Del ser y del no ser, y de cómo Parménides impugnó a Heráclito y a la común opinión de los hombres

Parménides, varón de agudo ingenio y no menor severidad en el juzgar, contradijo a los sabios que le precedieron, y entre todos a Heráclito, que afirmaba que todo cuanto es, muda y se transforma. Mas Parménides, buscando asentarse sobre principios firmes e inconcusos, no consintió tal sentencia, pues vio que en ella se encerraba contradicción manifiesta e intolerable al entendimiento recto.

Porque si el ser es mudanza, y mudarse es dejar de ser lo que se es para comenzar a ser lo que no se es, síguese que en todo cambio se da que el ser no es, lo cual repugna al sentido primero y más universal del entendimiento. Si lo que es deja de ser, es porque ya no es; y si comienza a ser otra cosa, es porque antes no era eso otro. De manera que, al admitir el cambio como naturaleza del ser, se afirma a un tiempo que el ser es y no es, lo cual es absurdo y contrario a razón.

Estableció, pues, Parménides un principio segurísimo y sin tacha: que el ser es y no puede no ser, y que el no ser no es y no puede ser. Esta sentencia no puede ser violentada por ninguna hipótesis, pues es fundamento de todo discurrir humano. El pensamiento no puede concebir sino lo que es; y querer pensar el no ser es no pensar en absoluto, pues pensar es pensar algo, y el no ser no es algo, sino nada.

Propuso, pues, tres caminos al entendimiento:

El primero, que es el del ser, afirmando que solo el ser es y puede ser pensado.
El segundo, que es el del no ser, que queda vedado por la misma razón.
El tercero, que pretende juntar el ser con el no ser, lo cual ni la mente ni el habla pueden soportar, pues entre ser y no ser no hay medio ni término intermedio. Tertium non datur, decían los antiguos.

Así, rechazado el tercero por imposible, y el segundo por contradictorio, queda solo el primero como digno de asentimiento.

Parménides razonaba así: si afirmamos que algo no es, no decimos nada inteligible, a no ser que con tal negación señalemos otra afirmación. Decir que algo no es agua, no es vino, no es ave ni número par, no es sino indicar que es tierra, aceite, gato o número impar. Toda negación presupone alguna afirmación. Por tanto, el hablar del no ser no es hablar propiamente, sino abusar del habla; y el pensar en el no ser, no es pensar, sino vaciar el pensamiento de objeto. De ahí que Parménides concluyese: ser y pensar son lo mismo, pues solo lo que es puede ser pensado.

De esto se siguen estas necesarias consecuencias:

Primera. Si se dijere del ser que fue o que será, y no simplemente que es, se estaría admitiendo que hubo tiempo en que no era, o tiempo en que aún no es, lo cual lo hace depender del no ser, lo que ya se vio ser imposible. Luego el ser es sin tiempo, presente eterno, instante que no corre, perfección sin mudanza. El tiempo, propiamente hablando, no le toca.

Segunda. Fuera del ser no puede haber cosa alguna. Si se dijere que hay algo fuera de él, sería o ser o no ser. Si es ser, ya está contenido en él. Si no es ser, entonces no es nada. Luego el ser es único, sin segundo.

Tercera. El cambio se da cuando lo que es se transforma en otro. Pero ¿en qué podría transformarse el ser? ¿En otro ser? No, pues ya es. ¿En no ser? Imposible. Luego el cambio es ilusión, no realidad.

Cuarta. Lo limitado es aquello que halla otro que lo contiene o lo excluye. Pero el ser no puede hallar fuera de sí nada que lo limite, pues nada hay fuera de él. Lo que no es no puede limitar lo que es. Luego el ser es sin límite, entero, perfecto, uno.

De esta manera dejó sentado Parménides, con rigor y sin concesión a los sentidos ni al vulgo, que el ser es eterno, uno, inmóvil e ilimitado. Y, lo que es más, que tales atributos no fueron afirmados a la ventura, sino por vía de reducción al absurdo, mostrando que todo cuanto se niega del ser conduce a contradicción.

