Democracia y conflicto en la Segunda República

La Segunda República española (1931-1939) nació como un experimento político en el que convergieron fuerzas ideológicamente heterogéneas, unidas por la voluntad de liquidar la monarquía de Alfonso XIII. Sin embargo, esta coalición inicial ocultaba profundas diferencias sobre el modelo de Estado y el concepto mismo de democracia. Tres sectores fundamentales impulsaron el régimen republicano: los republicanos de izquierda, los socialistas y los radicales de centro. De estos, sólo el tercero —encabezado por Alejandro Lerroux y su Partido Radical— tenía un compromiso firme con la democracia parlamentaria tal como se entendía en la Europa liberal de la época.

Los republicanos de izquierda, liderados por Manuel Azaña, veían la República como un vehículo para una transformación social y cultural profunda, con un marcado sesgo laicista y anticlerical. Aunque en su discurso defendían la democracia, su práctica política reflejaba una concepción más instrumental del régimen parlamentario. En su proyecto, las instituciones republicanas no eran un fin en sí mismas, sino el medio para imponer una serie de reformas consideradas innegociables. Esta actitud, que incluía la marginación de sectores conservadores y la hostilidad hacia la Iglesia, generó una profunda polarización que minó la estabilidad del sistema.

Los socialistas, representados principalmente por el PSOE y la UGT, mostraban una relación aún más problemática con la democracia liberal. Durante el bienio reformista (1931-1933), colaboraron con los republicanos en la construcción del nuevo régimen, pero su compromiso con la legalidad republicana fue ambiguo. Para un sector del socialismo, encabezado por Largo Caballero, la República no era más que una etapa transitoria hacia la revolución proletaria. Esta tendencia se radicalizó tras la victoria electoral de la derecha en 1933, desembocando en la insurrección de octubre de 1934. La insurrección socialista, que incluyó la proclamación del Estado Catalán y la revolución de Asturias, reveló la fragilidad del consenso democrático y el escaso respeto de una parte de la izquierda por el resultado de las urnas.

En contraste, el Partido Radical de Lerroux representó el único intento serio de construir un centro democrático en la Segunda República. Aunque su trayectoria estuvo marcada por la corrupción y la pérdida de apoyo popular, su proyecto político era el único que apostaba por la alternancia entre izquierda y derecha dentro del marco constitucional. Los radicales defendían un republicanismo sin dogmatismos, basado en la estabilidad institucional y el respeto al pluralismo. Sin embargo, su margen de maniobra se redujo ante la creciente radicalización de los otros dos sectores. Su declive, acelerado por el escándalo del estraperlo, dejó la República a merced de la confrontación entre extremos.

En resumen, la Segunda República nació con una contradicción interna que resultó fatal: mientras sus instituciones eran formalmente democráticas, buena parte de sus impulsores concebían la democracia no como un principio innegociable, sino como un instrumento para la imposición de su proyecto político. En este sentido, la crisis republicana fue, en gran medida, la crisis de una democracia sin demócratas.

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1930: Segunda República

La España de 1930 era un país al borde de la transformación. No vivía en la miseria absoluta ni bajo una opresión insoportable, pero sí en un estado de expectativas frustradas. Durante las primeras décadas del siglo XX, el país había experimentado avances económicos y políticos, aunque de manera desigual y con períodos de inestabilidad. Sin embargo, al llegar la crisis de 1929 y con el agotamiento de la dictadura de Primo de Rivera, el país se encontró en una encrucijada.

La historia nos enseña que las revoluciones no suelen estallar en los momentos de mayor opresión, sino cuando una sociedad que ha conocido ciertos avances ve sus esperanzas truncadas. España, en 1930, no era una excepción a esta regla. El fin de la dictadura y el descontento con la monarquía crearon un ambiente propicio para el cambio, no porque las condiciones fueran insoportables, sino porque las expectativas de mejora habían crecido y ahora se veían obstaculizadas.

