Notas sobre metafísica

1. Origen y sentido del concepto

Este mundo nuestro, civilizado, poderoso, dueño y señor de cantidades enormes de energía, habría hecho enmudecer de asombro al mismísimo Júpiter, al dios que representaba el ideal de poder máximo de la Antigüedad Clásica porque disponía de los rayos que Vulcano, el dios de la fragua, hacía uno a uno exclusivamente para él.

Hoy sabemos que un rayo es una descarga eléctrica grande pero insuficiente para mantener una casa iluminada más de seis meses, mientras que la electricidad actual, no producida por un herrero, aunque sea dios, sino por centrales hidráulicas, térmicas, nucleares, etc., y no producida tampoco de vez en cuando, según haya necesidad de castigar a algún dios o algún mortal, sino con asiduidad, metódicamente, racionalmente, matemáticamente, mantiene todas las casas iluminadas y los alimentos refrigerados a diario. Poco podía sospechar Júpiter que su poder acabaría por ser domesticado y utilizado sin temor para las tareas cotidianas. Es que la ciencia actual ha sustituido realmente a los dioses antiguos por artefactos mucho más potentes, que ha puesto a disposición del común de los mortales.

Júpiter era un dios neolítico, un representante de las artes descubiertas hace 10.000 años: la alfarería, la metalurgia, el tejido, la agricultura, etc. En comparación con nosotros era un dios natural. Perteneció a un momento en que solía creerse que bastaba ver, oír u oler las cosas para comprenderlas. Ahora es un asunto cotidiano, tan cotidiano que a muchos se les escapa, que el enorme potencial energético sobre el cual descansa la vida civilizada brota como un manantial inagotable de la entraña del mundo, de aquel lugar donde no es posible ver, oír ni oler.

Demócrito: Uno debe aprender por esta regla que el hombre está separado de la realidad

Este motivo es suficiente para percatarse de que algunos hombres de la Antigüedad, como Platón, Aristóteles, Euclides, Eratóstenes, etc., son nuestros más directos antecesores, si es que no son contemporáneos nuestros en espíritu. En ese grupo debería incluirse sin duda alguna a Demócrito, aunque sólo fuera porque se dio cuenta de que la naturaleza está lejos de los hombres.

Por convención, dulce es dulce; por convención, amargo es amargo, y por convención, caliente es caliente, frío es frío, calor es calor. Pero en la realidad sólo hay átomos y vacío. Es decir, los objetos de la sensación se suponen reales y es costumbre considerarlos como tales, pero en verdad no lo son. ¡Sólo los átomos y el vacío son reales! (en Einstein: La física, aventura del pensamiento, p. 51)

Sustitúyase “sólo los átomos y el vacío son reales” por algo como “sólo las cargas energéticas y el espacio cuatridimensional son reales” para obtener una seguridad más acorde con los nuevos tiempos, y el resto de lo que dice Demócrito permanecerá siendo cierto con la misma fuerza que él le imprimió.

Ante un contraste tan grande entre lo que creen todos aquellos que, antiguos o modernos, toman por real lo que les indican sus sentidos naturales y el hecho incontestable de que es en lo profundo de la materia donde habita la verdad de ésta, parece inútil preguntarse todavía si las fórmulas matemáticas que dicen esa verdad manifiestan verdaderamente la realidad material o son meras construcciones teóricas que producen resultados satisfactorios cuando se experimentan sin que se sepa exactamente por qué. Tales resultados satisfactorios no serían solamente los que se obtienen en los experimentos científicos, sino los artefactos mismos de la vida civilizada.

No obstante, este dilema se presenta ya en el nacimiento mismo de la ciencia actual. La astronomía de Ptolomeo no era inferior a la de Copérnico en lo tocante a las predicciones que ambas podían hacer. Los resultados eran equivalentes, pues las dos permitían anticipar con suficiente exactitud los movimientos y posiciones de los planetas. En aquel momento ninguna era útil para fabricar artefactos. Pero la primera quedó olvidada en los estantes de la historia no solamente por la mayor simplicidad para el cálculo de la segunda, sino también porque los sabios del momento pensaron que reflejaba la realidad.

En el presente debe admitirse sin discusión que los resultados de la ciencia actual son difícilmente superables. Su éxito viene avalado tanto por la producción de objetos técnicos cuanto por la de explicaciones satisfactorias de hechos experimentales. Pero subsiste todavía la segunda parte del dilema, la de saber si las fórmulas matemáticas de la ciencia expresan verdaderamente la realidad de las cosas.

Esta parte del problema no es científica, sino filosófica, porque es deber de la filosofía presentar los requisitos que algo debe cumplir para ser real y la pregunta que ahora nos hacemos no puede contestarse antes de conocerlos. En esa parte de la filosofía que se llama “metafísica” desde antiguo tiene que hallarse una explicación suficiente de este asunto.

Es sabido que el término “metafísica” tiene su origen en la redacción y edición de las obras de Aristóteles en el siglo I a. C., tarea llevada a cabo por Andrónico de Rodas, escolarca del Liceo entre los años 78 a 47 a. C. Aquella edición reunió catorce libros de la obra aristotélica bajo ese título (ta’ meta’ ta’ fusika’: los que están más allá de los escritos físicos)

A partir del siglo XVIII se supuso erróneamente que se trataba sólo de una denominación extrínseca, adaptada por razones de ordenación bibliotecaria, de aquellos libros que sin un título común específico fueron catalogados por Andrónico después de los de la Física. Pero el nombre tuvo una significación temática desde un principio, pues en ellos se trataba en verdad de lo que viene después o está detrás de lo físico, de algo que sólo se alcanza superando lo físico y descubriendo su fundamento. Así se explica que el vocablo “metafísica” se convirtiese finalmente en el título habitual de lo que Aristóteles había llamado “sabiduría”, “filosofía primera” o, también, “teología”, y que se conciba como la ciencia de la realidad, la cual debe ser considerada a partir de sus últimas causas.

2. La ciencia del ente en cuanto ente

El término “metá”, antepuesto al vocablo “física”, se refiere en consecuencia a los problemas de la ciencia natural, problemas sobre los fundamentos reales de lo que en ella se ha descubierto. Ahora bien, ninguna solución podría encontrárseles antes de establecer con claridad en qué consiste ser real, como se ha dicho antes.

La primera noción de realidad que Aristóteles utiliza procede de Platón, a lo cual se debe que en una primera determinación la metafísica sea ciencia de lo suprasensible. Platón había señalado que la realidad es un conjunto de formas o ideas universales. De aquí se seguía que lo real de un hombre, por ejemplo, no reside en su estatura, el color de su cabello ni cualquier otro rasgo individual, sino en su humanidad, lo que no es exclusivo de individuo alguno, sino universal a todos por igual. No es este hombre, Alejandro por ejemplo, lo que es real, sino el hombre. Alejandro, un particular, es lo que es por el hombre, un universal.

Existen serias objeciones contra esta preeminencia de las ideas universales sobre las cosas particulares. La más conocida es el argumento del tercer hombre, al que Aristóteles mismo hace referencia en varios pasajes de su Metafísica y que adquirió la forma siguiente por obra de Fanias de Ereso, un discípulo suyo:

Si se dice “el hombre anda” no se dice que anda la idea de hombre, pues las ideas no andan. Tampoco que anda un hombre particular, como Alejandro, pues entonces se habría dicho que anda Alejandro. Luego se habla de un tercer hombre, que no es el hombre ni Alejandro.

A lo cual añadió Alejandro de Afrodisia, un comentarista posterior de la filosofía aristotélica, que si la idea común a muchos es algo real y tiene existencia propia, entonces lo común a la idea y a los muchos debe ser también algo real, en cuyo caso habría otro ser más, lo que hubiera de común entre el tercero y los otros dos, pero también habría un quinto, y así hasta el infinito.

Aristóteles mismo pensó que si se acepta que las ideas son seres reales éstos se multiplican innecesariamente, por lo que decidió no seguir a Platón en esta tesis. Esa decisión ligó la metafísica a las cosas sensibles, de cuyo conocimiento habría de partir en adelante el de las suprasensibles, y se convirtió en ciencia de la sustancia particular.

No es al hombre, efectivamente, a quien sana el médico, a no ser accidentalmente, sino a Calias o a Sócrates, o a otro de los así llamados, que, además, es hombre. Por consiguiente, si alguien tiene, sin la experiencia, el conocimiento teórico, y sabe lo universal pero ignora su contenido singular, errará muchas veces en la curación, pues es lo singular lo que puede ser curado (Aristóteles, Metafísica, 981a, 15-25)

Extendida a todo lo que tiene ser real y considerando que solamente es real el ser de la sustancia individual, la metafísica es desde su fundación hasta el día de hoy ciencia del ser en cuanto ser o, dicho con términos latinos que son ya usuales, del ente en cuanto ente. Por esto se extiende absolutamente a todo lo que es en cuanto que es.

La ciencia del ente en cuanto ente engloba dentro de sí forzosamente la ciencia de los principios de los entes, e igualmente la ciencia de lo suprasensible y de los entes divinos. De aquí surge una tensión o contradicción que radica en el centro mismo de este conocimiento: por una parte es ontología, ciencia del ente en cuanto ente y su tarea es el estudio de la realidad total según las estructuras y leyes del ser comunes a todo, pero por otra es teología, conocimiento de lo divino, origen de todo ser, porque investigar lo divino no puede ser cosa de una ciencia particular, sino únicamente de la ciencia primera o filosofía primera.

Aristóteles: “Es propio del filósofo poder especular acerca de todas las cosas” (Metafísica, etc., 1004 b)

Como teología queda ligada y reducida a la ontología general, puesto que sólo alcanza lo divino en cuanto principio de todo ente; y como ontología se eleva hasta la teología, ya que ha de investigar no sólo todo lo ente, sino también los principios últimos de lo que es. Así dejó señalada Aristóteles la dirección que había de tener la metafísica en la posteridad.

3. El ser se dice de varias maneras

Llegados a este punto se hace necesario comprender qué es el ser. De él dice Aristóteles que es el mismo para todos los seres. Hay, pues, unidad en él. Pero añade a renglón seguido que el ser se dice de varias maneras, lo cual se explica porque no es un término unívoco ni equívoco, sino análogo.

Unívoco es el vocablo que conserva el mismo significado cuando se aplica a dos objetos diferentes: “persona” se dice lo mismo de la mujer y del varón.

Equívoco es el que tiene significado diferente: “temperatura” no es lo mismo para el no entendido y para el entendido.

Análogo es el que tiene significado en parte parecido y en parte no parecido, como al aplicar el vocablo “negro” al color y al estado de ánimo.

La unidad del ser es unidad de analogía. Aunque se insiste en que sólo es real la sustancia particular, de modo que sólo ella existe separadamente y las demás cosas existen por referencia a elle, hay que convenir en que también éstas participan del ser en algún grado.

Cuando se dice que Alejandro es hijo de Filipo, conquistador de Persia, matador de Darío, etc., se entiende que Alejandro está dotado de existencia propia e independiente, pero también que lo demás es ser algo y no nada, de manera que es real en algún sentido, aunque no pueda darse aparte de Alejandro, sino en él.

Según Aristóteles, Alejandro es la sustancia y el resto son accidentes o predicados suyos. Lo peculiar de éstos es que pueden ser atribuidos a otro, o, dicho de modo diferente, que unos tienen su ser en la sustancia y ésta lo tiene en sí.

Los accidentes, concluye nuestro filósofo, son varios -nueve, según dice en alguna ocasión- y la sustancia una. Estos son los varios modos del ser, pero sólo a uno se le aplica con todo rigor.

4. La sustancia

Al individuo concreto, a la sustancia particular, se dirige entonces la metafísica aristotélica. Pero que la sustancia sea concreta e individual no significa que sea simple, antes bien es un compuesto. Se compone, en primer lugar, de forma, pues la idea universal platónica entra en ella como su ser propio.

¿Qué es Alejandro? Hombre. ¿Qué es Darío? Hombre igualmente, ni más ni menos. Y si no lo fueran ya no serían Alejandro ni Darío. Luego lo universal es el ser de cada uno de ellos. Hasta aquí Platón. Pero Aristóteles objeta que el universal está en el particular. En palabras del idioma español, las utilizadas por García Bacca (v. Tres ejercicios, etc.,): lo que es Alejandro, a saber, hombre, está siendo en Alejandro. Lo mismo pasa con Darío. Los particulares, considerados al margen del universal, son solamente la materia o posibilidad de que esté en ellos el universal. Esta materia o posibilidad es el segundo componente de la sustancia.

El único ser real, la sustancia, se define, según Aristóteles, así:

La sustancia consiste en estar siendo lo que se es (quod quid erat esse)

Luego real es ser lo que se es y estar siéndolo efectivamente. Un círculo es la superficie barrida por un segmento que gira sobre uno de sus extremos, pero no basta con ese para ser real, para que haya algún círculo. Eso es solamente lo que es. Para ser real tiene además que estar siéndolo en algún objeto. La fórmula que hace equivaler la masa y la energía según el cuadrado de la velocidad de la luz es verdadera, pero tampoco basta con eso. Para ser real tiene que estar siendo masa o energía en un momento dado.

García Bacca: “Ser”, lo es más y mejor por “estar” (Tres ejercicios, etc., p. 75)

Loque se es equivale para el círculo a la superficie barrida, etc., para la materia a la energía según c2, para Alejandro y Darío a hombre, para el agua del mar a agua, para una circunferencia cualquiera a 2r. Los seres universales son reales a condición de estar siendo lo que son en algo determinado y concreto y son irreales en caso contrario.

Luego lo que se es, que los filósofos medievales llamaron esencia, es una cosa distinta del hecho de estar siéndolo, que llamaron existencia. Ambas son separables en el entendimiento pero no en la realidad, pues ¿qué sería algo que no estuviera siendo en algo?

Puede decirse por todo esto que la sustancia es también un compuesto de esencia y existencia, o de ser y estar siendo. Lo primero es estructura permanente, universal, repetida en todos los individuos de una misma clase. Es la especie y el género, principios de inteligibilidad de los individuos. Por esto no hay ciencia de los particulares, sino de los géneros y las especies, es decir, de los universales.

De esta composición de esencia y existencia se sigue que Alejandro no es hombre, sino que el hombre está siendo Alejandro, lo que no puede suceder más que durante un cierto tiempo. Luego Alejandro acompaña al hombre y no al revés. La esencia del individuo es el universal; lo demás es una suma de caracteres particulares que lo distinguen de otros, la materia en que el hombre está existiendo durante un tiempo. Cada hombre es un ejemplar del hombre.

La forma ideal se individualiza para ser real, lo que no es otra cosa que estar siendo en un tiempo y un espacio precisos, adquirir cantidad. El universal no puede permanecer en su mera universalidad inespacial e intemporal si es que ha de ser real y ha de adquirir determinaciones concretas, cualidades de tiempo y espacio. Pasar de ser meramente posible a ser existente de hecho, de potencia a acto, es pasar de universal a particular, o de ser solamente esencia a estar siendo lo que esefectivamente.

Una persona corriente, sin formación científica o filosófica, pensará tal vez que un avión es un artilugio con cierto color, figura, aptitud para a volar a lugares distantes, hacer turismo, etc., pero el ingeniero aeronáutico hará mejor en pensar que lo que en realidad es tal objeto se expresa en fórmulas matemáticas y que el color, la figura y todo lo demás, son cosas necesarias para que lo dicho matemáticamente se haga real, es decir, se realice; son cosas que acompañan al verdadero avión y en ellas está éste, pero no consiste en ellas.

El avión está construido no sólo según matemáticas, cual si fuesen andamio a retirar, sino de matemáticas. Son ellas molde que deja, hace, a la cosa “moldeada” -cuajada, cristalizada, matemáticamente.

El avión no está escrito en caracteres y fórmulas matemáticas. El avión está siendo matemático; lo matemático -tales fórmulas- están siendo forma intrínseca de la masa del avión. ( ) Difícil de pensar, ce convencerse “racionalmente”, es que lo matemático sea forma intrínseca de lo real, que esté en lo real, en su material, etc.,  Difícil de “pensamiento y de palabra”; mas fácil de “obra”. Subir al avión muestra la fe, la creencia, en que las fórmulas matemáticas de aeronáutica, mecánica terrestre y celeste están intrínsecas en el material del avión (Bacca, Tres ejercicios, etc.,  pp. 83-84)

Esas cosas son irrelevantes desde el punto de vista del saber, que se ocupa sólo de lo universal y prescinde de lo existente de hecho en un momento y un lugar dados. La fórmula que hace equivaler la materia a la energía es un buen ejemplo de esto mismo. No importa que algo esté siendo efectivamente masa o energía; lo que importa es lo que es según un coeficiente de transformación determinado cuantitativamente. Para ser físicamente real, algo tiene que estar siéndolo como masa o como energía, pero en ambos casos es el mismo ser.

En conclusión, lo que se es corresponde determinarlo al saber, sea filosófico o científico. De lo que se está siendo es de lo que hablamos todos a diario. Así, no hablamos del hombre, sino de Alejandro. Del hombre hablan la antropología o la sociología. Tampoco hablamos a diario de la masa de un mueble, de su coeficiente gravitatorio, sino de su estilo, de su utilidad, etc. De su coeficiente gravitatorio habla el físico. La metafísica se limita a constatar que lo que se es está siendo necesariamente en algo particular, que es posible ocuparse intelectualmente de lo primero sin ocuparse de lo segundo, pero que no pueden darse por separado uno del otro.

5. La teología

Repárese bien en que lo primero, lo universal, es importante para el saber y lo segundo, lo particular, lo es para nosotros. No nos importa tanto el ser que somos cuanto el estar siéndolo, a ser posible sin cesar. No parece, sin embargo, que esto preocupe al resto de las criaturas, de lo que se colige que el hombre es un ser aparte, diga lo que diga el pensamiento científico, empeñado desde hace casi cuatro siglos en mostrar que la naturaleza es isomorfa y el hombre un elemento más de ella.

¿No sería posible que el ser consistiera en estar, que la esencia fuera la existencia? Esta pregunta, inocente en apariencia, con la que manifestamos de manera metafísica nuestro deseo de no dejar nunca de estar siendo, es en realidad una pregunta por algo cuyo ser fuera de tal índole que no pudiera dejar de seguir siéndolo, por un ser cuya esencia fuera su existencia. Es, en fin, una pregunta sobre Dios.

Platón: “La naturaleza mortal busca en lo posible existir siempre y ser inmortal” (Banquete, 207 A-D)

El filósofo no puede pasarla por alto, aun cuando después de examinarla tenga que responder con una negativa, porque él tiene derecho a pensar sobre todas las cosas. La ontología, estudio del ser común, del ente en cuanto ente, ha de abrirse a la teología, estudio del ente supremo, de los primeros principios y sus causas. La teologíaes ciencia de aquel ser cuya realidad es tal que no requiere pasar de potencia a acto porque siempre está en acto, siempre es forma pura. Por eso no cambia y es eterno, porque no se realiza en estas o aquellas determinaciones concretas.

Visto queda más atrás que nada puede pensarse fuera del objeto de la ontología, del ser común y universal, razón por la cual es un objeto presupuesto por todo conocimiento y toda ciencia.

Queda visto también que el ser no se da en estado puro, como universal, sino en las cosas o personas naturales. Que no se da siendo, sino estando, y, por tanto, disminuido, existente en un grado menor de lo que es como universal. Ahora bien, siempre que algo es más o menos lo es por referencia a algo que sirve de medida o patrón de comparación.

Sin una unidad de medida es imposible saber algo sobre las medidas de las cosas. Decimos, por ejemplo, que un objeto mide 1,1 metros por comparación con la unidad de medida del Sistema Métrico Decimal, establecido en Francia en la década de 1790 a 1800. En aquella década se pensaba que la Tierra era una esfera perfecta y que el metro era la diezmillonésima parte de la distancia existente entre el Ecuador y el Polo Norte a lo largo del meridiano que pasa por París. Esa distancia fue la medida común establecida, el metro universal. Pronto se descubrió, sin embargo, que la Tierra no es una esfera perfecta y hubo que buscar un nuevo patrón universal de medida. Se acordó que era la distancia entre dos líneas finas trazada en una barra de platino iridiado que se conserva en París. Pero no bastó para las necesidades de los científicos y hubo que afinar más aún. Entonces se definió a partir de la longitud de onda de luz roja emitida por el criptón 86. Y más tarde aún se comprobó que no era suficiente, por lo que volvió a definirse como el espacio recorrido por la luz en el vacío durante 1/299.792.458 segundos.

Se estaba buscando el metro real, que tenía que ser universal, o, como algunos prefieren, el metro en sí, por aproximaciones sucesivas.

Esto fue así porque lo que es más o menos no es en sí, no es realidad pura,  sino que la realidad que esté siendo le ha debido ser comunicada por lo que es realidad pura en sí.

Lo real en sí, aquello con respecto a lo cual todos los demás seres de la naturaleza no son más que aproximaciones, tiene que recibir el nombre de Dios y, si todo lo que se ha dicho hasta aquí es correcto, su ser y su estar siendo son por fuerza lo mismo y lo son de tal manera que no es posible lo contrario.

Un ser así no puede poseer cualidades determinadas y concretas, pues lo limitarían: si alguna perfección poseyera como la posee una cosa particular cualquiera ya no la poseería como otra distinta y carecería por esto de algo. Luego Dios no tiene ni cantidad, ni cualidad, no está en ningún lugar, ni en el tiempo, no mantiene ninguna relación, ni está en ninguna situación, ni tiene necesidad de actuar y no sufre ninguna pasión, como los demás particulares. Él es la sustancia eterna, inmóvil y separada de las cosas sensibles que estudia la teología, la más excelsa de las ciencias. Es el ser sin materia: Acto Puro, que tiene que estar libre de todas las perfecciones concretas que determinan a los particulares.

A diferencia de los objetos físicos, que no pueden pensarse ni existir sin materia, y de los matemáticos, que pueden pensarse, pero no existir, sin materia, el ser máximo no puede pensar ni existir en ella.

Esta es la causa profunda de que la metafísica se divida en dos ramas: en ontología, que versa sobre la sustancia del ser universal existente en la materia o del ser que está siendo lo que es materialmente, y en teología natural, que versa sobre el ser universal que está siendo lo que es inmaterialmente. En conclusión, la metafísica es conocimiento de lo inmaterial. Al menos así se ha pensado desde Aristóteles, que recibió esta idea de Platón, como queda dicho más arriba.

Esta duplicidad persiste en los pensadores medievales. Así en Santo Tomás de Aquino, que la subordina a la sagrada doctrina, es decir, a la teología revelada, el objeto inmediato de la metafísica es el ente en cuanto ente. Ahora bien, de este modo, igual que en Aristóteles, se pone en tela de juicio la unidad de la metafísica, debido a la multiplicidad de sus objetos. Sin embargo, Santo Tomás defiende decididamente esta unidad y elabora más sutilmente que Aristóteles su fundamento intrínseco. El objeto inmediato de la ontología es el ente en cuanto ente, pero a una ciencia pertenece esencialmente la pregunta por los fundamentos de su objeto. Esa pregunta se refiere no sólo a los principios constitutivos internos, sino también a la última y suprema causa de todo ente, es decir, a Dios. En otras palabras: para captar plenamente el ente como tal y comprenderlo en su ser, la metafísica tiene que salir de sí misma y orientarse hacia el ser absoluto como origen creador de todo ente finito. Metafísica es la doctrina universal del ser, u ontología, y saber de Dios al mismo tiempo, o teología, ya que cada uno de los elementos exige y presupone al otro.

El desarrollo de la metafísica llega a su desenlace con Christian Wolff (1679-1754), quien populariza entre el público el término “ontología” y conduce a la definitiva separación entre la doctrina del ser y la doctrina de Dios. En su división de las ciencias filosóficas, Wolff identifica metafísica con filosofía teorética, en contraste con la ética, como filosofía práctica, y distingue entre una Metaphysica generalis y una Metaphysica specialis. La primera, denominada “ontología”, es la ciencia filosófica básica del ente en cuanto tal. Pero cuando Wolff le atribuye la tarea de deducir, a partir de conceptos bien definidos y de axiomas, las proporciones que son válidas para todo objeto pensable, una tal metafísica ya no es una investigación temática sobre el ser, sino únicamente una axiomática formal ontológica, o teoría de los principios. La metafísica especial, por el contrario, se divide en tres ramas, que Wolf denomina “cosmología”, “psicología” y “teología”. Estas tres disciplinas teóricas son racionales, no empíricas ni reveladas.