Dirá alguno que tal doctrina se aparta de la vida y la experiencia; y así es. Porque, como decía el filósofo, los sentidos engañan, y el común de los hombres, que vive por ellos, ve mil cosas que vienen y van, que nacen y mueren, que mudan sin cesar. Mas esto, para Parménides, no es más que apariencia y confusión. La verdad está fuera del teatro del mundo sensible. Allí todo es mezcla de ser y no ser, de verdad y de engaño. Por eso los hombres, atrapados entre lo que ven y lo que piensan, son como aquellos de dos cabezas, que miran con una a lo contrario de lo que con la otra contemplan.

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De si hay algo que verdaderamente sea

Lo primero que se pregunta el filósofo cuando pone mano a su arte y comienza a discurrir es si hay algo que verdaderamente exista y que tenga ser tal que se pueda conocer qué es. Y aunque a muchos tal pregunta les parezca necia, como si fuese desatino propio de hombre desvariado y falto de juicio, no por eso se ha de dejar de considerar con gravedad. Porque, dirán algunos: ¿Cómo puede dudarse de que hay cosas reales, estando como estamos rodeados de montes, de ríos, de ganados, de árboles, de personas, casas y otras mil cosas que a cada paso vemos y tocamos? ¿Es esto tiempo de preguntar si hay algo? ¿No basta abrir los ojos para saber que lo hay?

Pero sucede que el filósofo no se contenta con ver que hay cosas, sino que quiere saber qué son, y si son de verdad, o si acaso su ser es prestado y no propio, como el resplandor de la luna, que no es suyo, sino que lo recibe del sol. Porque bien pudiera ser que muchas de las cosas que vemos sean, en realidad, cosas compuestas, hechas de otras más primeras, y que su ser les venga de aquellas. Y si es así, razón será juzgar que no todas las cosas son reales del mismo modo, sino que unas lo son en plenitud y otras por participación, como el discípulo que sabe porque el maestro le enseñó.

Y por esto se ha de considerar que unas cosas preceden y otras siguen; unas son origen y otras derivación. Así como enseña la física que todos los cuerpos están compuestos de ciertos principios llamados átomos, así también en la filosofía se busca si hay algo primero, simple y no compuesto, de lo cual proceda lo demás. Y si así fuere, habremos de decir que aquello primero es lo verdaderamente real, y que lo demás no es sino apariencia de ser.

Esto mismo pensó el primero de los filósofos de quien se tiene memoria, que fue Tales de Mileto, el cual dijo que el agua es el principio de todas las cosas, y que todo lo que hay no es otra cosa que agua mudada de forma. Que el río, la piedra, la bestia, el hombre y el árbol no son sino agua transformada en esta o en aquella figura. Y así como para Tales todo es agua, hay hoy quien dice que todo es materia, o que todo es química, sin saber que en esto no hacen sino repetir la doctrina del sabio de Mileto.

Mas no todos los filósofos estuvieron conformes con él. Heráclito de Éfeso, varón agudo y profundo, vio que cada uno afirmaba una cosa: Tales decía que era el agua; Anaximandro, que era algo sin determinación, a lo cual llamó ápeiron; Anaxímenes, que era el aire; los pitagóricos, que era el número. Y él, como más sutil, vino a decir que todos tenían parte de razón y ninguno la tenía del todo; pues ninguna cosa permanece siendo lo que es, sino que todas mudan y se hacen otras. Y así como el humo se desvanece o el río corre sin detenerse, así también todas las cosas pasan. No es el ser lo que hay, sino el devenir. No hay cosa que sea, sino que todo va siendo. Y así pronunció su sentencia: “Todo fluye, nada permanece”.

Y cosa semejante dijo San Agustín cuando quiso entender qué cosa sea el tiempo. En el libro undécimo de sus Confesiones, capítulo catorce, declara que el tiempo se divide en pasado, presente y futuro. Mas el pasado ya no es, porque si fuese, sería presente; y el futuro aún no es, porque si fuese, también sería presente. El uno está solo en la memoria, y el otro en la imaginación. De modo que no tienen ser fuera de nuestra alma. Solo el presente parece tener algo de ser, y aun éste huye de nuestras manos, porque en cuanto se dice “ahora”, ya es “entonces”. Y concluye que el tiempo es ser que tiende a no ser, o no-ser disfrazado de ser.

Y así como para San Agustín es el tiempo, así para Heráclito es toda la realidad: cosa que se desvanece, que nunca se fija ni se asienta, como sombra que se estira en el suelo al pasar el día. Y si esto se entiende bien, vendrá el lector a entender también por qué el filósofo, cuando comienza a filosofar, no pregunta si hay cosas, sino si hay algo que sea de veras, sin mezcla de mudanza ni apariencia. Y en esto está toda la sabiduría.