A principios del siglo XX, España era un país con profundas desigualdades, pero también con señales de modernización. Se expandieron las infraestructuras, el sistema educativo se fortaleció, y las ciudades experimentaron un crecimiento notable con la industrialización. La generación de intelectuales de la Institución Libre de Enseñanza y la prensa liberal fomentaban una visión de progreso que contrastaba con la rigidez de las estructuras tradicionales.

El reinado de Alfonso XIII había comenzado con la promesa de reformas y modernización. Sin embargo, los problemas estructurales del país, como el atraso agrario y el regionalismo, seguían sin resolverse. En 1923, la dictadura de Primo de Rivera parecía ofrecer un remedio con un modelo autoritario de regeneración nacional. En sus primeros años, logró cierta estabilidad y desarrollo de infraestructuras, lo que generó en algunos sectores la expectativa de que España podía modernizarse bajo un régimen fuerte.

Pero la prosperidad de la dictadura fue efímera. La crisis de 1929 golpeó a España y puso en evidencia la fragilidad del modelo económico. La industria se ralentizó, el desempleo creció y las clases medias, que habían creído en la posibilidad de ascenso social, se encontraron en una situación de inseguridad. Al mismo tiempo, el régimen de Primo de Rivera se volvió cada vez más impopular.

Cuando Primo de Rivera dimitió en enero de 1930, España entró en un período de incertidumbre. La monarquía intentó continuar sin él, pero el malestar era generalizado. No era solo una crisis económica o política: era la sensación de que las oportunidades de modernización y progreso se estaban perdiendo.

Las clases medias urbanas, que habían crecido con la promesa de un país más próspero y libre, se sintieron traicionadas. Los obreros, que habían visto mejoras en sus derechos laborales, temían retrocesos. Los intelectuales y estudiantes, que anhelaban una España más democrática, se convencieron de que el sistema monárquico era un obstáculo para el progreso.

Este descontento no era producto de una miseria extrema, sino de la sensación de que el país podía haber avanzado más y que las estructuras tradicionales impedían ese avance. Así, en abril de 1931, cuando las elecciones municipales mostraron un claro rechazo a la monarquía en las grandes ciudades, aunque sólo en las grandes ciudades, Alfonso XIII, mal aconsejado por sus consejeros, pensó que su reinado había terminado. La Segunda República fue proclamada no como una revolución de los pobres contra los ricos, sino como la manifestación de una sociedad que había crecido en expectativas y que se negaba a volver atrás.

España en 1930 ejemplifica cómo las efusiones revolucionarias no brotan de la opresión, sino de la frustración de unas esperanzas previamente alimentadas. La dictadura de Primo de Rivera, con sus promesas de modernización, y el crecimiento de las clases medias y obreras crearon un clima de expectativas que, al verse truncadas, derivó en un cambio radical. No fue la pobreza lo que derribó la monarquía, sino la sensación de que el futuro podía ser mejor y que el régimen existente lo impedía.

Así, la caída de Alfonso XIII y la proclamación de la Segunda República no fueron producto de la desesperación de los más oprimidos, sino de la impaciencia de aquellos que habían creído en el progreso y lo vieron frenado. España, como tantas veces en la historia, demostró que las revoluciones surgen no cuando todo está perdido, sino cuando el futuro prometido parece escaparse de las manos.

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Sobre el origen y causa de las revoluciones

Las grandes efusiones revolucionarias de la historia rara vez han brotado de la opresión. Por el contrario, surgen cuando una sociedad experimenta una mejora en sus condiciones de vida y una mayor libertad, pero ve súbitamente frustradas sus expectativas de progreso. Esta tesis, formulada por historiadores como Alexis de Tocqueville en El Antiguo Régimen y la Revolución, desafía la intuición según la cual las revueltas emergen del despotismo insoportable. En realidad, las poblaciones más sometidas suelen resignarse a su destino, mientras que las más libres y prósperas se sublevan cuando advierten que su avance se ha detenido o se ha visto amenazado.

