La guerra primitiva

Al contemplar la producción de culturas a que el hombre se ha entregado desde que existe sorprende el contraste entre la uniformidad de su dotación biológica, constituida, como se ha visto más arriba, por un organismo inadaptado, y la enorme variedad de culturas existentes sobre el planeta, cada una dotada de lenguas, costumbres, organizaciones, etc., diferentes.

El problema filosófico que presenta esta diversidad es el de saber si existe una historia universal que comprenda el transcurso de todas las culturas existentes. Entre los filósofos modernos, Kant percibió que la suma de crueldades y guerras en que parece consistir la historia, el “fluir idiota de las cosas humanas”, debe tener, pese a todo, un sentido. Según él, había que tratar de probar si es posible escribir una historia universal que tenga en cuenta todas las épocas y todas las sociedades de tal manera que se demuestre la existencia de una razón global para todas ellas. Si esto fuera posible, concluía, se probaría que todo ha progresado en busca de la realización de la libertad humana.

Según él, el mecanismo que habría regido la historia desde el principio no habría sido la razón, sino lo opuesto: el egoismo resultante de una característica fundamental del hombre: su sociabilidad asocial. Estaba convencido de que, por ser asocial, el hombre es capaz de generar la guerra de todos contra todos, y de que por ser social no tiene otra opción que vencer su primera inclinación y fundar sociedades civiles que, sin hacerse violencia, puedan dar lugar a la competencia y la vanidad de los hombres, al deseo de mando y de dominio, fuente única de la creatividad humana.

La filosofía de la historia de Hegel es más compleja. Para empezar, asegura que no debe esperarque que la historia sea el lugar donde se realizan las ilusiones humanas. Si se la mira desde ese punto de vista se verá que es el dolor sin cuento, el teatro de los incontables muertos sin memoria, del envilecimiento de los más nobles ideales por culpa de las pasiones humanas. Los relatos de los historiadores son por lo general justificaciones inaceptables, pues equivalen a la demostración de que toda la miseria habida durante milenios ha valido la pena con tal de llegar a la sociedad del presente. Este presente viene así a ser el medio utilizado por su sociedad para reconciliarse con el mal y consolarse por su carácter inevitable.

Es inútil buscar consuelos en la historia. El hombre es ciertamente su protagonista, pero a la manera de un héroe trágico que no puede eludir su destino: realizar el universal. Pero el universal no es la felicidad de los hombres. Ésta sucede de tarde en tarde y siempre como fruto de la casualidad.

Con todo, nadie tiene derecho a sentirse frustrado por este hecho, pues nadie busca realizar grandes fines desinteresados. Todos buscan satisfacer su pasión. Lo universal nace porque alguien ha buscado su pasión particular y, al satisfacerla, ha engendrado algo que le trasciende y es ignorado por él. Lo que los hombres hacen en la historia no se mide por lo que quieren o piensan, sino por lo que ocasionan, lo cual está siempre lejos de lo que quieren y piensan. La ambición de César o Alejandro no explica lo que se realizó a través de ellos. La historia es una tela de araña que se teje por encima de las cabezas de los individuos, aunque utiliza a los individuos para la realización de sus fines. Lo mismo debe decirse de los pueblos. Unos como otros son medios para la realización de lo universal. Lo universal se realiza a través de su contrario, del interés y el sentimiento individual.

Los protagonistas de la historia no son los grandes hombres, las masas o la humanidad, abstracción ésta carente de contenido que nada puede protagonizar, sino esas otras realidades espirituales –los pueblos- que sirven de depositarios de un sistema orgánico de costumbres, derecho, arte, religión y filosofía. Dichas entidades son producidas por la acción inconsciente de generaciones enteras de individuos que obran como si fueran uno solo. Ellas son los verdaderos individuos de la historia, y como a tales los sacrifica también cuando es preciso sin dudarlo un punto, pues son los medios que usa para realizarse.

La parte principal de la teoría hegeliana es que con el hombre moderno la historia llega a su fin, al auténtico universal humano que integra todo los momentos anteriores. El tiempo presente es, pues, la superación definitiva de la diversidad, la comprensión final de la historia de todas las culturas como un camino que ha conducido por fin hasta un estado de cosas que muestra el sentido de la totalidad. Como el sol, la historia ha caminado desde Oriente hacia Occidente y aquí ha llegado a su ser. Desde los antiguos imperios orientales –China, la India, Mesopotamia, Egipto, etc.-, el río de las sociedades ha pasado por el periodo griego, el romano y el medieval, hasta desembocar en el mar del presente. Todo lo sucedido en la tierra y en el cielo ha tenido este fin.

Más adelante estaremos en situación de analizar esta teoría. Mientras tanto se hará un breve recorrido de la historia real de la humanidad, desde el momento en que un antepasado nuestro salió de África y se extendió por el planeta, hasta el día de hoy.

Lo primero que ha de constatarse es que el desarrollo del homo sapiens ha sido extraordinariamente lento y discontinuo, tanto que existen periodos de varios centenares de miles de años en que no hubo nada nuevo. Durante más de un millón de años los hombres no hicieron otra cosa que repetirse, como las golondrinas o las plantas, como la naturaleza entera, que vuelve siempre a lo mismo, que gira sobre sí y parece que sólo se esfuerza por mantenerse en su ser frente a las contingencias del devenir. El camino de las culturas humanas está jalonado solamente por tres o cuatro hitos:

1.- El primero fue la piedra, cuyas variedades apenas destacan sobre un horizonte de más de un millón de años. Fue el Paleolítico, el tiempo de las bandas nómadas de cazadores y recolectores.

2.- Después vino el metal, acompañado de la domesticación de animales y plantas, la aparición de las ciudades, la vida sedentaria, la alfarería, etc. Fue el Neolítico, el tiempo de las tribus sedentarias de agricultores y pastores.

3.- Por último llegaron las ciudades, los estados, la escritura… y, finalmente, la máquina, la electricidad, etc. Es el tiempo de las grandes civilizaciones, el tiempo de la historia.

El Paleolítico comenzó cuando el homo sapiens penetró en el continente euroasiático, donde se convirtió pronto en el mejor cazador que ha existido. Aquí halló grandes manadas de bisontes, renos, mamuts, caballos, etc., que se convirtieron en presas fáciles merced a la utilización del fuego y las armas de piedra, hueso y madera. Durante muchos miles de años pudo mantener un notable equilibrio ecológico, pero al final se habían extinguido casi todas las especies de caza, por causa del crecimiento poblacional, de los cambios climáticos del último periodo glacial, o por ambas a la vez.

La expansión se debió sin duda alguna a dos fuerzas siempre presentes en las sociedades humanas y animales: la producción y la reproducción.

Introducimos 100 paleoindios en Edmonton. Los cazadores capturan un promedio de 13 unidades animales anuales por persona. Una persona de una familia de cuatro lleva a cabo la mayor parte de la matanza, a un ritmo de una unidad animal por semana…

La caza es fácil; el grupo se duplica cada veinte años hasta que las manadas locales se agotan y deben explorarse nuevos territorios. En 120 años, la población de Edmonton llega a 5.409 habitantes. Se concentra en un frente de 59 millas de profundidad, con una densidad de 0,37 personas por milla cuadrada. Detrás del frente, la megafauna está exterminada. En 220 años el frente alcanza el norte de Colorado… En 73 años más, el frente avanza las mil millas restantes (hasta el Golfo de Méjico), alcanza una profundidad de 76 millas y su población llega a un máximo de poco más de 100.000 personas. El frente no avanza más de 20 millas anuales. En 293 años, los cazadores destruyen la megafauna de 93 millones de unidades animales. (P. C. Martin, en Harris, M., Caníbales.., páginas 36–37)

Debe hacerse notar que, pese al argumento del profesor Martin, la población del Paleolítico se mantuvo sin aumentar casi nada durante decenas de miles de años. Un simple cálculo bastará: si la tasa de crecimiento poblacional hubiera sido solamente de un 0,5 % anual, la población se habría duplicado cada 139 años y si este ritmo se hubiera mantenido tan sólo durante los 10.000 últimos años del Paleolítico, los humanos habríamos alcanzado un número superior a los 600.000 trillones (V. Harris, Caníbales…, página 31). La tasa de crecimiento poblacional hubo de ser muy inferior. Seguramente no pasó del 0,001% para todo el Paleolítico Superior. Las causas de ese estancamiento no pueden ser estudiadas ahora.

El salvajismo duró hasta hace unos 10.000 años, cuando nació una nueva organización social, la tribu neolítica, que se extendió y diversificó hasta ocupar todo el globo. La caza y recolección de alimentos silvestres, única economía practicada durante decenas de miles de años, quedó arrinconada en los desiertos y los polos, donde la naciente domesticación de animales y plantas no podía tener éxito. La nueva organización podía organizar más fuerza y producir más recursos en menos espacio. El salvaje prehistórico no tuvo ninguna posibilidad frente a ella, por lo que o bien la adoptó, abandonando en salvajismo, o bien se recluyó en unos pocos lugares, los que los hombres tribales no pudieron colonizar.

El Neolítico fue el día de las sociedades tribales, o día de la barbarie. Pero en la mañana se estaba ya gestando otra forma de cultura, la civilización. Hace 5.500 años existía ya en Oriente Próximo, hace 4.500 en el valle del Indo, hace 3.500 en China y hace 2.500 en América Central y Perú. Fue el ocaso de la tribal, como ésta había sido el ocaso de la salvaje. A su paso se fueron extinguiendo o modificando las formas neolíticas de vida. Mucho antes de 1.492, año que marcó la destrucción definitiva de las tribus neolíticas, éstas ya habían sido seriamente dañadas por la expansión imparable de la civilización. Subsistieron algunos pocos grupos, pero la expansión europea posterior al descubrimiento de América destruyó finalmente las formas tribales. En el presente puede decirse que se han extinguido por completo.

Guerra en el Paleolítico

Las bandas paleolíticas se dedicaron a la caza y la recolección de alimentos silvestres. Por no disponer de animales de carga o máquinas para transportar enseres, no pudieron desear ni poseer más pertenencias que las que podían cargar sobre sus espaldas.

Eran sociedades de no más de 100 individuos, una cifra que variaba seguramente según los recursos disponibles, la abundancia de agua y otros factores, pero en ningún caso igualaban la de un poblado agrícola neolítico. En el interior de cada una de ellas no había diferencias profesionales: no existían hombres de poder, sacerdotes, profesionales del comercio o la industria, abogados, médicos, obreros, etc. Solamente padres, madres, hijos, hermanos y otros parientes. Eran sociedades igualitarias, las únicas que han existido.

Pero no eran pacíficas, como han querido ver los que creen en el buen salvaje. Los primeros europeos que los conocieron después del descubrimiento de América ya coincidían en señalar que eran gentes “sin ley, sin rey, sin Dios”, y los etnólogos que han tenido ocasión de estudiarlas antes de que Occidente las adulterara dan fe de un dinamismo guerrero muy intenso en todas ellas.

La práctica de la guerra durante todo el Paleolítico ha sido la razón esgrimida por algunos antropólogos para explicar la armonía entre la tasa poblacional del homo sapiens y la de las especies animales que cazaba. Pero han tenido que añadir a este motivo el infanticidio femenino, como un efecto suyo, pues en una sociedad guerrera parece seguro que los padres prefieren tener hijos varones antes que mujeres. Como es absurdo creer que todos los pobladores se hubieran puesto de acuerdo en hacerse la guerra y matar a sus hijas para contener el aumento poblacional y hubieran además mantenido vigente dicho acuerdo durante más de 50.000 años, es obligado buscar en otro lado el origen de la guerra.

Unos han dicho que el origen está en la naturaleza asesina del hombre paleolítico, pero es preciso recordar que la agresividad humana adolece de la indefinición característica de la especie y es, por tanto, moldeada por las instituciones sociales.

Otros han creído que las tecnologías de producción están sometidas a un avance más o menos sostenido, pero siempre creciente, de donde se seguiría que, dado que el progreso es constante hacia el futuro, el retroceso tiene que ser igualmente constante conforme uno se remonte hacia el pasado. Luego, concluyen, en la antigüedad más remota, esto es, en el paleolítico, la capacidad productiva tendía a cero. En consecuencia, como los hombres eran muchos y la comida poca, no tenían otra opción que pelear entre sí para llevarse algo a la boca.

Esta solución también es falsa, porque la humanidad sólo ha experimentado dos progresos significativos, el de la Revolución Neolítica de hace 10.000 años y el de la Revolución Industrial del siglo XVIII. Que durante estos 200 últimos años se hayan acumulado los inventos no autoriza a pensar que ha sucedido lo mismo durante los 90.000 años transcurridos desde que nuestra especie pasó de África a Eurasia. Si los progresos habidos se representaran sobre una línea sólo la última décima parte mostraría una primera curva ascendente, que se interrumpe pronto, y otra más en la última quingentésima parte, cuyo final todavía no podemos vislumbrar.

Por otro lado, no es cierto que el hombre del Paleolítico haya practicado una “economía de subsistencia”. Hoy se sabe que satisfacía sus necesidades con esfuerzos poco prolongados y poco duros. Todavía en pleno siglo XX los Bosquimanos ¡Kung del desierto del Kalahari empleaban en la producción de alimentos solamente al 65% de su población y este grupo dedicaba a la producción solamente el 36% de su tiempo, lo que representaba dos días y medio de trabajo por semana, a un promedio de seis horas diarias de trabajo. Su “jornada laboral” constaba de 15 horas semanales (V. Sahlins, Economía…, pp. 22 y ss.) Estos Bosquimanos, cuyas herramientas no eran diferentes de las usadas en el Paleolítico, obtenían con ellas todo lo necesario para vivir en un desierto que, según es comúnmente aceptado, es uno de los ecosistemas más pobres de la Tierra.

Verdadero origen de la guerra salvaje

La guerra del salvaje no procede de su agresividad ni de su economía, sino de la estructura de su sociedad. Lo mismo que el arco en tensión sólo existe para disparar la flecha, la forma de vida salvaje es una organización para la guerra y sólo subsiste en la medida en que está dispuesta a la guerra.

La clave es la independencia económica y política de la sociedad. Cada una de las innumerables bandas de la humanidad paleolítica vive en la abundancia, pues dispone de los recursos necesarios para satisfacer sus escasas necesidades, y tiende a producir ella sola, sin depender de ninguna otra, lo que necesita. Por esto tiende a cerrarse sobre sí misma y a excluir a las demás. Cada sociedad paleolítica rehuye la dependencia y busca la autarquía. La segregación de unas por otras y la producción de diversidad entre ellas es la tendencia permanente de su régimen de vida.

La banda es ante todo una comunidad territorial. Sobre el territorio que recorre el salvaje, tanto si aplica a todo él su actividad de cazador como si no, establece su derecho. Pero su derecho lo es por fuerza contra otros. Decir que algo es mío es lo mismo que decir que no es tuyo. Apropiarse de algo es negarlo a los demás.

¿Dónde ha aprendido el hombre paleolítico que hay diferencias entre hombres? En ningún lugar, pues realmente no existen. Se trata de un asunto de lógica sencilla: nosotros sólo somos una unidad si los otros quedan excluidos. Unir es separar y distinguir. Lo contrario es confundir. Donde únicamente existen confusiones entre individuos, como entre los simios, no es posible que broten unidades políticas, que son superiores a los individuos mismos. Los animales siguen siendo individuos incluso cuando viven en hordas, pero los hombres son siempre partes de un grupo. Son sociales por naturaleza, en tanto que los animales son, como mucho, gregarios por naturaleza. No es la confusión, sino la oposición, lo que forma unidades políticas. Esto es cuanto se quiere decir con que la sociedad salvaje es una sociedad para la guerra.

Si la oposición entre nosotros y ellos desaparece se esfuma la unidad política. El salvaje antiguo, como el civilizado actual, sólo sabe ser y pensarse como único por contraposición a los demás. En la guerra afirma su propia diferencia, lo que hace que la violencia real y efectiva esté siempre en su mano, aunque no haga uso de ella, porque estar en guerra no es batallar, sino sólo estar dispuesto a hacerlo, como amanecer un día nublado no es llover, sino sólo haber posibilidad de lluvia. Si la guerra del primitivo hubiera sido real y efectiva, habría desembocado en un vencedor y un vencido, y, por tanto, en la división de la sociedad en gobernantes y gobernados, lo que habría sido el final de sus bandas autárquicas e igualitarias. Hoy sabemos que no fue esto lo que sucedió, sino que la existencia de sus bandas se prolongó durante el periodo más largo de la historia del homo sapiens.

En conclusión, la organización política de la Edad de Piedra comprende un Nosotros y un Ellos o, un Yo y un Otro o, mejor, un Yo contra un Otro. El primero encubre que el segundo es también un humano y proyecta sobre él características que lo presentan ante sí como distinto y opuesto. Para que la oposición sea decisiva lo expulsa incluso de la humanidad. Los indios Guaraníes se llaman a sí mismos “Ava”, “los hombres”, los Guayakí, “Aché”, “las personas”, los Waika, “Yanomami”, “la gente”, los Esquimales, “Innuit”, “los hombres”; algunos españoles creyeron que los nativos de América no tenían alma y algunos indios hirvieron más de una vez a prisioneros españoles para comprobar si eran dioses u hombres; los griegos y los romanos llamaron “bárbaros” a los que no eran griegos ni romanos, seguramente porque las lenguas extranjeras sonaban a sus oídos como los balbuceos de los niños; el significado de la palabra española “algarabía” es un derivado del árabe y significa “la lengua árabe”; los árabes, por su lado, despreciaron siempre a los cristianos por politeístas, etc. La lista, que es interminable, enseña que los hombres de cada sociedad se piensan a sí mismos como los hombres y a los demás como menos y ocasionalmente como más que hombres.

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Materia, vida y mente

Desde un cierto punto de vista el hombre es materia inerte, idéntico por tanto al agua y al mineral. Por eso está sometido a las mismas leyes que gobiernan a éstos, las leyes que rigen los electrones y las galaxias. Pero es también materia viva, como la de un animal, razón por la que se halla asimismo sometido a los principios de la evolución darwiniana. Por último, es un ser capaz de volver su mirada sobre el universo inerte y sobre el orgánico para entenderlo y explicarlo, una actividad propia de algo que suele recibir el nombre de mente. Materia, vida y mente son, pues, sus tres componentes. La materia, la vida y la mente son, además, las únicas tres entidades que pueden hallarse en la realidad, por lo que se ha solido decir que el hombre es un microcosmos, un compendio de todo lo real.

La materia.– Hace unos 15.000 millones de años hubo una explosión, un estallido de tal naturaleza que no guarda parecido alguno con lo que hacen las bombas que conocemos, que explotan aquí o allá y dejan indemne lo que no está alrededor. Fue una explosión absoluta, pues estalló el universo entero entonces existente, tanto si era finito como si era infinito, disgregándose después a velocidades altísimas. Esa disgregación continúa en el presente y no se sabe con exactitud qué sucederá en el futuro. Tampoco se sabe lo que sucedía antes de la explosión, si es que algo sucedía. Puede que existiera un universo anterior, resultado de explosiones anteriores, pero puede que no. El conocimiento positivo se detiene en este umbral de lo eterno. En la primera centésima de segundo la temperatura alcanzó los cien mil millones de grados. En un medio así, mucho más caliente que el centro de cualquier estrella, no podía haber moléculas, átomos…, porque no podían mantenerse unidos los componentes de la materia. Sólo había partículas elementales: electrones, positrones, neutrinos, algunos protones y neutrones y, sobre todo, fotones. El universo primitivo estaba inundado de luz. Pero la existencia de estas partículas era muy corta. Constantemente brotaban de la energía pura para ser aniquiladas de nuevo. De esta composición obtienen los científicos la densidad de aquella primera forma de existencia del universo: cuatro mil millones de veces la del agua.

Después de la primera décima de segundo, la explosión continuó y la temperatura disminuyó hasta los treinta mil millones de grados. Fue de tres mil millones a los catorce segundos y de mil millones al final del tercer minuto. Entonces los protones y los neutrones pudieron formar núcleos atómicos, como el del hidrógeno pesado, que consta de de un protón y un neutrón, y los núcleos pudieron a su vez unirse en otro más estable, el del helio, que consta de dos protones y dos neutrones. La densidad era en ese momento algo menor que la del agua. Más tarde, cuando habían transcurrido ya varios cientos de miles de años, la temperatura se había enfriado lo suficiente como para que se formaran átomos de hidrógeno y de helio cuando los electrones se unieron a los núcleos. El gas que resultó de ahí empezó a condensarse y formar las galaxias y estrellas del universo acual por el influjo de la gravedad.

Lo que sucederá en el futuro depende de que la densidad cósmica sea menor o mayor que una cierta densidad crítica, que tiene que ver con la fuerza gravitatoria. Si es menor, el universo seguirá expandiéndose eternamente, todas las reacciones termonucleares acabarán, los planetas tal vez sigan girando, disminuyendo su ritmo, pero sin llegar nunca al reposo, los fondos cósmicos de radiación reducirán su temperatura en proporción inversa al tamaño del universo… Será una especie de extinción lenta en el frío eterno. Si, por el contrario, la densidad cósmica es mayor, entonces alguna vez cesará la expansión, volverá la contracción, a un ritmo crecientemente acelerado. La temperatura de los fondos cósmicos disminuirá sólo para aumentar después, también en proporcion inversa al tamaño del universo. Cuando el tamaño de éste haya descendido hasta una centésima parte del actual, el cielo nocturno será tan cálido como el diurno actual. Más tarde, cuando se haya contraído diez veces más, las moléculas de las atmósferas de los planets y las estrellas se empezarán a descomponer. Más tarde aún, cuando la temperatura sea de diez millones de grados, las mismas estrellas y los planetas se disolverán. La temperatura habrá subido hasta diez mil millones de grados. Será el momento en que los núcleos empiecen a disolverse en protones y neutrones…

¿Es posible saber lo que sucederá después del último centésimo de segundo, cuando haya que hablar de temperaturas superiores a los cien millones de millones de millones de grados? La respuesta es que no, que nadie puede tener idea de lo que entonces puede suceder. Podría ser que hubiera una nueva explosión y todo volviera nuevamente a repetirse. Podría ser entonces que la anterior no hubiera sido la primera, y que todo esto obedeciera a un retorno cíclico de expansiones y contracciones sin comienzo ni final. La idea es filosóficamente atractiva, pero hay una seria objeción: en cada nueva fase de expansión disminuye la proporción entre partículas nucleares y fotones, lo que quiere decir que en cada fase comienza con una proporción de fotones mayor que la anterior. Esto impide aceptar que los ciclos sean eternos.

La vida.– Una masa gaseosa, esférica e incandescente rotaba sobre sí misma hace unos cinco mil o diez mil millones de años. Estaba compuesta de átomos libres, siendo los de hidrógeno los más abundantes. Cuando la mayor parte de éstos gravitó hacia el centro de la esfera, se formó el Sol y, alrededor de él, quedó el resto del gas formando un torbellino, en el que más tarde se fueron condensando algunas esferas también incandescentes y giratorias, que se convirtieron en los planetas. Uno de ellos, la Tierra, empezó a solidificarse cuando los átomos más pesados descendieron al centro, donde todavía permanecen en la actualidad, y se quedaron en la superficie los más ligeros, de los que el carbono, el hidrógeno, el oxígeno y el nitrógeno fueron particularmente importantes para el nacimiento de la vida. La temperaturas eran tan altas en aquel entonces que no podían existir moléculas. Estas debieron esperar que el frío cósmico enfriara paulatinamente el planeta. Solamente entonces dejó de haber átomos en estado libre. Los cuatro elementos básicos que existían sobre la superficie de la Tierra –C, H, O, N– se empezaron a combinar, formando agua (H20), metano (CH4), y amoníaco (NH3), pero éstos solamente podían darse en forma gaseosa, debido a las altas temperaturas que todavía reinaban sobre la superficie. Cuando éstas descendieron algo más, algunos gases se licuaron y algunos líquidos se solidificaron, formando una corteza, que, al contraerse por un descenso todavía mayor de la temperatura, dio lugar a las primeras cordilleras. Por encima de todo esto permanecía un gran manto de gas. El agua, que formaba una capa gaseosa de bastantes cientos de kilómetros de altura, se evaporaba en cuanto rozaba la superficie, debido al calor de la corteza, pero cuando ésta se enfrió lo suficiente y pudo retenerla, comenzaron las lluvias, que fueron intensas y duraron varios cientos o miles de años. De las montañas bajaban ríos torrenciales que llenaban las zonas bajas de la roca terrestre. De este modo se formaron los primeros mares. En ellos se acumularon grandes cantidades de metano, amoníaco, sales y minerales que arrastraban las aguas desde las laderas de las montañas y erosionaban las violentas mareas de las orillas, a los que debieron sumarse grandes cantidades de lava fundida que brotaban del interior. A todo lo cual se sumó la acción de dos fuentes energéticas actuando sobre la superficie tórrida del planeta. La primera era el Sol. Su luz difícilmente pudo atravesar al principio las densas capas de nubes que envolvían el planeta, pero los rayos ultravioletas, los rayos X y otras radiaciones procedentes de él sí pudieron atravesarlas y favorecer las reacciones entre el metano, el amoníaco y el agua. La segunda fue la gran cantidad de descargas eléctricas que continuamente hubieron de producir las nubes mismas. Estos rayos, ininterrumpidos durante un largo periodo, pudieron proporcionar también la energía necesaria para facilitar las reacciones entre el metano, el amoníaco y el agua en el interior de los mares. Así se formaron los primeros materiales orgánicos, que se acumularon en los océanos primitivos, y, después de provocar la formación de moléculas más y más complejas, prepararon la formación de las primeras células vivas, lo que sucedió hace unos mil millones de años.

Pero los primeros seres vivos estaban condenados a la extinción, pues la energía que necesitaban para mantenerse era una reserva geoquímica de materia orgánica de imposible renovación. Afortunadamente la aparición de los primeros organismos fotosintéticos, capaces de aprovechar una fuente potencialmente inacabable de energía, la luz del sol, cambió la rueda del destino logrando convertir el dióxido de carbono, desperdicio letal que habían empezado a dejar los seres vivos, en materia orgánica. El proceso lineal, que conducía a la muerte, se hizo circular y la vida pudo renovarse. El terreno estaba por fin preparado. A continuación, las plantas verdes proliferaron rápidamente sobre las sustancias orgánicas en que los primeros organismos fotosintéticos habían convertido el CO2. Éstas depositaron sobre la superficie del planeta la gran masa de carbono orgánico de donde proceden los actuales combustibles. carbón, petróleo y gas natural. Por otro lado, se acumuló oxígeno en estado libre en la atmósfera por la división fotosíntética del agua. Una parte de ese oxígeno originó la capa de ozono que protege la Tierra de las radiaciones ultravioletas procedentes del Sol. A partir de ese momento, la vida pudo emerger de su refugio acuático y extenderse por el resto del planeta. Esto sucedió hace más de seiscientos millones de años. La libre disposición de oxígeno pobló la piel de la Tierra de plantas y animales. Fue el estallido de la evolución: los vegetales y los microorganismos convirtieron las rocas primitivas en tierra y desarrollaron sobre el suelo y en las aguas superficiales un sistema extraordinariamente complejo de cosas vivas interdependientes. Por último, estos procesos regularon la composición del aire, de las aguas y del suelo, y determinaron el tiempo atmosférico.

