El Estado, la violencia y el derecho

Definición del Estado. Derecho y violencia

Con el fin de entender bien la relación entre el poder político y los derechos humanos contemplados en las diversas declaraciones de ellos que se han hecho a lo largo de la historia, de las cuales se ha dado una explicación en las páginas anteriores, se estudiará ahora lo concerniente al Estado, para lo cual se harán tres apartados: Definición del Estado, Razón de Estado y Estado de derecho.

Según dice Hobbes en Leviathan, los hombres se hallan en la condición de guerra de todos contra todos cuando no existe una autoridad común que los atemorice a todos. Ese es su estado natural. Que no nace de una casualidad o coincidencia, sino de su propio ser. Dice también a este respecto Spinoza que los hombres son por naturaleza ambiciosos, y que su ambición consiste en desear que todos los demás vivan según su propio criterio, pero que, como tienen todos el mismo deseo, se estorban unos a otros y se odian mutuamente. Que esta, en fin, es su naturaleza.

El Estado nace entonces para mantener la paz y la seguridad que el estado de naturaleza no puede en modo alguno garantizar, pues entonces, al no haber un poder que a cada uno mantenga en su lugar y a todos guarde, tienen derecho a apoderarse de todo aquello que su fuerza, su astucia y su capacidad les permitan. En estas circunstancias, en que lo bueno y lo malo tienen que ver solamente con cada uno de los hombres y se definen solamente por referencia a ellos, no existen paz y ley, sino guerra y desorden. En rigor, no existen nociones de bien o de mal, de justicia o injusticia…, pues estas ideas tienen sentido solamente cuando dejan de referirse a los hombres considerados aisladamente y se las refiere a la globalidad de ellos, globalidad que no existe en el estado de naturaleza.

Pero el significado de guerra y paz no es el ordinario. Guerra no es batalla, sino inclinación a ella cuando no hay garantía de lo contrario. Paz es el tiempo restante. Puesto que los seres humanos no tienen garantía de no ser atacados por otros cuando tienen que valerse solamente de sus propias fuerzas, el estado natural lo es de guerra. Mientras permanecen en él, la violencia para asegurar su propia supervivencia es un recurso al que tienen derecho. No así cuando abandonan ese estado y cada uno de ellos cede su derecho a un tercero, que acumula en sus manos el de todos con el fin de evitar que unos dañen a otros. De este modo nace el estado, que no es sino la reglamentación de la violencia, nace el imperio de la ley y, a partir de ese momento, toda violencia utilizada por un particular es violencia ilegal, pues se ha pactado que solamente el Estado tiene derecho a ella. Debe distinguirse, pues, la guerra que surge cuando existe el Estado, que recluta grandes masas de población a las órdenes de unos cuantos expertos en la eliminación física de las personas y las propiedades, de la violencia individual, que puede ser practicada en el estado natural.

No se deduce de aquí que el Estado consigue su propósito de eliminar todo uso de la fuerza individual. Que ese sea su fin no quiere decir que es su logro. Por el contrario, muchos pueblos que carecen de Estado son extremadamente pacíficos. Algunos incluso no conocen la guerra entre ejércitos, mientras que la violencia interna de Estados Unidos y de otros muchos Estados civilizados es incomparablemente superior a la que tiene lugar en las sociedades tribales de la etnografía o la prehistoria. Es que el Estado no suprime la violencia, sino que la hace ilegal. Y, donde no existe ley, ¿cómo podría ser ilegal? Desde el punto de vista político, un hombre que vive bajo un Estado se caracteriza por estar bajo un gobierno que prohíbe tomarse la ley por su cuenta, procurando así mantener la paz, en tanto que el cazador-recolector de la Edad de Piedra puede, en principio, emplear la fuerza y librar batalla con quien quiera siempre que lo estime necesario. Tampoco quiere esto decir que lo haga realmente a cada instante. La diferencia, pues, reside en que uno tiene derecho legal y el otro no.

A partir de estas ideas, es fácil comprender cuáles son las características básicas de todo Estado:

Autoridad pública oficial.- Existe una autoridad, un conjunto de cargos públicos oficiales que detentan el poder sobre la sociedad. Se trata de un gobierno separado del resto de la población. Las gentes pasan a ser súbditos y el gobierno es soberano por la fuerza que tiene sobre ellas.

División territorial de la sociedad.- La sociedad en general, que es el objeto de dominio de la autoridad, está dividida territorialmente: regiones, provincias, circunscripciones, autonomías… La sociedad tribal se basa en el parentesco, pero la sociedad civilizada se basa en el territorio. No quiere esto decir que las tribus no ocupen y defiendan territorios definidos, sino que las sociedades civiles habitan un espacio que está dominado por un poder soberano. La sociedad se definió como territorio en cuanto apareció el Estado. De hecho, el Estado se organiza en entidades territoriales gobernadas por autoridades públicas y no en agrupaciones de individuos bajo un patriarca, como en el Antiguo Testamento. Se dice, por ejemplo, que Carlomagno es rey de los franceses, en tanto que Luis XIV es rey de Francia. Esa es la diferencia. La soberanía se ejerce directamente sobre un territorio e indirectamente sobre las personas que lo habitan, al revés de lo que sucede en otras sociedades que carecen de Estado.

Monopolio legal de la violencia.- El derecho al control de la fuerza, que es propio de la sociedad en general, pasa a ser privativo del Estado, de tal manera que en adelante nadie está facultado para utilizarla. No existe ahora persona alguna o asamblea que pueda usar legítimamente la fuerza, excepto por delegación del Estado. Así es como la paz es una condición interna del sistema, aunque la violencia siga existiendo realmente.

Población de súbditos.- Las personas y grupos de personas que habitan el territorio sobre el cual se ejerce el dominio del Estado están obligadas a prestarle obediencia y están sometidos a su jurisdicción y coerción, independientemente de su origen.

La razón de estado: racionalidad y política

Tan inmensa es la concentración de poder en manos de unos pocos, porque el conjunto de los hombres se lo han entregado, que, de una u otra manera, siempre se ha procurado mitigar en lo posible sus efectos. Uno de esos intentos es el de la Razón de Estado, que comúnmente se entiende al revés de lo que es, achacando la creación del concepto a Maquiavelo, cuando en realidad pertenece a los teóricos de la filosofía política de la Edad Media. Véase a continuación lo que significa, ateniéndonos ya a lo dicho líneas más arriba.

Puede comenzarse recurriendo a Max Weber, que recurre a su vez a Trotsky, al decir que el Estado «es aquella comunidad humana que dentro de un territorio (el «territorio» es elemento distintivo) reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima» (Weber, M., El político y el científico, Introd. de Raymond Aron, trad. de F. R. Llorente, Alianza Editorial, Madrid, 1979)

La violencia física no es el único medio de que se vale el Estado, pero es su medio específico y esencial. Las demás asociaciones humanas pueden hacer uso de ella sólo en la medida en que él se lo conceda, y las asociaciones políticas, o partidos, se definen por su deseo de alcanzar el poder de disposición sobre dicha violencia, que es, además, legítima, según Weber, lo que remite a algún tipo de justificación capaz de presentarla con un rostro benigno. Una tal justificación tenderá a presentarse a sí misma siempre como racionalidad, lo que no es otra cosa que la Razón de Estado. Hobbes la halló en el interés general, en la protección y seguridad de los hombres, que, temerosos del estado natural, crean un artificio que los defienda de sí mismos. El Estado es, así, una cosa artificial, una convención humana. No cabe mayor oposición al modelo de Aristóteles, que veía la polis como naturaleza.

En las ideas de los pensadores que lo ven nacer, el Estado moderno, que llega hasta nosotros, es efectivamente un artilugio, una máquina autónoma.

Frente a los individuos, incapaces de valerse y existir por sí mismos, es una verdadera sustancia. Autores como Maquiavelo y Spinoza no necesitaron recurrir, para la comprensión de la realidad de esta sustancia, a razón alguna susceptible de justificar su existencia. Vieron en ella la plasmación de la violencia y la imposición del miedo, lo que permitió al segundo descubrir que quienes han dejado atrás el miedo y la esperanza pasan automáticamente a habitar más allá de las fronteras del Estado, incluso a ser enemigos suyos.

La razón de Estado no es, pues, una formulación de Maquiavelo. Habría sido incongruente con el espíritu que anima sus escritos. Nació en la escolástica medieval, donde no tenía el carácter cínico que ahora se le atribuye. Allí servía para justificar la dominación en que consiste toda manifestación entonces conocida de lo político, recurriendo a una norma trascendente que no era otra cosa que la salvación del género humano. De ahí que, desde entonces, toda legitimación del Estado viene a ser herencia más o menos directa del criterio soteriológico cristiano. Se sigue de ello también el que podamos ahora catalogar a Maquiavelo y Spinoza como pensadores políticos ateos.

Siendo esto en general cierto para todos los Estados, se concibe que cualquiera de ellos tenga siempre razón: se adueña de un supuesto interés general, que no es el interés de persona alguna concreta, y en nombre de él genera derecho y norma, arrojando al exterior lo que no se ajuste a su dictamen. A esto suele llamarse razón. Con ella se pretende hacer más tolerable, presentar con rostro más «humano», lo que no es sino exigencia con éxito para sí de la violencia, según las palabras de Weber. Legitimidad y razón aluden, pues, a lo mismo.

Por todo esto no puede pensarse que la obediencia existe por el consenso habido entre iguales, sino que es una respuesta del miedo y la esperanza. En consecuencia es básica, originaria. El consenso es otra cosa: manifestación de los deseos y las opiniones, a través de las urnas o de los acuerdos entre partidos u otras instituciones. La existencia de la primera se demuestra por la simple existencia de la codificación de la violencia en que consiste el Estado. La del consenso es una de las fuentes legitimadoras que hay en nuestros regímenes parlamentarios y no excluye el disenso de unos u otros, sino que lo engloba dentro de sí. A aquella obediencia debería llamársele consentimiento para distinguirla del consenso. El vocablo puede ser, es verdad, inapropiado, pues consentir es permitir, lo que no es el caso cuando se obedece.

El discurso -ideología en el sentido de Marx- que pretende fundar la legitimidad del Estado y justificar así la violencia no ha sido siempre el mismo. Su primera fuente fue la Iglesia medieval. Luego, cuando el Estado moderno ocupó su lugar, pretendió convertirse a sí mismo en instancia definidora de lo justo, lo recto y la verdad. Surgió entonces la oposición entre legalidad y legitimidad, por el abandono de los ideales del Medievo. A salvar esa oposición vinieron los intelectuales laicos, que así heredaron a los clérigos, produciendo grandes sistemas de valores: los de la Ilustración y los de las grandes ideologías políticas del siglo XIX. Posteriormente, con el advenimiento de la democratización, que está siendo en realidad patrimonialización del Estado por los partidos políticos, los intelectuales han sido relevados por la opinión pública. Esto hemos podido verlo recientemente en nuestro país.

Pero, aparte de que puede dudarse de que exista una cosa llamada opinión pública y no sea una mera respuesta ocasional a los requerimientos de los encuestadores, la propuesta de que la verdad de lo político repose sobre la opinión es inadmisible, pues se trata de términos distintos, si no antitéticos. Por el contrario, los argumentos de quienes dicen que las ideas no son respetables en sí mismas son incontestables desde cualquier perspectiva filosófica que se adopte, porque lo que cada cual sostiene, las opiniones, no pueden ser aceptadas ni respetadas si antes no se las hace pasar por el fuego del razonamiento y la prueba.

Estado de derecho

El poder absoluto del Estado

Otra noción ligada a la anterior -razón de Estado- es la de Estado de Derecho, por más que en nuestro vocabulario actual parezcan antitéticas. Examinemos a continuación la segunda, que es uno de los grandes ideales del siglo XX, para cómo se ha ido haciendo lo posible, a través de la historia, para disminuir la enorme presión a que el Estado puede someter a la población.

Lo que el Estado de Derecho tenga de realidad, sea poca o mucha, no brota espontánea y naturalmente de la acción política de los hombres, ni siquiera de la de los europeos, cuya historia parece haberlo alumbrado, porque en ellos habite alguna idea clara de justicia que los encamine hacia la consecución de ese modelo organizativo; antes al contrario, ha sido preciso un largo transcurso de siglos a cuyo través se han ido entrecruzando las ideas y los actos, ofreciendo no pocas veces estos últimos la más descarnada faz del dominio de unos hombres sobre otros y mostrando aquéllas las dificultades que conlleva no ya sólo el tratar de entender la maquinaria que rige el poder, sino además el procurar conducirla o justificarla, resumiéndose en estos tres verbos, entender, justificar y conducir, y en la poco menos que imposible distinción práctica de significado entre ellos la tarea de los pensadores de la política. Acaso pueda decirse sin temor a error que si en algún lugar han solido confluir la teoría y la práctica ha sido en el del asombro: la segunda, según le corresponde, mostrando erguido el colosal cuerpo de una bestia capaz de fascinar hasta la demencia a los hombres, tal como narra Ferlosio de aquellos conquistadores que, vueltos de hacer las Américas a su hacienda y su familia, pero no sabiendo ya vivir en paz consigo mismos privados de la fascinación de la guerra y el poder después de haberlos vivido una vez, no tenían más remedio que volver allí de nuevo, para seguir ejerciendo el dominio, y la primera sintiendo con pasmo cuán inmenso es el poder del hombre cuando se concentra en unas pocas manos y tratando, en consecuencia, ya que no de arrancarle los colmillos, sí al menos de limárselos, para suavizar las dentelladas que no puede menos que inferir en aquellos de quienes ella se alimenta. Esta es una trama de razón y acción cuyos comienzos hay que retrotraer a los tiempos del medievo, durante los cuales, junto a la pura concepción, ideada mas no alcanzada jamás, de la humanidad entera como una comunidad natural de seres iguales, que habían heredado de la Antigüedad Romana al lado del derecho natural, siguieron administrándose más o menos conforme a los criterios burócratas con que lo habían hecho también los romanos. Heredaron asimismo de Roma la noción del origen divino del poder que ejerce el soberano, pero, a diferencia de los antiguos, que habían cifrado en la sentencia voluntas regis legis habet vigorem su concepción del poder como un don que, si bien cedido por la divinidad, pertenece en exclusiva a quien lo ejerce, el cual no viene por ende obligado a rendir cuentas a nadie por su buen o mal uso, excepto a la divinidad misma, le añadieron la teoría de los pacta conventa, a tenor de la cual se entendía que la legitimidad del soberano existe merced a los acuerdos suscritos entre él y su pueblo. En la Edad Media reapareció, pues, la idea de legitimidad del poder político, volviendo así a la sacrosanta tesis platónica de que en el Estado sólo puede haber justicia cuando el soberano supremo es la ley.

No se me alcanza a comprender un procedimiento que se haya mostrado más eficaz para mitigar siquiera un poco la peligrosidad del poder que éste de concebirlo como algo que emerge de los de abajo, lo que obliga a rendirles cuentas por su uso. Ya que no es posible, ni siquiera para el régimen más democrático que quepa pensar, elegir entre tener a alguien que gobierne o no tener a nadie, acéptese, parece decirse, que obedecer al rey es obligado para los súbditos siempre y cuando él también venga obligado a obedecer los pactos suscritos con esos mismos súbitos. Este es un acto de fe que no borra de un golpe la evidencia del dominio, antes al contrario puede contribuir a presentarlo entre penumbras y, por eso mismo, a volverlo más opresivo todavía, pero, sobre todo si es el gobernante quien acepta esa ficción sobre la naturaleza del poder, al convertir a todos en iguales en cuanto obedientes con respecto a algo, una ley natural a cuyo cumplimiento se orienta el pacto, que está situada por encima de todos, da otro color al escabroso asunto del dominio, porque ahora se gobierna por un bien común. Pero esa es la apariencia de las cosas, lo que los hombres acaban creyendo de ellas, mas no es lo que las cosas son, si bien es de esperar que la apariencia contamine algo a la realidad. Como muchas creencias, también ésta es autodemostrativa: la historia de los historiadores, cuya función primordial ha sido, es y será la legitimación de las ideologías dominadoras del presente, contribuye a este fin presentando a bombo y platillo casos particulares que avalen la teoría en cuestión, como la abdicación forzada del rey Jacobo II de Inglaterra en 1.688, por haber faltado al pacto entre él y el pueblo, pretendiendo así que la realidad se ajuste a la idea, cuando lo ordinario es que la niegue y contradiga.

Sobre el iusnaturalismo

Pues bien, en el terreno de la idea debe mucho la actualidad a Santo Tomás de Aquino, precisamente el patrón intelectual de la enseñanza media que han querido sustituir algunos por un carpintero, oficio respetable donde los haya, pero que nada tiene que ver con ella, salvo que esos que han querido quitar su patrocinio confundan las azuelas, los serruchos y los martillos con los conceptos de la filosofía, el derecho y la teología. El de Aquino, pues, buey mudo como era, no logró tal vez que Europa entera se asombrara de sus mugidos, como dijo San Alberto Magno que ocurriría en cuanto se diera a conocer, pero sí contribuyó poderosamente a derrocar de su sitial supremo el antes mencionado principio –voluntas principis legis habet vigorem-, que hacía donación al gobernante de la irresponsabilidad en el uso del poder. Existe, según el decir de Santo Tomás, un orden justo que es obligación del monarca respetar y, si así no lo hace, libera con ello a sus súbditos de la obediencia debida, quedando al arbitrio de éstos la desobediencia, la rebelión e incluso el derrocamiento del tirano. Aunque tal orden justo no es fácil de definir y aunque, aun habiéndolo logrado, siempre cabe que los aparatos legitimadores del poder, que son los que ordinariamente detentan o aspiran a detentar la capacidad de discernir lo que es justo y lo que no lo es, aprovechan su definición para mostrar cómo la realidad de los hechos se adecua a ella, con el Aquinate queda al menos abierta la posibilidad de ver en el que gobierna un tirano: lo será aquel que no se ajuste al orden natural.

Así es como el derecho, encarnación del poderoso, adquiere una cualidad humanitaria inesperada tal vez para quien, dejándose guiar por la apariencia de las cosas, estima como algo inconcebible que aquél hubiera de aceptar de buen grado cualquier limitación del ámbito sobre el que recae el peso de su fuerza, pero no para quien, sabiendo que dicho ámbito es también el que la alimenta, como sucede con el campo bien ordenado y roturado con respecto al cereal, adivina detrás de ese humanitarismo la astucia -otros la llaman prudencia-, siempre despierta y atenta a todo lo que pueda perjudicar su soberanía, del detentador del imperium. Pero baste por ahora con lo dicho, que tal vez más adelante volveremos sobre esto mismo.

La ley es producto de la razón y es frágil como ella. En su relación con el Estado, trata de limitar el poder de éste, que es absoluto, se trate de la clase de Estado de que se trate, pues su coacción, ejercida por la persuasión o por la fuerza, ejerce su imperio por encima del mal y del bien, y es capaz de empujar a la población a los crímenes más abyectos. Este es un hecho para cuya comprobación no es necesario más que repasar la historia sin los tapujos con que suelen ocultarla el bienpensante o el estafador, para extraer una única conclusión irrefutable de su estudio: los pacta conventa, la creencia en las obligaciones que sujetan al gobernante, en la soberanía del pueblo… son refutados ininterrumpidamente en los hechos.

No puede, pues, pasarse por alto el noble objetivo que se propuso cumplir el Aquinate: poner la justicia como fin del derecho. Por eso dividió éste en positivo y natural y situó al segundo por encima del primero. Pensaba, en fin, que si el orden justo es amenazado por el gobernante, éste deviene tirano y sus súbditos adquieren entonces el derecho a la rebelión.

Este pensamiento encierra la necesidad de limitar el poder del Estado, que es de hecho absoluto, según hemos dicho. No viene al caso que Santo Tomás no lo expresara en los términos actuales, pero lo cierto es que su posición, saltando por encima de la de los teóricos del Renacimiento, se continúa hoy en aquellas filosofías que estiman que los fines del Estado no son el propio Estado y que la justificación del gobernante se cimienta sólo en su obligación de realizarlos.

Los nuevos pensadores. El estado de derecho ideal

Estas no son ideas acerca del ser real de las cosas, que es bien distinto, sino acerca del deber ser. Son ideas que se han construido muchas veces al margen de la práctica real, lo que no significa que sean irreales. Cuando un asesino ejerce su oficio, no por ello deja de ser cierto que no debería ejercerlo. La práctica real no elimina la verdad de las ideas. Pero sucedió que al elenco de las nociones de los antiguos se fueron añadiendo, en los moderno, un rico material procedente de la experiencia. Tal fue el caso de Montesquieu, que no sólo estudió la teoría, sino también la práctica inglesas de la división de poderes, teoría y práctica que fueron el modelo de la construcción del Estado Constitucional americano. Simultáneamente se fue imponiendo el principio de la igualdad jurídica propio del common law anglosajón. En unos sitios fue por revolución: Francia. En otros por evolución: Alemania y Austria. En todos ellos se fue abriendo paso el principio de la legalidad de los actos administrativos, que sustituye la toma de decisiones más o menos caprichosas, y más o menos juiciosas, de los funcionarios regios.

Era la paulatina plasmación en la realidad del Estado de derecho. Faltaba, sin embargo, una teoría que lo expusiera y analizara. Pero, en ausencia de ella, a pesar de los esfuerzos de los liberales alemanes de mediados del siglo XIX (Von Mohl, R. Von Guerist, L. Von Stein…), se iban perfilando como condiciones propias del Estado en una sociedad moderna las siguientes:

Imperio de la ley: las instituciones fundamentales del Estado, y muy particularmente los tribunales encargados del ordenamiento jurídico y del control administrativo del mismo, deben ser independientes entre sí y sólo deben estar sometidos a la ley.

Separación del político y las leyes: las leyes se desvinculan de sus creadores en cuanto entran en vigor, para convertirse en la estructura del ordenamiento público general. Esto implica la separación del político, que elabora las leyes, del funcionario, que las pone en práctica. A ello se debe la aparición del funcionario fijo, estable e independiente.

División de poderes: los factores económicos y sociales no deben afectar la división y ordenamiento del Estado.

Así comprendieron los pensadores alemanes citados más arriba que debía ser el Estado. Y así se ha tratado de producir en la realidad, pero ésta, siempre más dispuesta a sorprender a los que tratan de abarcarla, ha acabado dando de sí la situación de nuestro tiempo, que, si no refleja exactamente el ideal, y en muchos casos ni siquiera por aproximación, sí ha dejado asomar en otros algo de él. Sea como fuere, la situación es en esencia la que se expone esquemáticamente más abajo.

Estado de Derecho

Cuando solamente se tenían en mente las relaciones de producción y las unidades familiares, la distinción entre derecho público -la regulación de las relaciones de los individuos con la administración estatal- y derecho privado -de los individuos entre sí- era nítida. Sucedía en el Code Napoleon de 1.804 y en el austríaco de 1.811. Pero no pudo mantenerse, o dejó de ser evidente, cuando sobrevino una nueva situación, caracterizada por estos factores:

Pérdida de control estatal sobre la propiedad: el desmoronamiento de la propiedad de los medios de producción propia del siglo XIX y arrastró la consecuente pérdida de la disposición real sobre ellos.

Aparición de nuevas clases de rectores de la propiedad: la sustitución de los empresarios individuales y de las empresas familiares por sociedades de capital y por organizaciones patronales tiene que ver con lo mencionado en primer lugar, pues ahí ha venido a reflejarse directamente la pérdida de poder sobre la propiedad de las empresas, que ahora depende de los consejos de administración más que de los accionistas, que son sus propietarios legales.

Riesgos para la paz social: la despersonalización del control de los medios de producción, consecuencia de lo dicho en 1. y 2., y la consecuente concentración del poder económico crean nuevas tensiones peligrosas para el mantenimiento de la paz social, lo que ha conducido a que el Estado intervenga en este terreno. La causa de ello es clara: antes de que surgieran las grandes entidades sociales, económicas y políticas actuales, el Estado no podía tener interés en intervenir, pues los conflictos podían mantenerse en un nivel de baja densidad que no hacía peligrar la paz civil. Pero, una vez surgidas éstas, no tiene más remedio que regular la organización interna, la afiliación, la financiación, las funciones… de tales entidades. Estas cosas han adquirido una enorme importancia pública. De hecho influyen no solamente en la adquisición o pérdida de profesiones y puestos de trabajo en general, sino también en la adopción de decisiones políticas. Por si fuera poco, el propio Estado actúa en la vida económica como una entidad más, a través de empresas que son de titularidad pública. ¿Cómo dejar todo esto al arbitrio de decisiones individuales y esperar al mismo tiempo que la vida de los hombres discurra en paz y concordia? Estas son las causas principales de la conversión del derecho privado en derecho público o, al menos, de la indistinción de ambos y del surgimiento de menos dispositivos pensados para poner orden en el flujo de la realidad. Tales dispositivos se agrupan en tres grandes categorías:

Tribunales especiales: control del poder público y privado en todos los campos, con el fin de garantizar la existencia y libertad individuales en una sociedad como la nuestra. Esto se ha plasmado en la creación de tribunales especializados en la protección de los derechos de los obreros frente a los patronos, en la garantía de la seguridad social, en la aparición del ombudsman (defensor del pueblo) para proteger a cualquier individuo que lo requiera de los abusos de poder, injusticia o mal trato por parte de los funcionarios…

Nivelación de los intereses y condiciones de vida de las masas por causa de la industrialización y la urbanización. De estos dos sucesos se ha seguido la necesidad de que las condiciones de la existencia individual se hayan convertido en materia de derecho público.

Agrupación al otro lado del espectro social de los individuos en sindicatos, gremios, asociaciones de consumidores, asociaciones profesionales, de jubilados…, que originan problemas de nueva índole para el Estado.

Intervención del Estado en la economía y la sociedad gestionando servicios comerciales e industriales por sí mismo, creando corporaciones públicas, participando en la distribución de bienes, nacionalizando parcial o totalmente el gas, la electricidad, el transporte, las minas, la banca, los seguros… (Se trata de actividades económicas y sociales, pero, al ser ejercidas por el Estado, pasan a ser de dominio público, son competencia de los tribunales administrativos y, sobre todo, se convierten en materia política, toda vez que, a su través, parece que debe procurar el Estado contribuir a ordenar la existencia de los hombres.

Nuevos derechos: nueva definición de los derechos sociales de los individuos en las constituciones. Tales derechos son básicamente de tres clases:

Derecho a la huelga como recurso para la defensa de intereses laborales y a la no discriminación para el trabajo por razones de origen, convicciones políticas, religiosas, morales o filosóficas. Estos derechos se traducen en una obligación para el político: elaborar planes de pleno empleo, dictar disposiciones contra la discriminación, buscar condiciones de igualdad…

Derecho a participar en los beneficios de la empresa por parte de los trabajadores y exigencia de que toda empresa que tenga carácter de servicio público nacional pueda pasar a ser de propiedad colectiva.

Derechos sociales: seguridad social de toda clase, protección legal de la madre y el niño, derecho al tiempo libre y a vacaciones pagadas, a protección legal en caso de catástrofe y guerra y a la instrucción general.

Final

Estas tres categorías de actividades por parte del Estado tienen el objetivo de fortalecer la posición jurídica del individuo, lo que no puede llevarse acabo sin entrar en conflicto con el reconocimiento de otros derechos tradicionalmente reconocidos en la ley. Tal es el caso del de propiedad, según quedó expresado en la Déclaration des droits de l’homme et de citoyen de 1.789. Este sólo exigía ser respetado y, en consecuencia, que el Estado velará por su defensa, es decir, que no interviniera sino para protegerlo. Es lo que se denomina acción negativa. Pero el reconocimiento de los derechos sociales, como el del ocio y el de vacaciones pagadas, y otros que se han enumerado más arriba, imponen una acción positiva. En nuestro tiempo se han incluido los tradicionales y los nuevos en una misma legislación, lo que indica claramente el propósito de tener en cuenta la relación existente entre el grupo social y el individuo, y de inclinar la ley a favor del segundo.

Pero no se concluye con esta idea. Propiamente hablando, los estados actuales no son liberales puros ni socialistas puros. Son una mezcla de ambos: por un lado, protegen la propiedad privada y confían en la función ordenadora del contrato entre individuos, pero, por el otro, hacen esfuerzos para planificar la economía. Para lograrlo, el Estado cuenta con dos medios principales: un cuerpo de políticos, que están dotados de la capacidad excluyente de dictar leyes, órdenes obligatorias para toda la población de su territorio en cuanto sean promulgadas, y un cuerpo de funcionarios especializados en distintos cometidos y no sometidos más que a las leyes. Estas se independizan de los primeros al ser publicadas y constituyen el marco exclusivo de la actividad de los segundos, que a partir de ese instante están obligados a aplicarlas sine ira et studio, dejando de lado su individualidad.

Lo importante es impedir el uso de la propiedad privada en la administración del Estado. En cuanto individuo, el funcionario tiene derecho a sus opciones morales, a sus creencias religiosas, convicciones filosóficas… Tal derecho debe ser consecuentemente protegido. Pero no debe expresarse en su actividad de funcionario público, sea la de policía, juez, profesor, médico o cualquier otra. Sus ideas personales no pueden hacerse valer entonces. Una máxima falta de libertad en el uso privado de las propias opciones cuando se desempeña una función pública no es incompatible con una máxima libertad para el uso y expresión de las opciones personales cuando se actúa como individuo. Ambas son, además, deseables. Es la conjunción de opuestos que, según es evidente a toda razón, debe regir la relación del Estado con los particulares. Puede aducirse un excepción, reconocida también en las constituciones: la libertad de cátedra. El profesor sí goza de un derecho individual a manifestar sus propias preferencias respecto a las materias que tiene la obligación de explicar como funcionario público. Este derecho no puede ser llevado ciertamente hasta el extremo de convertir la clase en adoctrinamiento, pues iría contra uno de los fines para cuya consecución existe la libertad de cátedra.

(Anotaciones están inspiradas en Sahlins, M., Las sociedades tribales, trad. de F. Payarols, 180 págs., Labor, Barcelona, 1972)

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Dualismo y pensamiento salvaje

A. El etnocentrismo de las ciencias sociales

El subjetivismo es el acto de referir la realidad al yo: un sujeto se convierte en centro de referencia de todo lo existente. Es una conducta que acompaña ineluctablemente al animal sensitivo, incapaz de prescindir de sí. Lo muestra el simple hecho de tender la vista alrededor en un campo abierto, cuando la línea imaginaria del horizonte sitúa en el centro exacto de un círculo al observador, tanto si está en reposo como si está en movimiento. Lo muestra también el recuerdo de episodios vitales anteriores, porque entonces todos los seres de la memoria se organizan asimismo en torno a un eje central, que es el individuo que recuerda. Y los sueños, que son el modelo de todas estas experiencias, pues cada hombre es en ellos el protagonista imprescindible.

La religión mantiene al creyente en esta convicción, en tanto que, no sin excepciones notables, la ciencia y la filosofía procuran alejarlo de ella con el fin de alcanzar un punto de vista universal desde el que, trascendiendo al animal sensitivo, observar la realidad sin que el observador la remita a sí mismo. Pero éste es un ideal no siempre logrado. La astronomía ptolemaica, por ejemplo, ofrecía al medieval la confirmación de su propia espontaneidad perceptiva demostrándole que el suelo firme sobre el que se erguía era verdaderamente parte de un planeta inmóvil alrededor del cual daba vueltas uniformes la solemne cúpula universal. Las ciencias del hombre han actuado del mismo modo. Largamente dominadas por la tesis evolucionista, han solido ofrecer al observador europeo el firmamento de las culturas humanas como reliquias de un pasado ya extinguido y superado. La ciencia acudía así a refrendar lo que su superioridad técnica para el dominio le había ya demostrado, convirtiendo las creencias, mitos, modos de organización, equipamiento técnico… de otras culturas en supervivencias de otros tiempos. La antropología reproducía al colonialismo.

La equivalencia de dos vocablos, supervivencia y superstición, ilustra sobradamente este caso. El segundo contiene todo el desprecio que insuflaron en él los ilustrados. La profusión de su concepto prueba la creencia mantenida no solamente por el hombre común, sino también por muchos científicos sociales del siglo XIX y principios del XX. El etnocentrismo, variante hiperbólica del subjetivismo, podía sentirse satisfecho con los resultados de una disciplina mental que, destinada en principio a presentar al otro, lograba más bien convertirse en espejo con el que el europeo podía admirar su propia imagen.

Restos de la historia y el progreso, los habitantes de las selvas, de donde “salvajes”, eran no más que un recuerdo impreciso de nuestros antepasados. Esta asimilación constituía un proceso inconsciente y feliz de subsunción de lo ajeno en la propia identidad, pues llevaba a cumplir el ideal de sentirse el foco que irradia luz, sentido y posición a todos los seres. Visión irreal de las cosas, pero visión irrefutable para quien tiñe de las características del sujeto todo aquello que se esfuerza por entender. Son las pretendidas evidencias del yo, dice Lévi-Strauss.