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Dad una oportunidad a la guerra

En julio de 1999, Edward N. Luttwak publicó en la revista Foreign Affairs un artículo de título provocador: Give War a Chance («Dale una oportunidad a la guerra»). Su tesis, audaz y desconcertante a primera vista, sostiene que la intervención humanitaria o diplomática prematura en los conflictos armados puede, lejos de resolverlos, perpetuarlos. Desde una visión netamente realista y despojada de sentimentalismos, Luttwak aboga por dejar que ciertos conflictos lleguen a su desenlace natural, aunque esto implique permitir la continuidad de la violencia durante un tiempo. El autor argumenta que sólo una victoria definitiva puede imponer una paz verdadera, mientras que las treguas impuestas desde fuera a menudo congelan tensiones y prolongan el sufrimiento.

El autor parte de una constatación histórica: muchas guerras han terminado de modo estable solo cuando una de las partes ha sido completamente derrotada (como sucedió con la victoria del ejército de Franco en el año 1939, una vez aniquilada toda la capacidad militar del enemigo; ese año se instauró una paz que dura hasta el presente -86 años-, pese a que algunos pretenden ahora reivindicar a los vencidos). La intervención internacional, con fines humanitarios o diplomáticos, detiene los combates, pero no resuelve las causas profundas del conflicto. Al interrumpir la lógica interna de la guerra, estas intervenciones impiden que se consolide una nueva estructura de poder que pueda garantizar el orden. Así, las treguas impuestas suelen derivar en conflictos congelados o en reanudaciones esporádicas de la violencia.

El caso de Bosnia es un ejemplo paradigmático. La intervención occidental detuvo la guerra, pero dejó intactas las tensiones étnicas y religiosas. No hubo un vencedor ni una paz verdadera, sino una suerte de equilibrio forzado. Para Luttwak, este tipo de soluciones superficiales prolongan el sufrimiento y hacen ilusoria la paz.

Desde esta perspectiva, la guerra es vista como un proceso violento, sí, pero necesario en ciertos casos para llegar a un nuevo orden. En consecuencia, propone una suerte de «realismo moral»: antes que condenar la guerra por principio, debemos considerar cuál es el desenlace más estable y duradero para los pueblos implicados.

Luttwak representa una voz clara del realismo político contemporáneo. La tradición clásica (Platón, Aristóteles, santo Tomás, etc.) no niega que haya guerras necesarias, pero exige siempre que estas sean ordenadas a la paz verdadera, no al dominio o al equilibrio del miedo. La guerra, si ha de ser justa, debe ser el último recurso, y su curso debe ser limitado por principios racionales y morales.

Luttwak no tiene en cuenta la justicia ni la “paz verdadera”. En su lugar, pone sobre la mesa una verdad incómoda: que muchas veces la paz superficial es peor que la guerra decidida. Su diagnóstico prescinde de consideraciones sobre lo bueno o lo malo. Su denuncia del fracaso de ciertas formas de intervencionismo occidental es certera y pone de relieve los errores de un pacifismo superficial.

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Mosca: las oligarquías

Entender la realidad política observando el oleaje diario es tarea imposible, porque los movimientos profundos permanecen ocultos. Entenderla con los conceptos otorgados por las ideologías de los que contienden por el poder no es otra cosa que apoyar uno mismo sus intereses sin participar de sus ganancias. Para ir tras la verdad efectiva de la cosa hay que fijar la mirada en otro lado.

Es preferible, con mucho, hacer uso de los conceptos elaborados por Gaetano Mosca (1858-1941), jurista, politólogo e historiador italiano, una figura clave de la teoría elitista del poder. Su obra, Elementi di Scienza Politica (1896), expone su teoría de la clase política, que se inserta en una tradición sociológica que enfatiza la inevitabilidad del gobierno de las oligarquías.

La tesis central de Mosca es que, en cualquier sociedad organizada, el poder no es ni puede ser ejercido por el pueblo en su conjunto, sino por una minoría organizada que él denomina “clase política”. Esta minoría, por su cohesión, disciplina y acceso a los recursos, domina a la mayoría desorganizada y dispersa. Las ideas democráticas yerran en este punto, porque la igualdad política es una ilusión: en toda sociedad, incluso en aquellas con regímenes democráticos, pues también en éstas el poder está siempre en manos de un grupo reducido de individuos, de una oligarquía.