Parece fuera de toda duda que, en un universo tan desmesuradamente grande como éste, bien podría existir algún otro planeta en que se hubieran producido circunstancia parecidas a las que se acaban de mencionar. Al menos la posibilidad de que tal cosa haya ocurrido es mayor que cero y, por tanto, no es imposible. Pero es también la magnitud del universo la que permite alimentar escasas esperanzas acerca de su descubrimiento, por lo que no tendremos en cuenta aquí esta posibilidad. Por otro lado, la creencia actual en los alienígenas está más cerca de la religión que del conocimiento positivo, porque es expresión de las aspiraciones, miedos e ideales de algunas personas de nuestro planeta más que de la realidad comprobada de los habitantes de cualquier otro perdido en el espacio.

La mente.– Ha llegado hace sólo un millón de años. Su edad es insignificante si se compara con las de la materia inerte y la materia viva. Pero ser la más reciente no le impide ser la más misteriosa. Tiene una forma muy extraña y complicada de relacionarse con las otras dos, de lo cual se ofrecerá una semblanza en el momento oportuno. Véase ahora con algún detenimiento la formación del cuerpo.

Génesis natural del hombre

La teoría darwiniana de la selección natural, completada con aportaciones teóricas posteriores, particularmente las de la genética, es el mecanismo que explica las transformaciones de unas especies en otras o su desaparición. Esta teoría consiste básicamente en lo siguiente:

a) Los seres vivos pertenecen a la misma especie cuando pueden tener descendencia fértil y viable, lo que no impide que haya diferencias entre ellos. Propiamente no hay dos individuos iguales. Dichas diferencias serán más o menos ventajosas para sobrevivir según el medio en que se hallen. Las de color, por ejemplo, pueden ser de una importancia vital. No es indiferente para una mariposa el tener color claro en un paisaje industrial contaminado, pues al destacar sobre un fondo oscurecido por la polución, será fácil presa de los pájaros. No es preciso decir que la mariposa de color oscuro será mas “fuerte” para sobrevivir en el mismo medio debido al motivo contrario, pero que si el medio cambiara y se volviera más claro, debido, por ejemplo, a leyes anticontaminantes, las tornas se cambiarían radicalmente para las mariposas y sus depredadores, pues lo que hasta entonces había sido su fuerza sería ahora su debilidad, y viceversa. Incluso la ley humana puede influir en la selección natural y convertirse en un factor más para la supervivencia de los seres vivos. En realidad, no es posible saber de antemano qué será pertinente para la adaptación de las especies.

b) Aquellos individuos que tengan más probabilidades de sobrevivir tendrán también más probabilidad de llegar a adultos y tener descendencia, a la que podrán transmitir sus cualidades diferenciales. Esto es lo importante, pues el secreto de la supervivencia de una especie está precisamente en su capacidad reproductiva. La fuerza en la lucha por la vida no es más que una expresión metafórica poco afortunada de este hecho. Desde este punto de vista los individuos no cuentan. Su función es dejar progenie y mejor cuanto más numerosa, pues habrá más probabilidades de que algunos al menos queden vivos y transmitan sus características a las generaciones siguientes.

Consecuencias

Lo anterior explica la tendencia de las especies a adaptarse al medio en que se hallan. Ahora bien, dado que ningún medio es definitivamente estable, ninguna especie puede serlo tampoco.

a) Puesto que la selección se ejerce sobre la variabilidad y ésta es potencialmente infinita, los cambios en las especies tienden a ser continuos, muchas veces imperceptibles y algunas bruscos, por las bruscas alteraciones que en ocasiones sufre un medio dado. Esto hace que cuando dos grupos de la misma especie viven en medios geográficos diferentes sus líneas de cambio pueden ser divergentes, hasta el punto de que, llegado un cierto momento, dos individuos pertenecientes a cada uno de los grupos no pueden ya cruzarse y tener descendencia. Habrá entonces dos especies y no una sola. Y las dos procederán del mismo tronco.

b) Cada uno de los periodos de la historia del planeta se caracteriza por la presencia y predominio de unas especies y la extinción de otras. Las especies, por lo tanto, tienen épocas de apogeo seguidas de otras de decadencia y, en el extremo, de extinción total.

Esta es la visión general de nuestro tiempo sobre los seres vivos. Aplicada al caso humano, muestra la emergencia de una de las doscientas especies de primates por causa de una serie de transformaciones que le han sobrevenido desde hace unos catorce millones de años, hasta producir un animal erguido, cuyas extremidades delanteras, liberadas de la locomoción, liberaron a su vez a la boca de las tareas de la nutrición para el uso de la palabra. La secuencia empezó por los pies, continuó por la adquisición de técnicas y ha culminado en el desarrollo del lenguaje y la inteligencia. Las transformaciones más notables del organismo del homo sapiens han sido las siguientes:

a.- Pies y manos.– La posición vertical hizo necesario que el hueso del talón, el calcáneo, retrocediera, y que el dedo pulgar se alineara con los demás para facilitar el apoyo del organismo sobre tres puntos de un mismo plano. El pie del homínido dejó de ser apto para trepar y coger objetos. Las manos, “el instrumentos de los instrumentos”, como las llamó Aristóteles, pudieron asir y transportar las cosas, para lo que dispusieron de un pulgar grande, fuerte y oponible, que permite agarrar con fuerza y con delicadeza. Son órganos fisiológicos para llevar herramientas. Las transformaciones generales del esqueleto, que lo son en orden a la marcha bípeda, no se entienden si no es por la producción de este resultado. Entre otras han hecho que nuestras piernas, más largas que las de cualquier póngido, sean más eficaces para andar, subir, bajar, agacharse, correr, saltar… que las de nuestros parientes primates. Por eso poseen grandes músculos en las pantorrillas y las posaderas.

b.– Pelvis, columna y cuello.– La pelvis ha debido transformarse para soportar el peso del tronco y la cabeza: es muy ancha, sus zonas iliacas, en forma de oreja, son más abiertas, proporciona asidero a los fuertes músculos de las piernas… La columna vertebral, por su lado, describe una doble curva característica: hacia delante en la región lumbar, hacia atrás en la zona de la espalda y nuevamente hacia delante en la región cervical, para enderezarse al entrar en contacto con la base del cráneo. Sin esta curva peculiar, sería prácticamente imposible mantener el equilibrio. El cuello, largo, delgado y vertical, sirve de apoyo a los cóndilos occipitales, situados casi en el centro geométrico de la base del cráneo, por lo que carece de músculos poderosos.

c.– La cabeza.– Por reposar verticalmente sobre la columna vertebral, los músculos que la sostienen no necesitan ser masivos, ni el plano de la nuca, que les da agarre y sujeción, tiene que ser grueso o grande. Así ha podido redondearse la parte posterior del cráneo. A lo mismo ha contribuido la ausencia de crestas internas. El redondeamiento, o aplanamiento anterior, con el retroceso consecuente del sentido del olfato, ha permitido asimismo la posición de los ojos sobre un mismo plano para mirar estereoscópicamente y hacia delante, lo cual está directamente relacionado con la libre disponibilidad de la mano. En suma, el cráneo del hombre es redondo y sus huesos son delgados, lo que ha permitido una mayor cavidad para la masa encefálica.

Si se traza un plano vertical que roce los arcos superciliares la cara apenas sobresale un poco. Es el ortognatismo, que guarda una estrecha relación con el tipo de alimentación, que en el hombre, gracias a la cocina, ha servido para reducir considerablemente la mandíbula inferior. Esta es parabólica y en ella predominan los premolares y los molares, más útiles y proporcionalmente más grandes que los incisivos y los caninos.

Este es el equipamiento corporal del hombre. Su equipamiento espiritual, que incluye cosas como las organizaciones sociales, las realizaciones técnicas y artísticas, los regímenes políticos, las creencias religiosas, morales y estéticas…, todo lo cual no parece tener relación directa con las modificaciones impresas en su esqueleto por la evolución, ha tenido, sin embargo, que servirse de ellas para existir.

Especificidad del hombre

Lo que precede es una representación general y esquemática del universo material y del animado que mantienen las personas del siglo XX. No es preciso decir ya que no es espontánea, como si fuera posible que uno se encontrara con ella de buenas a primeras. Hay espontaneidad cuando un hombre mira a una mujer, cuando alguien observa un escaparate o contempla las nubes. Personas, escaparates y nubes son algo con lo que uno se encuentra por el simple hecho de abrir los ojos. Pero el cuadro que representa el mundo solamente existe después de un arduo trabajo creador del entendimiento, ayudado por los sentidos y la imaginación. Luego lo que en este caso se contempla no es ni el universo ni las transformaciones de animales y plantas, como si fueran cosas que estaban ahí desde siempre esperando ser vistas, sino una compleja red de conceptos que ha tomado su lugar. Pero este es un hecho corriente. Cuando se descubre el primer cráneo de Neandertal en el siglo pasado, en un momento en que los hombres tienen la convicción de que las especies son estables, no es posible ver en él más que una desviación monstruosa de la especie humana, pero en el siglo XX se ve a un hombre del pasado remoto. La interpretación teórica de los hechos se intercala entre el sujeto y su visión, de manera que esta última deja también de ser espontánea. Lo mismo sucede incluso con la pulsión sexual, que a todo el mundo se presenta como algo espontáneo y directo. A poco que se observe la conducta de un animal, por ejemplo de un perro, se advierte la distancia que hay entre él y nosotros: durante su período fértil la hembra exhala un olor que estimula sexualmente al macho y dispara su conducta posterior. En el hombre no existe nada parecido. Y, cuando la pulsión le estimula, todavía tiene que pararse a distinguir con quién puede satisfacerla y con quién no, cómo debe hacerlo, en qué momento… La distinción, la interpretación, la teoría… son tan importantes en él que cabe dudar de que algo se le dé sin su presencia. No puede, pues, extrañar que su visión del mundo y de sí, la red de conceptos que siempre le acompaña, proceda también del artificio. Dicha red, por otro lado, no puede ser obra de un solo individuo, sino de muchas generaciones. Es fruto de una actuación tan escasamente accidental que puede afirmarse que no hay cosa alguna que brote espontánea y directamente de su constitución natural, como se concluye en cuanto se haga una mínima comparación con otros animales.

De los principios de la evolución darwiniana se sigue que los animales están por lo general adaptados a algún entorno concreto, por lo que la observación de las características y disposición de su organismo suele ser suficiente para conocer su modo de vida y el medio que habita. Un animal corpulento, dotado de garras y colmillos, no tiene el mismo tipo de adaptación que otro que es veloz y no tiene órganos de defensa y ataque. Un animal cuyo cuerpo está revestido de una capa de grasa no vivirá seguramente en el mismo lugar que otro que carezca de ella, excepto si es peludo o lanudo. Un ciervo, que carece de armas naturales, tiene que depender, para su supervivencia, de la velocidad y los instintos propios del animal fugitivo. Un felino dependerá de sus habilidades venatorias, y así sucesivamente. Pero esta tendencia propia de la evolución natural, que asigna formas orgánicas especializadas a animales que habitan ambientes concretos, parece haber fallado en el caso del hombre, de manera que, mientras que a cada animal le basta con seguir espontáneamente sus dispositivos naturales para sobrevivir, el hombre, por no disponer de ninguna especialización morfológica, está obligado a hacerlo todo por sí mismo. Su mandíbula no es la de un depredador, ni sus extremidades las de un trepador, sus manos no poseen las garras de un carnívoro ni sus sentidos son los propios de un animal de huida… Por si fuera poco, su periodo de cría es desesperadamente largo. Biológicamente es un ser único por su extraordinaria medianía, por su carencia casi total de especialización. En las condiciones naturales que rigen para casi todos los animales debería haberse extinguido hace mucho tiempo. Su éxito, en consecuencia, no ha podido venirle de su dotación específica, sino, en todo caso, de su falta de ella. Y así ha sido efectivamente, pues, no habiéndole dado la naturaleza un medio específico en el que habitar, ni un físico y unas tendencias apropiadas, como ha hecho con las otras especies, ha tenido él mismo que lograrlo por su propia cuenta. Dicho de otra manera: todo en él ha tenido que depender de lo que él haya podido hacer consigo mismo, usando su mano y su previsión. Por esto, por tener que usar su mano y su previsión para hacer de sí lo que la naturaleza no ha hecho, es un ser bípedo, un animal que no se entiende si no es por la liberación de su mano y por su utilización inteligente.

Esto quiere decir que es un ser activo, porque tiene que tratar con el mundo, transformándolo cuantas veces sea preciso y cambiando asimismo cada estado logrado por él, para alimentarse, abrigarse, reproducirse…, lo que constantemente le fuerza a elegir entre múltiples alternativas posibles. Luego es un ser que ha de tomar postura ante sí mismo y ante las cosas, poner orden en ellas y jerarquizarlas…, antes de ejecutar sus acciones. Desde este punto de vista, sólo él está dotado para la acción. Su especificidad reside ahí, en su disposición a la autodisciplina, la doma y el adiestramiento, pues no puede confiar en otros medios para lograr lo que otros logran por su especialización natural, es decir, para lograr hacer de sí algo que no es, pues ya ha quedado sentado que su caracterización básica, la ausencia de especialización y adaptación a un medio, es negativa. Esto significa también que es alguien volcado hacia el futuro, que es un ser previsor, en tanto que los demás animales viven en el presente.

Todas estas notas no son en el fondo más que consecuencias de una sola: la acción, que queda propuesta por ahora como lo específico del hombre.

 Fuentes

 Aristóteles, Acerca del alma, intr., trad. y notas de T. Calvo Martínez, Gredos, Madrid, 1988.
Commoner, B., El círculo que se cierra,  trad. de J. F. Aleu, Plaza y Janés, Barcelona, 1973.
Gehlen, A., El hombre. Su naturaleza y su lugar en el mundo, 2ª, trad. de Fernando–Carlos Vevia Romero, Ediciones Sígueme, Salamanca, 1987.
Harris, M., Introducción a la antropología general, trad. de J. O. Sánchez–Fernández, Alianza Editorial, Madrid, 1981.
Tylor, E. B., Cultura primitiva. I. Los orígenes de la cultura, trad. de M. Suárez, 387 págs., Ayuso, Madrid, 1977.
Weisz, P. B., Elementos de biología, trad. De M. Fusté, Ediciones Omega, Barcelona, 1972.

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Efectos de la técnica en la sociedad contemporánea

Modernización.- Es el término de más amplio uso para designar los cambios en los asuntos humanos de la presente revolución y con él se entiende el nombre de un proceso, el seguido por las sociedades actuales con el fin de adquirir las características propias del desarrollo tecnológico, político, económico y social. A veces también se usan los términos “europeización” y “occidentalización”, pero su sentido no es el mismo. No podría aplicarse a Inglaterra, a España o a los Estados Unidos con la misma univocidad que el otro. Convengamos, pues, en él, designando no sólo la forma dinámica que ha adquirido el proceso de innovación merced a la explosiva proliferación del conocimiento en nuestra época, sino también a la universalidad de su impacto sobre la vida humana. Es el proceso de adaptación de instituciones históricas a funciones rápidamente cambiantes, proceso que ha adquirido un ritmo sin precedentes en los últimos 150 años. Por último, el desarrollo no ha sido el mismo para todas las sociedades: en unas tuvo lugar como un crecimiento interno, lo que permitió una cierta gradación en los movimientos, pero otras han sufrido esta serie de transformaciones como algo que se les ha venido encima desde el exterior, lo que ha dejado en ellas una importante secuela de violencias y desajustes. Parece que todas acabarán mostrando rasgos semejantes, pero ni siquiera ello es seguro, pues el ritmo de los cambios es desigual por ser diferentes las instituciones tradicionales que han de adaptarse al nuevo régimen.

Tradición y modernidad.- Sólo para los fines prácticos del análisis se pueden considerar como polos en torno a los cuales giran las actividades humanas afectadas por el proceso de modernización los siguientes:

El intelectual.- La composición y control consiguientes del entorno, incluyendo al propio hombre en él, han desempeñado un papel crucial en este drama, ambos fundados en la convicción de que es posible hallar una explicación racional de la naturaleza y la sociedad. Empezó este desarrollo la ciencia de la naturaleza, que pronto provocó una reevaluación de todas las formas de acción y pensamiento, llegando al punto en que cada generación se entrega al derribo de los ídolos de la anterior porque se ha acabado por creer que el cambio es un estado normal del conocimiento. El resultado es lo que Ortega llamó la barbarie de la especialización: en lugar de aspirar a hallar alguna trama de interacciones entre la experimentación empírica, el pensamiento político, el arte, la literatura, las especulaciones sobre el hombre, Dios o la naturaleza y las diversas ciencias de la naturaleza, del hombre y la sociedad, ahora las mentes se han resignado a la eminencia improbable en algún campo del saber. Al final se ha producido una inmensa acumulación de conocimientos en los centros y laboratorios de investigación, en las universidades y librerías (productos todos ellos típicamente europeos, que se han extendido a todo el planeta, razón por la que algunos hablan de europeización u occidentalización). Estos cambios han afectado a:

  • La práctica.- Convertida en tecnología, la ciencia ha revolucionado la manufactura, el transporte, las comunicaciones, la agricultura, la medicina… Es posible ahora prever que ha de llegar, sin tardar mucho, el momento en que se habrá abolido definitivamente la necesidad, porque el volumen de energía per capita crece sin cesar, porque la automatización reduce o elimina el esfuerzo, porque incluso puede pensarse en introducir modificaciones en el clima…
  • Los valores.- Era inevitable que las creencias religiosas y sistemas morales anteriores, basados en una determinada concepción del mundo se enfrentaran tarde o temprano con la ciencia, que socavaba aquellos fundamentos. Propio de los valores es cambiar, pero no  a la velocidad en que lo han hecho en estos últimos tiempos, sometidos a una crítica consciente. Y ha surgido, por encima de los demás, un nuevo valor: el bienestar humano, que se juzga alcanzable por las potencialidades abiertas. El hombre es el centro. Se observa en la literatura, que ha convertido la novela en su producción más atendida.

Finalmente, la adquisición de conocimiento es también una preocupación central de la sociedad: publicaciones científicas (100.000 a finales de siglo, más de 1.000.000 ahora, duplicación de la publicación de libros cada 20 años, aumento del número de personas que la ciencia emplea, extensión de la enseñanza a toda la población…)

El político.- El desarrollo del sistema de comunicaciones y transportes que posibilita la administración a partir de una base unificada de empresas y el deseo de los gobernantes, privados y públicos, de movilizar y racionalizar los recursos con vistas a una mayor eficacia y control, ha conducido a una centralización progresiva de los órganos administrativos del Estado, que antes se limitaba a la defensa de los ataques externos, al mantenimiento de la ley y el orden internos, a la construcción de obras públicas y a la recaudación de impuestos, difícilmente llegaba con su autoridad a todos los súbditos, incluso en casos como el de China y Rusia, porque el poder estaba repartido en una numerosa pléyade de autoridades locales que sólo fueron reducidas después de una larga batalla por los reyes y los emperadores modernos, lo que dio lugar a algunas de las páginas más sangrientas de nuestra historia. Pero el Estado moderno asumió funciones propias de la familia, el terrateniente, la Iglesia y otras varias instituciones, como la enseñanza, los transportes, la sanidad, la seguridad…, funciones que solamente él puede realizar con eficacia. El Estado, por otra parte, no podría existir sin el imperio de una ley sostenida por una burocracia altamente organizada y una vinculación entre los individuos y el poder político.

También la empresa privada se ha burocratizado y centralizado.

El económico.- El análisis del desarrollo económico puede hacerse en los términos de dos conceptos relacionados, el ahorro y la inversión. Una economía tradicional consume lo que produce y deja poco o nada para el ahorro y la inversión, y si su ritmo de crecimiento poblacional es mayor que el de la producción, los ahorros modestos pueden carecer totalmente de interés económico. Pero cuando hace dos o tres siglos se puso en marcha el desarrollo económico en los países industrializados, los ingresos per capita aumentaron rápidamente. La causa directa era la aplicación de la nueva tecnología a la producción.

El crecimiento vino acompañado de la especialización, ésta del aumento del excedente, que permitió a su vez generar mayores ahorros. Todo ello ocasionó el crecimiento del comercio doméstico y exterior en un sistema económico bastante bien articulado. Una comunidad tradicional puede producir todo lo que consume y comprar ocasionalmente algo que necesite en el exterior. Una comunidad moderna puede producir sólo un tipo de producto, que no consume, y comprar todo en el exterior. El resultado general es el aumento del ahorro, que puede tomar la forma de beneficios privados o de impuestos públicos, lo que indudablemente plantea problemas de orden político.

Las mismas entidades (bancos, gobiernos, empresas financieras y particulares) se encargan del ahorro y la inversión. Los fines a que se dedique ésta dependerán de la capacidad de la economía y de los propósitos del inversor, pero en términos generales puede asegurarse que una inversión dedicada sobre todo a los bienes de producción, como el transporte, la producción de materias primas, las fábricas y la maquinaria pesada, provocará un desarrollo económico más rápido, pero será una carga más pesada para la población, mientras que otra que se incline más a los bienes de consumo beneficiará más a la población pero disminuirá la capacidad productiva de la economía. No siempre es fácil elegir. En principio lo segundo no es posible hasta que lo primero esté bien asentado. Algunos políticos se inclinan por exigir esfuerzos a la población en aras de un rápido desarrollo económico, pero otros prefieren aumentar el nivel de vida incluso ya en las primeras fases del desarrollo.

El aspecto económico de la modernidad ha sido tan espectacular que a muchos ha parecido la fuerza central de todo el proceso. Y sin duda ha sido decisivo, pero debe también pensarse en los aspectos intelectuales y políticos… Donde sí ha sido decisivo ha sido en los individuos, porque éstos han visto aumentar su renta hasta 20 veces. La mecanización del trabajo lograda por la evolución científica y tecnológica ha sido la causante de este aumento en los siglos XIX y XX. A su vez, el resultado del aumento de productos per capita y de la especialización, debidas ambas al desarrollo tecnológico, ha destruido las barreras puestas al tráfico y al comercio, dando lugar a los mercados de masas, abastecidos por una producción en masa, con una reducción correspondiente de los costes por unidad y un aumento en el ingreso real por hora de trabajo. Esta expansión ha afectado a todo la producción, ya sea la agricultura, la industria o el comercio, esferas donde la máquina ha acudido con éxito a cumplir con los fines que se esperaban de ella.

Todo lo cual puede ilustrarse por una gama de datos cuantitativos: si los 12 ó 14 países avanzados cuentan con un producto nacional bruto per capita de unos 2.500 dólares, los menos desarrollados, que son más de la mitad de la población mundial, cuentan con menos de 100 dólares. En un país avanzado puede invertirse anualmente una cuarta o una sexta parte del producto nacional bruto, lo cual es asegurarse un crecimiento en las siguientes décadas, pero en una sociedad tradicional sólo puede invertirse menos del 15 por ciento, y en algunas la tasa de crecimiento demográfico es superior a la del crecimiento económico, por lo que, además de no poder invertir nada, van siendo progresivamente más pobres cada año. Las diferencias entre sociedades en lo que se refiere a recursos y técnica, o tecnología, es tal calibre que difícilmente puede pensarse que sean capaces de sostener unas y otras los mismos niveles de desarrollo, por lo que se diría que la brecha entre ellas tiende a aumentar inexorablemente.

El social.- Los cambios sociales han sido también profundos. Sociedades que durante muchas generaciones han sido predominantemente campesinas, con un escaso 10% de su población dedicada a las tareas administrativas, de manufactura y comercio, han cambiado totalmente de signo hasta el punto de que ahora es menos de un 10% el que se dedica a la agricultura. Esto significa una migración gigantesca a las ciudades, el cambio de localidad de la quinta parte de la población por año y el cambio de ocupaciones.

Estos hechos han traído consigo una considerable nivelación en las rentas, la educación y las oportunidades, pero no en las funciones sociales y políticas.

En las funciones sociales y políticas es difícil que tal cosa pueda suceder, pues la sociedad demanda puestos de carácter imaginativo y creador, como el de dirigente de una gran empresa, a la vez que necesita puestos de actividad rutinaria, como el de cajera de un supermercado.

La nivelación en la educación parece más clara: expansión del alfabetismo y la educación secundaria, que en algunos casos se extiende a la totalidad de la población. También se han nivelado las relaciones entre hombres y mujeres. Antes la mayoría de la gente dependía de un trabajo físico pesado, para el que resultaban más aptos por lo general los varones, pero la sustitución de ese trabajo por el mecanizado y por el de oficina o el intelectual redujo esa desigualdad funcional. La educación, por otro lado, ha sido fundamental para la emancipación de las mujeres y su acceso a las clases profesionales y, de paso, su status jurídico y social les ha proporcionado oportunidades y responsabilidades análogas a las de los hombres.

Los medios de comunicación contribuyen a que las personas se mantengan al tanto de los avances en muchos campos y a que haya una integración general grande de la sociedad. Las diferencias de ingresos y condiciones de trabajo entre las ocupaciones se han reducido notablemente. El trabajo mismo desempeña un papel menos significativo conforme las máquinas se van encargando de él. Más de la mitad de la población se ocupa en el sector servicios, en actividades profesionales y en oficinas. El trabajo manual tiende, según parece, a desaparecer. En todo caso, se ha reducido drásticamente.

Han mejorado las condiciones sanitarias. En las sociedades tradicionales el índice de mortalidad está en el 3 ó el 4 %. Con la medicina y la sanidad modernas el de mortalidad se redujo rápidamente, pero el de natalidad continuó estable durante mucho tiempo. En los países avanzados éste se redujo posteriormente, adaptándose a la tasa de mortalidad. En Europa había una población de 188 millones en 1800 y de 462 en 1914. En otros países la tasa de natalidad ha continuado alta, pese a haberse notado fuertemente la incidencia de la medicina moderna. La consecuencia ha sido un crecimiento sin precedentes de la población.

La modernización estimula además una distribución más igualitaria de los ingresos, por los sistemas impositivos, las reglamentaciones de la seguridad social y porque la producción en masa depende del consumo masivo. Con la industrialización tienden a mejorar todos los miembros de una sociedad, pero proporcionalmente son los de ingresos modestos los más favorecidos: la economía de producción en masa se hundiría si no contara con una masa de consumidores capaz de absorber sus productos.

El conjunto de estos cambios recibe el nombre de movilización social cuando el centro de vinculaciones de la mayoría de los individuos pasa de la comunidad a la sociedad y de la esfera local a la nacional. Se produce a partir de la migración física de los campesinos a las ciudades desde su hábitat rural. Interviene el despertar de la conciencia popular, desarrollada por los medios de comunicación, de que existe una esfera de interés que sobrepasa las fronteras locales. Todo lo cual parece reflejar la movilización progresiva de recursos y capacidades de nivel nacional en términos de cultura, de afinidades políticas, de interés económico y de dependencia social, así como el debilitamiento de los vínculos existentes tanto en la esfera local como en la internacional. La significación política de la movilización social es que promueve la constitución de un consenso en escala nacional, fomentando el nacionalismo y la integración económica y social y fortaleciendo, en el proceso, el control de la comunidad nacional sobre todos sus ciudadanos.