Las modernas ciencias de la naturaleza pusieron al medieval frente a un universo irremediablemente objetivo, sin centro ni periferia, pero la ilusión persistió en las del hombre y en la filosofía, tal vez por el deseo de asegurarse un abrigo frente a la intemperie de la nueva razón; si la naturaleza no tiene lugares privilegiados, que al menos los tenga la historia, parecieron decidir los pensadores del momento. Y, a partir de entonces, devinieron salvajes, o primitivos, los hombres que habían seguido viviendo en pequeños grupos esparcidos por múltiples puntos del planeta.

B. El dualismo en las ciencias sociales

A la quiebra de esa visión del mundo humano sobrevino la perplejidad. Las sociedades dejaron de ser catalogables bajo el esquema jerárquico del evolucionismo y ninguna de ellas pudo aducir el derecho de su concepción superior. Siendo varios millares las que existían a comienzos de siglo, quedaron unas frente a otras, como individuos iguales ante la consideración del antropólogo o del filósofo. ¿Cómo comprender en esas circunstancias la presente confrontación, que se viene librando desde el advenimiento de una de ellas, dotada de una forma peculiar de organización para la producción y el gobierno, que está trastornando profundamente la antigua atomización en que todas se hallaban sumidas, destruyendo los diques que las separaban y obligándolas a formar parte de un todo cuyos contornos parecen irse precisando paulatinamente?

Esta es una cuestión a la que solamente se enfrenta la cultura surgida en el Occidente europeo y, para responderla, ha dado lugar a instituciones científicas conscientes por medio de las cuales procura hacerse cargo mentalmente de todo ese vasto territorio de mitos, rituales, organizaciones de parentesco, calendarios, técnicas… Es una comprensión de lo otro en la que no hay un sujeto frente a un objeto, sino que ha sido el propio devenir, maduro ya y accesible, el que se ha tornado objeto del pensar. Una comprensión que es sólo uno de los frentes de una lucha que se libra actualmente en todos los terrenos de la vida humana. Marx lo describió con palabras cargadas de dramatismo: nuestro tiempo, dijo, se diferencia de todos los anteriores

«por el constante y agitado desplazamiento de la producción, por la conmoción ininterrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una dinámica incesantes. Las relaciones inconmovibles y mohosas del pasado, con todo su séquito de ideas y creencias viejas y venerables, se derrumban, y las nuevas envejecen antes de echar raíces. Todo lo que se creía permanente y perenne se esfuma, lo santo es profanado, y, al fin el hombre se ve constreñido, por la fuerza de las cosas, a contemplar con mirada fría su vida y sus relaciones con los demás»[1].

El sesgo gnoseológico de esa confrontación se manifiesta cuando se consideran el pensamiento salvaje y el científico. Se ha creído con harta frecuencia que el primero, pese a hallarse muy extendido en las sociedades civilizadas, es exclusivo de las primitivas y se ha presentado erróneamente el segundo como el propio del hombre de Occidente en general. Todos los hombres que hasta el día de hoy han logrado permanecer en grupos de nómadas o en aldeas reducidas se encuentran diseminados por el escaso territorio a donde los ha expulsado la creciente expansión de las organizaciones neolíticas. No han fundado naciones poderosas ni construido obras arquitectónicas admirables; no han creado ejércitos ni conocido apenas la producción para el comercio; no han cuantificado el valor del agua, la tierra, el aire…, pero se hallan en posesión de universos simbólicos abundantes y variados, universos que durante mucho tiempo se pretendió que son esencialmente distintos de los nuestros. Muchos pensadores prestigiosos de la primera antropología social se entregaron a la tarea de definir los rasgos que los distinguen, pero solamente lograron proyectar sobre ellos algunas categorías occidentales. En particular proyectaron el dualismo, esa brecha que aparta a la materia de la mente y que se abrió con tal fuerza en la filosofía del siglo XVII que impregna toda la intelectualidad de la Edad Moderna hasta nuestros días. En Descartes, su iniciador, es una dualidad que escinde no solamente el ser del hombre sino sobre todo sus contenidos de conciencia: a un lado están las ideas luminosas de la razón, al otro las turbias representaciones de la imaginación y los sentidos. Solamente las primeras son verdadero conocimiento. Según dice Spinoza a este respecto, «no es propio de la naturaleza de la razón considerar las cosas como contingentes, sino como necesarias»[2]. La imaginación y los sentidos, que proceden del cuerpo, esa cosa que se extiende en el espacio y no piensa, no pueden ser más que una fuente de conocimiento dudoso. Si versan sobre lo particular y contingente ¿cómo podrían compararse a la razón, cuyo cometido es tener en cuenta solamente lo universal?

Después de trazar esta separación era fácil ver al primitivo al otro lado de lo racional, allí donde imperan el conocimiento de lo irreal, lo confuso, lo aparente, lo irracional… ¿Cómo concebir de otro modo las creencias en la brujería, la magia, el exorcismo o los mitos después de contrastarlas con la flamante ciencia europea? No era plausible que aquel que hubiera debido encargarse de tender un puente sobre ese abismo, el antropólogo, un partícipe de la cultura que lo ha proyectado, se colocara a ambos lados de él.

C. Hacia el monismo racionalista

Ahora bien, el empeño por entender el pensamiento salvaje pretende ser un empeño científico y por ello mismo no le es dado dividir lo real en racional e irracional. Este es el primer paso inevitable. Si hago ciencia, sea medicina, física, geología, prehistoria o lingüística, es que he aceptado que existe un orden previo que me es posible desvelar y que en ese desvelamiento consistirá la verdad del conocimiento a que aspiro. No otra es la opción que consiste en seguir la coherencia, la vía del discurso, es decir, la racionalidad de lo real. Esta primera elección es decisiva para todo lo que pueda venir después, pero ella misma no puede proceder de nada anterior. No es posible aducir argumentos a favor de lo racional y en contra del caos, porque tales argumentos supondrían haber ya elegido lo primero y se incurriría con ellos en una petición de principio.

El hombre de ciencia no puede transigir con el desorden. Exige que el mero existir de su disciplina sea indicio suficiente de lo racional en el objeto a que ella se dedica. O esto o no hay más ciencia. Si acepta algo como ininteligible es porque no tiene más remedio que hacerlo, pero él sabe que ésa es una situación transitoria ajena a la naturaleza de las cosas. La insuficiencia temporal del conocimiento no debe confundirse con lo definitivamente opaco a la luz del intelecto, que no es real, o no lo es en algún sentido. Se ha dicho que un conocimiento riguroso atiende sólo a lo necesario y prescinde de lo contingente, lo que significa que no todas las cosas ostentan el mismo derecho a ser objeto de un pensamiento que haya de merecer el nombre de científico. El objeto muestra una mezcla de ambos aspectos y es tarea primordial del investigador el separarlos. Una vez que se ha descubierto la ley de la palanca, se accede a un nivel de conocimiento en el que para nada interesa retener las características propias de las palancas concretas. Y cuando Arquímedes halló el principio que lleva su nombre, nadie se puso a pensar que formaba parte de él el hecho de que su descubridor estuviera cumpliendo un encargo del rey o se hallara en la bañera… Todo eso es de inmediato visto como anecdótico, irrepetible…, y queda excluido de la ciencia verdadera.

Ahora bien, no vemos que suceda lo mismo en las ciencias humanas y sociales. Trátese, por ejemplo, del estudio de las revoluciones. Nada impide en principio que exista también aquí alguna ley que, como el principio de Arquímedes, sea capaz de explicar adecuadamente lo que en las revoluciones históricas es universal. Pero, si así fuera, serviría para comprobar lo poco que se aprende cuando se llega a una enunciación semejante, porque en esos casos interesa el objeto particular, que es la Revolución Francesa, la de Octubre…, es decir, una totalidad concreta que nunca es posible abarcar del todo.

De ahí que el problema de la distinción entre lo necesario y lo contingente afecte a las ciencias del hombre y la sociedad de un modo que desconocen hoy las ciencias naturales. Estas últimas no necesitan pararse a considerar sus presupuestos epistemológicos y ontológicos. A diferencia del físico y el astrónomo, que solamente deben dejarse llevar de la corriente, pues la tradición de su ciencia ya les ha dejado a punto la distinción, los científicos del hombre y la sociedad son extraordinariamente críticos, y no por algún inconformismo especial del que se hallen imbuidos, sino porque la situación de su objeto de estudio les obliga continuamente a enfrentarse a ella, sometiendo a discusión los fundamentos y el objeto mismo de su disciplina e incluso poniendo en tela de juicio el concepto mismo de ciencia.

Estas dificultades se revelan también en el estudio del simbolismo. A Durkheim cupo el mérito de plantear la cuestión correctamente. Si hay algo universal en el pensamiento del hombre, decía, debe poderse hallar en todas las culturas. Es cierto que lo primero que en ellas hace acto de presencia es la diversidad, pero tras ella debe encontrarse la unidad.

D. Dos culturas

Sin embargo la idiosincrasia propia de las ciencias sociales y humanas parece presentar también aquí una objeción: ¿no es acaso la diversidad de las formas culturales lo único existente en el mundo humano?. De conformidad con lo anterior, la respuesta sólo puede ser una, a saber, que la variedad es lo inmediatamente evidente, pero que debe ser matizada, porque la decisión de convertir también en científico lo que se sepa sobre lo humano exige no detenerse hasta hallar, por encima de lo anecdótico, algo que pueda ser susceptible de universalización. Con ese fin puede tomarse como punto de referencia la técnica, pues creo que a su través es relativamente fácil convenir en una clasificación de formas culturales capaz, por un lado, de reducir notablemente la variedad y apta, por el otro, para servir de fundamento a lo que, a mi entender, cabe concluir con sentido en el estudio del simbolismo. Para mayor defensa de esta elección es posible recurrir a Hegel, que pensaba que el hombre, en cuanto individuo animal que empieza siendo, constituye en primer lugar un impulso:

«El objeto a que el impulso se dirige es entonces el objeto que me satisface, que restablece mi unidad. Todo viviente tiene impulsos. Así somos seres naturales; y el impulso es algo sensible. Los objetos, por cuanto mi actitud para con ellos es la de sentirme impulsado hacia ellos, son medios de integración; esto constituye, en general, la base de la técnica y la práctica».

Luego la mera existencia de la técnica no es indicio suficiente de que se haya dado ya el paso de la unidad natural a la diversidad cultural. Más aún: la escasa diversificación de los productos materiales de la técnica durante largos períodos de la prehistoria sugiere que dichos períodos no habían traspasado todavía el límite de lo natural. Defiendo que es así porque si se utilizan los productos de la técnica como exponentes del desarrollo humano, apenas dos o tres hitos jalonan ese camino:

A.- Primero fue la piedra, que tuvo una larga existencia: la monótona repetición de lo mismo durante el Paleolítico. No digo esto sin prevención. Sé que hay variación, pero ésta apenas destaca sobre un horizonte que se extiende a lo largo de muchos centenares de miles de años. Ha sido un transcurso lento, imperceptible, vivido por la humanidad durante casi toda su existencia.

Si damos por buena la equivalencia de las actuales sociedades primitivas –actuales de acuerdo con los parámetros de un tiempo ahistórico, que es el de la ciencia, pues sabemos que todas ellas están inmersas fatalmente en un proceso de deterioro y destrucción, y primitivas, o arcaicas, o salvajes… por una convención terminológica que no viene a cuento discutir aquí- con las del pasado prehistórico, puede decirse que durante todo ese tiempo los hombres han estado agrupándose en un tipo de sociedad a la que debería convenirse en llamar sociedad natural, porque se ajusta al tiempo circular, que es el propio de la naturaleza. En ella existe sólo la repetición, la tendencia al centro de sí. Al árbol le sucede el árbol y al tigre el tigre. Por eso existen el bosque y el felino: la especie es eterna cuando los individuos se relevan con rapidez. Aquí es la impotencia de la vida: el comienzo del individuo viviente es la simiente, que también es su fin. Nada nuevo hay bajo el sol natural[3]. La naturaleza gira sobre sí y no tiende a nada que no sea ella tal como es. Podría decirse que se esfuerza por mantenerse en lo que es frente a todas las contingencias del devenir.

Así parece que debería haber sido también para el hombre, pues no otra cosa sugiere su existencia sobre este planeta. Tres cualidades diferenciales, que son responsables de esta tan considerable ausencia de cambios, se pueden atribuir a aquella clase de sociedad que fue su primera forma de agrupación:

a) poseer un nivel modesto de vida en comparación con la sociedad del presente,
b) practicar unas reglas de matrimonio que limitan el índice de fecundidad, y
c) vivir una vida política basada en el consentimiento y no en la organización centralizada del poder.

Aunque estas agrupaciones humanas se oponen a la historia por adoptar un tiempo reversible y mecánico, y se oponen al cambio por rechazar todas las innovaciones, no puede concluirse que vivan de hecho fuera del curso de la contingencia, en un momento estático donde no sucede transformación alguna. Es en sus mitos y creencias donde se piensan y se desean así. A decir verdad, ninguna sociedad ha logrado estar fuera de la historia. Y, como Marx ha dicho, ninguna es como se piensa. Aunque las representaciones que tienen sobre sí en el arte, la religión, el derecho, la mitología, la ciencia, la filosofía, las ideologías políticas…., no constituyen un campo totalmente independiente de la práctica social, sí son sistemas de símbolos en los que, más que reflejarse, se refracta lo real, pues tienen su propia lógica. Son significantes con un alto grado de indeterminación con respecto a los múltiples significados que han podido recubrir, lo que impide que pueda establecerse sin previa demostración una línea causal que vaya de lo social a lo ideal. En esas sociedades:

a) el mito ordena lo real y revela una organización permanente del universo desde los orígenes,
b) todo acontecimiento que pueda producirse está de antemano inscrito en sus coordenadas, lo que le impide presentarse como nuevo. Es más, se entiende que los acontecimientos nuevos derivan del estado primigenio de los seres expresado en la narración mítica. Así se elimina radicalmente todo evento que pudiera dar al traste con la organización de las cosas que el pensamiento salvaje presenta al hombre antiguo, y
c) por último, el mito es impermeable, o casi, a los mentís de la experiencia, como la misma ciencia. El pensamiento salvaje posee un mecanismo tal que logra validarse siempre, tanto cuando fracasa como cuando triunfa.

B.- En segundo lugar fue el metal, que vino acompañado de toda su corte de organización ciudadana de la vida, domesticación de animales y plantas, sedentarismo…¿Y después? No parece que pueda añadirse algún nuevo progreso comparable a estos dos. Los del día de hoy podrían considerarse como la epifanía del herrero y sus sucesores. Podrían ser, sí, el inicio de una revolución tan profunda como la del Neolítico, pero es pronto para saberlo.

Lo que sí sabemos es que hoy vivimos en medio de transformaciones vertiginosas que, como más arriba decía, están llevando a todas las culturas a una confrontación sin precedentes en la existencia de la humanidad. Ésta es una sociedad que vive y se piensa en la historia. Existe sobre la diferenciación y estratificación en clases, castas, gobiernos…, lo que la empuja al cambio. Su potencia de transformación ha destruido la antigua estabilidad natural, ha convertido en fin supremo el transcurso del tiempo y la introducción permanente de novedades que trastornan a cada paso su estructura. Es como una computadora en que la introducción ininterrumpida de nuevos programas obliga una y otra vez a cambiar de máquina. Por contraste, las antiguas poseen un programa en que pueden ir integrando sucesivamente todos los datos procedentes del teclado, es decir, de la experiencia o la historia. No es que nuestro mundo, en comparación con el antiguo, se abandone al desorden de lo irracional, sino que, con sus creencias políticas, económicas, filosóficas, religiosas…, coloca en el futuro nunca alcanzado la verdad del hombre. No en vano nuestro tiempo existe bajo el signo de la revolución, un signo que empieza siendo ideología y después es rechazado en ese nivel, pero sigue su labor soterrada, -viejo topo la llamó Marx-, tratando siempre de destruir lo existente con el fin de lograr un orden que nunca es el definitivo. No me refiero sólo ni principalmente a luchas acompañadas de toma del poder político. Digo que la revolución es idea y es realidad, aunque no lo sean de idéntica forma.

E. Ideología y ciencia verdadera

Aquí se atiende sólo a lo mental. Esta digresión a través de las formas culturales tenía el fin de concluir en la existencia de las dos clases de simbolización a cuyo contraste se ha entregado reiteradamente la antropología social. Por una parte hay un pensamiento que, pese a encontrarse profusamente extendido en las civilizadas, ha solido concebirse como propio de las sociedades salvajes, sociedades que he clasificado como naturales por tender siempre a restaurar el orden original que sus mitos les presentan. Por la otra está el pensamiento científico, que se ha querido convertir en modelo inherente a los grupos y a las ideologías de nuestro tiempo, pues, como los mitos para el primitivo, pero en sentido inverso, representa de modo ejemplar la idea del orden tal como es concebido por el civilizado.

Se puede demostrar que, en contra de la tendencia derivada del marxismo, que ve lo mental como efecto de lo social y niega que pueda entenderse lo primero sin referirse a lo segundo, es lícito detenerse en la confrontación de ambos sistemas de ideas desligadas de cualquier otra consideración, siguiendo algunos principios establecidos por el propio Marx. Dos afirmaciones claves de este autor deben ser tenidas en cuenta:

  1. que ninguna sociedad es como se piensa, y
  2. que los hombres hacen la historia sin ellos saberlo.

Que los hombres sean causa de su propio ser social excluye a las fuerzas naturales o sobrenaturales, cuya acción, si existe, queda incluida en la práctica humana y opera solamente a través de ella. En ello consiste la humanización de lo natural y lo divino. Pero los hombres no lo saben: práctica y saber se dan de hecho desligados. Marx llega a decir que el segundo actúa como un velo que oculta al primero a los ojos de los hombres. En consecuencia, deben admitirse las siguientes afirmaciones:

Primera.- Una vez que se ha hecho la distinción entre el ser social del hombre y la gama de ideas que lo expresan, no es lícito reducir uno de los términos al otro, pues equivaldría a eliminarla de nuevo. Que la acción económica fundamente los complejos sistemas ideales de una sociedad no pasa de ser una orientación dada al historiador, que éste se encargará de poner a prueba en cada caso concreto, pero no es una tesis demostrada ni evidente por sí misma. Y, en lo que atañe al contraste de que aquí hablamos, el que enfrenta al pensamiento salvaje con el científico, no puede ser tenida en cuenta antes de someter a examen aquello de que constan los términos que se contrastan. La constatación de su origen o causa sólo puede ser posterior.

Segunda.- Por otra parte, en las tesis de Marx se halla también explícita la confrontación entre saber ideológico y ciencia verdadera, distinción que en su caso se halla ligada a la tesis revolucionaria, es decir, a una tesis que no pertenece a la ciencia: será el proletariado el que, dueño de la significación del total de la sociedad por su propia evolución como clase especial, acceda definitivamente al verdadero ser de lo social. Aquí no es el sabio el que, después de un largo proceso de disciplina y método, como el cautivo de la caverna de Platón, hace ciencia, sino que es la situación propia de una clase social más de las varias en que se ha dividido el todo social la que habrá de servir de ascenso al verdadero saber. Lo cual es una confusión del desideratum del revolucionario y la explicación del científico.

Tercera.- Por último, la división de la realidad social humana en base real y superestructura mental es una división hecha en el seno de lo mental. En la realidad no es evidente. Antes al contrario, los objetos que se denominan infraestructura económica y superestructura mental se dan entrelazados indisolublemente y nada permite suponer que uno es más real que el otro. Ha sido tarea de la ciencia, por criterios que son de su incumbencia, el disociarlos en un cierto estadio de su desarrollo.

Por todo lo cual no puede tenerse en cuenta el criterio de la adecuación a la realidad del pensamiento verdadero frente a la inadecuación del ideológico. Ambos conjuntos son sistemas simbólicos con el mismo derecho y se deben a la misma capacidad intelectual, por lo que es sobre ese registro sobre el que deben ser confrontados, no sobre la fidelidad mayor o menor con que representen lo real.

La antropología social no siempre se ha guiado por este propósito. A la hora de distinguir lo que es necesario de lo que es solamente accidental, algunos estudiosos se han dejado impresionar por la marcha triunfante del pensamiento científico y lo han identificado con el verdadero intelecto del ser humano en general. Uno de los más representativos de esta tendencia es Lévy-Bruhl, que identificó la razón con la ciencia positiva y asimiló a ésta con el pensamiento propio de Occidente. La continuación no podía ser otra que deslindarlo del pensamiento primitivo, relegando a éste, si no a lo irracional, sí a un estado alejado de lo racional que el mismo Lévy-Bruhl fue incapaz de explicar. Adujo que el mecanismo propio de éste es la ley de la participación, en virtud de la cual la mente del salvaje confunde en un solo ser contenidos de conciencia heterogéneos. Se trataría, pues, de una ley capaz de suplantar el principio de contradicción, por cuya virtud la mentalidad arcaica, una clase de pensamiento confuso, incapaz de distinguir contenidos desiguales, sería netamente diferente de la lógica del civilizado.

Esta posición es indefendible, porque no es posible que haya confusión de elementos heterogéneos allí donde previamente no han sido separados y definidos como heterogéneos. Algo ha debido primero hacer desiguales los contenidos que el salvaje no distingue posteriormente. Luego la distinción, la discriminación, el sistema… son lo primero, y no cabe la posibilidad de acusar de confusa a una ideología basándose en la supuesta ley de la participación, como hace Lévy-Bruhl. Otra cosa es que cada sistema de ideas establezca diferenciaciones que le son propias y a continuación no sean directamente traducibles a las de otro. El pensamiento arcaico es racional con el mismo derecho que el científico positivo. Cada uno define por su cuenta las clases de equivalencia que están permitidas y las que no. En principio hay la misma clase de lógica cuando un cheroquee afirma ser un oso hormiguero que cuando un científico dice que la luz es una onda. Ambos formulan un juicio en el que un objeto se define por su extensión, haciéndole pertenecer, junto con otros seres, a una clase más amplia, que es la expresada en el predicado. En esto son indistinguibles, pues la operación lógica es la misma.

F. El evolucionismo de Durkheim

Esta tesis es ya la defendida por Durkheim. Según observa en su estudio de la religión primitiva, existen motivos suficientes para decir que el pensamiento científico y el religioso muestran semejanzas tan grandes que, pese a no bastar para identificarlos, sí son suficientes para ver que pertenecen a la misma especie, aunque muestren diferencias de grado. Dichas semejanzas son básicamente tres:

a) la organización jerárquica de las ideas,
b) la finalidad especulativa, y
c) el otorgar prioridad al concepto sobre los datos de la experiencia.

La existencia de esta igualdad hace en Durkheim plausible su tesis evolucionista: está claro que no es posible cambiar desde una cosa a su contrario. Si hay cambio, algo del punto de llegada debe estar ya presente en el punto de partida.

El evolucionismo de Durkheim se fundamenta en su teoría del signo. El individuo está limitado a lo empírico estricto, a lo sensible. Es la sociedad la que transforma lo sensible, sea onda acústica, objeto visual, sensación corporal… en signo –aliquid stat pro aliquo-, transformando al individuo de animal en hombre. Así es como lo social, que es inseparable, si no indistinguible, de lo simbólico es el paso de la sensación al concepto, de lo animal a lo humano. Ése es el comienzo de la historia del pensamiento, pues ahí está ya dada la cara que acompaña al significante. Y es también el nacimiento de lo social y de la religión. De ese lugar de origen se habrá de expandir a los demás mundos de la vida humana y, en particular, a la ciencia. Pero ésta no conserva todos los rasgos del comienzo, sino que selecciona unos cuantos y deja de lado los demás. La religión es sistema de ideas en la misma medida en que es también conjunto de principios para la acción, o, dicho de otra manera, se dirige no sólo al pensar sino también al sentir, que es la fuente de la práctica, algo a lo que ninguna ciencia puede aspirar, pese a que más de una lo ha querido. La sociedad objetiva sentimientos en la religión, vaciando y cristalizando las interioridades subjetivas en una forma comunitaria, en tanto que la ciencia positiva se ha propuesto siempre retener solamente la forma abstracta de aquellos primeros seres mentales, lo que la ha llevado a perder todo contacto con lo vivido. Así es como pueden sufrir variaciones las categorías del intelecto: varía la materia, el contenido, pero permanece inalterable la forma. Ésta es la base de la postura evolucionista de Durkheim.

Pertrechado de estas ideas, le es fácil al antropólogo rechazar vigorosamente la contraposición de Lévy-Bruhl entre pensamiento primitivo y científico, pero para caer en una nueva dualidad. El individuo empírico y sus oscuras funciones cognitivas, tales como imágenes, sensaciones sentimientos…, se enfrentan ahora a la mente, que es social y conceptual. Esta es el alma en cada hombre particular, forzada también, como puede verse, a habitar un cuerpo que le es extraño. Como en el ascenso platónico a la verdad de las Ideas era necesario irse desprendiendo antes, mediante una educación estricta, del lastre de la materia, ahora es la historia de la sociedad la que tendrá que ir liberando el concepto de todo lo concerniente al sentir.

Pese a sus palabras en contra[4], Durkheim admite en su sociología que la sociedad es una entidad supraindividual existente por encima de la realidad natural. En la mejor tradición comteana, concibe la sociología como ciencia de lo psíquico. Puesto que además cree que la sociedad es una sustancia, le asigna un psiquismo propio, un tipo de vivencia específica, la presión del sentimiento, que liga a los hombres entre sí, pero que, formando parte de los primeros seres mentales existentes, es a la fuerza una traba para reencontrar el camino de lo natural y expresarlo, es decir, para hacer ciencia, pues sentir no es pensar. En efecto, hacer ciencia, según Durkheim, es representar algo que para los hombres es una situación olvidada, para lo que no hay más remedio que hacer uso de la misma herramienta por la que olvidaron aquel estadio y empezaron a formar parte de su contrario. El concepto, desligado de toda traba comunitaria, abstraído de todo impedimento afectivo, será el único instrumento útil para el científico.

G. Disolución del sujeto: Lévi-Strauss

La solución, según Lévi-Strauss no puede ser otra que disolver el sujeto, no solamente el individual, como hizo la ciencia clásica al destruir la confiada seguridad del aquí y el ahora sentidos por el individuo como centro de todo lo existente, sino también el social. Sólo así se borrarían de golpe todos los obstáculos teóricos para la aceptación definitiva de una sola clase de pensamiento y podría admitirse que el intelecto se comporta siempre siguiendo las mismas reglas y se expresa igualmente en dos dominios máximos, lo subjetivo y lo objetivo, pero que ésas son distinciones que el avance de la ciencia acabará por diluir. Pero por ahora no son distinciones ontológicas y casi ni siquiera metodológicas.

Durkheim no escapa del todo de la fuerza de atracción del dualismo. No así Lévi-Strauss, o al menos no en el mismo sentido, pues invierte bruscamente la dirección seguida hasta el momento por la filosofía moderna. La historia de ésta es la historia de un largo diálogo entre el sujeto y el objeto. Desde Descartes se ha tendido a magnificar al primero hasta hacerle acaparar toda la conversación. El diálogo se hace monólogo, el mundo enmudece y todo adquiere características subjetivas. Con distinto sesgo, esto es aplicable a Hegel, Marx, Wittgenstein, Kant… Lévi-Strauss, por el contrario, dice que el hombre es una palabra de una conversación que la naturaleza mantiene consigo misma, a través de él y sin él saberlo. La filosofía ha querido tomar parte en ella sin haber sido invitada, pero ha tenido que enviar por delante a la semántica, que a su vez ha delegado en la antropología estructuralista. Esta antropología quiere presentarse como una ciencia natural del pensamiento, del espíritu, que es uno y el mismo en todas partes, pero se manifiesta en una multiplicidad de sistemas culturales, multiplicidad que es inevitable, pero no irreductible, pues más allá de ella, más allá de la cultura, reino de la diferencia, está la actividad propia del espíritu, que es, en consecuencia, la unidad natural misma, el modo especial de funcionar de la corteza cerebral, que es un producto suyo como cualquier otro. La mente es, pues, una cosa entre las cosas, no un sujeto frente a ellas. Si todo lo humano es manifestación de la acción del córtex cerebral, las diferencias que puedan observarse entre unas obras y otras tendrán que deberse a los avatares del tiempo y, en consecuencia, no podrán ser rigurosamente reales.

La actividad del espíritu es siempre razón analítica aplicada, de lo cual es una prueba más el caso del totemismo. Éste se había solido ver como una creencia religiosa, como una institución… Freud lo vio como la transgresión que funda la cultura: asesinato del padre, posesión de las hembras, sentimiento consecuente de culpa, prohibición del incesto… Siempre se había interpretado como una cosa, pero no lo es. Ni siquiera Durkheim, aun habiéndolo enfocado correctamente supo ver en qué consiste. No es una institución, sino un procedimiento clasificatorio, una nomenclatura hecha de términos animales y vegetales de la que hace uso el salvaje para introducir en su sociedad discriminaciones paralelas a las previamente utilizadas en la naturaleza circundante. Un nativo puede pensar que es un lobo y su vecino que es un oso. Mas no lo piensan porque se identifique cada uno de ellos con el animal epónimo después de haber percibido algunas semejanzas, reales o imaginarias, entre seres naturales y seres humanos, sino porque aplican a hombres las distinciones aplicadas previamente a animales. La operación es así: como se distingue un lobo de un oso me distingo yo de mi vecino. Una vez establecidas estas discriminaciones paralelas en el reino natural y el social, puede venir la adjudicación de semejanzas sensibles y se dirá tal vez que el clan del oso es más fuerte que el del lobo, éste más astuto… Pero no se parecen las semejanzas, sino las diferencias, dice Lévi-Strauss. Por todo esto, la posición más correcta para el estudio del totemismo es la nominalista. Lo que queda después de aplicarla es un procedimiento de discriminación -A se distingue de B como B se distingue de C…- apto para aplicarlo a cualquier terreno.

Pero, tras haber mostrado con notable rigor que el pensamiento salvaje es razón analítica aplicada a lo concreto, después de haber conseguido algo que parecía contrario a toda razón -a toda razón cartesiana, se entiende-, que las representaciones sensibles tienen también una lógica que no difiere esencialmente de la del científico, después de haber cerrado la brecha entre el pensamiento salvaje y el científico, no puede aceptarse la separación que Lévi-Strauss introduce de nuevo entre ellos. El criterio de demarcación es ahora el del determinismo, una desmedida instauración de relaciones necesarias, pero relaciones de hecho, en el caso de la magia y la brujería, al contrario que la ciencia, que restringe la aplicación de dichas relaciones, realmente necesarias según afirma, a campos restringidos y definidos previamente con precisión. Como prueba de lo cual aduce el argumento de las líneas causales independientes que se cruzan al azar, azar que el pensamiento primitivo no accede a dejar sin cubrir. Otras peculiaridades distintivas que el autor señala son también importantes, pero se las puede considerar reductibles a ésta, por lo que me detendré en ella por un instante.

Aristóteles pone un ejemplo de líneas causales independientes que se cruzan al azar que es válido para nuestro caso. Si yo voy al mercado a comprar algo, dice, puede suceder que me encuentre con un deudor mío y que, aprovechando la ocasión, me pague lo que me debe. Ni él ha ido al mercado a saldar su deuda ni yo a cobrarla, sino que los dos nos hemos movido por motivos distintos, que, encadenados en dos series diferentes, han producido un cruce casual, una coincidencia que no estaba inscrita en ninguna de las dos cadenas. Decimos que ha resultado así por casualidad, pese a que podría parecer que los hechos se pudieran explicar mejor como producidos por un propósito oculto, cosa que nosotros no admitimos. Sin embargo, entre los azande, un pueblo del Sur del Sudán, cuando un granero que estaba en mal estado se desplomó sobre un hombre y lo mató, no se atribuyó el hecho a la casualidad. Se reconoció la existencia de dos líneas causales distintas: el deterioro progresivo del granero, que presagiaba ruina inminente, y el hecho de que un hombre puede estar en cualquier momento paseando por sus inmediaciones, pero ellos pensaban que la cuestión fundamental era esta otra: ¿por qué se tuvo que hundir precisamente sobre esta persona concreta? Cualquier zande podía saber que el granero habría caído de todos modos, pero que lo hiciera precisamente en el instante en que pasaba alguien por debajo, no estando en las cercanías del poblado, y que quien pasara fuera tal individuo y no otro cualquiera, eran hechos que se negaba a admitir sin remitirlos a alguna causa.

Obsérvese que la contraprueba es harto difícil, si no imposible. Coherentes con este rechazo del azar, los azande atribuyen la desgracia a la enemistad de algún brujo. La creencia mística pone una causa donde un occidental como Aristóteles no ve necesidad de ella.