Esta oligarquía, o “clase política” es el grupo reducido que gobierna sobre la mayoría y que posee el monopolio de las decisiones estratégicas en la sociedad. Según Mosca, esta clase se distingue por tres factores principales.

En primer lugar, por su capacidad organizativa, que le permite mantenerse en el poder y ejercer el control sobre las instituciones. En contraste con ella, la mayoría de la población es una masa desorganizada e incapaz de tomar decisiones.

En segundo lugar, por su acceso privilegiado a los recursos, tanto económicos como ideológicos y militares. Las oligarquías dominan una gran cantidad de medios económicos, sobre todo en las democracias de masas, en las que una mitad de los recursos del país están en sus manos. Dominan también una parte considerable de los medios de comunicación. Y tienen el mando efectivo sobre la milicia y la policía.

En tercer lugar, por su capacidad para legitimarse, creando sistemas de justificación del poder que refuercen su autoridad. Entre estos sistemas, destaca el ideológico.

La estructura de dominación de las oligarquías permanece inalterable a través del tiempo, no que no quiere decir que se perpetúen los mismos individuos ni los mismos grupos. Antes al contrario, el sistema está en constante transformación: nuevas élites pueden emerger y reemplazar a las anteriores.

Las élites no son estáticas. Con el tiempo, la clase política se renueva, ya sea por la cooptación de nuevos miembros o por desplazamientos internos. No obstante, el sistema de poder no cambia en su esencia: simplemente se sustituyen unas élites por otras. Esto anticipa, en cierto sentido, la teoría de la circulación de las élites de Vilfredo Pareto, otro de los grandes teóricos elitistas.

Para Mosca, las élites no gobiernan sólo ni principalmente mediante la fuerza. El dominio por la violencia es débil en realidad. Necesitan legitimarse a través de ideologías y sistemas de creencias que justifiquen su dominio. Cada sistema político cuenta con una fórmula política, una doctrina o ideología que legitima el poder de la clase dominante y hace que su dominio sea aceptado por las masas. Estas fórmulas pueden variar según la época: en las monarquías absolutas era el derecho divino de los reyes; en las democracias modernas, la soberanía popular.

De todo esto deriva un profundo escepticismo respecto a la democracia en su sentido idealista. Aunque las instituciones democráticas permitan cierta movilidad dentro de la clase política, la dominación de una minoría sobre la mayoría es también inevitable en este régimen. En cuanto al socialismo, fue en tiempo de Mosca una nueva forma de justificación del poder, donde una nueva élite burocrática sustituye a la antigua aristocracia, pero, por mucho que predicara la igualdad política y económica, la realidad es que no alteró, sino que fortaleció, la estructura oligárquica de la sociedad.

La teoría de Mosca ha sido clave para el desarrollo del pensamiento político contemporáneo. Su concepto de la clase política influyó en autores como Robert Michels, que formuló la ley de hierro de la oligarquía, y en la teoría elitista moderna de autores como Joseph Schumpeter. Además, su perspectiva ha sido utilizada en el análisis de regímenes autoritarios y democráticos, mostrando que, incluso en las sociedades más abiertas, el poder tiende a concentrarse en manos de una minoría.

En conclusión, Mosca desmonta el mito de la soberanía popular y muestra que la estructura de poder en las sociedades humanas está dominada por minorías organizadas. Su teoría de la clase política sigue vigente en el análisis del funcionamiento de los sistemas políticos modernos, desde las democracias representativas hasta los regímenes autoritarios.

He aquí, pues, un buen punto de partida para el análisis y comprensión de fenómenos políticos acaecidos en el pasado y que están produciéndose en el presente. Teniendo en cuenta los escritos de Mosca, Michels, Pareto, Schumpeter, Negro Pavón y otros, es posible descubrir los movimientos reales y tener como aparentes los aparentes.

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Krugman: el mayor robo de la historia

El día 6 de marzo pasado Paul Krugman publicó un artículo de nombre “Trump Is Planning the Biggest Heist in History”, en que lanza una crítica severa y vehemente contra un supuesto proyecto de Donald Trump: la creación de una “reserva estratégica de criptomonedas”, que Krugman ve como un fraude colosal en ciernes.