El psicológico.- En una sociedad tradicional los hombres suelen aprender las acciones de sus mayores para luego ponerlas ellos en práctica cuando son adultos y transmitirlas después a sus hijos. La vida es estática y todo parece ya estar hecho para siempre. No es así exactamente en la realidad, pero así se lo representan los hombres en sus mitos, sus creencias religiosas y sus explicaciones objetivas. La estática es una tendencia del sistema. En una sociedad moderna, por el contrario, se rompen los vínculos y las normas que siguieron los padres ya no sirven para los hijos. Si los campesinos se trasladan en masa a las ciudades, si los artesanos se convierten en técnicos, si los privilegiados tienen ahora que competir por una multitud de nuevos empleos…, es casi inevitable que las gentes se emancipen del gigantesco poder de la tradición que en la comunidad anterior tiende a ahogar todo iniciativa y todo individualismo.

Angustia.- Podría parecer que todo es bueno, pero no es así. Junto a grandes bienes, la modernización ha traído consigo grandes calamidades. No debe extrañar que haya provocado y siga provocando estados de angustia en muchos corazones, como tampoco que esto sirve de medio para amedrentarlos y conseguir sus intereses muchos demagogos.

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El libre arbitrio

En ningún caso la elección libre puede significar, en una filosofía materialista, elección acausal, es decir elección sin causas que nos determinen más hacia un lado que hacia otro. A las alternativas elegibles, no sólo al sujeto que elige, hay que asignar, por tanto, algún papel causal. Si no hubiese mayor determinación hacia un lado que hacia otro, que es la situación del asno de Buridán (un asno, o un perro. que tiene exactamente la misma hambre y la misma sed, y hay que suponer también que sólo se mueve por los estímulos de hambre y sed, es decir, que no está influido por alguna rutina o norma que le inclinase, por ejemplo, a «comenzar por el agua»; en todo caso, si esta rutina estuviese actuando, habría que adscribirla al agua, en cuanto «envuelta» por esa norma o rutina; el asno, o el perro no podrá, en consecuencia, decidirse o elegir entre el cubo de cebada y el cubo de agua puestos a su alcance, muriendo por tanto de hambre y de sed), no habría elección. Ni siquiera cuando lo que «elijo» son medios equifinales, es decir, medios distintos que conducen al mismo fin deseado. Pero entonces -se dirá- ¿por qué llamar «elección» a una decisión que suponemos ha de estar causalmente determinada? Respuesta: porque la determinación se forma, al menos parcialmente, por el mismo influjo del camino no elegido. Sólo cuando me encuentro ante una encrucijada (A v B v C) si elijo libremente B, no es porque no haya ningún tipo de causalidad de B al elegirlo, sino porque en esta causalidad hay que incluir el influjo negativo de A y C como alternativas virtuales que tendría que escoger si no tuviese capacidad o poder de escoger B y resistir o evitar A y C. La elección de B me libera de A y C. Tengo 1ibertad negativa respecto de A y C, cuando puedo determinarme por B. Libertad es aquí y, en general, poder, potencia, capacidad, facultad. En unos casos será capacidad física para resistir un agresor; otras veces será capacidad psicológica para resistir las presiones u ofertas de terceros («fuerza de carácter»), y a veces será capacidad económica o adquisitiva de medios de consumo o de producción. En la mayor parte de las ocasiones, cuando los ciudadanos de un país piden libertad lo que piden es libertad negativa respecto de trabas u obstáculos legales o políticos, y simultáneamente, como reverso de un anverso, suponen estar (o poder estar) en disposición económica para adquirir bienes en su propio país o en países extranjeros. La palabra «libertad» que pronunciaban los miles de ciudadanos de la antigua Alemania-Este cuando en 1990 atravesaban el muro de Berlín, podría haberse sustituido por la palabra Volkswagen. «La libertad es el Volkswagen» es un lema que podría sonar, a quienes en aquellos días escuchaban la Novena Sinfonía convertida en himno europeo, como un lema excesivamente grosero y reduccionista. Esto sería debido a que no se advertían los significados ideológicos, y aun metafísicos, encarnados en aquella época y lugar, en el Volkvwagen.

(Bueno, G., El sentido de la vida. Seis lecturas de filosofía moral, págs. 248-249.

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Los actos voluntarios

Siendo, pues, objeto de la voluntad el fin, de la deliberación y la elección los medios para el fin, las acciones relativas a éstos serán conformes con la elección y voluntarias. Y a ellos se refiere también el ejercicio de las virtudes. Por tanto, está en nuestro poder la virtud, y asimismo también el vicio. En efecto, siempre que está en nuestro poder el hacer, lo está también el no hacer, y siempre que está en nuestro poder el no, lo está el sí; de modo que si está en nuestro poder el obrar cuando es bueno, estará también en nuestro poder el no obrar cuando es malo, y si está en nuestro poder el no obrar cuando es bueno, también estará en nuestro poder el obrar cuando es malo. Y si está en nuestro poder hacer lo bueno y lo malo, e igualmente el no hacerlo, y en esto consistía el ser buenos o malos, estará en nuestro poder el ser virtuosos o viciosos. Decir que nadie es malvado queriendo ni venturoso sin querer parece a medias falso y verdadero: en efecto, nadie es venturoso sin querer, pero la perversidad es algo voluntario. En otro caso debería discutirse lo que ahora acabamos de decir y afirmarse que el hombre no es principio ni generador de sus acciones como de su hijos. Pero si esto es evidente y no nos es posible referirnos a otros principios que los que están en nosotros mismos, las acciones cuyos principios están en nosotros dependerán también de nosotros y serán voluntarias. De esto parecen dar testimonio tanto cada uno en particular como los propios legisladores: efectivamente, imponen castigos y represalias a todos los que han cometido malas acciones sin haber sido llevados por la fuerza o por una ignorancia de la que ellos mismos no son responsables, y en cambio honran a los que hacen el bien, para estimular a éstos e impedir obrar a los otros. Y sin duda nadie nos estimula a hacer lo que no depende de nosotros ni es voluntario, porque de nada sirve que se nos persuada a no sentir calor, frío, o hambre, o cualquier cosa semejante: no por eso dejaremos de sufrirlos. Incluso castigan la misma ignorancia si el delincuente parece responsable de ella; así a los embriagados se les impone doble castigo; efectivamente. el origen estaba en ellos mismos: eran muy dueños de no embriagarse, y la embriaguez fue la causa de su ignorancia. Castigan también a los que desconocen algo de las leyes que deben saberse y no es difícil; y lo mismo en las demás cosas, siempre que la ignorancia parece tener por causa la negligencia, porque estaba en los delincuentes el no adolecer de ignorancia, ya que eran muy dueños de poner atención. Pero acaso alguno es de tal indole que no presta atención. Pero los hombres mismos han sido causantes de su modo de ser por la dejadez con que han vivido, y lo mismo de ser injustos o licenciosos, los primeros obrando mal, los segundos pasando el tiempo en beber y en cosas semejantes, pues son las respectivas conductas las que hacen a los hombres de tal o cual índole. Esto es evidente en los que se entrenan para cualquier certamen o actividad: se ejercitan todo el tiempo. Desconocer que el practicar unas cosas u otras es lo que produce los hábitos es, pues, propio de un perfecto insensato. Además es absurdo que el injusto no quiera ser injusto, o el que vive licenciosamente, licencioso. Si alguien comete a sabiendas acciones a consecuencia de las cuales se hará injusto, será injusto voluntariamente; pero no por quererlo dejará de ser injusto y se volverá justo; como tampoco, el enfermo, sano. Si se diera ese caso, es que estaría enfermo voluntariamente, por vivir sin templanza y desobedecer a los médicos; entonces sí le seria posible no estar enfermo; una vez que se ha abandonado, ya no, como tampoco el que ha arrojado una piedra puede ya recobrarla; sin embargo, estaba en su mano lanzarla, porque el principio estaba en él. Así también el injusto y el licencioso podían en un principio no llegar a serlo, y por eso lo son voluntariamente; pero una vez que han llegado a serlo, ya no está en su mano no serlo.

Y no son sólo los vicios del alma los que son voluntarios, sino en algunas personas también los del cuerpo, y por eso las censurarnos. Nadie censura, en efecto, a los que son feos por naturaleza, pero sí a los que lo son por falta de ejercicio y abandono. Y lo mismo ocurre con la debilidad y los defectos físicos: nadie reprendería al que es ciego de nacimiento, o a consecuencia de una enfermedad o un golpe, más bien lo compadecería; pero al que lo es por embriaguez o por otro exceso, todos lo censurarían. Así, pues, de los vicios del cuerpo se censuran los que dependen de nosotros; los que no dependen de nosotros, no. Si esto es así, también en las demás cosas los vicios censurados dependerán de nosotros. Por tanto, si se dice que todos aspiran a lo que les parece bueno, pero no está en su mano ese parecer, sino que según la índole de cada uno así le parece el fin, si cada uno es en cierto modo causante de su propio carácter, también será en cierto modo causante de su parecer; de no ser así, nadie es causante del mal que él mismo hace, sino que lo hace por ignorancia del fin, pensando que por esos medios conseguirá lo mejor, pero la aspiración al fin no es de propia elección, sino que es menester, por decirlo así, nacer con vista para juzgar rectamente y elegir el bien verdadero, y está bien dotado aquél a quien la naturaleza ha provisto generosamente de ello, porque es lo más grande y hermoso y algo que no se puede adquirir ni aprender de otro, sino que tal como se recibió al nacer, así se conservará y el estar bien y espléndidamente dotado en este sentido constituiría la índole perfecta y verdaderamente buena.

Si esto es verdad, ¿en qué sentido será más voluntaria la virtud que el vicio? A ambos por igual, el bueno y el malo, se les muestra y propone el fin por naturaleza o de cualquier otro modo y, refiriendo a él todo lo demás, obran del modo que sea. Tanto, pues, si el fin no aparece por naturaleza a cada uno de tal o cual manera, sino que en parte depende de él, como si el fin es natural, pero la virtud voluntaria porque el hombre bueno hace el resto voluntariamente, no será menos voluntario el vicio, porque estará igualmente en poder del malo la parte que él pone en las acciones, si no en el fin. Por tanto, si, como se ha dicho, las virtudes son voluntarias, (en efecto, somos en cierto modo concausa de nuestros hábitos y por ser como somos nos proponemos un fin determinado), también los vicios serán voluntarios, pues lo mismo ocurre con ellos.

(Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1113 b – 1115 a.)

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Rasgos generales de la sociedad moderna

Continuidad y discontinuidad.- Un cometido principal de la filosofía, por más que ella no siempre lo haya percibido, ha sido el de meditar sobre los materiales que cada momento histórico le ha proporcionado. Presa de su tiempo, pero deseosa a la vez de romper las cadenas con que éste la sujeta, la filosofía no cesa de tantear los barrotes de la celda. Sus temas, pues, ni son eternos ni gozan de una independencia y autonomía tan grandes como pudiera parecer. Poseen esas cualidades sólo en cuanto le son otorgadas por el hombre, que es un ser social. Un pensador que en este momento esté considerando la estructura última del universo material y no sepa decidir si ésta es atómica o de cualquier otra índole, quizá parezca estar volviendo sobre las mismas perplejidades a que se enfrentaron otros filósofos hace varios miles de años, lo que parecería indicar que está pensando sobre lo mismo; pero sabemos que no es exactamente así, porque, aun no habiendo llegado seguramente a soluciones definitivas y estando todavía ante dificultades parecidas a las de los filósofos de la Antigüedad, la reflexión de un científico del siglo XX no se situa en el mismo punto que la de un filósofo del siglo V a. d. J. Entre los dos se interpone una larga serie de acontecimientos decisivos que han trastornado profundamente los datos del problema. Es cierto que la reflexión de uno presupone la del otro. También es cierto que la continua y que la distancia entre ambos no es tan larga como demasiado a menudo, por el impulso del etnocentrismo historicista, se cree. Pero no es menos cierto, ha de repetirse, que los hechos que se intercalan entre ellos han sido determinantes.

Hechos nuevos.- El cambio de rumbo de la filosofía con el advenimiento del Cristianismo, el repliegue sobre el sujeto de la Modernidad y el desarrollo de las ciencias de la naturaleza son los más destacables de esos hechos. Pero lo que aquí interesa no es la manera en que han afectado a la cuestión de los componentes últimos del universo físico, sino cómo se han ido entrelazando, esos acontecimientos y otros que habremos de tener en cuenta, para conformar el tipo de estructura peculiar que define a nuestra cultura. Con todo, puesto que tal empeño sería extremadamente ambicioso para las posibilidades de esta introducción, habrá que contentarse con mostrar, expurgando de aquí y de allá las nociones que vienen al caso, unos rasgos de la forma de vida que, inaugurada con los primeros siglos de la Modernidad, es ahora la nuestra.

El capitalismo

Efectos generales.- Es el primero de ellos, el poder más fuerte de Occidente, el que de un modo más palpable ha trastornado la historia de la humanidad. Por su acción han sido nivelados todos los pueblos bajo la misma ley del beneficio y el rendimiento, ha sido explorado el planeta en su totalidad, han desaparecido las diferencias en las técnicas de producción, los artículos de consumo y los modos de vida, se han formado sistemas mundiales de dominación política, han vuelto a surgir migraciones de millones de hombres que parecían exclusivas de la prehistoria y, en fin, las formas de organización política suscitadas por él operan ya a escala mundial[1]. Ha constituido en verdad un ordenamiento de la historia que no admite parangón con nada de lo que haya podido ocurrir en cualquiera de las etapas anteriores y estas consecuencias que se acaban de mencionar son solamente las más obvias, las que de un modo más contundente se imponen a la observación, pero no son las únicas, pues hay otras más recientes, como la polarización de los pueblos y la amenaza que este modo de producción hace pesar sobre el equilibrio ecológico, que, junto con las anteriores, representan el desarrollo de unas potencialidades que la historia no hace más que elucidar. Como el aprendiz de brujo, el hombre moderno ha puesto en libertad fuerzas inmensas que ahora se extienden sin control.

Definición negativa.- Pero estas fuerzas son sólo efectos. Las causas están en otro lado y es necesario sacarlas a la luz para identificar con precisión este fenómeno. La reflexión ingenua suele admitir sin crítica que el capitalismo es en primer lugar explotación de la mano de obra y que todo lo demás brota de esta raíz con naturalidad, sin pararse a pensar que, como advierte Max Weber, han existido sociedades más explotadoras que la Europa capitalista. El esclavo no tenía en Roma derechos legales que exigir a cambio de su trabajo, ni poseía casa, vestido, familia…, y ni siquiera podía decir que fueran suyas su vida y su capacidad de trabajar. Se trataba de una explotación desnuda y pura que no es la que caracteriza alcapitalismo moderno. No cabe duda de que éste también explota, y, en algunas ocasiones, como durante casi todo el siglo XIX, con una brutalidad capaz de hace palidecer al romano más abusón, pero no es ésa su finalidad ni su esencia, de lo cual es una muestra la elevación del nivel de vida de las masas en nuestro siglo. En realidad el capitalismo no tiene como meta la desgracia ni la felicidad de las gentes, y por eso puede producir ambas con la misma indiferencia y probabilidad. Tampoco se le puede identificar con la ambición, que puede darse por igual en los soldados, los piratas, los médicos, las prostitutas, los marqueses y los miembros del Parlamenteo, sin que ninguna de estas actividades valga como definición suya. El afán de lucro y la ambición de poder han podido estar presentes en todos los tiempos y han podido afectar a todos los hombres en mayor o menor medida, pero sólo en algunas épocas y en determinadas circunstancias se ha producido lo que llamamos capitalismo.

Aportación de Hobbes.- La primera nota que debe presentar necesariamente un acto económico para poder ser denominado capitalista puede extraerse de las reflexiones de Hobbes[2] sobre la naturaleza humana anterior al estado de sociedad. Cuando los hombres viven sin normas y leyes, están en guerra de todos contra todos, aunque nunca se llegue a desatar la batalla efectiva y generalizada. Entonces cada hombre tiene el poder de utilizar toda la violencia de que es capaz contra cualquier otro hombre que obstaculice el camino marcado por su ambición. Y si tiene ese poder y no hay leyes que le impidan hacer uso de él, ¿quién le negará el derecho de usarlo como le convenga? Es una ley fundamental de la naturaleza humana que quien no tiene esperanzas fundadas de obtener la paz se defienda por todos los medios a su alcance. Luego cuando se carece de un poder común que atemorice a todos, no hay ley y, por tanto, no hay nociones de bien y mal, de justicia e injusticia, y las únicas virtudes que pueden invocarse son la violencia y el fraude. La justicia y la injusticia no son cosas que afecten al cuerpo o a la mente del hombre en soledad y, en consecuencia, solamente pueden estar presentes en el estado de sociedad. En el estado natural, por el contrario, no puede negarse a los hombres la posibilidad de valerse de la fuerza y la inteligencia propias, pues no es posible que abriguen esperanzas acerca del futuro. Así, siendo inseguro el resultado de todo cuanto hagan, no habrían de existir en tal estado las artes de la civilización: el comercio, la agricultura, la navegación, el cómputo del tiempo, la construcción, las artes, las letras…, ni, en fin, la sociedad misma.

Cálculo y paz legal.- Este sombrío paisaje fue pintado por Hobbes imaginando una situación que nunca ha existido, que en todo caso es anterior o, mejor, exterior, a toda vida social, pero el modelo que tuvo ante sus ojos no era otro que el juego de pulsiones contrarias que la economía capitalista estaba sacando a la luz. El cometido del Estado no es sofocar los impulsos, sino canalizarlos, para así darles un ímpetu más duradero y eficaz, pues se agotarían por sí mismos con rapidez en la vida natural, donde no hay otra alternativa que aprovechar las ventajas inmediatas que otorgue el momento. La industria humana en general necesita superar ese estado de guerra. En ello consiste la civilización, que niega la violencia haciéndola ilegal, aunque ello no contribuya a borrarla del todo. El capitalismo, una de las formas de la industria humana, es un tipo de producción económica que exige la paz legal, porque reposa sobre la esperanza de obtener beneficios por medio del intercambio de productos. Con esto se transforma, no desaparece, la competencia entre los hombres. El propio capitalismo es capaz de provocar conflictos armados siempre que el libre juego del mercado permita calcular la posibilidad de obtener ganancias. Se objetará tal vez que también la piratería, la guerra de pillaje y el robo de bancos hacen cómputos por anticipado sobre lo que se puede ganar, pero esas actividades usan la violencia, que es ilegal, mientras que el capitalismo, incluso cuando especula con la guerra, se atiene a leyes dictadas expresamente para su actividad.

Definición general.- Estas dos características han existido en muchas partes del mundo antes de que se dieran en nuestra sociedad. El capitalismo propiamente dicho es una actividad racional basada en el cálculo monetario. Este cálculo consiste en una estimación en dinero del valor de los bienes empleados al principio del proceso económico y de los que se espera obtener al final. La cantidad final esperada debe ser superior a la inicialmente invertida, pues en caso contrario el capitalista se inhibe. Y, como es lógico, en una situación ideal esa diferencia debería aumentar incesantemente con la vida de la empresa. La contabilidad puede que se realice por medios rudimentarios o de la forma más avanzada. En ambos casos es lo mismo, pues de lo que se trata es de que el balance final supere al capital invertido. [a]

Definición del capitalismo europeo.- El tipo de capitalismo anteriormente mencionado ha estado presente en muchas otras partes del mundo. El cálculo basado en la diferencia entre el dinero conseguido y el dinero aportado ha existido en China, la India, Babilonia, Egipto, Grecia e incluso la Edad Media. Pero hay un rasgo que es exclusivo del capitalismo europeo: “La organización racional-capitalista del trabajo formalmente libre”[3], que no ha sido en lo fundamental sino un desarrollo de la necesidad de calcular que acompaña a todo capitalismo. Como ha dejado escrito Marx, el trabajo es una interacción entre el hombre y la naturaleza por la que el primero, al poner en movimiento sus músculos y su cabeza, fuerzas que pertenecen a su cuerpo, activa las potencias naturales para humanizarlas y apropiarse de ellas, de paso que regula y controla su propio metabolismo con la naturaleza[4]. Este uso primitivo de la actividad humana es el trabajo desnudo de toda consideración social, tal como se presenta en sí a la consideración del filósofo. Pero no es el trabajo real que los hombres ejecutan. En Occidente se ha logrado aislar su valor de cambio, de manera que, como sucede con cualquier otra mercancía, puede acudir al mercado y someterse a las leyes que rigen en él. Antes ha sido necesario transformar a su propietario en un hombre formalmente libre a quien la ley no puede obligar a vender su actividad, por más que la realidad no le deje otra alternativa que hacerlo. Por esta vía se han eliminado las eventualidades debidas al azar. El trabajador ha sido declarado dueño de su persona, de su tiempo y de su familia, y el capitalista, al percibir en él solamente el valor monetario de su trabajo, puede poner en funcionamiento una actividad económica más sujeta a control.

El Estado.

Funcionarios públicos.- Como consecuencia de las dos notas que venimos comentando, a la vez que como rasgo distintivo que las acompaña, el Estado moderno, organización política nacida al tiempo que el capitalismo, se caracteriza por la peculiar trabazón con que liga al funcionario público especializado, otra creación de la Modernidad, con el Derecho. No es necesario extendernos ahora en los procedimientos de que hace uso esta institución, que tiene a su cargo ordenar racionalmente la vida de los hombres por medio de la fuerza y la prudencia, para superar el derecho a la violencia de que la naturaleza les ha dotado, ni en la manera en que canaliza los impulsos humanos. Baste señalar[5], que toda la existencia de los hombres de Occidente discurre por los estrechos cauces de una compleja red de funcionarios, de cuya actividad y control dependen los actos más importantes de la vida social, y que, a su vez, la conducta de éstos se rige por normas y leyes positivas emanadas de un derecho racional.

El pensamiento

La ciencia.- Pasemos a considerar un aspecto fundamental de nuestra civilización: el del pensamiento, entendiendo por tal todas las formas mentales, ya sean científicas o ideológicas, que produce la sociedad moderna. Respecto a las ciencias, baste señalar que el empuje que han experimentado en Occidente las hace desconocidas en cualquier otra parte del mundo, de modo que, aunque, en la India, China, Babilonia, Egipto e incluso la Edad Media, habían aparecido ya conocimientos profundos y observaciones de carácter empírico muy desarrolladas, y aunque la astronomía, el álgebra y la ciencia natural no son exclusivas del mundo moderno europeo, ha sido Europa la única región del mundo que ha sabido relacionar los distintos ingredientes de la ciencia hasta darle el aspecto que hoy presenta. A partir del Renacimiento, gracias a la sabia recuperación del material conceptual de los griegos y a la manera en que los hombres de genio del siglo XVII supieron plantearse nuevamente los antiguos problemas, la ciencia empírica y sus aplicaciones técnicas experimentaron un desarrollo tan acelerado que pronto contribuyeron de manera decisiva a la transformación de la forma de vida de los europeos, en particular porque las investigaciones naturales exactas, de base matemática y experimental, hicieron posible la racionalidad de la economía política capitalista. Bien cierto es que el principal impulsor del cambio fue la economía, pero ésta no habría presentado la faz que hoy tiene si las posibilidades técnicas de hacer cálculos exactos, que es esencial para ella, no hubieran sido ofrecidas por la ciencia, aunque también ha de decirse que la ciencia y la técnica difícilmente se habrían originado y desarrollado si el capitalista no hubiera puesto en ellas sus ojos por el provecho que prometían.

Pero la historia de la racionalidad científica y técnica ofrece todos los pormenores de esta evolución, por lo que, tras haber hecho esta obligada mención de su importancia, nos detendremos en lo que, en términos generales y a falta de mejor denominación, suele entenderse bajo el término de ideología, que es el campo más confuso de todos y donde más difícilmente se puede llegar a acuerdos claros entre los estudiosos, pues a él pertenecen vastos aspectos de nuestra vida diaria, tales como la religión, el pensamiento ético y político, las convenciones de sentido común…, de todo lo cual no es posible dar más que los lineamientos esenciales, la trama que da textura a todo este tejido mental.

Igualdad, libertad e individualismo

Igualdad.- El igualitarismo es uno de los valores más importantes, si no el más, de nuestra moderna civilización. Pero este valor no existe solo. Una sociedad que se define como igualitaria se distingue a sí misma de otras cuyo ideal de vida, o cuya realidad diaria, está basada sobre el ideal de la jerarquía. La mayor parte de las sociedades pertenece a este tipo. La nuestra, por el contrario, es probablemente la única cuyo ideal supremo es la igualdad. Pero aquí se habla de ideales tan sólo. No debería ser necesario recordar que la igualdad no es ni ha sido nunca un hecho en nuestra vida occidental. Por todas partes existen desigualdades reales, tan marcadas o más que en otras culturas: padre-hijo, profesor-alumno, hombre-mujer, gobernante-gobernado, empresario-asalariado, rico-pobre… Frente a ellas los terrenos en que hay igualdad real son más bien una excepción.

Aristocracia.- Comprender la ideología igualitaria exige comparar nuestra actual sociedad democrática con otras que por oposición se llaman aristocráticas. En la sociedad aristocrática jerarquizada del antiguo régimen lo que a un particular le es dado percibir de sí mismo es que forma parte de una cadena cuyo primer eslabón empieza en el campesino y, ascendiendo, acaba en el rey. Comprende así que hay unos hombres por encima de él, de los que puede solicitar protección a cambio de prestaciones, y otros por debajo, de los que puede solicitar prestaciones a cambio de protección. Las familias suelen permanecer en el mismo estado, de modo que lo que haya de ser de un hombre, su status, oficio, obligaciones.. le viene dado en herencia de sus mayores. Un individuo cualquiera tiene que sentir que sus descendientes prolongarán lo que él ha sido, como él prolonga lo que han sido sus antecesores. Es inevitable que las generaciones se crean unidas, aunque no existan ya los abuelos o no existan todavía los nietos. Como también es inevitable que haya una moral de grupo, en virtud de la cual la responsabilidad por las acciones de una persona puede perfectamente recaer sobre otra distinta. Unos hombres se sienten solidarios de otros y la mayor desgracia que les puede sobrevenir es quedarse aislado, sin hijos, sin esposo… De hecho, sobre los individuos recluidos y solitarios solían recaer en el Medievo acusaciones de brujería, sospechas de malas acciones…, y no fueron pocas las hogueras en que ardieron estos marginados. La solidaridad trasciende el ámbito familiar, pues las instituciones aristocráticas impiden que las diferentes clases sociales se confundan, obligando a que cada cual permanezca en el seno del grupo en que ha nacido. El efecto de esto es que los hombres se sienten vinculados entre sí en el interior de su clase, con unos lazos que, si les privan de libertad, les dan en cambio seguridad. Sabiéndose, pues, incluidos dentro de la propia familia y rango, por encima y por debajo de otros, con las obligaciones y derechos antes mencionados, los hombres de los tiempos aristocráticos no podían apenas pensar en sí mismos como seres separados de sus iguales, autónomos e independientes. Lo cual no excluía la noción de semejanza o igualdad entre hombres, sino que hacía que ésta se concibiera de forma confusa. Ningún grupo social concibe al resto de los hombres como animales, expulsándolos de la humanidad, pero hay sociedades que no se cuestionan la pertenencia de todos los seres humanos a la misma especie. La aristocrática es una de ellas.