La novedad de la división wolffiana consiste en que la metafísica abarca la cosmología y la psicología, aparte de separarla ontología y la teología. La metafísica general es solo teoría universal del ser y es concebida únicamente como teoría formal de los primeros conceptos y principios, a partir de los cuales pueden deducirse todos los contenidos posibles de nuestro conocimiento.

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La naturaleza humana

El estudio del hombre presenta un problema sobre el que los filósofos no acaban de ponerse de acuerdo. Se trata de que hay en él una distancia insalvable entre la conducta biológica y la aprendida. Ni sus rasgos morfológicos aparentes ni los instintos que los acompañan sirven para hacernos una idea aproximada de sus características más sobresalientes. Pueden valer, como de hecho así sucede, para el estudio de casi todos los demás animales, cuya estructura morfológica suele ser una clara señal de su adaptación a un medio determinado. Se adivina en el aspecto general del tigre, por ejemplo, que es un excelente depredador, por lo que no debe poder vivir lejos de otros herbívoros, que son su presa. Estos son su medio. Sin embargo, apenas hay en el hombre una sola capacidad que permita deducir cuál es su medio propio, su adaptación específica. Suele decirse que si una capacidad funciona es porque debe reportar algún provecho, que ese provecho debió tener un valor selectivo en un momento dado, que tal valor selectivo hubo de quedar fijado alguna vez por una mutación favorable que diera origen a la mencionada capacidad, etc.,  Pero esta cadena argumental no está clara. ¿Sobre qué competidor y a propósito de qué medio específico pudieron representar una ventaja el desarrollo del lenguaje o del pensamiento y el alargamiento de la edad infantil desprotegida? ¿Con qué animales y por qué espacios vitales hubo de enfrentarse nuestro antepasado hasta el punto de que, por una serie larguísima de coincidencias y mutaciones, le fuera concedido el bipedismo por la selección natural?

La solución estriba en aceptar que hay una diferencia básica entre el hombre y los demás animales. Decimos que un animal ha evolucionado por selección natural hasta un cierto perfeccionamiento cuando muestra un ajuste más o menos logrado al entorno en que habita. Se trata entonces de un animal acabado y completo. Pero el hombre es, justamente por lo contrario de esto, un ser incompleto, porque no está adaptado a ningún medio. Al revés de otros mamíferos, si no de todos ellos, el hombre se define más por lo que no tiene que por lo que tiene: no tiene protección natural contra la intemperie, ni agudeza sensorial suficiente, ni velocidad, ni corpulencia, etc.,  Carece, en fin, de todo aquello sin lo cual cualquier otro animal se habría extinguido hace tiempo.

¿Cómo es que él ha sobrevivido, siendo así que la tendencia general de la evolución ha consistido en adaptar formas orgánicas a entornos particulares? ¿Cómo ha podido sobrevivir un ser carente prácticamente de toda especialización, un animal para el que no rige el principio de la ligazón estrecha entre estructura orgánica y entorno natural? Pero ha sobrevivido, luego, etc.,

La respuesta es que el hombre no tiene entorno, sino mundo, que el impulso de sus instintos y la acción de sus sentidos no están limitados por la supervivencia biológica, en lo cual consistiría la especialización que no tiene, de donde deriva su incapacidad natural de vivir en un medio concreto, previamente determinado, y, en consecuencia, su capacidad de vivir en cualquiera de ellos, es decir, en todos ellos. Por faltarle especialización, por no estar cerrado a un ambiente más o menos fijo, es un ser abierto al mundo, alguien que debe aprender a ordenar y dirigir sus impulsos e impresiones al logro de la supervivencia. Quiere esto decir que, mientras para los demás animales es suficiente poner en marcha sus dispositivos internos para la supervivencia, ésta se convierte para el hombre en un problema que ha de resolver.

Dado que no hay para él unas condiciones ambientales a las que estar adaptado naturalmente, ha debido transformarlas de manera que sean útiles a una perspectiva que también ha debido fabricarse él mismo, para lo que ha tenido que poner en práctica en cada ocasión una complicadísima red de operaciones. Imagínese, por ejemplo, la domesticación de animales y plantas del Neolítico, cuántas observaciones, seguramente producidas y acumuladas durante siglos e incluso milenios, sobre las especies más dóciles, sobre las más útiles, sobre los procedimientos a seguir para lograr el fin propuesto, etc., hubieron de entrar en juego hasta conseguir cultivar razonablemente bien el trigo, la cebada, el maíz, etc.,  y domesticar el caballo, la oveja, la cabra, el cerdo, etc.,  Y, de paso que se transformaron a estas especies animales y vegetales en especies domésticas, el hombre se domesticó nuevamente a sí mismo, es decir, se transformó en agricultor y pastor, dejando de ser cazador, algo en lo que también se había convertido por sí mismo en su trato con la naturaleza mucho tiempo antes. Adquirió nuevos hábitos, nuevas tendencias, nuevas necesidades. En suma, se hizo otro ser.

Esto significa que el hombre no vive en un entorno natural, que no hay un medio propio que sea el suyo, sino que ha de construirlo por sí mismo transformando las condiciones naturales iniciales. Ello requiere experimentar con las cosas y desarrollar técnicas y procedimientos de dominio de las mismas. Es su modo de suplir las carencias de que adolece. Así fabrica un mundo suyo, una segunda naturaleza. A ese mundo es a lo que damos el nombre de cultura, por el que puede decirse con razón que el hombre, su creador, es un animal cultural. No hay, en rigor, hombre natural. Lo que para la generalidad de los animales es la naturaleza, eso es para él la cultura. Si él es capaz de vivir en todos los medios es porque no está adaptado particularmente a ninguno. Abierto al mundo como ningún otro ser, el hombre tiene que desarrollar procedimientos para ajustarse a cada uno de los ambientes que lo componen. Lo que consigue con ello, una cultura específica, es resultado de ese desarrollo. Puede, pues, decirse que lo que para los demás animales está al principio, dado y completo para su uso, la naturaleza, para el hombre está al final, como algo que ha de conseguir con su acción, la cultura.

No hay, pues, distinción fácil, si es que hay alguna, entre hombre natural y hombre cultural, ni existe población humana alguna que viva en regiones incultas, naturales. La naturaleza que habitan es siempre naturaleza transformada. Los hombres vierten sobre las condiciones naturales sus habilidades, tendencias, experiencias, conocimientos, etc.,  y, una vez que esto sucede, el resultado es diferente de la situación inicialmente dada. Desde que nace, cada individuo se halla en relación con sistemas legales, ordenamientos de parentesco, costumbres, sistemas de comunicación, herramientas y conocimientos técnicos, etc., que ordenan su relación con el medio externo y con el interno, donde habitan las pulsiones y los instintos. Incluso el hombre más salvaje obtiene sus alimentos utilizando las herramientas y saberes técnicos de su cultura, ya sean arcos y flechas o caza por ojeo, y aprende también a dominar y encauzar debidamente su hambre, sus deseos sexuales, su necesidad de descanso, etc.,  según pautas establecidas culturalmente. Este y no otro es su mundo, su naturaleza.

Fuentes.

Gehlen, A., El hombre. Su naturaleza y su lugar en el mundo, 2ª, trad. de Fernando–Carlos Vevia Romero, Ediciones Sígueme, Salamanca, 1987.

Harris, M., Introducción a la antropología general, trad. de J. O. Sánchez–Fernández, Alianza Editorial, Madrid, 1981.

Tylor, E. B., Cultura primitiva. I. Los orígenes de la cultura, trad. de M. Suárez, 387 págs., Ayuso, Madrid, 1977.

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Naturaleza y cultura (añadido)

Los términos naturaleza y cultura

El término griego physis, que los latinos tradujeron por natura y ahora entendemos como naturaleza, está emparentado con significados tales como “engendrar”, “hacer crecer”, “nacer”, etc., por lo que se designan con él ciertas cualidades o propiedades innatas de una cosa, cualidades y propiedades que hacen que dicha cosa sea lo que es y no otra distinta. Ya entre los presocráticos llegó a significar la realidad básica de todo cuanto existe, algo que permanece estable a través de las mutaciones observables. Así, Tales de Mileto afirmó en el siglo VI a. d. J. que la physis de todo es el agua, queriendo decir con ello que las cosas, pese a que se presentan bajo una u otra apariencia, de roca, mineral o animal, son en el fondo lo mismo y permanecen siéndolo siempre, a saber, agua. No de otro modo piensan quienes en nuestro tiempo están seguros de que todo cuanto existe se reduce en el fondo a ser átomos o combinaciones de ellos. Ni una ni otra manera de pensar, que son idénticas en realidad, obligan a admitir que la realidad es estática. Muy al contrario, puede pensarse que en la naturaleza de un ser cualquiera reside también su propio principio de transformación, de manera que, por ejemplo, es natural que, si nada externo se lo impide, un potro se transforme en caballo, una semilla en espiga o un niño en hombre y no lo es cuando da lugar a otro ser, como cuando la madera de un árbol se utiliza para hacer una mesa, pues entonces decimos que esto no ha sucedido por naturaleza, sino por técnica.

Esta es una forma antigua de pensar que no ha perdido aún su vigor. Seguramente es la que conduce a oponer los conceptos de naturaleza y técnica – physis y téchne entre los griegos, –, o naturaleza y convención –physis y nómos entre los griegos–, si bien en nuestro tiempo el debate se ha polarizado alrededor de los conceptos de Naturaleza y Cultura. Mientras unos piensan que la convención, o la técnica, o la cultura, etc.,  son un desarrollo de la naturaleza, a otros les parece que son un obstáculo para la espontaneidad natural, y otros aún creen que son superiores a la naturaleza, otros que es inferior, etc.

El término cultura, por su lado, procede del latín colere, que originariamente significó “cultivar” y “cuidar de algo”. Agri culturae, de donde agricultura, eran las diversas formas de cuidar o cultivar los campos. El término se amplió posteriormente al cuidado que los sacerdotes prestaban a sus dioses, lo que hizo que el vocablo cultum adquiriera el sentido religioso que todavía tiene. Y, del mismo modo que un campo culto es un campo bien cultivado, o bien cuidado, se entendió también que un hombre culto es un hombre “bien cultivado”, una persona bien educada. Era el traslado del sentido material del término a un sentido más psicológico, como cultura animi. Todavía más tarde sirvió para referirse a leer novelas, asistir a la ópera, al teatro, etc., actividades con que las clases bien educadas entretenían sus ratos de ocio. Que todavía se sigue entendiendo de este modo es evidente para quien considere las consejerías y ministerios del ramo, las secciones de cultura de los periódicos y la televisión, etc.,  Por último, el uso del término llega a la caricatura cuando se utilizan expresiones como “cultura de la corrupción”, “cultura del pelotazo”, etc.,

Algunas de estas nociones, más otras que no se recogen aquí, son concepciones vulgares que apenas tienen relación con el moderno concepto de cultura, el cual, procediendo de la filosofía, ha sido puesto en circulación la antropología social durante el siglo presente, de donde se ha extendido a otras ciencias sociales como la sociología, la arqueología, etc.,  Cuando un arqueólogo habla, por ejemplo, de la cultura musteriense, hay que suponer que no se está refiriendo a la inclinación del hombre de Neanderthal por la ópera o el teatro, sino más bien a las herramientas o armas que se hallan en los yacimientos de esa época.

El concepto de cultura

La primera definición explícita de la cultura aparece en un libro que Edward Burnett Tylor publicó en 1877:

La Cultura o la Civilización, tomada en su amplio sentido etnográfico, es ese complejo conjunto que incluye el conocimiento, las creencias, las artes, la moral, las leyes, las costumbres y cualesquiera otras aptitudes y hábitos adquiridos por el hombre como miembro de una sociedad.

Según esto, la cultura es aquello que un hombre aprende como miembro de una sociedad, lo que incluye sus conocimientos, valoraciones, técnicas, habilidades, hábitos, etc.,  y, en general, todo cuanto no ha heredado biológicamente, es decir, todo cuando no es innato en él. Luego la idea de cultura es opuesta en gran medida a la de naturaleza. Por naturaleza tenemos pelo, mantenemos un nivel aproximadamente estable de temperatura corporal, respiramos, nos reproducimos, andamos a gatas de niños y a dos pies cuando dejamos de serlo (?), etc.,  Por cultura nos cortamos en pelo, tomamos aspirinas para no tener fiebre, controlamos la respiración al nadar, nos  enamoramos, nos desplazamos en moto en la adolescencia o usamos garrote en la vejez, etc.,

Estas ideas elementales han sido vertidas en un vocabulario técnico más preciso, del que conviene a veces hacer uso para evitar confusiones y malentendidos. La situación general para todos los seres vivos es que han de reaccionar a las variaciones del medio para aumentar sus posibilidades de mantenerse con vida. El conjunto de esas reacciones recibe el nombre de conducta. Tanto la ameba como el hombre son capaces de ella. La diferencia es que los organismos de una sola célula se conducen con todo su ser, los organismos pluricelulares especializan sus órganos en distintas operaciones y los organismos pluricelulares con sistema nervioso central utilizan además una compleja red de comunicaciones para poner en contacto los centros del organismo en que se toman las decisiones con aquellos que las ejecutan. Los órganos nerviosos de estos últimos son de dos clases:

a)    Receptores, que reciben estímulos del mundo externo a través de los ojos, la nariz, los oídos, etc.,
b)    Efectores, que transportan órdenes a los músculos, las glándulas, etc.,  para que efectúen cambios apropiados.

El arco reflejo, conexión entre los receptores y los efectores, es la unidad básica de la conducta en los organismos pluricelulares con sistema nervioso central. Debido a su complejidad, estos organismos están siempre recibiendo estímulos, frecuentemente antagónicos, que tienen que ordenar, dirigir, distribuir, etc.,  de tal manera que las acciones resultantes sean las adecuadas. Este es el motivo por el que en las últimas fases de su evolución, el cerebro de los animales superiores ha acaparado casi la totalidad de las acciones, convirtiéndose en el centro de donde irradian las órdenes que deben ejecutar los distintos órganos. Una peculiaridad distintiva del cerebro es su extraordinaria capacidad de labrar nuevos caminos por los que discurren las señales que van de los receptores a los efectores, es decir, de crear nuevos arcos reflejos. Así pues, éstos pueden ser de dos clases:

a)    Reflejos no condicionados, que son las vías nerviosas existentes ya cuando nace el organismo. Aumentar el tamaño de la pupila por el aumento de la luz es un reflejo no condicionado.
b)    Reflejos condicionados, que son las vías nerviosas nuevas originadas por el cerebro. Montar en bicicleta es un reflejo condicionado, o, mejor, una suma de reflejos condicionados.

Al conjunto de los primeros se le suele llamar conducta instintiva y al de los segundos conducta aprendida. De ahí que pueda reinterpretarse la definición de cultura dada por Tylor como “todos los reflejos condicionados adquiridos por los individuos como miembros de una sociedad”. Pero lo que ahora interesa es observar que, según se asciende en la escala de los animales, la conducta aprendida aumenta a costa de la instintiva. En un extremo se sitúan los insectos, seres de vida corta y de explosiva y rapidísima capacidad reproductora, que han logrado una excelente adaptación al medio merced a unos cuantos instintos que se transmiten velozmente de padres a hijos. En el otro se sitúan los vertebrados, seres de vida larga y de reproducción lenta, que disponen del aprendizaje y, en ocasiones, de conciencia. Pero, habida cuenta de que el aprendizaje individual en nada favorece a la especie si no se extiende a ésta, porque, a diferencia de la conducta instintiva, no se transmite biológicamente, los vertebrados hubieron de adquirir, con su capacidad de aprender, la capacidad de transmitir lo aprendido de generación en generación, lo que con toda seguridad obedeció a la asociación, más o menos duradera según las especies, entre padres e hijos durante el tiempo en que los últimos no pueden valerse por sí mismos. Esto requirió, claro está, la existencia de algún mecanismo de transmisión de lo aprendido que fuera distinto del genético. Los mamíferos y las aves disponen de él, pero el desarrollo que ha adquirido en algunos casos ha abierto entre los animales una barrera más honda que muchas otras. Para los mamíferos superiores significó una ventaja abrumadora, porque fueron capaces de adquirir y fijar unas pautas de conducta tan bien definidas como las de los instintos, pero con la posibilidad de cambiarlas según las circunstancias. Ahora comprendemos la importancia de la definición de hombre que hemos mantenido hasta aquí: ser vertical que ha liberado sus manos de las tareas de la locomoción para que éstas liberen a su vez su boca para la palabra. Resulta difícil pensar lo que hubiera sido de ese animal vertical que se desplaza sin hacer uso de sus extremidades delanteras sin esta habilidad.

En consecuencia, los mamíferos desarrollan las dos clases de conducta a que nos venimos refiriendo:

a)    La conducta biológica, o conjunto de pautas instintivas de conducta, por un lado, y
b)    La conducta social, o conjunto de pautas aprendidas en cuanto miembro de una sociedad, por el otro.

Este conjunto de pautas aprendidas encierra cosas tan dispares como la forma en que las madres enseñan a sus hijos a comer, los procedimientos científicos de los institutos de investigación, los bailes, las creencias religiosas, las instituciones de parentesco, el control político, etc.,  Todo lo que un individuo aprende como parte de una sociedad puede, en suma, referirse a alguno de los siguientes campos, que son, por ello, las partes en que puede dividirse una cultura cualquiera a los efectos del análisis:

a)    El sistema material, que comprende fundamentalmente la técnica y la tecnología, presentes en un grado u otro en todas las sociedades, y que consiste en el conjunto de conocimientos usados para la producción de bienes materiales y para la reproducción de otros individuos humanos. Aquí se deben contar las pautas de trabajo, las relaciones ambientales, las técnicas de producción, la crianza de los niños, el control de la demografía, etc.,
b)    El sistema social, que comprende los mecanismos merced a los cuales un individuo forma parte de un grupo social definido. Aquí deben incluirse la socialización, la división social del trabajo, las estructuras económicas de producción, como la relación contractual entre empresarios y trabajadores, la organización política, la división en castas, clases, facciones, etc., la disciplina policial, la guerra, etc.,
c)    Los sistemas de comunicación, entre los que debe contarse como el principal, fundamento y cauce de transmisión de todos los demás, el lenguaje articulado.
d)    El sistema de los conocimientos, que incluye todos los adquiridos por un individuo a lo largo de su vida, no sólo gracias a las instituciones educativas sino también por su relación con otras personas, por su inclusión en grupos de trabajo, intereses y aficiones, por la acción de los medios de comunicación, etc.,  La diferencia entre las instituciones educativas y las demás reside en que las primeras organizan el aprendizaje de moco consciente, sistemático y con fines previamente definidos. Los conocimientos pueden ser, por último, económicos, religiosos, morales, estéticos, técnicos, tecnológicos, filosóficos y científicos.
e)    El sistema de los valores, que son las actitudes adoptadas por los individuos ante la vida, la muerte, el más allá, los demás hombres, la realidad en general, etc.,  Son transmitidos por múltiples instituciones y son de tipo económico, religioso, moral, estético, técnico, filosófico y científico. Acompañan ineludiblemente a los conocimientos.

Textos aclaratorios

 Malinowski: la cultura

El hombre varía en dos aspectos: en forma física y en herencia social, o cultura. La ciencia de la antropología física, que utiliza un complejo aparato de definiciones, descripciones, terminologías y métodos algo más exactos que el sentido común y la observación no disciplinada, ha logrado catalogar las distintas ramas de la especie humana según su estructura corporal y sus características fisiológicas. Pero el hombre también varía en un aspecto completamente distinto. Un niño negro de pura raza, transportado a Francia y criado allí, diferirá profundamente de lo que hubiera sido de educarse en la jungla de su tierra natal. Hubiera recibido una herencia social distinta: una lengua distinta, distintos hábitos, ideas y creencias; hubiera sido incorporado a una organización social y un marco cultural distintos. Esta herencia social es el concepto clave de la antropología cultural, la otra rama del estudio comparativo del hombre. Normalmente se la denomina cultura en la moderna antropología y en las ciencias sociales. La palabra cultura se utiliza a veces como sinónimo de civilización, pero es mejor utilizar los dos términos distinguiéndolos, reservando civilización para un aspecto especial de las culturas más avanzadas. La cultura incluye los artefactos, bienes, procedimientos técnicos, ideas, hábitos y valores heredados. La organización social no puede comprenderse verdaderamente excepto como una parte de la cultura; y todas las líneas especiales de investigación relativas a las actividades humanas, los agrupamientos humanos y las ideas y creencias humanas se fertilizan unas a otras en el estudio comparativo de la cultura.

El hombre, con objeto de vivir altera continuamente lo que le rodea. En todos los puntos de contacto con el mundo exterior, crea un medio ambiente secundario, artificial. Hace casas o construye refugios; preparará sus alimentos de forma más o menos elaborada, procurándoselos por medio de armas y herramientas; hace caminos y utiliza medios de transporte. Si el hombre tuviera que confiar exclusivamente en su equipamiento anatómico, pronto sería destruido o perecería de hambre o a la intemperie. La defensa, la alimentación, el desplazamiento en el espacio, todas las necesidades fisiológicas y espirituales se satisfacen indirectamente por medio de artefactos, incluso en las formas más primitivas de vida humana. El hombre de la naturaleza, el Naturmensch, no existe.

Estos pertrechos materiales del hombre –sus artefactos, sus edificios, sus embarcaciones, sus instrumentos y armas, la parafernalia litúrgica de su magia y su religión– constituyen todos y cada uno los aspectos más evidentes y tangibles de la cultura. Determinan su nivel y constituyen su eficacia. El equipamiento material de la cultura no es, no obstante, una fuerza en sí mismo. Es necesario el conocimiento para fabricar, manejar y utilizar los artefactos, los instrumentos, las armas y las otras construcciones, y está esencialmente relacionado con la disciplina mental y moral de la que la religión y las reglas éticas constituyen la última fuente. El manejo y la posesión de los bienes implica también la apreciación de su valor. La manipulación de las herramientas y el consumo de los bienes también requiere cooperación. El funcionamiento normal y el disfrute normal de sus resultados se basa siempre en un determinado tipo de organización social. De este modo, la cultura material requiere un complemento menos simple, menos fácil de catalogar o analizar, que consiste en la masa de conocimientos intelectuales, en el sistema valores morales, espirituales y económicos, en la organización social y en el lenguaje. Por otro lado, la cultura material es un aparato indispensable para el moldeamiento o condicionamiento de cada generación de seres humanos. El medio ambiente secundario, los pertrechos de la cultura material, constituye un laboratorio en el que se forman los reflejos, los impulsos y las tendencias emocionales del organismo. Las manos, los brazos, las piernas y los ojos se ajustan, mediante el uso de las herramientas, a las habilidades técnicas necesarias en una cultura. Los procesos nerviosos se modifican para que produzcan todo el abanico de conceptos intelectuales, sentimientos y tipos emocionales que forman el cuerpo de la ciencia, la religión y las normas morales prevalecientes en una comunidad. Como importante contrapartida a este proceso mental, se producen modificaciones en la laringe y en la lengua que fijan algunos de los conceptos y valores cruciales mediante la asociación con sonidos concretos. Los artefactos y las costumbres son igualmente indispensables y mutuamente se producen y se determinan. (Malinowski, B., en Kahn, J. S. (comp.) El concepto de cultura: textos fundamentales, trad. de J. R. Llobera, A. Desmonts y M. Uría, Anagrama, Barcelona, 1975, páginas 85–86)

La inteligencia de Imo

En la isla de Koshima vivía una población de macacos, entre los que se encontraba la hembra Imo, que a la sazón contaba dos años de edad. Los investigadores arrojaban batatas a la playa, donde se llenaban de arena, que las hacía difícilmente comestibles. A la espabilada Imo se le ocurrió llevar unas batatas a un arroyuelo de agua dulce y lavarlas, comiéndoselas luego. Poco a poco, otros macacos la iban imitando, aprendiendo a lavar las batatas y comérselas. La sibarita Imo probó un día a lavar las batatas en el agua salada del mar, encontrándolas así más sabrosas. También en esto la siguieron poco a poco sus congéneres. Dos años más tarde los etólogos empezaron a arrojar trigo a la arena de la playa. Algunos macacos trataban de recoger los granos uno a uno, pero el procedimiento era excesivamente lento y trabajoso. Otra vez Imo (que ahora tenía ya cuatro años) tuvo una genial ocurrencia: recoger puñados de arena mezclada con granos de trigo, llevarlos al agua del mar y soltarlos, dejando así que la arena se hundiese y los granos flotasen, recogiéndolos entonces tranquilamente con la mano y comiéndolos. También aquí la innovación de Imo sería pronto imitada por los demás.