Esta exigencia desmesurada de relaciones necesarias por parte del salvaje es una situación de hecho que muchos antropólogos podrían constatar, pero no basta para distinguir la brujería de la ciencia. Lévi-Strauss afirma que lo propio de la ciencia es la posesión de relaciones realmente necesarias aplicadas a campos restringidos de fenómenos previamente definidos con precisión. Valga lo segundo, pero no lo primero: frente a otras clases de conocimiento, el científico tiene conciencia de límites, en tanto que el sentido común, pese a ser muchas veces certero, rara vez se percata de los límites dentro de los cuales es válido. La ciencia, por el contrario, trata de hallar las conexiones sistemáticas sobre las que aquél se asienta para saber cuándo es válido y cuándo no. Es así porque el conocimiento común depende de la experiencia acumulada por la tradición y el medio en que se halla, y suele ser aceptable mientras éstos no varíen, pero se desmorona en cuanto esto sucede. De ahí que la ciencia sea un conocimiento más apto para sociedades sujetas al cambio y la expansión que para sociedades tradicionales. Es precisa y sistemática. Son dos características que deben admitírsele, pero su sola aceptación no equivale a concluir que es más acertada, o más verdadera, o más ajustada a la realidad… o cualquier otra cualidad semejante que se le quiera adjudicar. Más bien sucede lo contrario. Lo demuestra el hecho de que la duración de las creencias del sentido común se mide en siglos, y hasta en milenios, en tanto que la ciencia, por su afán de precisión y exactitud, se ve impelida a modificar el lenguaje corriente, a crear conceptos nuevos, a dotar de contenido a los antiguos…, hasta conseguir un simbolismo público del que sea posible eliminar toda interpretación personal, por lo que resulta con más facilidad falsa. No se contenta con saber que el agua rompe a hervir cuando se calienta suficientemente, sino que necesita cuantificar con exactitud el fenómeno. De ahí su mayor riesgo de cometer error, pues una afirmación científica admite contrastación empírica con más facilidad que una afirmación de sentido común o un creencia mística como la de la brujería. Por tanto, puede ser desmentida, lo que no suele ser el caso para las otras. Pese a lo cual esto es cierto solamente en lo que respecta a las proposiciones contrastables, que, tanto en uno como en otro conocimiento, son las menos. Una vieja tendencia a aislar de todos los demás saberes al científico nos ha conducido a mitificarlo en exceso. Lo hemos opuesto a la filosofía, al sentido común, a la religión…, y, en el caso que nos ocupa, Lévi-Strauss, que había situado el problema en un punto más adecuado que sus antecesores, lo opone al pensamiento salvaje por atribuirle relaciones necesarias.

H. Final

Tres argumentos pueden oponerse a esta posición de Lévi-Strauss:

1.- El primero es el análisis que Hume hace sobre la conexión necesaria en el principio de causalidad. Estimo que debe considerarse terminante hasta nueva orden, lo cual no es una novedad que yo venga a añadir a esta cuestión. Por cortesía omitiré ahora esta crítica y me atendré solamente a una de las breves formulaciones que esgrimió el autor:

Todo lo que es posible pensar sin contradicción es posible que suceda y no hay en consecuencia obligación alguna de admitir que es falso.

Puedo pensar sin contradicción que a un suceso le sigue otro y también puedo pensar que le sigue su contrario.

En consecuencia, pueden suceder uno o el otro y no vengo obligado a admitir relación alguna necesaria entre ellos.

2.- La segunda argumentación abunda en esto mismo. Dice que si se defiende que una explicación científica solamente es tal cuando se expresa en los términos de una ley o teoría lógicamente necesarias, entonces no es posible admitir que la ciencia tenga capacidad para conocer el mundo o cualquier fenómeno dentro de él. Aparte de que en ese caso dejaría de ser útil la experiencia, pues debería poderse deducir todo conocimiento por procedimientos lógicos, sabemos que no hay un solo estado de la explicación científica en que sea posible deducir todas sus leyes y teorías de otras anteriores, pues éstas habrían de ser deducidas de otras a su vez anteriores, etc…, lo cual conduce a un regreso al infinito. Por tanto, las leyes y teorías que sirven de primeras premisas a todo el conjunto deben tenerse por lógicamente contingentes. Pero si los fundamentos son contingentes, el edificio entero también lo es. Esto no quiere decir que los principios de la ciencia hayan sido puestos de modo arbitrario, ni, como a veces afirma el relativismo, que obedezcan a la mera opinión del científico. Quiere decir solamente que, en su contexto explicativo, no es posible extraerlos por procedimientos lógicos de otros anteriores y son, por tanto, lógicamente contingentes, que lo es también el edificio entero y que, consecuentemente, no procede contrastar al pensamiento científico y al salvaje según el criterio del determinismo y de las relaciones lógicamente necesarias, pues éstas no constituyen fundamentalmente a ninguno de los dos.

3.- La tercera y última razón viene del propio desenvolvimiento de la ciencia física y de la noción de determinismo dentro de ella. Versa sobre el modelo a que se refirió Laplace en un texto célebre:

«Un intelecto que en un instante dado conociese todas las fuerzas que actúan en la naturaleza y la posición de todas las cosas de que se compone el mundo -suponiendo que dicho intelecto fuese lo bastante vasto para someter estos datos al análisis- abarcaría en la misma fórmula los movimientos de los cuerpos más grandes del universo y los de los átomos más pequeños; para él no sería nada incierto, y el futuro, lo mismo que el pasado, sería presente a sus ojos»[5].

Es el ideal del conocimiento clásico: un intelecto que reduce todo a una fórmula y para el que lo pasado, lo presente y lo futuro dejan de ser momentos de un transcurso y se tornan instantes, o, con más precisión, un sólo instante –in sto-. Un ser así carecería de historia y de tiempo.

Pero la propuesta de Laplace debe tenerse en lo que vale y no más. En su descripción de los estados físicos solamente se tienen en cuenta dos variables elegidas entre otras que podrían haberse tenido asimismo en cuenta, pero se han desdeñado. Son la posición de los cuerpos y su cantidad de movimiento. Pero el hecho de que el pensamiento científico haya introducido una selección entre otras posibles, pese a que por su medio haya alcanzado logros indiscutibles en el conocimiento de la materia, indica que el propósito de los científicos del XVII no estaba inscrito necesariamente en la naturaleza de las cosas. Indica también, en contra de la ambición de Laplace, que las conclusiones extraídas de su utilización no pueden ampliarse justificadamente a todo el universo material, sino sólo a las variables mencionadas. Por último, son muchos los científicos que en nuestros días, debido a la irrupción de la mecánica cuántica, niegan, acaso con verdad, toda posibilidad de determinismo para el pensamiento científico. Esto ciertamente no es suficiente para admitir que la física actual sea indeterminista, pero sí para defender que podría suceder que lo fuera, lo que basta para no seguir a Laplace en su decisión ontológica. Y tampoco a Lévi-Strauss en la suya, pues él afirma que la naturaleza solamente se deja atacar científicamente, que en su caso quiere decir mediante el establecimiento de relaciones necesarias, por el flanco del concepto, y que en eso se distingue del pensamiento salvaje.

Es hora de concluir. La descripción que Lévi-Strauss hace del pensamiento salvaje es válida no sólo para él, sino también para el pensamiento científico. Una misma lógica opera en ambos. Lo sorprendente del caso es que este autor lo ha logrado desde el análisis del primero, no desde el del segundo. Es decir, desde la perspectiva del primitivo, no desde la del civilizado. La diferencia estriba en que uno es lógica de lo sensible y el otro de lo conceptual. Pero eso no significa para lo científico el establecimiento de relaciones necesarias, pues éstas solamente se dan en lo que Hume denominó relaciones de ideas, que son las propias de ciencias formales como la matemática o la lógica, pero no de las naturales. No hay juicios sintéticos a priori. No existen leyes universales y necesarias acerca de hechos. Luego las ciencias de la naturaleza y el pensamiento salvaje, aunque guardan diferencias entre sí, permanecen al mismo plano. Esto quiere decir que la razón no está sólo de parte del concepto. No está solamente en las ideas de la mente. También habita en el cuerpo, en lo sensible, en los objetos de la imaginación. Esta solución es una nueva clase de mecanicismo. El clásico se situaba del lado de la materia inerte y se olvidaba de las riquezas del espíritu. Más difícil tenía que ser extender a la materia una concepción mecánica previamente pensada para expresar esas riquezas.

Esta solución, claro está, abre nuevos problemas. El fundamental es el de qué ha de entenderse por razón. Quedarán para otra ocasión. En ésta abrigo solamente la esperanza de haber cumplido mi propósito mostrando las inconsistencias del dualismo que no han sabido evitar totalmente estos autores, por lo que se han visto obligados a oponer sobre un nuevo plano la ciencia y el denominado pensamiento primitivo. La contraposición establecida por Lévi-Strauss, la más sutil de todas, procede de no haber precisado correctamente qué cualidades hay en el objeto que deban considerarse necesariamente pertenecientes a él y cuáles no. El determinismo y las relaciones lógicamente necesarias, que Hume llamó relaciones de ideas, no son, en contra de lo que él cree, cualidades distintivas de la ciencia, y no valen para establecer distinción alguna entre ella y el pensamiento salvaje. Pero sí es válido lo que el autor dice sobre éste último, por lo que lo atribuido a éste vale también automáticamente para la ciencia. ¿Qué opción debe elegirse entonces? La que yo me atrevo a proponer consiste en volver a alguna teoría cercana a la profesada por Durkheim. Aceptar la igualdad fundamental entre pensamiento salvaje y científico, aparte de ser teóricamente coherente, podría dar lugar a investigaciones fructíferas. Lo que no niega, claro está, los cambios, pero éstos tendrían lugar en el terreno de las llamadas ‘tecnologías del intelecto’ que, como la escritura, han hecho que el pensamiento del hombre sea más bello, más preciso, más sistemático… pero no más pensamiento.. Pero eso no puede ser asunto de este escrito.

I. Fuentes bibliográficas

(Se indican solamente aquellas a las que de modo directo o indirecto se alude en este escrito.

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NOTAS


[1]Marx, K., y Engels, F., El manifiesto comunista, trad. de W. Roces, Ayuso, Madrid, 1977, página 27.

[2]Spinoza, Baruch de, Ética, prólogo y trad. de J. Gaos, rev. y glosario de O. Castro López, UNAM, México, 1977, II, prop. XLIV, página 112.

[3]V. Hegel, G. W., Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, prólogo de J. Ortega y Gasset, advertencia y trad. de J. Gaos, Alianza Editorial, Madrid, 1986, cap. 2, a) y b), páginas 59-67.

[4]V. Durkheim, E., Las reglas del método sociológico, Trad. de L. E. Echevarría Rivera, Morata, Madrid, 1974, 2ª introducción.

[5]Citado en Capek, M., El impacto filosófico de la física contemporánea, trad. de E. G. Ruiz, Tecnos, Madrid, 1965, página 133.

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Sobre la antropología social

(Este escrito está inacabado, lo que explica una cierta falta de referencias bibliográficas y cierta imprecisión en algunas de ellas, por lo que se piden disculpas al lector)

Introducción

Cada nuevo movimiento reconstruye la historia, crea sus antecedentes, mas no sus consecuentes. Esto dependerá de estos últimos. El historiador no penetra en una época, la construye. Menos el historiador de las ideas. Por eso me baso en la historia hecha por otros, como todos hacemos. Y elijo dos grandes: Evans-Pritchard en Inglaterra, Lévi-Strauss en el continente…

A. Analogía del sistema natural. Corriente empírica

A.- Hay una definición de la Antropología Social que es a todas luces tautológica, pero, si se dejan momentáneamente a un lado los escrúpulos lógicos, puede resultar expresiva y aclaratoria. Ello habrá de depender del uso que se haga de ella. Aquí trataré tan sólo de que sirva de preámbulo o introducción a las teorías que me interesa poner de relieve. La definición, que es analítica, dice que la Antropología Social es el estudio del hombre en sociedad. Es analítica porque el predicado está incluido en el sujeto. Luego dice bien poco. Sin embargo, por constar de dos abstracciones, las que se hallan tras los vocablos “hombre” y “sociedad”, exige una teoría en que encuadrarlas, una concepción coherente del hombre y de la sociedad, o, mejor, del hombre en sociedad.

Igual que Evans-Pritchard[1], tampoco atenderé aquí al antiguo empeño por elaborar construcciones mentales útiles para comprender la vida social. Habría que ir demasiado lejos, probablemente hasta las más remotas especulaciones de la humanidad. En lugar de ellos empezaré por afirmar, como tantos otros, que las ideas sistemáticas acerca de lo que hoy suele entiende por nuestra ciencia empiezan en los autores ilustrados del siglo XVIII. Remontarse más allá de ellos no carece de interés, pero es prolijo hacerlo. Bástenos, pues, aceptar que nace en la Ilustración. Y que conserva, por tanto, adherencias importantes de aquel siglo. Una de ellas es la primera analogía que habrá de mostrar. Fue formulada explícitamente por los autores de la época, entre los cuales cabe mencionar a Montesquieu (1670-1755), Saint-Simon (1760-1825), Hume (1711-1776), Adam Smith (1723-1790)…

Puesto que el objeto que persigo no es siquiera trazar un esbozo histórico de la disciplina, no me detendré en las aportaciones de cada uno de ellos, sino en la exposición de sus tendencias principales. Estas no son las mismas entre los autores continentales que entre los anglosajones.

Los primeros lograron, de la mano de Montesquieu, formular una representación de la sociedad como un todo integrado por partes funcionalmente vinculadas entre sí. El objetivo de sus investigaciones no podía ser, pues, otro que el de examinar las relaciones existentes entre las partes, relaciones que habrían de ser mostradas en un conjunto ordenado. Esta noción atraviesa El espíritu de las leyes. Una ciencia de lo social tenía que ser capaz de dar cuenta de la forma en que están ordenadas dichas relaciones y de analizar los hechos prescindiendo de los conceptos. Las relaciones del sistema son análogas a las que se hallan en un organismo físico. Esta era también la idea de Saint-Simon.

También los británicos creían que la sociedad es un sistema natural. La creencia era en ellos el abandono del contractualismo, una tradición filosófica que Hobbes había inaugurado un siglo antes, porque la ruptura que el contrato social introduce entre la naturaleza y la sociedad es un serio obstáculo para comprender ésta última inductiva o empíricamente, en tanto que la adopción de la metáfora naturalista obliga a ello, al menos en principio. Pero aun siendo así, aun siendo verdad que la abstracción de la idea de contrato la hacía difícilmente utilizable por el científico social, no es menos cierto que, yendo en contra de su empirismo, también tradicional en ellos, los investigadores británicos incurrieron en abstracciones no menores que las que pretendieron olvidar por cuanto, al igual que los franceses, se dejaron llevar de la preocupación por encontrar los principios generales del desarrollo social. Ilustrados como eran, tuvieron una fe ciega en las ideas de su época, en particular en la perfectibilidad y el mejoramiento de la especie. Ello, como digo, a pesar y en contra del empirismo que decían profesar. Del mismo modo, veían que la naturaleza humana es igual por todas partes. Si ambas creencias se ponían en relación, podía admitirse, con una lógica aparentemente impecable, que todas las sociedades siguen un desarrollo, gradual a la vez que ininterrumpido, lento y a través de etapas uniformes, hacia un punto determinado. Es decir:

“Si bien es cierto que no conocemos exactamente las primeras etapas de nuestra historia, puede suponerse que cuando se encontraron en condiciones análogas y en un plazo similar de cultura, nuestros antepasados vivieron de la misma forma que los pieles rojas americanos y otras poblaciones primitivas. Si comparamos todas las civilizaciones conocidas y las ordenamos de acuerdo con su grado de progreso, es posible tener un esquema de la evolución de la historia de nuestra propia sociedad y de todas las sociedades humanas, aunque sin saber en qué momento o debido a qué circunstancias fueron progresando”[2].

No es preciso decir que las preocupaciones de esta índole pertenecen a la filosofía de la historia más que a la ciencia positiva. Si ahora no causa extrañeza esta pretensión es porque sabemos que los autores ilustrados no buscaban el mero conocimiento de lo social, sino la confección de una grandiosa ética, emanada del pensamiento libre y establecida para estudiar y mejorar la naturaleza humana. Sus inquietudes eran más propias de la conciencia que de la ciencia.

Eran filósofos morales que elaboraban sus razonamientos por medio de la introspección y la lógica. Atendían a los hechos solamente para adornarlos y hacerlos más persuasivos, lo que no les impedía declararse empiristas. Con todo, el hecho de que se decidieran a pensar la sociedad como un sistema natural, a tomar en consideración a los grupos antes que a los individuos aislados, a tener en cuenta las instituciones, los principios generales, las sociedades primitivas, aunque no tuvieran más conocimiento de ellas que el que les venía de la lectura del Antiguo Testamento o de los clásicos… revistió una importancia fundamental, porque así contribuyeron más que ninguna época anterior a la aparición de un ambiente intelectual que serviría de terreno propicio para que germinara la Antropología Social. Por eso es de todo punto inestimable su clara formulación de los conceptos de estructura y función. No es ahora el momento de detenerse en su análisis, pero sí conviene tomar nota de ello para la perspectiva que he elegido.

B.- Los filósofos morales tenían un interés secundario por culturas ajenas, que utilizaban en sus argumentaciones para que no carecieran de algún fundamento empírico, pero sus sucesores descubrieron el interés real que tiene el estudio de las sociedades primitivas. Se preocuparon por el análisis de las instituciones sociales y erradicaron las simples especulaciones teóricas. Pensaron en la existencia de una relación de tipo funcional entre hechos sociales aparentemente desconectados entre sí, de modo que si cambia una parte de la totalidad el cambio afecta en alguna medida, que el estudioso tiene la misión de descubrir, a las partes restantes: el objeto de la ciencia es establecer estas correspondencias o interdependencias entre una clase y otra de tipos sociales, para lo que se usa el método de las variaciones concomitantes:

“Using this method… wrote many… historical origins”[3]

Esta segunda generación de pensadores merece ya el nombre de antropólogos. Sus nombres son los de los pioneros de la Antropología Social: Bachofen (1815-1887), Mc Lennan (1827-1881), Maine (1822-1888), Morgan (1818-1881), Tylor (1832-1917), Frazer… En líneas generales, todos ellos aplicaron a su ciencia los principios de la evolución zoológica que Darwin había descubierto. Como ejemplo de este proceder destaca seguramente Morgan, por el interés de su obra y por el que le prestaron Marx y Engels. Una exposición breve y crítica de sus ideas es útil para mostrar un panorama aproximado en que se desenvolvieron las teorías de estos autores.

La concepción fundamental de la obra de Morgan gira alrededor de un solo eje: un evolucionismo según el cual existe un desarrollo lineal y uniforme que arranca de un solo origen. Debido a ello, clasificó las sociedades poniendo en primer lugar un estado de promiscuidad sexual total que se dio, según él, entre los componentes de la horda primitiva. Allí no había distinciones entre padres, madres, hermanos, hijos…, pues todos eran potencialmente, y de hecho, marido y mujer de todos. Con el tiempo se fueron estableciendo una serie de distinciones entre personas, lo que dio origen a la familia. Es el segundo momento. La primera clase de familia existente fue la consanguínea, formada por matrimonios de hermanos y hermanas; era indiferente que la hermandad fuera directa o colateral. Después fue la punalúa, que partía de un matrimonio entre un grupo de hermanas, directas o colaterales, con un grupo de hombre no necesariamente emparentados, o bien, a la inversa, entre un grupo de hermanos, directos o colaterales, con un grupo de mujeres no necesariamente emparentadas entre sí. A continuación vino la emparejada, en la que los individuos constituyen parejas, sin formar forzosamente familias individualizadas. De aquí nacieron los clanes, que fueron al principio matrilineales, luego patrilineales, para dar lugar finalmente a la organización tribal, de la que más tarde surgieron las confederaciones de tribus. En un estado último habrían surgido la familia patriarcal y después la conyugal moderna, a la que habrían acompañado la sociedad de clases y la organización estatal.

Ahora bien, esta complicada madeja evolutiva no se apoyaba en otra cosa que “en el argumento biológico de la selección natural”[4]. No es defendible que se dejen de hacer matrimonios entre familiares por las consecuencias negativas que, desde el punto de vista biológico, acarrearían para los descendientes. Este es un aserto ampliamente extendido que ni ha podido ser probado ni puede invocar a su favor algún fundamento científico. Por otro lado, Morgan cometió errores en sus apreciaciones de la exogamia y la prohibición del incesto. Lévi-Strauss ha demostrado suficientemente que no puede existir un

“parentesco puramente consanguíneo, pues toda forma de matrimonio implica la prohibición del incesto, es decir, que se renuncia a determinadas mujeres -madres, hermanas, hijas- para cambiarlas por esposas. El matrimonio, como lo vio Morgan, es ante todo una relación de intercambio de mujeres entre grupos, pero la explicación del incesto y la exogamia no tiene su fundamento último en los imperativos de la biología, como él suponía, sino en los de la vida social”[5]

Otra noción, de la que participaban Morgan y los demás autores del siglo XIX, fue la de supervivencias, es decir, lo que ellos interpretaban como restos de culturas anteriores y que creyeron útiles para confirmar, como elementos empíricos, diferentes etapas de un proceso evolutivo establecido desde criterios lógicos. Se infería también de esta concepción que, puesto que las supervivencias eran útiles de hecho para determinar el orden de estos pasos, podían igualmente buscarse otro tipo de restos con los que justificar el ascenso a niveles superiores de desarrollo.

Todo lo cual era un cúmulo de errores que estaban acompañados de considerables aciertos. Por eso siguen siendo una profunda fuente de aprendizaje tanto por los unos como por los otros. Todo contribuyó a que imprimieran a la ciencia social un avance definitivo. Supieron ser más críticos que sus predecesores y, en consecuencia, ordenar de forma más sistemática los datos reales, que por entonces empezaron a ser más y más numerosos. Supieron seleccionarlos y organizar un material que, sin muchas variaciones, es el mismo con que ha contado fundamentalmente la Antropología Social durante mucho tiempo. Se lo permitió el decidido afán de diferenciarse de sus predecesores, por lo que trataron a toda costa de evitar generalizaciones deductivas a partir de una idea de naturaleza humana. Así se entiende su interés por explicarse las instituciones sociales en función de otras organizaciones que son coetáneas o anteriores con respecto a dichas instituciones. Es cierto que este interés les condujo a buscar parecidos entre unas y otras culturas por los que poder remontarse hasta los orígenes, lo que les condujo a mostrar las semejanza más que las diferencias. De ello es una muestra insuperable La rama dorada, de Frazer, el libro que consiguió trasladar al gran público las preocupaciones antropológicas de la época, pero fue una consecuencia negativa que tuvo lugar entre otras positivas que también se dieron por el uso del método comparativo. Este método les permitió discernir lo particular de lo general, lo que es un logro estimable para las clasificaciones sociales. Así, Frazer mismo estuvo en disposición gracias a ello de señalar la extensión de las creencias mágicas y de poner de relieve su estructura lógica, Morgan llevó a cabo un estudio comparativo de los sistemas de parentesco que hoy se sigue estimando clásico, Mc Lennan fue capaz de demostrar que la exogamia y el totemismo son características muy extendidas en las sociedades primitivas, al tiempo que destacó la existencia de sociedades matrilineales en todas partes del mundo, reconociendo su gran importancia sociológica, Tylor introdujo el termino “animismo” en el vocabulario antropológico, al mostrar la universalidad de las creencias de ese nombre…[6]

Tal vez fue la época en que vivieron, con sus grandes movimientos de masas, lo que les indujo a comprende que en la historia tienen más peso las masas que los individuos, los movimientos extendidos más que los sucesos muy localizados… Tal vez peso sobre ellos además la necesidad de legitimar, más que de conocer,

“el imperialismo naciente de las naciones más avanzadas del capitalismo industrial sobre los demás países, en especial sobre aquellos en que aún existían “salvajes”, que era donde se encontraban las más importantes fuentes, aún sin “dueño”, de materias primas”[7].

Isidoro Moreno levanta acta de la validez de estas afirmaciones con la siguiente cita de Tylor:

“pretender que hay tribus salvajes a las que una civilización sensata no llegaría a elevar por encima de su condición, es una afirmación que ningún moralista podría sostener; de otra parte, del conjunto de los testimonios se desprende que el hombre civilizado es en todo caso no solamente más juicioso y más hábil que el salvaje, sino también mejor y más dichoso”[8]

Sea de ello lo que fuere , y sin que lo dicho sirva siquiera par sugerir la más mínima sospecha acerca de la honestidad intelectual de aquellos autores, queda de cierto que se preocuparon excesivamente  por la búsqueda de uniformidades y constantes generalizadas. A pesar de no actuar movidos por la creencia de que las sociedades primitivas valor en sí mismas, sino por la intención de reconstruir la historia de sus propias instituciones, para lo que recurrían a las supuestas etapas inferiores que representaban los salvajes, hicieron grandes hallazgos en el estudio de sus sociedades. En el fondo buscaban, como los filósofos morales de los que pretendían distanciarse, los principios de la humanidad, en la creencia de que todo podría entenderse si se llegaba hasta los orígenes. A ello obedecía el intento de reconstruir las etapas recorridas por su sociedad y los momentos por los que habían pasado las instituciones primitivas que ellos tomaban en consideración. Incurrían así en un error y en un acierto: si bien es verdad que el conocimiento del pasado ayuda a mejor conocer el presente, no lo es en cambio que lo que desconocemos absolutamente, ya se trate de los principios, las causas o, en un sentido estrictamente lógico, las formas más simples, de las instituciones presentes, pueda servir para acceder a una comprensión de lo que conocemos incompletamente a través de la observación.

Según he dicho, no consiguieron liberarse de la teoría y el dogma que habían criticado en los anteriores filósofos morales. Ellos también eran hijos de la Ilustración, lo cual en modo alguno es una censura: ¿no lo somos todos en alguna medida? Pero la especial autocomplacencia, o etnocentrismo no sujeto a crítica, a que entonces conducían las ideas ilustradas, situaba a un lado a los salvajes y al otro a las instituciones sociales de la civilización y el desarrollo. Eran el liberalismo y el racionalismo de la época, que les llevaba a ver la cima de la evolución humana en lo que les predicaban las ideas de progreso, industrialismo, política parlamentaria democrática, pensamiento científico… De ahí que sus estudios estuvieran destinados exclusivamente a la fabricación de escalas evolutivas. De ahí que fueran más historiadores que antropólogos, con una salvedad importante: el modelo de historia que practicaban, que consistía en la investigación de antecedentes y consecuentes, solía aislar las instituciones estudiadas del contexto que les daba sentido e inteligibilidad. Luego estaban bien lejos de la historia crítica, sistemática y rigurosa practicada hoy en día[9].

Con todo ello tenían que ver directamente la estrategia del método comparativo y la concepción de las sociedades como organismo, como sistemas naturales. Esta idea y aquella aplicación metodológica eran los responsables directos de los errores cometidos. Pero también fueron el origen de sus logros. Aceptar el método comparativo no obliga necesariamente a aceptar también algunos esquemas evolucionistas que propusieron aquellos autores. Así lo dice Harris, que, en muchos sentidos, es heredero suyo:

“Lo importante es que aquellos esquemas contenían hipótesis que incluso hoy pueden orientar de un modo fecundo las investigación y que a la luz de las nuevas pruebas pueden corregirse sin quedar enteramente destruidos en ese proceso. Y así ocurre que muchas de las secuencias de los evolucionistas han soportado la prueba de las nuevas investigaciones y todavía hoy se elevan como monumentos indestructibles de su fe en el método científico”[10].

El difusionismo y el psicologismo.

Cuando, como consecuencia del panorama descrito, se fue imponiendo la idea de que no es lícito explicar lo que se conoce poco por lo que se ignora casi totalmente, se rechazó por una escuela de antropólogos el principio de que las instituciones sociales puedan entenderse en función de lo que las ha precedido. No se aceptó que el presente pueda ser comprendido a través del pasado. Esto, si es llevado al extremo, puede dar lugar a conclusiones erróneas, como de hecho sucedió. Se execró y se arrojó por la borda al evolucionismo, a veces con acusaciones infundadas, como la de que sus autores defendían la evolución unilineal o el paralelismo, o bien por defender principios excesivamente generales, y se cayó en el psicologismo y en el difusionismo.

Algunos estudiosos incurrieron en el primero al buscar el sentido de las instituciones en sentimientos y emociones, en tanto que otros, tras haber comprobado como hecho evidente que en muchas ocasiones una cultura es imitada por otra, se inclinaron por el segundo. Estos dejaron de creer en el desarrollo lineal  a partir de un único germen e insistieron en que, habiendo solamente un número limitado de centros de desarrollo y difusión importantes, era necesario concluir que se habían extendido a partir de una limitada cantidad de focos de progreso cultural cada vez que se encontraran restos semejantes en partes distintas del globo. Pero esto significó, a fin de cuentas, caer en el vicio que se creía evitar: reconstruir los momentos de difusión de las diferentes culturas. Además, esta tarea resultaba ser más complicada que la evolucionista, porque no solamente se obligaban a una regresión infinita por su incapacidad para dar cuenta del origen de un solo rasgo cultural, sino porque tenían que actuar así con todos ellos, por quedar excluido de sus principios teóricos el hecho de la invención independiente.

El funcionalismo

Mayor importancia y mayor influencia en la Antropología han ejercido los seguidores del funcionalismo. Si, como más arriba he indicado, los antropólogos del siglo XIX fueron en cierto modo producto de su época, también los funcionalistas puede decirse que lo son de la suya: el siglo XX tuvo unos inicios poco halagüeños, de los que, como poco, cabe decir que imprimieron en muchas mentes un escepticismo difícilmente rebatible respecto a que los cambios habidos en el XIX y en lo que había ya transcurrido del XX fueran simplemente cambios, pero no mejoras. So pena de considerar la evolución como una tendencia bastante estúpida y absurda hacia un fin no menos irracional, había que dejar de pensar que la sociedad europea constituyera el culmen del progreso y la felicidad humanas. En ese ambiente adquiere sentido claro el que los funcionalistas separaran definitivamente la antropología de la etnología y de la historia para incluirla entre las ciencias naturales. Era como si una razón de tipo semántico les empujara a ello: el contenido del término “sociedad” era para ellos el de un sistema natural comparable a todos los efectos con los estudiados por los químicos o los biólogos. Una vez aceptado esto, se trata tan sólo de proceder como esas ciencias. La medicina no necesita conocer el desarrollo del aparato locomotor para entender su funcionamiento, pues éste sirve para andar y todas las partes del total se ordenan para la consecución de ese fin. Del mismo modo, la tarea del antropólogo debe consistir en investigar las funciones que cumplen las partes de una sociedad en orden a la consecución del logro principal.

Una consecuencia inevitable de esta actitud enriqueció los conocimientos como nunca hasta entonces había sucedido, pues el trabajo de campo fue una obligación ineludible para todo aquel que la adoptara. Por este procedimiento puede decirse que los funcionalistas acabaron con las informaciones de aficionados, como misioneros, exploradores o funcionarios de los gobiernos. El trabajo de campo exigía una preparación teórica que no podía ya confiarse a personas sin preparación específica.

Evans-Pritchard[11] condensa en dos principios teóricos las ideas básicas del funcionalismo. Los analizaremos por separado para obtener una visión de conjunto del movimiento en cuestión y de sus fallos y aciertos.

B. Las sociedades son sistemas

En la actualidad resulta evidente la verdad de este aserto. Es indudable que la vida social tiene cierto orden, alguna clase de consistencia, de perdurabilidad, que procede del papel que las instituciones hacen representar al individuo. Este no es, por tanto, tenido directamente en consideración para la explicación de aquel. En las obras de Durkheim, cuya influencia sería grande en los antropólogos funcionalistas británicos, la psicología individual no tiene más relieve que el de la física o la química para explicar los hechos orgánicos. La Sociedad, según él [12], no es la simple agregación de los particulares, sino una entidad específica con rasgos propios. Su localización en las mentes de los individuos representa una condición necesaria, pero no suficiente, pues todavía es preciso que esas mentes estén asociadas, organizadas. De ahí surge el ser social, que es, si se quiere, de naturaleza psíquica, pero de un género nuevo que no se agota en las individualidades.

“El grupo piensa, siente, obra de un modo completamente distinto que sus miembros, si éstos estuvieran aislados. Entonces si se parte de estos últimos, no se podrá comprender nada de lo que pasa en el grupo”[13].

En consonancia con ello, Durkheim rechaza toda explicación de hechos sociales que no remita a otros hechos sociales en lugar de a estados individuales de conciencia. De ahí también su exclusión deliberada de los innovadores de todo género, las grandes individualidades históricas, de los elementos biográficos, en el estudio de la historia, porque no permiten ser considerados comparativamente. Nada es más cierto que la afirmación según la cual la verdadera sociología es historia, replica a Fustel de Coulanges, si se admite previamente que la historia debe hacerse sociológicamente[14].