Sociedad igualitaria.- Una sociedad que hace de la igualdad su norma e ideal de vida borra las distinciones entre clases y convierte a todos los hombres en seres pertenecientes al mismo nivel. Si antes había unos grupos sobre otros, ahora se mezclan y confunden. Mientras que las familias antiguas perduraban en el tiempo, las actuales envejecen en poco tiempo, se hunden en la nada y constantemente están brotando otras nuevas. El lazo que antes unía a las generaciones a través del tiempo se ha roto. Los hombres no heredan a sus abuelos ni dejan herencia a sus nietos. La misma noción de tiempo social ha variado. Pero tampoco con respecto a los contemporáneos hay apenas nada que recuerde los antiguos compromisos. Todos los hombres son iguales, se hallan incluidos en el mismo nivel, no se deben nada unos a otros, no les cabe exigir o esperar nada de nadie, por lo que quedan libres todos entre sí, lo que dificulta o hace imposibles los lazos de solidaridad. Llegan a creer de buen grado que su destino depende de ellos, de su trabajo y esfuerzo personales, de su carácter. Así es como la igualdad hace a los hombres libres y la libertad los aisla en su subjetividad. El sistema democrático “rompe la cadena y separa todos los eslabones”[6]; “vuelve (al hombre) continuamente hacia él únicamente y amenaza con encerrarle al fin por completo en la soledad de su propia intimidad”[7].

La igualdad, la libertad y el individualismo son, a tenor de lo dicho, las ideas que mejor definen los valores que nuestra sociedad quiere poenr en práctica. Tal vez la igualdad sea el fundamento de los otros, pero en todo caso son inseparables. Concebir al hombre como individuo es concebirlo como entidad en la que se concentra la humanidad, al revés de lo que sucede en sociedades en que el concepto de humanidad se aplica al conjunto y no a los elementos. En ellas los límites de la humanidad son los límites del grupo y fuera de éste no se es hombre. Entre nosotros es el grupo lo que no tiene entidad propia. Es visto solamente como algo secundario, como el resultado de la suma de los individuos. Lo primario son los particualres. Puesto que a cada uno de ellos, cerrado dentro de sí, se aplica el concepto de hombre, todos son iguales. En realidad es la concepción del individuo la que acarrea las otras de igualdad y libertad.

Hechos y valores.- Pero los hechos no avalan estos valores. Es costumbre creer en ellos, pero la dependencia es mayor que en otras épocas y otras sociedades. Basta pensar por un instante en el enorme entramado de relaciones que engendra nuestro sistema económico. Ni una sola acción económica se ejecuta en solitario, por más solitario que esté quien la ejecute. Cualquiera de ellas, ya sea la del panadero, el joyero, el hombre de empresa, el transportista, el agricultor… necesita que existan otras muchas, puestas en acción por personas cuya existencia ignora absolutamente. En este registro no hay independencia ni aislamiento individual, por más que la propiedad privada produzca la ilusión contraria. Tampoco existe igualdad y, lo que es peor, resulta difícil pensar cómo podría darse en la realidad. Las doctrinas de los filósofos han oscilando entre Aristóteles y Rousseau. El primero veía tan inalcanzable la igualdad que justificó la desigualdad en la naturaleza: “Es, pues, manifiesto que unos son libres y otros esclavos por naturaleza, y que para éstos últimos la esclavitud es a la vez conveniente y justa”[8]. Rousseau, por su parte, hallaba la causa en la sociedad: “El hombre ha nacido libre y por todas partes se encuentra encadenado”, “si hay, pues, esclavos por naturaleza es porque ha habido esclavos contra naturaleza. La fuerza ha hecho los primeros esclavos; su cobardía los ha perpetuado”[9], pero a veces parece opinar que la igualdad es un ideal político introducido para compensar la inevitable desigualdad económica

Individualismo económico.

Economía y política.- Tras el contraste entre unas sociedades que dicen realizar la igualdad y otras que se atienen a la jerarquía, hay otro: el de unas que se conciben como un todo y otras que distribuyen esta noción entre los particulares[b]. El origen inmediato de esta disociación es económico. Mientras que en las tradicionales la posesión de riqueza material inmueble viene a coincidir con el poder político, en las democráticas la riqueza de los bienes muebles es más importante que cualquier otra y se desliga de cualquier poder político. La sociedad feudal da más relevancia a la posesión de la tierra que a la de cualesquiera otros objetos; pero los derechos sobre la tierra no son fines, sino medios, para la organización política de los hombres, cuyos derechos y deberes sociales dependen de su papel en la explotación de la tierra. Los contemporáneos, por el contrario, desdeñan la posesión de bienes inmuebles, que se han vuelto inútiles para la organización política, y convierten en superior la riqueza de bienes muebles, que pasa a convertirse en un fin en sí misma: el ideal es poseer para poseer más todavía. Es el capitalismo, que niega el disfrute de los bienes materiales y su utilización para fines interpersonales. Por causa de esto se conciben la política y la economía como si fueran distintas. La ideologia liberal que acompaña al capitalismo predica que los individuos pueden disponer libremente de su propia riqueza sin que el poder político interfiera en su actividad. En esto consiste básicamente la conquista de la independencia frente al poder político, en la capacidad personal para disponer que uno socialmente es, de la propiedad económica. Estas convicciones desvían a los hombres de preocupaciones sobre lo general y los encamina hacia las preocupaciones sobre sí mismos. Hegel sentía alarma al ver el contraste entre la participación espontánea en la actividad política por parte del ciudadano griego y el aislamiento en que se ve sumido el cristiano por haber conquistado la subjetividad interior y la libertad económica. Rousseau decía que el creyente cristiano es un mal ciudadano y proponía la creación de una nueva religión civil. Y, antes que ellos, Maquiavelo, al que no interesaba la libertad económica, sino la política, afirmaba que los hombres de hoy aman la libertad menos que los de antaño.

La religión y la idea de ser personal

La idea de persona.- Los tres autores están en lo cierto. Sin el Cristianismo no habría tenido lugar una transmutación de valores tan profunda como la que se ha operado en el mundo occidental. Así ha sucedido con uno de los conceptos básicos que estamos analizando, el de persona, que no se encuentra en la Grecia presocrática y en Roma fue sólo el equivalente de personaje jurídico, sujeto de derechos, y ello cuando con los levantamientos de la plebe se adquirió el derecho de ciudadanía para todos. Fue sobre todo la moral voluntarista y de tipo personal de los estoicos la que aportó la idea de que el individuo consiste en ser algo íntimo, no transmisible e irrepetible, a lo que añadieron las notas de consciencia, independencia, libertad y responsabilidad. Faltaba la fundamentación metafísica, que fue añadida por el Cristianismo. Éste se halló enfrentado desde el principio a tres problemas teológicos de difícil solución. El misterio de la Trinidad, en primer lugar, obligaba a los creyentes a aceptar la existencia de una unidad divina en tres personas diferentes. En segundo lugar estaba el de la naturaleza de Jesucristo si es Dios y hombre, ¿no serán en el fondo dos seres distintos? En tercer lugar, los hombres, compuestos de cuerpos y alma, ¿consisten esencialmente en lo primero o en lo segundo? La solución de los tres provino de la idea de persona, que se definió como unidad sustancial indivisible y racional. Los tres seres que componen la Trinidad pueden entonces entenderse como el mismo Dios, pero sin confundirse, pues se trata de individuos autónomos y diferentes. Los otros dos problemas se solucionaban también asignando a Cristo, como a los humanos una sola unidad irrepetible e independiente.

Pero las cosas no pararon ahí. Algunos filósofos empezaron a concebir el yo humano como algo fundamentalmente racional, capaz de pensar. Muchos cristianos se inclinaron por entenderlo como alma espiritual para así justificar su retirada del mundo. Otros empezaron a pensar si el yo es por sí mismo una sustancia o más bien descansa en una sustancia, lo mismo que el color del mar no es una cosa que exista sin el mar. No faltaron quienes se inclinaron por esta segunda alternativa, como Spinoza. También hubo quien se preguntó si lo que el hombre realmente es consiste en el yo sustancial o hay algo más, pues resulta posible pensar que antes de nacer, mientras vivimos y después de morir, vamos siendo entidades distintas. Si hubiéramos de juzgar sólo por lo quevemosy oimos, esta solución sería quizá la más aceptable. Es lo que dice Hume: que después de penetrar en sí mismo no encuentra más que sentimientos fugaces. Otrosproblemas queentraña este extraño concepto son el de si el yo es ciertamente indivisible y uno o divisible y muchos, si es libre para decidir sus acciones o si, por el contrario, está predestinado en todo cuanto hace.

La religión y el espíritu capitalista

Pero la religión ha ejercido también una notable influencia sobre el actual modo de producción económica. El carácter moral capitalista no surgió de la nada, sino que fue una de las variantes de la religión cristiana, el calvinismo, la que proporcionó sus elementos más importantes. Las líneas que siguen son una explicación de tal carácter moral, tal como lo explica Mas Weber[10] en Weber, M., La ética protestante y el espíritu del capitalismo.

El burgués, el hombre nuevo del nuevo sistema de producción, no es alguien que, entregado a la sensualidad y al ocio, busca su propio placer. Tampoco es el hombre sin escrúpulos, dominado por el ansia de poseer y dominar a través de sus posesiones a los demás. Esta imagen ha sido fomentada muy recientemente. El empresario capitalista ideal de los siglos XVI y XVII desprecia la ostentación, aborrece los signos visibles de poder, es modesto y austero y se dedica en cuerpo y alma a cumplir rígidamente los deberes de su profesión. En la mayoríade los casos se siente justificado por la idea de que su trabajo es imprescindible para racionalizar el abastecimiento de bienes materiales y se cree, en consecuencia, cumpliendo una función social ineludible. La dedicación abnegada al trabajo profesional es una de las características de la civilización capitalista que, como antes he dicho, procede directamente del calvinismo.

No es que los fundadores de esta creencia religiosa tuvieran el propósito de crear una moral económica. No suelen suceder así las cosas en la historia. Se trata más bien de un fenómeno no buscado, que tiene su origen remoto en el hecho de que el Cristianismo ha potenciado siempre, de modo más o menos consciente según épocas y lugares, el dogma de que la redención humana va unida a la seguridad de que no es la acción de los hombres, sino un poder objetivo extraño a ellos, su causante. Esta es una idea que se ha hecho sentir en los espíritus de más ardiente y activa religiosidad. En Calvino fue un dogma fundamental. Su doctrina convierte a Dios en un ser sumamente trascendente, de una manera más extremada que cualquier otra tendencia de la religión cristiana; los designios de Dios están tomados desde la eternidad y la acción de los hombres no puede modificarlos en nada. [c]. Pero esto no es exclusivamente religioso, al menos en su origen. Fue el pensamiento científico heleno el que le prestó apoyo conceptual. Una de sus notas dominantes fue también su gradual alejamiento de este mundo. Unas veces desde el punto de vista científico-natural, aludiendo a entidades no sensibles para explicar este mundo sensible, y otras desde una perspectiva moral, como cuando Sócrates o las escuelas del helenismo predicaron el abandono del mundo, el pensamiento griego trazó una nítida división entre lo sensible y lo inteligible, división que sirvió después a la teología cristiana para organizar sus creencias. La filosofía griega fue fiel al ideal metafísico de reducir la diversidad a unidad para entenderla, en lo que la ciencia moderna, que viene a ser una demostración “empírica” de que el trasmundo metafísico es el verdaderamente real, siguió sus pasos. ¿Cómo entender si no que el espacio, entidad intangible por principio, y casi impensable de tan abstracta como es, se convierta en el upnto de partida de la nueva física, hasta el punto de que sólo cuando se le tematizó con una relativa claridad pudo ésta nacer?

El calvinismo expresó de un modo original la anulación del mundo sensible que ya tenía tras de sí una larga historia. Vio a Dios infinitamente lejos de este mundo, que por sí no vale nada. El cristiano había dejado ya de ser un ciudadano de este mundo en los tiempos del Imperio Romano y con Calvino se lleva al extremo esta tendencia: alejado de Dios, cuya voluntad no puede granjearse ni siquiera con la plegaria, alejado de las criaturas de Dios, que carecen de valor, el calvinista se retira a lo más profundo de su interioridad para pensar en su salvación. Pero no puede hacer nada por alcanzarla. Cree en la predestinación; por eso sabe que está salvado o condenado desde la eternidad. Puede hacer lo que quiera, que no logrará cambiar su destino. Sus acciones no sirven para dar gloria a Dios ni para comprar su felicidad después de la muerte. Únicamente puede aspirar a saber si pertenece al grupo de los condenados o al de los elegidos para la felicidad eterna. Ahí sí valen sus acciones.

Las religiones de tipo práctico, como la judía y la cristiana, pueden mostrar una tendencia mística, que es la búsqueda de la unión directa con Dios escapando de la acción sobre el mundo, o la ascética, que busca la perfección mediante la actuación sobre el mundo. El calvinismo es una tendencia ascética, pues tiene en cuenta la acción del hombre. Pero no, como el católico, para el que la salvación es algo que se le debe en estricta justicia a cambio de sus buenas acciones: si el balance final del libro de cuentas que se abrirá el Día del Juicio arroja saldo positivo, es decir si los actos moralmente malos quedan por debajo de los buenos, entonces habrá merecido el cielo. Por si fuera poco, puede anular los mals mediante la confesión. El calvinista, por el contrario, no acepta los consuelos del sacramento de la penitencia, pues no cree en él. Tampoco que se puedan ir acumulando acciones meritorias aisladas con las que adquirir la salvación de su alma. Solamente tiene la angustia de una alternativa: ¿salvado o condenado? ¿Para qué vale la acción en estas circunstancias? No desde luego para comprar con ella premios eternos. Tiene otra utilidad. Si es un instrumento de Dios, creado por Él para su propia gloria, entonces se hallará en estado de gracia y estará salvado. Sabrá que es así si su buena conducta así lo revela, lo cual exige un continuo autocontrol, una perpetua domesticación de los propios impulsos para ser un instrumento adecuado en manos del Señor. Carece de todo interés no solamente la preocupación por conseguir el cielo, sino el preguntarse por el mismo sentido de la vida, que no sirve para nada, pues el que alguien decida hacer una cosa en lugar de otra no acrecienta sus posibilidades de salvación ni aumenta la gloria de Dios, único fin de todo lo creado.

Este tipo de moral produce por fuerza hombres cuya tarea más urgente es la de eliminar el goce despreocupado de la vida y racionalizarla sistemáticamente. Alejados del mundo, al que menosprecian, estos hombres comprenden que es la acción en medio de él lo único que puede darles señales ciertas de su felicidad o de su condenación, por lo que no descansan en la riqueza[d], no aceptan el ocio, la dilapidación del tiempo, la contemplación inactiva y perezosa robada al trabajo profesional, renuncian al placer sexual como una forma sensual de placer, predican siempre en favor del trabajo duro y continuado. Saben queDios ha asignado a cada cual una profesión quedeben conocer y desarrollar, lo que lleva consigo unas consecuencias decisivas en punto a la organización social, porque el cumplimiento estricto de las obligaciones profesionales conduce a un equilibrio relativamente estable dentro de la sociedad. “El goce desenfrenado de la vida, tan alejado del trabajo profesional como de la piedad, era el enemigo del ascetismo racional, ya se manifestase aquél como deporte “señorial” o como lafrecuente asistencia al baile y la taberna por parte del hombre vulgar”[11]. Esta moral puritana, que dio origen al espíritu capitalista luchaba contra la deslealtad y la sed meramente instintiva de riquezas, estrangulaba el consumo con su austeridad y veía en la acumulación de ganancias la mano de Dios y la promesa del cielo. Como no se podía gastar para disfrutar, estas conductas se tradujeron en obligación de ahorrar, lo que conducía a su vez a la formación cada vez mayor de capital, que, al no poder ser consumido inútilmente, debía ser invertido de nuevo para producir más. Por último, cuando se aplicaban al trabajador, ensalzando el trabajo fiel, que actua sin pensar en la ganancia, movido tan sólo por afanes religiosos de glorificación de la divinidad mediante el cumplimiento de los deberes profesionales, estas consignas tenían la virtud de legalizar moralmente la explotación. Con esta moral se puso en funcionamiento la máquina económica que denominamos capitalismo.

En resumen, la acción de la religión sobre el sistema económico consistió en extraer de la vida monástica normas para la acción mundana, en convertir a los ascetas de los monasterios en ascetas dentro del mundo. Fue una de las formas en que el ascetismo pretendió transformar el mundo y realizar en él unos ideales religiosos. El resultado fue que la riqueza mercantil adquirió una potencia como nunca hasta entonces había poseido. En realidad fue una transposición de lo que había sucedido con las órdenes monásticas medievales. El régimen de vida en que vivían sus frailes, su austeridad, su organización comunista de la producción, su dedicación al trabajo, su condena del consumo, su renuncia a la familia…, contribuían a la creación de una riqueza que a la larga acababa siempre por volverse contra losprincipios de pobreza y austeridad que habían regido lacreación de la orden, lo que daba lugar al surgimiento continuo de renovadores que pretendían indefectiblemente volver a los orígenes. Posteriormente, la máquina económica, que en su nacimiento pareció requerir de una justificación moral, funcionó sin necesidad de ella ni de otros apoyos ultraterrenos, volviéndose incluso contra las ideas morales que la habían apoyado y destruyéndolas casi en su totalidad. Hoy resulta verdaderamente difícil sostener que existe alguna justificación moral seria para el capitalismo. En ello estamos.


[1] Chesneaux, J., ¿Hacemos tabla rasa del pasado? A propósito de la historia y de los historiadores, trad. de A. G. del Camino, 210 págs. Siglo XXI, México, 1977, págs. 122-125.

[2] Hobbes, Th., Leviatán o la invención moderna de la razón, ed. preparada por C. Moya y A. Escohotado, trad. de A. Escohotado, introd. de C. Moya, 2ª ed., Editora Nacional, Madrid, 1980, capítulos XIII y XIV.

[3] Weber, M., La ética protestante y el espíritu del capitalismo, trad. de L. L. Lacambra, 4ª ed., 262 págs., Península,Barcelona, 1977, pág. 12.

[4] Marx, K., El Capital. Crítica de la economía política. Libro I, 1, El proceso de producción del capital (vol. 23 de Marx-Engels, werke, Berlín, Dietz-Verlag, 1962), trad. de M. Sacristán, Ediciones Grijalbo, Barcelona, 1976, Sec. 3ª, cap. V, pág. 193.

[5] V. Weber, M., La ética protestante y el espíritu del capitalismo, trad. de L. L. Lacambra, 4ª ed., 262 págs., Península,Barcelona, 1977, págs. 7, 8.

[6] Tocqueville, A. de, citado en Dumont, L., Homo Hierarchicus. Ensayo sobre el sistema de castastrad. de R. P. Delgado, Aguilar, Madrid, 1970. (Homo Hierarchicus, Gallimard, 1967), pág. 2.

[7] Dumont, L., Homo Hierarchicus. Ensayo sobre el sistema de castas,trad. de R. P. Delgado, Aguilar, Madrid, 1970. (Homo Hierarchicus, Gallimard, 1967), pág. 2.

[8] Aristóteles, Política, ed. bilingüe y trad. de J. Marías y M. Araujo, I.E.P., Madrid, 1970, I, V, pág. 9.

[9] Rousseau, J. J., Contrato Social, trad. de F. de los Ríos, Espasa-Calpe, Madrid, 1934, 200 págs. I, II, pág. 15.

[10] Weber, M., La ética protestante y el espíritu del capitalismo, trad. de L. L. Lacambra, 4ª ed., 262 págs., Península,Barcelona, 1977.

[11] Weber, M., La ética protestante y el espíritu del capitalismo, trad. de L. L. Lacambra, 4ª ed., 262 págs., Península,Barcelona, 1977, pág. 235.

[a]EFR: Hacemos obligadamente lo que creemos hacer espontáneamente. Así nos vamos convenciendo de que lo que tenemos es lo que realmente deseamos.

[b]EFR: ¿Idea repetida?

[c]EFR: Calvino representa con toda seguridad el punto culminante del desencantamiento y aborrecimiento del mundo, que empezó con las profecías del Antiguo Testamento y continuó en el Nuevo y en las predicaciones de la Patrística.

[d]EFR: Gran contraste con la alegre mundanidad de Maquiavelo (pág. 13)

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Seres vivos

El uso común del lenguaje establece que un cuerpo tiene vida cuando puede poner en marcha actividades propias de un ser animado tales como alimentarse, crecer o reproducirse, y que la ha perdido y se ha convertido en un cadáver cuando ya no es capaz de ellas, pero no quiere decir que la vida se pierde a la manera en que se descuida un objeto valioso que luego se puede volver a encontrar, porque eso querría decir que la vida emigra a otra parte y si fuera así no se entiende qué es lo que entonces estaría vivo, sino a la manera en que una esfera de cristal deja de tener forma de esfera cuando se rompe y ya no es posible que la vuelva a recuperar. La vida no existe si no es en un cuerpo, pero no es el cuerpo, pues hay cuerpos con vida y cuerpos sin ella. Si existiera fuera de él no se sabe qué es lo que viviria, pero si no se distinguiera de él no podría morir. Luego la vida es cosa del cuerpo sin ser el cuerpo mismo, es para él algo parecido a lo que es la esfera para el cristal, que tampoco puede existir sin él, pues de otro modo habría una esfera sin nada que fuera esférico, pero esto sería perfectamente ininteligible.

Estas elementales distinciones, presentes por otro lado en el sentido común, se oponen frontalmente a quienes creen que la vida es incorpórea, separada de toda materia, como si se tratara de un ser estable y hasta inmortal, que entra y sale de los cuerpos a capricho, y que éstos, reducidos a recipientes ocasionales, no pasan de ser habitáculos vacíos por sí mismos, inútiles entidades inertes, más cercanas a los minerales que a las plantas. Cuantas más diferencias se pretendan introducir entre la vida y el cuerpo más inanimado y muerto habrá que concebir a éste. No otro fue el camino elegido por el antiguo reencarnacionismo de la religión órfica y de su contrapartida filosófica, el pitagorismo y el platonismo, que cultivaron la fantástica idea de que el alma habita sucesivamente en cuerpos distintos, abandonándolos y volviéndolos a ocupar en una rueda que sólo la purificación puede detener, lo cual dio pie a que Empédocles, cuyo acmé debió caer hacia el 444 a. d. C., dijera con una naturalidad que todavía produce asombro que él podía recordar varias vidas anteriores:

Yo fui en otro tiempo muchacho y muchacha, arbusto, ave y mudo pez marino (Kirk, G. S. y Raven, J. E., 494)

La creencia, según cuenta Heródoto, procede de la religión egipcia:

Los egipcios son además los primeros en sostener la doctrina de que el alma del hombre es inmortal y que, cuando el cuerpo perece, se introduce en otro animal que esté naciendo entonces; después de recorrer todos los animales de tierra firme, los de mar y los volátiles, se introduce de nuevo en el cuerpo de un hombre en nacimiento y su ciclo se completa en un periodo de tres mil años. Hay griegos que adoptaron esta doctrina, unos antes y otros más tarde, como si fuera de su propia invención; aunque conozco sus nombres, no los escribo. (Kirk, G. S. y Raven, J. E., 313–314)

Aun a riesgo de desbaratar la belleza de las palabras de Empédocles, que habría vivido el fuego cuando fue muchacho o muchacha, la tierra cuando arbusto, el aire cuando ave y el agua cuando pez, es decir, la realidad toda tras haber pasado por sus cuatro elementos, debería entenderse que él no fue propiamente ninguno de esos seres, sino que estuvo sucesivamente en cada uno de ellos, como quien se aloja en una posada tras otra durante su viaje.

El lector ya debe estar sospechando que, pese a haber tenido un amplio seguimiento en las tradiciones religiosa y filosófica occidentales, estas doctrinas presentan un serio inconveniente, toda vez que cuando insisten en que hay en el hombre cosas corporales y cosas incorpóreas no pueden dar una explicación convincente del tipo de relación que hay entre ellas, y menos aún cuando, tras haberse instaurado la línea filosófica de Descartes, el dualismo radical de su sistema, se establece que el alma es personal e inextensa, porque entonces, concibiendo a ésta como un jinete sobre su caballo, que no otra cosa sería el cuerpo, al que debe gobernar y dirigir, se entiende menos aún que pueda hacerlo, debido a que ya no es posible concebir contacto alguno entre lo que no ocupa lugar y lo que sí. El jinete tiene al menos una ventaja sobre el alma, y es que puede conducir al caballo con las riendas, las espuelas o las rodillas, pero ¿con qué guiará el alma inextensa al cuerpo extenso? Las metáforas que presentan a aquélla como un principio vital autónomo y al cuerpo como un envase dispuesto para recibirlo carecen de contenido real. La mayoría de las personas que dice aceptarlas no se paran a pensar en ellas detenidamente. Sin hacerse jamás cuestión de ello, viven convencidas de que la realidad está dividida en dos sectores, uno de los cuales es el de la libertad y los altos valores morales y el otro el de la causalidad mecánica. Suponen que debe existir alguna relación entre ambos, pero no saben responder cuando se les pregunta cuál es y así se hallan convencidos de algo que en realida ignoran. Y si alguna vez deciden pensar despacio en estas cosas es solamente para negar uno de los cuernos del dilema y quedarse con el otro, para rechazar una de las partes en que han dividido lo real y entregarse en cuerpo y alma a la otra, pues o bien aceptan que todo es materia y desprecian el espíritu como algo engañoso o bien, por el contrario, que la materia es indigna y sólo vale el espíritu, lo cual no es dar razón de una ni de otro.

Más coherente hay en la posición de quien sostiene que la vida es algo que no existe sin el cuerpo ni se reduce exactamente a él, y que, no siendo un cuerpo, es sin embargo una función suya que, por serlo, no puede residir en cualquier trozo de materia, sino solamente en aquél que sea capaz de ejercerla. Si es propio de la vida el nacer, el crecer o el morir, la materia inorgánica, que es corporal, no puede, simplemente por ser materia, tener vida, pues no es capaz de nacer, crecer o morir, pero sí la materia orgánica, porque en ella pueden darse esas actividades. Lo cual podría servir de paso para encauzar convenientemente las actuales discusiones acerca de si los ordenadores piensan, ven, oyen, sienten, etc…, discusiones que no pueden ser menos que inacabables cuando lo que se pretenda dilucidar es si tienen alma o no, y serían por ello mismo idénticas a las que mantuvieron durante un cierto tiempo los filósofos españoles sobre los indios al principio de la conquista de América, por lo que habría que acaberse preguntando si, en caso de tener alma, se les debería bautizar, pero que se podrían acabar en cuanto volvieran sobre la cuestión de si están o pueden estar construidos con una materia apta para ejercer apropiadamente esas funciones y por ahora parece que no, o que no son capaces de ejercer todas ellas.

Esto nos permite reconocer como algo obvio que las plantas son seres vivos, pues son organismos, o, lo que es lo mismo, están dotadas de órganos cuya finalidad es colaborar conjuntamente al mantenimiento y reproducción de la vida, que consiste para ellas en nacer, alimentarse, crecer, reproducirse y morir. Los minerales, por el contrario, sólo tienen centros y campos de fuerza que la física se encarga de explicar convenientemente, pero no pueden tener vida y cuando en alguna ocasión se dice de alguno de ellos, como de una roca, que crece o que muere ha de entenderse que se dice solamente en sentido figurado.

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El nivel de banda en las sociedades

a) El nivel de banda en la sociedad.