A partir de 1972, los etólogos redujeron considerablemente la alimentación artificial. Las pocas batatas y trigo disponibles eran monopolizados por los miembros del clan dominante de macacos, al que había pertenecido Imo. Sólo los juveniles de este clan recibieron la cultura técnica de Imo de sus madres. Al reanudar los etólogos sus entregas más generosas, sólo los del clan de Imo sabían cómo aprovecharse de ellas. (Mosterín, J., Filosofía de la cultura, Alianza Universidad, Madrid, 1993, páginas 42–43


 

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El mundo tribal de la antropología

El nivel de banda en la sociedad.

Todas las sociedades cazadoras–recolectoras tienen ciertas características comunes que sirven para diferenciarlas de las sociedades tribales o de las sociedades de nivel más elevado. Lo más obvio y probablemente lo más crucial por su efecto en la cultura es generalmente el nomadismo requerido por la economía recolectora. Por supuesto, hay variaciones considerables en la frecuencia y duración de sus viajes, pero todas las sociedades de bandas se mueven a veces, y, a excepción de los esquimales, que utilizan botes y trineos, deben llevar consigo todos sus bienes. La simplicidad y la pobreza, por tanto, son las características principales de la cultura material de tales pueblos.

El modo de vida nómada influye también fuertemente la organización social. Hay, por supuesto, muchas variaciones en las características demográficas de estas sociedades, según la clase de alimento buscado, la abundancia de agua, etc. Algunas de las sociedades cazadoras–recolectoras pueden acomodar a mucha más gente que otras, y cualquiera de ellas puede variar mucho de una estación a otra, pero en ninguno de estos casos encontramos una comunidad consistente de un tamaño ni siquiera comparable al más modesto asentamiento de las tribus dedicadas a la horticultura. Obviamente, el pequeño tamaño de la comunidad y la baja densidad de población implican que la sociedad de banda es una sociedad simple a la que le faltan los recursos de integración de los niveles más altos de la evolución sociopolítica.

La débil integración de las familias en la sociedad de bandas se consigue sólo por concepciones de parentesco extendido a base de alianzas matrimoniales. Y además, normalmente, la organización del parentesco no se halla complicada por el reconocimiento de clanes y linajes, tan típico de las sociedades tribales más extensas. La banda es generalmente una entidad sin límites muy definidos. La familia doméstica es a menudo el único grupo sólido, aunque los hermanos y sus familias pueden encontrarse de cuando en cuando y a veces cazan y recolectan juntos. El grupo más amplio, la misma banda, puede tomar su definición simplemente del hecho de que sus miembros se sienten emparentados tan próximamente que no se casan entre sí. En algunos casos también se definen a sí mismos territorialmente como habitantes y «propietarios» de una extensión de tierra. En otros casos, la celebración conjunta de ceremonias totémicas les ayuda a diferenciarse. De todas formas, los matrimonios, que establecen o intensifican relaciones entre las bandas, recíprocamente tienden también a distinguir a las bandas más claramente entre sí. Los grupos, las subdivisiones de la sociedad, son así de naturaleza familiar, por mucho que se extiendan los lazos de parentesco.

Y finalmente, la sociedad de bandas es simple en el sentido de que no hay instituciones o grupos especializados que puedan diferenciarse como económicos, políticos, religiosos, etc. La misma familia es la organización que lleva a cabo todos los roles. La importante división económica del trabajo se realiza por diferencias de edad y de sexo; cuando funciones políticas tales como el liderazgo se formalizan, son de nuevo meros atributos de los rangos de edad y sexo; incluso las ceremonias más importantes se ocupan únicamente de los ritos que acompañan las crisis en la vida del individuo, tales como el nacimiento, la pubertad, el matrimonio y la muerte. Este hecho ilustra por qué el nivel de la sociedad de banda es de orden familiar en términos de organización social y cultural. (Service, E., Los cazadores, 136 págs., Labor, Barcelona, 1973, páginas 16 y 17.)

Auge y ocaso de la cultura tribal.

Si el mundo actual pertenece a Estados nacionales que pueden proceder a su albedrío, de modo similar hace miles de años se dividió en asociaciones tribales. La expansión de la civilización moderna se ha comparado a una triunfal historia evolutiva: el nacimiento, la extensión y la diversificación de un tipo avanzado, que comporta el desplazamiento de tipos primitivos. Pero el escenario se había creado antes, en un período prehistórico, durante la transición del paleolítico al neolítico, con ventaja entonces para cultura tribal y desplazamiento del destino de los cazadores y recolectores indígenas. En el impulso dado por la agricultura y economía neolíticas, los pueblos tribales pasaron a dominar buena parte del globo. La vida del cazador se convirtió bruscamente en una estrategia marginal.

La historia ha quedado decidida por la fuerza económica. Ello ocurre con tal regularidad, que sugiere la regla –o la «ley», como algunos gustan llamarla– según la cual el dominio cultural va al predominio técnico: el tipo cultural que desarrolla más fuerza y mayores recursos en un espacio ambiental dado se extenderá en él a expensas de las culturas indígenas y rivales. Esta «ley del predominio cultural» explica, de modo general, la historia del triunfo tribal neolítico. Los cazadores y recolectores, incapaces de crear la mano de obra y la organización precisas para enfrentarse con regímenes neolíticos intrusivos, no pudieron defender los medios ambientes accesibles y fértiles de su mundo contra los agricultores y pastores, a menos que los propios cazadores adoptaran la domesticación, superando la condición paleolítica. En todo caso, una vez el cultivo del suelo y la economía agraria hicieron su aparición, no transcurrió mucho tiempo antes de que los recolectores itinerantes de alimentos quedaran reducidos a márgenes inhóspitos y a intersticios de un mapa neolítico mayor. En lugares aislados y en ámbitos geográficos remotos, tales como los desiertos, donde la recogida de alimentos proporciona rendimientos mayores de los que suministrarían las técnicas neolíticas, pudo seguir subsistiendo el mundo paleolítico. Pero sólo como fenómeno histórico secundario.

Todo esto se produjo muy rápidamente, si se considera desde la perspectiva total de la historia humana. Los primeros agricultores de que hay constancia arqueológica ocuparon bosques montuosos y valles del Próximo Oriente, donde hombres del neolítico parecen haberse desarrollado durante el período comprendido entre el 10.000 y el 7.000 a. de J. C. Hacia el 2000 antes de nuestra era hubo comunidades neolíticas a lo largo de Eurasia, desde Irlanda hasta Indonesia. En el Nuevo Mundo la domesticación de los alimentos comenzó algo más tarde que en el Antiguo: el producto principal del neolítico americano, el maíz, parece haber sido cultivado por primera vez hacia el 5.000 a. de J. C. en América central. Tras un periodo de lenta gestación, la cultura neolítica se extendió amplia y rápidamente; en tiempos de Jesucristo se hallaba distribuida desde el Perú hasta el suroeste americano.

El neolítico fue el día histórico de las sociedades tribales. Pero cuando este día estaba alboreando en las márgenes de Europa, Asia y las Américas, el sol tribal se había eclipsado en regiones cruciales críticas. La civilización se estaba gestando ya en el 3.500 antes de Jesucristo en el Próximo Oriente, y tribus neolíticas eran reemplazadas progresivamente de igual modo que antes ellas habían reemplazado a los cazadores paleolíticos. Hacia el 2.500 antes de Jesucristo la civilización se había desarrollado en el valle del Indo; hacia el 1.500 a. de J. C. lo había hecho en el río Amarillo, de China, y hacia el 500 a. de J. C., en América central y él Perú. Fue un nuevo grupo dominante que creó sin interrupción nuevas variedades mientras avanzaba, oponiéndose siempre al tribalismo indígena, y minándolo. Incluso antes de que Europa iniciara la misión que se había asignado de dar “nuevos mundos al mundo”, digamos antes del siglo XVI, la distribución de la cultura tribal había sido seriamente cercenada. Quedaba reducida principalmente a América septentrional al sur del Canadá y al norte del valle de México, al Caribe y la Amazonia, a ciertas partes de África del sur del Sáhara, al Asia interior y Siberia, las trastierras del Asia suroriental y las islas de la cuenca del Pacífico.

Estas diversas regiones integran el mundo tribal de la antropología cultural moderna. Tenemos aquí no prehistoria sino etnografía: testigos oculares dan cuenta de tribus como organismos en marcha. Cierto que los antropólogos, excepto cuando cobran interés por los cambios culturales recientes, prefieren pensar que los nativos (salvajes) siguen existiendo en su estado prístino, o por lo menos hablar de ellos como si vivieran en él. Adoptamos el convencionalismo del “presente etnológico” al tratar de los iroqueses o los hawaianos tal como eran en tiempos del descubrimiento europeo; es decir, cuando eran “realmente” iroqueses y hawaianos.

Fuentes

Beattie, J., Otras culturas. Objetivos, métodos y realizaciones de la Antropología Social, trad. de A. de Alba, revis. de M. C. G. de Choaqui, F. C. E., México, 1972.

Bueno, G., Intervención el 14 de abril de 1998, en la reunión Hispanismo en 1998 (Club de Prensa Asturiana), publicada en El basilisco.

Chesneaux, J., ¿Hacemos tabla rasa del pasado? A propósito de la historia y de los historiadores, trad. de A. G. del Camino, Siglo XXI, México, 1977.

Gehlen, A., Antropología filosófica. Del encuentro y descubrimiento del hombre por sí mismo, trad. de C. Cienfuegos,W., revisión e introd. de A. Aguilera, 1ª, Paidós, Barcelona, 1993.

Gehlen, A., El hombre. Su naturaleza y su lugar en el mundo, 2ª, trad. de Fernando–Carlos Vevia Romero, Ediciones Sígueme, Salamanca, 1987.

Harris, M., Introducción a la antropología general, trad. de J. O. Sánchez–Fernández, Alianza Editorial, Madrid, 1981.

Herskovits, M. J., El hombre y sus obras. La ciencia de la antropología cultural, trad. de M. H. Barroso, rev. de E. Ímaz y L. Alaminos, F.C.E., México, 1974.

Lévi–Strauss, C., Antropología estructural, 2, trad. de J. Almela, Siglo XXI, México, 1979.

Lévi–Strauss, C., Race et histoire, (suivi de L’oeuvre de Claude Lévi–Strauss, par Jean Pouillon), Editions Gonthier, Unesco,1961,

Marx, K., y Engels, F., El manifiesto comunista, trad. de W. Roces, Ayuso, Madrid, 1977.

(Sahlins, M., Las sociedades tribales, trad. de F. Payarols, 180 págs., Labor, Barcelona,1972, páginas 12–15.)

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El hombre según Ortega y según el mito de Prometeo

El hombre según el mito griego de Prometeo (Platón, Protágoras, 320, c – 322, e)

El destino impersonal, que ha marcado el tiempo en que cada cosa debe empezar a existir o a no existir, es superior a todo cuanto hay, incluidos los dioses. Estos, como también habrá de suceder a los hombres por su parentesco con ellos, únicamente pueden actuar en el interior de las barreras infranqueables del destino. Los dioses hacen a los hombres, no los crean, pues hacer es fabricar con algo que existe antes y crear es hacerlo a partir de nada. Y los hacen en el tiempo en que han de hacerlos, apresurándose a cumplir los plazos dados por lo que está por encima de ellos.

De la tarea se encarga Epimeteo, un dios poco previsor y muy humano. Su plan es empero muy acertado. Consiste en no de todo a todos los animales, pues entonces todos habrían de perecer, sino a unos una cosa y a otros otra distinta, de modo que se completen todos entre sí y tengan la oportunidad de vivir. Al tigre da corpulencia, ferocidad, armas como colmillos y garras y buen olfato para detectar la presa. A la gacela da un cuerpo ligero, temperamento de huida, velocidad, con el fin de que tenga alguna oportunidad frente a él. Y lo que da a ésta es en beneficio de aquél, porque es el primer interesado en que las gacelas sobrevivan. Así hizo Epimeteo con todos los demás animales.

Con todos menos con el hombre, pues gastó todo lo que tenía en los otros y cuando le llegó el turno a él ya no le quedaba nada, de manera que no pudo darse garras, colmillos, cascos, corpulencia, velocidad ni ninguna otra dote de que pudiera hacer uso para vivir frente a los demás. Quedó desprovisto de todo, un ser indefenso que habría muerto nada más empezar el primer día de la vida.

Si no murió fue por la técnica, un don divino se apresuró a robar a Atenea y Hefesto nada más ver el error cometido por su hermano Epimeteo. De técnica así robada, de la divina sabiduría de las artes y el fuego, vino a los hombres el parentesco con los dioses, por cuya causa fueron los únicos entre los animales capaces de reconocerlos y venerarlos. También por esa razón pudieron entrelazar sonidos en palabras y entenderse entre sí y con los dioses.

Las artes y el fuego les sirvieron para extraer de la naturaleza lo que ésta no les daba y, por ser regalos divinos, pudieron reconocer y adorar a la divinidad. Pero no sabían vivir unos con otros, porque les faltaba aún el arte de la política, que no puede darse si todos los hombres no poseen pudor y justicia.

Tres son, en consecuencia, las dimensiones de lo humano que se evocan en este mito. La primera es la relación de los hombres con las otras cosas naturales, entre las que se incluye su propia naturaleza. La segunda es la relación con los seres no naturales, con los dioses, a los que debe respeto y obediencia por ser éstos superiores, además de agradecimiento por los dones recibidos. La tercera es la relación de unos hombres con otros, la política, que no existe si no hay moral en todos ellos.

El hombre según Ortega y Gasset (Meditación sobre la técnica)

Ortega no pretende en el texto de referencia dar una visión completa del hombre, sino examinar uno de sus aspectos, el de las relaciones que mantiene con la naturaleza, en lo cual consiste la técnica.

Del examen de dicha relación extrae una serie de conclusiones muy diferentes de lo que las gentes del común suelen aceptar como verdaderas. En concreto encuentra que el significado y las conexiones de algunos conceptos muy comunes, conceptos como el de instinto, necesidad, naturaleza biológica, técnica, vida, buena vida, animal y hombre, difieren grandemente de lo que la gente, incluida la gente filosófica, cree.

La gente, incluida la gente filosófica, cree seguramente que la naturaleza biológica de un animal tiene necesidad de algunas cosas, como comer, beber, descansar y otras parecidas, para mantenerse en la existencia, que para satisfacer esa necesidad el animal tiene que hacer algo, moverse, que para moverse tiene que sentir un deseo de algo y que para sentir el deseo tiene que tener un instinto que de cuando en cuanto salte como un resorte y dé comienzo la línea de acción que ha comenzado con la necesidad, la cual ha desatado el instinto, el cual desata el deseo, el cual mueve a la acción, la cual atiende la necesidad, cerrándose finalmente el círculo, de manera que el animal puede seguir manteniendo en pie su naturaleza biológica.

El animal y el hombre son así, según piensa la gente, incluida muchas veces la gente filosófica. Esta última introduce, como mucho, en el círculo antedicho la técnica como un medio para atender necesidades propias de la naturaleza biológica. La técnica, cuya función, según ellos, consiste principalmente en suplir el instinto. Ellos piensan generalmente que los hombres tienen instintos, como los animales. Que los instintos despiertan deseos parecidos a los de éstos. Piensan además que no pueden cumplir tales deseos porque no tienen aptitudes naturales para ello, aptitudes como grasa bajo la piel o lana sobre ella para guarecerse del frío, garras para defenderse, atacar o cazar y otras semejantes que sí poseen los animales. Y concluyen que el hombre, sintiendo como siente los mismos deseos que los animales, recibe el auxilio de la razón, de su razón, la cual, como Prometeo en el mito, le provee de la técnica. De esta manera concluyen que, lo mismo que el instinto pone en funcionamiento la maquinaria animal, así la razón pone en marcha la técnica humana, y que ambos, instinto y técnica, cumplen el mismo fin: mantener vivo al animal en un caso y al hombre en el otro.

¿Es verdad lo que piensa la gente, incluida la gente filosófica? ¿Es verdad que existe el círculo descrito y que funciona aproximadamente de la manera que se ha descrito? Veámoslo.

Dice Ortega: un hombre siente frío, mucho frío, y procura abrigarse porque no quiere morir. ¿Por qué no quiere morir? Por instinto, se responde. ¿Qué es el instinto? Algo interno que empuja a obrar. Pero el querer es justamente eso y no otra cosa. Vuélvase a preguntar: ¿por qué no quiere morir? Por instinto, es decir, porque quiere vivir. Pero eso no es contestar. Es lo mismo que decir que quiere porque quiere.

Más aún: ¿es verdad que quiere? ¿no podría no querer? Todos sabemos que sí, que podría querer morir en lugar de querer vivir. Pero si lo que quiere es morir, las necesidades ya no se le imponen y ni siquiera son necesidades. Descubrimiento extraño: algo como el comer, dormir, beber, etc., es para él una necesidad si quiere. Si no quiere no. Luego lo primero es el querer, no la necesidad. Ésta depende de aquél. Esto es así porque no es cierto que no pueda querer otra cosa que vivir. Téngase muy en cuenta que esto es así, porque, etc.,

Pongamos en marcha al hombre suponiendo que lo que quiere es vivir. Si para vivir tiene que evitar el frío, se calentará. Lo mismo con el animal. ¿Lo mismo? No. Si el animal no encuentra calor, no hará nada y se morirá. El hombre no. Si no lo encuentra hace lo que puede, inventa por ejemplo el fuego y se calienta.

¿Qué significa esto? Que uno satisface de inmediato su instinto o se resigna a satisfacerlo y el otro lo satisface de inmediato o, lo que es más corriente, se resigna a no satisfacerlo de inmediato para satisfacerlo después. En este último caso suspende su instinto natural y comienza a hacer otra cosa.

Luego parece que el hombre puede prescindir de su naturaleza biológica. Esta es la clave de la diferencia entre el hombre y el animal. Cuando uno siente una necesidad la cumple y ya no tiene nada que hacer. O bien no la cumple porque no puede y entonces puede ocurrir que muera. Cuando la siente el otro la cumple si puede y, una vez que lo ha hecho, es cuando da comienzo a lo que verdaderamente quiere hacer. Y si no puede cumplirla suspende el deseo ocasionado por ella y se pone a hacer otra cosa, hasta que consigue clamarla y se pone a hacer lo que verdaderamente quiere hacer.

Una vez que come, el animal dormita. El hombre no. El hombre come para poder hacer otra cosa. Si pudiera tal vez prescindiría de comer con tal de hacerla. Eso es lo que trata de conseguir con la técnica: si no suprimir la necesidad biológica, al menos reducirla cuanto le sea posible, porque para él llega a ser un fastidio, un obstáculo para lo que en verdad quiere hacer.

Es que a un hombre no le basta con vivir. Quiere además vivir bien. Tanto que si no consigue esto último piensa en no vivir. Le importa más lo segundo que lo primero. Pero aquí empieza el problema. ¿Qué es vivir bien?


 

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Origen y esencia del hombre (ampliación)


En este escrito se examinarán algunas ideas religiosas que han explicado a su manera qué es y de qué procede el hombre para comprobar que se esconde en ellas alguna que otra verdad que hoy todavía juzgamos importante. Se examinará también la teoría de la selección natural con el fin de aplicarla al mismo propósito, confrontándola con las ideas religiosas previamente examinadas. De ambas series de consideraciones surgirá un dato importante para comprender nuestro objeto, la necesidad de tener en cuenta la cultura como un atributo específico del animal activo que es el hombre. No se tratará, empero, de hacer un compendio de ideas religiosas y científicas para concluir la nuestra, sino de llegar indirectamente, a través de ellas, sin desdecir sin más unas u otras, a una conclusión netamente filosófica.

Génesis y especificidad del hombre según la religión.

Las religiones suelen coincidir en que describen al hombre como un ser desvalido, como un animal que no es capaz de satisfacer por sí mismo sus necesidades, ya sean las biológicas de la alimentación y el amparo frente a los elementos, o ya sean las sociales y políticas de la organización, la producción económica o la defensa frente a otros. Así sucede con el primer relato de nuestra lista, el mito de Prometeo que Platón recoge en los pasajes 320, c – 322, e, del Protágoras, que comienza diciendo que al principio existían solamente los dioses inmortales y que cuando llegó el tiempo de formar a los seres mortales descendieron aquellos a las entrañas de la Tierra y allí, con fuego, aire, agua y tierra los hicieron. A continuación había que darles lo necesario para la vida, de lo que encargaron a dos dioses, los hermanos Prometeo y Epimeteo, pero como el segundo sintió deseos de hacerlo él solo, lo pidió al primero «a condición, le dijo, de que tú examines después el reparto», y este accedió, por lo que Epimeteo comenzó seguidamente su tarea, que consistió en dar a unos velocidad sin fuerza y a otros fuerza sin velocidad, a unos tamaño reducido y cuevas para guarecerse y a otros alas para huir por los aires, a los de un lugar corpulencia y a los del otro una piel cubierta de pelo, a los de más allá cascos, y en hacer a los de acá armados y a los de allá inermes, y así sucesivamente. Al asignar las clases de alimento hizo otro tanto, porque obligó a que unos se alimentaran de hierba y otros de carne, pero tuvo buen cuidado de que los segundos no se reprodujeran con más rapidez que los primeros, no fueran a acabar con su sustento y de paso consigo mismos. Del mismo modo hizo en todo lo demás.

Pero Epimeteo, que era algo estúpido, repartió sin tiento todo lo que tenía, por lo que dejó a una clase de animales, la de los hombres, sin nada para cubrirse del frío o defenderse de los demás, sin ligereza, sin velocidad y sin corpulencia, de manera que no podían sobrevivir. En esas llegó Prometeo, que al punto se percató del desaguisado y vio que había que hacer algo y pronto, pues estaba cerca el momento de subir todos arriba y no se le ocurrió otra cosa que robar a Hefesto, el dios de la fragua en donde se hacían los rayos de Zeus, el fuego que espanta a todos los animales, y a Atenea, la diosa inteligente, las artes. Que no pudo hacer lo uno sin lo otro es evidente de suyo, porque los oficios de la metalurgia o la cerámica no son nada sin el fuego, y éste es poco útil si no se emplea en esas técnicas. Habría incurrido en una seria incongruencia, semejante a la de quien pretendiera que puede inventarse el carro antes de la rueda, la imprenta antes del alfabeto, o los ordenadores antes de la imprenta. El caso es que gracias a aquellos regalos pudo el hombre perseverar en la vida resistiendo a los otros seres, pero el robo costó a Prometeo un severo castigo, el de ser atado al monte Cáucaso, donde un buitre le devora las entrañas desde entonces.

Pero los dones de Prometeo no bastaban a los hombres. Aunque eran dones divinos, lo que les permitió articular sonidos, levantar altares a los dioses, crear lenguas, dar nombres a las cosas, construir casas, fabricar aperos de labranza y sacar los alimentos de la tierra, pese a todo no sabían vivir juntos, de manera que cuando lo intentaban sólo conseguían atacarse unos a otros y tenían que volver a separarse, y cuando se separaban eran devorados por las fieras. Prometeo les había dado lo suficiente para dominar el medio natural, pero no el social, o, dicho en la jerga actual, con la técnica robada a los dioses pudieron resolver la lucha interespecífica pero no la intraespecífica, que, según parece, sigue sin resolverse, porque todavía hoy el hombre es probablemente el único ser capaz de acabar con su especie. No conocían la técnica del gobierno, el arte de la política, que Prometeo no había podido robar, pues pertenecía exclusivamente a Zeus, en cuyo recinto no tenía derecho a entrar y estaba además protegido por guardias terribles.