Es paradigmático el caso de la lengua. Esta es propiedad del grupo, nunca de las personas, que pasan a través de ella, nacen y mueren, pero ella permanece. No puede ser, pues, explicada en los términos de los individuos que la actualizan. Y, como la lengua, hay otros muchos hechos sociales cuya comprensión solamente puede serles dada si se les ve como parte de un total ordenado y se les adjudica una función a cumplir para el mantenimiento del todo. Estos hechos se caracterizan por ser generales, transmisibles y obligatorios, bien entendido que la obligatoriedad no llega hasta el punto de impedir, por ejemplo, que una persona cualquiera se dedique a hablar en el momento que quiera una jerga ininteligible para los demás. La obligatoriedad implica más bien un mandato hipotético: si quiere entenderse con otras personas, ha de someterse a las normas del habla. Lo mismo sucede con las reglas matrimoniales, que prohiben que un hombre mantenga contactos sexuales con su hermana, si bien no pueden impedirlo. Su obligatoriedad está representada en la prohibición del incesto, que es común a los partícipes del grupo y cuya transgresión se juzga como una inmoralidad.

La última característica importante de los hechos sociales consiste en que forman una estructura que persiste durante ciertos períodos de tiempo, sean cortos o largos, y se transmiten de generación en generación. Es este concepto, que tiene una suma importancia por otro lado, el que daría lugar a intensas y profundas discusiones. Durkheim mereció por su causa el apelativo poco elogioso de metafísico, porque al considerar que la totalidad de los hechos sociales conforman un armazón obligatorio para los individuos y que además les sobrevive, no pudo situarlo en las mentes individuales y supuso la existencia de una conciencia colectiva. Sin embargo, esta entidad supraindividual no fue para Durkheim una sustancia, con lo que la acusación anterior carece realmente de objeto[15], sino “un conjunto más o menos sistematizado de fenómenos sui generis[16], de valores, creencias y costumbres que el individuo aprende, acepta, emplea y transmite a sus sucesores.

El funcionalismo propiamente dicho surgió en Inglaterra de la mano de Malinowsky y Radcliffe-Brown. Ambos autores se dejaron influir en distinto grado por las ideas de Durkheim. Cierto es que en el primero de ellos la antropología funcionalista no pasaba de ser un medio de expresión a través del cual unificar con cierta facilidad las observaciones hechas sobre el terreno, como observa Evans-Pritchard[17]. Su empirismo radical se volvía indefendible en cuanto trataba de justificarlo por medio de alguna teoría general. Los mismos conceptos a los que recurría se trocaban en sus manos en algo difícilmente inteligible y fácilmente refutable. Pero no fue él quien dio unidad y definió los conceptos fundamentales del funcionalismo británico. Tal vez ni siquiera lo pretendió. Fue su compañero Radcliffe-Brown quien, asumiendo todas las consecuencias, concibió explícitamente el concepto de función en todas las sociedades sobre la base de la analogía orgánica. Definió la función de una institución, a la manera de Durkheim, como “la correspondencia entre ésta y las necesidades (bésoins) del organismo social”, pero, donde Durkheim había hablado de necesidades, él habló de “condiciones necesarias de existencia”, con lo que daba claramente a entender que existen tales condiciones para la existencia de las sociedades humanas, como para la de los animales, y que con una metodología científica adecuada es posible hallarlas[18].

A su vez las instituciones existen dentro del conjunto de la estructura social. El estudio de ésta es el fin último del antropólogo, pues la vida del organismo social no es otra cosa que el funcionamiento del la mencionada estructura, para lo que no es preciso remontarse a la historia, puesto que es siempre patente y accesible a la observación.

Pero esto último es inadmisible. Como señala Isidoro Moreno[19], el concepto de estructura no puede ser reducido a lo que no es sino su materia prima, las relaciones sociales visibles, porque así solamente se consigue condenar el análisis científico al estudio de las apariencias. La estructura se refiere ante todo a los aspectos formales de los fenómenos sociales, a los modelos construidos de acuerdo con la realidad empírica, con las relaciones sociales observables[20]. Según Lévi-Strauss, constituye la realidad de las cosas y no es accesible a los sentidos, sino al entendimiento, que es el único capaz de reconstruirla. Aunque no se confunde con ésta, la tesis del marxismo es en parte equivalente a este respecto.

C. Los sistemas sociales son sistemas naturales que pueden reducirse a leyes sociológicas.

Este enunciado no merece demasiados comentarios. De él derivan una serie de consecuencias lógicas, algunas de las cuales han sido ya comentadas, que bastan para comprender hasta qué punto puede la asimilación de una ciencia a otra perjudicar a la primera. Del hecho de haber tomado como modelo a la biología u otras disciplinas afines se sigue que, de la misma manera que no es necesario conocer la evolución del aparato locomotor o la forma en que se ha aprendido a andar, tampoco hace falta el conocimiento de la historia cuando se supone que se está estudiando un sistema natural y que lo que interesa es extraer de él leyes sociológicas. Pero esta conclusión no es más que determinismo doctrinario, útil solamente para concluir en enunciados pragmáticos, deterministas y teleológicos bastante ingenuos[21].

Por si fuera poco, el esfuerzo por suprimir las explicaciones históricas ha tenido sobre los funcionalistas británicos el efecto de un boomerang. La analogía organicista procedente de la escuela sociológica francesa, interpretada en la clave de la tendencia empirista de la que vino a ser culminación, hizo que el funcionalismo deviniera el reverso de las ideas que denunciaba. Una vez que se supone que las sociedades son algo idéntico a los sistemas naturales y que las estructuras sociales son empíricas, surgen dos posibles problemas que es necesario resolver. Por un lado, es legítimo preguntarse el modo en que una institución ha llegado a ser lo que es, pues no es en modo alguno erróneo creer que un estado de cosas existente se entiende mejor si puede demostrarse su procedencia, utilizando métodos causales conocidos de antemano por otros contextos, de algún estado de cosas anterior. Esta cuestión es de índole causal, con el mismo derecho que lo es la que consiste en interesarse por el funcionamiento de una máquina o de un organismo físico. Es obvio que éste último sería el enfoque funcional, que tenía en cuenta más la etiología final que la histórica. Es nuestro segundo problema, que, en principio, se levanta en pie de igualdad con el primero. Si ponemos a uno junto al otro, aparece con toda evidencia el hecho de que la tipificación de las cosas halladas habrá de depender de lo que vaya el investigador buscando o, con otras palabras, si el antropólogo funcionalista busca conexiones causales de tipo teleológico ¿no es cierto que rechazará las de tipo histórico, que éstas no serán nunca encontradas? Simétricamente, el método historicista no encontrará las funciones desempeñadas por las partes para el equilibrio de la totalidad. El defecto de ambos procedimientos es de método. Pero demos un paso más: si el funcionalismo se preocupa por hallar cierta clase de fines o consecuencias ¿no está con ello explicando las causas por los efectos? Y, recíprocamente, cuando el investigador ve que toda su labor consiste en buscar orígenes, ¿no explica los efectos por las causas? En definitiva, en tanto que unos eligen la causalidad eficiente, los otros eligen la final. Pero, contra unos y contra otros: ¿acaso no se mueve igual el carro cuando es arrastrado que cuando es empujado?

Bien cierto es que todo esto es una simplificación, pero no es exagerada, pues sirve para mostrar que, desde un punto de vista metodológico, el funcionalismo no se halla tan lejos del genetismo como creían sus fundadores, y que es un error rechazar cualquier explicación histórica con el argumento de que es totalmente inútil. Es cierto que solamente con el conocimiento de la historia no es posible llegar a entender el funcionamiento de la sociedad, pero no lo es menos que el conocimiento del pasado puede aportar elementos de indudable valor para el del presente. Los genetistas, que no contaron en su tiempo con una historia sistemática, se sobrepasaron indudablemente en sus afirmaciones, pero eso no puede servir para impedir ver en la historia una contribución importante para un estudio completo de las instituciones sociales.

Hay además otro asunto que no debe tratarse sin una atención muy detallada. Se refiere a los fines. Aunque no es de ninguna manera irrazonable demandar los fines que persigue una institución social, deben distinguirse cuidadosamente de los que persiguen los individuos. Además, mientras que es obvio que éstos sí buscan fines, no lo es tanto que hagan lo mismo las instituciones. Por si fuera poco, hay ocasiones en que se atribuyen a éstas los de aquéllos. Luego habría que tener en cuenta que, para hacer preguntas útiles de esta clase habría que empezar distinguiendo qué ocasiones son apropiadas y cuáles no, sin olvidar la posible confusión que se derivaría de no tener en cuenta el papel desempeñado por los individuos en la planificación de objetivos.

Por último, la insistencia del funcionalismo en considerar a las sociedades como unidades funcionales ha desembocado muchas veces en la consideración de éstas como estados naturales equilibrados. Esto conduce, a su vez, a tener los conflictos que en ellas suceden por desviaciones patológicas y, en consecuencia, a no prestarles la atención debida. Posiblemente esta manera de ver las cosas era plausible cuando se aplicó a las primeras sociedades con las que tuvo contacto el antropólogo, que eran grupos en pequeña escala a los que casi no había afectado el contacto externo y parecían no haber cambiado nunca de manera significativa. Pero cuando se produjeron cambios en ellas por el contacto con Occidente y tuvieron lugar innovaciones devastadoras, se descubrió que el modelo era completamente inadecuado para entender las transformaciones. Se volvió además a la tesis marxista que ve en el conflicto un motivo estructural del cambio y no un simple suceso patológico que afecta a las estructuras sociales y se aplicó esta idea incluso a las sociedades primitivas[22].

Como conclusión a esta primera parte, vale decir, ha habido progreso en el estudio de las sociedades grupales y aldeanas, como las denomina Harris. Los antropólogos del siglo XIX creyeron que era suficiente para la corroboración de sus teorías el acopio de datos suministrado por los misioneros y aficionados que se encontraban en esas sociedades, por motivos siempre muy lejanos de los que interesaban a la Antropología Social y siguiendo intereses no menos lejanos. Pero los conceptos que trajo consigo la antropología funcionalista, por el contrario, significaron un avance decisivo, por cuanto dotaban a los antropólogos de un extraordinario aparato para la clasificación y comprensión de los elementos sociales con que se encontraban en el terreno. Como dejaron de pensar que la tarea ya no consistía en fijar las etapas del progreso general de la humanidad, sino en comprender el funcionamiento de las distintas sociedades, se vieron en la necesidad de observarlas de cerca. Esta necesidad, impuesta por aquellos conceptos, es lo que ha hecho de la Antropología Social lo que ha solido conocerse bajo ese nombre hasta el día de hoy; según palabras de Evans-Pritchard: “una disciplina característica que estudia los problemas de la sociología general a través de la investigación de las sociedades primitivas” (!en inglés¡)[23].

D. Analogía del sistema simbólico

Llegados a este punto, estamos en condiciones de ver con claridad que el progreso en el conocimiento antropológico no ha sido acumulativo y lineal. Antes al contrario, ha sido enorme el avance habido en la crítica de los sistemas de ideas que han ido surgiendo al respecto. Pero no todo ha sido negación. No sucede aquí lo que Hegel achacaba a Cicerón, que la investigación ha sido hasta el momento un esfuerzo inútil por captar la realidad pensando. Hegel se refería a la historia de la filosofía[24], pero, al refutar esa idea aduciendo la asombrosa labor del pensamiento por desprenderse de la cáscara innecesaria haciendo uso de su capacidad destructiva, daba motivos suficientes para comprender que el mismo proceso se da en otras tareas de la razón. En la Antropología Social no se ha tratado nuevamente sólo de pensar, de hacer teoría pura, sino de irla confrontando con el material empírico. (Es como la caverna platónica) Este es el momento en que por fin nos hallamos. Dichas teorías se han ido levantando muchas veces sobre los escombros de las anteriores, sobre la detección de sus errores. Los materiales que las sobrevivían se han ido utilizando para construir otras nuevas. Así, los genetistas quedaron desplazados cuando sus concepciones sus concepciones dejaron de ser válidas para la explicación satisfactoria de las instituciones dentro de su contexto. Entonces advino el funcionalismo, que no fue capaz de tomar decisiones coherentes cuando se empezaron a estudiar sociedades con historia conocida o sociedades que ya pertenecían al pasado. Ambos habían cometido un mismo error, que se mostró evidente cuando sus ideas habían tenido el suficiente tiempo para ser aplicadas. Este error fue la falacia de abstracción, como la denomina Sacristán[25]: suponer que las sociedades son entidades concretas que tienen consistencia empírica.

La sociedad, objeto de estudio de la Antropología Social, no tiene correlato empírico, no es experimentable, sino que se trata de un modelo intelectual, lo que no le impide estar basado en la experiencia. No pertenece a la experiencia, pero es un modo de ordenarla para su mejor comprensión. El error de atribuirle además existencia real procede probablemente de Durkheim y su escuela, y contribuye más a la confusión que a la clarificación.

En definitiva, podría resumirse todo lo anterior diciendo que hasta el funcionalismo ha existido un solo modelo de explicación y algunas variantes suyas, lo que explica las diferentes interpretaciones que se han dado sobre las sociedades primitivas como manifestaciones del tema único que al respecto albergaba la cabeza del antropólogo. No es preciso decir que este tema era la concepción organicista y que, una vez indicado esto, no es necesario tampoco describir detalladamente las variaciones aportadas por unos y otros autores.

Dos serios defectos conlleva esta concepción positivista. Por un lado está la noción de experimento. En las ciencias sociales ha solido ser sustituido por la de observación, bajo la aceptación implícita de que son equivalentes, lo que no es defendible sin más desde la metodología de las ciencias. En el experimento controlado, dice Nagel[26], se pueden manipular con relativa libertad los factores supuestamente responsables de la aparición de ciertos efectos observados, dejando unos constantes y haciendo variar los otros, con lo que, aparte de introducir cambios en dichas variables, se reproducen efectos inducidos por tales cambios. Pero, como sucede que los científicos sociales no alcanzan la posibilidad de hacer esto mismo en la sociedad y, si lo poseyeran, ese mismo poder constituiría una variable social capaz de comprometer el éxito cognoscitivo del experimento, debe aceptarse que o bien las ciencias sociales nunca dispondrán de este instrumento para dar explicaciones sistemáticas o predicciones fiables o bien que el significado mismo de la experimentación controlada debe ser reexaminado con el fin de ver si es una condición necesaria para el logro de leyes generales. Como es muy probable que dicho instrumento nunca se poseerá, al menos para casos en los que estén implicadas generaciones enteras de hombres, masas humanas muy grandes o acontecimientos únicos en la historia, es razonable inclinarse por la segunda opción, que es volver a considerar el significado real del experimento para la confirmación o puesta a prueba de las teorías científicas. Como argumenta Sebag[27], es cierto que las ciencias humanas ponen constantemente en cuestión el utillaje científico.

E. La tarea del antropólogo.

No hay más remedio, por todo lo dicho, que alejarse del positivismo que practicaron los pioneros de la Antropología Social. Esta necesidad no es sólo teórico-especulativa. Es también experimental. El antropólogo social ha solido dividir su tarea de estudioso en dos momentos, pese a que no estén netamente diferenciados. En el primero se dedica a investigar el grupo objeto conviviendo con sus componentes, aprendiendo sus formas de vida y practicando sus técnicas, costumbres, valores, comportamientos y lengua. Se identifica con su objeto de estudio y se vuelve objeto él mismo. En el segundo, que suele empezar con su vuelta a su lugar de origen, o al menos cuando ha logrado un cierto alejamiento vivencial con respecto a las gentes observadas, se dedica a recrear lo vivido, interpretándolo en los términos de su propia cultura o, mejor, en los términos del bagaje intelectual de su ciencia. Pero su experiencia no es descrita en forma narrativa o novelada, sino procurando acceder a otro terreno, que es el de las instituciones, las normas de conducta, los sistemas de creencias… Trata de hallar el orden que rige la experiencia, de dejar a un lado lo vivido para tener en cuenta sólo lo que lo sistematiza. Este es su verdadero objeto de trabajo. Verdaderamente en su convivencia con los nativos no fue objeto sino sujeto. Es ahora, cuando se olvida de sí, el momento en que abandona lo subjetivo: recuerdos, emociones, penalidades…

F. Similitud con la tarea del lingüista.

Ahora bien, este proceder no se parece al del biólogo, sino al del lingüista cuando entra en contacto con una lengua y pone de manifiesto su gramática, pues no se contenta con hacer un recuento de las conversaciones a las que ha asistido, de los términos que ha recopilado… Sabe que la lengua no está en el diccionario. Que tampoco consiste en combinaciones de palabras. Todo esto pertenece al dominio del habla. A él le compete indagar los sistemas fonológicos, morfológicos, sintácticos… Del mismo modo, el antropólogo no se esfuerza por traducir un comportamiento, sino una gramática. De ahí que no se satisfaga con la sola observación de la vida social, sino que, en lugar de ello, procura “descubrir su orden estructural fundamental, los patrones que, una vez establecidos, le permiten considerarla como una unidad, como un conjunto de abstracciones relacionadas entre sí”[28].

Una manera tal de comprender las cosas es capaz de dar razón no solamente de relaciones como las parentales, económicas y políticas, que es donde parecían tener más valor las explicaciones mecánicas, sino que puede servir además para interpretar satisfactoriamente otros aspectos de la vida social no menos importantes que los anteriores, pero que solían ser eludidos o mal estudiados. Me refiero a los sistemas de creencias y valores, al ritual, la magia, la religión… Esto significa que la sociedad ya no es concebida a la antigua manera, como un sistema natural, sino como un sistema de símbolos, y que la ciencia guía es ahora la lingüística, como lo fue entonces la biología. Para ello ha sido de suma importancia el descubrimiento del carácter relacional y no sustantivo de los signos.

G. Sociedad y cultura. Durkheim y Mauss.

Es evidente, pues, que a partir de este instante no cabe confusión entre dos conceptos que en muchas ocasiones se han utilizado indistintamente. Se trata de los de sociedad y cultura. Su uso con el mismo significado puede no ser perjudicial, pero en el extremo sí puede ser muy engañoso. Es aceptable que se diga de una persona que pertenece a una sociedad, que se encuentra en posesión de una lengua determinada, pero no lo es decir que domina una sociedad, pertenece a una cultura o es parte integrante de una lengua. La confusión ha surgido porque las explicaciones etiológicas de tipo mecánico valen para explicar una cierta suerte de fenómenos, pero dejan sin entender otros.

Con todo, hay que advertir que, si el seguimiento ciego del modelo natural condujo a errores, puede ser también peligroso seguir a ciegas a la lingüística. Trasplantar los métodos de ésta a los estudios sociológicos frecuentemente desvirtúa estos últimos.

Este peligro, sin embargo, no es difícil de conjurar. La tradición sociológica cuenta con elementos suficientes para crear un modelo coherente de sociedad que no solamente se útil par salvar las dificultades inherentes al anterior mecánico, sino también para evitar los riesgos que acarrearía un trasplante puro y simple del modelo lingüístico. Esa tradición arranca de Durkheim y Mauss, pero sus antecedentes se remontan hasta la idea de contrato social elaborada por Rousseau. En ella se ha ido elaborando un armazón teórico del que es posible extraer las más variadas inferencias, a la vez que puede utilizarse para alejar de la sociología algunos fantasmas metafísicos que se han introducido en ella. Pero no sólo metafísicos. El brote de estos fantasmas en la tierra de la sociología se atribuye, no sin una cierta injusticia, al nombre de Durkheim, pero la aplicación a su teoría de una dosis acertada de empirismo es suficiente para exorcizarlos, sin prescindir de sus logros. Esta tarea de exorcista la desempeñó Marcel Mauss. Pero, a fuer de justos, ha de reconocerse primero el mérito de formular la idea de la inutilidad que comportan los planteamientos sobre el origen o la naturaleza de las “cosas” de la sociología cuando aún no se es capaz de explicar las relaciones que unen a los fenómenos entre sí. Antes de precipitarse en busca del nacimiento de al que es preciso saber qué es. Este fue el primer fantasma conjurado. Cierto es que Durkheim se precipitó en sus apreciaciones al considerar de modo apresurado que lo social es una categoría independiente. Debió esperar a que las ciencias particulares hubieran profundizado más en el conocimiento de la función diferencial de códigos culturales como el derecho, el arte, la religión, la lógica…[29]

Fue su sobrino y discípulo, Marcel Mauss, quien subsanó ese error. No eliminó de lo teórico la especificidad que compete a los fenómenos sociales, que son a la vez jurídicos, económicos, religiosos…, pero introdujo una perspectiva empirista y compuso la feliz idea del hecho social total, que consiste, según él, en un entramado de interrelaciones sostenidas entre los diferentes niveles. Este punto de vista enriqueció la obra de Durkheim, excesivamente cargada en lo teórico y poco preparada en algunos aspectos para admitir en su seno variantes empíricas. Así, con el restablecimiento de un empirismo bien ajustado, fue posible a Mauss instaurar con las otras ciencias sociales las relaciones que de otro modo habrían quedado imposibilitadas y atender a la necesidad evidente de tener en cuenta las sociedades concretas existentes en marcos históricos y geográficos definidos. Había que dar cabida, en una palabra, a todas las posibles observaciones obtenidas por los viajeros y antropólogos que habían permanecido en otras sociedades, y eso fue lo conseguido por Mauss.

Pero no se trata sólo de una aportación de tipo empírico. Podría decirse, por el contrario, que Mauss ha dotado a la antropología de otro aspecto que a primera vista resulta chocante. La teoría de Durkheim pudo hacer creer que, en otro nivel de lo real, son asimismo vivencias de los individuos. Que, además de objetos, son también sujetos. Fue Mauss nuevamente quien insistió en la necesidad de no separar unos y otros aspectos y comprenderlos como elementos de un solo sistema. Desde la perspectiva práctica, Malinowski estaba reafirmando esta idea viviendo e intentando participar en el pensamiento de los indígenas. Fue esa particular síntesis entre lo subjetivo y lo empírico la que condujo a corregir algunos defectos de la teoría durkheimiana. En otros términos, se trata de determinar cuál es el nivel verdaderamente real de una sociedad estudiada, si lo visto por el observador, lo que los indígenas piensan sobre su propio grupo o algún otro nivel más recóndito. Es inevitable que en cualquier momento surja la duda: ¿operará el nativo una síntesis semejante, desde su vivencia de la cultura, a la elaborada por el antropólogo? Sin embargo, no es eso lo importante. Basta con que la síntesis del antropólogo pertenezca a la experiencia humana. No se puede llegar a más en las ciencias sociales. La experiencia que sirve de base a la teoría es a la vez externa, el hecho social como cosa, e interna, la asimilación de lo que es exterior. Esto da idea de lo que es la Antropología Social (V. Lévi-Strauss, XXV y ss.) para los que siguen esta otra corriente.

No se trata aquí de la dificultad pretendidamente insuperable a que se nos ha dicho muchas veces que se enfrentan las ciencias humanas: la identidad esencial entre el sujeto y el objeto. Pero cabe decir sobre ésta, siquiera sea de paso, que no es insuperable. También la física y la biología levan consigo una estrecha implicación del observador y lo observado. Por otro lado, esta implicación es real solamente para las ciencias humanas consideradas en su totalidad, y no para tal o cual investigación concreta, como afirma Sebag (V. Sebag, 227 -7).

H. ¿Es la antropología una semiología?

Todo lo cual nos ha situado ya en la posición adecuada para entender lo que es la antropología a la luz del sistema simbólico. Lévi-Strauss (citar 26-7) atribuya a Saussure el mérito de ser quien más se aproximó a una correcta definición, cuando éste advirtió que en la vida social existe una serie de sistemas de signos, como los militares, los religiosos… , que reclamaban la existencia de una ciencia que los tomara como objeto propio. Anticipó un nombre, el de semiología. Según Lévi-Strauss, la antropología actual tiene todo el derecho de reclamar ese objeto, pues son de su incumbencia el lenguaje de los mitos, el ritual, los sistemas de parentesco…, lo que parecería suficiente para instituirla como la semiología preconizada por Saussure.

Pero subsiste un problema. Si bien es cierto que la Antropología Social se ocupa de algunos sistemas de signos, ¿habrá que admitir por ello que su objeto exclusivo es el estudio de la significación, que son signos todos los fenómenos que caen bajo su consideración?

Que no es imposible una respuesta afirmativa a esta cuestión lo muestra White en una fecha ya tan lejana como 1949. Este autor, tan distante en otros aspectos de Lévi-Strauss, afirma:

“Toda conducta humana se origina en el uso de símbolos. Fue el símbolo el que transformó a nuestros antepasados antropoides en hombres y los hizo humanos. Todas las civilizaciones han sido generadas, y son perpetuadas, sólo por el empleo de símbolos. Es el símbolo el que transforma a un infante de Homo Sapiens en un ser humano; los sordomudos que crecen sin el uso de símbolos no son seres humanos. Toda conducta humana consiste en el uso de símbolos o depende de tal uso. La conducta humana es conducta simbólica; la conducta simbólica es conducta humana. El símbolo es el universo de la humanidad”[30].

Dejamos aquí de lado la distinción entre signo y símbolo, cuyo tratamiento podría alejarnos de nuestro objeto, para hacer notar que con la tesis de que toda la conducta humana está dotada de significado. Arribamos al núcleo de esta parte de la Memoria. Al empezarla, decía que la definición del objeto de la Antropología Social como estudio del hombre en sociedad es tautológica. Más adelante, que el término “sociedad” esconde una abstracción y que el deseo de darle existencia empírica desemboca en una falacia. Ahora es el momento de mostrar que, desde la perspectiva de otras teorías antropológicas, es imprescindible formular de una manera nueva el objeto.

Es obvio que, cuando un antropólogo se dedica a estudiar un sistema de símbolos, no es preciso justificar que su objeto es simbólico. Así sucede en la investigación del ritual, el mito… La dificultad no reside ahí, sino en otras cosas que, a primera vista al menos, no son simbólicas, tales como los modos de producción, las técnicas agrícolas o la construcción de canoas, en cuyo caso parece evidente el sesgo exclusivamente utilitario de los objetos. A fin de cuentas ¿cuál puede decirse que es el  significado de un hacha de piedra o un granero? ¿Para quién tiene significado? [31] Parece inevitable concluir que esos son datos brutos, productos de las necesidades de los hombres y las imposiciones del medio, que no admiten su espiritualización transmutándolos en signos.

A propósito de esto viene a cuento la anécdota de aquel campesino que descubrió la imposibilidad de que existiera el mundo si no existiera el hombre[32]. Alguien le objetó que cómo podría admitirse que, una vez desaparecido el hombre, no perduraran los árboles, los ríos y las montañas, a lo que él repuso: “No habría tal, no habría mundo en ese caso, pues no existirían hombres que dijesen: esto es el mundo”.

I. Posición del estructuralismo.

La respuesta dada por la antropología estructuralista no es menos sorprendente. Lévi-Strauss afirma[33] que, puesto que la Antropología Social busca hacer un inventario general de las diferentes sociedades, los datos brutos obtenidos por el observador en una cualquier de ellas siempre ocuparán el lugar que en otra distinta corresponden a otros datos. De otra manera: dichos datos serán siempre resultado de una serie de elecciones efectuada por algún grupo concreto entre un conjunto de otras múltiples posibilidades. Pero ahí reside precisamente la solución al enigma: lo fundamental de la definición del signo insiste en su aptitud para reemplazar alguna cosa para alguien.

Debe hacerse de inmediato una advertencia, a juicio del antropólogo francés[34]: ver el objeto desde el punto de vista de la significación no equivale a olvidarse de las cosas reales. Según él, no puede separarse la cultura material de la espiritual:

“¿Cómo podría hacerlo, puesto que aun el arte, donde todo es signo, utiliza medios materiales? No se puede estudiar dioses ignorando sus imágenes; ritos, sin analizar los objetos y las sustancias que el oficiante fabrica o manipula; reglas sociales, independientemente de las coas que les corresponden”[35].

Esta advertencia no basta todavía para liberar a la antropología estructuralista de la acusación de idealismo, pues debe decir todavía cuál es el papel que lo material desempeña en su relación con lo simbólico. Podría introducirse por este lado la noción del acontecimiento en la de estructura, con lo que se abriría una puerta verdadera a la ciencia de la historia, desdeñada por el doctrinarismo positivista de los antropólogos anteriores. Así lo dice Lévi-Strauss y en eso defiende que se distingue la antropología practicada por él de la de Radcliffe-Brown. Cita a Durkheim, quien, a pesar de atribuir más estabilidad a los fenómenos estructurales que a los funcionales, no vio entre ellos sino diferencias de grado y afirmó que la estructura misma se halla en el devenir, donde se hace y se deshace, pues es la vida misma con algo de estabilidad, que no puede disociarse de la otra vida de que deriva…[36], Pero concluye que es preferible ocuparse del orden de la estructura porque, aparte de no disponer de medios para alcanzar la perspectiva histórica sino en última instancia, el número de sociedades humanas permite considerarlas como instaladas en el presente. Luego el método no será histórico, sino de transformaciones[37].

Traduciendo esta opción a los términos de la lingüística de Saussure, es fácil determinar la preferencia por la norma y la gramática en detrimento del suceso y la diacronía. Se entiende a todas las sociedades como entidades situadas en la intemporalidad y se las analiza como transformaciones de una sola estructura fundamental, dejando para otros investigadores el comportamiento empírico, las descripciones del habla. Fácil es suponer, por otro lado, que la estructura de que se ocupa Lévi-Strauss no se halla entre lo empírico. Radcliffe-Brown decía que se experimenta en cada sociedad concreta, porque pertenece a los hechos, Lévi-Strauss que un ordenamiento es estructurado solamente cuando “es un sistema regulado por una cohesión interna; y esta cohesión, inaccesible a la observación de un sistema aislado, se revela en el estudio de las transformaciones gracias a las cuales es posible hallar propiedades semejantes en sistemas en apariencia diferentes”[38].

Esta es la consecuencia lógica de la nueva concepción estructuralista. Si el objeto de ésta es la sociedad como sistema simbólico compuesto de subsistemas que guardan el mismo carácter, lo fundamental a todos ellos es el ser transformables unos en términos de otros.

J. El estructuralismo, una opción ontológica.

Con otras palabras. El hombre juega con símbolos. Si atendemos a los que sirven de base a las ciencias, hallamos que las matemáticas y la lógica, localizadas en el centro de los enunciados científicos, deben gran parte de su eficacia, si no toda, a que una proposiciones son capaces de generar otras nuevas que en todo rigor corresponden a las primeras, pero abren el camino a la comparación con otras distintas que, en un principio al menos, no se consideraban pertenecientes al mismo campo[39]. Generalizando ahora esta tesis, cabe decir que el hombre juega con símbolos porque se halla en posesión de unas reglas que le enseñan cómo manejarlos. Que existen unos códigos capaces de transmitir mensajes traducibles a los términos de otros códigos a la vez que de expresar en su propio sistema los mensajes recibidos por el canal de códigos diferentes. En consecuencia, si hay una ciencia que interpreta lo social como un sistema de comunicación, una semiología que se ocupa de los signos y los símbolos, es inevitable que se dedique al estudio de las transformaciones, en vista de que los símbolos y los signos solamente pueden desempeñar su función en cuanto pertenecientes a sistemas y de que tales sistemas se caracterizan ante todo por ser traducibles a los lenguajes de sistemas diferentes.

En este punto es fácil ver que la decisión del científico no es solamente metodológica. Ya no se dice que la sociedad debe entenderse a la manera de un sistema de signos, sino que es un sistema tal. La opción es de carácter ontológico en el instante en que la analogía que da nombre a este capítulo deja de ser analogía para ser descripción. En realidad, antes ya tuvo lugar una opción semejante, en el momento de máximo auge del positivismo empirista, que correspondió al funcionalismo de Malinowski y Radcliffe-Brown, y, pese a los reparos puestos por este último a la identificación entre la vida orgánica y la vida social[40], se admitió que la sociedad era de hecho un sistema natural y como tal se la estudió, para extraer leyes generales por el método inductivo.

NOTAS


[1]V. Evans-Pritchard, E. E., Ensayos de Antropología Social, trad. de M. R. Dorado, Siglo XXI, Madrid, 1974, página 5.

[2] Evans-Pritchard, E. E., Social Anthropology, 8th. reprinted, Routledge & Kegan Paul Ltd., London, 1972, página 24.

[3] Evans-Pritchard, E. E., Social Anthropology, 8th. reprinted, Routledge & Kegan Paul Ltd., London, 1972, páginas 28-29.

[4] Godelier, M., Economía, fetichismo y religión en las sociedades primitivas, trad. de Celia Amorós e I. R. de Solís, Siglo XXI, Madrid, 1974, página 263.