Cuando un pueblo empieza a gozar de mejores condiciones de vida, su horizonte de expectativas se expande. Ya no se conforma con la mera supervivencia; aspira a derechos, participación y una mayor prosperidad. Este fenómeno se observa en la Francia prerrevolucionaria: Luis XVI gobernaba una sociedad mucho más libre y próspera que la de sus predecesores, pero fue precisamente en ese contexto donde estalló la Revolución de 1789. Las reformas fiscales y administrativas del monarca no lograron satisfacer a una población cuya conciencia política había crecido con el auge de la Ilustración y el desarrollo económico.

Otro caso paradigmático es la Revolución Rusa de 1917. Aunque la Rusia zarista era un régimen autocrático, las reformas de principios del siglo XX, como la abolición de la servidumbre y la incipiente industrialización, habían dado a las masas una sensación de ascenso social. Sin embargo, la Primera Guerra Mundial truncó ese proceso y generó un descontento explosivo. De manera análoga, la Revolución Americana no surgió de una colonia oprimida, sino de una burguesía colonial que gozaba de amplios grados de autogobierno y que se indignó cuando la metrópoli británica restringió sus libertades comerciales y políticas.

Las revoluciones no son, pues, una consecuencia mecánica de la miseria, sino del desencanto. Cuando una sociedad que ha progresado de repente encuentra un obstáculo es cuando siente la necesidad de destruir el orden existente. Tocqueville lo describe con precisión: los regímenes en decadencia no caen cuando son más brutales, sino cuando intentan reformarse y no logran colmar las expectativas que han despertado. La Revolución Francesa, por ejemplo, no surgió en el periodo de mayor opresión, sino cuando se vislumbraban mejoras que luego fueron percibidas como insuficientes o amenazadas por reveses económicos.

Este patrón se repite en múltiples contextos históricos. La Primavera Árabe no brotó de los países más pobres o reprimidos de la región, sino de aquellos que habían experimentado cierto desarrollo y vieron truncada su esperanza de futuro. El levantamiento de Tiananmén en 1989 no estalló en la China maoísta del terror rojo, sino en una China en apertura económica, donde los estudiantes y la clase media emergente reclamaban más participación política.

En conclusión, las revoluciones no son el producto de la opresión extrema, sino de la tensión entre el ascenso de las expectativas y su súbita frustración; se mueven entre la esperanza y el desencanto. Cuando las sociedades mejoran sus condiciones de vida, los individuos se vuelven más conscientes de sus derechos y oportunidades. Sin embargo, si esas expectativas se ven traicionadas, el resentimiento se convierte en el motor de la revuelta. Lejos de la imagen simplista de la rebelión como una erupción espontánea de los oprimidos, la historia muestra que es la esperanza frustrada, y no la miseria absoluta, la que pone en marcha la maquinaria revolucionaria.

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IA y el cálculo de mercado

El problema del cálculo económico, tal como fue planteado por economistas como Ludwig von Mises y Friedrich Hayek, se centra en la dificultad inherente a un sistema socialista para asignar recursos eficientemente debido a la ausencia de un sistema de precios libremente determinado por el mercado. ¿Puede la inteligencia artificial resolver este problema o es mejor un mercado libre con inteligencia artificial en competencia?

La inteligencia artificial tiene la capacidad de procesar grandes cantidades de datos en tiempo real, optimizar decisiones y proponer soluciones basadas en algoritmos avanzados. En un sistema socialista, podría ser utilizada para recopilar información sobre las necesidades de la población, los recursos disponibles y las capacidades de producción, con el objetivo de asignar recursos de manera eficiente.

Sin embargo, los críticos sostendrían que incluso la IA más avanzada enfrentaría límites fundamentales:

El primero se refiere a la información dispersa y subjetiva. Hayek argumentó que la información necesaria para tomar decisiones económicas está dispersa entre millones de individuos y que gran parte de esa información es subjetiva y difícil de cuantificar, como las preferencias personales o las circunstancias locales. Una IA, por avanzada que sea, puede tener dificultades para captar esta dimensión subjetiva.