Por fortuna Zeus se apiadó y envió a Hermes, su mensajero, a que les entregase el remedio y pudieran por fin vivir en concordia y sin agredirse unos a otros, a que les diese el pudor y la justicia, que todos los humanos debían poseer. Hermes, en efecto, preguntó a Zeus si había que distribuir esos dones como Prometeo había distribuido las artes, dando la medicina, por ejemplo, sólo a uno, para que éste la ejerciera sobre los demás, y el oficio de carpintero también solamente a otro, para que hiciera lo propio, a lo que Zeus respondió que no, que para que pudiera haber sociedades era preciso que todos los hombres tuvieran pudor y justicia, y que de tal manera tiene que ser así que hay que dictar órdenes según las cuales todo aquel que carezca de estas virtudes debe «ser exterminado y considerado como la peste de la sociedad».

Hasta aquí el mito de Prometeo, que condensa unas cuantas verdades latentes y alguna falsedad manifiesta. Es verdad, por ejemplo, que en las especies animales adaptadas impera la norma impuesta por Epimeteo, consistente en procurar a cada una lo que le hacía falta frente a las demás, pero cuidando de no dar a todas de todo, porque entonces pronto se habrían aniquilado entre sí, sino de producir un cierto equilibrio en la desigualdad. De ahí, por ejemplo, que hiciera muy fecundos a aquellos animales que debían servir de alimento para otros y poco a estos últimos, y otros muchos detalles semejantes. Aunque carece por completo de la providencia o la previsión del dios, la selección natural darwiniana no actúa de un modo muy diferente. Luego hay en el mito religioso una gran verdad que no puede ser pasada por alto. Otra verdad manifiesta es la que se refiere a la agresividad que parece despertar en el hombre la vida social y su difícil o imposible solución. Con todo, ¿no sentimos que la solución dada por Júpiter, que todos tengan vergüenza y sentido de la justicia, es la correcta? Por último, no es necesario decir que la intervención de una fuerza ajena al decurso ordinario de las cosas, como es el dios Epimeteo, es un recurso que carece de valor explicativo para cualquier ciencia que se precie.

El segundo texto religioso de que aquí haremos mención es el libro del Génesis. En él se dice que Dios creó el primer día a los animales del agua y del aire, y que les dio como primer don la fecundidad: «Procread y multiplicaos y henchid las aguas del mar y multiplíquense sobre la tierra las aves»; que al día siguiente creó los animales de tierra, ganados, reptiles y bestias, y que el día sexto decidió crear al hombre, el cual, a diferencia de los demás, debía ser hecho a su imagen y semejanza. También a él le dio el don de la fecundidad -«macho y hembra los creó»-, como al resto de los animales, pero, si bien no le hizo donación expresa de las técnicas sí le otorgó un poder equivalente, el de someter y dominar todo cuanto vive y se mueve en la tierra y el aire.

También Yahvé hizo al hombre de arcilla y dejó para más tarde los bienes morales y sociales, que en el libro del Génesis pendían como fruta madura del árbol de la ciencia del bien y del mal, de la cual les prohibió comer. Pese a que el castigo por desobedecer era la muerte, la serpiente convenció a Eva de que el día que comieran de aquella fruta se les abrirían los ojos y serían como Dios, y, como es sabido, logró convencerla, pues Eva comió y dio de comer a Adán, por lo que, cayendo por primera vez en la cuenta de que estaban desnudos, sintieron vergüenza y se taparon con lo primero que encontraron a mano, una hoja de higuera.

Aquella hoja de higuera fue el primer producto de la técnica humana, la primera vez que una cosa natural no sirvió para un fin natural y sirvió para un fin humano, el de tapar las vergüenzas del primer hombre y la primera mujer. Con la técnica puede decirse que apareció el conocimiento, dado que, cuando Dios llega al Paraíso y busca a Adán, este, que está escondido, se justifica diciendo que está desnudo a lo que Dios responde: ¿Cómo sabes que lo estás? Hasta el momento del pecado, en efecto, el hombre había sido un animal más, un animal desnudo, pero sin saberlo; a partir de él se convirtió en el único animal vestido, y ya desde entonces es un rasgo específico que le acompaña de forma natural, tanto que a nadie se le ocurre pensar que un gato o una paloma están desnudos.

Aquel primer producto técnico fue, como en Prometeo, el producto de una transgresión o una maldad, si bien en el caso griego fue imputable a un dios y en el judío a un hombre. La única diferencia profunda entre el relato judío y el mito griego reside en que en este último el hombre es incapaz de sostenerse en la existencia si no tiene la técnica y de vivir con sus semejantes sin matarse si carece de las virtudes morales y políticas, mientras que en el primero es un ser feliz que no tiene necesidad de habilidades técnicas ni conocimientos morales o políticos. ¿O es feliz precisamente por carecer de esos dones? En todo caso, para él no son dones, sino penas con las que ha de cargar como castigo a su desobediencia -«Comerás el pan con el sudor de tu frente»-, por lo que Adán y sus hijos hubieron de cultivar la tierra y pastorear los ganados, tierra y ganados que les habían dado sus frutos hasta entonces sin necesidad de aplicar su inteligencia o su esfuerzo. Primero, pues, fue el vestido para tapar sus vergüenzas y luego la agricultura y el pastoreo, y todo ello como un castigo. En la creencia griega es al revés. Diríase que ésta expresa la concepción tecnicista y política, en tanto que la otra expresa la concepción contraria, detractora de la técnica y la política. Coinciden las dos, por último, en creer que el hombre es el ser más importante de la naturaleza, pese a que en una empieza siendo el más menesteroso e inútil para la vida, pero acaba siendo el más poderoso y próximo a los dioses, mientras que en la otra empieza siendo el animal desnudo que no necesita de nada para vivir feliz y el más cercano a Dios, pero termina perdiendo su favor y cayendo en el castigo del conocimiento, el vestido, la agricultura y el pastoreo. Y, por un motivo u otro, el hombre es en ambas creencias el animal que debe a algún ser superior su especifidad o esencia, ya sea que la haya adquirido como regalo divino en forma de habilidades técnicas y políticas, ya sea que se le haya impuesto como un castigo.

Génesis y especifidad del hombre según la teoría de la selección natural

La teoría darwiniana de la selección natural continúa el espíritu de la tradición filosófica racionalista, que ya en la antigua Grecia prescindió decididamente de las causas sobrenaturales para explicar las cosas de la naturaleza, por lo que se opone en esto frontalmente a los relatos religiosos que exponen la creencia de que el hombre es un resultado de decisiones conscientes superiores, y, en su lugar, lo concibe como un producto casual de fuerzas ciegas. Ahora bien esta noción parece chocar de frente con lo que aparenta decir el título del libro mismo de Darwin: Origen de las especies por selección natural o preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida -The Origin o Species by Means of Natural Selection or the Preservation of Favoured Races in the Struggle for Life. En primer lugar, la naturaleza parece ocupar el lugar que el relato de Platón daba a Epimeteo y el Génesis a Yahvé, como si se tratara de un poder capaz de organizar la vida de los animales. Esto tienen en la cabeza muchos que hablan de la “madre Naturaleza”. Si fuera esto lo que dijo Darwin, su libro habría sido una continuación pedestre del espíritu religioso, pero no del filosófico. Ciertamente permanecería en pie una diferencia, a saber, que en el Génesis y en Platón se mencionan seres sobrenaturales conscientes y provisores, cualidades que difícilmente pueden atribuirse a la naturaleza, salvo que, como digo, se la convierta en una buena persona, en una madre que vela por sus hijos, lo cual es inaceptable. En cualquier caso, la religión griega no habría tenido inconveniente alguno en sustituir a Epimeteo por el poder impersonal de la Moira, que así habría venido a parar en algo parecido a lo que algunos piensan bajo el vocablo “naturaleza”. Que tal idea parece apoyarse en el propio título de Darwin se echa de ver en cuanto se para uno a pensar que tiene que tener alguna capacidad de prever las cosas, porque de otra manera no se entiende que pueda seleccionar entre los animales aquellos que han de vivir y los que han de morir. Según el DRAE, “selección” es la “acción y efecto de elegir una o varias personas o cosas entre otras, separándolas de ellas y prefiriéndolas”, lo que con toda evidencia es imposible a la naturaleza, so pena de concebirla dotada de preferencias, como un ser vivo y consciente. Se asemejaría entonces al dios de Calvino, que dicta quiénes han de salvarse y quiénes condenarse, porque, aparte del significado del término “selección”, otra expresión del título, “preservación de las razas favorecidas”, confirma esta sesgada interpretación. Sobrevivirían según esto las especies preferidas por el poder supremo de la naturaleza.

Por otro lado, la “lucha por la vida la vida” está, cuando se la entiende literalmente, más cerca también del mito religioso que de la perspectiva científica que inaugura el propio libro de Darwin, pues en aquel, lo mismo que en este, se reparte velocidad, fuerza, tamaño, etc., entre los animales, con el fin de que todos tengan alguna garantía de supervivencia en la confrontación a que se habrán de ver sometidos en cuanto suban arriba. Que el reparto lo haga un dios personal o la naturaleza impersonal no tiene mayor importancia cuando la consecuencia es la misma. Al dar más velocidad y fecundidad al herbívoro que al carnívoro, Epimeteo cuidaba de la supervivencia de los dos. Si hubiera hecho lo contrario, haciendo al segundo más veloz y más fecundo al primero, entonces ambos se habrían extinguido pronto. Si no hay gacelas no hay leones, luego los que más interés tienen en la conservación de las primeras son los segundos. Esta sabiduría de Epimeteo es también la de la selección natural, dado que las dos producen como resultado de la confrontación una entente o armisticio entre los animales, como si la norma que hubiera guiado a ambos hubiera sido «vive y deja vivir». Que el título del libro de Darwin y muchas de sus páginas interiores expresen un mayor dramatismo al dejar sentado que en esa lucha sobreviven las especies que gozan del favor de la naturaleza y perecen aquellas que abandona, contribuye más áun a asemejarlo al espíritu religioso, pero al cristiano esta vez, particularmente a la creencia en el juicio final, sobre todo en su vertiente calvinista, según la cual Dios dicta desde la eternidad quiénes se han de salvar y quiénes condenar.

La teoría que viene expuesta en el libro destruye, sin embargo, estas ambigüedades retornando a la exclusión de las causas sobrenaturales a que antes se hizo mención, pero era importante ponerlas de relieve porque la teoría darwiniana de la selección natural ha sido interpretada en tantas ocasiones de manera mítica, que permanece como un poso religioso en la creencia general de nuestro tiempo, incluso en la de muchos de quienes creen estar interpretando estas cosas a la luz de los escritos de Darwin. Baste exponer concisamente la teoría para que sirva de contraste con esa interpretación y, de paso, para resaltar su oposición a las doctrinas religiosas en general:

a)    Dos seres vivos pertenecen a una sola especie cuando pueden tener descendencia fértil y viable, lo que obviamente no impide que entre ellos exista una multitud de diferencias, como sucede de hecho en la realidad, donde casi nunca se encuentran dos individuos iguales. Las diferencias individuales serán más o menos ventajosas para sobrevivir según el medio en que se hallen. Las de color, por ejemplo, pueden llegar a ser de una importancia vital en ciertas circunstancias. No es indiferente para una mariposa tener color claro en un paisaje industrial contaminado, pues al destacar sobre un fondo oscurecido por la polución, será fácil presa de los pájaros, y, por el motivo opuesto, la de color oscuro será más “fuerte” para sobrevivir en el mismo medio, pero si este cambiara y se volviera más claro, debido, por ejemplo, a leyes anticontaminantes, las tornas se cambiarían radicalmente para las mariposas, pues lo que hasta entonces había sido “fuerza” sería ahora “debilidad” y viceversa. En realidad, no es posible saber de antemano qué será pertinente para la adaptación de las especies.

b)    Los individuos que tengan más probabilidades de sobrevivir las tendrán para llegar a adultos y tener descendencia, a la que podrán transmitir sus cualidades diferenciales. Luego el fundamento de la supervivencia de una especie está en su capacidad para producir individuos que puedan sobrevivir y producir a su vez otros. Esta es la fuerza en la denominada lucha por la vida. Debe quizá recordarse que el libro del Génesis también hacía hincapié en la fecundidad de las especies, pero es de suponer que se debe más a las peculiaridades propias de la sociedad de pastores a que pertenece el libro que por ninguna otra razón.

La combinación de estas dos ideas explica la tendencia de las especies a adaptarse al medio en que se hallan. Pero como ningún medio es definitivamente estable ninguna especie puede estar tampoco definitivamente adaptada ni, por tanto, puede ser estable. La tendencia es aproximadamente la siguiente:

a)    Puesto que la selección se ejerce sobre la variabilidad y ésta es potencialmente infinita por las transmisiones mendelianas y por las mutaciones genéticas, los cambios en las especies tienden a ser continuos, por lo que cuando dos grupos de la misma especie vivan en medios geográficos diferentes sus líneas de cambio podrán ser tan divergentes que dos individuos pertenecientes a cada uno de los grupos acaben por no poder cruzarse y tener descendencia. Habrá entonces dos especies y no una sola, pero ambas descenderán del mismo tronco.

b)    Cada uno de los periodos de la historia del planeta se caracteriza por la presencia y predominio de unas especies y la extinción de otras. Éstas tienen, en consecuencia, épocas de apogeo seguidas de otras de decadencia y, en el extremo, de extinción.

En esto consiste la evolución de las especies. No hay aquí nada que pueda llamarse rigurosamente “fuerza”, “naturaleza”, “lucha” o “selección”. Estos términos han de considerarse incorporados al vocabulario científico con un significado diferente del que tienen en el uso normal del lenguaje. El propio Darwin se encargó de matizarlos después de que se le acusara de personalizar las leyes naturales o de suponer que existe alguna voluntad consciente en ellas. En sus ideas no hay ni rastro de voluntarismo o personalismo naturales. En lugar de una voluntad consciente, como la de Epimeteo o Yahvé, que asigna a cada animal sus características, hay el azar de que un medio cambie y de que, en consecuencia, lo que hasta entonces era favorable o indiferente, para algún animal se convierta en perjudicial, y viceversa, por lo que no es la secreta providencia de la naturaleza la que se propone castigar a las mariposas claras y premiar a las oscuras, sino que son la industrialización y los pájaros, que carecen de voluntad y arbitrio, los que hacen que la vida de unas sea más difícil y la de las otras más fácil. Ellos, pájaros e industrialización, son la naturaleza para las mariposas.

Aplicada al caso humano, la teoría hace emerger una de las doscientas especies de primates a través de una serie de transformaciones sobrevenidas desde hace unos catorce millones de años hasta producir un animal erguido, cuyas extremidades delanteras, liberadas de la locomoción, liberaron a su vez a la boca de las tareas de la nutrición para el uso de la palabra. La secuencia comprende una gran cantidad de cambios que empezó por los pies, continuó por la adquisición de técnicas y ha culminado en los rasgos del hombre actual, producidos todos ellos, según se infiere de la teoría, porque en algún momento de su existencia, unos se conservaron por ser favorables y otros se perdieron por ser perjudiciales. Todo empezó, se dice, por los pies, conformando un relato literariamente desmañado que, narrado por referencia al producto final, adquiere un sentido engañoso, pues la teoría no admite fácilmente finalidad alguna, si es que no es contraria a toda finalidad:

a)    Pies y manos. – Para que la posición vertical fuera posible, antes fue necesario que el hueso del talón, el calcáneo, retrocediera, y que el dedo pulgar se alineara con los demás para facilitar el apoyo del organismo sobre tres puntos de un mismo plano, por lo que el pie dejó de ser apto para trepar y coger objetos. Las manos, “el instrumento de los instrumentos” según Aristóteles, pudieron asir y transportar las cosas una vez que quedaron libres de las tareas de la locomoción. Son órganos fisiológicos hechos por la selección y la mutación para llevar herramientas. Es como si las transformaciones generales del esqueleto, que lo son en orden a la marcha bípeda, hubieran buscado este resultado.

b)    Pelvis y columna. – Para contribuir a lo mismo, la pelvis ha tenido que hacerse más ancha, pues ha tenido que cargar con el peso del tronco y la cabeza; las tres curvas de la columna vertebral, una hacia delante en la región lumbar, otra hacia atrás en la zona de la espalda y otra más hacia adelante en la región cervical, para enderezarse finalmente al entrar en contacto con la base del cráneo, no tienen tampoco otra función que la de colaborar en la verticalidad.

c)    Cabeza. – Por reposar verticalmente sobre la columna vertebral, los músculos que la sostienen no necesitan ser masivos, ni el plano de la nuca, que les da agarre y sujeción, tiene que ser grueso o grande, por lo que ha podido redondearse en su parte posterior. A lo mismo ha contribuido la ausencia de crestas internas. El redondeamiento, o aplanamiento anterior, con el retroceso consecuente del sentido del olfato, ha permitido asimismo la posición de los ojos sobre un mismo plano para mirar estereoscópicamente y hacia delante, lo cual está directamente relacionado con la libre disponibilidad de la mano. En suma, el cráneo del hombre es redondo y sus huesos son delgados, lo que ha permitido una mayor cavidad para la masa encefálica. Si se traza un plano vertical que roce los arcos superciliares la cara apenas sobresale un poco. Esto es el ortognatismo, que guarda una estrecha relación con el tipo de alimentación, que en el hombre, gracias a la cocina, ha servido para reducir considerablemente la mandíbula inferior. Esta es parabólica y en ella predominan los premolares y los molares, más útiles y proporcionalmente más grandes que los incisivos y los caninos.

La mirada retrospectiva de la paleontología coloca en orden todos esos cambios, haciendo que la evolución de las especies tenga sentido para el observador, que percibe las transformaciones colocadas en una misma línea cuando ya han tenido lugar, igual que sucede con la estela de un barco que se desplaza a mucha velocidad, pues no hay nada en las gotas de agua que las haga más o menos aptas de antemano para dibujar la estela, sino que es el barco el que, una vez que ha pasado, las dispone en un cierto orden que sugiere un finalidad o dirección. Puede decirse lo mismo de la evolución de las especies, y particularmente de la humana, que en ellas no existe racionalidad prospectiva, sino, a lo sumo, retrospectiva.

Discusión sobre estas interpretaciones

De estas dos maneras generales de entender lo humano, la primera ha reinado sin discusión durante un largo tiempo, y la segunda, cuya edad no se alarga más allá de ciento cincuenta años, se dice que hoy le ha arrebatado su reino, pero no es seguro que su victoria sea definitiva. Baste recordar que en la actualidad es obligatorio en ciertas escuelas de los Estados Unidos de América enseñar a los alumnos a la vez el creacionismo religioso, contenido en el segundo relato que hemos examinado, y el darwinismo, como si ambas doctrinas fuesen teorías académicas situadas en un mismo plano. El hecho revela que muchas personas no están dispuestas a abandonar la creencia. Y, según lo que se desprende de nuestro análisis, hay otras que no sólo no la abandonan, sino que, afirmando aceptar la de Darwin, en realidad siguen una amalgama de lo antiguo y lo nuevo. No les falta cierta razón, puesto que no es difícil hallar ideas importantes en los mitos de Prometeo y el Génesis, no menos que en la teoría darwiniana. Pero en el fondo no es posible la neutralidad en esta confrontación. Si un hombre acepta al pie de la letra que ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios hará valoraciones sobre importantes sectores de la vida muy diferentes de las que haría si se tomara en serio que desciende de un primate erguido, sentirá que debe emprender unas acciones y abrigará muy distintas esperanzas sobre la vida y la muerte. La religión cuenta verdades intemporales en forma de metáfora, y las de la ciencia son objetivas y están referidas a tiempos concretos, pero unas son sentidas como importantes y las otras no, porque no conmueven a nadie, pues son inútiles para guiar la vida. No es esta, pues, una cuestión sin importancia, ante la cual sea posible encogerse de hombros y mirar para otro lado.

Antes de tomar una decisión es necesario estar prevenidos sobre un error muy extendido, el de pensar que uno mismo elige lo que decide creer. Un individuo nacido en el siglo XX puede tal vez desear haber vivido en el XV, o haber sido un ateniense en tiempos de Pericles, un romano contemporáneo de los Gracos o un señor feudal del reino de León, pero siente que nada de esto puede suceder ya, que le está vedado escapar de su era tanto como saltar sobre su sombra, porque lo que ya ha sido no retorna jamás. Pero no se trata sólo de eso, sino de que ni siquiera es posible sentir, pensar, creer y desear como aquellos hombres que él ya no puede ser. Lo mismo que se pertenece a la línea temporal del presente por el hecho biológico inapelable de haber nacido en el presente, se pertenece también a la línea mental y emotiva del presente. Nadie podría decir hoy, sin que se le tomara a broma, a locura o a insensatez, que la Tierra reposa inmóvil en el centro de varias decenas de esferas cristalinas que giran en torno a ella o que el hombre ha sido hecho directamente del barro por Epimeteo o por Yahvé, que la materia no tiene estructura atómica o que la teocracia es la mejor forma de organización política. ¿No debería más bien admitirse que se pertenece a una cosmovisión tanto si se quiere como si no y que no nos es dado elegir entre otras, por más que la propia sea una conjunción de varias?

Y no es que una cosmovisión cualquiera sea un tratado sistemático, un conjunto coherente de ideas entre las cuales no exista contradicción. Nuestro propósito no es mostrar esto, sino sólo constatar que el hecho de ser hombres de nuestro tiempo nos coloca a una distancia muy grande de los anteriores. Durante muchos siglos se creyó la verdad religiosa que aproxima al hombre a Dios y lo aleja de los animales. Lo pensaron por igual los hebreos, los griegos y los medievales. Ellos vieron en el hombre un ser natural animado por un soplo o spiritus divino y pensaron, sintieron y obraron en consecuencia. De ahí, y no de una imposición violenta, les vino el dedicarse casi exclusivamente a hacer teología y que la filosofía fuera la esclava de esta. ¿Cómo podría ser de otro modo una vez que se ha referido la realidad a Dios y se ha aceptado como algo natural que el entendimiento humano es de origen divino? Que una facultad sobrenatural debe dedicarse primordialmente a lo sobrenatural era tan obvio para ellos como lo es para nosotros el dedicar la misma facultad a las matemáticas, la química o la biología, es decir, a lo natural. Se ha pasado de pensar que el hombre ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios a pensar que es el resultado actual de una evolución que parte de la materia inorgánica y no ha contado con el concurso de otras fuerzas que no sean las de la naturaleza. Lo sobrenatural ha sido definitivamente desterrado más allá del horizonte de la ciencia. No otro es el motivo de que la teología, a cuyo estudio se dedicaron las mentes más ilustres del pasado, ni siquiera despierte hoy el interés de quienes dedican su vida a la religión. No puede ser de otro modo ahora que todos los seres humanos se hallan directa o indirectamente imbricados en las ciencias de la naturaleza, unos porque se dedican a su estudio y aplicación, otros porque las utilizan para comprender la realidad y todos porque disfrutan o padecen sus consecuencias. La nueva inteligencia de las cosas se ha impuesto férreamente.

Cierto es que el pasado resiste todavía en algunas personas, pero ellas mismas perciben que sus convicciones son supervivencias de otro tiempo, lo que vale decir supersticiones, restos del vendaval que ha destruido la anterior concepción. Con todo, a despecho de lo que acabo de decir, nada indica que la capacidad de acción de estas personas esté condenada definitivamente al fracaso, porque algunas formas religiosas, sectarias, brujeriles, etc., han tomado un auge importante en estos últimos años. Pero dejemos esto por ahora y volvamos a nuestro asunto.

Ello es que, independientemente de que estos individuos mantengan actualmente la superstición, la concepción nueva no ha desplazado totalmente a la vieja, sino que incluso en el espíritu de los hombres de más sano entendimiento se han superpuesto ambas y han provocado una grave escisión. Muchas voces procedentes de la filosofía han llamado la atención sobre esto, advirtiendo que el avance y extensión de las ideas científicas habrían de traer consigo el desmoronamiento de la vieja cosmovisión sin suplantarla por otra, y así nos hallamos al presente, urgidos por una presión de origen religioso, que exige hallar sentido y finalidad a lo real, y por otra de origen científico, que no puede hacer otra cosa que despreocuparse abiertamente de ello, o bien cometer errores inadmisibles cuando, saliendo de su cauce propio, procura relevar a la religión de su antiguo cometido. Este es el signo de nuestro tiempo. Dividido entre la obligación de aceptar las conclusiones de la ciencia y la necesidad de satisfacer impulsos religiosos, sentidos incluso por muchos que se dicen ateos, el hombre contemporáneo tiene que esperar de la filosofía una solución aceptable a su conflicto. Este es seguramente el motivo por el que el Estado encomienda a la asignatura de filosofía la tarea de dar contenido a epígrafes como «Génesis y especificidad de lo humano« u otros semejantes.