[5] Godelier, M., Economía, fetichismo y religión en las sociedades primitivas, trad. de Celia Amorós e I. R. de Solís, Siglo XXI, Madrid, 1974, páginas 263-264.

[6] V.  Evans-Pritchard, E. E., Social Anthropology, 8th. reprinted, Routledge & Kegan Paul Ltd., London, 1972, páginas 29-33.

[7] Moreno, I., Cultura y modos de producción. Una visión de la antropología desde el materialismo histórico, 2ª ed., 233 págs., Editorial Nuestra Cultura, Madrid, 1979 (1978), página 51.

[8] Tylor, E. B., en Moreno, I., Cultura y modos de producción. Una visión de la antropología desde el materialismo histórico, 2ª ed., 233 págs., Editorial Nuestra Cultura, Madrid, 1979 (1978),página 51.

[9] V Evans-Pritchard, E. E., Social Anthropology, 8th. reprinted, Routledge & Kegan Paul Ltd., London, 1972, páginas 38-42.

[10] Harris, M., El desarrollo de la teoría antropológica. Historia de las teorías de la cultura, trad. de R. V. del Toro,Siglo XXI, Madrid, 1978, 690 págs. (The Rise of Anthropological Theory. A history of theories of culture, Thomas Y. Cronwill Company Inc., N. York, 1968), página 156.

[11] V Evans-Pritchard, E. E., op. cit., página 49.

[12] V. Durkheim, E., Las reglas del método sociológico, Trad. de L. E. Echevarría Rivera, Morata, Madrid, 1974, páginas 116 y siguientes.

[13] Durkheim, E., ibidem.

[14] V Lowie, R. H., Histoire de l’ethnologie classique. Payot, Paris, 1940, páginas 180-181.

[15] V.  Durkheim, E., Las reglas del método sociológico, Trad. de L. E. Echevarría Rivera, Morata, Madrid, 1974, prólogo de la 2ª edición.

[16] Durkheim, E., op. cit., página 17.

[17] V Evans-Pritchard, E. E., op. cit., página 54.

[18] V. Radcliffe-Brown, A.R., Estructura y función en la sociedad primitiva, prólogo de E.E. Evans Pritchard y Fred Eggan, trad. de A. Pérez, 2ª ed., 249 págs., Península, Barcelona, 1974 (1972) (Structure and Function in Primitive Society, Routledge & Kegan Paul, London, 1969), página 203.

[19] V. Moreno, I., Cultura y modos de producción. Una visión de la antropología desde el materialismo histórico, 2ª ed., 233 págs., Editorial Nuestra Cultura, Madrid, 1979 (1978) páginas 67 y ss)

[20] V. Lévi-Strauss, C., Antropología estructural, trad. de E. Verón, 5! ed., 371 págs., Editorial Universitaria de Buenos Aires, Buenos Aires, 1968. (Anthropologie Structurale, Plon, Paris, 1985), páginas 249 y ss.)

[21] V. Evans-Pritchard, E. E., op. cit., páginas 56 y ss.

[22] Beattie, J., Otras culturas. Objetivos, métodos y realizaciones de la Antropología Social, trad. de A. de Alba, revis. de M. C. G. de Choaqui, F. C. E., México, 1972, páginas 33 y siguientes y Moreno, I., Cultura y modos de producción. Una visión de la antropología desde el materialismo histórico, 2ª ed., 233 págs., Editorial Nuestra Cultura, Madrid, 1979 (1978), páginas 70 y siguientes.

[23] V. Evans-Pritchard, E. E., ibidem.

[24] V. Hegel, G. W. F., Introducción a la historia de la filosofía, trad. de E. Terrón, Aguilar, Buenos Aires, 1968, 5ª ed. (1ª en 1956), página 36 y siguientes.

[25] Sacristán, M., Introducción a la lógica y al análisis formal, Ariel, Barcelona, 1973, página 17.

[26] Nagel, E., La estructura de la ciencia. Problemas de la lógica de la investigación científica. Trad. de N. Míguez, supervisada por G. Klimovsky, Paidós, Buenos Aires, 1978.(The structure of science. Harcourt, Brace and World, N. York.), páginas 407-408.

[27] V. Sebag, L., Marxisme et estructuralisme, 264 pgs., Payot, Paris, 1964, cap. IV, “Science et Vérité”.

[28] Evans-Pritchard, E. E., op. cit., página 62.

[29] V. Lévi-Strauss, C., Antropología estructural, trad. de E. Verón, 5! ed., 371 págs., Editorial Universitaria de Buenos Aires, Buenos Aires, 1968. (Anthropologie Structurale, Plon, Paris, 1985), XXIII y siguientes.

[30]White, L (por la de. cast. de 1982, pág. 41)

[31]V. Lévi-Strauss (p. XXVIII ?)

[32]V.Freire, P. pág. 93.

[33]V. Lévi-Strauss, C. (pág XXVIII y ss)

[34]V. Lévi-Strauss, C. (p. XXVIII – XXIX)

[35]Lévi-Strauss, C. (XXVIII)

[36]V. Lévi-Strauss, C. pág. XXXIV)

[37]V. Lévi-Strauss, C., Antropología estructural, trad. de E. Verón, 5! ed., 371 págs., Editorial Universitaria de Buenos Aires, Buenos Aires, 1968, pág. XXXV.

[38]Lévi-Strauss, C., Ibidem.

[39]V. Quine, W. O., Los métodos de la lógica. Edición revisada. Trad. de M. Sacristán, Ariel, Barcelona, 1969. (Methods of logic. Revised edition. Henry Holt and Co.) Introducción.

[40]V. Radcliffe-Brown, A.R., Estructura y función en la sociedad primitiva, prólogo de E.E. Evans Pritchard y Fred Eggan, trad. de A. Pérez, 2ª ed., 249 págs., Península, Barcelona, 1974 (1972) (Structure and Function in Primitive Society, Routledge & Kegan Paul, London, 1969), páginas 203 y siguientes.


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La relación entre proposiciones

Dos proposiciones que sólo se diferencian por la forma pueden compararse entre sí según tres puntos de vista: la oposición, la conversión y la equivalencia.

En razón de la cantidad o extensión, las proposiciones pueden ser universales o particulares, y en razón de la cualidad pueden ser afirmativas o negativas. Para distinguirlas fácilmente se les asignan vocales específicas:

Afirmativas A(ff)I(rmo):
A.- Universal: Todos los ratones son roedores.
I.- Particular: Algún ratón es roedor.

Negativas (n)E(g)O:
E.- Universal: Ningún ratón es roedor.
O.- Particular: Algún ratón no es roedor.

Oposición.

Es la relación que hay entre ellas cuando, teniendo un mismo sujeto y un mismo predicado, difieren, no obstante, en cantidad, en cualidad o en ambas cosas a la vez.

Los casos de oposición son cuatro:

  1. Diferencia de cualidad y de cantidad. Se da entre dos proposiciones, una de las cuales es universal afirmativa y la otra particular negativa (A y O), o una universal afirmativa y la otra particular negativa, E e I. En estos casos se llaman contradictorias.
  2. Diferencia de cualidad entre proposiciones universales. Se da entre universales afirmativa y negativa, A y E. Entonces se llaman contrarias.
  3. Diferencia de cualidad entre proposiciones particulares. Se da entre las particulares afirmativa y negativa, I y O. Se llaman subcontrarias.
  4. Diferencia de cantidad entre proposiciones que tienen una misma cualidad. Se da entre la universal afirmativa y la particular afirmativa, A e I, o entre la universal negativa y la particular negativa, E y O. Se llaman entonces subalternas.

La oposición de las contradictorias es total, por lo que excluye todo término medio. La de las contrarias, por ser excesiva, no lo excluye. La de las subcontrarias lo es por defecto. Y entre las subalternas no hay oposición, sino subordinación de la particular, que recibe el nombre de subalternada, a la general, que se llama subalternante.

Para comprender fácilmente estos casos de relación entre proposiciones, estúdiese el cuadro siguiente, que muestra todas las oposiciones posibles:

Del que se extraen las siguientes oposiciones entre proposiciones:

  1. Las contradictorias no pueden ser a un tiempo verdaderas ni falsas. Por eso de la verdad de una se infiere la falsedad de la otra, y viceversa.
  2. Las contrarias no pueden ser a un tiempo verdaderas, pero sí falsas. Por eso de la falsedad de una se infiere la verdad de la otra, mas no viceversa.
  3. Las subcontrarias no pueden ser falsas a un tiempo, pero sí verdaderas. Por eso de la falsedad de una se colige la verdad de la otra.
  4. Las subalternas pueden ser a un tiempo verdaderas o falsas, pero no necesariamente, pues de la verdad de la universal se sigue la verdad de la particular, pero no al contrario, y de la falsedad de la particular se sigue la falsedad de la universal, pero no al contrario.

Conversión.

Es el cambio de lugar entre sujeto y predicado, de tal manera que se forma una proposición nueva e igualmente verdadera.

Hay tres clases de conversión:

1.- Simple. Sujeto y predicado cambian de lugar, pero conservan la cantidad o extensión:

E.- La proposición universal negativa se convierte simpliciter en otra universal negativa. Véase:

Ningún gas es metal.
Ningún metal es gas.

O bien:

Ningún astrólogo es lógico.
Ningún lógico es astrólogo.

I.- La proposición particular afirmativa también se convierte simpliciter en otra particular afirmativa:

Algunos árboles son manzanos.
Algunos manzanos son árboles.

2.- Por accidente o limitación.

E.- Sólo cambia el predicado, que, de universal que era, pasa a ser particular al ocupar el lugar del sujeto. La cualidad, sin embargo, se mantiene:

Ningún espiritista es filósofo.
Algún filósofo no es espiritista.

A:- Lo mismo le sucede a la universal afirmativa, que se convierte per accidens en particular afirmativa, sin cambiar la cualidad:

Todos los metales son cuerpos simples.
Algunos cuerpos simples son metales.

O bien:

Todo tigre es felino.
Algún felino es tigre.

3.- Por contraposición o negación. Sujeto y predicado se convierten anteponiendo una negación a cada uno de los términos invertidos, lo que puede hacerlos indefinidos.

A.- La universal afirmativa se convierte per contrapositionem  en otra universal afirmativa: anteponiendo una negación al sujeto, otra al predicado y transponiéndolos después.

Todos los metales son cuerpos simples.
(Todos los no metales son cuerpos no simples).
Todos los cuerpos no simples son no metales.

O bien:

Todo filósofo es racional.
(Todo el que no es filósofo es irracional).
Todo ser irracional es no-filósofo.

O.- La particular negativa se convierte per contrapositionem en particular negativa. Se debe pasar la negación de la cópula al predicado y convertir después simpliciter la proposición así obtenida. Véase:

Algún metal no es cuerpo sólido.
(Algún metal es cuerpo no sólido).
Algún cuerpo no sólido es metal.

O bien:

Algún libro no es plomo.
(Algún libro es cuerpo no plúmbeo)
Algún cuerpo no plúmbeo es libro.

Dos versos se utilizan desde antiguo para memorizar las reglas de la conversión entre proposiciones:

Simpliciter fEcI convertitur; EvA per accidens;
AstO per contra. Sic fit conversio tota.

Equivalencia.

Es la igualdad de significación a que pueden reducirse dos proposiciones opuestas por la diferente colocación de la negación.

También hay un verso para memorizar las diferentes equivalencias posibles:

Prae contradic.: pos contra.: praepostque subalter.

Lo que significa que:

1.- Las contradictorias se vuelven equivalentes anteponiendo a una de ellas la negación (prae contradic.): Sean las siguientes proposiciones contradictorias:

Todos los canguros son marsupiales,
Algún canguro no es marsupial,

que se hacen equivalentes anteponiéndoles la negación:

No todo canguro es marsupial,
Algún canguro no es marsupial,

o bien:

Todo canguro es marsupial,
No (es verdad que) algún canguro es marsupial.

2.- Las contrarias se hacen equivalentes posponiendo la negación al sujeto de cualquiera de ellas (pos contra.). Sean las contrarias:

Todo canguro es marsupial,
Ningún canguro es marsupial,

que se hacen equivalentes:

Todo canguro es no marsupial,
Ningún canguro es marsupial,

o bien:

Todo canguro es marsupial,
Ningún canguro no es marsupial (ningún canguro existe que no sea marsupial).

3.- Las subalternas se hacen equivalentes anteponiendo y posponiendo la negación al sujeto de cualquiera de ellas (praepostque subalter.). Sean las subalternas:

Todo canguro es marsupial,
Algún canguro es marsupial,

que se hacen equivalentes diciendo:

No todo canguro es no marsupial,
Algún canguro es marsupial,

o bien:

Todo canguro es marsupial,
No algún canguro no es marsupial (no es cierto que algún canguro no sea marsupial).

4.- Las subcontrarias no pueden hacerse equivalentes.

Esta teoría de la equivalencia también tiene sus versos latinos para mejor memorizarla. Allá van:

Non omnis, quidam non: omnis non quasi nullus.
Non nullus, quidam: sed nullus non valet omnis.
Non aliquis, nullus: non quidam non valet omnis.
Non alter neuter: neuter non praestat uterque.

La teoría de las equivalencias es útil para conducir a un adversario a una concesión que le repugna por una serie de proposiciones que se ve obligado a admitir, pues serán equivalentes a la primera que admitió. También puede suceder que una primera proposición negada se desenvuelva en una serie de equivalentes de una evidencia irrecusable, para de esta manera obligar a alguien a admitir aquélla o a contradecirse.

De la relación de las proposiciones opuestas, convertibles y equivalentes nace la posibilidad de pasar inmediatamente de una proposición a otra por un razonamiento directo, que Kant llamó raciocinio del entendimiento.

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Origen de la sociedad

El problema del origen no se ha planteado históricamente con respecto a cualquier tipo de sociedad. El problema se ha planteado con respecto a las sociedades de tipo suprafamiliar, especialmente con respecto a esa sociedad más amplia que aspira a proporcionar al hombre todo cuanto para su realización personal necesita, en todas las actividades que es capaz de desarrollar. Nos referimos a la llamada sociedad civil. Institucionalizada la sociedad civil se convierte en un Estado. La sociedad civil se caracteriza por la aspiración que tienen sus componentes a encontrar en ella todo cuanto precisa para su plena realización personal, desde la base económica hasta la diversión más o menos banal, pasando por la formación cultural, la adquisición de bienes de consumo, etc.

El problema del origen natural o convencional de la sociedad implica lógicamente preguntar acerca de la autosuficiencia o insuficiencia del individuo, las soluciones propuestas descansan en concepciones del hombre notablemente distintas. Estas teorías o soluciones diversas se pueden agrupar en dos clases: las que defienden con tal fuerza el carácter social del hombre que lo que entonces pasa a ser problemático es explicar sus tendencias individualistas; y la postura de quienes afirman la prioridad del individuo con respecto a la sociedad. Al segundo grupo de teorías se las puede denominar Individualistas, al primero socialistas.

A.- Teorías individualistas

Salvo la excepción de algunos sofistas, y de los epicúreos y estoicos, la tesis individualista tuvo escasa fortuna en la antigüedad. Es lógico que fuese a partir del Renacimiento, con toda la serie de factores (de todo tipo) que contribuyeron a configurarlo culturalmente, que la tesis individualista empezase a tener representantes de talla. Nos limitaremos a los dos más destacados y originales: Th. Hobbes (siglo XVII) y J.J. Rousseau (siglo XVIII).

Th. Hobbes

La teoría de Hobbes es totalmente pesimista con respecto a su concepción del hombre: analizada su naturaleza individual sin falsos idealismos, cree que debe reconocerse que el hombre es un mecanismo que, al igual que los demás animales, se mueve exclusivamente por el egoísmo y por el temor. Como ese egoísmo es ilimitado y común a todos, constituye a la vez un deseo y un derecho innato en todo individuo a la apropiación de todos los bienes capaces de proporcionarle placer. Lógicamente, cualquier individuo deviene un competidor, igualmente ávido de poder. En su “estado de naturaleza” es inevitable la guerra de todos contra todos recurriendo tanto al engaño como a la violencia: “Homo homini lupus” (Plauto), el hombre es un lobo para el hombre. Ese temor es lo que mueve a los hombres a buscar la paz, y la única forma de lograrla es la de renunciar a ese deseo-derecho absoluto que todos tienen sobre todo. Urge, pues, un acuerdo, un pacto, hecho de renuncias, pero también de constitución mutua positiva de un poder absoluto, muy fuerte y temible, único capaz de evitar cualquier rebrote del egoísmo individual y, por tanto, único capaz de liberarnos y salvarnos. Ese poder absoluto lo otorgan voluntariamente a un individuo, cuya voluntad no va a representar la de todos o la de la mayoría, sino que va a sustituir la de todos, convirtiéndose en la fuente de toda ley. Ellos quedan obligados; el soberano o amo que se han dado, no. Lo denomina Leviathan (monstruo bíblico), considerándolo como un dios mortal dotado de tanto poder y tanta fuerza que puede, gracias al terror que inspira, dirigir las voluntades de todos hacia la paz interior y la ayuda mutua contra los enemigos exteriores. Hobbes precisa la conveniencia de que este poder esté en manos de una sola persona, el monarca, del que traza un perfil curiosamente, interesado, por egoísmo también, en el bienestar de sus súbditos, a los que sabrá dar las leyes (pocas) imprescindibles para hacerlo posible.

La postura de Hobbes implicaba, pues, una defensa de la monarquía absoluta, pero sin apelar al derecho divino de los reyes, por lo que fue censurado por los tradicionales defensores del mismo.

J. J. Rousseau

Rousseau defiende un individualismo contractualista de matiz muy distinto. Optimista, a diferencia de Hobbes, en su concepción del hombre, lo concibe como siendo bueno por naturaleza, espontáneamente inocente y libre, sin ánimo ninguno de perjudicar a los demás, ni siquiera de sobreponerse a ellos, tergiversando su constitutiva igualdad.

Con la propiedad privada desapareció la igualdad, surgió la necesidad de herramientas y de esclavizar a otros hombres, se multiplicaron los deseos, surgió la división del trabajo y, con ella, la atomización de los hombres, la anulación de la libertad y autonomía; finalmente, la creación de las grandes ciudades, centros de corrupción física y moral. Los innegables avances técnicos que todo esto supuso, nada valen, si se miran los males morales que los suscitaron y que ellos, a su vez, provocaron.

El intento de Rousseau consiste no en volver a la naturaleza, cosa imposible, sino en construir una sociedad en la que los hombres recobren su condición natural de igualdad, bondad, libertad y felicidad. Encontrar, pues, un tipo tal de asociación en la que todo esto sea posible, es lo que cree conseguir con el “Contrato Social” por el cual cada individuo renuncia a sus privilegios tradicionales, casi siempre artificiales e injustos, pero no a sus derechos innatos o naturales, constituyendo entre todos una autoridad no real ni personificada en un individuo determinado privilegiado, sino ideal, moral e interior a cada uno, a saber, la autoridad de la voluntad general, expresión equivalente a esa voluntad buena, bien intencionada, que vive en nuestra intimidad más profunda y, por ello mismo, es una, latente bajo las voluntades particulares, frecuentemente ya viciadas. El pacto social nace de esta voluntad general y no aspira a otra cosa más que ella sea lo que en todo momento impere sobre todos los componentes de la sociedad. Única forma de que cada uno, uniéndose a todos los demás, no haga más que obedecerse a sí mismo, permaneciendo libre como lo era en un principio. Aunque la voluntad de la mayoría suele expresar esa voluntad general, y es la única forma práctica de hacerla salir a flote (de ahí su defensa del sufragio universal), no se identifican forzosamente. Rousseau define la voluntad general en términos cualitativos y no cuantitativos.

B.- Teorías Socialistas

El término socialistas significa aquí que la prioridad entre el individuo y la sociedad civil de que forma parte, recae en la sociedad.

Carlos Marx

El materialismo de Marx le lleva a sostener que los hombres primitivamente formaban una sociedad animal, en la cual ocurría lo mismo que ocurre en una colmena, en donde la abeja queda enteramente supeditada a la colectividad. Sólo después, al desarrollarse su cerebro, asegurarse la estación vertical, dejando con ello disponibles las extremidades anteriores y, especialmente, la mano, se fue concienciando el individuo como tal. Sin embargo, al principio siguió dejando prevalecer su instinto social, que la llevaba a pensar más en la comunidad que en sí mismo; es ese estadio de la vida da la humanidad en que todo era de todos y reinaba un bienestar “comunista” verdaderamente paradisíaco. Sólo después brotó en algunos individuos una fatal desviación en ese proceso de concienciación individual: su ego se volvió egoísta en cuanto se apropió de determinados bienes (tierra, mujer, descendencia propia, útiles de trabajo o bienes de producción), resquebrajando la igualdad inicial con la aparición de una polémica dualidad de clases; de una competitividad desgarrada y de otros muchos comportamientos socialmente negativos. Rota la igualitaria colaboración en la praxis característica del vivir humano, que en la transformación de la naturaleza en provecho de toda la comunidad, el individualismo no ha hecho sino incrementarse, llegando incluso a autojustificarse ideológicamente, no sin introducir precisiones correctivas de posibles excesos. Esto es lo que pretende hacer el liberalismo de un Rousseau, criticable, a pesar de todo, según el marxismo, en la medida en que presupone lo que no sólo es la raíz de todos los males, sino más fundamentalmente, una falsedad: la prioridad del individuo sobre la sociedad. Marx cree que ese mismo incremento desmedido del individualismo le acarreará su ruina, precipitando la revolucionaria desposesión de los pocos explotadores por la gran masa de los explotados y estableciendo así, finalmente, una sociedad sin clases, en la que los individuos recuperarán el sentido social perdido, asumiendo plenamente la convicción de que lo primero es el bien de todo el colectivo, del cual y en función del cual brotan los derechos y los deberes individuales.

Origen de la autoridad civil.

Ya en el plano puramente descriptivo-sociológico, constatábamos el hecho de que en todo grupo social existe una estructuración que comporta un reparto de papeles, uno de los cuales es siempre el de encauzar a todos los miembros del grupo hacia la consecución de los fines que el mismo pretende alcanzar. Las preguntas filosóficas que este hecho suscita son varias: ¿le es o no, esencial a todo grupo una autoridad? Si la respuesta es afirmativa, ¿a quién le corresponde designar el o los individuos del grupo deben ejercerla?, ¿quién debe detentarla?. Lógicamente,  a estas preguntas la filosofía las ha referido fundamentalmente a la sociedad civil, por lo que a ella vamos a seguir ciñéndonos también a propósito de este problema. Su formulación, entonces, podría ser esta: ¿Qué fundamento tiene la autoridad civil? En el doble sentido de autoridad en abstracto y de autoridad en concreto.

1.- Es natural que los filósofos defensores del individualismo (Hobbes, Rousseau) sostengan que,  teniendo la sociedad civil misma un origen no natural, sino circunstancial, la autoridad en abstracto no pase de tener también un origen circunstancial. Brotando la sociedad del pueblo, aunque por circunstancias muy distintas, sólo en el pueblo puede residir la autoridad y el poder anejo a ella. El principio de la soberanía popular es común a ambos pensadores, pero el uso que de tal soberanía hace el propio pueblo es muy distinto en ellos. En Hobbes los individuos usan de ella justamente para renunciar a ella y a la vez para escoger a la persona que quieren que asuma toda esa imponente autoridad y ese poder sin límites que es la condición necesaria de un convivencia social pacífica y reglamentada enteramente desde arriba. En Rousseau en cambio, la soberanía popular no desaparece por el hecho ineludible de escoger el pueblo a una o a un grupo de personas para encargarlas de gobernar según los imperativos de la voluntad general en la que aquella soberanía de todos los ciudadanos en cada momento se concreta: la autoridad de quien gobierna no deja nunca de provenir y pertenecer al pueblo.

2.- En las teorías socialistas, aunque pueda parecer lo contrario la autoridad tiene un origen supraindividual, en consonancia con la concepción que defienden de la sociedad-estado. En Hegel es el “Espíritu Absoluto” quien lo confiere al pueblo escogido para la misión histórica de avance hacia la Libertad y, más en concreto, al individuo que debe guiar a la sociedad para el mejor cumplimiento de tal papel.

Por lo que se refiere a la concepción marxista, heredera directa de Hegel, aunque es obvio que no hallamos en ella ninguna apelación a ninguna entidad supraindividual que pudiera ser la fuente de la autoridad civil, sin embargo, la propiedad que la colectividad tiene en su concepción de la sociedad impide equipararla a la concepción individualista de Rousseau.

El anarquismo es una doctrina revolucionaria que surge en la primera mitad del siglo XIX y que, junto con el marxismo, domina y orienta gran parte del movimiento obrero a lo largo de los siglos XIX y XX; su influencia llega hasta hoy, especialmente en los países latinos. Su tesis central es la negación del poder político (del estado), en efecto, el Estado surgido de la Revolución francesa proclama la igualdad, libertad y fraternidad; sin embargo, estos ideales sólo se cumplen a nivel político o abstracto no a nivel social o real. El estado es siempre el dominio de una clase sobre otra, o el dominio de una élite sobre la mayoría; el poder engendra desigualdad, opresión; el Estado es compromiso entre una clase política desligada del pueblo al que no hace más que dominar y engañar. La destrucción del Estado en todos sus aspectos es el objetivo perseguido por el anarquismo; de ella surgirá una vida comunitaria libre, armoniosa y progresiva, puesto que habrán desaparecido las estructuras externas alienantes, esclavizadoras y opresivas que impiden un desarrollo integral y espontáneo del hombre en libertad, comunidad o igualdad. Sus teóricos más importantes han sido: Proudhon, Bakunin, etc.

Funciones y límites de la autoridad civil

El tema de las funciones de la autoridad puede entenderse de dos modos:

A)   Desde Montesquieu ha venido significando la existencia de tres misiones distintas de la autoridad, que él y todo el pensamiento liberal-individualista consideran necesario independizar bajo la forma de tres poderes: la función legislativa o de confección de unas leyes justas; la función ejecutiva o de hacer cumplir las leyes establecidas; y la función judicial o de castigar las infracciones que a las mismas se cometan.

B)   La determinación del círculo hasta donde debe llegar la acción de la autoridad o del estado con respecto al individuo y a los grupos sociales que existen en el interior de la sociedad civil. Según la concepción individualista, el estado no tiene otra misión que mantener el orden público y hacer posible toda clase de actividades individuales, fruto de la libertad que se propone amparar. Su papel debe limitarse a evitar que algunas de estas actividades tomen tanto alcance que puedan llegar a imposibilitar a algunos ciudadanos el realizar sus propias iniciativas. El supuesto que esta concepción descansa es el de que, siendo el hombre naturalmente bueno, el bien público se producirá por el natural desarrollo de los individuos. Toda injerencia estatal en la iniciativa privada no hará más que perturbar la buena marcha espontánea de las cosas. Se ha bautizado a este estado no intervencionalista con el nombre de Estado Gendarme.

En las antípodas de la anterior postura se encuentra la del llamado Estado Providencia, preconizado por los pensadores socialistas, de acuerdo con su tesis básica de la prioridad del estado sobre los individuos, es Estado debe asumir todas las funciones individuales y corporativas, planificándolas desde arriba y obligando a los ciudadanos a amoldarse a ellas para el bien de la colectividad.

Entre ambas posiciones volvemos a encontrar la de los defensores de la sociabilidad natural del hombre, que, precisamente por reconocerla, entienden que al Estado le corresponden dos funciones principales, a saber; la función de promover el pleno disfrute de los derechos humanos y la función de complementar la limitación individual, aportando cuanto el individuo necesita para poder realizarse personalmente de un modo total.

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Ciencias y letras

A.      Educación.

Previsiblemente nadie negará que la educación tiene por objeto inculcar en el joven un modo de ver, sentir, juzgar y actuar que no habría adquirido por sí solo y que en esa práctica se dirigen sus energías por caminos que otros han pisado ya. Que es un esfuerzo más o menos consciente y más o menos sistemático que la sociedad hace con el fin de conformarlo a su imagen y semejanza. De otra manera: que consiste en modelar su mente, o su alma, que no es otra cosa que el sentir y pensar comunes dentro de él. De aquí podría concluirse que es inadmisible un individualismo pedagógico que permitiera a los individuos o a las familias componer según su criterio los estudios de cada hijo. Cuando una población ha llegado a un cierto grado de desarrollo percibe que la instrucción es un factor tan importante de su vida intelectual y moral que no puede abandonar su organización al arbitrio de los particulares. Cierto es que los intereses de éstos han de contar, pero no hasta el punto de que se les subordinen los planes de estudios, que tendrán seguramente que particularizarse para dar respuesta a la creciente diversidad de funciones, aptitudes, expectativas… del presente, razón por la cual sería seguramente perniciosa una reglamentación excesiva, pero sin perder de vista aquel fin general. De cualquier otro modo éste se pervierte.

Pero la concepción es contemporánea de lo concebido. Tan vieja como la enseñanza reglada por los poderes públicos, porque es la que la alumbró. Es posible hallarla en Grecia, donde, desconocedores del individualismo, el ciudadano no se pertenece a sí mismo, sino al Estado, y donde el cuidado de la parte está orientado al cuidado del todo. Puesto que lo que importa es la salvaguarda del régimen, la educación tiene que ser competencia del legislador (V. Aristóteles, Política, 1337, a).

Se confunden, pues, aquellos que, adoptando una actitud crítica, se escandalizan porque, dicen, la educación transmite subrepticiamente los valores propios del control social. Curriculum oculto le llaman. Pero, puesto que el orden educativo nació para eso mismo, para el control social o, mejor, para la enculturación o integración de los individuos en el sistema social, la acusación no pasa de ser una constatación de lo que es la finalidad esencial de la educación. Es el individualismo del presente, originado en parte en la idea de que los humanos son individuos hobbesianos, o rousseaunianos, que entran a la fuerza en el redil y por la fuerza permanecen en él.

Convengamos, pues, en que educar es formar la mente. Pero falta todavía una precisión: la mente no es como un vaso, que primero se tiene y después se llena, sino como otro que se hiciera al tiempo que se llenara. Formar significa, aquí, crear. Sólo se piensa si se piensa en objetos, de manera que educar es crear la mente haciéndole pensar en objetos. Luego esta tarea requiere algún objeto. La elección tiene que ser cuidadosa, porque no se piensa de la misma manera cuando se estudia biología, historia, física, literatura… En suma, existen dos grandes categorías de objetos: el hombre y la naturaleza. El paso del tiempo se ha encargado de poner a un lado a Dios, el tercer objeto, por lo que, desaparecido éste, ha surgido de nuevo la contraposición entre los otros dos. Contraposición que es tan vieja como nuestro mundo. Se halla expuesta en Aristóteles con una claridad a la que pocos nos atrevemos ahora: una vez establecida la distinción entre trabajos de esclavos, los útiles para la vida y el ornato, y trabajos de hombres libres, los propios de quienes practican la areté o excelencia, sentencia que “no es dudoso que deben adquirirse aquellos conocimientos que son indispensables, pero no todos” (subrayado mío). De los útiles solamente los indispensables, como, por ejemplo, saber algo de dibujo, pero no más del preciso, puede estar bien para el estratego, y, desde luego eliminando todo trabajo y esfuerzo, oficio y aprendizaje, que deformen el cuerpo o la mente y se ejerzan a cambio de un salario. Estas son actividades viles que privan de ocio al hombre libre, le degradan y le incapacitan para la práctica de la virtud (Política, 1337, b).

Las palabras pueden no ser las mismas, pero lo son los conceptos. Y la oposición no se esfuma por el mero hecho de conjurarla. Quiero decir que Aristóteles decía verdad, si no sobre lo que debe ser, sí sobre lo que es. Lo que sigue pretende demostrarlo.

