes, sin falta, Rusia golpea su pecho con palabras nucleares, como el gorila que quiere amedrentar con su tambor interior. Y la OTAN, paralizada por el eco de esas amenazas, no se atreve a actuar como podría, no quiere cortar
la raíz del ejército ruso en Ucrania, por si al hacerlo estalla el cielo.

Así estamos: en el umbral. En ese instante inmóvil donde el aire huele a ozono y el trueno aún no ha caído. Europa, de nuevo, espera. Como en el siglo XVII. Como siempre.

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El ente es el dato originario

Así como el médico, antes de tratar las afecciones particulares, ha de conocer el principio vital que las anima, así también el filósofo, antes de descender a los ámbitos especiales de la realidad, la divinidad, la naturaleza, la psique, ha de considerar el fundamento común de todos ellos, que no es otro sino el ser en cuanto ser. Y por esto la ontología es, con razón, la primera puerta de la metafísica.

Dejamos, pues, para su momento propio la teología natural, que se ocupa del ente necesario y perfectísimo; la cosmología racional, que estudia el orden y las leyes del universo físico; y la psicología racional, que indaga la naturaleza del alma. Detenemos ahora nuestra atención en el dato primero, en aquello que no puede tener presupuesto, porque todo lo demás lo presupone.

Importa aquí considerar si ese dato primero pertenece al orden del conocer o al del ser. La filosofía moderna, desde Descartes, ha dado primacía a la conciencia. Por buscar el grado máximo de certeza, se afirmó que debía comenzarse por el cogito, esto es, por el pensamiento que se tiene de sí mismo. No fue él el único: Kant partió de los contenidos a priori de la razón, Hegel de la Idea absoluta, el existencialismo del yo lanzado a la facticidad, el vitalismo de la vida misma como realidad primera. Todos, a su modo, invirtieron el orden ontológico, sustituyendo el ser por la conciencia.

Pero si hay algo que de suyo no admite otra base, será eso lo que se busca como primer dato. Si el lector, como el autor, ha decidido emprender este estudio, ya ha puesto en marcha su capacidad de comprender. Mas, ¿en qué consiste tal acto de comprender? ¿Qué hace la mente cuando quiere entender?

Preguntarse esto es interrogar la mente sobre sí misma. ¿Puede hacerlo? ¿Puede el instrumento de conocimiento volverse sobre sí y ser, a un tiempo, el objeto que conoce y el sujeto que conoce? No parece posible. Para pensar algo, se requiere un objeto. Pensar es pensar cosas. El pensamiento sin contenido es vacío, y la conciencia sin término al que referirse es pura negación.

Ni siquiera la autoconciencia escapa a esta regla. Cuando la mente se sabe a sí, lo hace porque se refiere a algo. No se contempla directamente, sino en su acto. Intellectus reflectitur supra actum suum, enseña Santo Tomás: el entendimiento reflexiona sobre su acto, no sobre su esencia inmediata. Pretender lo contrario sería como pedir a un espejo que se refleje a sí mismo sin otro delante.

De modo que, si se piensa, se piensa algo. Y que se piense algo implica ya la presencia de un ser, real o imaginario. No importa ahora si ese algo es un unicornio o un número; importa que es. Que tiene entidad al menos pensada. La conciencia de sí no es anterior al mundo, sino que se da en medio del mundo. Se siente porque se siente algo.

Este hecho fundamental se presenta de dos modos:

Primero, por una sensación viva. Un leve soplo de aire, el roce de una tela, una luz que hiere los ojos, bastan para poner en marcha la autoconciencia. El sujeto se experimenta como viviente, como supuesto de las acciones del ver, oír, tocar. Lo primero que sabe de sí es que es un ser vivo.

Segundo, por la conciencia del mundo exterior. El sujeto no solo se siente, sino que se siente entre cosas. Unas le pertenecen, como las imágenes, los placeres, los recuerdos. Otras le son exteriores: montañas, ríos, cielos, otros hombres. A las primeras las llamamos subjetivas; a las segundas, objetivas. La distinción, aunque convencional, permite operar con precisión. Pero ambos ámbitos son inseparables. Sin mundo, no hay yo; sin alteridad, no hay identidad.

Este hecho se comprueba fácilmente. Baste recordar que cuando cesan los estímulos externos, sea en un sueño profundo o en la anestesia, también cesa la conciencia. Por mucho que se proclame sujeto trascendental o centro de irradiación ontológica, el hombre depende de la periferia: es centro porque hay entorno.

Todo obrar humano confirma esta dependencia. Quien quiere actuar mide su querer con lo que le rodea. Encuentra medios y obstáculos. El mundo no solo le asiste, sino que también le limita. Esa limitación es triple: física, pues el sujeto es cuerpo entre cuerpos; intelectual, pues conocer requiere tiempo y estudio; y volitiva, pues no siempre se quiere lo que se hace, ni se hace lo que se quiere.

Luego todo se hace contando con el ser. No es la Idea ni el conocer lo primero, sino el ente. Todo lo pensado, sentido o imaginado se presenta como algo: una entidad, aunque solo sea en imagen. El ser, pues, es presupuesto de todo acto mental. Se conoce una cosa cuando está presente, al menos virtualmente, a los sentidos. Lo primero que se conoce son entes sensibles, concretos, determinados. La inteligencia no empieza replegándose en sí, sino abriéndose al mundo.

La inteligencia humana, como observaba Aristóteles, requiere proporción con lo que conoce. Aunque capaz de lo más alto, necesita ascender desde lo más bajo. Su conocimiento se inicia en lo sensible, pero no se agota en ello. Mediante la abstracción, alcanza lo universal.

Sin embargo, la ontología no se detiene en lo particular, como lo hace la ciencia empírica. Ella no se ocupa de esta o aquella cosa, sino de lo común a todas. Cada ser es un “algo” y un “qué”, y en ambos sentidos es un ente. No se trata de piedras, plantas o astros, sino del ser que cada uno posee en cuanto ser. Por eso la ontología, como filosofía primera, trata del ente en cuanto tal.

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