Es indudable que para cumplir esta tarea hay que tener en cuenta los hallazgos de la ciencia y los requerimientos de la religión, pero no lo es menos que el filósofo no está obligado por ninguna de las dos más de lo que le dicte su buen entender. Su principio es que nada es cierto sin examen, por lo que actúa correctamente al poner a la religión y a la ciencia una frente a la otra. Y lo primero que salta a la vista cuando se actúa así es que cada una de ellas falla en algo cuando muestra a su manera la génesis o la especificidad del hombre. La religión, que no puede dar cuenta de los innumerables hallazgos fósiles y las interpretaciones teóricas subsiguientes habidas a lo largo del último siglo y medio, yerra cuando presenta el origen del hombre, pero no se equivoca tanto cuando presenta otros aspectos acerca de su especificidad. ¿O no percibimos, por ejemplo, cuán acertado es el mito de Platón cuando presenta a Epimeteo como sabedor de que el último león moriría antes que la última gacela que le sirviera de alimento, por lo que hizo que el primero estuviera sobremanera interesado en la supervivencia de la segunda, pero errando al organizar la agresión intraespecífica, para lo que Zeus dio el remedio que tantos admiten como bueno? La ciencia, que ofrece una explicación satisfactoria del origen, no alcanza a ofrecer una concepción clara de su especificidad y cuando lo hace sólo dice lo que el hombre no es, no lo que es, como se verá más adelante. Lo que queda por hacer, pues, es mostrar la especificidad del hombre en relación con su origen sin caer en los yerros o las insuficiencias de la ciencia y la religión.

La indefinición o apertura al mundo

El que durante mucho tiempo no haya existido una concepción científica indica que es posible prescindir de ella y el que en la actualidad existan muchos individuos que sólo aceptan una concepción nacida de la ciencia indica asimismo que es posible prescindir de la religión. De esse ad posse valet hilatio. Puede prescindirse de una u otra, pero no es posible vivir sin alguna, sea cual sea.

Hemos dado así con una necesidad humana importante, la de tener alguna idea con la que dar cuenta de sí y de la realidad para saber a qué atenerse, lo que quiere decir que el hombre es el ser al que no basta la dotación morfológica que, según los intérpretes actuales de la teoría darwiniana, ha heredado de sus antecesores antropoides, sino que necesita, por decirlo de algún modo, hacer un inventario de las capacidades y tendencias de que dispone y de las oportunidades que le ofrece el ambiente físico para ejercerlas, en lo cual se diferencia básicamente de cualquier otro animal, cuyas pulsiones internas y cuya disposición morfológica han sido estructuradas de acuerdo con el medio por muchos siglos de selección natural de tal manera que le basta con actuar de acuerdo con ellas para llevar adelante su vida sin mayores problemas de ordenación. Un tigre tiene agilidad, garras y colmillos bien dispuestas para la caza, y sentidos apropiados, como el olfato y la visión, que se conjugan perfectamente con aquellas armas, y está dotado además del instinto propio del cazador, sin el cual todo lo anterior sería inútil. No necesita más que aprestarse para usar esos dones que la naturaleza le ha regalado, es decir, sólo necesita dar rienda suelta a su ser en el momento oportuno, y no ha sido hecho por la evolución para otra cosa.

Es esclarecedor el caso de la garrapata propuesto por J. von Uexküll. Se trata de un animal ciego, sordo y mudo, que sólo posee un sentido de orientación vertical por la luz, otro para detectar el olor del ácido butírico que despiden todos los mamíferos, un sentido del tacto y otro de la temperatura. Dotada de estos pocos instrumentos para explorar el mundo y orientarse en él, puede esperar durante mucho tiempo, tanto que se ha sabido de alguna que ha vivido hasta 18 años sin alimento en un experimento de laboratorio, encaramada sobre un arbusto al que ha podido trepar por su sentido del arriba y el abajo, para dejarse caer cuando su olfato le indique que pasa un mamífero por debajo, para dejarse guiar entonces por sus sentidos del tacto y la temperatura hasta el lugar más caliente, donde no haya pelos, y allí perforar la piel y chupar la sangre. Después de esta primera y única comida, que no tendrá oportunidad de degustar porque tampoco tiene sentido del gusto, la garrapata pondrá sus huevos y morirá. Esos huevos, que descansan en los ovarios durante el tiempo de espera, se fecundan cuando la sangre llega al estómago de la garrapata, dado que entonces se liberan las células espermáticas, que yacen en cápsulas atadas durante la época de espera.

Este caso admirable pone de manifiesto la armonía existente entre la morfología del animal y el mundo que le es propio. Parece claro que cada especie tiene por propio un mundo distinto del de las demás, el cual es resultado de la interacción entre la disposición de sus órganos y el medio general que habita. El mundo de la garrapata, por ejemplo, no es el mismo que el del mamífero sobre el cual se aloja temporalmente.

Necesitamos volver de nuevo sobre la teoría de la selección natural para tratar de aclarar esta situación. Se nos dice que de sus principios, que son los principios de la evolución general de las especies, se sigue que los animales están por lo general adaptados a algún entorno concreto, por lo que la observación de las características y disposición de su organismo tiene que ser suficiente para conocer su modo de vida y el medio que habita. Nos han servido de ejemplos la garrapata y el tigre. Esos principios nos han hecho saber también que, en general, un animal corpulento, dotado de garras y colmillos, no tendrá el mismo tipo de adaptación que otro que es veloz y no tiene órganos de defensa y ataque, o bien que otro cuyo cuerpo está revestido de una capa de grasa no vivirá seguramente en el mismo lugar que el que carezca de ella, excepto si es peludo o lanudo, o, por último, que un ciervo, que carece de armas naturales, dependerá de la velocidad y los instintos propios del animal fugitivo, un felino de sus habilidades venatorias, y así en todos los demás.

Ahora bien, este tendencia propia de la evolución natural, que asigna formas orgánicas especializadas a animales que habitan en ambientes concretos, parece haber fallado en el caso del hombre, de manera que, mientras a cada animal le basta con seguir espontáneamente sus dispositivos naturales para sobrevivir, el hombre, por no disponer de ninguna especialización morfológica, está obligado a hacerlo todo por sí mismo. Su mandíbula no es la de un depredador, ni sus extremidades las de un trepador, sus manos no poseen las garras de un carnívoro ni sus sentidos son los propios de un animal de fuga, y, por si esto no bastara, su periodo de cría es desesperadamente largo y su vida se alarga mucho más allá de lo necesario para la reproducción. Biológicamente es un ser mediocre por su carencia casi total de especialización. ¿Cuál podría haber sido su medio específico? ¿Qué clase de animal podemos decir que es si atendemos a la disposición de sus órganos? ¿Cuál es su mundo propio? ¿No será que carece de él? ¿No será un animal expulsado de todo mundo, como Adán del Paraíso? En las condiciones naturales que rigen para los demás animales debería haberse extinguido hace mucho tiempo. Pero no ha sido así, pues está vivo. Luego su éxito no ha podido venirle de su dotación específica, sino, en todo caso, de su falta de ella. Es el ser al que la imprevisión de Epimeteo dejó sin dones, por lo que no rigen para él las condiciones naturales que rigen para los demás animales. En otras palabras: las condiciones naturales que rigen para los demás animales no rigen para él.

Si ha sobrevivido ha sido porque, no habiéndole dado la naturaleza un medio específico en el que habitar, ni un físico y unas tendencias apropiadas, como ha hecho con las otras especies, ha tenido él mismo que lograrlo todo por su cuenta, es decir, lo que él es y lo que posee para la supervivencia ha tenido que depender de lo que hiciera consigo mismo usando su mano y su inteligencia. Solamente por esto, por tener que usar su mano y su inteligencia para hacer de sí lo que la naturaleza no ha hecho, es por lo que la ciencia ha descubierto que es un ser bípedo, un animal cuya verticalidad que no se entiende si no es por la liberación de su mano y por su utilización inteligente.

Como en el mito de Platón, según el cual Epimeteo había seguido un plan de acción para todos los animales, excepto para el hombre, que quedó desnudo de todo y hubo de acudir Prometeo para resolver el problema de su supervivencia, también aquí la azarosa evolución ha dotado a todos los animales de elementos naturales definidos, excepto al hombre, que, habiendo quedado en la indefinición, en ella ha cifrado su enorme plasticidad para adaptarse a casi todos los medios. La diferencia estriba en que él mismo ha tenido que aprender a ser su propio Prometeo.

Valga decir como conclusión provisional que el hombre no está cerrado a un mundo particular, sino que se encuentra abierto a todos ellos por su falta de especialización natural.

Especificidad del hombre

Lo cual quiere decir que es un ser activo, porque no tiene más remedio que tratar con el mundo, transformándolo cuantas veces sea preciso y cambiando asimismo cada estado logrado por él, con el fin de alimentarse, abrigarse, reproducirse, etc., lo que constantemente le fuerza a elegir entre múltiples alternativas posibles. Es lo que muestra la enorme variedad de formas de vida que el hombre ha formado casi en todos los puntos del planeta desde que existe. En consecuencia, es un ser que ha de tomar postura ante sí mismo y ante las cosas, poner orden en ellas y jerarquizarlas, antes de ejecutar sus acciones, como se puede ver en cualquier momento. Cuando hace frío, el gato se acerca al fuego. El hombre también. Pero no es el mismo acto. El hombre lo ha encendido, lo que requiere una serie ordenada de acciones. Desde este punto de vista, sólo él está dotado para la acción. Su única especificidad reside en su disposición a la disciplina, al adiestramiento de su animalidad, pues no puede confiar en otros medios para lograr lo que otros logran por medio de su especialización natural, es decir, para lograr hacer de sí algo que no es, pues ya ha quedado sentado que su caracterización biológica básica es negativa, a saber, la ausencia de especialización y adaptación a un medio. Esto significa también que es alguien volcado hacia el futuro, un ser previsor, en tanto que los demás animales viven en el presente.

Todas estas notas no son en el fondo más que consecuencias de una sola, la acción, que queda propuesta finalmente como lo específico del hombre. Pero ahora estamos en disposición de reconocer el resultado general de la acción.

Los animales tienen su propio mundo, un conjunto de rasgos del medio al que la selección natural y la mutación han ido ajustando cada organismo. Es una esfera cerrada en cuyo interior se desenvuelve la vida de la especie. Para la garrapata consta solamente de un sentido lumínico, otro para orientarse según un eje vertical, otro para detectar la temperatura, etc. Esos pocos puntos de información constituyen su vida, no existiendo nada más para ella. Son su círculo cerrado existencial. Solamente lo que cae dentro del círculo tiene significado. Amplíese esta noción a la casi totalidad de los animales y se comprobará cómo se impone con fuerza la convicción de que se trata de esferas separadas, de burbujas que flotan aisladas en una realidad de la que, aun siendo la misma para todas, la naturaleza ha seleccionado para cada una lo que se ajusta a su disposición orgánica y ha construido en paralelo dicha disposición orgánica. Una cosa para cada lugar y un lugar para cada cosa.

Puede simplificarse esta cuestión diciendo que los animales se conducen de la forma regular en que lo hacen porque se hallan en posesión de unos instintos que la evolución ha estructurado en torno a un medio ambiente concreto, pero entonces hay que preguntarse: ¿cómo consigue el animal humano, que no está encerrado en ninguna burbuja semejante, una conducta regular? La respuesta es que las formas en que los hombres piensan la realidad, sienten y manifiestan sus instintos, valoran lo importante, desean lo agradable, etc., forma un entramado que ellos mismos crean y que, expresado en las instituciones sociales y la tradición, se les impone con una fuerza suave pero irresistible y les hace desembocar en formas previsibles de conducta. En el lugar que ocupa la esfera para los animales el hombre ha puesto la cultura. Su existencia no discurre, en consecuencia, a través de ese acomodamiento entre instintos y medio físico propio de las demás especies. Por eso vive en cualquier parte, sea el polo o el ecuador, la selva o el desierto, y no en algún lugar particular fijado de antemano, porque crea para sí su propia esfera en cada lugar, porque construye una cultura que se alza sobre su naturaleza de animal y constituye su segunda naturaleza, su especificidad. En lo que sigue habrá de verse qué es propiamente esta segunda naturaleza.


 

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Origen y esencia del hombre

1. Origen del hombre de acuerdo con el mito de Prometeo y el Génesis

Cuando describen la aparición del hombre en el mundo las religiones suelen presentarlo como un ser desvalido, un animal incapaz de satisfacer por sí mismo sus necesidades, sean las biológicas de la alimentación y el amparo frente a los elementos, sean las sociopolíticas de la organización, la producción económica o la defensa de unos frente a otros. Según el mito de Prometeo, contado por Platón en el Protágoras, al principio existían solamente los dioses inmortales. Cuando llegó el tiempo de formar a los seres mortales descendieron a las entrañas de la Tierra y allí, con fuego, aire y tierra, los hicieron. A continuación había que darles lo necesario para la vida, de lo que se encargaron dos dioses secundarios, Prometeo y Epimeteo. El segundo sintió deseos de hacerlo él solo, y así se lo hizo saber al primero, rogándole que se lo permitiera, “a condición, añadió, de que tú examines después el reparto”. Prometeo asintió, creyendo quizá que la tarea no encerraba dificultad alguna, y el otro la inició con buenas trazas, pues daba a unos velocidad sin fuerza, a otros fuerza sin velocidad, a unos los hacía armados y a los otros inermes, entregaba a unos un tamaño reducido y cuevas para guarecerse y a otros daba alas para huir por los aires, a éstos corpulencia, a aquéllos una piel cubierta de pelo, a los de más allá los calzaba con cascos, y así sucesivamente. Cuando hubo de asignar clases de alimentos hizo que unos comieran hierbas y otros de la carne de éstos, pero cuidó de que los primeros se reprodujeran velozmente y los segundos lentamente, no fuera que aquellos se extinguieran por el acoso de éstos y éstos por la escasez de aquellos. Así hizo en todo lo demás.

Como puede comprenderse, el principio que guió a Epimeteo no fue otro que el de procurar a cada especie lo necesario frente a las demás, razón por la que, comprendiendo que si hacía un reparto igual y daba a todos de todo, pronto se aniquilarían entre sí, decidió que lo mejor era que se produjera un equilibrio en la desigualdad. De ahí, por ejemplo, que hiciera muy fecundas a las especies que debían servir de comida a las otras y poco fecundas a estas últimas, y otros mil detalles de un reparto en cuyos pormenores ya no hace falta entrar. Pero como Epimeteo era algo estúpido repartió sin tiento todo lo que tenía dejó a una clase de animales, la de los hombres, sin nada con que cubrirse del frío o defenderse de los otros, sin las naturales ligereza, velocidad, corpulencia, etc., que a los demás se les había ya procurado para que pudieran sobrevivir. Llegó en esto Prometeo y al punto se percató del desaguisado. Había que buscar algo y pronto, porque ya estaba el momento de subir todos arriba, así que no se le ocurrió cosa mejor que hacer que robar a Hefestos, el dios de la fragua en donde se forjaban los rayos de Zeus, el fuego que espanta a todos los animales, y a Atenea, la diosa inteligente, las artes. Debió pensar que no podía hacerles un regalo sin el otro, porque los oficios de la metalurgia, la cerámica, y todos los que, según sabemos nosotros ahora, habían aparecido en el Neolítico, no son nada sin el fuego, y éste es poco útil cuando no se emplea en las técnicas. Con estos dones ya podía el hombre perseverar en la vida resistiendo a los otros seres, pero el robo costó caro a Prometeo, pues lo hubo de pagar con un cruel castigo, el de ser atado al monte Caúcaso para que un buitre le devorara sin cesar las entrañas.

Los dones de Prometeo, con ser necesarios para que los hombres se mantuvieran vivos, no fueron suficientes, porque, aun siendo dones que les aproximaban a los dioses, por lo que podían articular sonidos, levantar altares a las divinidades, crear lenguas, dar nombres a las cosas, construir casas, fabricar aperos de labranza y sacar de la tierra sus alimentos, no bastaban para que pudieran vivir unos junto a otros. Si alguna vez lo intentaban era sólo para acabar atacándose entre sí, por lo que tenían que volver a separarse, y cuando se separaban eran devorados por las fieras, de manera que no podían vivir juntos ni separados, lo cual se debía a que no conocían aún el arte de la política, que Prometeo no había podido robar porque pertenecía exclusivamente a Zeus, en cuyo recinto no tenía derecho a entrar y estaba además protegido por guardias terribles.

Pero Zeus se apiadó de los infelices hombres y les envió a Hermes, su mensajero, para que les entregase el pudor y la justicia. Pero Hermes quiso saber cómo había que distribuir esos regalos, si como había hecho Epimeteo, que había entregado la medicina solamente a uno, para que la ejerciera sobre los demás, el oficio de carpintero a otro, para que actuar del mismo modo, o si debía darlos a todos por igual, a lo que contestó Zeus que para que pudiera haber sociedades era preciso que todos los hombres sin excepción tuvieran pudor y justicia, y que de tal manera era esto así que había que dictar una orden según la cual todo aquel que careciera de alguna de estas virtudes debía “ser exterminado y considerado como la peste de la sociedad”.

En el primer libro de la Biblia, el Génesis, se dice que Dios creó el mundo en seis días, que el primero de ellos creó a los animales del agua y del aire y les dio como primer don la fecundidad, mandándoles que procrearan y se multiplicaran hasta henchir las aguas del mar y poblar la tierra, que al día siguiente creó los animales de tierra, ganados, reptiles y bestias, a los que también creó macho y hembra, y, que el día sexto y último decidió crear al hombre, que, a diferencia de los demás, debía ser hecho a imagen y semejanza de Él. También le otorgó la fecundidad, como al resto de los animales, pero, aunque no le hizo donación expresa de las artes, como había hecho Prometeo, sí le dio el poder de someter y dominar todo cuanto vive y se mueve en el agua, la tierra y el aire. Hizo asimismo al hombre de arcilla y decidió no entregarle los bienes morales y sociales, que pendían como fruta madura del árbol de la ciencia del bien y del mal, pero sin que pudieran comer de ellos bajo pena de muerte. Tampoco podían comer del árbol de la inmortalidad. La serpiente convenció sin embargo a Eva de que el día que comieran de los frutos prohibidos serían como Dios.

2. Confrontación entre la religión y la ciencia.

Tengamos también presente cuán infinitamente complejas y rigurosamente adaptadas son las relaciones de todos los seres orgánicos entre sí y con condiciones físicas de vida, y, en consecuencia, qué infinitamente variadas diversidades de estructura serían útiles a cada ser en condiciones cambiantes de vida. Viendo que indudablemente se han presentado variaciones útiles al hombre, ¿puede, pues, parecer improbable el que, del mismo modo, para cada ser, en la grande y compleja batalla dela vida, tengan que presentarse otras variaciones sucesivas? Si esto ocurre, ¿podemos dudar –recordando que nacen muchos más individuos de los que acaso pueden sobrevivir– que los individuos que tienen ventaja, por ligera que sea, sobre otros tendrían más probabilidades de sobrevivir y procrear su especie? Por el contrario, podemos estar seguros de que toda variación en el menor grado perjudicial tiene que ser rigurosamente destruida. A esta conservación de las diferencias y variaciones individualmente favorables y la destrucción delas que son perjudiciales, la he llamado yo selección natural o supervivencia de los más adecuados. En las variaciones ni útiles ni perjudiciales no influiría la selección natural, y quedarían abandonadas como un elemento fluctuante, como vemos quizá en ciertas especies polimorfas, o llegarían finalmente a fijarse a causa de la naturaleza del organismo y de la naturaleza de las condiciones del medio ambiente.

Varios autores han interpretado mal o puesto reparos a la expresión selección natural. Algunos hasta han imaginado que la selección natural produce la variabilidad, siendo así que implica solamente la conservación de las variedades que aparecen y son beneficiosas al ser en sus condiciones de vida. Nadie pone reparos a los agricultores que hablan de los poderosos efectos de la selección del hombre, y en este caso las diferencias individuales dadas por la naturaleza, que el hombre elige con algún objeto, tienen necesariamente que existir antes. Otros han opuesto que el término selección  implica elección consciente en los animales que se modifican, y hasta ha sido argüido que, como las plantas no tienen voluntad, la selección natural no es aplicable a ellas. En el sentido literal de la palabra, indudablemente, selección natural es una expresión falsa; pero, ¿quién pondrá nunca reparos a los químicos que hablan de las afinidades electivas de los diferentes elementos? Y, sin embargo, de un ácido no puede decirse rigurosamente que elige una base con la cual se combina de preferencia. Se ha dicho que yo hablo de la selección natural como de una potencia activa o divinidad; pero, ¿quién hace cargos a un autor que habla de la atracción de la gravedad como si regulase los movimientos de los planetas? Todos sabemos lo que se entiende e implican tales expresiones metafóricas, que son casi necesarias para la brevedad. Del mismo modo, es difícil evitar el personificar la palabra naturaleza; pero por naturaleza quiero decir sólo la acción y el resultado totales de muchas leyes naturales, y por leyes, la sucesión de hechos, en cuanto son conocidos con seguridad por nosotros. Familiarizándose un poco, estas objeciones superficiales quedarán olvidadas. (Darwin, Ch., El origen de las especies. I. trad. de J. P. Marco, Planeta – De Agostini, Barcelona, 1985, Págs. 101–103.)

De la comparación de las ideas de Darwin con las de las explicaciones religiosas anteriores brotan diferencias y semejanzas muy importantes. Obsérvese, por ejemplo, que el resultado de la selección natural no es muy distinto del de la acción de Epimeteo. Hay otros parecidos que no detallaremos aquí. Interesa más poner de relieve una diferencia sobre la que reposa gran parte de las formas actuales de pensamiento: que en la teoría darwiniana, como en general en las teorías sobre la materia, solo obra el azar, en tanto que en las ideas del Génesis y del mito de Prometeo predomina un objetivo consciente impuesto a la naturaleza. Una vez comprendida a fondo esta divergencia habría que analizar si ambas perspectivas son por fuerza incompatibles entre sí. La posición más acertada parece que consiste en reconocer que no hay tal incompatibilidad. Una cosa es que el habla se produzca porque hay aire, una causa mecánica, y otra que se hable con el fin de convencer a alguien de algo. Sin la primera causa no existe la segunda. Eso es indudable. Pero la segunda no consiste en la primera.

Pero, aun siendo esto verdad, también lo es que las explicaciones causales mecánicas, de las que la selección natural aporta algunas, han hecho que el actual sistema de conocimientos dirija a la naturaleza, previamente entendida como un mecanismo, la atención que antes se dirigía a Dios.

3. Necesidad de una cosmovisión

El mero hecho de haber nacido en el siglo XX impone una concepción determinada del universo. Se oye a veces que alguien desearía haber vivido en otro tiempo, pero quien eso dice, y quien lo oye, saben que ya no es posible. Que no es posible ya ser un griego clásico, un romano republicano, un señor feudal, etc.,  más que imaginariamente. Nos está vedado escapar de nuestra era, como nos está vedado saltar por encima de nuestra sombra. Lo que ya ha sido no retorna. Pero se trata de algo más: de que no sólo no es posible que la humanidad vuelva a ser lo que ya ha sido en alguno de sus momentos anteriores, sino de que es harto dudoso que alguien pueda pensar, creer y desear como creyeron, pensaron y desearon los antiguos. Se pertenece al presente por un hecho biológico inapelable, el de haber nacido en el presente. ¿Acaso no puede decirse que se pertenece también a la actual concepción del universo, tanto si se quiere como si no y que esto no depende de la voluntad de nadie?

Estas afirmaciones admiten quizá una prueba fácil: ¿se atrevería alguien a decir en serio que la Tierra reposa inmóvil en el centro de varias decenas de esferas cristalinas que giran en torno a ella, que el hombre ha sido directamente hecho por Dios en cuerpo y alma, etc.,? ¿No creemos todos, en contra incluso de la evidencia directa de nuestros sentidos, que la Tierra gira alrededor del Sol o que el hombre procede de un primate inferior equiparable a los actuales gorila o chimpancé?