La enseñanza es el ritual de paso que introduce al joven en sociedad. Pero la sociedad no es una entidad perteneciente a la clase de las entidades externas y sensibles y, no pudiendo ser observada directamente y llegar a un acuerdo firme respecto a su naturaleza, las instituciones políticas tienen que hacerse una idea de ella para plasmarla en los planes de estudios. Se reemplaza así lo real por lo ideal. Y es entonces cuando brota la dualidad, que constata, entre otros muchos, Giner de los Ríos: De los contrarios ideales o concepciones del hombre que hay en nuestro mundo, viene a decir, surgen dos sistemas de enseñanza secundaria. Uno es el clásico, o grecolatino, con sus materias: latín, griego, retórica, poética, historia, filosofía, matemáticas y unas cuantas breves nociones de ciencias de la naturaleza. El modelo responde al de Aristóteles, por cuanto sólo selecciona unos cuantos conocimientos entre los que son útiles. Todos los demás, que son la práctica totalidad, quedan para la práctica de la excelencia. El otro modelo es el moderno, o realista: lenguas modernas, ciencias de la naturaleza, física, química, economía, derecho, matemáticas… (éstas tienen su prestigio ganado en los dos modelos). El primero es el propio de una selecta minoría de espíritus capaces de comprender la historia y el sentido ideal y estético de la vida. El segundo ofrece también algunos conocimientos generales, pero están más al alcance del vulgo, de la masa (V. Giner, Obras completas de D. Francisco Giner de los Ríos. XVII, Tomo II, páginas 141–144)

B.      Humanismo.

El primer modelo puede invocar en su favor una larga y fructífera tradición dedicada a formar conciencias penetradas de grandes ideales morales. Los hombres que produjeron la literatura del Siglo de Oro pasaron su infancia y juventud haciendo traducciones del latín, construyendo discursos, poemas, narraciones, composiciones… en latín. La lectura de las obras de Quevedo, Lope, Cervantes, Gracián… trasluce un conocimiento directo de la filosofía clásica. Creo que no es posible citar ni un solo autor del continente europeo (¡!) de esa época que no se halle imbuido de la filosofía griega, de la literatura latina… Todos ellos coinciden en ser autores habituados desde temprano, por el efecto de una pedagogía tenaz, a no ver a los hombres, sino al hombre, a prescindir de lo particular, de todo lo ligado a su origen, a su medio, a su temperamento… en los personajes de la historia antigua de Grecia y Roma –la única que acaso conocieran–. Despreciaron lo concreto: la historia, el nacionalismo estrecho, los particularismos… Legislaban para toda la humanidad, escribían para hablar de una virtud o un vicio universales, no de un hidalgo manchego visionario, de nombre Alonso Quijano, o de un príncipe polaco llamado Segismundo que confundía la vigilia con el sueño. Filosofaban sobre lo que es válido para todo, no para algo. Acostumbrados a lo abstracto, sólo sabían tratar con lo abstracto. Los ejercicios en lenguas clásicas les habían hecho aprender el difícil arte de analiza y descomponer su pensamiento, de trocar en claras y distintas las ideas, que siempre se presentan sintéticas y confusas. El francés de Descartes es muy elegante, pero él estudió en latín. Todo ello es una prueba de que el aprendizaje de los secretos de la propia lengua no exige necesariamente su estudio directo.

Era el reinado indiscutible de las humanidades, que se habían propuesto enseñar qué es el hombre, y se dedicaron a ello con tanto empeño que incluso enseñaban la naturaleza a través de él, a través de lo que los hombres –Aristóteles, Galeno, Hipócrates, Aristarco, Tolomeo… – habían dicho de ella, intercalando el texto entre el estudiante y las cosas, lo que era un magno ejemplo de pedagogía formalista (literaria, gramatical o lógica). En rigor sólo el hombre fue siempre objeto, nunca las cosas (V. Durkheim, 347) Y, sin embargo, las humanidades no enseñaron la naturaleza humana. No pudieron, porque ésta no existe. En su lugar, mostraron una construcción arbitraria, lograda después de fusionar en uno solo el ideal romano, el griego y el cristiano, un ideal concreto que no puede aspirar a representar al ser humano. Era el estudio del pasado, de Grecia y Roma, cuyo valor educativo, mayor que el del presente, reside en que se ve desde lejos, en que sus figuras aparecen envueltas en una bruma que las desdibuja y las torna inciertas, indecisas, inestables, y, por eso mismo, constituyen un material maleable, apto para representar el ideal previamente fijado y darle la dirección pedagógica convenida. El presente, que impone primero sus mediocridades, no permite convertir sus objetos en modelos. De lo cual es una prueba el hecho al que recientemente hemos asistido: la lucha por el pasado librada entre varios grupos políticos.

Las humanidades quisieron rozar lo eterno, pero las ciencias de lo real, que, junto con su compañera, la tecnología, que irrumpieron en el escenario de aquéllas, se dedicaron pronto a la satisfacción de funciones temporales, a mantener y desarrollar la vida física de las sociedades. Penetraron en la industria, en el comercio, en la economía… y contribuyeron decisivamente a la aparición del mundo moderno. Y no podían dejar de entrar en la enseñanza, introduciendo los conocimientos útiles para asignar al joven un puesto productivo en la sociedad. La brecha es quizá insalvable desde entonces y es lo que caracteriza más profundamente a la enseñanza secundaria, lo que muy probablemente la llevará a su desaparición. En ella conviven ahora dos orbes que no se tocan: el de los conocimientos materiales, que ponen al joven en contacto con lo real, y el de los espirituales, que lo ponen en contacto con lo ideal. Por un lado, tiene que ser capaz de poner a las inteligencias en disposición de recibir los conocimientos necesarios para el ejercicio de un oficio, pues de otro modo carecería de interés social, y por el otro tiene que formar al hombre como hombre de dos maneras: una subjetiva, encaminada el desenvolvimiento de sus energías intelectuales, morales, afectivas y corporales, y otra objetiva, introyectando en él un conjunto de esquemas de comportamiento y comprensión del mundo que son los propios de su cultura. Educación especial o profesional y educación general, a la que, no sin discusión, pertenecen nuestras materias de filosofía.

No debe olvidarse que la articulación de ambos objetivos ha sido una fuente permanente de conflictos. El antagonismo entre el espíritu cristiano y el de la antigüedad clásica se transformó, a partir del siglo XIX, después de la alianza del humanismo y la Iglesia, en un antagonismo entre éstos y el espíritu científico. Por este motivo quedaron tildados de tradicionalistas quienes una y otra vez vuelven a la enseñanza literaria como la suma doctrina y como modernos liberales quienes, al otro lado, profesan más bien su fe en la enseñanza contraria. Véase el ejemplo de Giner de los Ríos, cuyo ideal para la educación secundaria es conseguir un

“joven que lee con interés a Aristóteles, a Dante, a Shakespeare, a Darwin traducidos (subrayado suyo); que puede explicarse el mecanismo de una locomotora, o el de los principales fenómenos meteorológicos o astronómicos, o los tipos de relaciones fundamentales de los seres en el universo; que entiende y siente el arte, la religión, la historia, las instituciones y leyes de la vida social y el estado de las cuestiones cardinales que en cada una de ellas hoy se hallan en crisis y preocupan más gravemente a pensadores, educadores, políticos, filántropos, es, sin duda alguna, muchísimo más culto, vive más en la humanidad, posee un ideal más algo y representa una función más eficaz que aquel otro escolar ajeno a casi todas estas cuestiones, y cuya ignorancia no pueden reemplazar el álgebra, el griego ni el latín. Estos últimos estudios deben ser cultivados con solidez, profundidad y amor por los hombres de vocación especial para ello; pero han cedido su lugar a aquellos otros, en el sentido actual de la cultura propiamente liberal y humana” (Giner, op. cit., páginas 165–166. Subrayados del autor).

Ignoro si se debe estar de acuerdo con Giner en este proyecto y si se puede razonablemente poner en práctica, pero creo saber que representa un abandono casi definitivo de aquella universalidad a que se adscribió siempre el humanismo y sospecho que el espíritu de la Logse es un calco de este proyecto. ¿O no significa una inclinación deliberada por el espíritu científico–técnico y profesional frente a la educación general que, a mi juicio, es la médula de la enseñanza secundaria? Sin embargo, hay reticencias a la hora de llevarlo a la realidad. No otra cosa parecen significar los hechos sucedidos en los últimos meses. Creo que nadie sabe cómo se rompe este nudo gordiano.

Lo diré con la mayor claridad de que soy capaz: no parece fácil decidirse entre una concepción de la enseñanza como formación de mano de obra, sea de cuello blanco o de mono azul, y otra como formación en los valores éticos, estéticos, filosóficos, políticos… del humanismo. A un lado está el espíritu, la idea, el ideal… Al otro la materia. Estamos entre las letras y las ciencias, o entre las letras y el lado práctico, útil, de las ciencias, para los oficios y las profesiones. Entre otros, los redactores de las normas educativas, parecen huir de la formulación clara de este problema, que disfrazan con vocabulario suave para no herir susceptibilidades. Así, se niega la primera opción cuando se plantea abiertamente:

–¿Formación de mano de obra? ; no, por favor, que es una opción siniestra, clasista, diferenciadora…

Pero se niega también la segunda:

–¿Formación del espíritu? ; tampoco, por supuesto, pues es lo propio de las clases altas, educadas y cultas, de los privilegiados que nunca tuvieron que coger el arado.

Se pretende entonces el eclecticismo, la fusión de dos orbes distintos y muchas veces contrarios. A veces se pretende incluso que ésa es la función de la filosofía. Al menos lo pensaron así en el congreso Filosofía y juventud de 1985. En su conclusión tercera se dice que la «filosofía aparecería así como saber esencialmente interdisciplinar, cuya función sería cuestionar postulados científicos…». ¿Cuestionar tal vez el principio de gravitación universal, el principio de indeterminación de Heisenberg… ? ¿Esa tarea no sería la propia del científico? ¿Desde qué posición la cuestionaría el filósofo? Y, por último, ¿en qué consiste un saber que, lejos de tener contenido propio, es esencialmente interdisciplinar? No debían tenerlo muy claro los autores del documento, pues cometieron el error de afirmar que la oposición entre las ciencias y las letras es ilógica. ¿Qué principio lógico queda vulnerado por tal oposición? Lo mismo que la existencia del centauro no contradice los principios de la lógica, sino los de la biología, la oposición de las ciencias y las letras no se da en el terreno de la lógica, sino en el de la vida social. Los intereses del llamado pueblo no pueden ser razonablemente otros que los materiales. Sería un delito que el legislador dictara una educación exclusivamente humanista para toda la población, una educación que solamente produciría profesionales de la educación. ¿O existe alguna otra posibilidad para el humanista, es decir, para el licenciado en historia, en lenguas clásicas, en filosofía… ?

Hay que formar, pues, mano de obra. Cómo haya de hacerse es cuestión en la que no vale la pena entrar ahora. Pero también es necesario formar en valores, por más que parezca que esta otra educación se dirige hacia una ética de Estado. Querer obviar esto, que es lo dicho por Aristóteles –la salvaguarda del régimen– y hablar, como suele hacerse, de educar en la ciudadanía democrática es cometer una incongruencia. Interiorización, pues, de los valores públicos. No otra cosa es la educación en valores.

C.      La función de la filosofía.

Aquí tiene algo útil que hacer la filosofía, al menos en principio. Y no solamente la filosofía de orientación práctica, como la Ética, la Ciencia, tecnología y sociedad –materia que, por el momento, desconozco si ha logrado separarse de sus primeras inclinaciones por la ética, pese a los intentos de Mario Bunge y otros–. Pero hay otro problema: ¿qué filosofía ha de enseñarse?

Dos respuestas muy precisas se han sucedido hasta el día de hoy. O bien se ha enseñando una filosofía sistemática, la que impartieron los escolásticos y los jesuitas, o bien se ha enseñado historia de la filosofía, lo que ha sido usual desde el idealismo alemán. Ahora oscilamos entre un polo abandonado en la enseñanza pública, el primero, que probablemente seguirá en vigor en colegios católicos, y la circularidad de pensar que la filosofía es su historia, que existe también en los públicos. Ambas respuestas han sido válidas también para la enseñanza universitaria, y están también presentes en la secundaria, una en el curso de Historia de la Filosofía de segundo de bachillerato, antes COU, y la otra, o la ausencia de ella, en primero, antes tercero de BUP. Esta última es la más problemática, pues el antiguo sistematismo podría haber sido sustituido por un cúmulo de conocimientos desconectados entre sí, por algo vago que reflejaría sólo una cierta inclinación por cualquier saber, sea el que sea, la afición al espectáculo, a las habladurías de los pretendidos sabios… , y así no hay forma de distinguir a un filósofo de otro que no lo es. Lo constataba Platón en La república (476, c d).

Estimo que tenemos un trabajo inmenso, y tal vez desalentador, por delante: por un lado habría que echar mano de la enorme capacidad destructiva que tiene la filosofía para dirigirla contra la proliferación actual de mensajes. Y por el otro, habría que desembocar en lo que, tarde o temprano, exige esa labor de poda, en el abandono de los planteamientos eclécticos, escépticos, relativistas… que hoy campan a sus anchas en las clases de filosofía. Cierto, el escepticismo es inevitable, pero no pasa de ser el umbral de la filosofía que se ha de hacer. Insisto: de la filosofía que se ha de hacer. Es muy dudoso que el alumno pueda construir literalmente una filosofía. Lo es también que pueda hacerla el profesor. Como mucho, puede empeñarse en la tarea, arriesgarse en el empeño; elegir un punto de vista, el que le parezca el más sólido, el más convincente, tal vez el más acorde con sus inclinaciones y convicciones y, haciendo acopio de toda la sinceridad posible hacia sí mismo y hacia sus alumnos, procurar desarrollarlo hasta el final a través de los temas del programa. No es cosa de construir un sistema filosófico original, que es algo de lo que no somos capaces la inmensa mayoría de los amantes de la filosofía, sino de seguir los lineamientos de uno que sea coherente. Es un esfuerzo que requiere mucha ayuda, la cual solamente puede proceder, por un lado, del estudio, y, por el otro, de la Universidad.

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La conciencia moral

De los dos requisitos principales de los actos humanos, el querer y el saber, el segundo recibe habitualmente el nombre de “conciencia moral”, que, a diferencia de la conciencia psicológica, es el conocimiento de lo que se debe hacer, de la bondad o maldad y de la aprobación o reprobación de lo que se hace.

La conciencia moral puede ser antecedente o consecuente. Es lo primero cuando emite el último juicio práctico sobre la bondad o maldad de lo que se quiere hacer. Un juicio práctico se diferencia de otro teórico en que el primero se refiere a la acción y el segundo a cuestiones de orden especulativo, como las matemáticas. Pero no todo juicio práctico es último. No lo es, por ejemplo, el cuarto mandamiento del decálogo cristiano, “no matarás”. Este juicio es abstracto, general, sin conexión inmediata con la acción, pues pocas veces se encuentra un hombre teniendo que decidir si mata o no a otro. Ese mandato, o juicio moral, será último cuando se aplique a un caso particular, como hace el que teniendo ocasión de matar a alguien se abstiene de hacerlo porque se somete a él.

La actividad propia de esta clase de conciencia consiste en mandar y prohibir. También en permitir y aconsejar, pues hay personas a las que no basta con hacer lo permitido y no hacer lo prohibido, sino que buscan la perfección de su propia persona, la cual consistirá en ir más allá de lo que las normas morales permiten u obligan a hacer.

La conciencia consecuente, por su lado, es la que emite juicios sobre los actos ya realizados. Hace de juez y condena o alaba los actos cuando el sujeto es responsable de ellos y los excusa cuando no lo es. Los elementos propios de la conciencia consecuente son por esto la paz interior, el remordimiento, la culpabilidad y el arrepentimiento.

La paz interior, o satisfacción, es un estado de ánio que se produce cuando la conciencia encuentra que se ha actuado bien. Cuando, por el contrario, encuentra que se ha actuado mal se siguen estos otros estados:

  1. El remordimiento, o juicio de condena de lo hecho como moralmente malo. El remordimiento no es igual en todos los hombres, pues, como el estado físico, puede ejercitarse por lo que puede tenerse una conciencia delicada y sensible o una insensible y brutal.
  2. La culpabilidad, o juicio de responsabilidad sobre lo hecho, que se produce por ser cada sujeto un actor consciente y voluntario de sus actos.
  3. El arrepentimiento, o intención de orientar los actos en la buena dirección, que surge cuando el sujeto ha reconocido su culpabilidad.

Debe notarse que la existencia de estos elementos indica que hay una diferencia entre el acto y la norma ética y moral. ¿Cómo podría darse uno solo de ellos si no fuera porque hay tal distancia: la satisfacción porque hay acuerdo entre una y otra y los otros porque hay desacuerdo? Tales elementos son, en consecuencia, una prueba indirecta de la existencia de las normas de la ética y la moral.

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Jerarquía de valores

Todo hombre que no sea imbécil moral, sabe muchas cosas de moral. También de arquitectura, gramática o medicina. Todos estos son conocimientos, pero hay diferencias entre ellos. La medicina y la arquitectura se refieren a leyes naturales y son actividades muy técnicas, pero la gramática y la moral se refieren a leyes humanas. No es lo mismo opinar de arquitectura, como cuando se dice que un edificio no parece bien construido, pero que el arquitecto sabrá por qué lo ha hecho así, que de moral, como al decir que no está bien que el juez haya puesto en libertad al asesino, diga el juez lo que diga. Al arquitecto se le concede un saber técnico del que carece el que opina. No así al juez. La moral y la gramática se realizan en las actividades de los hombres, sobre las cuales todos pueden pensar, pero otros procesos, como los de la medicina, se producen en el nivel de las moléculas o los tejidos del organismo, que nadie puede ver a simple vista.

Todo el mundo hace juicios morales sin necesidad de conocer la filosofía académica, como hace frases sin necesidad de haber estudiado la gramática. Además, no es haciéndose gramático como se aprende a hablar. Descartes decía que un gramático de la lengua latina no es capaz de hablar el latín como lo hacía la cocinera de Cicerón. Pero haciéndose arquitecto es como uno aprende a hacer edificios y haciéndose médico a curar enfermos. Si esto es así, ¿para qué sirven los conocimientos filosóficos de moral o los conocimientos gramaticales de lengua? ¿No debería bastar con lo que se llama “cultura popular” en nuestros días?

Antes de responder estas preguntas es necesario adelantar que no es correcto hablar de unos conocimientos populares ciegos frente a otros académicos, que tendrían los ojos abiertos. La moralidad mundana incorpora ya vocablos que indican la existencia de conocimientos sobre la práctica moral. Son vocablos como “bueno”, “malo”, “mentiroso”, “generoso”, “criminal”, etc., lo que indica que hay ya en los hombres corrientes un saber moral sin necesidad de que acudan a una Facultad de Filosofía. Pero se trata de un saber concreto, del saber del pueblo a que se pertenece y, por esto, no puede pretender ser válido más allá de las vallas del corral en que se ha nacido. En una palabra: le falta universalidad. No debe sucedernos como en el cuento de los sapos. Vivían en el fondo del pozo que había en el huerto de la casa parroquial y estaban completamente convencidos de que el pozo era el mundo, hasta que uno salió e hizo una excursión por el exterior. Al volver dijo a sus compañeros que había comprobado que el mundo no era el pozo y que se extendía hasta la tapia del huerto del señor cura. Platón dijo alguna vez que los hombres de su tiempo eran ranas croando en un charco. Se refería al Mediterráneo. Esto significa solamente que hay muchos saberes, no que todos tienen la misma dignidad. Significa pluralismo, no relativismo.

Todo el mundo sabía en el siglo XVI, por ejemplo, que la delación de un hereje ante el Tribunal de la Inquisición era una buena acción encaminada a la salvación del alma del hereje. Hoy tenemos otra convicción sobre estos asuntos. Se trata ciertamente de dos creencias, pero no de que ambas sean igualmente buenas. La nuestra es indudablemente superior, porque elimina la delación secreta del sistema jurídico y la reemplaza por un sistema más completo de garantías procesales, lo que constituye un logro cuya superioridad solamente ha podido comprobarse después de los atropellos que se produjeron en la etapa anterior.

Que pluralismo no es relativismo debería ser obvio. Lo que dice el relativismo es que los saberes de cada pueblo son verdaderos para el pueblo en cuestión, lo que casi parece una verdad de Perogrullo, y que tanto valen los saberes de unos pueblos como los otros, lo que es inaceptable. El relativismo presenta, por un lado, el saber moral de un pueblo como absoluto y por el otro pone en pie de igualdad, por ejemplo, la costumbre de comer carne humana que tenían los aztecas con la de comer carne de vaca que tenían los europeos del mismo tiempo, o la de agredir a una mujer porque conduce un coche mostrando el brazo desnudo por la ventanilla con la ser indiferentes ante el hecho de que una mujer, o un hombre, enseñen lo que quieran en una playa nudista.

El saber filosófico no añade al saber corriente reglas de conducta, como el gramático tampoco genera idiomas o normas de habla. Más bien habría que decir que el filósofo resta o suprime algunas partes del saber corriente, es decir, que lo critica o analiza, porque el saber corriente no es un saber absoluto, por más que se lo pueda parecer a quienes lo viven como algo natural, y porque está mezclado con errores, mitos, etc., que deben ser eliminados.

Existe, pues, un saber corriente, ligado a la vida moral de los individuos. No es un saber científico, lo que no quiere decir que no sea seguro e importante en muchas ocasiones. Aristóteles decía ya que la prudencia es un saber práctico, que cualquier persona puede adquirir con la experiencia, y la ciencia un saber especulativo, que solamente adquieren los que se dedican a ella. Mientras que la ciencia extrae conclusiones correctas a partir de premisas generales, el saber corriente no se ocupa de los principios generales, sino de lo que ocurre en una determinada situación concreta. Los aristotélicos agregaron la sindéresis, el conocimientos de ciertos principios prácticos, como “lo malo no se debe hacer”, “lo bueno sí se debe hacer”. Según esto, hay personas que, siendo muy inteligentes en otras materias, son completamente imbéciles en estos conocimientos, como aquellos médicos nazis que hacían prácticas en seres humanos vivos para saber más medicina.

Por todo lo anterior no se debe esperar que yo diga cosas que no sepáis, para añadirlas a los conocimientos que ya tenéis. No me siento autorizado para ello. Más bien podría suceder, si es que lo que yo diga sirve para que suceda algo, que se pongan en solfa algunos conocimientos ya dados por buenos sin previo examen.

Los valores

La línea que separa el saber corriente del filosófico en esta cuestión de la moralidad tal vez se vea mejor si se examina un poco más cerca lo que ha venido llamándose desde un tiempo a esta parte “teoría de los valores”, de donde han surgido expresiones como “ética de los valores”, “educación en valores”, etc. Fueron dos filósofos de principios del siglo XX, Nicolai Hartmann y Max Scheler, los que presentaron los valores a la sociedad de los filósofos. Al hacerlo dijeron que un valor no es un ser, pero que no por ello deja de ser objetivo, real, como las relaciones geométricas entre dos objetos físicos cualesquiera. Pero insistieron en que no son relaciones, sino esencias, pues no se conciben como abstracciones de cosas existentes, sino como cualidades independientes de ellas.

Los valores son el objeto de la moral y es moral todo aquello que cae bajo nuestra libertad. Por esto se han llamado comúnmente ciencias morales a todas las que investigan la actividad humana, como la Psicología, la Sociología o la Ciencia Política. Caen bajo la acción de la libertad humana incluso algunas cosas que, como el deseo de placer, no son en sí mismas libres, pero que deberían seguramente estar controladas por su dueño, cuando éste haya forjado un plan para su persona. Pero las ciencias morales no son iguales entre sí. Unas son positivas y otras son ideales, o valorativas. Tal vez el siguiente ejemplo sirva para saber en qué se distinguen unas de otras.

Se sabe por la historia que los excesos de la demagogia conducen casi de forma inevitable al despotismo político. Suele suceder que, o bien quienes se sienten amenazados por la demagogia se coaliguen y busquen un jefe que los proteja o bien que lo hagan los partidarios del demagogo, tratando de organizarse y alcanzar el poder, acabando también de esta manera por cumplir la primera condición de toda organización humana: la necesidad de tener una cabeza que piense y actúe por todos los demás.

La ciencia de la historia o de la sociedad puede estudiar la línea de causas que lleva hasta ese final. En ello no debe dejarse influir por valores morales, aunque el investigador los tendrá con toda seguridad. Y si se deja llevar de sus preferencias y valores, tampoco importará mucho si la ciencia que practica es una ciencia madura, porque es seguro que habrá otro científico que atribuya sus conclusiones a sus valores y eche por tierra su investigación. Pero en su estudio debe primar el valor de la verdad por encima de cualquier otro. La ciencia de la moral, por el contrario, aceptará las conclusiones del investigador positivo, pero estudiará más bien si el final en que desemboca aquella línea de causas y los medios utilizados para ello son justos y buenos o, por el contrario, injustos y malos, pues podría darse el caso de que hubiera en esto oposición entre los partidarios de uno u otro bando y no fuera fácil distinguir lo bueno de lo malo con independencia de los hombres que se oponen en la lucha política real.

Lo que parece claro es que el criterio para estimar si algo es bueno y justo o malo e injusto no ha de buscarse en la ley positiva a que obedecen las cosas y por cuya acción se produce el despotismo. Dicho de otra manera: en el hecho de que toda organización de hombres haya de tener una cabeza, por ejemplo, no e halla un motivo para saber si el despotismo es bueno o malo. La ley por la que se acaba realizando el despotismo es una ley natural, sociológica o histórica, que estudian las ciencias positivas. La ley por la que se establece que el despotismo político es malo no es una ley natural, sociológica o histórica, sino un principio moral o, si se prefiere, un valor. Pero ¿qué es un valor?

Ya se habrá adivinado que es lo que nos permite decir que una cosa, una acción, una persona o una organización de personas es preferible porque es mejor que otra. No es lo mismo un trozo de níquel que cien pesetas. El metal es la cosa. Las cien pesetas es lo que la cosa vale, su valor económico. El níquel no es valioso por ser níquel, sino por las cien pesetas. Al estudiar un objeto se puede indagar cuál es su naturaleza, su procedencia, su desarrollo, etc., pero se puede indagar también qué importancia o qué valor tiene. Lo segundo no se deduce de lo primero. Como mucho, se le puede agregar. Un juicio de valor expresa algo digno de aprecio y que, por tanto, debería existir. Un juicio de existencia expresa algo que existe, sea o no apreciable y digno de existir. No es lo mismo decir que existe el despotismo en un cierto país que decir que es bueno que exista y que debería seguir existiendo. Lo bueno o malo del despotismo es a la población lo que las cien pesetas son al níquel.

Estas dos maneras de considerar lo real no son artificiosas. Constantemente están presente en nuestra conciencia. Por una parte pensamos en lo que hacemos y utilizamos nuestra libertad, es decir, nuestra fuerza para hacer planes y ejecutarlos, o bien dejamos de usarla, y, por otra, consideramos si hemos hecho lo que debíamos hacer. Es muy corriente que se produzca un choque entre ambas consideraciones y que, como consecuencia de él, nos sintamos humillados y avergonzados de nosotros mismos. Otras veces el choque no se produce y nos sentimos bien. Así se libera lo que se debe hacer de lo que se hace, como un búho sobre la noche, y es juzgado lo que se hace según los criterios de bien y mal. Lo que existe se somete al valor, no al revés.

Una vez entrevisto lo que es un valor, puede decirse que la moral es, junto con la ética, el lugar de los valores humanos que tienen que ver con el bien y el mal. Son los elementos de juicio por medio de los cuales aprobamos o desaprobamos la conducta propia y la ajena.

Que no existen solamente valores éticos y morales se observa por la referencia que acaba de hacerse al dinero, que es un valor económico. Una clasificación general podría ser la siguiente:

1. Valores útiles  (capaz/incapaz, caro/barato, abundante/escaso…)
2. Valores vitales  (sano/enfermo, selecto/vulgar, fuerte/débil…)
3. Valores espirituales, que comprenden tres géneros:

a) Valores intelectuales [lógicos] (exacto/aproximado, verdadero/falso…).
b) Valores morales [incluyendo los éticos y los jurídicos], (bueno/malo, justo/injusto, leal/desleal…).
c)Valores estéticos (bello/feo, gracioso/tosco…).

4. Valores religiosos: (santo/profano, divino/demoníaco…). (G. Bueno, página 43)

Ahora bien, todos los valores parecen referirse siempre a un sujeto que hace uso de ellos y, por este motivo, parece a muchos que no debería decirse que esto o aquello es bueno o malo en sí, sino para ti o para mí. Nadie discutirá que un dracma griego antiguo no tiene actualmente el valor de un dracma, que una moneda que en tiempo de César valía un sextercio lo vale ahora también o que mil duros de la República Española tuvieron algún valor en 1940. Si algo es apreciable y valioso lo es para alguien, sea un individuo o una sociedad, incluso cuando se trata de un valor económico.

¿Es esto siempre cierto? ¿No son objetivos los valores y habrán de depender siempre de las circunstancias de la vida de cada persona o cada sociedad? ¿Habrá que decir que no son independientes de los sujetos que valoran y que, en consecuencia, ciertas acciones, como el asesinato, el incesto o la antropofagia no son males, sino que solamente lo parecen para ciertos individuos o grupos de individuos?

Henos otra vez frente al relativismo. No parece fácil refutarlo. El Diccionario de filosofía de Ferrater Mora lo define así:

  1. Una tesis epistemológica según la cual no hay verdades absolutas; todas las llamadas “verdades” son relativas, de modo que la verdad o validez de una proposición o de un juicio dependen de las circunstancias o condiciones en que son formulados. Estas circunstancias o condiciones pueden ser una determinada situación, un determinado estado de cosas o un determinado momento.
  2. Una tesis ética según la cual no se puede decir de nada que es bueno o malo absolutamente. La bondad o maldad de algo dependen asimismo de circunstancias, condiciones o momentos.

Es aceptable seguramente que no existen valores morales absolutos, de validez eterna y universal, igualmente obligados para todas las culturas y etapas históricas de la humanidad, como quizá no existan, al menos en algunos terrenos, verdades absolutas, que trascienden las fronteras culturales e históricas de la humanidad, aunque esto tal vez sea más dudoso que lo anterior, pues no en vano algunos conocimientos, como las matemáticas, la medicina o la arquitectura, son tan válidos aquí como en China, de forma que no se entiende bien el supuesto relativista en este punto. Pero dejemos de lado el lado cognoscitivo, el de las ciencias positivas, y vengamos a lo que nos interesa, al de la moral y la ética y tratemos de resolver este problema deteniéndonos un momento en la tan traída y llevada “educación en valores”. Tal vez así matemos dos pájaros de un tiro.

La buena vida

Se sobreentiende que una buena vida no es otra cosa que una vida regida por valores que verdaderamente valgan. Supondré además que se trata de valores que solamente estaría en disposición de apreciar el que haya acumulado ya cierta experiencia vital, el que haya vivido ya un número considerable de años. Por esto supondré que todos los presentes, que tenemos más de 20 años, somos entendidos en la materia, aunque no sea más que porque hemos vivido ya el tiempo suficiente para comprender que algunas cosas que en un momento nos parecieron valores ahora vemos que realmente son contravalores.

También he de decir que en lo que me resta hablaré solamente de ética, no de moral. Es necesario hacer una distinción entre las dos. La ética, según su raíz griega, es algo así como la formación del carácter. La moral, según su raíz latina, se refiere a las costumbres, por lo que tiene que ver con las relaciones entre personas. Quienes nos hemos educado en el franquismo recordamos que la palabra “moral” tenia un cierto tufillo derechista. La causa de ello radicaba en que fue demasiado monótono el martilleo que hubimos de sufrir con los “principios morales”. Por esto era preferible llamar “ética” a todo, porque sonaba más izquierdista, menos franquista. Pero ya es hora de abandonar aquellos resabios. Dicho sea de paso: no todos los filósofos estarían de acuerdo en dar a estas palabras el significado que yo les doy ahora, porque me adhiero a una corriente que me merece más respeto. Pero esta diferencia no es importante, por lo que podemos ir ya a lo que nos interesa.

Hasta aquí he tenido en cuenta a Aristóteles, a Gustavo Bueno, y a P. Conde, un filósofo español de principios del siglo XX, casi desconocido actualmente. En lo que resta tendré en cuenta también a Schopenhauer, a Gracián y a Platón.

Según Aristóteles, los bienes que un hombre puede disfrutar son de tres clases: del cuerpo, como la belleza y la salud, del alma, como la inteligencia y el buen juicio, y del exterior, como la riqueza y el buen clima. Habría que preferir por encima de todos, dijo también, los del alma. Podremos comprender los motivos que le llevaron a decir esto al examinar otra triple distinción que hizo Schopenhauer. Según él, los bienes pueden proceder de estas tres fuentes:

  1. Lo que uno es: la personalidad propia en el sentido más amplio, que comprende la salud, la fuerza, el temperamento, la inteligencia, la sindéresis, etc.
  2. Lo que uno tiene: la hacienda, el puesto de trabajo, la casa, etc.
  3. Lo que uno representa ante los demás: la opinión, el honor, la fama, la categoría, etc.

Lo que uno es

Es lo más importante de todo, lo que más contribuye a una buena vida. Siendo esto lo que uno es en sí mismo, le acompañará a todas partes donde vaya y teñirá con su color todo lo que le pase en la vida. Los placeres, sean materiales o espirituales, afectarán de una manera u otra a cada uno según el ser de cada cual. Si la personalidad es mala, los placeres tendrán un sabor amargo, porque lo que verdaderamente importa no es que los placeres lleguen, sino la manera de sentirlos. Todo lo que se vive se vive a través de la individualidad. Por esto los bienes subjetivos son los superiores: el buen carácter, la inteligencia despierta, el buen humor y el cuerpo bien organizado y en perfecta salud son lo mejor de todo. Nuestros primeros esfuerzos deberían ir encaminados a conservar y aumentar estos bienes. Los primeros valores éticos deberían ser el cuidado y la atención de uno mismo con el fin de conservarse sano, inteligente, despierto, alegre y activo.