El segundo tiene relación con la dinámica de la innovación. Los mercados libres fomentan la innovación a través de la competencia y el descubrimiento. Una planificación centralizada basada en IA podría carecer del dinamismo necesario para adaptarse rápidamente a los cambios o fomentar la experimentación.

El tercero se refiere a problemas éticos y de poder. Una IA que centralice las decisiones económicas podría derivar en problemas relacionados con el autoritarismo, la falta de transparencia y la concentración de poder en quienes controlen los algoritmos.

Otros sostienen que en un sistema de mercado libre, las IA podrían actuar como herramientas descentralizadas que optimizan la toma de decisiones de consumidores, empresas y gobiernos. Este enfoque tiene varias ventajas potenciales:

Una es la conservación del sistema de precios. Al mantenerse el mecanismo de precios, las IA podrían mejorar la eficiencia sin eliminar la información crítica que los precios transmiten sobre la oferta y la demanda.

Otra es la innovación continua. Un mercado libre fomenta la competencia entre actores económicos, incluidos aquellos que desarrollan y utilizan IA. Esto incentiva la creación de algoritmos más avanzados y mejores servicios.

Una tercera es la descentralización del poder. La competencia entre inteligencias artificiales reduce el riesgo de una concentración excesiva de poder en un único sistema centralizado, preservando la libertad individual y la diversidad económica.

No obstante, este enfoque también conlleva riesgos, como la posibilidad de monopolios tecnológicos o de un uso indebido de la IA por parte de actores privados para manipular el mercado.

En conclusión, el problema de fondo parece residir en el equilibrio entre eficiencia y libertad. Si bien la IA tiene el potencial de superar muchas de las limitaciones prácticas que enfrentaron los modelos socialistas del siglo XX, no está claro que pueda resolver los problemas teóricos más profundos relacionados con la subjetividad humana y la innovación descentralizada. Por otro lado, un mercado libre con IA en competencia podría preservar las ventajas del sistema de precios al tiempo que aprovecha las capacidades tecnológicas de la IA.

En última instancia, el éxito de cualquiera de estas opciones dependerá de cómo se aborden las dimensiones éticas, políticas y económicas.

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El big bang

Este vasto mundo, tal vez infinito, que otrora llamaron “la creación” los que creyeron en un propósito trascendente, se inició por virtud de un acontecimiento colosal ocurrido hace entre diez mil y veinte mil millones de años. La narración que desentraña su origen no palidece en magnificencia frente a las antiguas cosmogonías: los estoicos, por ejemplo, imaginaron el cosmos avanzando hacia una conflagración suprema, la ἐκπύρωσις, en la cual el universo entero perecería en las llamas, sólo para renacer en un ciclo eterno de destrucción y resurrección. Nuestra cosmogonía moderna, en su lugar, se funda en la teoría del Big Bang, la gran explosión primigenia.

Dicha teoría postula que, hace unos quince mil millones de años, se produjo una explosión descomunal, de proporciones que desafían la comparación con cualquier artificio humano, por más poderoso que sea. Mientras que la explosión de una bomba, obra de manos mortales, acontece en un punto específico, limitada en su radio de destrucción, la explosión primordial abarcó al universo entero, tanto si era finito como si era infinito, y su onda expansiva aún continúa, incapaz nuestra mente de prever los secretos del porvenir.

Mas el intelecto humano se halla también impotente ante el misterio de lo anterior a este origen sin par, si es que hubo algo. Algunos especulan que quizá existió un universo anterior, fruto de ciclos de explosión y contracción, aunque otros tantos lo niegan. La ciencia se detiene a las puertas de este umbral insondable.