Nuestras ideas astronómicas y antropológicas nos parecen hoy naturales, pero en realidad son muy recientes. Durante varios miles de años los hombres han estado firmemente convencidos de una verdad religiosa que aproxima al hombre a Dios y lo aleja de los animales. Hebreos, griegos y medievales, salvando las distancias que los separan entre sí, han creído que el hombres es un ser de espíritu divino y han pensado, sentido y obrado en consecuencia. Y, por haber creído que toda la realidad está referida a Dios y que el entendimiento humano es de origen divino, durante todos esos siglos se entregaron a la exclusiva tarea de hacer teología. Por esto fue la filosofía su esclava, no por una imposición violenta. Que la inteligencia se dedicara a la comprensión de las cosas divinas era, para ellos, algo natural. Para nosotros, por el contrario, lo es que se dedique a la química, las matemáticas, la medicina, etc., es decir, a las ciencias que explican la naturaleza. Ello es debido a que, frente a la idea de que el hombre ha sido hecho directamente por Dios, se ha impuesto la idea de que es un producto natural que ha evolucionado tal vez desde la materia inorgánica, y lo ha hecho sin el concurso de otras fuerzas que las naturales.

La vieja y la nueva concepción se han superpuesto en el espíritu del hombre moderno, provocando en él una grave escisión. Muchas voces procedentes de la filosofía han llamado la atención sobre el hecho de que el avance y extensión de las ideas científicas tenían que traer consigo el desmoronamiento de la vieja concepción del mundo sin poder suplantarla por otra. En el momento actual permanecemos urgidos por una presión de origen religioso que pugna por hallar sentido y finalidad a lo real y por otra de corte científico que no puede hacer otra cosa que despreocuparse abiertamente de ello. Es el signo de nuestro tiempo.

La confrontación de estas dos opciones no puede eludirse declarándose neutral. Un hombre sentirá llamadas distintas a la acción, hará valoraciones diferentes acerca de importantes sectores de la vida, estará dispuesto a esperar muy diferentes cosas de ella, etc., según crea que está hecho a imagen y semejanza de Dios o que es un primate que ha logrado triunfar. Durante una gran parte de su existencia, ha sido la religión la encargada de suministrarle una primera manera de entenderse a sí mismo. Ahora parece que la ciencia ha tomado sobre sí esa obligación. Ambas son, empero, excluyentes: una remite a Dios, otra al animal. Podría pensarse que las dos son satisfactorias a su modo, cada una para aquellos a quienes está dirigida, y tal vez se esté en lo cierto, pero a condición de no traspasar el umbral del pensar común y corriente, porque entonces ambas se muestran insuficientes. La primera porque deja de lado una ingente cantidad de hechos científicos –hallazgos fósiles e interpretaciones teóricas– que se han producido en los últimos cien años. La segunda porque, aun teniendo en cuenta esos hechos, y seguramente porque no puede hacer otra cosa que limitarse a tenerlos en cuenta, no alcanza, como habremos de ver, a ofrecer una concepción del hombre si no es in absentia. Por este motivo se estudiarán aquí con algún detenimiento sus aportaciones.

De lo dicho se desprende ya algo que se debe retener como una característica humana importante: la necesidad de poseer alguna concepción del mundo y de sí mismo. Es posible prescindir de la que emana de la ciencia o de la que emana de la religión, pero no es posible estar sin concepción alguna. El hombre es, pues, un ser que necesita interpretarse, conocer cuáles son sus impulsos y sus necesidades, así como los impulsos y necesidades de los demás, para “saber a qué atenerse” en todo cuanto hace. Ahora bien, si el origen y orientación de impulsos y necesidades dependen de su concepción para activarse, entonces es que carece del plan de acción que los demás animales poseen cuando nacen. Puesto que no necesitan nada más para “saber a qué atenerse”, los animales son seres acabados. El hombre, por el contrario, es un ser inacabado, pues primero tiene que descubrir lo que ha de hacer consigo mismo para después tratar de hacerlo.

El hecho notable de que en la enseñanza del Bachillerato no se encomiende a la ciencia ni a la religión, sino a la filosofía, la tarea de dar contenido al epígrafe Génesis y especificidad de lo humano o cualquier otro semejante, indica, como más arriba se ha dicho, que nuestro tiempo no ha alcanzado todavía una concepción aceptada y estable del hombre. Dividido entre la obligación de aceptar las conclusiones de la ciencia y la urgencia de satisfacer impulsos religiosos sentidos incluso por muchos que se dicen ateos, el siglo XX parece esperar de la filosofía una solución aceptable a su conflicto. A ella le cumple, pues, ejecutar este plan, para lo que habrá de tener en cuenta los datos obtenidos por la ciencia a la vez que los requerimientos procedentes de la actitud religiosa, para procurar comprender lo que cabe conceder a cada una de ellas. Empecemos por la ciencia.

4. Tres conclusiones

La primera enseñanza que lo anterior impone es que la Tierra no es el centro del universo, y ni siquiera una parte importante de él. Esta es una forma de ver las cosas que los hombres del siglo XX tienen como algo suyo, sin que les sea fácil prescindir de ella. La Antigüedad clásica y medieval creyó que el universo tiene figura esférica, que la Tierra está situada en su centro y que los orbes de las estrellas, auténticas esferas transparentes en cuyo interior se hallan tachonados los astros, giran en torno a ella. Este modelo debió estar tan arraigado en la mente de los hombres que no sufrió cambios importantes ni siquiera en los albores de la revolución científica actual, que comenzó precisamente por la astronomía. El universo de Aristóteles y Ptolomeo era ciertamente tan pequeño y confortable como representaban las figuraciones medievales, pero solamente si es comparado con la imagen de nuestro tiempo. Aquél tenía, según ellos, un diámetro de unos 20.000 radios, es decir, aproximadamente 200 millones de kilómetros. El de Copérnico tenía que ser unas 2.000 veces mayor, lo que arroja un diámetro de 400.000 millones de kilómetros. Por comparación con el actual, cuyas distancias entre estrellas se miden en años–luz, ambos, el medieval y el copernicano, son extraordinariamente pequeños. Desde este punto de vista, Copérnico es más medieval que moderno. Kepler y Galileo no estaban muy lejos de él. Descartes, ya en pleno siglo XVII, fue el primero en pensar seriamente que el universo es infinito. Hoy tiende a pensarse que es finito, pero ilimitado.

La segunda se refiere al hombre, por lo que su significación es seguramente mayor. Pensar que tampoco él es el centro de los seres vivos, sino un producto de fuerzas inferiores, no más que una de las múltiples combinaciones posibles a que se entrega mecánicamente la naturaleza, es situarse en una posición profundamente opuesta a la que durante muchos siglos han mantenido los hombres. La interpretación evolucionista, que no apareció para explicar la evolución humana, sino para explicar la de todos los seres orgánicos, y cuya aplicación a lo humano no ha sido más que una particularización lógica, deductiva, de la teoría general, lo que impide el añadido de consideraciones ausentes del principio general con el fin de situar al hombre en un lugar privilegiado frente al resto de los seres, conduce a concebir la vida como una corriente continua que arranca de la primera criatura viva, seguramente una sencilla agregación preanimal de células, y que, pasando primero por las formas ancestrales de los vertebrados y después por las de los mamíferos y los primates, vino a desembocar por último en las actuales especies vivas, una de las cuales es la humana. No se trata, pues, de que la vida actual sea el fin y la culminación de la corriente evolutiva, lo que equivaldría a dotarla de sentido y finalidad, sino sólo de que es su resultado presente, con respecto al cual la corriente no puede guardar más que indiferencia, la misma que el agua con respecto a los recipientes que llena. No es posible ver en las especies, tanto las pasadas como las presentes o las que están por venir, más que productos accidentales del caudal de la vida, y no puede mantenerse a este respecto otra tesis que no sea la de afirmar que dicho caudal no se ha estancado hasta el presente sino que, a tenor de la variación empírica, se ha multiplicado en innumerables canales que dan lugar a su vez ininterrumpidamente a otras bifurcaciones, muchas de las cuales acaban feneciendo, como de hecho ha sucedido en la inmensa mayoría de los casos. Las especies se transforman o se extinguen, no permanecen. Por ello no pueden ser contemporáneos los progenitores y los descendientes, de modo que, por ejemplo, aquel dicho popular que pone el origen del hombre en el mono no puede ser aceptado más que metafóricamente, pues una interpretación literal iría contra la teoría misma. La vida vive en el tiempo.

La tercera tiene que ver con la forma actual, de raigambre científica, que tiene el hombre occidental del siglo XX de formarse ideas sobre sí mismo y sobre el mundo circundante. Sea suficiente un ejemplo para comprenderlo. Podría parecer que el firmamento estrellado está directamente presente a los ojos de quien quiera mirar y que basta con alzarlos a lo alto para verlo tal como es. Pero de ese error nos saca la astronomía. A principios de este siglo se creía que el universo material comprendía solamente nuestra galaxia, la Vía Láctea, pero ahora sabemos que hay, como mínimo, otros 50.000 millones de galaxias como ella. ¿Cuántas estrellas puede tener este cielo si las de la Vía Láctea son, a tenor de los cálculos más conservadores, unos 50.000 millones? Sin embargo, nuestros ojos solamente pueden observar, en condiciones de visibilidad perfecta, poco más de 1000. Pero las galaxias fotografiadas por el telescopio Hubble durante el mes de Diciembre de 1.995 se hallan a una distancia tal que son 4000 millones de veces más imperceptibles que el objeto más pequeño que pueda detectar el ojo en el cielo nocturno. Ahora bien, los rayos de luz que han llegado hasta el Hubble han debido recorrer antes una enorme distancia. Si la luz de la estrella Polaris tarda 470 años en llegar a la Tierra, ¿cuántos años habrán empleado hasta ser detectados por el Hubble unos rayos de luz que proceden de galaxias que son, como mínimo, 4000 millones de veces más imperceptibles que la Polaris? Una cosa sí es cierta: que las fotografías de Diciembre de 1.995 no corresponden a esa fecha, sino a muchos años atrás. Tal vez esas galaxias ni siquiera existan ya y, en todo caso, es seguro que no están donde estaban. Las imágenes fotográficas corresponden a un pasado ya extinguido y la astronomía no se diferencia en lo fundamental de la arqueología, pues en ésta son los hallazgos fósiles los que obligan a ahondar el tiempo de existencia del hombre.

Sin la ayuda de las teorías, los conceptos, las hipótesis, el instrumental técnico, etc., es imposible saber que el firmamento o el hombre son así. El saber es el resultado de esa actividad y el mundo, tanto el natural como el humano, son, para el hombre, el saber que él va formándose sobre ellos. Ésta es su realidad, o, mejor dicho, su realidad es la realidad. Los otros seres existen también en ella, pero hay una diferencia que parece insalvable: que no lo saben y, como no lo saben, no piensan, no sienten y no actúan en consecuencia.

5. Materia, vida y mente

Desde un cierto punto de vista el hombre es materia inerte, idéntico por tanto al agua y al mineral. Por eso está sometido a las mismas leyes que gobiernan a éstos, las leyes que rigen los electrones y las galaxias. Pero es también materia viva, como la de un animal, razón por la que se halla asimismo sometido a los principios de la evolución darwiniana. Por último, es un ser capaz de volver su mirada sobre el universo inerte y sobre el orgánico para entenderlo y explicarlo, una actividad propia de algo que suele recibir el nombre de mente. Materia, vida y mente son, pues, sus tres componentes. La materia, la vida y la mente son, además, las únicas tres entidades que pueden hallarse en la realidad, por lo que se ha solido decir que el hombre es un microcosmos, un compendio de todo lo real.

La materia

Hace unos 15.000 millones de años hubo una explosión, un estallido de tal naturaleza que no guarda parecido alguno con lo que hacen las bombas que conocemos, que explotan aquí o allá y dejan indemne lo que no está alrededor. Fue una explosión absoluta, pues estalló el universo entero entonces existente, tanto si era finito como si era infinito, disgregándose después a velocidades altísimas. Esa disgregación continúa en el presente y no se sabe con exactitud qué sucederá en el futuro. Tampoco se sabe lo que sucedía antes de la explosión, si es que algo sucedía. Puede que existiera un universo anterior, resultado de explosiones anteriores, pero puede que no. El conocimiento positivo se detiene en este umbral de lo eterno. En la primera centésima de segundo la temperatura alcanzó los cien mil millones de grados. En un medio así, mucho más caliente que el centro de cualquier estrella, no podía haber moléculas, átomos, etc., porque no podían mantenerse unidos los componentes de la materia. Sólo había partículas elementales: electrones, positrones, neutrinos, algunos protones y neutrones y, sobre todo, fotones. El universo primitivo estaba inundado de luz. Pero la existencia de estas partículas era muy corta. Constantemente brotaban de la energía pura para ser aniquiladas de nuevo. De esta composición obtienen los científicos la densidad de aquella primera forma de existencia del universo: cuatro mil millones de veces la del agua.

Después de la primera décima de segundo, la explosión continuó y la temperatura disminuyó hasta los treinta mil millones de grados. Fue de tres mil millones a los catorce segundos y de mil millones al final del tercer minuto. Entonces los protones y los neutrones pudieron formar núcleos atómicos, como el del hidrógeno pesado, que consta de un protón y un neutrón, y los núcleos pudieron a su vez unirse en otro más estable, el del helio, que consta de dos protones y dos neutrones. La densidad era en ese momento algo menor que la del agua. Más tarde, cuando habían transcurrido ya varios cientos de miles de años, la temperatura se había enfriado lo suficiente como para que se formaran átomos de hidrógeno y de helio cuando los electrones se unieron a los núcleos. El gas que resultó de ahí empezó a condensarse y formar las galaxias y estrellas del universo actual por el influjo de la gravedad.

Lo que sucederá en el futuro depende de que la densidad cósmica sea menor o mayor que una cierta densidad crítica, que tiene que ver con la fuerza gravitatoria. Si es menor, el universo seguirá expandiéndose eternamente, todas las reacciones termonucleares acabarán, los planetas tal vez sigan girando, disminuyendo su ritmo, pero sin llegar nunca al reposo, los fondos cósmicos de radiación reducirán su temperatura en proporción inversa al tamaño del universo, etc.,  Será una especie de extinción lenta en el frío eterno. Si, por el contrario, la densidad cósmica es mayor, entonces alguna vez cesará la expansión, volverá la contracción, a un ritmo crecientemente acelerado. La temperatura de los fondos cósmicos disminuirá sólo para aumentar después, también en proporción inversa al tamaño del universo. Cuando el tamaño de éste haya descendido hasta una centésima parte del actual, el cielo nocturno será tan cálido como el diurno actual. Más tarde, cuando se haya contraído diez veces más, las moléculas de las atmósferas de los planetas y las estrellas se empezarán a descomponer. Más tarde aún, cuando la temperatura sea de diez millones de grados, las mismas estrellas y los planetas se disolverán. La temperatura habrá subido hasta diez mil millones de grados. Será el momento en que los núcleos empiecen a disolverse en protones y neutrones, etc.,

¿Es posible saber lo que sucederá después del último centésimo de segundo, cuando haya que hablar de temperaturas superiores a los cien millones de millones de millones de grados? La respuesta es que no, que nadie puede tener idea de lo que entonces puede suceder. Podría ser que hubiera una nueva explosión y todo volviera nuevamente a repetirse. Podría ser entonces que la anterior no hubiera sido la primera, y que todo esto obedeciera a un retorno cíclico de expansiones y contracciones sin comienzo ni final. La idea es filosóficamente atractiva, pero hay una seria objeción: en cada nueva fase de expansión disminuye la proporción entre partículas nucleares y fotones, lo que quiere decir que en cada fase comienza con una proporción de fotones mayor que la anterior. Esto impide aceptar que los ciclos sean eternos.

La vida

Una masa gaseosa, esférica e incandescente rotaba sobre sí misma hace unos cinco mil o diez mil millones de años. Estaba compuesta de átomos libres, siendo los de hidrógeno los más abundantes. Cuando la mayor parte de éstos gravitó hacia el centro de la esfera, se formó el Sol y, alrededor de él, quedó el resto del gas formando un torbellino, en el que más tarde se fueron condensando algunas esferas también incandescentes y giratorias, que se convirtieron en los planetas. Uno de ellos, la Tierra, empezó a solidificarse cuando los átomos más pesados descendieron al centro, donde todavía permanecen en la actualidad, y se quedaron en la superficie los más ligeros, de los que el carbono, el hidrógeno, el oxígeno y el nitrógeno fueron particularmente importantes para el nacimiento de la vida. Las temperaturas eran tan altas en aquel entonces que no podían existir moléculas. Estas debieron esperar que el frío cósmico enfriara paulatinamente el planeta. Solamente entonces dejó de haber átomos en estado libre. Los cuatro elementos básicos que existían sobre la superficie de la Tierra –C, H, O, N– se empezaron a combinar, formando agua (H20), metano (CH4), y amoníaco (NH3), pero éstos solamente podían darse en forma gaseosa, debido a las altas temperaturas que todavía reinaban sobre la superficie. Cuando éstas descendieron algo más, algunos gases se licuaron y algunos líquidos se solidificaron, formando una corteza, que, al contraerse por un descenso todavía mayor de la temperatura, dio lugar a las primeras cordilleras. Por encima de todo esto permanecía un gran manto de gas. El agua, que formaba una capa gaseosa de bastantes cientos de kilómetros de altura, se evaporaba en cuanto rozaba la superficie, debido al calor de la corteza, pero cuando ésta se enfrió lo suficiente y pudo retenerla, comenzaron las lluvias, que fueron intensas y duraron varios cientos o miles de años. De las montañas bajaban ríos torrenciales que llenaban las zonas bajas de la roca terrestre. De este modo se formaron los primeros mares. En ellos se acumularon grandes cantidades de metano, amoníaco, sales y minerales que arrastraban las aguas desde las laderas de las montañas y erosionaban las violentas mareas de las orillas, a los que debieron sumarse grandes cantidades de lava fundida que brotaban del interior. A todo lo cual se sumó la acción de dos fuentes energéticas actuando sobre la superficie tórrida del planeta. La primera era el Sol. Su luz difícilmente pudo atravesar al principio las densas capas de nubes que envolvían el planeta, pero los rayos ultravioletas, los rayos X y otras radiaciones procedentes de él sí pudieron atravesarlas y favorecer las reacciones entre el metano, el amoníaco y el agua. La segunda fue la gran cantidad de descargas eléctricas que continuamente hubieron de producir las nubes mismas. Estos rayos, ininterrumpidos durante un largo periodo, pudieron proporcionar también la energía necesaria para facilitar las reacciones entre el metano, el amoníaco y el agua en el interior de los mares. Así se formaron los primeros materiales orgánicos, que se acumularon en los océanos primitivos, y, después de provocar la formación de moléculas más y más complejas, prepararon la formación de las primeras células vivas, lo que sucedió hace unos mil millones de años.

Pero los primeros seres vivos estaban condenados a la extinción, pues la energía que necesitaban para mantenerse era una reserva geoquímica de materia orgánica de imposible renovación. Afortunadamente la aparición de los primeros organismos fotosintéticos, capaces de aprovechar una fuente potencialmente inacabable de energía, la luz del sol, cambió la rueda del destino logrando convertir el dióxido de carbono, desperdicio letal que habían empezado a dejar los seres vivos, en materia orgánica. El proceso lineal, que conducía a la muerte, se hizo circular y la vida pudo renovarse. El terreno estaba por fin preparado. A continuación, las plantas verdes proliferaron rápidamente sobre las sustancias orgánicas en que los primeros organismos fotosintéticos habían convertido el CO2. Éstas depositaron sobre la superficie del planeta la gran masa de carbono orgánico de donde proceden los actuales combustibles. Carbón, petróleo y gas natural. Por otro lado, se acumuló oxígeno en estado libre en la atmósfera por la división fotosintética del agua. Una parte de ese oxígeno originó la capa de ozono que protege la Tierra de las radiaciones ultravioletas procedentes del Sol. A partir de ese momento, la vida pudo emerger de su refugio acuático y extenderse por el resto del planeta. Esto sucedió hace más de seiscientos millones de años. La libre disposición de oxígeno pobló la piel de la Tierra de plantas y animales. Fue el estallido de la evolución: los vegetales y los microorganismos convirtieron las rocas primitivas en tierra y desarrollaron sobre el suelo y en las aguas superficiales un sistema extraordinariamente complejo de cosas vivas interdependientes. Por último, estos procesos regularon la composición del aire, de las aguas y del suelo, y determinaron el tiempo atmosférico.

Parece fuera de toda duda que, en un universo tan desmesuradamente grande como éste, bien podría existir algún otro planeta en que se hubieran producido circunstancia parecida a las que se acaban de mencionar. Al menos la posibilidad de que tal cosa haya ocurrido es mayor que cero y, por tanto, no es imposible. Pero es también la magnitud del universo la que permite alimentar escasas esperanzas acerca de su descubrimiento, por lo que no tendremos en cuenta aquí esta posibilidad. Por otro lado, la creencia actual en los alienígenas está más cerca de la religión que del conocimiento positivo, porque es expresión de las aspiraciones, miedos e ideales de algunas personas de nuestro planeta más que de la realidad comprobada de los habitantes de cualquier otro perdido en el espacio.

La mente

Ha llegado hace sólo un millón de años. Su edad es insignificante si se compara con las de la materia inerte y la materia viva. Pero ser la más reciente no le impide ser la más misteriosa. Tiene una forma muy extraña y complicada de relacionarse con las otras dos, de lo cual se ofrecerá una semblanza en el momento oportuno. Véase ahora con algún detenimiento la formación del cuerpo.

6.              Génesis natural del hombre.

La teoría darwiniana de la selección natural, completada con aportaciones teóricas posteriores, particularmente las de la genética, es el mecanismo que explica las transformaciones de unas especies en otras o su desaparición. Esta teoría consiste básicamente en lo siguiente:

a) Los seres vivos pertenecen a la misma especie cuando pueden tener descendencia fértil y viable, lo que no impide que haya diferencias entre ellos. Propiamente no hay dos individuos iguales. Dichas diferencias serán más o menos ventajosas para sobrevivir según el medio en que se hallen. Las de color, por ejemplo, pueden ser de una importancia vital. No es indiferente para una mariposa el tener color claro en un paisaje industrial contaminado, pues al destacar sobre un fondo oscurecido por la polución, será fácil presa de los pájaros. No es preciso decir que la mariposa de color oscuro será más “fuerte” para sobrevivir en el mismo medio debido al motivo contrario, pero que si el medio cambiara y se volviera más claro, debido, por ejemplo, a leyes anticontaminantes, las tornas se cambiarían radicalmente para las mariposas y sus depredadores, pues lo que hasta entonces había sido su fuerza sería ahora su debilidad, y viceversa. Incluso la ley humana puede influir en la selección natural y convertirse en un factor más para la supervivencia de los seres vivos. En realidad, no es posible saber de antemano qué será pertinente para la adaptación de las especies.

b) Aquellos individuos que tengan más probabilidades de sobrevivir tendrán también más probabilidad de llegar a adultos y tener descendencia, a la que podrán transmitir sus cualidades diferenciales. Esto es lo importante, pues el secreto de la supervivencia de una especie está precisamente en su capacidad reproductiva. La fuerza en la lucha por la vida no es más que una expresión metafórica poco afortunada de este hecho. Desde este punto de vista los individuos no cuentan. Su función es dejar progenie y mejor cuanto más numerosa, pues habrá más probabilidades de que algunos al menos queden vivos y transmitan sus características a las generaciones siguientes.

Consecuencias:

Lo anterior explica la tendencia de las especies a adaptarse al medio en que se hallan. Ahora bien, dado que ningún medio es definitivamente estable, ninguna especie puede serlo tampoco.

a) Puesto que la selección se ejerce sobre la variabilidad y ésta es potencialmente infinita, los cambios en las especies tienden a ser continuos, muchas veces imperceptibles y algunas bruscos, por las bruscas alteraciones que en ocasiones sufre un medio dado. Esto hace que cuando dos grupos de la misma especie viven en medios geográficos diferentes sus líneas de cambio pueden ser divergentes, hasta el punto de que, llegado un cierto momento, dos individuos pertenecientes a cada uno de los grupos no pueden ya cruzarse y tener descendencia. Habrá entonces dos especies y no una sola. Y las dos procederán del mismo tronco.

b) Cada uno de los periodos de la historia del planeta se caracteriza por la presencia y predominio de unas especies y la extinción de otras. Las especies, por lo tanto, tienen épocas de apogeo seguidas de otras de decadencia y, en el extremo, de extinción total.