Salud y temperamento jovial

Tal vez lo que más contribuye a una buena vida es estar dotado de un temperamento mesuradamente alegre. Quien lo tiene posee ya la recompensa por todo lo que hace o le pasa. El que es alegre encuentra en cualquier cosa motivos para no dejar de serlo. Cierto es que está bien ser rico, joven, guapo, etc. Pero si se tiene tendencia a la melancolía entonces todos esos dones no sirven para que su dueño viva bien. Es lo más elemental del mundo: quien ríe mucho es feliz, quien llora mucho es desgraciado. Se trata de una frase vulgar, pero si nos ponemos de acuerdo en que la mayoría de las veces no es la alegría la causa de la risa, sino al revés, la risa la causa de la alegría, como no es la desgracia la causa del llanto, sino al revés, el llanto la causa de la infelicidad, entonces la frase perderá su vulgaridad y se volverá profunda y certera. El hombre alegre encuentra en la buena suerte un motivo para seguir siendo como es y en la desgracia un motivo para dejar de ser momentáneamente como es. El triste, por el contrario, halla en la buena suerte una causa pasajera para abandonar su manera de ser momentáneamente y en la mala una confirmación de su manera de ser. Las cosas pasan. La naturaleza propia es siempre la misma. Habría que empezar por adquirir y conservar este bien.

Contra lo que suele pensarse, no es la riqueza lo que más contribuye a la buena vida. No es un valor por sí misma. Hay mucha gente rica que tiene la cara triste. Triste, no grave, que no es lo mismo. Y hay mucha gente pobre que tiene semblante sonriente. Por el contrario, la salud sí es un valor por sí misma casi en todas las circunstancias. Sobre ella puede decirse lo contrario que sobre la riqueza, que pocos enfermos tienen la cara alegre, aunque hay muchos sanos que la presentan entristecida. Lo primero y principal, por tanto, es estar sano, para lo cual hay que evitar sistemáticamente los excesos, las emociones violentas, los placeres excesivos y largos, etc. Diariamente habría que hacer ejercicio al aire libre durante más de una hora, habría que tomar de vez en cuando baños de agua fría, cuidar la dieta, el sueño, etc. La vida está en el movimiento, dijo Aristóteles. Y es cierto. Nuestro cuerpo es un conjunto de órganos en movimiento constante y rápido: el corazón, la sangre, el pulmón, el aparato digestivo, las glándulas, el cerebro, etc. En el interior no hay quietud. Todo ese tumulto es lo más contrario a la vida sedentaria que llevan muchos hombres durante muchos años.

Que la buena vida depende de un espíritu alegre y éste de la salud puede probarse si se atiende a la impresión que produce en nosotros una misma cosa cuando estamos sanos y cuando estamos enfermos. No es la cosa, sino lo que es para nosotros, lo que nos hace felices o desgraciados, y eso depende, más de lo que solemos creer, de nuestro estado de salud.

Tan importante es la salud que de ella depende el que los otros bienes subjetivos, el carácter decidido y generoso, la inteligencia despierta, el buen humor, la sindéresis, etc., dejan de darnos satisfacción y no sirven casi para nada. Incluso se esfuman y desaparecen cuando ella falta. Por esto la locura más grande de todas es sacrificar la salud a otra cosa, como la riqueza, el poder, los estudios, pero sobre todo a los placeres pasajeros, como la bebida o la droga. Quien hace esto se inmola a sí mismo en el altar de un espantajo.

Todo esto es verdad, pero también lo es que hay personas que con una salud perfecta tienen un carácter triste. Habrá que admitir, pues, que, pese a ser la salud una condición necesaria para tener un carácter jovial, no es, sin embargo, una condición suficiente, lo que se debe seguramente a la sensibilidad, que tan distinta es de un individuo a otro. Si la sensibilidad de un sujeto es mayor de lo conveniente, es muy probable que en su vida se alternen los periodos de alegría exagerada y de tristeza excesiva. Se ha creído a veces que los individuos geniales deben su genialidad a ese exceso de sensibilidad. Tal vez por esto dijo Aristóteles que los hombres grandes son tristes. Ahora bien, la sensibilidad está en cierto modo inclinada hacia algún lado. Hay quienes sienten más lo desagradable y quienes sienten más lo agradable. Quienes están, por tanto, más inclinados a la alegría exagerada y quienes a la tristeza también exagerada. Para los segundos existen muchas desdichas que son simplemente imaginarias, no reales. A éstos habría que decirles que no somos tan desgraciados como creemos. Para los primeros hay más alegrías imaginarias que reales. Claro es que a los de carácter despreocupado suele irles mejor, pero soportan peor una desgracia, para la cual no suelen estar preparados. Los de carácter sombrío viven normalmente peor, pero están mejor preparados cuando les sobreviene una desgracia. Pero si el verlo todo negro provoca un disgusto permanente, el sujeto puede llegar a tomar fríamente la decisión de quitarse la vida. También puede decidir lo mismo el hombre de carácter más alegre, pero tomará la decisión de manera pasional, cuando un sufrimiento que le llega de pronto vence los terrores de la muerte. En suma, el hombre alegre tenderá al suicidio por una causa objetiva para la que no se halla preparado. El melancólico por un recrudecimiento de su estado subjetivo. Entre ambos extremos hay muchas variantes.

La belleza

Es otro de los valores éticos. Es importante incluso para el sexo masculino. Es rotundamente falso aquel dicho: “El hombre y el oso cuanto más feo más hermoso”. Sin embargo, esta cualidad no contribuye directamente a la buena vida, como las mencionadas hasta aquí, sino indirectamente, por el efecto que produce sobre los demás. Habría que precisar además lo que debe entenderse que es belleza y lo que no. Yo diría que es un conjunto de buen aspecto físico, de proporciones entre los miembros, de uso apropiado de los gestos, de apariencia de inteligencia, etc. Y, lo que sí creo que puede añadirse sin temor de equivocarme, es que uno mismo es responsable de ser feo cuando la naturaleza no se lo estorba. La belleza a los veinte años es un don de los dioses, como decía Homero. A los cuarenta y más es el fruto de la vida que se ha llevado.

Dolor y tedio

Son los dos enemigos mayores de la felicidad humana. Son tanto más peligrosos cuanto que parecen turnarse: alejarnos de uno nos acercamos a otro, como Ulises con Escila y Caribdis. El primero parece proceder del exterior, el segundo del interior, pues la privación de lo necesario engendra el dolor y la abundancia de lo superfluo engendra el aburrimiento. Por esto las clases bajas luchan contra el primero y las altas contra el segundo. Y cuando una sociedad consigue vencer los males de la pobreza, como parece que ha pasado con la nuestra para un amplio número de personas, se ve asediada por los males del tedio. Además de esto, la sensibilidad con respecto a uno existe en proporción inversa a la sensibilidad frente al otro. Un individuo obtuso e insensible sufre poco el dolor y resiste mejor las privaciones que otro dotado de una gran sensibilidad, pero nota un vacío interior en cuanto las privaciones desaparecen. Entonces necesita buscar en el exterior algo que le estimule, cualquier cosa que ello sea. De ahí nacen las distracciones mezquinas y chabacanas a que se entregan tantas personas. El vacío interior absorbe del exterior todo lo que puede: lujo, chismorreos, reuniones inútiles, excitaciones sexuales, bebidas, alucinógenos, etc. Pero como el vacío nunca se llena la exigencia de excitaciones externas no se acaba nunca. La mejor solución contra estos males es el “lleno interior”, la riqueza de espíritu. Un hombre cuyos pensamientos estén siempre activos, acostumbrado al ejercicio intelectual y artístico, a las miles de combinaciones que su mente puede descubrir entre las cosas, se habrá logrado defender del tedio, excepto cuando esté fatigado, como le sucedía a Sherlok Holmes, que se inyectaba morfina, para escándalo del bueno de Watson, cuando no tenía un crimen que resolver. Cuando sí lo tenía era el hombre más activo y ocurrente de Londres. Entonces no necesitaba excitaciones externas. Como no las necesitaba no las quería y como no las quería no las buscaba. Era el hombre más feliz, porque le bastaban su afición y su personalidad.

Soledad

La forma de ser del hombre de temple intelectual o artístico tiene, sin embargo, un inconveniente serio, que consiste en que, por tener una sensibilidad mayor y un mayor ímpetu de la voluntad, por procede ambos de su propia actividad mental o ser un presupuesto suyo, está más expuesto a los sufrimientos morales y físicos y es más impaciente frente a los obstáculos. En fin, sufre más. En consecuencia, cuanto más se aleje uno del tedio más se acerca al dolor y al revés. El hombre inteligente, por tanto, buscará una vida tranquila, modesta y al abrigo de los importunos. Si es muy superior buscará la soledad. Cuanto más se posee a sí mismo menos necesidad tiene de los otros. La inteligencia superior es insociable, no por desprecio de los demás, sino por defensa de su propio ser.

El individuo sin gustos ni inclinaciones, que no tiene nada en sí mismo que le satisfaga, buscará compañía, sea cual sea, y se acomodará a todo con tal de escapar de sí mismo. Es en la soledad donde uno se mide a sí mismo. Ahí el imbécil suspira aplastado por su propia individualidad. “Omnis stultitia laborat fastidio sui”, dice Séneca. “La vida del necio es peor que la muerte”, dice Jesús de Sirach. En resumen, un hombre es activo cuando tiene algo que hacer. Tiene algo que hacer cuando se ha fabricado proyectos y propósitos, metas que se ha propuesto lograr. Y, cuando todo esto ha sucedido, un hombre encuentra satisfacción en su propia actividad, más incluso que en los logros alcanzados a través de ella. Lo contrario es la inactividad, que nace del vacío interior, que exige llenarse con tonterías y mezquindades.

El hombre vulgar, en definitiva, se preocupa sólo de pasar el tiempo. El hombre de talento de aprovecharlo. La razón de esto es que la inteligencia del vulgar no es más que un intermedio para los motivos de la voluntad. Cuando falta ésta, porque el sujeto está ocioso, la inteligencia se aquieta. El resultado es un terrible estancamiento de todas las fuerzas de un individuo, es decir, el tedio. Entonces hay que combatirlo y, como la voluntad está también en reposo, como el individuo no quiere nada y no tiene nada que querer, una cosa cualquiera lo atrae como la luz a la mariposa. Un hombre que no tiene necesidad de cosas externas para no aburrirse es un hombre feliz. Lo dijo también Aristóteles, que unió la felicidad a la autarquía. Y con razón, pues las causas externas son inseguras y se detienen por sí mismas. Por si fuera poco, la edad agota el deseo de juergas, viajes, sexo, ganas de figurar, y deja el vacío más hondo si no se posee nada en sí mismo. Esto último, lo que se posee en sí mismo, es lo único que perdura. Por esto la suerte más grande que se puede tener es hallarse en posesión de una individualidad rica y superior, especialmente de mucha inteligencia. Claro está que para que la dicha sea completa viene bien disponer de un patrimonio suficiente, lo que quizá se puede conseguir viviendo con ahorro y moderación.

Las fuerzas

Más arriba he dejado dicho que la actividad es la fuente primaria de nuestras satisfacciones. La actividad consiste, por otra parte, en el libre ejercicio de las fuerzas de que dispone cada cual. La primera dirección en que han de emplearse esas fueras es en atender a las necesidades físicas. Cuando esto se ha logrado, las fuerzas son una carga tan pesada para muchos individuos que se dedican a emplearlas sin objeto y sin finalidad. Lo que les asusta es el tedio. Las fuerzas de que hablamos son, siguiendo a Platón, las siguientes:

  1. Las de la conservación y la reproducción, que nos procuran los placeres de la cama y la mesa, la bebida, el sueño, la digestión, etc. En algunos pueblos se han convertido en placeres nacionales: la cerveza alemana, el güisqui escocés, la comida mediterránea, etc.
  2. Las del orgullo y la competencia, que dan los placeres de los viajes, los deportes, los juegos, la guerra, etc.
  3. Las de la sensibilidad, que nos dan los placeres de sentir, imaginar, pensar, razonar, estudiar, filosofar, leer, oír música, etc.

Se observará que estas fuerzas suben desde abajo hacia arriba. Las de la conservacion y la reproducción se instalan en los músculos, el sexo y el estómago. Las del orgullo, la competencia, la lucha por la supremacía, etc., se instalan en el pecho. Las de la sensibilidad en la cabeza. Pero no es esto lo más notable, sino que ese movimiento ascendente es el que tienen también en la vida individual. Puede decirse, en efecto, que la vida asciende como una marea. Empieza por los pies y sube primero hasta las rodillas y los muslos. Es la primera etapa. Mientras dura, se aprende rápido. Primero a andar. Luego a correr, saltar, agacharse, nadar, etc.. Ahí encuentra el chiquillo sus mejores goces. Lo delatan las rodillas, siempre llenas de apostillas. Por contraste, en las rodillas de los mayores no hay heridas. Han perdido esos placeres. Pero la marea no se detiene. Ahora llega un poco más arriba del muslo. El efecto es sorprendente: la entrepierna se convierte para la inmensa mayoría de los humanos, si no para todos ellos, en el centro del universo. Todo gira alrededor de ese único punto. Sigue todavía actuando la actividad muscular de la etapa anterior, pero ya no ocasiona tanto placer como antes. Se ha desplazado el centro o coexiste con el nuevo. En todo caso, las energías desplegadas son inmensas. Quizá sean las mayores energías que las personas despliegan en toda su vida. Pero hay un serio inconveniente, que dificulta que broten con total libertad, y es que el niño y el adolescente están viviendo la etapa en que más tiempo hay que dedicar al aprendizaje y la educación, en lugar de dejar que esas energías broten con total libertad al instante, pero la educación y el aprendizaje son para mañana, no para hoy, por lo que no tiene nada de extraño que el muchacho se rebele. Es toda su persona la que clama por lo contrario de lo que le está ocurriendo. ¡Cuánto control de sí mismo se ve obligado a hacer suyo ! Una leve crecida más y la marea llega al estómago. Es un nuevo centro, que se superpone al anterior, conviviendo con él durante un tiempo y haciendo que se olvide casi totalmente el muscular. Pero hay otro inconveniente, que consiste en que la nueva exigencia exige encontrar algún empleo. Combinadas con las del sexo, las fuerzas del estómago empujan a los hombres a los placeres corrientes, los más extendidos de la humanidad y, por descontado, los más necesarios en gran parte, porque es sabido que existen placeres que son naturales y necesarios, entre los cuales habría que contar éstos que estamos ahora tratando. Bien es cierto que Epicuro no incluyó los del sexo entre los necesarios, pero sí entre los naturales. Los naturales y necesarios eran para él los del victus et amictus, los de la comida y el cobijo (ropa, casa, etc.). El sexo es prescindible, pese a ser natural. Si estaba o no en la verdad habría que echar la cuenta para ver si los placeres intensos que nos da no pesarán menos al fin que los sinsabores y decepciones que también ocasiona. Pocos serían capaces seguramente de hacer esta cuenta y decidir en consecuencia. La última clase de placeres estaría compuesta por los que no son ni naturales ni necesarios, como el lujo o las fiestas de sociedad.

Y al final la marea llega a la cabeza. ¡Desdichado aquel que en ese trance la encuentra vacía, como una nuez vana! Cuando las fuerzas de la producción y la reproducción hayan casi extinguido su fuego o lo hayan apagado por completo habrá pocas cosas que sean capaces todavía de entretener a la voluntad, que, pese a todo, seguirá estando activa. Si es así, le ha llegado la hora del tedio insoportable.

Lo que uno tiene

Según Epicuro, las necesidades que son naturales y necesarias producen dolor cuando no se satisfacen, pero, por suerte para nosotros, se satisfacen con relativa facilidad. Son sobre todo la ropa, el cobijo y la comida. Los objetos que calman el dolor de la no satisfacción son objetos sin voluntad, pasivos.

No ocurre así normalmente con las que son naturales, pero no necesarias, como el sexo, porque el objeto que las satisface tiene voluntad propia y hay que ganársela. De aquí viene el ideal masculino de la mujer sin voluntad. En el extremo, la mujer prostituta, la que es una simple muñeca, la que es para el hombre como el alimento para el que tiene hambre, una cosa sin más. Pero es un falso ideal, porque la satisfacción sexual es máxima cuando quien te satisface es igual a tí, alguien cuya voluntad se inclina por tí. Sólo que la satisfacción está en esa lucha de voluntades, lucha en la que se consiguen victorias de vez en cuando, ninguna de las cuales es definitiva, porque la voluntad es cambiante. Decimos con demasiada frecuencia “mi mujer”, pero no es correcto. No es nuestra pertenencia o propiedad, incluno aunque la tengamos esclavizada. Su voluntad puede estar en otra parte. No quiere esto decir que sea infiel, no. La dificultad es mucho más sutil. Y más dolorosa. Explicado con brusquedad, se resume en aquella respuesta de Epicteto a su señor, cuando éste le dijo que era su dueño : “Tú serás, como mucho, dueño de mi cadáver”. Cierto, se es dueño de una persona cuando se la ha reducido a ser un objeto sin voluntad, como el alimento. Pero entonces ya no se es dueño de una persona, sino de una cosa, de algo que ya no tiene valor. Por esto se desprecia a las prostitutas, y más quienes más recurren a sus servicios, porque no se sienten capaces de entablar esta especie de combate sin tregua y en su lugar prefieren a mujeres que no son mujeres, sino cosas. Lo peor de esa decisión es que con ella se convierten también ellos en hombres que no son hombres, sino cosas, en seres incapaces de relacionarse con iguales. Al despreciar a la prostituta se desprecia a sí mismo.

En suma, no es verdad que el sexo sea algo estrictamente animal en los humanos. Nunca lo es, aunque no sea más que porque la otra parte siempre permanece oscura para uno, asalvo que uno sea Tiresias. Y, por esto, siempre permanece inalcanzable.

Por estas consideraciones no habría que incluir nunca a la mujer entre lo que uno tiene. Nunca se tiene y siempre es uno el tenido. Tanto da que se mire desde el punto de vista del varón como del de la mujer.

Baste con lo dicho sobre las necesidades que son naturales, pero no necesarias, y sobre el mayor grado de dificultad para satisfacerlas que las que son naturales y necesarias. Más difícil todavía es satisfacer las que no son naturales ni necesarias, porque su número es potencialmente infinito. Son las necesidades del lujo, la riqueza, la apariencia, etc.

No vale decir que una fortuna grande es deseable y una pequeña no lo es o lo es menos. No es fácil determinar aquí cuál es el límite de nuestros deseos, porque la fortuna, considerada en sí mismoa, es algo que carece de sentido. Nadie negará que el uno es menos que el dos. Pero nadie podría decir que es más cuando ambas cifras con el numerador de diferentes fracciones, pues entonces su magnitud depende del denominador. Si a un hombre que vive con holgura económica nunca se le ha pasado por la cabeza vivir en el palacio de los duques de Alba, tener un barco de cincuenta metros de eslora y una finca de cuatro mil hectáreas no se sentirá infelez porque carezca de todo eso. Pero el que tiene cien veces más posesiones que el anterior se sentirá desgraciado porque le falta unos de esos objetos. Steven Spielberg se sintió decepcionado porque en Jerez de la Frontera se le negó un determinado palacio en que residir mientras duraba el rodaje de una película suya. Es seguro que el lector nunca habrá sentido una decepción semejante.

El motivo de esta diferencia es que cada cual tiene su propio horizonte, más allá de cuyos límites no llegan nunca sus deseos. Cada cual sufre decepciones cuando un objeto que cae dentro de su horizonte no puede ser alcanzado por él a causa de un obstáculo que le haya sobrevenido y tiene alegrías cuando alcanza los objetos que caen en el interior de su horizonte. Lo que no cae dentro de él no le alegra ni le vuelve desdichado. Por eso no le molesta la fortuna del rico, pero las riquezas del rico no satisfacen a este cuando recibe un desengaño, y más aún si se tiene en cuenta que las riquezas son como el agua salada, que dan más sed cuanta más se bebe.

Lo mismo pasa con la fama. Por todo esto es muy peligroso buscar la riqueza por sí misma y la fama por sí misma.

El concepto de horizonte es aquí el más importante. El horizonte de nuestros deseos, que, en una persona bien educada y dueña de sí y de sus posibilidades, no debe ir más allá de lo que puede, porque sólo contribuye a que se sienta infeliz. Dicho de otro modo y con las debidas precauciones : la fuente de la infelicidad no está en las carencias, cuando éstas no llegan a impedir que se satisfagan adecuadamente las necesidades naturales y necesarias, sino en el deseo que se extiende más allá de lo debido, más allá de ese horizonte de que hablamos. De aquí se sigue un hecho que puede a veces observarse : que la pérdida de riqueza o una baja de sueldo, una vez que se ha vencido el primer disgusto, no impide volver al humor habitual, a condición de que se hayan rebajado proporcionalmente las pretensiones que uno abriga. Lo doloroso se produce al principio. Con el tiempo la herida cicatriza. En el caso inverso sucede algo simétricamente igual : cuando, por un golpe de fortuna, se acrecienta la propia hacienda, viene enseguida un gran placer, pero después vuelven nuevamente las aguas a aquietarse y se acomoda uno a la nueva situación.

El origen de la infelicidad no está, según esto, en la mayor o menor riqueza que se posea, sino en los esfuerzos para ampliar un horizonte que ofrece resistencia. El Cristianismo, que tantas cosas ha legado a nuestra cultura, no ha legado la virtud de la austeridad. Hay que conceder que es un gran infortunio, porque habría sido un buen freno para muchas de las infelicidades que sufren los hombres por su propia causa. Los poderes públicos, la publicidad comercial, las costumbres más extendidas, etc., todo contribuye a estimular a las personas para que hagan lo imposible por romper su horizonte. Dicho sea de paso : lospoderes públicos con los jegos de lotería, que, si lo que llevo dicho es cierto, no deberían continuar, pues no contribuyen a la satisfacción, sino a la insatisfacción, haciendo creer a la gente que, como para Supermán, existe la posibilidad de remontar un día el vuelo sin esfuerzo por encima de lo que se tiene.

Es comprensible, por otro lado, que los hombres amen el dinero, pues no es como los demás bienes, cada uno de los cuales sirve para una necesidad concreta : el sexo para cuando se es joven, la velocidad para cuando se es niño, etc. Una vez que ha pasado el momento de satisfacer las necesidades correspondientes, esos objetos disminuyen o pierden su valor. El maná de los israelitas sabía a lo que cada comensal quería que supiera. Los israelitas se acabaron quejando a Yahvé porque, aunque sabía a cualquier manjar de su elección, se veía solamente como maná. Los fenicios inventaron algo mucho mejor que el maná : el dinero. El dinero no es alimento, ni ropa, ni sexo, ni velocidad. No es ninguna cosa en concreto. Pero es todas al mismo tiempo. Para el hambriento es comida, para el sediento bebida, para el que siente deseo mujeres, etc. El dinero se acomoda perfectamente a lo que cada uno quiere. Y es mejor que el maná porque se cambia realmente por lo deseado. Con él no se satisface un solo deseo, sino cualquier deseo. Parece que el dinero es bueno en absoluto, no en relación a deseos particulares.

Pero no debería utilizarse para alcanzar todos los bienes imaginables, sino para protegerse de los males reales o posibles. Debería tener una influencia negativa sobre nosotros. No debería servir para procurarnos todos los placeres de este mundo, porque, como he dicho antes, son inagotables para quien se empeña en ello, como la sed para el que bebe agua salada, y porque, en consonancia con esto, son placeres que se presentan como tal sólo ante nuestra imaginación, pero no lo son en realidad. Debería servir más bien para defendernos de los males, que no son imaginarios, sino reales. Un hombre pretende alcanzar todo y por pretenderlo pierde su salud. Se encuentra con que lo pretendido estaba solamente en su imaginación y lo no pensado se presenta bruscamente ante él, sin anunciarse. Habría que tener una mente fuerte, sin ilusiones vanas, crítica, insolente incluso con las fantasías que nos asedian por todas partes. Una mente realista es lo que mejor para hacer uso del dinero y de todas las demás cosas como es debido. Para eso habría que empezar por no tener ni el más mínimo grado de aceptación con tantas promesas como nos asedian por todas partes.

Lo que uno representa

Apreciamos demasiado nuestra existencia en la cabeza de los otros aunque un poco de reflexión debería bastar para caer en la cuenta dea que no tiene ninguna importancia para vivir bien. Somos como el gato : cualquier alabanza nos hace arquear el lomo y sentir un goce inmenso. A veces incluso sirve para olvidar una desgracia real. A la inversa también es cierto : es asombroso lo que duele una crítica, una censura. La imagen nuestra que los demás tienen en su cabeza puede ser de una gran importancia para adquirir riquezas y poder, pero no la tiene en absoluto para nuestra buena vida. Habría que pensar bien en qué consisten esos bienes y qué valor real tienen.

Para empezar, tal vez sea bueno comparar la importancia de lo qu uno es y de lo que uno tiene con lo que uno es en la mirada del otro. El lugar de lo que uno es y lo que uno tiene está en uno mismo. Lo que representamos es una imagen en la mente de otro. Lo primero depende de nosotros directamente. Lo segundo indirectamente, en cuanto que es el origen de la conducta que otros tienen para con nosotros.

Nuestra naturaleza animal es la base de todo lo demás. Por esto lo primero es la salud, lo segundo la buena disposición de carácter, lo tercero una existencia sin excesivas preocupaciones, lo cuarto una inteligencia y una sensibilidad bien despiertas a todo lo que su acción nos pueda satisfacer, que es inagotable, lo sexto una renta suficiente, lo séptimo unos hijos rectos y una esposa amable. En comparación con todo esto la fama, el honor y la gloria apenas valen nada. ¿Alguien estaría dispuesto a cambiar la salud por la fama ? Diríamos que es un imbécil que camina a su perdición. ¿Y los conocimientos que tiene por la gloria que algunas veces dan ? Tal vez sí, pero entonces merecería el reproche de la fábula : “eres hermosa, pero sin seso”. Cada uno vive en su propio pellejo, no en la opinión de los demás. Y en el pellejo de cada uno están los siete valores, no lo que los otros piensan, que normalmente estará repleto de errores malintencionados, de rumores sin confirmar. Puede que tenga alguna importancia, pero es menor. Y lo más importante debe ir antes que lo menos importante.

 Bibliografía

Aristóteles, Ética a Nicómaco, ed. bilingüe y trad. de M. Araujo y J. Marías, introd. y notas de J. Marías, I.E.P., Madrid, 1970.
Bueno, G., El sentido de la vida. Seis lecturas de filosofía moral, Pentalfa Ediciones, Oviedo, 1996.
Platón La república, (3 vols ) ed. bilingüe, trad., notas y estudio preliminar de J. M. Pabón y M. Fernández-Galiano, I. E. P., Madrid, 1969.
Quevedo, Defensa de Epicuro contra la común opinión, estudio preliminar, ed. y comentarios de E. A. Méndez, Tecnos, Madrid, 1986.
Schopenhauer, A., Arte del buen vivir y otros ensayos, prólogo de Mirat, D. C., trad. de Bauer, E. G., Edaf, Madrid, 1998.

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Naturaleza y acción humanas

Una parte importante de la esencia humana es su disposición a la acción, propiciada ya por las transformaciones habidas en su esqueleto a lo largo de la evolución. Este hecho ha causado tanta admiración a algunos filósofos que han llegado a definir al hombre como acción y trabajo. En una interpretación que sigue al mito de Prometeo, han pensado que el hombre no ha venido desnudo de todo al mundo y de todo tiene que irse aprovisionando con un esfuerzo permanente. Esta idea ha dejado rastros por doquier. Se puede encontrar en Marx, Ortega y Gasset, Gehlen, Mumford, etc. Entre nuestros arqueólogos es defendida, tal vez sin percatarse de su origen prometeico, por uno de los directores de las excavaciones de Atapuerca, Eudald Carbonell. Por ello creen que una vez que se sabe qué es el hombre en general no es posible deducir en qué consistirá o qué clase de acciones emprenderá cada hombre particular, porque, dicen, la naturaleza humana se sigue de la acción y no al revés, la acción de la naturaleza.

Nosotros no negamos este aserto. Solamente discutimos su pretensión de convertirse en definición de la Idea de Hombre.

La acción es algo exigido incluso desde la profundidad de la vida vegetativa. Un individuo llega a su máxima evolución cuando ejercita sus músculos, se expone a los cambios estacionales, a la lluvia, el viento y el sol, cuando se cansa y descansa, sufre y es feliz, ama y odia, pasa alternativamente por etapas de exaltación y sosiego, etc. Sus músculos tienen entonces que contraerse y relajarse, su hígado producir glucosa, que es el combustible que necesitan los músculos, sus nervios tienen que alertarse, su presión sanguínea ascender y descender, su corazón pasar por la aceleración y la tranquilidad, su organismo entero fatigarse y reposar. Esto es lo que llamamos salud, la liberación de las pulsiones internas mediante una actividad sostenida.

Por esto no nos sorprende descubrir que los hombres a los que se admira fueron sometidos desde su niñez a una domesticación y disciplina exigentes. Cuando no es así, cuando lo que se aprende es cómo dar rienda suelta a las pulsiones en el momento en que aparecen, cuando no se encaminan y dirigen a un fin determinado, la vida se desparrama y degenera.

La energía de las pulsiones internas es como el agua. Si discurre libremente, sin canales ni presas que regulen y contengan y dirijan su caudal, puede provocar devastaciones, pero acaba por perder toda su presión y derramarse por la llanura. Si, por el contrario, es obligada a discurrir a lo largo de canales y es represada en los pantanos, de manera que su caudal es regulado, dirigido o contenido, entonces puede aumentar su presión hasta límites insospechados, pero siempre estará sometida a un orden y será utilizada con vistas a un fin.

Llamamos temperamento al conjunto de fuerzas, inclinaciones o pulsiones que en cada sujeto vienen predeterminadas por la herencia y se mantienen básicamente inalterables durante toda su vida.

Llamamos carácter a los hábitos que adquiere y de los que es responsable, a las modificaciones que imprime en su carga genética.

Personalidad es el conjunto integrado por el temperamento y el carácter. Es única e irrepetible, debido a la enorme gama de tendencias y hábitos que, combinándose entre sí y ejerciendo una influencia cambiante en el transcurso de cada vida, conforman al sujeto. Pero esto no impide que hábitos y tendencias puedan ser clasificados y, en consecuencia, lo sean también sus portadores.

Análisis factorial de la personalidad humna, según Eysenk

Análisis factorial de la personalidad humna, según Eysenk

El conjunto de las tendencias, o rasgos temperamentales, se distribuye, según Eysenck, a lo largo de dos ejes principales, el que se tiende entre la estabilidad y la inestabilidad y el que va de la extraversión a la introversión. Estos cuatro polos, o rasgos de primer orden, dejan entre sí espacios intermedios en los que se sitúan las personalidades corrientes, que adquieren sus sesgo particular según se aproximen más o menos a alguno de los polos.

La figura muestra los rasgos temperamentales propios de cada uno de los polos. El estable, por ejemplo, se caracteriza por la serenidad, ecuanimidad, capacidad de liderazgo, seguridad, etc. El extravertido por la actividad, el optimismo, la impulsividad, la sociabilidad, etc. Y así en los demás casos.

Una de las dos clases de desarreglos de la personalidad se ha asociado a esta clasificación de rasgos primarios. Se trata de la neurosis, que en los inestables extrovertidos se manifiesta como ansiedad, sentimiento de culpa, depresión, etc., y en los inestables extrovertidos como histeria, agresión, desobediencia, etc.

El otro desarreglo es la psicosis, que adopta la forma de alguna enfermedad mental grave, como la esquizofrenia y la manía depresiva. Estas enfermedades no tienen que ver sólo con lo temperamental, sino que invaden también lo cognoscitivo: pérdida del sentido de lo real, alucinaciones, etc.

La personalidad es entonces el conjunto estable, difícil y casi imposible de adquirir, de tendencias y hábitos. Se trata de un conjunto por cuya causa su dueño prefiere ciertas acciones y ciertas valoraciones, desechando las demás. Su conformación final es resultado de la acción social sobre los resortes pulsionales, biológicos, del sujeto. Lo biológico es la semilla y lo social el campo de cultivo en que germina y crece.

Las sociedades firmemente ancladas en la tradición, como han sido todas las existentes hasta la Revolución Industrial, ponen en la tradición el punto de referencia de valoraciones y conductas. Por esto producen comúnmente tipos estables de personalidad. Las que, por el contrario, desintegran a cada instante el pasado y desmontan los valores tradicionales de la educación no ofrecen otro punto de referencia que la inmediatez del momento, por lo que las personalidades decaen, pues tienen que dirigir su energía unas veces a un punto y otras a otro.

