La sombra del divorcio

Donde los divorcios son muchos incluso los casados son más propensos a quitarse la vida

Durkheim recogió más de veinte mil historias de final sombrío y vio en ellas un patrón obstinado: los divorciados se quitaban la vida con una frecuencia tres y hasta cuatro veces mayor que los casados, aun siendo de la misma edad, y más todavía que los viudos, pese a que éstos no eligen su soledad. Tenía que haber, concluía, algo en el acto de divorciarse, un veneno moral o un peso material, que abría la puerta a la resolución última.

El viudo soporta un golpe brutal, la pérdida no buscada y el vacío que le trastorna. Sin embargo, se mata menos. El divorciado, más joven muchas veces, más libre en apariencia, se acerca con mayor facilidad al abismo. En esa paradoja late el secreto: el divorcio no es un simple trámite legal, sino una grieta que abre en el espíritu un corredor hacia la nada. Sigue leyendo

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El aire enrarecido de la modernidad

Cuando el freno se debilita, cada individuo queda expuesto a sí mismo

La palabra anomia, de raíz griega (a-nomos, “sin ley”), no nombra solo la ausencia de reglas externas. En Durkheim designa una fisura en el tejido que sostiene la vida en común, una grieta en el vínculo moral. Es algo mucho más hondo que la falta de normas externas.

La anomia hace su aparición en el tránsito de las sociedades arcaicas, unidas por semejanza, a las modernas, tejidas por la diferencia y la interdependencia, una interdependencia que nunca había sido tan grande como es hoy, por más silenciosa que sea. Es un progreso técnico y funcional, un ascenso, pero no está exento de sombra. Cuando las tareas se fragmentan sin una norma superior que las oriente hacia fines compartidos, la cohesión se afloja y el individuo queda sin brújula. Sigue leyendo

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Placeres de Venus

Exhortación de Pitágoras sobre el amor

Había en las palabras de Pitágoras, recogidas siglos más tarde por Diógenes Laercio, un extraño eco de invierno. Nadie hoy aceptaría su sentencia sobre los placeres de Venus, y sin embargo, ahí está, como si hubiera sido escrita en una tablilla arcaica: “De la Venus se ha de usar en invierno, no en verano; en otoño y primavera, con ligereza; pero en todo tiempo es cosa gravosa y enemiga de la salud.”

Lo dijo como quien dicta la hora de encender el fuego o de segar los frutos, con la misma voz que ordena a los hombres obedecer al ritmo de las estaciones. Y cuando alguien le preguntó en qué momento era más conveniente entregarse al amor, respondió: “Cuando quieras debilitarte a ti mismo.”

Suena como consejo tallado en piedra, duro, sin ternura, y a la vez con un resplandor de fábula que aún resulta hiriente. Porque hay en esas palabras una advertencia que cruza los siglos como un viento frío, recordándonos que incluso en la llama más dulce puede anidar el desgaste de la vida.

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El templo de las musas

Es imposible que los antiguos tuvieran museos

En la Antigüedad se erigieron templos a las Musas, mas no museos. Aquellas divinidades, que en un principio fueron ninfas de fuentes escondidas, pasaron a ser guardianas de la música, la poesía, la tragedia y la historia. Se decía que su culto nació en las cercanías del Helicón beocio, donde un recinto con estatuas guardaba su memoria. Desde allí, un macedonio llevó la devoción a Tespis, donde se celebraban festivales solemnes, mientras el Parnaso les consagraba sus cumbres. Pitágoras les ofreció un templo en Crotona para inspirar concordia, los atenienses levantaron otro junto a la Academia, y hasta los espartanos las invocaban antes de la batalla. Roma acabaría compartiendo su altar con Hércules, como signo de la fusión entre fuerza y palabra.

No hay canto grande que no invoque a las Musas: desde el solemne arranque de la Ilíada hasta Virgilio, Dante, Milton o Shakespeare. Homero fijó su número en nueve; Hesíodo convirtió ese número en dogma poético. Cada una con su dominio, desde la epopeya hasta la astronomía, fueron la personificación de la inspiración. Su alimento eran libaciones de miel y leche, dulzura terrestre ofrecida a lo divino. La Biblioteca de Alejandría, regida en sus últimos años por Hipatia, se erigió cerca de un mouseion, pero ese nombre no designaba aún lo que hoy entendemos como museo. Era un santuario de la memoria poética, no una colección histórica. Sigue leyendo

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El desajuste del hombre

Recurro a la antropología y la sociología para dar más precisión a mis notas. Comienzo poniendo en contraste el ajuste animal con el desajuste humano.