Todas las sociedades cazadoras–recolectoras (…) tienen ciertas características comunes que sirven para diferenciarlas de las sociedades tribales o de las sociedades de nivel más elevado. Lo más obvio y probablemente lo más crucial por su efecto en la cultura es generalmente el nomadismo requerido por la economía recolectora. Por supuesto, hay variaciones considerables en la frecuencia y duración de sus viajes, pero todas las sociedades de bandas se mueven a veces, y, a excepción de los esquimales, que utilizan botes y trineos, deben llevar consigo todos sus bienes. La simplicidad y la pobreza, por tanto, son las características principales de la cultura material de tales pueblos.

El modo de vida nómada influye también fuertemente la organización social. Hay, por supuesto, muchas variaciones en las características demográficas de estas sociedades, según la clase de alimento buscado, la abundancia de agua, etc. Algunas de las sociedades cazadoras–recolectoras pueden acomodar a mucha más gente que otras, y cualquiera de ellas puede variar mucho de una estación a otra, pero en ninguno de estos casos encontramos una comunidad consistente de un tamaño ni siquiera comparable al más modesto asentamiento de las tribus dedicadas a la horticultura. Obviamente, el pequeño tamaño de la comunidad y la baja densidad de población implica que la sociedad de banda es una sociedad simple a la que le faltan los recursos de intégración de los niveles más altos de la evolución sociopolítica.

La débil integración de las familias en la sociedad de bandas se consigue sólo por concepciones de parentesco extendido a base de alianzas matrimoniales. Y además, normalmente, la organización del parentesco no se halla complicada por el reconocimiento de clanes y linajes, tan típico de las sociedades tribales más extensas. La banda es generalmente una entidad sin límites muy definidos. La familia doméstica es a menudo el único grupo sólido, aunque los hermanos y sus familias pueden encontrarse de cuando en cuando y a veces cazan y recolectan juntos. El grupo más amplio, la misma banda, puede tomar su definición simplemente del hecho de que sus miembros se sienten emparentados tan próximamente que no se casan entre sí. En algunos casos también se definen a sí mismos territorialmente como habitantes y «propietarios» de una extensión de tierra. En otros casos, la celebración conjunta de ceremonias totémicas les ayuda a diferenciarse. De todas formas, los matrimonios, que establecen o intensifican relaciones entre las bandas, recíprocamente tienden también a distinguir a las bandas más claramente entre sí. Los grupos, las subdivisiones de la sociedad, son así de naturaleza familiar, por mucho que se extiendan los lazos de parentesco.

Y finalmente, la sociedad de bandas es simple en el sentido de que no hay instituciones o grupos especializados que puedan diferenciarse como económicos, políticos, religiosos, etc. La misma familia es la organización que lleva a cabo todos los roles. La importante división económica del trabajo se realiza por diferencias de edad y de sexo; cuando funciones políticas tales como el liderazgo se formalizan, son de nuevo meros atributos de los rangos de edad y sexo; incluso las ceremonias más importantes se ocupan únicamente de los ritos que acompañan las crisis en la vida del individuo, tales como el nacimiento, la pubertad, el matrimonio y la muerte. Este hecho ilustra por qué el nivel de la sociedad de banda es de orden familiar en términos de organización social y cultural. (Service, E., Los cazadores, 136 págs., Labor, Barcelona, 1973, páginas 16 y 17.)

b) Auge y ocaso de la cultura tribal.

Si el mundo actual pertenece a Estados nacionales que pueden proceder a su albedrío, de modo similar hace miles de años se dividió en asociaciones tribales. La expansión de la civilización moderna se ha comparado a una triunfal historia evolutiva: el nacimiento, la extensión y la diversificación de un tipo avanzado, que comporta el desplazamiento de tipos primitivos. Pero el escenario se había creado antes, en un período prehistórico, durante la transición del paleolítico al neolítico, con ventaja entonces para cultura tribal y desplazamiento del destino de los cazadores y recolectores indígenas. En el impulso dado por la agricultura y economía neolíticas, los pueblos tribales pasaron a dominar buena parte del globo. La vida del cazador se convirtió bruscamente en una estrategia marginal.

La historia ha quedado decidida por la fuerza económica. Ello ocurre con tal regularidad, que sugiere la regla –o la «ley», como algunos gustan llamarla– según la cual el dominio cultural va al predominio técnico: el tipo cultural que desarrolla más fuerza y mayores recursos en un espacio ambiental dado se extenderá en él a expensas de las culturas indígenas y rivales. Esta «ley del predominio cultural» explica, de modo general, la historia del triunfo tribal neolítico. Los cazadores y recolectores, incapaces de crear la mano de obra y la organización precisas para enfrentarse con regímenes neolíticos intrusivos, no pudieron defender los medios ambientes accesibles y fértiles de su mundo contra los agricultores y pastores, a menos que los propios cazadores adoptaran la domesticación, superando la condición paleolítica. En todo caso, una vez el cultivo del suelo y la economía agraria hicieron su aparición, no transcurrió mucho tiempo antes de que los recolectores itinerantes de alimentos quedaran reducidos a márgenes inhóspitos y a intersticios de un mapa neolítico mayor. En lugares aislados y en ámbitos geográficos remotos, tales como los desiertos, donde la recogida de alimentos proporciona rendimientos mayores de los que suministrarían las técnicas neolíticas, pudo seguir subsistiendo el mundo paleolítico. Pero sólo como fenómeno histórico secundario.

Todo esto se produjo muy rápidamente, si se considera desde la perspectiva total de la historia humana. Los primeros agricultores de que hay constancia arqueológica ocuparon bosques montuosos y valles del Próximo Oriente, donde hombres del neolítico parecen haberse desarrollado durante el período comprendido entre el 10.000 y el 7.000 a. de J. C. Hacia el 2000 antes de nuestra era hubo comunidades neolíticas a lo largo de Eurasia, desde Irlanda hasta Indonesia. En el Nuevo Mundo la domesticación de los alimentos comenzó algo más tarde que en el Antiguo: el producto principal del neolítico americano, el maíz, parece haber sido cultivado por primera vez hacia el 5.000 a. de J. C. en América central. Tras un periodo de lenta gestación, la cultura neolítica se extendió amplia y rápidamente; en tiempos de Jesucristo se hallaba distribuida e el Perú hasta el suroeste americano.

El neolítico fue el día histórico de las sociedades tribales. Pero cuando este día estaba alboreando en las márgenes de Europa, Asia y las Américas, el sol tribal se había eclipsado en regiones cruciales críticas. La civilización se estaba gestando ya en el 3.500 antes de Jesucristo en el Próximo Oriente, y tribus neolíticas eran reemplazadas progresivamente de igual modo que antes ellas habían reemplazado a los cazadores paleolíticos. Hacia el 2.500 antes de Jesucristo la civilización se había desarrollado en el valle del Indo; hacia el 1.500 a. de J. C. lo había hecho en el río Amarillo, de China, y hacia el 500 a. de J. C., en América central y él Perú. Fue un nuevo grupo dominante que creó sin interrupción nuevas variedades mientras avanzaba, oponiéndose siempre al tribalismo indígena, y minándolo. Incluso antes de que Europa iniciara la misión que se había asignado de dar “nuevos mundos al mundo”, digamos antes del siglo XVI, la distribución de la cultura tribal había sido seriamente cercenada. Quedaba reducida principalmente a América septentrional al sur del Canadá y al norte del valle de México, al Caribe y la Amazonia, a ciertas partes de Africa del sur del Sáhara, al Asia interior y Siberia, las trastierras del Asia suroriental y las islas de la cuenca del Pacífico.

Estas diversas regiones integran el mundo tribal de la antroplogía cultural moderna. Tenemos aquí no prehistoria sino etnografía: testigos oculares dan cuenta de tribus como organismos en marcha. Cierto que los antropólogos, excepto cuando cobran interés por los cambios culturales recientes, prefieren pensar que los nativos (salvajes) siguen existiendo en su estado prístino, o por lo menos hablar de ellos como si vivieran en él. Adoptamos el convencionalismo del “presente etnológico” al tratar de los iroqueses o los hawaianos tal como eran en tiempos del descubrimiento europeo; es decir, cuando eran “realmente” iroqueses y hawaianos.

(V. Sahlins, M., Las sociedades tribales, trad. de F. Payarols, 180 págs., Labor, Barcelona,1972, páginas 12–15.)

 

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Naturaleza y cultura

Que la naturaleza humana no guarda relación directa con el origen y constitución del organismo humano es algo probado. Su sociabilidad, un elemento esencial de dicha naturaleza, no le ha venido de su evolución orgánica. Por su origen darwiniano el hombre es un ser caracterizado por una indeterminación que no se elimina por el hecho de ser un animal vertical que ha liberado sus manos de la locomoción y la boca de la nutrición para el uso de la palabra. En todo caso, es un animal dispuesto a algo que no tiene. Por no estar dotado de las habilidades y dispositivos que poseen los otros animales, por no disponer de lo necesario para llevar una vida humana, ha tenido que construirlo por sí mismo.

Es el momento de examinar con más detalle lo que la evolución ha dado al hombre y lo que él ha construido con sus propias manos, lo que hay en él de natural y lo que hay de cultural. Para ello es preciso saber antes lo que puede entenderse por naturaleza y por cultura.

Significado de los términos naturaleza y cultura.

Naturaleza

La palabra “naturaleza” procede del latín “natura”, que es a su vez una traducción del griego “physis”. Los tres términos están emparentados en sus respectivos idiomas con significados tales como “nacer”, “engendrar”, “parir”, etc., lo que explica que ya los primeros filósofos griegos aplicaran el concepto de physis a las propiedades que tiene un ser desde que viene a la existencia, propiedades que le pertenecen de tal manera que nunca puede perderlas. Un gorila nace gorila y un caballo nace caballo. Nada puede cambiar este hecho en la vida de uno y otro. Luego en una primera acepción la physis es lo que permanece inalterable a lo largo de los cambios de la cosa.

Pero el hecho de que la naturaleza de un ser sea inmutable no es obstáculo para que dicho ser sufra cambios importantes a lo largo de su existencia. Los cambios podrían incluso ser desarrollos o manifestaciones de su naturaleza. En la naturaleza del agua, por ejemplo, está el poder pasar por el estado sólido, el líquido y el gaseoso sin que deje de ser agua. Tampoco contradice la naturaleza del caballo que el potro se transforme en caballo adulto, la del trigo que el grano se transforme en espiga o la del hombre que el niño crezca y se haga hombre adulto. Sin embargo, no decimos que esté en la naturaleza de la hoja de higuera el convertirse en aquel mínimo vestido de Eva, pues las higueras no tienen como fin ocultar algo del cuerpo de una mujer. Ese cometido es artificial, no natural. Que una cosa sea lo que ha nacido no impide sus transformaciones futuras, siempre que éstas no cambien su ser, que es lo que hace el artificio.

En consecuencia, se entenderá que la naturaleza de una cosa es algo inalterable, pero que existen cosas en cuya naturaleza está el desarrollarse hasta llegar a un fin propio.

Cultura

El vocablo cultura, por su lado, es un derivado del latín colere, que significaba cultivar o cuidar de algo. Este significado estuvo presente primero en agri culturae, que servía para designar las distintas formas de cultivar los campos. Después se amplió para dar nombre el cuidado que los sacerdotes prestaban a sus dioses, lo que dio el sustantivo cultum, que todavía utilizamos hoy. Aunque parezca indicar otra cosa, el significado de este último término retenía aún su origen material cuando empezó a usarse, pues el cuidado que los sacerdotes dispensaban a los dioses no era otra cosa que las atenciones, cuidados, limpieza, etc., que tenían con las estatuas o los templos. Lo interesante es que este sentido se tornó en otro psicológico e interior al entenderlo como cultura animi, como cuidado del espíritu, aplicándolo a las personas bien educadas. Siguiendo por esta vía llegó, por último, a predicarse de quien lee novelas, asiste al teatro, la ópera, los conciertos de música clásica, etc., actividades a las que han venido entregándose las clases bien educadas para entretener sus ratos de ocio. Por contraste, las clases indigentes, corrientemente consideradas incultas o ineducadas, parecen haberse rebelado en el presente, pues han logrado imponer la convicción de que la cultura propiamente dicha, la auténtica, es la que pertenece precisamente a esas clases iletradas, al pueblo llano.

En estos últimos años han aparecido otros usos como los de “cultura del diálogo”, “cultura de la corrupción”, “cultura del pelotazo”, “cultura de la confrontación”, y otros muchos, lo que da pie a pensar que si el concepto sigue mostrándose tan prolífico producirá todavía una cantidad ingente de nuevos sentidos que nadie es capaz de prever, por lo que debemos contentarnos con los recogidos hasta ahora, que conforman unas cuantas especies tan diversas que no pueden ya cruzarse entre sí.

Un significado útil del término es el que utiliza el arqueólogo cuando habla, por ejemplo, de la cultura musteriense, pues entonces hay que suponer que no se está refiriendo a la inclinación del hombre de Neanderthal por la ópera o el teatro, sino más bien a las herramientas o armas que ahora se encuentran en los yacimientos de esa época, herramientas y armas que no le habían sido dadas por la evolución de su organismo, sino por su propia industria y arte.

Con este significado de cultura es posible referirse a la diferencia existente entre lo natural y lo adquirido. En estas páginas ya ha sido utilizado así al decir que la conducta regular de los animales está moldeada por la naturaleza en tanto que los hombres, por carecer de un modelado semejante para coordinar sus instintos y los rasgos pertinentes del medio físico, han tenido que inventarlo por sí mismos. Si el Homo Neandertalensis hacía uso del hacha de piedra o el acoso por el fuego para cazar mamuts, en lugar de hacerlo a dentelladas o puñetazos, era porque su organismo no estaba dotado por la naturaleza para esas actividades, por lo que hubo de depender de su industria para ejercerlas.

Hechas estas precisiones terminológicas, se verá en adelante qué conductas tiene el hombre por su nacimiento y cuáles por su propia industria, cuáles son por naturaleza y cuáles por cultura. Con ese fin se atenderá en primer lugar a lo que dice la psicología conductista y, en segundo, a lo que dice la moderna etología. Se podrá comprobar, después de contrastar la segunda con la primera, que el conductismo parte de una doctrina equivocada, la del animal-máquina. Asimismo se verá que las ideas de la etología no son adecuadas a nuestro propósito, que es comprender la conducta de los hombres. Solamente después de esta discusión se propondrá una teoría adecuada sobre el hombre.

La psicología conductista

El conductismo clásico. Pávlov

La escuela conductista americana defiende que todos los animales nacen vacíos de pautas de conducta y que la vida y la experiencia las van imprimiendo en ellos. Esta escuela ha hecho una importante distinción entre dos conceptos, el condicionamiento clásico y el condicionamiento operante.

El fisiólogo ruso Iván Petróvitch Pávlov (1849–1936, premio Nobel en 1904) formuló el condicionamiento clásico estudiando en laboratorio ciertas conductas de los animales. Practicando un orificio en el lugar conveniente del cuerpo de un perro e introduciendo por él un tubo, comprobó que segregaba saliva cuando olía un alimento o cuando lo tocaba con su lengua. Luego hizo que en repetidas ocasiones sonara una campana al tiempo que daba a oler o gustar el alimento al animal, después de lo cual observó que éste segregaba también saliva tras el simple tañido de la campana, sin que el alimento estuviera presente. El perro, concluyó Pávlov, había aprendido a sustituir el alimento por el sonido de la campana, lo que equivalía a convertir al segundo en símbolo del primero. Llamó “estímulo incondicionado” al olor y al sabor del alimento y “respuesta incondicionada” a la salivación producida como reacción a éstos. Decidió que el sonido de la campana debía denominarse “estímulo condicionado” una vez que produjera por sí mismo la salivación y que ésta se denominara, una vez producida por aquél, “respuesta condicionada”. Dio el nombre de “arco reflejo” a la conexión entre el estímulo y la respuesta y denominó arco reflejo incondicionado al del primer caso y condicionado al del segundo.

El reflejo definido por Pávlov es el elemento mínimo de la conducta. Puesto que la máxima general que rige para todas las especies es la de reaccionar a las variaciones del medio para aumentar sus posibilidades de mantenerse con vida, éstas deben poner en práctica alguna conducta, es decir, algún conjunto de reacciones al medio. Tanto la ameba como el hombre son capaces de hacer esto, residiendo la diferencia únicamente en el hecho de que un ser unicelular como la ameba reacciona necesariamente con todo su ser, en tanto que un organismo pluricelular especializa sus órganos en distintas operaciones. Los seres que, además de ser pluricelulares, disponen de sistema nervioso central utilizan una compleja red de comunicaciones para poner en contacto los centros del organismo que reciben la información sobre el medio exterior e interior con otros en que se toman las decisiones y con los que las ejecutan. Reciben la información del medio con los receptores, que son órganos como los ojos, la nariz, los oídos, etc., la transmiten al sistema nervioso central a través de los canales aferentes y, desde dicho sistema se transmiten órdenes por medio de los canales eferentes a los efectores, que suelen ser músculos y glándulas que ejecutan los cambios apropiados en respuesta a la estimulación ambiental.

El arco reflejo

El arco reflejo no es otra cosa que la conexión entre los órganos receptores y los efectores. Esta conexión es la unidad básica de la conducta propia de los organismos pluricelulares dotados de sistema nervioso central. Debido a su complejidad, estos organismos están siempre recibiendo estímulos, frecuentemente antagónicos, que tienen que ordenar, dirigir y distribuir de manera que las acciones resultantes sean las adecuadas, motivo por el cual en las últimas fases de su evolución el cerebro de los animales superiores ha acaparado casi la totalidad de las acciones, convirtiéndose en el centro de donde irradian las órdenes que deben ejecutar los distintos órganos. Una peculiaridad distintiva del cerebro es su extraordinaria capacidad de labrar nuevos caminos por los que discurren las señales que van de los receptores a los efectores, es decir, de crear nuevos arcos reflejos o aprender nuevas conductas. En resumen, los arcos reflejos son de dos clases:

Reflejos no condicionados o vías nerviosas existentes ya cuando nace el organismo. Son conductas naturales. La salivación del perro al entrar la comida en su boca es parte de un reflejo incondicionado. También lo es el aumento del tamaño de la pupila por el aumento de la luminosidad.

Reflejos condicionados o vías nerviosas nuevas originadas por el cerebro. Son conductas aprendidas, artificiales o culturales. La salivación del perro como respuesta al sonido de la campana es parte de un reflejo condicionado. Montar en bicicleta es también un reflejo condicionado, o, mejor, una suma de ellos.

El conductismo americano

La escuela americana, cuyos más eximios representantes fueron John Broadus Watson (1878–1958) y Burrhus Frederic Skinner, (1904–1990) amplió estas nociones introduciendo el concepto de condicionamiento operante o instrumental. Se coloca a una rata en la entrada de un laberinto a cuya salida hay una palanca que, una vez pulsada, deposita el alimento delante del animal. A los pocos intentos, el animal aprende a recorrer el laberinto y a pulsar la palanca para obtener la comida. Ha sido preciso utilizar algunos premios y castigos para que la rata aprenda el recorrido.

Los refuerzos positivos, o premios, y los negativos, o castigos, son los elementos básicos del aprendizaje de la rata. Generalizando a partir de estos experimentos, los conductistas radicales han llegado a creer que todo depende del aprendizaje y nada de la naturaleza en la conducta de animales y hombres. Se trata de una doctrina que está siendo repetida por ciertas doctrinas pedagógicas de nuestros días. Dichas doctrinas no tienen inconveniente, según parece, en seguir la propuesta de Watson:

Dadme una docena de niños sanos, bien formados… para que los eduque, y yo me comprometo a elegir uno de ellos al azar y adiestrarlo para que se convierta en un especialista de cualquier tipo que yo pueda escoger –médico, abogado, artista, hombre de negocios e, incluso, mendigo o ladrón– prescindiendo de su talento, inclinaciones, tendencias, aptitudes, vocaciones y raza de sus antepasados (Watson, en Wolman, B. B., Teorías y sistemas…, pág. 91)

Toda conducta es una reacción a una estimulación exterior, según el conductismo. Toda conducta es reactiva. No se puede discutir que alguna razón les asiste. Pero del hecho de que una porción importante de la conducta animal y humana parezca brotar como reacción a algún estímulo exterior no se deduce que toda ella se produzca del mismo modo y que el agente no ponga nada de su parte.

En el fondo de la tesis conductista se encuentra el mecanicismo de Gómez Pereira, un médico y filósofo español, nacido en 1500 y muerto probablemente en 1558, que en 1554 publicó en Medina del Campo un libro, Antoniana Margarita. En dicho libro defendió la “teoría del automatismo de las bestias”. Según dicha teoría, los animales carecen no solamente de alma racional, sino también de alma sensitiva. Luego se comportan como autómatas, pues no piensan ni sienten en absoluto. Que un alcón divise a un pájaro y se lance sobre él no puede verse más que como una interpretación antropomórfica, pues el alcón no es más que una máquina maravillosa que ha sido hecha para responder a ciertos cambios del medio. Son esos cambios, que Paulov llamó “estímulos”, los que disparan la conducta del animal. Pereira, por su lado, los llamó “objetos motivo”. Llamó asimismo “objeto terminativo” a lo que Pavlov llamó “respuesta”. Luego el modelo del arco reflejo estaba ya en los escritos del médico de Medina.

La teoría del automatismo de las bestias es un excelente planteamiento para resolver el problema de la similitud o diferencia entre los hombres y los animales. Pereira pensaba que si se concede que los animales sienten, es decir, que tienen alma sensitiva, entonces hay que conceder también que tienen alma racional y que, en consecuencia, no son esencialmente diferentes de los hombres. Él se inclinó por negar la identidad proponiendo su tesis mecanicista, abriendo así paso al mecanicismo de la fisiología moderna.

El mecanicismo es, como queda dicho, el trasfondo filosófico de la teoría conductista. Si un perro ladra no es porque haya reconocido al amo, pues un perro no ve, no huele, no oye, no siente, sino que reacciona maquinalmente ante una situación externa. Esa conducta no es sino el resultado de la acción de un compleja sistema de nervios, músculos, glándulas, huesos, etc., de su organismo, que, como las poleas o las ruedas dentadas de un ingenio mecánico, se activan cada vez que se acciona alguna manivela. No conocemos todavía qué manivela se pulsa en el perro y cómo se transmite su movimiento al sistema interior, pero si lo conociéramos bastaría con pulsarla y veríamos al perro ladrar lo mismo que cuando reconoce a su amo. Eso es todo. El animal no siente ni tiene voluntad. Animal non agit, agitur. El animal no actúa, es actuado.

La etología

¿Puede aceptarse el mecanicismo implícito en la teoría conductista? ¿Es completamente cierto que no existen otras conductas que las reactivas? ¿En ningún momento actúan los seres vivos por sí mismos, sin necesidad de que algo externo venga a arrancar el motor de su actividad? ¿Son máquinas los animales y los hombres, como creyeron primero Gómez Pereira y después los cartesianos?

La moderna etología ha negado estas ideas. Para empezar, ha demostrado experimentalmente que muchas conductas atribuidas por lo común al aprendizaje son en realidad innatas. Suele creerse, por ejemplo, que los niños nacen con muy escasos reflejos incondicionados y que tienen que aprender prácticamente todo. Pero el hecho de que un niño de dos semanas demuestre poseer ya la facultad de unir las impresiones visuales y las táctiles cuando se le presenta un objeto y trata de cogerlo, aunque sin fortuna, prueba ya que la coordinación entre la mano y el ojo es innata y que la conducta correspondiente se activa sólo con presentarle un estímulo. Se trataría, pues, de un reflejo incondicionado, no aprendido, cuyo estímulo es casi cualquier cosa. Algo parecido cabría decir del mismo niño que en un experimento de laboratorio es puesto sobre una placa de cristal colocada encima del brocal de un pozo y hace gestos de terror y de querer retroceder. También se trata de un reflejo incondicionado cuyo estímulo, el vacío, ya traía consigo el niño cuando nació.

Ambas conductas son reactivas, “mecánicas”, se dirá, pues responden a estímulos, pese a que el de la primera era indefinido, luego se ajustan al modelo conductista. Esto es cierto, pero ¿qué decir de lo que cuenta Konrad Lorenz (1903–1989, premio Nobel de Fisiología y Medicina junto con Nikolaas Tinbergen y Karl von Frisch) sobre aquel estornino que él había criado en soledad y bien alimentado, para que no tuviera ocasión de cazar por impulso del hambre ni por imitación de sus compañeros, y que, pese a ello, abandonaba de vez en cuando su palo y se dedicaba a revolotear cerca del techo de la habitación como si estuviera capturando algún insecto, volvía después al palo y allí actuaba como si estuviera realmente matándolo, para tragarse aquella presa irreal a continuación y recuperar de nuevo la calma? Lorenz asegura que no había una sola mosca ni ningún otro otro insecto en aquella habitación. No hubo, pues, estimulación alguna que disparase la actividad cazadora del estornino, sino que ésta se disparó por sí misma. Este caso no puede explicarlo el conductista, pues ha faltado algo fundamental, el estímulo que hiciera responder maquinalmente al estornino y éste ha obrado por sí mismo.

Además de no ser reactiva, la conducta del estornino no es aprendida. Tal vez la conducta de los niños sí fue reactiva, pero esto no es conceder gran cosa, porque queda en pie el hecho de que fue heredada. Fueron dos reflejos incondicionados, pues los niños no tuvieron tiempo de aprender a trasladar a otro objeto distinto del heredado la posibilidad de servir de estímulo a su conducta.

Pero la actividad cazadora del estornino se disparaba espontáneamente, sin estimulación externa de ningún tipo. Si el pájaro activaba por propio impulso aquellas acciones que habían estado contenidas hasta el momento, entonces es que no necesitaba esperar a que aparecieran estímulos desconocidos para convertirlos en símbolos, es decir, para transferirles el desencadenante de sus expediciones de caza, sino que éstas se producían por sí solas. ¿Qué fue lo que las impulsó? Tal vez alguna estimulación sensorial interna o bien el sistema hormonal o el sistema nervioso central, cuyas neuronas tienen, todas ellas, la característica peculiar de la espontaneidad. Lo que permanece de cierto es que no pudo depender del aprendizaje ni tuvo necesidad de estimulación externa.

Luego el conductismo yerra cuando, creyendo que toda conducta es reactiva, sostiene que basta con eliminar del aprendizaje los factores estimulantes de las conductas indeseadas para que éstas no lleguen a darse, o con introducir los estímulos desencadenantes de las deseadas para que sean éstas las que se produzcan. Si estas conclusiones pueden extenderse a la raza humana, Watson no podría educar a un niño elegido al azar para que fuera médico, abogado, artista, ladrón o cualquier otro oficio prescindiendo de las tendencias aptitudes, etc., del niño.

Pero hay más. Un discípulo de Lorenz, Wallace Craig, observó la conducta del macho de una especie de paloma cuando se le separaba de la hembra durante periodos cada vez más largos. Estaba interesado por descubrir qué objetos desencadenaban entonces la danza del amor y descubrió a los pocos días que el palomo cortejaba a una paloma blanca de la que hasta entonces no había hecho caso, más tarde a una paloma disecada, después a un envoltorio de tela, posteriormente a un rincón de la jaula, etc.