La tradición se opone así a la inmediatez por el tipo de sociedad en que se desenvuelven los sujetos humanos. Las que ponen en primer plano la segunda producen individuos vueltos hacia sí, hacia la energía que crece en su interior, porque suelen carecer de diana hacia la que apuntar. En sociedades así cobra una importancia grande el saber psicológico, el conocimiento de las interioridades de la personalidad.

Rasgos distintivos de la personalidad

Igual que las causas no actúan directamente en lo inorgánico, sino según sea el medio sobre el cual se ejercen, tampoco los motivos actúan directamente, sino según el medio sobre el cual se ejercen. El calor reblandece la cera y endurece el barro. La causa es la misma en ambos casos, pero varía el medio. En el caso humano el medio es la personalidad propia de los individuos, que en cada uno de ellos reviste un aspecto particular y tiene tres rasgos distintivos generales:

a) Individual.– Si se admite que los animales tienen personalidad, hay que admitir que es propio de la especie, no de cada animal particular. Todos los que pertenecen a una misma especie son agresivos, temerosos, etc. Las variaciones son mínimas. Visto uno todos vistos. No esperamos que un león se comporte afectuosamente ni que una ardilla se acerque a nosotros confiadamente. La única excepción en este punto es la que se refiere a algunos animales inteligentes domesticados. La personalidad humana, por el contrario, es individual. No hay mayores diferencias entre ellos que ésta. Las diferencias físicas, sean las raciales o las individuales, son poca cosa en comparación con las de la personalidad. Esto explica que un mismo motivo sea completamente diferente para dos hombres diferentes. Es como si cada individuo fuera una especie. Por esto no basta conocer el motivo para saber lo que sucederá, sino que hay que conocer también al hombre.

b) Empírica.– Sólo es posible conocer la personalidad, incluida la propia, por experiencia, debido a que las fuerzas de nuestro temperamento nos son dadas desde que nacemos y obran por sí mismas. Nadie conoce a los demás ni a sí mismo si no es después de mucho trabajo. Esto explica que muchas veces nos sorprendamos de nuestra propia conducta o que nos hagamos mil veces la misma promesa, que volvemos a incumplir al poco tiempo. Uno cree ser de una manera, disponer de ciertas facultades o cualidades de las que luego resulta que carece. Solamente sabe cómo es realmente al tratar de ponerlas en práctica. Por esto no sabemos cómo se comportará otra persona antes de pasar la prueba. Tampoco sabemos cómo nos comportaremos nosotros, y menos cuanto más confiados estemos en nuestras posibilidades. Una vez que la prueba ha pasado surge la seguridad sobre los demás y sobre uno mismo. El que una vez ha hecho algo lo volverá a hacer en circunstancias iguales. Solamente si hemos demostrado prudencia, honradez, finura, etc., estaremos contentos o descontentos de nuestro carácter. Y solamente el que reflexiona después con exactitud y objetividad sobre cómo es llega a conocerse y a saber cuáles son sus cualidades y sus defectos. Una persona así sabrá hasta dónde se puede fiar de sí misma. Las demás no.

c) Constante.– El fondo temperamental de una persona dura toda la vida. Como una ostra en su concha, se encuentra debajo de la envoltura de sus creencias, sus relaciones y sus años. El sentido común acierta plenamente en esto. Lo fundamental permanece a través de la vida. Por eso no nos sorprende que un amigo al que vemos después de 30 años se sigue comportando igual que antes. La sorpresa sería que hubiera cambiado. De aquí se sigue que un hombre que no conoce a la perfección sus defectos puede hacer todos los propósitos de enmienda que quiera, que a la primera oportunidad volverá a caer en ellos. Cuando alcance a saber que por los medios que usa no llegará nunca a lo que se propone o conseguirá más pérdidas que ganancias, cambiará los medios. Los motivos tienen que pasar por el conocimiento, que es su medio propio: causa finalis movet non secundum suum esse reale, sed secundum esse cognitum (la causa final mueve no según su ser real, sino según su ser conocido). La corrección moral se consigue por el conocimiento, no por los sermones y las moralejas.

Individuo y persona

El individuo está formado por el conjunto integrado por su estructura física, la dotación instintiva, la capacidad de aprender, la inteligencia, etc., en una palabra, el individuo es un ser físico o natural, provisto de una naturaleza biológica. La persona, en cambio, no es una realidad natural, sino social: la persona es el sujeto de derechos y deberes. Pero esos derechos no son parte constitutiva del ser humano, es decir, no son algo propio del hombre. Los derechos nos vienen de nuestra pertenencia a un medio social determinado; en otras palabras, tenemos derechos en la medida en que formamos parte de una sociedad. No se trata, sin embargo, de cualquier sociedad, sino de una sociedad política, insertada en un tiempo histórico. Una sociedad es política cuando está provista de una autoridad soberana, reconocida por todos, que dispone del poder de ordenar la convivencia entre individuos.

Un hombre no es una realidad acabada, como una piedra e incluso un animal, que son de una vez por todas lo que serán siempre. Un hombre es una confluencia de diversos factores.

Uno de esos factores es el estrato biológico o natural. Se trata de la estructura física, la dotación instintiva, la capacidad de aprender, la inteligencia y otros que se hallan asimismo en muchos animales. Esto es lo que hemos llamado “temperamento”. Pero si esto fuera todo los humanos no seríamos distintos de los miembros de una sociedad de chimpancés. En este sustrato consiste el individuo, pero eso no puede ser todo. Falta la personalidad, que debe producirse en otro lado, siendo los elementos del sustrato biológico el suelo necesario sobre el cual se levanta. Pero que algo sea necesario no significa que sea suficiente.

Se tiene personalidad o, mejor, se es persona porque se tienen proyectos de vida en los que incrustar todos los elementos que hayan confluido en un individuo. La inteligencia y el vigor físico pueden ser biológicos, pero no todos los individuos hacen el mismo uso de ellos, sino que unos las emplean en una cosa y otros en otra, según los propósitos que se forjan.

Los proyectos aparecen en sociedad, pero no por el simple hecho de tratarse de una sociedad, pues entonces aparecerían también en las sociedades de las hormigas y los lobos. Los proyectos solamente pueden darse en una sociedad política insertada en un tiempo histórico. Una sociedad es política cuando dispone de una autoridad soberana, reconocida por todos que dispone del poder de ordenar la convivencia entre individuos. Tal sociedad está insertada en la historia si dispone de instrumentos con los que guardar memoria de las vidas pasadas y hacer planes para el futuro, siendo el lenguaje humano un instrumento insustituible existente para ese fin.

En una sociedad así surgen de la memoria, mediante el lenguaje, de otras vidas ya realizadas, a través de las cuales les es posible a los individuos representarse la suya propia como un plan que deben poner en práctica y, al hacerlo, pueden producir sistemas de normas a los que ajustarse con el fin de realizar su representación.

Cuando esto sucede un individuo deja de ser mero individuo y se convierte en persona. Cierto es que el individuo es la fuente de energía necesaria para que se haga realidad la persona, pero es ésta la que mantiene, orienta y dirige los procesos individuales refundiéndolos en un proyecto que no procede de ellos, sino de una vida política dotada de historia.

Luego lo que podría asignarse a la naturaleza biológica, la individualidad, y lo que podría asignarse al medio socio-político, la personalidad, no son dos entidades separadas, ni tampoco dos componentes distintos de un solo ser. La personalidad es la planificación de la individualidad. Una sin la otra carece de sentido.

Final

Como se ha visto en la primera lección, la palabra “ética”·está relacionada con el lugar en que se habita, refiriéndose particularmente a la guarida que algunos animales excavan en la tierra para cobijarse. En un sentido psicológico puede entenderse asimismo como el lugar o habitáculo que uno se construye con sus propios actos, como la personalidad. Estos, los actos, dan lugar a hábitos. Una vez formados, los hábitos son el lugar de donde brotan con facilidad y hasta con complacencia los actos humanos.

Los actos humanos, pues, dan lugar a hábitos y éstos facilitan la producción de actos humanos. En esto consiste el carácter y, en suma, la personalidad que cada hombre se construye de manera voluntaria y consciente, siendo por tanto responsable de él. El carácter mismo puede ser entendido como un acto humano.

De lo cual se sigue que la personalidad de cada uno es responsabilidad suya. Ese difícil y nunca del todo logrado ajuste entre las tendencias innatas y las adquiridas que identifica a cada sujeto diferenciándolo de los demás es algo que cada hombre va fabricando por sí mismo y del cual debe responder, aunque solamente sea ante sí mismo.

Así entendido, el éthos es propiamente el principal objeto material de la ética. Téngase en cuenta que no es el carácter o la personalidad lo que puede observarse, sino los actos que nacen de él. Habrá que entender que estos últimos son manifestaciones suyas, pese a las excepciones que pueda haber. Es de esperar, por ejemplo, que un hombre valeroso tenga actos de valentía y uno cobarde actos de cobardía, pero alguna vez podría suceder al revés, que no por ello habría de variar el carácter de uno y otro.

Después del carácter, los hábitos, que tampoco son directamente observables o al menos no de inmediato, y los actos, son también objeto material de la ética.

Luego dicho objeto material es el conjunto constituido por carácter, hábitos y actos. Como parece evidente que no son los actos aislados lo que importa a la ética, pues un hombre honrado puede un día cometer un delito, ni tampoco los hábitos aislados, pues éstos pueden perderse por falta de ejercicio, como la musculatura y la agilidad físicas, hay que señalar que lo que importa es que éstos, los actos y los hábitos, obren toda la vida.

Luego el objeto material de la ética es la vida entera y, en consecuencia, un hombre no puede ser llamado bueno o malo y ni siquiera puede pensarlo él de sí mismo hasta no tener ante sí toda la vida. Que tiene que ser así se prueba con solo pensar en alguien que durante toda su vida ha sido un hombre justo y honrado, pero al final comete un crimen horrendo. ¿Quién dirá que es bueno un ser así? ¿O quién dirá que es malo el que ha tenido una conducta depravada, pero al final tiene un acto de heroicidad?

El objeto material de la ética es en realidad lo que cada individuo llega a ser por sí mismo, su ser propio, personal e irrepetible. Este ser es el que él ha querido ser, que incluye, claro está, al que ha podido ser, pues no deben dejarse atrás las circunstancias que, como el temperamento, se le imponen tanto si quiere como si no.

La voluntad de un hombre va tejiendo su vida de principio a fin, hasta que en el último instante, cuando ya ha vencido el plazo que se le ha dado y no hay tiempo de más, su ser ético o personalidad moral quedan fijados definitivamente.

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Tribus y civilizaciones

Con esto queda de manifiesto que durante el tiempo que los hombres viven sin una autoridad común que los atemorice a todos se hallan en la condición llamada de hostilidad; y una hostilidad que es de todos contra todos.
Las tribus ocupan una posición en la evolución cultural. Asimilaron de cazadores más sencillos cedieron el paso a culturas más avanzadas a las que llamamos civilizaciones. Pero la civilización no es un adelanto sobre la sociedad tribal simplemente en razón de su poder dominante. La civilización es un adelanto en organización, una transformación cualitativa del tipo cultural.
En sus términos más amplios el contraste entre la tribu y la civilización es el de la guerra y la paz. Una civilización es una sociedad constituida principalmente para mantener “la ley y el orden”; la complejidad social y la riqueza cultural de las civilizaciones dependen de las garantías institucionales de la paz. Si faltan estos recursos y garantías institucionales, los miembros de la tribu viven en estado de guerra y la guerra limita la escala, la complejidad y la riqueza completa de su cultura, y explica algunas de sus costumbres mas «curiosas».
Evidentemente al decir guerra y paz quiero significar algo distinto de lo que se entiende habitualmente por ellas. En realidad podríamos escribir guerra en el sentido que solía emplear Hobbes y con él significar no precisamente «batalla», sino una inclinación general y un derecho a pelear en caso. necesario,
Porque guerra no significa úinicamerite pelea, o el acto de luchar, sino un periodo de tiempo durante el cual la voluntad de luchar es suficienteniente conocida: y en consecuencia la noción de tiempo debe distinguirse en la naturaleza de la guerra; como en la naturaleza del tiempo meteorológico…. Así la naturaleza de la guerra consiste no en la lucha efectiva, sino en la conocida predisposición a ella durante todo el tiempo en que no hay garantía de lo contrario. Todo el tiempo restante es paz.

En el estado social de guerra, la fuerza es un recurso utilizable, legítimamente por todos los hombres. No es necesario que haya violencia, pero tampoco hay la seguridad de lo contrario. De hecho, la lucha puede no ser apreciada por la tribu: un pueblo hopi es una comunidad tan poco beligerante como pueda encontrarse. En cambio la cotidiana violencia interna de Estados Unidos tiene pocos paralelismos en la historia o la etnografía. Pero políticamente, la ciudadanía norteamericana difiere de la hopi en el hecho de que tiene “un poder común que atemoriza a todos”, un Gobierno que impide que nadie tome la ley en su mano, y así mantiene la paz. Tribus tales como los hopis carecen de autoridad política y moral soberana; en cambio, el derecho de emplear la fuerza y de “librar batalla”, si no la inclinación a ello, es privativo de sus miembros. Técnicamente, ésta es la condición social interna de la guerra. Dicho de otro modo, en el lenguaje de la filosofía antigua Estados Unidos es una civilización, mientras que la tribu es una sociedad primitiva.

Por consiguiente, cualquier cosa es lógica en tiempo de guerra, cuando todos son enemigos de todos; todo es lógico en tiempo en que los hombres viven sin otra seguridad que la de su propia fuerza y la que puede proporcionarles su propia inventiva. En tales condiciones no hay lugar para la industriosidad porque el fruto de ella es incierto; en. consecuencia, no hay agricultura nl navegación, ni utilización de las mercancías que pueden ser importadas por rnar; ni edificios cómodos, ni instrumentos para mover y desplazar objetos que requieren mucha fuerza. ni conocimiento de la faz de la Tierra, ni noción del tiempo; no hay artes ni letras, ni sociedad, y, lo que es peor que todo, hay el temor continuo y el peligro de la muerte violenta. Y la vida del hombre solitaria, mísera, nauseabunda, brutal y breve.
Hemos aprendido mucho sobre los pueblos primitivos desde el siglo XVII. En esta última fecha Hobbes suena a parodia; su observación «nauseabunda. brutal y breve» se convierte ahora en tema favorito de los textos humanísticos. Pero al congratularnos de la expansión de ltobbes en materias sobre las que nosotros estamos mejor informados -gracias a las investigaciones de innúmeras personas a lo largo de tres siglos- tendemos a pasar por alto las cosas que Hobbes conocía mejor que nosotros, arreglándonos así para no aprender nada. El peso del texto que acabamos de citar está en que allí donde la fuerza es patrimonio de cada cual la sociedad se halla organizada de modo inadecuado para servir de base a un meticuloso desenvolvimiento cultural. Ahí tenemos una clave para comprender las limitaciones comparativas de la sociedad tribal y la importancia evolutiva del Estado.
«La guerra de todos contra todos» es también un hecho cierto, a pesar de que nunca se ha producido.5 Los individuos y subgrupos de la sociedad tribal defienden el derecho cierto y la inclinación potencial a garantizarse por la fuerza su seguridad, prosperidad y gloria. En este punto la guerra existe, pero principalmente en forma de circunstancia subyacente. De hecho, los componentes de las tribus viven en grupos y comunidades emparentados en cuyo seno las disensiones son generalmente reprimidas, y se benefician también de las instituciones económicas, rituales y sociales conducentes al buen orden. Hablar de guerra en este caso es poner al descubierto, por el análisis, tendencias generalmente ocultas por poderosas imposiciones del sistema cultural. La anarquía primitiva no es la apariencia de las cosas. Es la inconsciencia del sistema. No obstante, como la conducta exterior de una persona puede no ser comprensible sino como transfiguración de deseos inconscientes, así también la organización objetiva de la sociedad tribal cabe que sea sólo comprensible como transformación represiva de una anarquía subyaccnte. Muchos de los patrones especiales de la cultura tribal adquirieron significación precisamente como mecanismos defensivos, como negaciones de la guerra.
Porque en tina situación de hostilidad, en que cada cual se siente con derecho de proceder contra todos los demás, el establecimiento de la paz no puede ser un acontecimiento intertribal fortuito. Se convierte en un proceso continuo, que avanza dentro de la sociedad misma. En tanto la guerra es implícita, el establecimiento de la paz se convierte en una necesidad explícita…
Y porque la condición del hombre […] es una condición de guerra de todos contra todos; en cuyo caso cada cual está gobernado por su propia rizón; y nada hay de que pueda hacer uso que no pueda constituir una ayuda para el, preservando su vida contra sus enemigos; de lo que sé signe que en tal condición todos los hombres tienen derecho a todas las cosas, incluso al cuerpo del prójimo. Y por consiguiente, mientras perdure esto derecho natural de cada uno a todas las cosas, no puede haber seguridad para nadie (por muy fuerte o inteligente que se sea) de vivir fuera del tiempo que la naturaleza permite ordinariamente a los hombres. Por lo tanto, es un precepto o norma general de razón que cada cual se as/acree en conseguir ¿a. paz mientras tenga esperanza de lograrla; y si nr, puede conseguirla, debe buscar rodos los recursos y ventajas de la guerra. y servirse de ellos. La primera parte de cuya regla contiene la principal y fundamental ley de la naturaleza: buscar la paz y observarla.
En realidad, no cabe la esperanza de sobrevivir a menos que se reglamente la guerra. Por eso tiene por un precepto de la razón que los hombres busquen la paz, y, luego, que el juego de la razón no puede garantizarse fuera del Estado (República o cosa pública). A lo que voy es a que el establecimiento de la paz es la sabiduría de las instituciones tribales. Además, por el hecho de que estas instituciones tribales deben soportar su carga política, a veces son completamente distintas de las instituciones análogas de las civilizaciones. Porque en las civilizaciones la paz no necesita fundarse, digamos, en las relaciones económicas. Aquí la la ley y el orden quedan. asegurados por una organización política especializada, un Gobierno e impuestos sobre la economía. Así, si un hombre carga con «lo que el comercio pueda acarrear», el único fracaso que arriesga es el financiero.
Naturalmente, no son sólo las tribus las que deben controlar la guerra. Los cazadores viven por lo menos tanto como ellas en estado de naturaleza y han vivido en él durante un tiempo mucho mayor. Muchos de los arreglos pacifistas de la cultura tribal son similares a los de los cazadores y recolectores. Sin embargo, el potencial bélico es aumentado, más que otro cualquiera, por el avance hacia el tribalismo. Las técnicas tríbales de producción sustentan tipicamente a más pensonas, a poblaciones a la par más densas y concentradas que la simple caza. El número absoluto de contactos de contactos brownianos, y por ende de conflictos posibles, aumenta. Los recursos únicamente valiosos, estables y escasos, son definidos por las tecnologías tribales: tierras arables, existencia de maderas para la explotación forestal, pastos y agua para el ganado. Hay también mas mercancías en la sociedad -además de las nuevas técnicas de producción, la inmovilidad de la existencia tribal hace más factible cierta acumulación de riqueza- y por ende más objetos susceptibles de ser robados, pillados o propensos a provocar disputas. La guerra descubre nuevas perspectivas entre los miembros de las tribus. La lucha tribal contra la guerra se intensifica proporcionalmente.
Consideremos las relaciones económicas. Por lo general, en las sociedades tribales el intercambio se efectúa con sujeción a ciertas restricciones. Con frecuencia la competencia y el lucro se excluyen, ora para crearse relaciones amistosas, ora siquiera para evitarse las hostiles.
En un grandísimo número de transacciones tribales el beneficio material se minimiza, hasta el punto de que las ventajas principales resultan ser ventajas sociales, traduciéndose la ganancia más en buenas relaciones que en buenas cosas. Pienso en las diversas variedades de «intercambio recíproco de regalos» (así se le llama), que va desde la hospitalidad sin ceremonia hasta los trueques solemnes que consagran un matrimonio o una hermandad de sangre. Estos son intercambios instrumentales, es decir, que crean solidaridad entre personas a través de la instrumentalidad de las~cosas. (Como decimos -aunque en ocasiones relativamente raras- «es el sentimiento lo que cuenta».) En las transacciones instrumentales, dos partes pueden intercambiar mercancías de que una y otra están provistas. A veces -al establecer una hermandad de sangre, dirimir un pleito o concertar un matrimonio- la gente se entrega mutuamente cantidades iguales de bienes idénticos. ¿Dispendio de tiempo y esfuerzo? Como el famoso antropólogo Radeliffe Brown observó acerca de transacciones similares entre los cazadores de las Andamanes: «El propósito [–.] era moral. El objeto del intercambio era originar un sentimiento amistoso entre las dos personas interesadas, y si ello no se conseguía, el propósito resultaba fallido». La finalidad no es el beneficio material, a menos que sea el de la parte contraria, porque cabe hacer sacrificios en interés de la paz. La finalidad es la paz.
E incluso cuando se persiguen beneficios materiales con el intercambio, la debida consideración a la otra persona es, generalmente, política. Una transacción tiene siempre un coeficiente instrumental: es socialmente negativa o positiva, según el grado en que se busque la ventaja material o lo que. se dé en pago de favores recibidos. Un intercambio es, inevitablemente, un acto de estrategia social. En la guerra la alternativa estratégica es ser complaciente o estar preparado para luchar. Por consiguiente la reciprocidad o algo que se le parezca domina en la economía tribal La reciprocidad en el intercambio es diplomacia económica: la reciprocidad del flujo material simboliza la voluntad de tener en cuenta la prosperidad de la parte contraria, la aversión a buscar egoistamente la propia. También aquí Hobbes se anticipa a la etnografía. En tiempo de guerra, adivinó, la reciprocidad es una ley de la naturaleza, consecuente con la ley primera, que manda al hombre buscar la paz:
De igual modo como la justicia depende de un pacto precedente así también la gratitud depende de la gracia anterior, es decir de un don gratuito anterior; y es la cuarta ley de la naturaleza, que puede ser expresada en esta torma: que un hombre que recibe un beneficio de otro por mera gracia y empeño del que la concede no tiene ningún motivo razonable para arrepentirse de su buena voluntad. Porque nadie da si no es con intención de beneficiarse a sí mismo; porque la dádiva es voluntaria y en todos los actos voluntarios el objeto es, para cada cual, su propio bien por lo que si los hombres ven que han de salir frustrados, no habrá comienzo de benevolencia o confianza ni de ayuda mutua, ni de reconciliación de un hombre con otro y, por lo tanto, habrán de seguir en condición de guerra; lo cual es contrario a la primera y fundamental ley de la naturaleza, que manda a los hombres buscar la paz.
Los intercambios se convierten en tratados de paz. Las transaciones ponen de manifiesto la buena voluntad de vivir y dejar vivir. Marcel Mauss, en su famoso Essay on the Gif, después de reconocer las circunstancias hobbesianas, sugirió que bien poco quedaba por ver; la gente tenía que «llegar a un entendimiento».
En estas sociedades primitivas y arcaicas no hay término medio. Existe confianza completa o la desconfianza total. Uno baja los brazos, renuncia a la magia y a todo, desde la hospitalidad casual hasta la propia hija o los bienes personales. Fue en estas condiciones como los hombres, a pesar de sí mismos, aprendieron a renunciar a lo que era suyo y estipularon contratos para dar y devolver. Pero entonces no tenían otra alternativa. Cuando dos grupos de hombres se encuentran pueden alejarse o, en caso de desconfianza o provocación; acudir a las armas, o bien pueden llegar a un entendimiento.
Tampoco los pueblos primitivos desconocen el valor de la paz para su comercio. En ciertas lenguas del Africa oriental comercio o trueque significa también paz. Tal vez fue Bushiman quien expresó mejor esta idea:
Demi dijo: «Lo peor es no dar regalos. Si las personas no simpatizan entre sí, pero una ofrece un regalo y la otra ha de aceptarlo, el acto hace nacer la paz entre ellas. Damos siempre unos a otros. Damos lo que tenemos. Esta es la forma de convivir».
Consideremos ahora las relaciones tribales en general. Como reza el proverbio evolutivo estan dominadas por el parentesco. Es ésta una relación social de cooperación y no violencia (generalmente). Kindred (parentesco) tiene la misma raíz que Kindness (benevolencia), como dijo E. B. Tylor, «cuya derivación común expresa de la forma más afortunada uno de los principios más importantes de la vida social.». Las lenguas de las tribus pueden encerrar correspondencias similares. Entre los nuer del Africa oriental parentesco es la palabra que significa paz. En las islas Fiji, la expresion riko vakaveiwekani, «ser (o vivir como) parientes» se aplica al establecimiento y la condición de «vivir en paz». Una expresión fijiana que significa «ser conocido, conocerse mutuamente» es sinónimo de «estar emparentado». En cambio, «extraño o extranjero» equivale también a «no emparentado» y, tanto para los fijianos como para otros muchos pueblos tribales, tiene una connotación siniestra, cuando no el significado de «enemigo»: alguien a quien te puedes comer. El parentesco es una base fundamental del razonamiento pacífico humano. La amplia extensión de modismos sobre relaciones de consanguinidad y grupos de las sociedades tribales representa otra forma de buscar la paz.
No, quiere esto decir que el parentesco esté en boga en la sociedad tribal precisamente por sus funciones políticas. La cooperación económica que sustenta es igualménte vital y, tal vez, decisiva: tampoco quiere pretender que el parentesco sea el único principio tribal. Las asociaciones militares, religiosas y por edades, no organizadas como grupos de parentesco, se hallan ampliamente distribuidas en Africa, Oceanía y la América aborigen. Cabría observar, sin embargo, que éstas con frecuencia aparecen subordinadas institucionalmente a la idea de parentesco, que el parentesco personal con un miembro de la asociación es una base común de reclutamiento, y que el modismo de solidaridad de grupo es con frecuencia el parentesco: las asociaciones son «fratrías». Esto últitimo constituye un ejemplo de la general propensión de los pueblos tribales a vestir alianzas de conveniencia con ropajes de parentesco. Allí donde la paz es necesaria o deseable, el parentesco se extiende a concertarla.
A nivel interpersonal, el parentesco se halla ampliamente extendido por la tribu. Tal vez el lector esté familiarizado con el «parentesco clasificatorio» característico de la inmensa mavoría de las tribus. En esquemas clasificatorios, ciertas personas emparentadas con otra determinada por línea directa de descendencia forman una misma clase con los parientes colaterales. Asi, en un uso clasificativo corriente, el hermano de mi padre esta emparentado conmigo de igual manera que mi progenitor: los designo a ambos con la misma palabra -traducida «padre» y me comporto más o menos de la misma forma con uno y otro. Dicho de otro modo, los parientes de una misma amplia clase social son clasificados juntos. Mi padre y su hermano pueden ser iguales en atributos sociales críticos: varones de mi linaje de la misma generación ascendiente. La similitud social se incluye en una designación común de parentesco. Ahora bien, lo importante es que, una vez las categorías de parentesco han sido definidas de esta forma amplia, sean ampliamente extensibles. Si mi padre es socialmente equivalente a su hermano, el hijo ¿e éste es, lógicamente, equivalente a mi hermano; de ahí que PaHerHi = Her. Según los mismos principios, el padre de mi padre y su padre son equivalentes, el hijo del hermano del padre de mi padre es «padre», su hijo es «hermano», y así sucesivamente (fig. 2). El. parentesco clasificativo tiene lógica de expansibilidad. Por muy remotas que sean sus genealogías, no es preciso que se pierda la huella del parentesco, ni deben considerarse remotos en cuanto a clase emparentada. Naturalmente, las personas pueden hacer, y las hacen, distinciones entre el esposo de una madre (padré «propio») y otros «padres» y entre parientes «próximos» y «remotos» de una clase dada. Pero la extensibilidad de las clases de parentesco y su manifiesta designación como categorías familiares es una evidente contribución al establecimiento de la paz.
Al nivel de la organización de grupos, más allá del nivel interpersonal, las tribus han efectuado una importantísima contribución al repertorio del parentesco. Los grupos de descendencia tal vez coinciden originariamente con las tribus: no son, desde luego, caracteristicos de los cazadores, pero son corrientes en la alineación tribal. Un grupo descendiente es un cuerpo de personas allegadas unidas por una prosapia común. Los grupos tribales de descendencia varían en extremo; por ejemplo, en la manera de computar la descendencia común, que puede ser sólo por varones (patrilineal), por hembras (matrilineal), o por varones y hembras (cognático). De momento nos interesan los que forman corporaciones, en el sentido de unidades perpetuas del sistema tribal, perpetuamente existentes a pesar de que sus miembros individuales entran y salen por nacimiento y muerte. El grupo tiene un destino y una realidad que trasciende la dimensión mortal de las personas. Es una superpersona, y sus miembros son como uno solo, tan cerrado como para que se los reconozca como «hermanos» y «hermanas» si son de la misma generación, y tal vez les está prohibido casarse e ntre. ellos. Dentro de tales grupos no puede materializarse un estado de guerra de todos contra todos. Obrar por la. Violencia contra un hermano de clan equivale a obrar contra sí mismo, lo cual es contrario incluso a las leyes de la naturaleza, un pecado, penado posiblemente por horribles consecuencias de la cólera ancestral. En algunas tribus, el único proceder seguro está en aquellos lugares donde la unión bajo un jefe puede demostrarse; fuera de esto, con excepción de hacer la guerra, las personas obrarán prudentemente quedándose en casa. Asumiendo así la protección de sus miembros e impidiendo la violencia externa, los grupos de descendencia repelen la esfera de la guerra, siquiera en sector de relación entre los grupos.
Sin embargo, incluso aquí son posibles las combinaciones diplomáticas. Por ulteriores permutaciones del principio de parentesco los propios grupos de descendencia pueden aliarse por este tipo de unión. El matrimonio endógamo produce alianza: en tanto que cada grupo es una entidad cohesiva, los matrimonios entre miembros de grupos diferentes pueden traducirse en otros entre los propios grupos. Los parientes se hacen de igual modo que nacen; se crean mediante matrimonio. Y éstos no son hechos en el cielo,sino de acuerdo con ciertas normas. Una ley contra la unión matrimonial dentro del propio grupo prescribe el matrimonio con otro grupo. Fuera de esto, las reglas pueden especificar la clase de parientes con quienes uno debiera casarse; por ejemplo, alguien emparentado en calidad de «hija de la hermana de la madre». Esta clase de prescripción emparenta sistemáticamente linajes, según veremos. Cada norma semejante origina un patrón determinado de alianza entre grupos de descendencia. Generalmente las combinaciones maritales tienen un interés extremo para las agrupaciones tribales. Porque en la lucha tribal contra la guerra el matrimonio es una estrategia institucional de primera importancia.
Ahora bien, las lecciones que hemos extraído de la economía y el parentesco tribales podrían haberse extraído también de otros sectores culturales. El ritualismo en las tribus (como en otros tipos de cultura) puede hallarse vinculado con la búsqueda de la paz. Confucio dijo: «Las ceremonias son el lazo que mantiene unidas a las multitudes, y si. se suprime el lazo, las multitudes caen en la confusión». Los ritos públicos comunales pasan a ser bastante corrientes a nivel tribal. Estos ritos imponen por lo menos una paz de ceremonial, y por la implicación de común dependencia de poderes sobrenaturales infunden un sentido de colectividad y de dependencia de cada cual con respecto a los demás. Este último efecto puede ser realzado por una división ceremonial del trabajo entre grupos afines, cada uno encargado de una función o práctica ritual especial, de modo que la colaboración se hace necesaria para asegurarse beneficios sobrenaturales. Hay tribus -pensamos en los pueblos volta del Africa occidental y los indios pueblos- en que la misión de hacer la paz descansa en altísimo grado sobre el ritual como si en estas comunidades densamente pobladas y no obstante fragmentadas socialmente las fórmulas seculares ordinarias de buen orden hubieran de resultar inadecuadas.
Pero ya hemos dicho bastante. El sentido es claro y no necesita más repeticiones.
He tratado de demostrar que las civilizaciones difieren de las tribus en virtud de sus instituciones políticas especializadas, sus Gobiernos, que asumen soberanamente el poder y el derecho de proteger al cuerpo social y de mantener la paz dentro del Estado. En las sociedades tribales no se niega al pueblo el control. de la fuerza; están en la situación de guerra de que habló Hobbes, situación fatal si no se refrena. Carentes de instituciones especializadas para el mantenimiento de la ley y el orden, las tribus no tienen otro remedio que movilizar las instituciones generales de que disponen para hacer frente a la amenaza de guerra. Se recurre entonces a la economía, al parentesco, al ritual y demás. En este proceso, al asumir la función política, las instituciones tribales adoptan formas y expresiones particulares, diferentes y curiosas tal vez, pero comprensibles todas como combinaciones diplomáticas para mantener un mínimo de paz. Este es el buen criterio de las instituciones tribales.

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