La naturaleza, que en el animal ensambla como un artesano minucioso la pieza exacta en el hueco exacto, parece haber abandonado al hombre antes de tiempo, como si lo hubiera arrojado del taller sin pulir las aristas. Quedó incompleto, abierto y con resortes sueltos que no encajan del todo.

Ese desajuste no se corrige con la edad. El adulto sigue siendo un cuerpo sin compás fijo, atravesado por impulsos que no obedecen a ritmo ni a destino. Su sexualidad, por ejemplo, no se ciñe al orden sencillo del celo animal. En el perro, el deseo llega cuando la hembra lo llama con un signo claro; se cumple el acto y vuelve la calma. El hombre, en cambio, vive en una vigilia perpetua, encendido por cualquier chispa, por mínima que sea; un roce, una mirada, un recuerdo que se alza como un viento tibio en la noche, una vaga esperanza que ha brotado de una mirada, enciende el deseo. No hay llamada externa que ordene su impulso, ni calendario que lo module. Y esa energía, sin cadencia, tiende al desborde. Está condenado a guardarse o a perderse. Sigue leyendo

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El mal del infinito

Un corazón que bebe de mil fuentes siempre vuelve sediento

Hay hombres que, sin saberlo y quizá sin habérselo propuesto, viven en un mapa dibujado con fronteras firmes. En ese territorio acotado que alberga un hogar, un rostro y un vínculo que no cambia, encuentran el equilibrio moral que los mantiene enteros. El esposo que ha aceptado esa determinación del matrimonio no busca otros puertos, porque intuye que romper la línea de su deber sería soltar amarras hacia un mar incierto. Contiene sus deseos como se guarda una lámpara encendida del viento. Y así, esa disciplina se convierte en una extraña bendición. Le obliga a encontrar la felicidad en lo que tiene, y, por esa misma razón, le entrega los medios para hallarla. Si su pasión debe girar siempre en torno a un único sol, ese sol no debe apagarse, porque la órbita es mutua. Sus goces, definidos, también están asegurados, y esa certeza refuerza la coherencia de su espíritu como una piedra pulida por los años.

Pero hay otros que viven en llanuras abiertas. El que nunca ha entrado en el matrimonio o ha salido de él por cualquier motivo, cree encontrarse suelto -soltero-, libre para dirigirse a cualquier horizonte, tender la mano a lo que le plazca; y, por eso mismo, nada lo sacia. Es el mal del infinito, un viento seco que se cuela por todas las rendijas de la conciencia. A veces toma forma sexual, pero podría disfrazarse de cualquier hambre. Cuando nada nos detiene, nada nos gobierna. Después de todos los placeres posibles, se sueñan otros; y cuando se ha tocado casi todo lo que la vida ofrece, se ansía lo imposible, se tiene hambre de lo que nunca existió. Es como el que tiene sed y bebe agua del mar. Sigue leyendo

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El amor convertido en soledad

El relato del amor ha sido secuestrado por la literatura

Había una vez, porque toda historia verdadera comienza con una advertencia disfrazada de fábula, una civilización que enseñó a su gente a dejar de amar. No lo hizo con imposiciones ni leyes, sino con algo mucho más sutil, con palabras, con historias y novelas que olían a promesas nuevas, con canciones susurradas desde la radio del coche al atardecer, con películas donde el beso era el fin y no el comienzo, y con pantallas que devolvían, una y otra vez, la imagen de la fuga disfrazada de libertad. Promesas, muchas bellas promesas de felicidad que se tornaron en desasosiego, tristeza, melancolía y soledad.