Puede decirse que el estornino mencionado más arriba, cuya estimulación se había reducido a cero, es un caso límite de los procedimientos del palomo, pues parece que los cortejos de este animal no dejaban de producirse por mucho que se fuera reduciendo la estimulación. Esto parece indicar que los animales, o algunos de ellos al menos, buscan estimulación cuando carecen de ella para que su conducta brote y que, si no la hallan, hacen que la conducta aparezca igualmente.

Para comprobar esta afirmación véase cómo se dispara la agresividad en el pez madreperla del Brasil. Si la agresividad fuera una conducta aprendida necesitada de estimulación, como quiere el conductista, entonces debería bastar con eliminar los estímulos violentos para que el sujeto fuera pacífico, pero esta suposición se estrella contra la conducta del Geophagus brasiliensis:

Casi todos los acuariófilos que tienen pececillos de éstos (cíclidos) cometen un error que es casi inevitable: poner en un gran recipiente cierto número de jóvenes de la misma especie para darles la posibilidad de acoplarse en forma natural y sin inhibiciones. Y lo consiguen, y llegan a tener en el acuario, de por sí demasiado reducido para tantos peces ya adultos, una pareja de enamorados que relucen con sus galas nupciales y que se dedican afanosa y acordemente a expulsar a sus hermanos y hermanas del territorio. Pero como los desdichados no pueden irse, se ponen acobardados y con las aletas hechas tiras junto a la superficie, por los rincones, cuando no nadan como locos a toda velocidad, expulsados de su escondite. Su dueño, humanamente, siente compasión por los perseguidos, pero también por la pareja que acaba de poner huevos y que se preocupa por su primogenitura. Entonces saca rápidamente los peces que están de más y deja a la parejita propietaria exclusiva de todo el acuario. Cree haber hecho lo que debía… y en los días siguientes no presta mucha atención al recipiente ni a sus habitantes. Cuando, al cabo de unos días, va a visitarlos ve sorprendido y horrorizado que la hembra está muerta y flota hecha pedazos en el agua; y de los huevecillos o los pequeñuelos no se ve ni rastro.

Este triste suceso, que se repite con regularidad cabalmente predecible del modo arriba dicho, sobre todo con el cíclido amarillo de las Indias Orientales y con el pez madreperla del Brasil (Geophagus brasiliensis), puede evitarse fácilmente dejando en el acuario una víctima (o sea, otro pez de la misma especie), o bien, cosa más humana, escogiendo desde el principio un acuario bastante grande para dos parejas, separadas por un vidrio. Entonces cada pez puede desahogar su cólera con el otro del mismo sexo –casi siempre se ve arremeter hembra contra hembra y macho contra macho– y a ninguno de los dos esposos se le ocurre descargar con la esposa. Tal vez parezca chiste pero es un hecho que cuando veíamos que un macho empezaba a ponerse brusco con su compañera era un indicio casi seguro de que la separación así instalada estaba cubierta por las algas o había perdido su visibilidad de algún otro modo. Entonces bastaba con limpiar la división entre los dos “apartamentos” para que inmediatamente se produjera un terrible altercado, necesariamente sin consecuencias, entre los vecinos y que al mismo tiempo la calma volviese dentro de cada hogar (Lorenz, K., Sobre la agresión…, pág. 65)

La conducta agresiva del pez es un calco de la del palomo. Lo mismo que el palomo tenía que cortejar a la hembra o cualquier otra cosa, aunque no se le pareciera, el pez tiene que atacar a otros peces que no sean de su progenie o a cualquier otro ser que se ponga a su alcance.

En condiciones naturales el Geophagus no habría atacado a otros peces más allá de un cierto límite territorial, el necesario para mantener una dispersión tal que todos pudieran disponer de recursos suficientes. Puesto que contribuye a una mejor distribución de los recursos entre los individuos de la misma especie, que son los únicos que tienen idénticas necesidades y tienen que vivir en el mismo medio, la función de la agresividad intraespecífica es adaptativa. Y solamente es peligrosa cuando hay muchos animales iguales en un lugar reducido. Según Harris (Caníbales y reyes…), nuestros antepasados del Paleolítico practicaron la guerra intertribal y el infanticidio femenino con el mismo fin de dispersar las poblaciones humanas en territorios extensos, para así disponer de más recursos. Según Lorenz, existe entre nosotros también una cierta dosis de agresividad latente, que sólo espera su oportunidad para manifestarse, si bien no tiene ya el fin de dispersar la población. Se trataría probablemente de un caso parecido al del Geophagus, cuya agresividad seguía produciéndose en el acuario, a pesar de no tener ya ninguna utilidad para la especie:

Muchos maestros norteamericanos (han pensado que) bastaría evitarles todas las frustraciones o decepciones y darles gusto en todo para que los hijos fueran menos neuróticos, mejor adaptados al medio y, sobre todo, menos agresivos. Pero un método norteamericano de educación basado en una de tales hipótesis sirvió únicamente para demostrar que la pulsión agresiva, como tantos instintos, surge “espontáneamente” en el corazón del hombre. Así se formaron innumerables niños desvergonzados y cabalmente insoportables; cualquier cosa menos no agresivos. El aspecto trágico de esta tragicomedia apareció cuando los muchachos salieron del seno de su familia y en lugar de la tolerancia de sus padres de hallaron frente a la dura opinión pública, por ejemplo a su entrada en la universidad. Bajo la presión de una integración social aplicada rudamente, como me han asegurado algunos psicoanalistas norteamericanos, muchos de los jóvenes así educados se convierten en neurópatas. Y, según parece, el método no ha sido abandonado totalmente… (Lorenz, Ibídem, pág. 61)

Definición del instinto

Ahora puede comprenderse con precisión lo que es un instinto: una adaptación filogenética, un dispositivo desencadenador de la conducta que ha demostrado su eficacia para la conservación de la especie y por ese motivo ha sido producido por la mutación y conservado por la selección natural, los dos supremos agentes de la evolución que han tomado el relevo a Zeus y Hermes. Es un modo de conducta propio de cada especie, que es innato para los individuos, lo que significa que las estructuras neuromotoras o vías nerviosas incondicionadas por cuya causa se activa son el resultado de un largo proceso evolutivo que ha operado sobre la especie durante varios millones de años, eliminando a unos individuos y preservando a otros. Sería ridículo decir que es innato con respecto a la especie misma, como si ésta hubiera podido nacer de punta en blanco, igual que nació Atenea de la cabeza de Zeus o el primer hombre del barro que moldeó Yahvé.

Disposición innata al aprendizaje

Muchas especies disponen no solamente del instinto que dispara su conducta de un modo establecido por su naturaleza, sino también de la posibilidad de modificarla para evitar los perjuicios que podría ocasionarles un cambio ambiental. Es el aprendizaje, que debe ser también considerado como una adaptación filogenética. Si el ambiente permaneciera inalterable no habría necesidad alguna de alterar las conductas corrientes, pero esto no es así. Las condiciones cambiantes del medio han exigido que los animales puedan modificarlas. Por esta razón existen también en ellos disposiciones innatas para el aprendizaje, que establecen lo que se ha de aprender, cuándo ha de hacerse y con qué intensidad se debe retener lo aprendido.

La variedad es también grande en este aspecto. Algunas aves tienen que aprender el canto de su especie, otras lo reconocen sin haberlo oído antes. Los machos de algunas especies aprenden en una determinada etapa de su vida a cortejar a las hembras y, una vez que esto ha sucedido, ya no modifican nunca lo aprendido. Esto último explica que un grajo al que se enseñó en el momento oportuno a cortejar a su cuidador en lugar de hacerlo con una graja ya no pudo cambiar lo aprendido, pese a las sesiones de terapia psicológica que se le aplicaron. El instinto, o adaptación filogenética, está fijado de tal modo en la herencia que por su causa se desencadenan secuencias estereotipadas de acciones dirigidas a un objeto que o bien estaba presente ya en la masa hereditaria o bien aprende a fijarlo el mismo animal de una forma muy rígida. Si el impulso de cortejo del grajo tenía que activarse, pero carecía del objeto sobre el cual se habría activado en condiciones naturales, el pájaro aprendió sobre la marcha lo que tenía que hacer y, una vez fijado el objeto en la persona del etólogo, ya no pudo aprender a cambiarlo por otro más “natural”.

La chimpancé Imo

Los antropoides son los animales que más muestras dan de poseer en un grado muy elevado esta disposición al aprendizaje. El caso de Imo es una ilustración magnífica. Imo era una hembra de macaco cuya conducta se estudió en los años setenta, cuando tenía dos años. Se derramaron batatas en una playa cercana al lugar en que vivía nuestra protagonista junto con otros macacos. Mezcladas con la arena, las batatas apenas podían comerse, pero Imo no tardó en descubrir que llevándolas a un arroyuelo de agua dulce e introduciéndolas en él la arena se desprendía y a continuación podía comer sin dificultad alguna. Sus compañeros aprendieron pronto de ella e hicieron otro tanto. Más tarde el inteligente animal probó a lavarlas en el mar y se dio cuenta de que así adquirían un sabor salado que las hacía más sabrosas. Sus compañeros hicieron lo mismo. Dos años después los etólogos repitieron el experimento, esta vez con granos de trigo. Imo, que tenía ya cuatro años, demostró no haber perdido la competencia técnica anterior. Mientras sus congéneres empleaban largas y pacientes horas en limpiar uno a uno los granos de trigo, ella hizo un nuevo descubrimiento. Empezó a llevar grandes puñadas de trigo y arena al agua, comprobando que el trigo flotaba y la arena se hundía, pudiendo coger aquél tranquilamente y comérselo, degustando también el sabor añadido de la sal. Como era de esperar, también en este caso los demás macacos la imitaron con prontitud. La imitación sólo se interrumpió cuando un tiempo más tarde los etólogos probaron a restringir la provisión de batatas, trigo y demás comestibles que les habían suministrado hasta entonces, para comprobar al poco con admiración que lo que quedaba había sido monopolizado por el grupo de Imo y que sólo los jóvenes del mismo habían aprendido sus destrezas técnicas, de manera que cuando los etólogos decidieron otra vez aumentar las provisiones sólo sabían aprovecharlas los del linaje de Imo.

Podría admitirse que el primer invento de Imo se debió a la casualidad. También que el segundo se debió a lo mismo. Pero el hecho de que aquel chimpancé repetiera tantas veces la misma conducta inventiva no puede ser casual. Debe admitirse que actuaba con inteligencia, sea lo que sea lo que se denomine con tal nombre.

Estos hechos prueban sobradamente que los animales, o algunos de ellos, necesitan aprovechar sus experiencias para modificar su conducta cuando en el medio se producen variaciones considerables. Si éstas no hubieran aparecido, para Imo y sus compañeros habrían bastado sus pautas heredadas de conducta. Cuando aparecieron se activó en aquel macaco una disposición al aprendizaje que solamente podía ser innata, es decir, que solamente podía estar presente en su carga hereditaria en calidad de adaptación filogenética.

Esquema-resumen de las conductas animales.

Una conclusión se impone: que las actividades animales son más complejas de lo que cree el conductismo. En algunos casos podría bastar el modelo explicativo de estímulo y respuesta para entenderlas, pues se desencadenan después de haberse producido el estímulo, pero hay muchos otros casos en que o bien la conducta se libera por sí misma o bien el sujeto busca el estímulo que la libera o bien, por último, se ponen en acción los dispositivos innatos para el aprendizaje de nuevas conductas.

En los tres casos se trata de procesos fisiológicos que impulsan a un animal a una cierta conducta. Si ésta es reprimida, se acumula la excitación interna hasta el punto de que la conducta se libera en el vacío, como sucedió con el estornino. Si no es reprimida se vuelca sobre su objeto. Es el mismo proceder: si el resorte interno está suficientemente alertado, entonces o bien un estímulo procedente del exterior desata la conducta o bien ésta se desata por sí misma. Pero no es el estímulo externo el responsable directo y único de la acción. Esto es solamente la apariencia de las cosas. La verdad reside en otro sitio: la conducta obedece a resortes internos y el estímulo es la ocasión hallada para su liberación.

En el desarrollo natural de la vida de los animales no suele faltar el estímulo. Habitualmente es uno muy preciso, que presiona un órgano sensorial, el cual traslada a su vez la información resultante a las vías nerviosas conductuales innatas, ya listas para dispararse y ejecutar la conducta. Pero esas vías nerviosas están preparadas para actuar antes de que esté presente el estímulo. Ellas son, pues, las verdaderas responsables de la acción.

Para que los órganos sensoriales cumplan su cometido es preciso que estén bien ajustados a una estimulación conveniente para el animal, como lo está el sentido de la verticalidad de la garrapata o el olfato del felino. Las especies perciben distintas parcelas cortadas del mismo medio. Las corta, en primer lugar, su sistema sensorial. También es necesario que los dispositivos conductuales, aunque pueden activarse espontáneamente, estén ajustados a las estimulaciones sensoriales. El conjunto es una estructura morfológica y fisiológica adaptada al medio particular de la especie, lo cual es directamente observable en muchos casos. Se adivina en el aspecto general del tigre, en sus formas externas, la finura de su olfato, sus garras, sus colmillos y su corpulencia, que es un excelente depredador y que su ambiente no puede ser otro que el de los herbívoros, que son su presa. Los instintos internos y las formas externas del animal están perfectamente coordinadas y el conjunto forma una estructura armónica con su medio.

Nuevas consideraciones sobre el mundo cerrado del animal

Se ha dicho más arriba que las funciones de los órganos de un animal guardan generalmente relación entre sí. Basta observar a un galgo para comprender que la velocidad, una función evidente para la que han sido diseñadas sus formas externas, no podría existir si éstas no tuvieran nada que ver unas con otras. A su vez, el conjunto de estas funciones forma una estructura armónica con su medio físico, al que pertenece en primer lugar la liebre. El conjunto está orientado a la acción inmediata, en el presente, sobre el objeto al que tiende el animal. El sigilo del felino está conectado con la inquietud del ciervo por el mismo motivo, etc. Como las acciones de todos ellos se ejecutan en el instante, puede decirse que los animales carecen de futuro, que siempre viven en el ahora, sujetos a esa estructura en la que se incluyen las estimulaciones internas y externas, los estados interiores y el medio físico. Es la adaptación, que, una vez lograda, por más que sólo sea temporalmente, les da lo que necesitan para vivir. También les da lo que necesitan para morir, que es asimismo un aspecto indispensable de la naturaleza. En todo caso, la existencia nunca es un problema para ellos. Como Adán en el Paraíso, solamente necesitan activar sus impulsos para desarrollarla hasta el punto que la selección natural les ha marcado.

Aplicación al hombre de las ideas psicológicas y etológicas

Sexo y agresividad en el hombre.

Si todas estas ideas fueran aplicables al hombre, ya estaría resuelto nuestro problema. Pero su caso es muy diferente. También hay en él tendencias innatas, instintos, pulsiones que pugnan por asomar al exterior y son más potentes incluso que en los animales. En el perro sólo se despierta el apetito sexual en ciertas épocas, cuando la hembra está en celo y exhala un olor que excita al macho, provocando que éste la busque con el fin de que desaparezca la excitación y vuelva el equilibrio tras el contacto sexual. No es así en su dueño, el cual, exceptuando unas pocas ocasiones, se halla siempre disponible y, por así decir, en desequilibrio por esta causa. No existe en la mujer una señal específica que incite a la unión y además es siempre receptiva, al tiempo que en él no se despierta el deseo exclusivamente durante el periodo fértil de ella, sino en cualquier momento y por cualquier motivo, por fútil que sea. Es evidente que esta pulsión no es una adaptación filogenética, que la función de este instinto está muy lejos de parecerse a las de los instintos animales.

Todo sería más fácil para el hombre si se limitara a reaccionar de tarde en tarde a un estímulo preciso que sus sentidos le presentaran. Pero se ha volatilizado la periodicidad del instinto y por ello hay en él un exceso de energía que le tiene sometido a una tensión constante, lo que es simplemente otra manifestación de su escasa o nula adaptación a su medio particular, de su apertura al mundo, que ha provocado que no reconozca estímulos definidos y que, en consecuencia, cualquier cosa y cualquier situación puedan originar su deseo. Por si fuera poco, la duración de su tendencia es enorme, desproporcionada si se la compara con la del animal. En este último cumple su función aproximadamente cuando, al llegar a la edad adulta, desemboca en la reproducción. El instinto tiende entonces a extinguirse, lo mismo que la vida. Al hombre le resta todavía media existencia o más, un tiempo durante el cual tendrá que disponer de ese caudal energético inagotable y estará obligado a ordenarlo y controlarlo, porque es potencialmente peligroso para él.

Hay más todavía. La pulsión sexual humana se distingue de la animal no solamente en que es inagotable sino en que, además, puede fusionarse con otras, como el hambre, la agresividad, la estética o el conocimiento, y puede también intercambiar sus objetos de satisfacción. El psicoanálisis, la literatura y el cine han mostrado suficientemente este hecho. Freud (1856–1939) ha demostrado convincentemente que algunos individuos son capaces de desviar su energía sexual de la satisfacción directa y reorientarla hacia el conocimiento o el arte, un proceso al que dio el nombre de “sublimación”. El marqués de Sade (1740–1814) enseñó que el dolor ajeno puede causar satisfacción sexual y que ésta, llevada al extremo, no se distingue del dolor. El cine, por último, ha expuesto ante las masas el círculo cerrado en que puede trocarse esta energía. Las películas pornográficas no contienen por lo común una sexualidad animal o biológica, sino mecánica. Hablan sólo de uniones sexuales repetidas sin cesar, de manera impersonal, pues sus protagonistas carecen de carácter definido, sin otro argumento que no sea el de servir de pretexto para poner las imágenes pornográficas en la pantalla. Esta modalidad cinematográfica no conseguirá nunca salir de la repetición incansable, de la necesidad de presentar en la pantalla una ansiedad sexual inacabable que busca sin fin el objeto en que satisfacerse. Nada más lejos de la sexualidad animal, que retorna a la calma después de un periodo breve de desequilibrio. Lo mismo que sucede en las películas de violencia, por lo que no debería tratarse de dos géneros distintos, al menos en cuanto a los procedimientos artísticos.

La pulsión sexual tiene órganos específicos a su servicio. Otras pulsiones, como la agresividad, carecen de ellos. Sin colmillos, garras u otras herramientas naturales para la destrucción y la muerte, el hombre ha demostrado sobradamente ser el animal más peligroso del planeta. Pero no es un animal agresivo, no tiene una pulsión específica para el ataque. Su potencial destructivo no puede depender, pues, de un sistema instintivo como el de otros depredadores, cuyas armas naturales de ataque y defensa guardan estrecha relación con él. Depende más bien de la contención que puede imponer a su impulso, contención impuesta muchas veces con tal arte que, aunque el impulso es siempre momentáneo y pasajero, e incluso ha desaparecido, puede, lo mismo que un globo en que se ha introducido la máxima presión, dirigirse hacia el objeto adecuado en el momento preciso y estallar. El arma del asesino no es su sentimiento de cólera ni unos órganos destructores adecuados a él. Si así fuera, daría rienda suelta a su impulso y atacaría con sus manos, sus dientes y sus pies a la víctima, pero su acción llegaría pocas veces a la destrucción de ésta, como pasa con los depredadores cuando atacan a otros miembros de la misma especie. El arma del asesino es la astucia, que retrasa la ejecución de la violencia para que ésta cause la muerte en el momento más conveniente y del modo más adecuado.

Lo dicho sobre estas dos pulsiones puede extenderse a todas las demás. Piénsese por ejemplo en el hambre, un instinto del que se ha dicho que el de mañana ya hace hambriento al hombre hoy, por lo que no le basta comer ahora para estar satisfecho. Un estímulo futuro, que, precisamente por ser futuro, sólo existe en la imaginación y es, en consecuencia, irreal, se hace actual y ya empuja al hombre. Así es la sobrecarga de los instintos.

No vale la pena enumerar y clasificar las pulsiones del hombre, porque se funden unas con otras y cambian su objeto a cada paso, constituyendo en su conjunto una energía amorfa, indeterminada, no adaptada a un medio propio, una energía que convierte a su poseedor en un ser siempre alerta para descargarla, pese a que en la mayoría de las ocasiones debe hacer acopio de ella y dejar que agote su fuerza. Esta energía no puede recibir el mismo nombre que recibe en los animales, sea el de instinto o cualquier otro, pues los motivos por los que aparece, la forma de hallar satisfacción, la utilidad que tiene para el individuo y la especie, etc., no tiene nada que ver con lo que sucede en el mundo animal.

Se comprende que algunas religiones, como el Budismo, hayan visto que el mal del hombre es su deseo y que la única solución es desarraigarlo, porque, si no es posible satisfacerlo nunca, entonces nunca podrá el hombre reposar en paz. El Cristianismo ha predicado por motivos semejantes la austeridad y la templanza, porque sabe que la satisfacción constante de los deseos acrecienta su fuego en lugar de apagarlo. Que comportarse de ese modo es como sentir sed y beber agua del mar. El hombre es un ser indigente, como se decía en el mito de Prometeo, pero no porque no posea nada sino porque nunca llega a satisfacer su deseo y, según parece, no hay mayor pobreza que la que se siente por no poder dar satisfacción a un deseo grande.

Sobrecarga y contención de los impulsos

Todo lo cual puede resumirse en los tres rasgos que distinguen los impulsos humanos del instinto animal. El primero es la sobrecarga, mencionada a propósito de la pulsión sexual y sobre la que no es preciso insistir. El segundo es la capacidad de contención, mencionada al hablar de la agresividad, y que se manifiesta en la necesidad de aprender a dominar los estados internos de modo que se traduzcan en actos independientes de ellos. Un niño que está peleando con otro se detiene un instante y mira a su madre para decidir lo que tiene que seguir haciendo. Y, cuando se ha producido un estampido repentino, el salvaje calla y escucha antes de moverse mientras los demás animales huyen inmediatamente. Es la contención, la intercalación de la previsión de lo que puede suceder o el recuerdo de lo ya sucedido entre los estados interiores, accionados o no por una estimulación externa, y la acción. La contención, que tiene que existir porque no hay ajuste entre los sentidos, los estados internos y el medio físico. El hombre no está preparado para acciones concretas. Tiene que elaborarlas por sí mismo.

Se ha dicho a menudo que el hombre es un ser previsor, que vive en el presente y actúa según la imaginación del futuro y la memoria del pasado. Esto está implicado en su contención impulsiva. El hombre tiene ante sí los tres tiempos, en tanto que el animal sólo tiene el ahora, porque, sujeto como está a esa estructura que comprende sus instintos y el medio físico, está hecho para la acción inmediata. El caso de Imo no es una excepción a esta regla, porque en ella también funcionó el mismo dispositivo para la acción inmediata. El macaco no necesitó nunca contener alguna tendencia suya. Cuando el hambre o el sexo se hacen sentir, el animal busca lo que de antemano sabe que apaciguará su tensión, a lo que le ayudan unos sentidos finamente trabajados por la evolución natural. El hombre, por el contrario, que vive ya en el futuro, siente la indigencia de mañana. Las carencias que aún no existen se hacen ya presentes. La amada dice al amado: “Me duele ya que pronto te echaré de menos”. Es el fruto primero de la contención.

El segundo es la transferencia de los impulsos. A menudo ocurre que un individuo se ve obligado a frenar la pulsión del momento para satisfacerla después, pero también ocurre a menudo que en lugar de satisfacerla directamente transfiere su energía a otra pulsión y a otro objeto, para lo que hace uso de su poder de representarse situaciones que no están presentes a los sentidos y de actuar siguiendo las directrices que emanan de ellas y no de la estimulación directa. Esa facultad de representarse imágenes de cosas inexistentes en un momento dado, utilizada para demorar la satisfacción de una pulsión, para desviarla o simplemente para entretenerla, se ha desarrollado al máximo en el hombre, lo que revierte a su vez en el hecho de que su conducta se halle generalmente desligada de la presión instintiva. En realidad la acción se ha liberado en una medida tan grande del impulso que ya no cabe hablar de conducta instintiva, como se ha dicho más arriba.

La desorientación de los impulsos

El tercer rasgo que distingue el instinto humano del animal es la desorientación de los impulsos, que procede también de la ausencia de adaptación que aflige al hombre y está directamente relacionada con la contención.

Si se compara el primer año de vida de un niño con el de cualquier animal se ve que es un periodo anómalo, de incapacidad casi absoluta, lo que ha llevado a decir a algunos que es un tiempo de vida extrauterina para un nacido prematuramente. Pero ya existen pulsiones en esa etapa, pese a que la percepción y los movimientos que podrían servir para que se activaran son inútiles, pues no están dirigidos a un fin que los animales aprenden a detectar a las pocas horas, si es que no los detectan inmediatamente. La manifiesta incapacidad física del niño es un freno insuperable para lograr cualquier objetivo o satisfacer cualquier necesidad, por lo que no tiene otra opción que almacenar los deseos que siente y retardar su satisfacción aprendiendo de otros cómo debe hacerlo.

Suele decirse que el hombre posee una inmensa capacidad de aprendizaje, lo cual es cierto, pero debe matizarse. Se aprende en primer lugar a controlar los propios miembros, percepciones y pulsiones. El resultado final de este control, que no tiene par en la vida animal, es, por ejemplo, la enorme variedad de combinaciones de movimientos que exige el ejercicio de las varias decenas de miles de oficios que hoy practica la humanidad, lo que no habría sido posible si hubiera un precisión innata de los movimientos que debiera ejecutar cada ser humano. La carencia de fines particulares, fijados de antemano por la evolución natural, la imprecisión, en suma, de la morfología del hombre, es lo que ha posibilitado tal dominio de sus miembros y tal redireccionamiento de sus pulsiones y tendencias. Al contrario de los animales, los hombres disponen de su organismo como de un material moldeable hasta extremos insospechados. Basta mirar alrededor para comprenderlo. Las habilidades que requiere montar en bicicleta, conducir un coche, escribir, practicar un deporte cualquiera, etc., actividades que llevamos a cabo con la misma facilidad que si las hubiera puesto en nosotros la naturaleza, han exigido un esfuerzo ímprobo de doma y adiestramiento. La primera disposición a esos aprendizajes se adquirió durante la infancia, una etapa durante la cual cada individuo hubo de reelaborar y configurar sus pulsiones instintivas. Los juegos, en cuya práctica transcurre casi exclusivamente la vida del niño, son instrumentos fundamentales de esa reelaboración y configuración. Es sabido que el juego no transcurre sólo y primordialmente en el exterior del niño, en sus juguetes, sino en su interior, en su fantasía, que proyecta imágenes y deseos sobre ellos. Por eso cualquier cosa vale como juguete. Solamente se le exige que el niño pueda proyectar sobre ella algo de sí mismo. Y, dado que esa exigencia pueden cumplirla prácticamente todos los objetos, los juguetes se abandonan pronto y se quieren otros. Ahí está el filón descubierto por la industria de la juguetería y, por el lado inverso, el asombro que provoca en los padres el comprobar que un bulto de trapo entretiene a veces a su hijo más que un juguete caro. Es que el niño emplea sus pulsiones en actividades no específicas y encuentra satisfacciones del mismo modo, en objetos no determinados de antemano.