Esta es la visión general de nuestro tiempo sobre los seres vivos. Aplicada al caso humano, muestra la emergencia de una de las doscientas especies de primates por causa de una serie de transformaciones que le han sobrevenido desde hace unos catorce millones de años, hasta producir un animal erguido, cuyas extremidades delanteras, liberadas de la locomoción, liberaron a su vez a la boca de las tareas de la nutrición para el uso de la palabra. La secuencia empezó por los pies, continuó por la adquisición de técnicas y ha culminado en el desarrollo del lenguaje y la inteligencia. Las transformaciones más notables del organismo del homo sapiens han sido las siguientes:

a)    Pies y manos. – La posición vertical hizo necesario que el hueso del talón, el calcáneo, retrocediera, y que el dedo pulgar se alineara con los demás para facilitar el apoyo del organismo sobre tres puntos de un mismo plano. El pie del homínido dejó de ser apto para trepar y coger objetos. Las manos, “el instrumentos de los instrumentos”, como las llamó Aristóteles, pudieron asir y transportar las cosas, para lo que dispusieron de un pulgar grande, fuerte y oponible, que permite agarrar con fuerza y con delicadeza. Son órganos fisiológicos para llevar herramientas. Las transformaciones generales del esqueleto, que lo son en orden a la marcha bípeda, no se entienden si no es por la producción de este resultado. Entre otras han hecho que nuestras piernas, más largas que las de cualquier póngido, sean más eficaces para andar, subir, bajar, agacharse, correr, saltar, etc.,  que las de nuestros parientes primates. Por eso poseen grandes músculos en las pantorrillas y las posaderas.

b.– Pelvis, columna y cuello.– La pelvis ha debido transformarse para soportar el peso del tronco y la cabeza: es muy ancha, sus zonas iliacas, en forma de oreja, son más abiertas, proporciona asidero a los fuertes músculos de las piernas, etc.,  La columna vertebral, por su lado, describe una doble curva característica: hacia delante en la región lumbar, hacia atrás en la zona de la espalda y nuevamente hacia delante en la región cervical, para enderezarse al entrar en contacto con la base del cráneo. Sin esta curva peculiar, sería prácticamente imposible mantener el equilibrio. El cuello, largo, delgado y vertical, sirve de apoyo a los cóndilos occipitales, situados casi en el centro geométrico de la base del cráneo, por lo que carece de músculos poderosos.

c. – La cabeza. – Por reposar verticalmente sobre la columna vertebral, los músculos que la sostienen no necesitan ser masivos, ni el plano de la nuca, que les da agarre y sujeción, tiene que ser grueso o grande. Así ha podido redondearse la parte posterior del cráneo. A lo mismo ha contribuido la ausencia de crestas internas. El redondeamiento, o aplanamiento anterior, con el retroceso consecuente del sentido del olfato, ha permitido asimismo la posición de los ojos sobre un mismo plano para mirar estereoscópicamente y hacia delante, lo cual está directamente relacionado con la libre disponibilidad de la mano. En suma, el cráneo del hombre es redondo y sus huesos son delgados, lo que ha permitido una mayor cavidad para la masa encefálica.

Si se traza un plano vertical que roce los arcos superciliares la cara apenas sobresale un poco. Es el ortognatismo, que guarda una estrecha relación con el tipo de alimentación, que en el hombre, gracias a la cocina, ha servido para reducir considerablemente la mandíbula inferior. Esta es parabólica y en ella predominan los premolares y los molares, más útiles y proporcionalmente más grandes que los incisivos y los caninos.

Este es el equipamiento corporal del hombre. Su equipamiento espiritual, que incluye cosas como las organizaciones sociales, las realizaciones técnicas y artísticas, los regímenes políticos, las creencias religiosas, morales y estéticas, etc., todo lo cual no parece tener relación directa con las modificaciones impresas en su esqueleto por la evolución, ha tenido, sin embargo, que servirse de ellas para existir.

7. Esencia del hombre

Lo que precede es una representación general y esquemática del universo material y del animado que mantienen las personas del siglo XX. No es preciso decir ya que no es espontánea, como si fuera posible que uno se encontrara con ella de buenas a primeras. Hay espontaneidad cuando un hombre mira a una mujer, cuando alguien observa un escaparate o contempla las nubes. Personas, escaparates y nubes son algo con lo que uno se encuentra por el simple hecho de abrir los ojos. Pero el cuadro que representa el mundo solamente existe después de un arduo trabajo creador del entendimiento, ayudado por los sentidos y la imaginación. Luego lo que en este caso se contempla no es ni el universo ni las transformaciones de animales y plantas, como si fueran cosas que estaban ahí desde siempre esperando ser vistas, sino una compleja red de conceptos que ha tomado su lugar. Pero este es un hecho corriente. Cuando se descubre el primer cráneo de Neandertal en el siglo pasado, en un momento en que los hombres tienen la convicción de que las especies son estables, no es posible ver en él más que una desviación monstruosa de la especie humana, pero en el siglo XX se ve a un hombre del pasado remoto. La interpretación teórica de los hechos se intercala entre el sujeto y su visión, de manera que esta última deja también de ser espontánea. Lo mismo sucede incluso con la pulsión sexual, que a todo el mundo se presenta como algo espontáneo y directo. A poco que se observe la conducta de un animal, por ejemplo de un perro, se advierte la distancia que hay entre él y nosotros: durante su período fértil la hembra exhala un olor que estimula sexualmente al macho y dispara su conducta posterior. En el hombre no existe nada parecido. Y, cuando la pulsión le estimula, todavía tiene que pararse a distinguir con quién puede satisfacerla y con quién no, cómo debe hacerlo, en qué momento, etc.,  La distinción, la interpretación, la teoría, etc.,  son tan importantes en él que cabe dudar de que algo se le dé sin su presencia. No puede, pues, extrañar que su visión del mundo y de sí, la red de conceptos que siempre le acompaña, proceda también del artificio. Dicha red, por otro lado, no puede ser obra de un solo individuo, sino de muchas generaciones. Es fruto de una actuación tan escasamente accidental que puede afirmarse que no hay cosa alguna que brote espontánea y directamente de su constitución natural, como se concluye en cuanto se haga una mínima comparación con otros animales.

De los principios de la evolución darwiniana se sigue que los animales están por lo general adaptados a algún entorno concreto, por lo que la observación de las características y disposición de su organismo suele ser suficiente para conocer su modo de vida y el medio que habita. Un animal corpulento, dotado de garras y colmillos, no tiene el mismo tipo de adaptación que otro que es veloz y no tiene órganos de defensa y ataque. Un animal cuyo cuerpo está revestido de una capa de grasa no vivirá seguramente en el mismo lugar que otro que carezca de ella, excepto si es peludo o lanudo. Un ciervo, que carece de armas naturales, tiene que depender, para su supervivencia, de la velocidad y los instintos propios del animal fugitivo. Un felino dependerá de sus habilidades venatorias, y así sucesivamente. Pero esta tendencia propia de la evolución natural, que asigna formas orgánicas especializadas a animales que habitan ambientes concretos, parece haber fallado en el caso del hombre, de manera que, mientras que a cada animal le basta con seguir espontáneamente sus dispositivos naturales para sobrevivir, el hombre, por no disponer de ninguna especialización morfológica, está obligado a hacerlo todo por sí mismo. Su mandíbula no es la de un depredador, ni sus extremidades las de un trepador, sus manos no poseen las garras de un carnívoro ni sus sentidos son los propios de un animal de huida, etc., Por si fuera poco, su periodo de cría es desesperadamente largo. Biológicamente es un ser único por su extraordinaria medianía, por su carencia casi total de especialización. En las condiciones naturales que rigen para casi todos los animales debería haberse extinguido hace mucho tiempo. Su éxito, en consecuencia, no ha podido venirle de su dotación específica, sino, en todo caso, de su falta de ella. Y así ha sido efectivamente, pues, no habiéndole dado la naturaleza un medio específico en el que habitar, ni un físico y unas tendencias apropiadas, como ha hecho con las otras especies, ha tenido él mismo que lograrlo por su propia cuenta. Dicho de otra manera: todo en él ha tenido que depender de lo que él haya podido hacer consigo mismo, usando su mano y su previsión. Por esto, por tener que usar su mano y su previsión para hacer de sí lo que la naturaleza no ha hecho, es un ser bípedo, un animal que no se entiende si no es por la liberación de su mano y por su utilización inteligente.

Esto quiere decir que es un ser activo, porque tiene que tratar con el mundo, transformándolo cuantas veces sea preciso y cambiando asimismo cada estado logrado por él, para alimentarse, abrigarse, reproducirse, etc., lo que constantemente le fuerza a elegir entre múltiples alternativas posibles. Luego es un ser que ha de tomar postura ante sí mismo y ante las cosas, poner orden en ellas y jerarquizarlas, etc., antes de ejecutar sus acciones. Desde este punto de vista, sólo él está dotado para la acción. Su especificidad reside ahí, en su disposición a la autodisciplina, la doma y el adiestramiento, pues no puede confiar en otros medios para lograr lo que otros logran por su especialización natural, es decir, para lograr hacer de sí algo que no es, pues ya ha quedado sentado que su caracterización básica, la ausencia de especialización y adaptación a un medio, es negativa. Esto significa también que es alguien volcado hacia el futuro, que es un ser previsor, en tanto que los demás animales viven en el presente.

Todas estas notas no son en el fondo más que consecuencias de una sola: la acción, que queda propuesta por ahora como lo específico del hombre.


 

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Refuerzo positivo, refuerzo negativo y libertad

Ahora que sabemos cómo actúa el refuerzo positivo y por qué el negativo no da ningún resultado –dijo por fin-, podemos ser más premeditados y consecuentemente obtener más éxito al confeccionar nuestro esquema cultural. Podemos establecer una especie de control bajo el cual el controlado, aunque observe un código mucho más escrupulosamente que antes, bajo el antiguo sistema, sin embargo, se sienta libre. Los controlados hacen lo que quieren hacer, y no lo que se les obliga a hacer. Esta es la fuente del inmenso poder del refuerzo positivo. No hay coacción ni rebeldía. Mediante un cuidadoso esquema cultural, lo que controlamos no es la conducta final, sino la inclinación a comportarse de una forma determinada, etc.,  Los motivos, los deseos, los anhelos. Lo curioso es que, en este caso, el problema de la libertad nunca surge, etc.,  El problema de la libertad surge cuando hay coacción, ya sea física o psicológica. Pero la coacción es sólo una forma de control, y la ausencia de coacción no es libertad. Cuando uno se liente “libre” no es que se encuentre fuera de todo control sino que sobre él no se ejerce ningún reprensible control por la fuerza. (Skinner, B. F., Walden dos, Orbis, Barcelona, 1985, nº 94,  pp. 291-292)


 

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Los hechos sociales

Al estudiar al hombre desde el punto de vista de la biología y la psicología aparece un problema de primer orden: el de cómo ha podido sobrevivir un animal inadaptado. Ahora sabemos, sin embargo, que el individuo biológico y psicológico, el sujeto humano producido por la selección natural, no ha existido nunca, que es un producto de la abstracción científica, un animal carente de toda cualificación que no se da de hecho en la realidad. Robinsón no ha nacido ni vivido en ningún lugar.

Para completar el estudio del hombre es indispensable adentrarse en el terreno social, el terreno de las instituciones culturales, que cumplen ante todo la función de descarga de impulsos de un ser que por su inadaptación carece de un lugar fijo hacia dónde dirigirlos.

Las instituciones son hechos sociales. El mundo de los hechos sociales no es el de los hechos y acciones individuales, pertenecientes al interior biológico y psicológico del hombre. No es así al menos como son percibidos por él. Brotan de la interacción entre hombres y son vistos como un nuevo sistema de cosas objetivas que moldean y dirigen sus conductas.

Esto mismo sucede en otros órdenes de la existencia. Varios elementos se combinan entre sí y producen entidades nuevas, irreductibles a cualesquiera de ellos. La célula no contiene otra cosa que partículas minerales de carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno, pero no puede explicarse por recurso a uno cualquiera de estos componentes, porque lo propio de la vida no reside en ninguno de ellos. Es un fenómeno nuevo que requiere ser tratado como algo aparte. Lo mismo sucede con la sociedad, que no existe ni se explica por los individuos, pese a que sin ellos no podría darse, sino que exige ser comprendida como un nuevo ser.

He aquí entonces un orden de hechos que presentan caracteres muy especiales: consisten en formas de obrar, pensar y sentir, exteriores al individuo y están dotados de un poder de coacción en virtud del cual se le imponen. En consecuencia, no podrían confundirse con los fenómenos orgánicos, puesto que aquéllos consisten en representaciones y en acciones; ni con los fenómenos psíquicos, los cuales no tienen existencia más que en la conciencia individual y por ella. Constituyen, por consiguiente, una especie nueva y es a ellos a los que es necesario reservar y dar la calificación de sociales. Esta calificación les es adecuada, porque está claro que no estando el individuo como su base, no pueden tener otro sustrato que la sociedad, sea la sociedad política en su integridad, sea alguno de los grupos parciales que ella encierra, confesiones religiosas, escuelas políticas, literarias, corporaciones profesionales, etc. (Durkheim, E., Las reglas del método sociológico, p. 35)

A ese plano de lo social pertenecen la religión, el derecho, el arte, la técnica, la moral, etc., esa totalidad de hechos sociales que se alzan ante los ojos individuales como seres externos a los que ha de obligarse cada sujeto humano, no como productos de su conciencia o su imaginación. Sin embargo, no son seres físicos, como los ríos, las montañas o los objetos manufacturados. Están hechos de la misma materia que las ideas de la conciencia particular, pero tampoco son cosas subjetivas, pues no se entendería que los individuos hubieran de prestar obediencia a algo que estaría bajo su arbitrio.

No son seres inmateriales dotados de existencia independiente ni pensamientos que habitan en el interior de la conciencia, pero son hechos objetivos, ideas percibidas por los hombres como presencias de otro mundo situadas por encima de ellos. La religión, el derecho, la moral, etc., de una sociedad no son ocurrencias u opiniones individuales, sino seres reales de pleno derecho para quienes viven en ella.

Si tienen fuerza de coacción e imponen ciertas conductas o prohíben otras no es porque actúen a la manera de un déspota, que desde el exterior amenaza con castigos físicos, sino porque ordenan y mandan desde el interior, desde el único lugar donde se produce la obediencia voluntaria.

La coacción es invisible cuando un hombre está de acuerdo con lo que la institución ordena. A él le parecerá seguramente que no es tal coacción. Su fuerza se hace notar más bien cuando alguien trata de ofrecerle resistencia. Si alguien trata de ir contra una norma del derecho encontrará que éste reacciona a través de sus agentes y guardianes, a través del policía, el juez, el funcionario, etc., con el fin de impedir la acción o de restablecer la norma si se ha llegado tarde. Quien intenta ir contra una norma moral, contraviniendo las convenciones del vestir, del hablar o del conducirse en público, hallará seguramente una reacción menos violenta y contundente, pero no menos efectiva. Tal reacción puede producirse en forma de burla, desprecio, aislamiento y otras múltiples formas de prohibición que, si bien no son directamente violentas, sí son efectivas y logran el mismo efecto de restablecer la norma.

2. El caso ejemplar de la religión

¿Guardan alguna relación los hechos sociales con la biología y la psicología? ¿Tiene algo que ver, por ejemplo, la religión con la constitución biológica humana? Entre los modernos, muchos han confirmado la relación. Se cuentan entre ellos Gehlen, Beth, Scheler, Bergon, Mauss, Marett, Lévi-Strauss, etc. La religión, presente en todas las culturas, habría servido para reafirmar la personalidad del hombre, ayudarle a soportar el infortunio y a hacer frente con buen ánimo a la vida y a la muerte, sobre todo a la muerte, cuya presencia en la mente del hombre se debe al enorme poder de su imaginación, siendo cosa cierta que nunca la tendrá realmente ante sí, pues, según dijo Epicuro, la vida es sentir y la muerte privación del sentir, así que no es posible sentir esta última.

No es verdad, pues, que el temor haya sido el primer hacedor de dioses: primus in orbe deos fecit timor. Lo contrario es lo cierto. Los dioses han servido en todas partes para que el hombre venza el temor que en muchas ocasiones es fruto de su propia imaginación.

Cuando los seres de la religión, la moralidad, el derecho, etc., son vividos como existencias reales hace acto de presencia la causa final en el mundo. Entretanto ha reinado la causa eficiente o material. Los mecanismos de la selección natural, las leyes que rigen los movimientos de la naturaleza, el total funcionamiento la gran maquinaria del mundo, son producidos por la causa material antecedente. Solamente cuando el hombre empieza a existir en cuanto tal hombre empieza a existir algo que se mueve con vistas a un fin y no solamente como resultado de una causa antecedente. Este es el reino de la cultura, del cual es la religión una institución principal.

Estos sistemas finalísticos son actividades útiles para mantener al hombre en la vida, pues le sirven para superar el sentimiento subjetivo de debilidad, haciéndole comprender que su persona pertenece a un estrato superior al de su mera individualidad física.

Justamente aquí surge el problema filosófico. Cuando la historia, la sociología, la antropología social, las ciencias del espíritu en definitiva, describen una determinada religión o un sistema jurídico concreto, lo hacen poniéndolo en relación con una estructura social concreta. En el interior de la cultura correspondiente se toma, por el contrario, cada elemento como algo enraizado en la realidad natural de las cosas.

Para los azande, un pueblo negro del Sudán, la brujería es la causante de todo infortunio que pueda padecer un hombre. Cuando alguien sufre un accidente en el bosque, le embiste búfalo, contrae una enfermedad o es herido en combate, es porque otra persona, un brujo, le ha causado ese mal. Los brujos abundan y nadie sabe a ciencia cierta quién es y quién no es brujo, por lo que es posible abrigar sospechas fundadas sobre cualquier vecino. Si una sospecha se confirma por el veredicto del oráculo del veneno, que nunca falla, ¿cómo podría el acusado demostrar que es inocente, por mucho que insista? Insistir demasiado en su inocencia le hace más sospechoso todavía, de modo que es más aconsejable pagar la multa que se le impone y cerrar el caso. En su fuero interno acabará por convencerse de que hay brujos que lo son sin saberlo, como él, con lo que la fe en la veracidad del oráculo y en la existencia de la brujería no se habrá conmovido. El acusador, por su lado, quedará satisfecho con la resolución de su demanda y también habrá tenido una confirmación de sus creencias. Ambos saben que si no existiera la brujería, siempre secreta y malintencionada, no existiría ninguna desgracia. Cuando uno muere es porque otro lo ha matado. Nadie niega que la embestida de un búfalo puede ser mortal y todos, con buen juicio, evitan la ocasión. Pero los búfalos no atacan a las personas. Si uno lo ha hecho una vez tiene que ser por algún motivo, que no es otro que la decisión asesina de un brujo. Los cuernos del búfalo son la causa directa, pero son una causa secundaria. La primaria, la auténtica, es la brujería. Si ésta no existiera, no habría muertes, pero las cosas son como son y los hombres no pueden evitar que sean así. Esta es la opinión de los azande (V. Evans–Pritchard, E. E., Brujería, oráculos y magia entre los azande,  pp. 193–194)

Con la misma buena fe, con el mismo convencimiento en la fundamentación ontológica de sus creencias religiosas, morales y políticas que tenían los azande se dirige Hernán Cortés a Carlos V para notificarle sus esfuerzos por sacar del error a los nativos de las tierras recién descubiertas y conquistadas en Méjico y rogándole que envíe clérigos que los conviertan a la única fe verdadera, la católica. Y, para que la misión de éstos sea más efectiva, solicita que no sean obispos ni otros personales de las altas jerarquías eclesiásticas, pues su amor por la pompa y el boato podría ser peligroso para la predicación.

Tal convicción, mantenida sin dudar por cada cual porque ve en ella la realidad de las cosas, salta por los aires sin remedio en cuanto se muestra como una creencia particular relacionada con una estructura social particular. Esta tarea de destrucción ha sido la tarea ilustrada.

La Ilustración ha engendrado la conciencia histórica dando nacimiento a las ciencias del espíritu, que han comprendido la religión, el derecho, la moralidad, todos los componentes de la cultura, como hechos sociales, efectos de la interacción humana en diferentes momentos de la historia y en distintos lugares del espacio. El efecto ha sido la relativización de las instituciones, su expulsión de la esfera ontológica y su reclusión en el interior psíquico de los hombres. A partir de entonces cuando uno valora la monogamia, la creencia católica, la democracia, etc., otro puede siempre objetar que se trata solamente de valores particulares, válidos si acaso para los partícipes de una tradición particular.

3. Crisis de la cultura

Ahora es posible mirar hacia atrás, ver la raíz de nuestro presente y comprender hasta qué punto es inapropiado decir que el hombre antiguo creía en la divinidad o en los valores de la moralidad o el derecho, pues lo que sucedía en verdad es que vivía sumergido en un mundo divino, poblado de valores que él apreciaba como tales, lo cual es más que creer. No le era dado tomar distancia y decir, por ejemplo, “yo creo en esto”, como si “esto” le fuera antes ajeno para prestarle luego él su adhesión. La religión era el centro del mundo y de ahí emanaban las normas morales y jurídicas. Todo lo demás, lo perteneciente a otros mundos y otras culturas, era superstición y falsedad. No podía convertir en opinable lo que era firme.

El hombre moderno, en la medida en que la Ilustración ha moldeado su mente a la manera historicista y racionalista, ya no experimenta sus convicciones de manera firme, antes bien sabe que están inscritas en el flujo del tiempo y que se reflejan momentáneamente en el espejo de su psique interna. A esta psique vuelve su mirada para hallar la explicación de las mismas. Ahí radica ahora la fe en la divinidad y en los valores morales y jurídicos.

El primero comprende los contenidos de la religión, la moral y el derecho como partes de una cosmovisión y como fundamento de las instituciones sociales, el segundo como representaciones subjetivas. Uno no dudaba, el otro no puede dejar de dudar. Esta es la diferencia.

El segundo tipo es el de nuestro presente, cuando las formas histórico-sociales variadas, diversas y hasta contrarias, han tomado el lugar del mundo espiritual anterior. Son las mismas formas que antiguamente fueron vistas como supersticiones, formas a las que jamás se concedió la posibilidad de que fueran verdaderas, que han irrumpido en la mente moderna arrollando todo lo anterior. Todas exigen su porción de verdad, lo que es imposible concederles, porque si algo es verdadero su contrario no puede serlo y, en consecuencia, o sólo una lo es o todas son falsas por igual.

Es fácil poner ejemplos: si el Islam afirma que no hay más dios que Alá, entonces afirmar que Cristo o el Espíritu Santo son Dios es ir contra el Islam. El alumno los hallará por sí mismo en los siguientes párrafos.

¡En el nombre de Alá, el Compasivo, el Misericordioso! 1. Di: «¡Él es Alá, Uno, 2. Dios, el Eterno. 3. No ha engendrado, ni ha sido engendrado. 4. No tiene par». (Corán, 112, 1-4)

Combatid por Alá contra quienes combatan contra vosotros, pero no os excedáis. Alá no ama a los que se exceden.  Matadles donde deis con ellos, y expulsadles de donde os hayan expulsado. Tentar es más grave que matar. No combatáis contra ellos junto a la Mezquita Sagrada, a no ser que os ataquen allí. Así que, si combaten contra vosotros, matadles: ésa es la retribución de los infieles. Pero, si cesan, Alá es indulgente, misericordioso. (Corán, 2, 190-192)

Y le rodearon los judíos y le dijeron: ¿Hasta cuándo nos turbarás el alma? Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente. Jesús les respondió: Os lo he dicho, etc.,  Yo y el Padre uno somos. (Evangelio de S. Juan, 10, 24-30)

El nacimiento de Jesucristo fue así: Estando desposada María su madre con José, antes que se juntasen, se halló que había concebido del Espíritu Santo. José su marido, como era justo, y no quería infamarla, quiso dejarla secretamente. Y pensando él en esto, he aquí un ángel del Señor le apareció en sueños y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir a María tu mujer, porque lo que en ella es engendrado, del Espíritu Santo es. (San Mateo 1, 18-24)

Este problema fue especialmente perturbador en aquellos filósofos que, como Kant, participaron de las dos conciencias contrapuestas, la ontológica y la histórica, por vivir a caballo entre dos épocas. La colisión entre ambas conciencias, que venía anunciándose tiempo atrás, tuvo lugar en su cabeza. Después de Kant, alcanzó una expresión altamente filosófica en Hegel. Pero fue el canto del cisne de la filosofía tradicional, que se arruinó tras la crítica devastadora de Marx, Nietzsche y Freud.