El tono de alarma abre el artículo: en un contexto ya de por sí sombrío y turbulento, el economista se declara sorprendido de que apenas reciba atención atención mediática lo que, a su juicio, será el mayor robo de la historia moderna. A su entender, lo que está gestándose bajo el paraguas del proyecto trumpista de una «reserva estratégica de criptomonedas» no es otra cosa que un fraude monumental, una operación de estafa sistemática a gran escala, disfrazada de política económica.

Como antecedente, Krugman menciona un reciente y masivo robo cibernético: el saqueo de monedas Ethereum por valor de 1.500 millones de dólares, perpetrado contra la plataforma Bybit, con sede en Dubai. Se sospecha que detrás del ataque se encuentra el régimen norcoreano. A juicio del autor, este episodio ha merecido muy escasa atención de los medios por el hastío de los periodistas ante la proliferación constante de fraudes y delitos en el ámbito cripto, un sector donde la estafa parece haberse convertido en norma estructural.

Más adelante introduce el concepto de “rug pull” —»tirón de alfombra»— que designa una estafa típica del mundo cripto: se crea una moneda con apariencia prometedora, se estimula su compra entre pequeños inversores, y luego los promotores venden sus participaciones a precios altos, provocando el colapso del valor y dejando a los demás con activos sin valor.

Dos ejemplos ilustrativos de este fenómeno son:

El caso argentino del $Libra, una criptomoneda promocionada por el presidente Javier Milei, que atrajo inversiones masivas y terminó desplomándose tras el retiro oportuno de los inversores privilegiados, y el caso del $Trump coin, lanzado con gran fanfarria en enero. Esta criptomoneda, según Krugman, atrajo miles de millones de dólares de seguidores de Trump (simpatizantes MAGA), para luego perder más del 80% de su valor. Aunque se desconoce si la intención de los “grandes compradores” fue estafar o simplemente ganar influencia política, el efecto fue el mismo: miles de pequeños inversores quedaron arruinados.

El proyecto de una “reserva estratégica de criptomonedas” es, a juicio de Krugman, una versión institucionalizada y a gran escala del mismo esquema fraudulento. Imitando el modelo de la Reserva Estratégica de Petróleo, esta propuesta consistiría en utilizar dinero público para acumular criptomonedas. Sin embargo, Krugman denuncia que estas “reservas” no tienen ningún valor estratégico ni utilidad económica real: se trata, a fin de cuentas, de secuencias digitales fácilmente hackeables, volátiles y sin respaldo real.

Más aún, la única utilidad concreta que Krugman atribuye a las criptomonedas en el mundo real es su empleo en actividades ilegales: lavado de dinero, financiación del crimen organizado, pagos de rescates, etc. En este contexto, el autor se pregunta: ¿para qué destinar dinero de los contribuyentes a este tipo de activo, salvo que el objetivo sea precisamente encubrir prácticas corruptas o beneficiar a redes criminales?

Otro eje importante del análisis es la moneda Tether, una criptomoneda “estable” cuyo valor está vinculado al dólar. Tether, según Krugman, es la favorita de los criminales por su supuesta estabilidad. Su respaldo se basa en bonos del Tesoro estadounidense custodiados por Cantor Fitzgerald, cuyo antiguo CEO, Howard Lutnick, ha sido nombrado secretario de Comercio por Trump. Esta conexión le permite a Krugman insinuar un nexo preocupante entre intereses privados especulativos y la maquinaria estatal bajo la influencia del expresidente.

Krugman califica el proyecto del «crypto reserve» como un ejemplo de manual de “pump-and-dump” institucionalizado, es decir, una operación donde se inflan artificialmente los precios de un activo para que los inversores internos vendan con grandes ganancias antes del desplome. En este caso, dice Krugman, los especuladores no han hackeado ordenadores, sino han hackeado la Administración Trump, para inducirla a anunciar la compra de criptomonedas con fondos públicos, provocando un aumento en su precio… y permitiendo así a los iniciados lucrarse antes del inevitable colapso.