Sobre la espontaneidad humana

Que la conducta humana brote normalmente como efecto de la contención y desorientación de los impulsos no impide que en ocasiones aparezca también espontáneamente, sin freno, como si se tratara de una conducta animal. Sentimos ternura por un niño de dos años perdido en la calle, por lo que nos tendríamos que hacer mucha violencia para abandonarlo a su suerte. También sentimos horror por el asesinato. Son dos muestras de impulso animal, que sólo puede ser vencido si se interpone un cálculo interesado. También lo es el exceso sexual del preso que sale de la cárcel, así como algunas conductas heroicas que a todos asombran.

Los dos sucesos siguientes son una buena prueba de esto. El primero acaeció en Madrid en los años ochenta. En la terraza de un cuarto piso se vio un cierto día a dos personas de edad avanzada, un hombre y una mujer, pidiendo auxilio porque el edificio estaba ardiendo y ellos habían quedado atrapados dentro. Los viandantes no atinaban a hacer nada eficaz. Unos corrían de aquí para allá, otros gritaban palabras ininteligibles e inútiles, pero nadie decidía hacer algo para salvarlos. En esas pasó por allí un joven en su moto y, sin pensárselo dos veces, bajó de ella, se introdujo corriendo en el edificio, se perdió de vista dentro de él y a los pocos minutos ya debía haber subido arriba, pues se vio cómo el anciano había desaparecido de la terraza y la anciana miraba hacia el interior, atendiendo alguna indicación que le estaría dando. Se oyó acto seguido el estruendo. A continuación la mujer también pudo irse hacia el interior. Se oyó otro estruendo y, después de unos breves instantes, salieron a la calle, llorando maltrechos, los dos viejos. Del joven no se supo más, hasta que más tarde se comprobó que había sido alcanzado por una viga y había muerto.

El segundo suceso tuvo lugar en las aguas del mar, a un tiro de piedra de la bocana de un puerto. Un barco era pasto de las llamas. Era seguro que en cuanto el fuego llegara a las calderas se produciría una enorme explosión. Unos cuantos pasajeros que no habían logrado escapar gritaban aterrorizados, pero nadie se atrevía a coger un bote y salvarlos. La gente se limitaba a contemplar impotente la escena dantesca desde el espigón del puerto. Apareció de pronto una lancha. Eran unos pescadores, que se aprestaban a hacer algo. Lo consiguieron. Cuando el barco estalló por fin, ni los pescadores ni los pasajeros fueron alcanzados y la gente respiró con alivio. Al preguntar a uno de los salvadores por qué lo había hecho, la respuesta no pudo ser más absurda: “No podíamos dejar que se quemaran ¿no?”.

Estos son dos ejemplos de conducta animal, pese al aspecto moral heroico que hay que atribuirles. Son conductas frecuentes en otras especies distintas de la humana. Puede decirse que lo contrario de lo que hicieron los protagonistas de ambas historias es lo propiamente humano. Los que no atendieron la llamada de los ancianos y los que no se atrevieron a salir a salvar a los viajeros del barco actuaron de ese modo por contención de su impulso, lo que solamente pudo deberse al efecto de la contención.

Sobre la conciencia

Ahora estamos en disposición de adelantar alguna noción sobre la conciencia, la gran ausente de nuestras consideraciones.

Lo primero que ha de decirse sobre ella es que está separada de nuestros procesos orgánicos. Ni la conciencia sensitiva ni la racional tienen apenas que ve con ellos. Nadie es consciente de su digestión, nadie sabe casi nada de los músculos y nervios que en perfecto orden tienen que movilizarse para andar, correr, saltar o sentarse, ni de la asombrosa complejidad que hay tras la respiración. En realidad, casi todo lo orgánico nos pasa completamente desapercibido, por lo que la función de la conciencia no puede consistir en estar al lado de la vida, comandándola y dirigiéndola, como creían algunos filósofos clásicos, que la pensaron como reina y señora de lo material. Su principal cometido ha consistido siempre, por el contrario, en contribuir a la perfección del proceso orgánico material, en servir a la vida. No está destinada, pues, primordialmente al conocimiento, sino a la acción.

La primera conciencia es sin duda alguna la conciencia sensible, el conocimiento obtenido directamente por los sentidos, de cuya finalidad práctica no cabe dudar. En el hombre debió formarse durante su vida arborícola, que exigió aguzar hasta el límite los dos sentidos más potentes de que dispone en el presente, la vista y el oído. Después vendría tal vez la fantasía, el lenguaje, la memoria y todo ese complejo mundo interno al que damos el nombre de alma, pero cuando se vislumbra la maravillosa y complejísima cadena de acciones que es la vida, solamente se alcanza a comprender que lo que ahí sucede es muy superior a todo conocimiento que pueda alcanzarse sobre ello. Importa sobremanera vivir, una finalidad que lo orgánico alcanza con enormes esfuerzos, y el alma es el último de ellos. Así se comprende que este fin, el de vivir, sea el primer mandato de muchas religiones y sistemas morales o legales, cual es el nuestro. El fin de la vida no es otro que vivir. Fuera de ésta, no hay otra dirección para ella.

Por esto no puede aceptarse la antigua definición del hombre como animal racional. La razón está lejos del torrente de la vida.

Errores de la psicología conductista y de la etología

Las acciones que los hombres ejecutan sin control provocan ordinariamente espanto o admiración, bien porque se trate de acciones crueles y horribles o bien porque sean heroicas. Son una u otra cosa justamente porque se ejecutan sin esa brecha interna abierta entre el impulso y la acción que hemos accedido a dar el nombre de alma. Así entendida, el alma es el principal factor de hominización. Cuanta más distancia haya entre el impulso y la acción, cuanta mayor sea la interiorización de las pulsiones, más avanzada será la hominización. El freno de los instintos, su transferencia a otro lugar, las combinaciones de unos con otros, el poder de entretenerlos y a medias satisfacerlos con fantasías, etc., no son sino aspectos distintos de una sola cosa, de la distancia interpuesta entre el impulso y la acción. Decir que los animales no tienen alma equivale, en consecuencia, a decir que no pueden tomar esa distancia. También a veces los hombres actúan así, cuando se entregan a la libre energía de sus impulsos. Pero entonces no son hombres, tanto si su conducta merece alabanzas como si merece reproches. Yahvé sólo sopló el alma sobre Adán.

Esta es una gran verdad que la religión ha vislumbrado y que la ciencia no ha podido comprender adecuadamente. La proximidad entre el hombre y los animales, postulada sobre todo por la etología, es negada por estos hechos. Luego no se puede aplicar al hombre el esquema de la conducta del animal, porque no es posible comprenderlo ligando directamente su conducta de hombre al sistema instintivo. Este es el gran error de la etología.

Pero también yerra la psicología en general y el conductismo en particular. El conductismo porque la etología así lo ha demostrado. La psicología en general porque, al dedicarse a estudiar por sí mismas la capacidad de razonar, la vida afectiva, las apetencias, etc., es decir, el alma, la ha desligado de la acción, pero el alma y la conciencia, que es una actividad suya, no están cerradas sobre sí mismas, sino abiertas al mundo, directamente enganchadas a la necesidad de actuar y, en consecuencia, deben ser vistas como lo propio de un ser activo que se ve forzado a remediar su inadaptación con su propia industria.

Aunque es posible aprender muchas cosas de la psicología y de la etología, no hay más remedio que admitir que lo principal permanece inexplicado por ambas. Las dos han contribuido a demostrar fehacientemente que casi no es posible diferenciar muchos aspectos de las conductas animales y las humanas, que los animales aprenden, que son capaces de modificar su conducta, que algunos incluso tienen el poder de fantasear, de representarse interiormente imágenes y recuerdos, etc. Todo esto hemos se muestra con claridad en ambas ciencias. En todo esto no puede ser muy grande la diferencia entre los animales y el hombre. Pero la diferencia subsiste, pese a todo. Se pueden hallar muchas semejanzas entre un reino y otro, pero lo importante no se explica por ese camino. Sea el caso de la guerr. Muchos creen que ésta no es más que la satisfacción de la cólera, el odio o la sed de venganza, y que, por tanto, responde al sistema instintivo humano. Pero es un magno ejemplo de lo contrario. El soldado furioso falla el tiro, pero el buen general, que frena su deseo de matar o ni siquiera lo siente, tiene todas las posibilidades de ganar la batalla destruyendo y matando al enemigo precisamente por contener su deseo, no por satisfacerlo directamente. No es el instinto, sino su control, contención y desviación, lo que conduce al fin deseado por el hombre.

La naturaleza humana

Queda, pues, sentada la diferencia fundamental entre los hombres y los animales. Todo lo dicho sobre la contención y transferencia de los impulsos, sobre la previsión propiamente humana, sobre la ausencia casi total de espontaneidad y sobre desorientación instintiva propias del hombre, conduce a comprender hasta qué punto lo propio de su conducta y su ser no es lo que le viene dado directamente por su naturaleza orgánica. La naturaleza ha hecho de los otros animales lo que son de una vez por todas. En el hombre, por el contrario, la naturaleza, la physis, se presenta como una tarea difícil. Su ser de hombre nunca está dado al principio, sino que ha de ser en cada caso el fruto de un trabajo persistente. El hombre es un ser de amaestramiento y domesticación que en cada generación tiene que empezar desde cero, modulando su vida pulsional desde el principio. Sísifo estaba condenado en el Tártaro a empujar hasta lo alto de un monte una piedra que caía cuando llegaba arriba, y tenía que volver a subirla para repetir otra vez lo mismo. Así la humanidad. Puesto que no le ha sido dada una naturaleza cerrada y completa, tiene que lograrla por su esfuerzo permanente. Su naturaleza es lo que hace de sí misma, el resultado siempre inestable del cultivo de su campo. De otra manera: su naturaleza es su cultura.

Esta noción de naturaleza es la que aparece al principio de estas lecciones. Hemos cumplido, pues, el primer objetivo que nos habíamos señalado, descubrir la naturaleza humana. Nos falta ahora el descubrimiento de la cultura.

La cultura

Fue Nietzsche (1844–1900) quien describió al hombre como un animal no fijado, y Gehlen (Antropología filosófica…, pp. 38 y ss), abundando en lo mismo, ha dicho hace poco que sobre el fondo de los demás animales, sujetos a su instinto y guiados por él, que viven en un mundo exclusivamente suyo, cerrado para cada especie, ordenado previamente y hasta tal punto inalterable que un individuo nunca podría encarar las fronteras que lo limitan y las causas que le han hecho nacer, se alza el hombre. Este está dotado de una fuerza instintiva que, aunque tiende a cero, está sobrecargada y tiene que contenerla. Por lo primero está dispuesto al extravío y al caos. Por lo segundo consigue poner diques a dichos extravío y caos. ¿Cómo lo logra?

Dedicando una gran cantidad de trabajo a la construcción y defensa de instituciones sociales. De ellas se sirve como de diques de contención contra un desorden siempre presto a emerger de lo profundo de su propio ser natural. Son instituciones como la moral, la religión, el derecho, el matrimonio, el Estado, los sistemas penales, la escuela, la propiedad, etc. Al animal le basta y le sobra con el instinto para alcanzar un fin, la supervivencia y la adaptación al medio y a otros animales, que el hombre sólo alcanza con dificultad. Por esto la cultura, que es la suma de esas instituciones, no es algo que se sienta obligado a soportar y a sufrir, sino algo que necesita para vivir.

Excesivamente imbuidos de la filosofía de Rousseau (1712–1778), que dijo que los hombres nacen buenos y se vuelven malos por causa de las instituciones sociales, por la de Marx (1818–1883), que predicó la necesidad de destruir las actuales instituciones políticas para eliminar las injusticias, y por la de Freud, que insistió en el potencial represivo de las inclinaciones humanas por parte del superyo, que es la propia cultura reprimiendo al sujeto desde su interior, muchos individuos de nuestro siglo han mirado las instituciones sólo por su cara negativa, por el control que ejerce, a veces despóticamente, sobre los hombres, y han creído que su desaparición traería consigo la libertad. Pero es una mirada equivocada.

Las instituciones sociales salvan al hombre, no lo oprimen. Lo salvan ante todo de sí mismo, de la dispersión y el desorden que anidan en su interior, porque el hombre es, como hemos sentado ya, un animal que no encuentra acomodo en la naturaleza para vivir en ella y para volcar sobre ella su interior. Al faltarle la adaptación filogenética de los demás animales, tiene que construir su propio nicho para estar al abrigo de sus propias pulsiones, aprendiendo a redireccionarlas y a aprovechar lo que pueda extraer de una naturaleza que no lo ha fijado a un medio particular. Esto es lo que quiere decirse al afirmar que el mundo humano es abierto. Pero este mundo se encuentra realmente fragmentado en una multitud inabarcable de culturas distintas. No podía ser de otro modo siendo su autor el animal no fijado. Tales culturas actúan unas sobre las otras de muchas y variadas maneras, como enseña la historia. Unas veces se imitan, otras se ignoran, otras se destruyen. Basta pensar en los romanos, que copiaron la filosofía y la religión de los griegos, destruyeron la civilización cartaginesa, y que, antes de que su Imperio traspasara las fronteras de Italia, eran solamente una de las muchas culturas existentes en Europa, que apenas habían establecido contacto alguno entre sí.

Partes de la cultura

Esa diversidad no impide reconocer ciertos componentes comunes. Unos son visibles, otros invisibles.

Entre los primeros se cuenta únicamente el conjunto de las cosas materiales de muy variadas clases presentes en toda sociedad: herramientas, armas, casas, embarcaciones, instrumentos de cocina, ropa, imágenes y vestimentas religiosas, objetos de culto, etc. Es la parte material de la cultura, pero no sería nada si no estuviera animada de otras fuerzas invisibles, o espirituales que, por ello, son lo verdaderamente real. No en vano les dio Hegel el nombre de espíritu objetivo.

Una de estas fuerzas consiste en los conocimientos necesarios para construir y manejar los objetos materiales. La abundancia de máquinas y artilugios producidos por la tecnología actual es una buena prueba de esto, pero algo semejante ha sucedido en todas partes.

Otra es el sistema de leyes morales y religiosas implicadas en su uso, que, por ejemplo, impedirían en nuestro tiempo que cualquier persona osara ponerse las vestimentas que usa el sacerdote para celebrar la misa, algo que sólo ocurre cuando saltan en pedazos la moral y la religión, como en una guerra civil.

También tiene que existir alguna organización social y política, como una costumbre matrimonial o una forma específica de gobierno, para la utilización de esos objetos. Así, sólo tienen derecho a usar las armas los policías, los militares y aquellos a quienes el Estado autoriza.

Y tiene que haber asimismo un núcleo de valoraciones que recaigan sobre las conductas y las cosas. Una moneda de 500 pesetas, por ejemplo, no es lo mismo que otra de 100.

Por último, ha de haber una lengua que sirve de canal de transmisiones entre los miembros de una sociedad. La lengua sirve para comunicarse los valores, los conocimientos, las órdenes religiosas o políticas, etc. La lengua es también una fuerza invisible o, mejor dicho, inaudible. Es el habla lo que se oye, no la lengua. El primero es una actualización de la segunda, según dijo Saussure.

La cultura es, en fin, la naturaleza reformada, entendiéndose que en esa reforma quedan incluidas tanto la naturaleza del medio físico como la del propio hombre que lo modifica. Es un laboratorio en que se forman y moldean las percepciones, los impulsos y los estados afectivos de cada ser humano. Las manos, las piernas, los ojos, los oídos, el paladar y el olfato se ajustan, mediante el uso de los objetos artificiales, a unos fines que no existirían si no fuera por ellos. La laringe y la lengua son también modificadas y adiestradas para producir sonidos que puedan reconocer como significativos los otros individuos de la sociedad. Los procesos nerviosos, en suma, son el objeto de una forja tan profunda que se produce un nuevo ser.

Por estos motivos el hombre no capta solamente lo que satisface su instinto ni actúa en consonancia con la necesidad de satisfacerlo. ¿Como sería entonces capaz de deleitarse oliendo las flores, de distinguir las estrellas o de disfrutar con la comida elaborada si nada de esto es útil para la supervivencia? La música, por ejemplo, no existe en la naturaleza antes de que el hombre haya desarrollado su sentido musical. Después, cuando esto ha sucedido ya, el sonido natural, pautado por los pentagramas del compositor, existe sólo como realización de una tendencia humana. El canto de un jilguero no es una canción para otro jilguero, sino una advertencia o una amenaza, algo así como: “Sépase que estoy aquí y que estoy dispuesto a defender este lugar”. Para el hombre que muere de hambre la comida no es vista como un placer, sino como una necesidad y él mismo está por ello reducido a su animalidad. Y el deseo sexual se satisface raramente con la misma espontaneidad del animal. La institución familiar, que existe de una u otra forma en todas las culturas, es una institución de freno, satisfacción y reorientación de esta pulsión y de una variada gama de impulsos añadidos a ella. El hombre y la mujer aprenden en el matrimonio a reprimir su deseo de otra mujer y de otro hombre, dirigiéndolo cada uno hacia el otro. Y junto a la pulsión sexual aparecen otras que, como el amor a los hijos, la obligación de su crianza y protección, la salvaguarda de la propiedad, la planificación del futuro, etc., forman un entramado al que los hombres recurren en todas partes, lo que bastaría como prueba de que se sienten seguros en él. Tanto es así que algunas corrientes ideológicas de liberación sexual, ya sean homosexuales o lesbianas, parecen estar reproduciendo las mismas pautas de la familia tradicional cuando exigen reconocimiento jurídico a sus emmparejamientos, derecho legal a la descendencia, pensiones para el compañero en caso de fallecimiento, etc.

Todas estas instituciones, presentes en cualquier cultura, cumplen alguna finalidad parecida. En su conjunto, son el producto de un organismo activo que interviene sobre el mundo, lo modifica para hallar en él lo que la naturaleza no le ha dado y moldea su propia naturaleza al mismo tiempo. Constituyen además una segunda naturaleza suya, agregada a la naturaleza física que la selección darwiniana le ha prestado.

Y baste con lo dicho, pues parece ser suficiente para comprender correctamente la naturaleza o esencia de lo humano, que no es otra cosa que lo que él hace por sí mismo y lo que, a la vez, lo hace a él mismo, es decir, la suma de instituciones sociales presentes en cada lugar y momento en que hay humanos.

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Sobre la diversidad de culturas

El hombre no posee medio natural, sino mundo, el cual es producto de su acción, es decir, de sus siempre cambiantes habilidades, experiencias, conocimientos y tendencias. La naturaleza en medio de la cual habita no es la naturaleza sin más, sino la naturaleza transformada, y su naturaleza propia de primate vertical que ha liberado las manos de la locomoción para liberar a la boca para la palabra es asimismo lo que él hace de ella. Su medio natural externo y su propio ser interno son el resultado de su actividad. Siendo así, es inconcebible que el hombre hubiera vivido un solo tipo de vida a lo largo del espacio y del tiempo. Eso es algo que compete a los demás animales, pero no a él. Puede ser, por ejemplo, que las golondrinas hagan sus nidos del mismo modo por todas partes desde hace miles de años, pero lo propio del hombre es construir su habitación de mil modos cambiantes.

Por esto no puede pensarse la cultura como una especie de organismo vivo, compuesto de partes dotadas de funciones coordinadas cuya acción contribuye naturalmente a la estabilidad del conjunto. Es un error que no produce más que confusiones. Quienes la conciben a la luz de esta analogía creen que, igual que el aparato digestivo de un caballo tiene la función de digerir, el respiratorio la de oxidar y así todos los demás, de manera que el resultado final es la existencia de un organismo animal equilibrado y sano, así la institución matrimonial, la religiosa, la política, la económica, y todos los demás sectores de la cultura, están también dotadas de funciones que contribuyen al orden general. La analogía, que está muy extendida, lleva a creer que el estado natural de una sociedad es un estado libre de conflictos, lo que parecería confirmarse cuando suceden cambios traumáticos tales como guerras o revoluciones. Entonces, dicen los seguidores de la metáfora, la sociedad sufre una crisis o, mejor, una enfermedad, que debe superar para recuperar la salud. De esta forma de pensar resulta que, como las crisis y conflictos están siempre presentes, o bien se añora un pasado ya extinguido de paz y felicidad o bien se espera un futuro igualmente feliz y pacífico. Unos, los que se adhieren a lo primero, ponen el equilibrio en el ayer; otros, que se adhieren a lo segundo, lo ponen en el mañana. Y tanto los primeros como los segundos ponen en un tiempo que no existe el modelo del que nunca debería separarse la sociedad. Pueden parecer posiciones contrarias, reaccionaria una y progresista otra, pero las dos coinciden en concebir las culturas como sistemas equilibrados y los cambios que les sobrevienen como accidentes que podrían –o deberían– no haberse producido. La única diferencia entre ellas está en la actitud que sus seguidores adoptan ante esos cambios: para unos son deseables y para otros indeseables, para unos malos y para otros buenos.

Pero las culturas no son caballos ni nada parecido, sino sistemas sumamente inestables. El cambio y el conflicto son tan esenciales para ellas como el orden que resulta de la cooperación de los órganos lo es para un organismo vivo. Puesto que también están dotadas de una cierta estabilidad, dado que sus instituciones suelen resistir durante un tiempo, lo más conveniente es aceptar que se trata de dos fuerzas contrarias cuya acción es constante en el interior de toda cultura y que el resultado de su confrontación es el sistema en que los hombres se encuentran viviendo, pensando y actuando. Así se comprende todo con mayor profundidad y no es necesario recurrir a un pasado o a un porvenir, que la mayoría de las veces es solamente fruto de la imaginación mítica o utópica, para dar razón de los hechos presentes. La convicción de que el cambio y el conflicto son características culturales tan esenciales como el equilibrio y la armonía no significa, sin embargo, que todos los cambios y conflictos sean buenos y deseables. Tampoco lo contrario. Cualquiera de estas opciones equivaldría a volver a una de las dos creencias mencionadas, que obligan a pensar lo presente con coordenadas intemporales. Serán buenos o malos en cada caso concreto, que habrá que analizar minuciosamente para poder adoptar la actitud moral adecuada. No se debe, por ejemplo, saludar con entusiasmo la clonación humana como un hecho moralmente aceptable porque significa un avance de la técnica, ni denostarla porque aleja a la humanidad de un supuesto estado natural de armonía, sino estudiarla detenidamente, explorar sus consecuencias probables, su incidencia en la felicidad o desgracia de la gente… y, solamente después de este estudio, aprobarla o condenarla. Como tampoco se debe aprobar sin más un rasgo cultural cualquiera por el simple hecho de pertenecer a una herencia social determinada. La costumbre de la cencerrada, por ejemplo, tan extendida en muchos pueblos de España, no puede merecer un calificativo moral favorable.

Pero los conflictos y cambios de que aquí se trata no son los que entablan entre sí los individuos, sino los que enfrentan a las instituciones, por más que son ellos quienes los sufren ¿Quiénes habrían de sufrirlos si no, puesto que las instituciones no sienten placer ni dolor? Son conflictos que se producen en lo que la gente cree que debería hacerse, en lo que cree que se hace realmente y en lo que realmente se hace, es decir, en los valores institucionalizados, en las visiones compartidas de la acción social y en la acción social misma. Estos tres niveles se interpenetran mutuamente, razón por la que el conflicto puede también producirse entre uno y otro cualquiera de ellos. Sean suficientes los siguientes ejemplos. El primero es el drama de la Antígona de Sófocles, que, en contra de lo que pudiera parecer, no narra el enfrentamiento entre dos personalidades de carácter opuesto, despótica la primera y rebelde la segunda, sino entre el poder creciente del nuevo estado, que absorbe cada vez más funciones del orden social, y el de la familia y la religión tradicionales, que se resisten a perderlas. La protagonista sufre porque ha sido atrapada entre esas dos corrientes contrarias. Un tiempo antes, cuando lo religioso había reinado sobre lo político, o un tiempo después, cuando lo político había ya prevalecido definitivamente sobre lo religioso, tal sufrimiento no podría haber tenido lugar y Antígona no habría existido. Este es el motivo por el que nuestra época liberal e individualista, incapacitada para vivir como los antiguos el choque de las dos instituciones, ha transformado el drama de Antígona en el enfrentamiento entre un déspota y una mujer rebelde. Los siguientes ejemplos, proporcionados por Beattie (Beattie, J., Otras culturas. Objetivos, métodos y realizaciones de la Antropología Social, trad. de A. de Alba, revis. de M. C. G. de Choaqui, F. C. E., México, 1972, pgs. 329 y ss.), tienen que ver con la decadencia de la poliginia y las costumbres seguidas para los enlaces matrimoniales en toda Africa por influencia directa de los misioneros cristianos. En Bunyoro, una tribu de Uganda, un joven había conseguido un trabajo de maestro en una escuela dependiente de la misión y había desposado según el reciente rito cristiano a una mujer, pero posteriormente había desposado a otra siguiendo los ritos tradicionales en el pueblo de sus padres, en cuya propiedad había construido una casa para ella y los dos hijos que ambos habían tenido. Se hallaba por causa de esto en una situación comprometida, porque si sus superiores lo hubieran sabido le habrían obligado a optar por el trabajo o por su segunda esposa. Por otro lado, no se comprende bien que pudiera compaginar dos criterios morales de vida familiar tan contrarios. El conflicto no es menor en otros lugares donde los misioneros han logrado eliminar la antigua costumbre del pago de la dote, lo que ha conducido a una situación no deseada por ellos mismos, toda vez que muchas jóvenes que han contraido matrimonio apenas se consideran casadas precisamente por haber faltado el pago de la dote. Sabiendo que sus padres no tendrán que devolverla, abandonan a sus maridos y se dedican a pasar de hombre en hombre, desembocando en una especie de promiscuidad que escandaliza a los misioneros más que la antigua costumbre de la dote. Para colmo, algunos nativos les culpan además de haber metido las ideas modernas en la cabeza de las jóvenes, induciéndolas a la lujuria y las enfermedades, y se lamentan de que algunas chicas prefieren vivir como prostitutas y “jugar” en los senderos como animales antes que desposar a un hombre, por lo que bastantes varones tienen que vivir solteros.

No todos los cambios son traumáticos. Muchos se mantienen dentro de la estructura existente, sin modificarla, como sucedió a la dinastía visigótica, que subsistía a pesar de que cada monarca solía heredar el trono asesinando a su antecesor. En casos semejantes los cambios se operan en el seno del marco normativo existente, se pueden resolver con los recursos tradicionales y no se convierten en una amenaza para las instituciones existentes. Otros cambios, más radicales, como los casos africanos que acabamos de mencionar, dan al traste con el sistema social vigente. Son conflictos estructurales, que perturban de tal modo alguna o varias instituciones que éstas ya no engranan en las demás. Entonces puede ocurrir que, si la sucesión de desórdenes llega a una nueva fase de estabilidad, se trate ya de una cultura nueva. Habrá ocurrido entonces una revolución. En el otro caso son simples rebeliones que no trastornan el orden cultural. La experiencia política proporciona muchos ejemplos de uno y otro signo.

Diversidad y etnocentrismo

Puesto que el conflicto y el cambio son cualidades estructurales de la vida humana, ésta no podía menos que desenvolverse en un gran número de unidades diferenciadas. Teniendo en cuenta, además, su caracterización biológica, natural, es decir, su ausencia de especialización, se comprende que difícilmente podía originarse un tipo uniforme de vida. Aunque la uniformidad física del hombre es tan alta que muchos expertos se niegan, con razón, a admitir la existencia de razas biológicas, su existencia se caracteriza por una inestabilidad y plasticidad ilimitadas, lo que se ha traducido en una extraordinaria diversidad de mundos humanos, o culturas.