En ese mundo, las parejas se deshacían como castillos de arena en la orilla, y nadie sabía muy bien cuándo empezó la marea. Pero si uno escarba entre las páginas de la literatura puede que encuentre el origen. El comienzo pudo ser muy bien el de un joven llamado Werther que se enamoró demasiado y no supo qué hacer con tanto fuego en el pecho. En vez de olvidar, se quitó la vida. Y el mundo de los lectores, en vez de temer, aplaudió su tragedia. Se vendieron copias, se vistieron jóvenes como él, y otros, en secreto, imitaron su final. Así nació el amor romántico como drama último, como sacrificio y teatro de la desesperación. Sigue leyendo

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Enamoramiento

No es posible que ese éxtasis sea duradero

Estar enamorado es como caminar por un campo de trigo en llamas al atardecer, con los pies descalzos y el corazón desnudo. Todo en ti arde y canta. Te parece que el mundo acaba de ser creado para ti y para la otra persona, y que cada hoja, cada brizna de hierba, cada nube con su ribete de oro, ha sido pintada por el dedo de Dios en un impulso de alegría. En ese estado glorioso, porque lo es, los hombres se vuelven valientes, generosos, casi transparentes. Ven el rostro de la amada y, en él, el reflejo del mundo entero, más limpio, más puro, más bello. La carne se serena, el instinto se arrodilla, y el alma, mariposa tímida, se atreve a volar un poco más alto.

Es, en verdad, una conquista. Pero no la última ni la mejor.

Porque el error está en quedarse allí, en construir una catedral sobre el rayo. ¿Cómo fundar una casa sobre una chispa? La emoción, por naturaleza, tiembla, relumbra y desaparece. Los sentimientos son fuegos fatuos. Aparecen al anochecer, danzan sobre el humedal del espíritu, y se disuelven con el rocío del día siguiente, aunque no por eso dejan de ser hermosos. Pero no basta con que algo sea hermoso para que sea duradero. Todo lo contrario en este caso. Sigue leyendo

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El culto oscuro de la voluntad

Puede parecer un retorno a la firmeza, pero es un camino untuoso y cómodo

Hay un murmullo que atraviesa las estanterías de las librerías modernas, un eco de antiguas promesas revestidas con palabras nuevas, un soplo de sacralidad laica que no se atreve a decir su nombre. Se disfraza de consejo útil, se presenta como método, se imprime en papel satinado y adopta con frecuencia la forma de manual de autoayuda. Se diría que no hay altar más frecuentado hoy que el de la voluntad, aunque no se le llame templo, y que no hay rito más reiterado que el de hacerse, cada mañana, un hombre de acción.

Este culto encubierto, porque no es uno, sino una constelación de ellos, se manifiesta en el arte de gestionar las veinticuatro horas, en el dominio de la concentración, en el rendimiento laboral entendido como propósito vital, en la ingeniería de la eficacia personal. Lo mismo inspira al ejecutivo que aspira a ascender, que al autor que promete fórmulas para “superar inhibiciones” o conquistar la energía. La voluntad se ha hecho, así, no sólo virtud o capacidad, sino objeto de veneración. Ya no basta con tenerla. Hay que cultivarla, ejercitarla, perfeccionarla como quien afila un instrumento sagrado. El esfuerzo ya no es medio, sino fin; no es camino, sino altar. Sigue leyendo

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La mistagogia como religión encubierta

Sobre la liturgia secreta de los números

Hay religiones sin dioses y sin altares, sin himnos ni revelaciones, sin mártires reconocidos ni teologías sistemáticas. Son, sin embargo, más persistentes que muchas fes verdaderas, porque no se reconocen como tales ni se ven amenazadas por la crítica frontal. Son religiones encubiertas, cuya fuerza no reside en el dogma, sino en el rito disfrazado, en el misterio sin nombre, en la pertenencia velada. Y como toda religión encubierta, sólo puede ser desenmascarada por una verdadera religión, nunca por la lógica.

La lógica convence, pero no convierte. Para desarraigar una religión, aunque sea falsa, no basta con desenmascarar su error. Es preciso tocar el alma, ofrecerle otro misterio más digno de adoración. Porque el hombre no puede vivir sin secretos, sin signos, sin símbolos. Toda juventud inventa su jerga, todo club su léxico, todo amor sus claves. Aun cuando no sean necesarios, los secretos se cultivan como dulces y se guardan como tesoros. Lo importante no es lo que significan, sino que no todos lo entienden. Es esa frontera invisible la que confiere identidad, pertenencia, superioridad. Hay en ello una liturgia sin altar, una misa sin hostia. Sigue leyendo

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