Krugman ironiza sobre las posibles funciones de esa reserva: ¿hacer pagos a mafias?, ¿sobornar a dictaduras?, ¿sostener el valor del dólar mediante activos que carecen de valor intrínseco? En cualquier caso, advierte de que si la confianza en el Estado estadounidense se desplomase al punto de tener que vender criptomonedas para financiarse, estaríamos ante un escenario catastrófico. Sería, en resumen, un suicidio económico.

Krugman concluye con una acusación rotunda: el gobierno de Trump se ha convertido en un régimen al servicio de los estafadores, en el que los pequeños ahorradores pierden y los grandes especuladores ganan, bajo la apariencia de iniciativas políticas patrióticas. La supuesta reserva estratégica no es más que una coartada para robar a los contribuyentes y transferir riqueza hacia los poderosos, disfrazando el fraude de visión de Estado.

Bajo la pluma de Krugman, la política económica de Trump aparece no como un proyecto ideológico ni como una estrategia racional, sino como una sucesión de engaños deliberados, diseñados para saquear los recursos públicos y premiar a una nueva élite de especuladores cripto. Su advertencia es clara: la mayor estafa de la historia puede estar en marcha, y lo está bajo el amparo de un gobierno que ha sido capturado por los intereses más turbios del capitalismo especulativo.

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El orden económico roto

Mariana Mazzucato, en su artículo «El orden económico roto: Cómo reconfigurar el sistema internacional en la era Trump», analiza las causas y consecuencias de la reelección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos, enfocándose en las deficiencias del sistema económico actual y proponiendo una reestructuración hacia un modelo más equitativo y sostenible.

Pongo a disposición de mis lectores y resumen del artículo:​

La autora señala que la reelección de Trump refleja una profunda insatisfacción económica entre la clase trabajadora estadounidense. Por primera vez en décadas, el candidato demócrata obtuvo más apoyo de los estadounidenses más ricos que de los más pobres. En 2024, la mayoría de los votantes de hogares con ingresos inferiores a 50.000 dólares anuales optaron por Trump, mientras que aquellos con ingresos superiores a 100.000 dólares tendieron a votar por Kamala Harris. Este cambio indica un desencanto con un sistema económico que ha concentrado la riqueza en la cima, ha permitido el crecimiento desmedido del sector financiero y ha desatendido el bienestar de millones de ciudadanos.

Aunque la administración de Joe Biden implementó medidas para abordar el estancamiento salarial y el alto costo de vida, como la reducción de la inflación y el aumento del salario mínimo para empleados federales, estas políticas no resolvieron problemas subyacentes como la desigualdad de ingresos, las altas tasas de deuda personal y el acceso desigual a servicios esenciales. Además, la influencia del sector financiero en la economía y la disminución de la afiliación sindical han perpetuado las desigualdades estructurales.

Las políticas propuestas por Trump, como aranceles elevados y una reducción del sector público, podrían aumentar el coste de vida y limitar la capacidad del gobierno para ejecutar proyectos de gran envergadura. Su enfoque mercantilista podría generar inestabilidad económica a nivel internacional y disminuir la capacidad de Estados Unidos para ejercer liderazgo económico.

A pesar del resurgimiento del nacionalismo económico en Estados Unidos, otros países están explorando agendas económicas ambiciosas. Iniciativas como la de Brasil, que ha adoptado una estrategia industrial orientada a misiones centradas en la seguridad alimentaria, la salud y la transformación digital, ofrecen lecciones valiosas. Líderes de países como el Reino Unido, España y Sudáfrica también han prometido poner a las personas y al planeta en el centro de sus políticas económicas.

Mazzucato enfatiza la urgencia de reformar las instituciones multilaterales para hacerlas más equitativas y eficaces. Propuestas como la Iniciativa de Bridgetown buscan corregir un sistema financiero internacional que niega a muchos países el acceso a financiamiento asequible para proyectos verdes. Además, es esencial que las reglas de la Organización Mundial del Comercio se reformen para no inhibir las políticas verdes de los países miembros ni perjudicar a las naciones de menores ingresos.

En conclusión, la reelección de Trump sirve como advertencia sobre las deficiencias del modelo económico actual. Para avanzar hacia un sistema más equitativo y sostenible, es necesario que los gobiernos adopten medidas audaces, aprendan de las lecciones recientes y prioricen el bienestar de las personas y la salud del planeta. Esto implica una reestructuración profunda de cómo funcionan las economías y a quién benefician.

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