Algunos cálculos –rudimentos de la mente humana, según Weinberg– suponen una temperatura de cien millones de millones de millones de millones de millones de grados Kelvin, 1032 apenas pasados 10-43 segundos desde aquel instante seminal. A semejantes temperaturas, lo que llamamos partícula carecía de sentido alguno; y al agotarse el primer centésimo de segundo, la temperatura, aunque descendida a cien mil millones de grados Kelvin, seguía siendo tal que ninguna molécula o átomo habría soportado el abrazo de su propia materia. El universo entero era un campo de partículas elementales: electrones, positrones, neutrinos, protones, neutrones y, sobre todo, fotones, con una luminosidad desbordante. Si alguien hubiera podido contemplar aquel universo sólo habría visto luz. Es decir, no habría visto nada, como la lechuza a medio día de un sol radiante. Mas su existencia era efímera: surgían de la energía pura solo para ser aniquiladas de nuevo, en un flujo constante.

La explosión proseguía, y en el primer décimo de segundo la temperatura bajó a treinta mil millones de grados, alcanzando, a los catorce segundos, unos tres mil millones. A los tres minutos, la temperatura había descendido hasta los mil millones de grados. Los protones y neutrones, al fin, pudieron formar núcleos atómicos, como el del hidrógeno pesado, y unirse en el helio, consolidándose en la materia que, cientos de miles de años después, permitiría la formación de átomos cuando los electrones se pudieron adherir a los núcleos. Así nació el gas primordial, que por acción de la gravedad se fue condensando en galaxias y estrellas hasta constituir el universo en su estado actual, quince mil millones de años después.

El porvenir de este vasto entramado depende de si la densidad cósmica resulta inferior o superior a un umbral crítico. Si es menor, el universo se expandirá eternamente, agotándose toda reacción termonuclear y dejando tras de sí una fría extinción perpetua. Pero si la densidad cósmica supera ese valor crítico, la expansión cesará, dando lugar a una contracción inexorable. La temperatura crecerá conforme el universo decrezca; alcanzará un punto en que las atmósferas planetarias se disolverán, las estrellas se descompondrán y los núcleos se fundirán de nuevo en protones y neutrones. Eventualmente, los cien mil millones de grados serán superados en el último centésimo de segundo, desvaneciéndose toda esperanza de prever el destino final. Quizá, según algunas conjeturas, suceda una vez más una explosión de renacimiento, como ya ocurrió antes, y como podría ocurrir tras cada contracción en una danza sin principio ni fin.

Otros, en su incertidumbre, buscan consuelo en las antiguas mitologías: como en el Edda, donde los dioses y los gigantes combaten en el Ragnarök, el último día, el mundo perece en fuego y agua, pero los hijos de Thor resurgen desde el inframundo, llevando el martillo de su padre y reiniciando el ciclo de la creación. Sin embargo, la ciencia levanta una objeción irrevocable: en cada fase de expansión la proporción de fotones aumenta en detrimento de las partículas nucleares, destruyendo toda esperanza de eternos retornos. Y así, parece llegar a su fin esta historia: un final que el fuego cósmico no repetirá, una creación que languidece en el frío infinito de su destino inexorable.

P. S.: Me he propuesto publicar una serie de artículos que sigan la temática del presente. Si mi inconstancia me lo impide, pediré disculpas a mis probables lectores, que no siempre las cosas se hacen como uno proyecta hacerlas en un momento dado. Por esto les pido que sean indulgentes conmigo.

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Epaminondas y la izquierda

El día seis de julio del 371 a. C. se enfrentaron Tebas y Esparta en Leuctra, de Beocia. Todas las batallas hoplíticas se libraban disponiendo una falange de entre ocho doce filas de profundidad. La falange avanzaba en formación cerrada y compacta para causar el mayor impacto posible sobre el ejército enemigo. Cada guerrero llevaba su lanza en la mano derecha y su escudo en la izquierda, lo que hacía que buscara la protección del escudo de su compañero derecho. Conocedores de esta tendencia, los capitanes colocaban a sus mejores tropas en el ala derecha y a las más débiles a la izquierda.