Planteándolo en nuestros términos, el problema no era otro que el de ver si es posible que exista una verdad definitiva entre las formas histórico-sociales. ¿Pueden acaso destilarse de la comprensión de éstas motivos suficientes para presentarlos a la voluntad de manera que desemboquen en la acción? Dicho de otro modo: si en la historia todo fluye ¿sería posible superar la anarquía de cosmovisiones y formas de pensar que brotan de ella?

Hoy parece que debe contestarse negativamente. Hoy se puede estudiar con rigor la forma de pensar y actuar de los hombres de otros tiempos, tan diferentes de los nuestros. Se pueden comprender los motivos de Alvar Núñez, de Hernán Cortés y tantos otros. Se puede analizar minuciosamente la obra literaria de Santa Teresa o San Juan. Es posible incluso trasladarse a culturas ajenas y comprender perfectamente sus universos, como las creencias de los azande, mencionadas páginas atrás.

Todo esto ha logrado la comprensión social de otros mundos. Lo que no ha logrado ni logrará es presentar motivos a la voluntad, porque la comprensión alcanza solamente a representar mundos ajenos o, mejor, a representar como ajenos todos los mundos, incluso los propios. La conciencia histórica y social no produce más que motivos imaginarios, inútiles para mover la voluntad.

El hombre moderno ha penetrado las cosmovisiones ajenas como nunca antes se ha hecho. De las ciencias del espíritu construidas por él ha brotado la relatividad de todos los valores, las costumbres y las instituciones. En este ámbito se ha renunciado casi desde el principio a hacer afirmaciones generales. Los universos culturales se representan ahora en la imaginación y son objeto de opinión. Todo se hace ahora objeto de representación, incluso la misma alma del que así procede, hasta el punto de que la experiencia de un estado propio y la representación de un estado ajeno se vuelven convertibles. El resultado tiene que ser que ambos sean realmente ajenos, inútiles para hacer que eche a andar el molino de la actividad, porque las representaciones y las opiniones no mueven la voluntad.

En resumen: las ciencias objetivas, empíricas de la cultura y la sociedad, surgen cuando se derrumban las verdades y certezas de la etapa anterior. Antes es imposible estudiar lo otro a no ser como desviación de la verdad o como oposición a la misma. En suma, como superstición. Las morales y religiones ajenas únicamente pueden aparecer a la conciencia propia con algún derecho cuando las convicciones de ésta han empezado a removerse. La idea de lo múltiple choca entonces de frente con la idea que de que sólo hay una verdad y la conmociona o la destruye. Es el tiempo del relativismo. Nuestro tiempo. Un tiempo histórico-psicológico que no remite los centros de la cultura a la realidad , sino al transcurso de la historia y al interior voluble de los individuos.

En nuestro tiempo se ha establecido la desconfianza en las instituciones de la propia cultura y ésta parece haber entrado en la vía muerta de la inanidad. Desaparecida ya la capacidad de establecer metas finales a las que los hombres puedan pensar que vale la pena consagrar la vida, la fuerza normativa de la cultura desfallece y prolonga su existencia sin brío.

4. El totemismo

Ha pasado finalmente el momento de la fundación de instituciones y ha llegado el del agotamiento de los anteriores. El tiempo antiguo llegó a su máximo rendimiento con la producción del mundo religioso. Seguramente tuvo su comienzo con el totemismo, el culto social de los animales, que, según parece, tuvo una extensión mayor que la de cualquier otra institución. Es probable que su origen se halle en lo más profundo de la prehistoria, en el culto de los osos del musteriense (hacia el 50.000 a. C.)

El totemismo existe en poblaciones humanas divididas en grupos que se denominan a sí mismos dándose el hombre de un animal, con el que se identifican. Dichos grupos creen ser descendientes del animal totémico y suelen tener prohibido matarlo o comerlo.

Es esencial en la creencia el hecho de identificarse con un animal, transformándose imaginariamente en él. No hay aquí conciencia reflexiva, psicológica. Un sujeto vuelve su conciencia hacia el exterior, fijándola en otro ser, representándose a sí mismo en el mismo animal en que ser representan a sí mismos otros hombres. El grupo está entonces más allá de cualquier sentimiento o emoción interiores. Pertenece a lo objetivo o está objetivado en el animal epónimo. Este es, en cierto modo, el grupo mismo. Aparece así, tal vez por primera vez, la conciencia de una humanidad objetiva, lograda a través de la identificación de las conciencias particulares. Al cruzarse en un solo punto exterior surgió la unidad objetiva del grupo. La justificación, a ojos de quienes pertenecen a él, es que todos proceden místicamente, no realmente, del mismo animal.

Estos procesos tienen lugar obviamente dentro de la conciencia, pero no son procesos conscientemente teóricos, sino sobre ante todo prácticos, porque imponen obligaciones. Ahora bien, toda obligación es un acto de limitación o contención. Como dejó sentado Durkheim, son actos de ascetismo y el ascetismo es un elemento esencial de la religión.

Es sabido que el hombre carece de frenos. La religión ha sido, pues, el primer freno. El totemismo habría impuesto la primera obligación o contención: no se debe matar ni comer el animal totémico.

Aquí reside la diferencia entre el simple entender y el deber. El entender se agota en sí mismo. Puesto ante una acción, comprende que es una entre varias y en esa relatividad ninguna puede presentarse como un imperativo. El intelecto queda indeciso. No se resuelve por nada, pues no es algo que le competa. Cuando, por el contrario, el obrar se presenta como un deber, excluye todo lo demás, permaneciendo él como lo único real. Los actos de voluntad no dependen de la presencia ante la imaginación de varias posibilidades, sino de lo real. Por esto hemos de concluir que la voluntad exige categorías ontológicas.

El totemismo fue durante milenios una institución guía porque al identificarse cada uno por separado con el animal totémico y representarse así no solamente la propia conciencia, sino además un punto de confluencia de todas las demás, se produjo realmente la unidad del grupo. Esa unidad se debió a un factor externo, o vivido como externo, a saber, la obligación de no matar ni comer al animal totémico. Esta contención produjo realmente el grupo.

La obligación de no comer ni matar al animal tenía que extenderse a los identificados con él. De ahí que la antropofagia, una práctica que ha existido entre los homínidos antepasados nuestros, haya sido una de las primeras superaciones de la animalidad entre los humanos.

Nacieron de esta manera los grupos cerrados hacia fuera, los grupos excluyentes. La exclusión se trasladó después al terreno político y económico.

El totemismo fue, en consecuencia, la base de una tradición estable.

De él nació la familia. Para que pudiera ocurrir fueron necesarias dos cosas: la prohibición del incesto y la consideración de la familia como una obligación subsiguiente contraída entre grupos. La forma más sencilla para satisfacer ambas condiciones es la regla de la exogamia: la prohibición de la relación sexual entre individuos pertenecientes a grupos cuya realidad es ficticia y la exigencia consecuente de buscar esposa fuera de ellos. De este modo la sexualidad se convirtió también en una conducta regulada, sujeta a frenos.

Las ideas directrices no se retienen en la cabeza, sino que pujan por salir al exterior. Se transforman en conducta una vez que han cobrado cuerpo en una institución social. La conducta no es a partir de entonces un resultado del instinto o pulsión interna, sino de la representación que cada sujeto hace en sí de algo, el grupo personalizado en el animal totémico, que percibe existente realmente fuera de sí. El hecho social, la institución, es ahora fuente de conducta y de contención del instinto. Y el animal humano, inestable e imprevisible por naturaleza, se hace estable y previsible por cultura.

Las diferencias individuales habrán de depender de la diferente conjunción de tendencias instintivas y presiones del grupo que animen a cada sujeto. De la forma en que cada uno modele su personalidad en el interior de esa suma de fuerzas procedentes del interior y del exterior.

Las finalidades inscritas en las prohibiciones y mandatos grupales son las instituciones sociales, cuyo conjunto para cada época o situación espacial hemos llamado cultura. De ellas cabe decir, en primer lugar, que a los ojos de quienes las siguen, están señaladas con el rasgo fundamental de la duración. Todo hombre sabe que él perece y las instituciones permanecen.

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Nota sobre filosofía de la historia: Kant y Hegel

Admitimos que el hombre es una sustancia compuesta. Consta, por un lado, de una materia biológica –su organismo- y psicológica –sus impulsos interiores-, y, por otro, de una forma cultural. Esta distinción en partes es meramente intelectual o metafísica, pues en la realidad no hay partes separables.

Ahora bien, su materia es globalmente idéntica y carece de todo interés científico o filosófico tratar de establecer diferencias físicas entre los humanos, ya sean raciales o de cualquier otro tipo, pues no existen o no son relevantes. Tal materia idéntica se manifiesta en contextos culturales que en general no han hecho otra cosa que diferenciarse desde que existe el homo sapiens actual. Se diría que el ser del hombre está inconcluso por esta causa, pues aquello en lo que básicamente consiste, su ser cultural, no cesa de sufrir transformaciones.

Siempre ha sucedido que cada grupo humano ha encontrado su verdad en sus propias organizaciones sociales, políticas, económicas, en sus ritos y creencias, en su lengua, etc. El resultado es que la humanidad ha estado siempre fragmentada en una gran variedad de culturas, de modo que para cada uno de los miembros de cada sociedad lo humano acaba en los límites de su sociedad misma. La humanidad, por tanto, nunca ha podido comprender la totalidad de los humanos, excepto en algo que carece de sentido cuando se toma aisladamente: el organismo biológico.

Al final podrá sin duda constituirse la cadena en su integridad, pero cada vez que pienso uno de sus momentos comprendo que se basta a sí mismo y excluye a los otros que le han precedido o que le habrán de suceder: del mundo griego a la visión cristiana de la historia no hay un paso directo; la India, Grecia, Roma, el Medievo, la Edad de las Luces, son otros tantos mundos cuya riqueza y originalidad me es forzoso reconocer. Pero no es posible formular una afirmación lapidaria válida para la totalidad de las sociedades que me permita remontar su heterogeneidad. Los conceptos de libertad, naturaleza, voluntad, son productos de una cierta etapa del desarrollo del Espíritu; y no puedo en ningún caso aceptarlos como evidentes por sí cuando mi pensamiento se encuentra enfrentado a esta inmensa materia que constituye la historia universal. (Sebag, L., Marxisme et structuralisme, p. 16, trad. propia)

Hay demasiadas muestras empíricas de este hecho como para detenerse a enumerarlas. Para poder hablar con sentido del universal humano sería preciso que se identificara previamente algún elemento fundamental común a todas las culturas, elemento que, dada la movilidad a que éstas se hallan sujetas, solamente puede manifestarse en el propio desarrollo de éstas.

Esta es la tesis principal de dos destacadas filosofías de la historia, la de Kant y la de Hegel.

A) Immanuel Kant

Kant (1724-1804) pensó que la suma de crueldades y guerras en que parece consistir la historia, el “fluir idiota de las cosas humanas”, debe tener, pese a todo, un sentido. Debería ser posible escribir una historia universal que tuviera en cuenta todas las épocas y todas las sociedades de tal manera que se demostrara la existencia de una razón global para todas ellas. Si así fuera, si una obra así pudiera ser escrita, se habría probado que todo ha progresado en busca de la realización de la libertad humana. Éste habría sido el verdadero sentido del devenir de todas las sociedades.

Convencido de esta verdad, Kant se esforzó en probar que el motor de la historia desde sus comienzos no habría sido, pese a todo, la razón abstracta, sino su contrario, el egoísmo, que, según él, resulta de una propiedad fundamental del hombre, su sociabilidad asocial. Por su carácter antisocial el hombre es capaz de generar la guerra de todos contra todos y por su necesidad de vivir en sociedad no tiene otra opción que vencer su otra inclinación y fundar sociedades civiles que, sin hacerse violencia, admitan la competencia y la vanidad de los hombres, el deseo de mando y de dominio, fuente única de su creatividad.

B) Jorge Guillermo Federico Hegel

La filosofía de Hegel (1770-1831) es más compleja. Para empezar, advierte de que no debe esperarse que la historia sea el lugar de realización de las ilusiones y los ideales. Mirada desde esa perspectiva es el dolor es el dolor sin cuento, el teatro de los incontables muertos sin memoria, del envilecimiento de los más nobles ideales por culpa de las pasiones humanas. Mirada desde el sentimiento del alma bella la historia es una sucesión de catástrofes. Es inútil buscar consuelos en ella.

Pero no nadie debería sentirse frustrado por este hecho cierto, porque lo corriente no es realizar grandes fines desinteresados, sino tratar de satisfacer la propia pasión particular. De hecho, los fines altruistas no tienen peso real en el devenir de la historia. Son flores del camino que ella pisa. Cuando nace algo que es universal, es porque alguien ha buscado su interés particular y, al satisfacerlo, ha engendrado algo que le trasciende y es ignorado por él. Nada grande se ha hecho sin pasión, dice Hegel.

Se puede también tomar la felicidad como punto de vista en la consideración de la historia; pero la historia no es el terreno para la felicidad. Las épocas de felicidad son en ella hojas vacías. En la historia universal hay, sin duda, también satisfacción; pero esta no es lo que se llama felicidad, pues es la satisfacción de aquellos fines que están sobre los intereses particulares. Los fines que tienen importancia, en la historia universal, tienen que ser fijados con energía, mediante la voluntad abstracta. Los individuos de importancia en la historia universal que han perseguido tales fines se han satisfecho, sin duda, pero no han querido ser felices. (Hegel, J. F. G., Lecciones, etc., p. 88)

Lo que los hombres hacen en la historia no se mide por lo que quieren o piensan, sino por lo que ocasionan, lo cual está siempre lejos de lo que quieren y piensan. La ambición de César o Alejandro no explica lo que se realizó a través de ellos. La historia es una tela de araña que se teje por encima de las cabezas de los individuos, aunque utiliza a los individuos para la realización de sus fines. Lo mismo debe decirse de los pueblos. Unos como otros son medios para la realización de lo universal. Lo universal se realiza a través de su contrario, del interés y el sentimiento individual.

Se comprende que los verdaderos protagonistas de la historia no son entonces los grandes hombres, las masas o la humanidad, abstracción ésta carente de contenido que nada puede protagonizar, sino esas otras realidades espirituales –los pueblos- que sirven de depositarios de un sistema orgánico de costumbres, derecho, arte, religión y filosofía. Dichas realidades son producidas por la acción inconsciente de generaciones enteras de individuos que obran como si fueran uno solo. Ellas son los verdaderos individuos de la historia, y como a tales los sacrifica también cuando es preciso sin dudarlo un punto, pues son los medios que usa para realizarse.

Ahora vivimos por fin, dice Hegel, “en tiempos de gestación y de transición a una nueva época”. El hombre moderno ha asistido a la sucesión de figuras sociales incompletas, como Grecia, Roma, el Medievo, etc., figuras que se han engendrado y destruido mutuamente, pero ahora se muestra clara la significación profunda de este proceso que comprende a todos los hombres que han existido. El hombre moderno es el hombre universal que integra todos los momentos anteriores en uno solo.

El tiempo presente sería, pues, el tiempo de superación definitiva de la diversidad, de la comprensión final de la historia de todas las culturas como un camino que ha conducido por fin hasta un estado de cosas que muestra el sentido del todo. En este tiempo se comprende que, como el sol, la historia ha caminado desde Oriente hacia Occidente y aquí ha llegado a su ser. Desde los antiguos imperios orientales –China, la India, Mesopotamia, Egipto, etc.-, el río de las sociedades ha pasado por el periodo griego, el romano y el medieval, hasta desembocar en el mar del presente. Todo lo sucedido en la tierra y en el cielo ha tenido este fin.

C) Aproximaciones reales al universal humano

Mas vengamos a los hechos, al lugar donde las teorías se ponen a prueba. Es obvio que ninguna lengua, sistema jurídico, creencia religiosa, costumbre, etc., ningún componente de cultura alguna, ha sido ni es universal. También es cierto que han existido varias ocasiones en que alguna de ellas se ha extendido a una porción considerable de los seres humanos reales y que, prestándoles atención tal vez pueda formularse algún juicio sobre las ideas de Kant y Hegel.

Queda sentado que nada hay universal en la práctica humana, excepto la animalidad del primate. La humanidad es hoy por hoy solamente una abstracción sin contenido. En unas pocas ocasiones se ha mostrado como aspiración de algunas religiones e ideologías políticas, pero en cuanto tal aspiración es utópica, se refiere a un ser inexistente. Es una idea filosófica genuina.

El estoicismo fue el primero en alumbrarla. Zenón de Citio (¿? – principios del III a.C.), el fundador de la escuela, dejó dicho que los hombres no deberían estar gobernados por estados o naciones particulares y que todos deberían formar una sola unidad regida por un solo orden. Todos los hombres, decía Epicteto (55-135), tienen en común la razón y la palabra, que les ordena lo bueno y les prohíbe lo malo. Deberían por esto pertenecer todos ellos a un solo Estado mundial, regido por la eterna ley de la naturaleza, la única digna de seguirse, la única acorde con la esencia humana. Así no habría distinción entre hombres y mujeres, libres y esclavos, emperadores y mendigos y todos poseerían una naturaleza igual. Las cosas estarían ordenadas a los hombres y los hombres a sí mismos. Y Marco Aurelio (121-180) que en cuanto Antonino su ciudad y su patria era Roma, pero en cuanto hombre era el mundo.

Eran ideas bellas, sin duda alguna, pero irreales mientras les faltó una fuerza en acción capaz de darles alguna realidad.

a) Primera aproximación: el Imperio Alejandrino

Dicha fuerza fue por primera vez la empresa imperial de Alejandro Magno ( -313 a. C.), según advirtió el mismo Zenón de Citio, para quien lo importante de las conquistas de aquél fue que quiso ser un juez y no un déspota para las naciones sometidas, lo que equivalía a poner por delante la ley y el derecho y a presentarse como el ejecutor de las tendencias más profundas de la filosofía política griega, las de Platón y Aristóteles, que crearon la noción de Estado justo como Estado sometido a la ley, a la “razón desprovista de pasión”. La idea de una ley común a todos, ya fueran griegos, macedonios o persas, convertía a los individuos en ciudadanos del mundo y miembros de una comunidad universal, en hombres desligados de grupos particulares cerrados y libres para construir los cimientos de su propia autarquía individual.

Alejandro quiso que el Imperio fuera un tránsito de la pólis griega al Estado mundial. Su promotor creía que en cada hombre habita un dios escondido capaz de despertar el amor por la humanidad y desarraigar a su portador del suelo de la raza, de los ancestros y del grupo de pertenencia, de aquella “estupidez que huele a rebaño”, y llevarlo a conquistar su individualidad libre y universal.

Alejandro logró unificar el sistema monetario, favoreciendo la aparición de una enorme área comercial, fundar unas setenta ciudades para albergar guarniciones y extender la civilización griega, construir carreteras y obras de riego, extender a griegos y persas los mismos derechos, imponer el griego, enriquecido por la adquisición de palabras orientales, como lengua común (koiné), etc.

Sus herederos, los diadocos, continuaron, con mayor o menor fortuna, la empresa civilizatoria. Crearon organismos públicos docentes, reunieron a los sabios en las Bibliotecas de Alejandría y Pérgamo, favorecieron el arte, la poesía, la elocuencia, la filosofía y la ciencia. En torno a las instituciones creadas y mantenidas por ellos aparecieron hombres como Eratóstenes (280–200 a. d. J.), que calculó correctamente el diámetro terrestre, Euclides (200 aprox.–?), que sistematizó las matemáticas griegas, Arquímedes (280–212), que determinó el peso específico de los cuerpos, Aristarco de Samos (320–250), que propuso el heliocentrismo y los movimientos de rotación y traslación de la Tierra, Hiparco de Nicea (190–120), que creó la trigonometría, etc.

b) Segunda aproximación: el Imperio Romano

Pero el periodo helenístico transcurrió sin que el esfuerzo civilizatorio emprendido por Alejandro penetrara en la masa de la población, por lo que cada vez que las castas gobernantes se debilitaban crecía la amenaza de retornar al localismo étnico.

El Imperio romano apareció entonces como fiador de la civilización, unificando de nuevo el mundo bajo un solo dueño. Según Polibio (203–120 a.C.), la organización política de Roma era perfecta y su técnica militar inigualable, lo que hacía de ella una nación privilegiada, la única capaz de incluir las historias de las demás en una sola. Roma era la auténtica heredera de Alejandro, la única que podía aspirar a la universalidad.

Tal universalismo no se produjo, sin embargo, sin grandes conflictos internos, porque los romanos antiguos despreciaban a los extranjeros, incluso cuando ya se habían romanizado, los griegos se tenían por superiores a los asiáticos y muchos pueblos sometidos odiaban a Roma. Pero hubo una clase social, fuertemente penetrada del estoicismo, étnicamente diferente, pero culturalmente homogénea, que se extendió por todo el territorio, asegurando su unidad y la universalidad de sus gentes. La justicia, el orden y la paz asegurada por la lex romana constituyeron la base imprescindible sobre la que desarrolló sus actividades. El civismo cosmopolita, reforzado posteriormente por la religión cristiana, perpetuó durante siglos la creencia en la unidad del género humano, hasta que el patriotismo étnico vino a fragmentarlo nuevamente.

La recta razón es verdadera ley conforme con la naturaleza, inmutable, eterna, etc.,  No necesita intérprete que la explique; no habrá una en Roma, otra en Atenas, una hoy y otra pasado un siglo, sino que una misma ley, eterna e inalterable, rige a la vez todos los pueblos en todos los tiempos; el universo entero está sometido a un solo señor, a un solo rey supremo, al Dios omnipotente que ha concebido, meditado y sancionado esta ley; el que no la obedece huye de sí mismo, desprecia la naturaleza del hombre, etc.,  (Cicerón, La República, XXX, XXII)

La grandeza de Roma consistió en que para cumplir sus objetivos, entre los que no faltó la captura y explotación de esclavos, hubo de construir vías de comunicación a lo largo de un inmenso territorio, edificar por todas partes ciudades que eran una fiel réplica de la propia ciudad de Roma e imponer una sola ley, hecha ciertamente a medida de los dueños del Imperio, pero que sirvió de racionalización de la justicia y de superación de los particularismos tribales para las gentes que habitaban las tierras sometidas.

Estos tres factores convirtieron pronto a las colonias en provincias, que fueron en poco tiempo el punto de partida de movimientos políticos que afluían hacia el centro, lo que explica, por ejemplo, que un hispánico de Itálica, Marco Ulpio Trajano, fuera primero gobernador de la Alta Germania y luego emperador, entre los años 98 y 117, o que Adriano, también oriundo de la Bética, le sucediera entre el 117 y el 138, después de haber sido gobernador de Siria. El derecho de ciudadanía concedido por Caracalla en el año 212 a todos los provinciales libres consagró una situación de hecho que venía de más atrás.

Las iglesias cristianas, una vez convertidas en sólidas instituciones del Imperio, se propusieron llegar a todos los hombres del planeta, una tarea que no habrían podido ni siquiera pensar en poner en práctica si no hubieran contado con las vías de comunicación del Imperio y la protección jurídica que su poder les otorgaba. Eusebio (260–337), obispo de Cesárea, se encargó de proporcionar las ideas políticas y teológicas que la situación requería. El Dios del Universo, decía, impone a la historia del mundo la racionalidad universal a través de su Hijo, el Verbo, Lógos o Razón, que ejerce su reinado a través del Emperador. El Imperio es, pues, reflejo del universo entero y no ya un mero habitáculo que circunda el Mediterráneo, y en manos de la Iglesia, es el instrumento eficaz de una pedagogía universalista.


 

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