Epaminondas, el estratega tebano, actuó al revés. Dispuso que su caballería y su mejor infantería se colocaran en el ala izquierda y las lanzó contra el ala derecha del enemigo. Su centro y su derecha, más débiles, retrocedían a cada embestida espartana de tal manera que se iban colocando más a la derecha y en la retaguardia de la avanzada principal, formando una línea oblicua.

El resultado de aquella táctica novedosa fue que el ejército espartano fue barrido y Epaminondas se alzó con la victoria.

Más que la victoria, quiero resaltar que Epaminondas transgredió un principio sagrado: el mayor honor y nobleza de la derecha sobre la izquierda. El historiador Pierre Vidal-Naquet así lo constata. Según él, el general tebano triunfó en la batalla porque recurrió a un poder ilegítimo, el de juntar sus mejores tropas en el flanco izquierdo, despreciando la tradición.

La oposición entre la derecha y la izquierda es una relación política desde hace muy poco tiempo. Es metafísica, cosmológica, antropológica, biológica, histórica, teológica, etc. Sólo desde hace unos doscientos años es política. En las tribus primitivas, en Roma y Grecia, en China, Egipto y otras civilizaciones ha significado el orden frente al caos, el bien frente al mal.

He aquí una simple muestra, extraída del Corán, publicado por la Editora Nacional en 1979 (56, 1-56; 69, 13-37), sobre la salvación y la condenación de los hombres al final de los tiempos:

Los de la derecha —¿qué son los de la derecha?— estarán entre azufaifos sin espinas y liños de acacias, en una extensa sombra, cerca de agua corriente y abundante fruta, inagotable y permitida, en lechos elevados…

Nosotros las hemos formado de manera especial y hecho vírgenes, afectuosas, de una misma edad, para los de la derecha…

Los de la izquierda —¿qué son los de la izquierda?— estarán expuestos a un viento abrasador, en agua hirviente, a la sombra de un humo negro, ni fresca ni agradable.

La oposición adquirió carta de naturaleza política a finales de junio de 1789. El año anterior casi no había habido cosecha. En aquel tiempo se empleaba más del 90% del salario medio sólo en la compra de pan. La causa del hambre fue la meteorología, pero se pensó en causas no naturales, que los mesías políticos, de reciente aparición, tales como Robespierre, Danton, Saint-Just, excitaron, culpando a los malignos acaparadores y a los funcionarios del rey y de los municipios. Apareció la promesa fulgurante: en una nueva Europa habrá felicidad y abundancia. Cuando la promesa de ese futuro encontró años más tarde un presente negro, apareció, como suele acontecer, el tirano Napoleón, que remedió en parte la quiebra de la República con sus guerras de rapiña.

Es una constante de la historia: una revolución es siempre la antesala del despotismo.

La Revolución de 1798, mito fundante del tiempo político, dio origen al carácter sacro de la izquierda. El motivo fue baladí. A fines de junio de 1789, con el fin de ordenar los asientos de los miembros de la Asamblea, se asignó a los partidarios de la reina, defensores de la tradición, el lado derecho de la presidencia, y a los partidarios del Palais Royal, defensores del nuevo orden y del progreso, la izquierda.

Fue un hecho insignificante, pero marcó el rumbo de la era que empezaba, signada por los mesianismos de la igualdad y el progreso, es decir, por las ideologías, un término acuñado precisamente por Napoleón. El concepto de izquierda adquirió categoría universal, significando el bien frente al mal. Han pasado dos siglos y los políticos, artistas, intelectuales, filósofos y gentes del común están convencidos de que lo honorable es ser de izquierdas, un simbolismo que al comienzo carecía de interés, pero que se ha convertido en el mejor exponente del enorme atractivo que sigue ejerciendo la Revolución Francesa, alterando un valor arraigado en lo más profundo del género humano. Es probable que nunca haya habido un cambio similar.

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