Es lo primero que la observación ofrece al estudioso: una inmensa diversidad de normas jurídicas, creencias religiosas, lenguas, tipos de familia y parentesco, formas de autoridad…, tan distintas entre sí que parece que las variables han absorbido a las constantes, como si no hubiera nada en común entre las formas humanas de vida. Aunque debe haber algo universal en las culturas humanas, lo cierto es que, siempre que se olvida la diversidad y se pretende establecer alguna generalización sobre la política, la lengua, el hombre, la mujer…, se logra solamente formular afirmaciones subjetivas, válidas como mucho para la cultura de quien las hace, pero vacías, inútiles o simplemente falsas para el resto. Lo paradójico es que este proceder es universal. A cada hombre le parece natural lo propio, aquello que ha vivido en su tradición, en tanto que lo extraño se le presenta como aberrante o cómico. Pero esto no debe causar extrañeza. Que los modos de vida sean naturales para quienes han nacido y crecido en ellos, y sean convencionales para quienes no, es algo que brota espontáneamente del proceso de aculturación existente por necesidad en todas partes y es, en consecuencia, universal. Si sucediera lo contrario, si esos modos de vida se presentaran a los ojos de quienes los interiorizan y los hacen suyos como formas arbitrarias y convencionales no ancladas en la naturaleza de las cosas, entonces no podría fortalecerse la identidad del yo. La fe en las pautas culturales adquiridas ya desde la infancia es un requisito indispensable no solamente para la existencia y transmisión de dichas pautas, sino también para que cada sujeto sienta que su ser está sólidamente fundado. En caso contrario, la vida amenazaría ruina. Dicho de otra manera: el etnocentrismo, es decir, la creencia firme en la superioridad y en el carácter natural de la propia cultura frente –o contra– las demás acompaña a todos los hombres. Sólo se convierte en un problema cuando se racionaliza, cuando se comprende que es causa de acciones que solamente pueden suceder para mal de otros pueblos, de lo cual son una magnífica expresión, entre otras mil que se podrían traer a colación, las discusiones que los pensadores españoles e indios mantuvieron, cada uno por su lado, en tiempos del descubrimiento y conquista de América. Para los primeros se trataba de averiguar si los indios eran hombres o animales. Para los segundos si los españoles eran hombres o dioses. Puede servir también de ejemplo la consideración de dos formas de gobierno que se llaman a sí mismas democráticas, la ateniense antigua y la occidental contemporánea. Compare el lector lo que se dice sobre la primera en el tercer texto de este tema con lo que él mismo sabe de la segunda, que es la suya propia y suele presentarse como heredera de aquella otra.

Lo cierto es que no podemos hacernos una idea de la variedad real de culturas. Podemos conocer algunas que existen en territorios diferentes del propio, como también podemos conocer saber algo de algunas otras que han existido en el pasado, a través de los documentos escritos que nos han legado, pero sólo para caer en la cuenta de que todas ellas cuentan con una historia de varias decenas de miles de años de la que no ha quedado prácticamente ni una sola huella. No puede satisfacerse el deseo de conocer la totalidad. Tampoco es fácil trazar líneas generales para clasificarla sus partes, porque algunas sociedades cercanas tienen rasgos culturales muy diferentes, en tanto que los de otras más alejadas son muy parecidos, porque unas convergen a un solo tipo desde posiciones contrarias y otras se separan desde posiciones iguales. En el interior de cada cultura intervienen simultáneamente dos corrientes contrarias, una de las cuales tendiera a acentuar lo que la diferencia de las demás y la otra lo que la hace semejante, siendo su resultado una tendencia global a mantener un cierto nivel de diversidad, de manera que parece como si las culturas resultasen perjudicadas tanto al sobrepasarlo como al no llegar a él. Esto es válido no solamente por lo que respecta a la diversidad externa, sino que también lo es para la interna, cuya producción es constante, pues en el seno de cada cultura aparecen sin cesar diferenciaciones de castas, de clases, de profesiones, de ideologías políticas, de clubes, de creencias religiosas, etc…

La diversidad es cambiante porque sus motivos lo son. Unas veces la produce el aislamiento, otras la proximidad, debido a que muchas costumbres nacen del deseo de tener una identidad que no sea la del vecino más cercano, incluso del que vive con uno mismo, de lo cual hay seguramente muchas muestras en la situación política del presente, tanto en Europa como en otros lugares del mundo. Las sociedes aisladas se diversifican, como sucedió con las que cruzaron el Estrecho de Bering hace más de 15.000 años y vivieron en el Nuevo Mundo durante todo ese tiempo, hasta el descubrimiento del siglo XVI. Pero también se diversifican las sociedades que mantienen relaciones entre sí.

Lo verdaderamente extraño es que esta diversidad no haya sido vista como el estado natural que tenía que venir originado por la tendencia al cambio y la inestabilidad propias del animal humano, que brotan en último término de su caracterización biológica, natural. En vez de ello, se ha visto y se sigue viendo como algo a lo que hay que resignarse, si no como una monstruosidad. Lo más corriente es identificar las culturas extrañas como pintorescas, bárbaras, salvajes, primitivas…, una actitud que está presente en todas las sociedades. Solamente algunas de ellas han forjado el concepto de humanidad como algo que se extiende a todos los hombres sin distinción, lo cual ha sido obra de sus creencias religiosas o filosóficas, como el cristianismo, el estoicismo, el islam y el budismo. Las demás sociedades, es decir, casi todas las que existen, siempre han creido que los hombres que no pertenecen a su grupo o a su etnia no son hombres completos. De ahí vino, por ejemplo, la denominación de “bárbaro” que los griegos y los romanos dieron a los que no eran como ellos, seguramente por alusión a unas lenguas extrañas que ellos asimilaban a la época de lalación infantil. De ahí vino también el que los españoles se sintieran autorizados moralmente para esclavizar a los indios de América, porque creían que eran animales sin alma humana, y el que, como contrapartida simétrica, algunos grupos de indios hirvieran en agua a prisioneros españoles para comprobar si eran dioses o no. Lo paradójico de esta forma de concebir a los demás es que cuanto más se empeña uno en distinguirse de una cultura ajena más se le asemeja, pues no otro es el proceder de todas ellas. Lévi–Strauss dice con razón que es bárbaro el que cree en la barbarie.

El hecho de la diversidad es, en suma, tan abrumador que incluso las grandes filosofías y religiones que han proclamado la igualdad esencial de los hombres y la obligación consecuente de portarse fraternalmente unos con otros se equivocan cuando inducen la creencia en que la humanidad se realiza en un hombre abstracto, en un hombre que no es francés, español, sioux o bantú, porque con ello tienden a borrar los límites que distinguen a las culturas. Así sucede también cuando, imbuidos de la creencia en la universalidad de la naturaleza humana, muchos hombres cultos de nuestro tiempo adoptan un evolucionismo cuyo único resultado es eliminar mentalmente las diferencias, pues tratan cada uno de los estados culturales como etapas de un desarrollo único que arranca de un punto fijo y convergen en otro.

El evolucionismo darwiniano no puede ser puesto en duda al referirlo a la estructura biológica del hombre, pero sí al referirlo a su mundo cultural. Cuando las capas superpuestas del terreno muestran diferencias en el esqueleto del caballo, no es inadecuado ordenar éstas según una secuencia que va del animal más antiguo al más reciente, porque estamos seguros de que un caballo nace directamente de otro caballo. Pero cuando las capas del terreno muestran diferencias en la piedra tallada no es aceptable establecer secuencias del mismo modo, porque un hacha de piedra no nace directamente de otra. La aplicación de estos procedimientos a los demás sistemas culturales engendra todavía mayor confusión, porque las relaciones de procedencia entre éstos no son tan simples. Muchas ideas políticas y jurídicas del presente proceden del Cristianismo, pero muchas ideas del Cristianismo proceden de la filosofía estoica, que a su vez procede de la antigua filosofía griega, una parte importante de la cual se origina en la mitología olímpica, etc… ¿Cómo generalizar tales secuencias para aplicarlas a otras culturas? Sin embargo, este proceder está tan extendido y parece tan sólido que son pocos los que se paran a examinar sus fundamentos y a reflexionar si lo que parece evolución y progreso no es un defecto de perspectiva.

Clases de historia

Se presenta a veces el caso de las sociedades americanas, que cruzaron el Estrecho de Bering hace cerca de 20.000 años y colonizaron después todo el continente de manera sistemática y continua, como un caso claro de progreso. Como además contribuyeron de forma importante, una vez que fueron de nuevo descubiertas y colonizadas por los europeos en el siglo XVI, a los cambios que tuvieron lugar en Occidente, es fácil considerar que han tenido progreso. Por un lado exploraron todos los recursos naturales del Nuevo Mundo, domesticaron las más variadas especies animales y vegetales para su manutención, incluso aprovecharon sustancias venenosas, como la mandioca, para alimento, promovieron la cerámica, el tejido, los metales preciosos, etc… Por otro, contribuyeron de modo importante al desarrollo del Viejo Mundo aportándole el tabaco, la coca, la papa, el hule, el maíz, el cacahuete, el cacao, el tomate, varias especies de algodones y de cucurbitáceas, etc… Conocían además el cero, que es la base de la aritmética moderna y fue desconocido por griegos y romanos, su calendario era más exacto que el de Europa por la misma época, algunos regímenes políticos, como el de los mayas, habían sido socialistas, según creen unos, o totalitarios, según creen otros, pero en todo caso parecían haber representado una anticipación de lo que después ha sucedido en extensas regiones europeas…

Dadas estas premisas, resulta difícil no conceder que las sociedades americanas representan un caso claro de progreso. Pero cabe dudar si este reconocimiento se debe, antes que a cualidades objetivas de aquellas sociedades, a nuestra propia visión cultural subjetiva. Si los adelantes mencionados no lo hubieran sido en el sentido de acercarse a nosotros, ¿estaríamos igualmente dispuestos a reconocer que esas sociedades progresaron? Si, en lugar de haber cambiado en una dirección parecida a la nuestra, lo hubieran hecho en otra distinta, si hubieran desarrollado otros valores que en nada interesaran a nuestra observación, ¿habríamos aplicado igualmente la calificación de progresiva a la historia americana? Esa calificación, al igual que su contraria, dependen de la perspectiva en que se sitúa en historiador más que de las propiedades intrínsecas de la cultura observada. Toda cultura que cambie en una dirección parecida a la de él es progresiva, en tanto que las demás son estacionarias, sociedades detenidas en el tiempo, pero no por serlo realmente, sino porque su desarrollo no tendría significado alguno para él. La historicidad real de las culturas no es, en principio, una propiedad intrínseca suya sino de los intereses en que nosotros estamos comprometidos.

Una persona que viaja en un tren creerá ver que la velocidad de los otros trenes es mayor o menor según se alejen o se acerquen a él mismo. Incluso le parecerá que uno que circule en su misma dirección y a la misma velocidad permanece inmóvil. Con las culturas sucede justamente lo contrario. Aquella en que nos hemos criado nos impone un sistema de referencias desde el cual juzgamos a las demás y por este motivo estaremos dispuestos a creer que la que lleva una dirección distinta de la nuestra no se mueve y que la que se desarrolla en el mismo sentido sí lo hace. Además, lo mismo que el viajero del tren obtiene el máximo de información de otro tren que lleve su misma dirección y velocidad, pues puede ver incluso las caras de los viajeros, examinar sus vagones, calcular la longitud que tiene, etc…, y obtiene el mínimo de otro que cruza en dirección contraria, del que sólo percibe un borrón confuso y veloz, también el viajero de una cultura se halla en posesión de más conocimientos sobre aquellas otras que cambian como la suya y menos de las que llevan otra dirección. Pero, así como el viajero hará bien en pensar que el exceso o el defecto de información se deben a que el otro tren lleva su misma dirección o a que lleva la contraria, el viajero cultural haría bien preguntándose si el escaso desarrollo que atribuye a una sociedad cualquiera se debe más bien a su falta de información que a la realidad objetiva.

La distinción entre sociedades que evolucionan y sociedades que están detenidas resulta del enfoque con que se las comprenda. Podría, por ejempo, adoptarse el criterio de los medios técnicos que la civilización occidental está produciendo a gran escala desde hace dos siglos para extraer de la tierra una enorme cantidad de energía. En ese caso habría que fijarse en la cantidad de energía disponible per capita, lo que situaría a la cabeza a los Estados Unidos, después a Europa, después a Japón, etc…, y al final quedaría una masa confusa de sociedades asiáticas y africanas que no guardan entre sí ninguna relación, pero que serían clasificadas bajo un mismo rótulo. Pero entonces se estarían pasando por alto los demás sistemas que forman la cultura: el social, el cognoscitivo y los demás, que no permiten pensar como semejantes sociedades que muy poco tienen que ver entre sí. Lo importante no es que Fenicia haya inventado la escritura, China la pólvora, la brújula y el papel, la India el vidrio y el acero, y así sucesivamente, lo que dejaría a muchas culturas fuera de nuestra consideración, sino el modo en que cada cultura integra, absorbe o excluye estos elementos. Todos los hombres poseen artes, lenguaje, conocimientos positivos, creencias religiosas, organización política que configuran conjuntos más o menos integrados. Lo que importa es el conjunto, no los rasgos separados.

Sobre el evolucionismo cultural

Para examinar más detenidamente esta cuestión del progreso, aceptaremos provisionalmente la usual clasificación de culturas:

  1. Culturas primitivas prehistóricas.
  2. Culturas primitivas actuales.
  3. Culturas civilizadas actuales.

El grado de conocimiento del primero de estos grupos, compuesto de sociedades cuya existencia llena el Paleolítico y el Neolítico, es casi nulo. En Europa han existido hombres –varias especies de Homo Sapiens al principio– que tallaron primeramente herramientas de piedra. Después hubo otros que afinaron el tallado y posteriormente otros supieron pulimentar el hueso y el marfil. Más tarde todavía llegó la alfarería, el tejido, la metalurgia, la cerámica, la construcción de ciudades, la agricultura y el pastoreo. De ellos solamente ha quedado alguna pequeña porción su sistema material, junto con algunos fósiles óseos encontrados por los paleontólogos, pero prácticamente nada de sus sistemas de comunicación, social, de conocimientos o de valores. Cuanto se pretenda reconstruir con tan escasos materiales será siempre dudoso y nunca estará libre de controversia.

Es lo que pasa, entre otros casos, con el llamado culto del oso que supuestamente habría practicado el hombre de Neanderthal. Los datos empíricos en que se basa la suposición son varios cráneos de oso hallados en arcones de piedra, en Suiza, algunas osamentas ordenadas a lo largo de las paredes, en varios sitios diferentes, un cráneo colocado en un nicho, en Austria, cráneos en cuyos orificios nasales parecían haberse introducido huesos, en Ehrenberg, cráneos cubiertos por un montoncillo de arcilla, una sepultura de oso, en Dordogne, y cráneos que parecen colocados intencionalmente en el suelo, en Yugoslavia. Al construir el culto del oso con estas pruebas suele pasarse por alto que todas pueden explicarse por la conducta del propio animal. Millares de osos de las cavernas hibernaron en ellas fuera de la zona iluminada, donde la temperatura se estabiliza. Allí parían las hembras y cuidaban a los oseznos durante los primeros meses de vida. Algunos de ellos, adultos o pequeños, murieron en el mismo sitio. Puesto que esto sucedió durante muchos miles de años, tuvo que haber un número grande de osos que circularon y escarbaron entre los huesos de otros muchos animales muertos anteriormente, modificando su disposición original. De hecho, casi nunca se han encontrado huesos seguidos del mismo esqueleto. Los osos se introducían por todas partes. Sus patas arrinconaban algunas piezas más voluminosas, junto con piedras, en las fisuras de las paredes, por lo que éstas tuvieron más posibilidades de resistir el paso del tiempo, hasta el hallazgo actual de los cráneos por los buscadores. Que algunas falanges se deslizaran entre los cráneos es normal y no ha de invocarse por ello una voluntad humana consciente. Por otro lado, cuando el oso cavaba su refugio hacía una selección entre las osamentas y se procuraba una superficie lisa y despejada, dejando una orla de arcilla o de pequeños montículos, en la que se habían acumulado los cráneos y huesos largos apartados por el animal, por lo que tampoco vale apelar a la actuación religiosa del hombre de Neanderthal para explicar el hallazgo de los supuestos “túmulos” funerarios, ni es forzoso imaginar la escena de un hombre que ha practicado un círculo de huesos de oso alrededor de sí para invocar su espíritu.

Actuando de modo parecido a éste, es decir, con un material empírico muy escaso, bastantes prehistoriadores ordenan sus hallazgos dándoles el sentido de una evolución y presentan unos como pertenecientes a culturas inferiores y los otros a culturas superiores. Hace años resultaban unos esquemas atractivos por su simplicidad: 1) la edad de la piedra tallada, 2) la de la piedra pulimentada, 3) la del cobre, 4) la del bronce, 5) la del hierro, etc… Pero hoy se sabe que a veces el tallado de la piedra ha convivido con el pulimentado, que las etapas del Paleolítico –Inferior, Medio y Superior– coexistieron en varias ocasiones, que el Levalloisiense, que cayó entre el 250.000 y el 70.000 a. d. J., alcanzó una perfección en el tallado de la piedra que solamente se alcanzaría unos 250.000 años más tarde, etc…

No se debe negar la existencia de progresos, sino comprender que éstos se resisten a ser fácilmente ordenados en una serie regular continua. Es más prudente admitir que han sucedido por saltos y no siempre en la misma dirección ni cada vez más lejos, que el progreso humano no es como subir una escalera, siempre hacia delante y hacia arriba, sino como jugar a un juego en que unas veces se gana y otras se pierde y en que todo depende de las combinaciones que salgan.

El segundo grupo está compuesto de sociedades actuales cuyas técnicas son tan rudimentarias como las del Paleolítico. De estas sociedades conocemos con cierta precisión, como mucho, una décima parte, y ya no es posible saber más, porque casi todas han desaparecido ya y las que quedan han cambiado tanto que no es posible reconocer cómo eran antes de su contacto con Occidente. Sin embargo, en lugar de admitir esa irremediable ignorancia, se suele ceder a la tentación de asimilarlas a las sociedades de la Prehistoria. Como no tienen electricidad, teléfono, vehículos motorizados, ni ninguno de los adelantos de las sociedades industriales de Occidente, y algunas de ellas pintan además sus figuras en las paredes rocosas, se acepta sin más que son sociedades detenidas en el tiempo, similares a las de Altamira. Por este procedimiento, que es el de pasar del parecido de algunos aspectos al parecido de todos ellos, se olvida lo más fundamental: que se trata de culturas contemporáneas. Es un procedimiento cómodo, pero que carece de lógica. Es indudable que hay alguna similitud entre el tallado de la piedra de algunas tribus primitivas actuales y el del Paleolítico, pero ahí acaba todo. De hecho, los prehistoriadores no usan lo que se conoce de lo primero para extraer conclusiones sobre lo segundo. No se sabe a ciencia cierta qué utilidad tenían las herramientas líticas antiguas, y menos todavía puede saberse algo sobre el lenguaje, la organización social, los conocimientos y los valores de entonces.

Admitir que unas sociedades son etapas del desenvolvimiento de las otras es admitir que unas cambian y las otra no, lo cual es un error, pues no existen pueblos sin historia, sino solamente pueblos que no han conservado registros de ella. En todas las sociedades ha habido hombres que han luchado, trabajado, gozado, sufrido, etc…, durante decenas y aún centenas de miles de años. No hay pueblos atrasados o infantiles, detenidos en el tiempo, sino pueblos que no conservan recuerdo del pasado y otros que sí lo conservan, pueblos sin historia conocida, pero no sin historia real, y pueblos con ella. Mientras unos han dejado pasar su tiempo sin acumular hallazgos y novedades para construir civilizaciones poderosas, otros sí lo han hecho; mientras unos han puesto en la quietud su ideal de vida otros lo han puesto en el cambio. Pero no ha existido ninguno que no haya cambiado.

El grupo tercero es el de las sociedades industrializadas de Occidente, que están rompiendo la tendencia imperante en todo el mundo hasta el siglo XVI. La tendencia a una historia igual, si existió, fue obstruida eficazmente obstruida hasta ese siglo por la diversidad, pero a partir de entonces Europa no solamente abrió las compuestas a la tendencia sino que halló en ella, en la generalización de su ser propio, el fundamento de una historia verdaderamente universal movida por mecanismos iguales. Por esto es lícito preguntarse si los últimos siglos de Occidente no desmienten cuanto hemos dicho en las páginas anteriores. ¿No es cierto que la industrializacón occidental se está extendiendo por todo el mundo y que lo que las otras sociedades procuran reservar contra este avance es solamente su sistema de valores y creencias, lo que Marx llamaba la superestructura ideológica, que es lo más frágil y que puede suponerse que será barrido más pronto o más tarde? ¿No es cierto también que se está extendiendo hasta los últimos rincones del planeta la misma indumentaria, el mismo gobierno, la misma forma de pensar en lo político, lo religioso y lo moral, los mismos gustos musicales, las mismas diversiones e inclinaciones, etc…?

Pero este seguimiento del modo occidental de vida es menos una decisión libre de las sociedades no occidentales que una imposición forzada a la que se han visto sometidas. Europa ha perturbado por todas partes los modos de vida tradicionales interviniendo directa o indirectamente en las sociedades salvajes, enviando soldados, misioneros y funcionarios que han cambiado drásticamente su herencia social. Así lo explica Marx, que refiere el cambio a las variables económicas:

Las viejas industrias nacionales se vienen a tierra, arrolladas por otras nuevas, cuya instauración es problema vital para todas las naciones civilizadas; por industrias que ya no transforman como antes las materias primas del país, sino las traídas de los climas más lejanos y cuyos productos encuentran salida no sólo dentro de las fronteras, sino en todas las partes del mundo. Brotan necesidades nuevas que ya no bastan a satisfacer, como en otro tiempo, los frutos del país, sino que reclaman para su satisfacción los productos de tierras remotas. Ya no reina aquel mercado local y nacional que se bastaba a sí mismo y donde no entraba nada de fuera; ahora la red del comercio es universal y en ella entran, unidas por vínculos de interdependencia, todas las naciones. Y lo que acontece con la producción material, acontece también con la del espíritu. Los productos espirituales de las diferentes naciones vienen a formar un acervo común. Las limitaciones y peculiaridades del carácter nacional van pasando a segundo plano, y las literaturas locales y nacionales confluyen en una literatura universal. (Marx, K., y Engels, F., El manifiesto comunista, trad. de W. Roces, Ayuso, Madrid, 1977, página 27)

La superioridad occidental parece un hecho objetivo, pero si se debe, como parece probable, a que se ha conseguido acrecentar la energía disponible, entonces hay que conceder que Occidente no es la única sociedad que lo ha logrado, porque han existido otras, a las que nuestra inclinación etnocéntrica incluiría entre las primitivas, que han hecho los avances más decisivos en este mismo terreno. Las culturas del Neolítico, que descubrieron la alfarería, la agricultura, la metalurgia y el tejido, adelantos de los que somos todavía deudores, no son tan distintas de la nuestra en ese aspecto, salvo que pensemos, como a veces se ha hecho, que aquellos descubrimientos se hicieron por casualidad y los nuestros por inteligencia, lo cual es una aberración inadmisible. Cuando se miran los avances técnicos de los dos últimos siglos, y aun los del Neolítico, a la escala de la humanidad, se sospecha que la tendencia a comprender nuestro mundo como el centro del devenir humano es una ilusión sin fundamento. Durante la mayor parte de su existencia los hombres se han servido de alimentos silvestres; la agricultura representa solamente un 2% del tiempo que lleva existiendo el hombre, la metalurgia un 0,7%, la creación del alfabeto y la escritura un 0,35%, la física de Galileo un 0,033%, la teoría darwiniana de la selección natural un 0,009%, etc… Sigue siendo cierto que, en lo tocante al desarrollo tecnológico, la civilización occidental ha acumulado más inventos que las demás, que, después de un estancamiento de más de 2.000 años, ha sabido hacer crecer el germen de la Revolución Neolítica agregándole inventos como la escritura y la matemática, y que en nuestro tiempo se presenta como el centro de una revolución inédita en la historia humana. Pero estos mismos hechos deben inspirar cierta modestia en el hombre occidental. La Revolución Industrial apareció en el oeste de Europa, pasó después a Estados Unidos, después a la Unión Soviética, más tarde a Japón, últimamente al Suroeste Asiático, y es harto probable que pronto surja en otros lugares. Algo semejante sucedió también con la Revolución Neolítica, que brotó en la cuenca del mar Egeo, en Egipto y el Cercano Oriente, pasó luego al Valle del Indo y a China, apareció más tarde en el Nuevo Mundo, seguramente de manera independiente… No tiene sentido preguntarse en qué valle apareció primero aquella revolución, probablemente con una diferencia de doscientos o trescientos años, como tampoco lo tiene el pensar que fue el genio europeo el que dio nacimiento a la actual, pues podemos estar seguros de que si no hubiera aparecido en Europa habría aparecido en algún otro lugar del globo y de que, conforme se vaya extendiendo a todas las naciones, cada una de éstas habrá de imprimir en ella características que no poseía en su origen.

Final: el progreso

Parece claro por todo lo dicho que las culturas que han conseguido formas extremas de progreso nunca han sido culturas aisladas, sino culturas que por varios medios, como las migraciones, las guerras, los intercambios comerciales y otros, han logrado combinar los elementos necesarios para realizar un avance significativo. El Renacimiento europeo del siglo XVI era el resultado de una confluencia peculiar de elementos que procedían del mundo griego y el romano, del árabe y el chino, de la tradición germánica y la anglosajona, elementos que se articularon hasta producir la revolución intelectual y tecnológica que se abrió paso en el siglo XVII. No hay sociedades que por sí mismas sean más avanzadas que otras, pues si existieran en soledad no habrían logrado nunca sus avances. He aquí lo que dice un filósofo sobre la lengua española:

Lo que implica el español, como lengua, es una visión del mundo, pero una visión universal precisamente porque es un producto de muchos siglos de incorporación y asimilación de innumerables culturas (como ha ocurrido también con las músicas y los ritmos hispánicos, cuya vitalidad no tiene parangón con los de otras naciones: su sincretismo es un efecto más de «espíritu católico» integrador de culturas: peninsulares, africanas, americanas). La diferencia del español respecto de las lenguas vernáculas, cuya «visión del mundo» ha de ser necesariamente primaria, rural (no por ello menos interesante, desde el punto de vista de la etnolingüística), reside en este mismo punto. Es por su historia, desde que el romance primerizo tuvo que asimilar las traducciones de la filosofía griega a través del árabe, hasta que, ya en su juventud,tuvo que incorporar en su «organismo» los vocabularios jurídicos, políticos, técnicos que necesitaba precisamente como «Lengua del Imperio», sin contar el importante conjunto de conceptos tomados de las mismas lenguas americanas. Por ello, el español es un idioma filosófico «por constitución»: es imposible hablar en español sin filosofar. No hay que atender sólo, por tanto, a la población de cuatrocientos millones que hoy lo hablan, y que va en ascenso, sino a la estructura, riqueza y complejidad desde la que esos cuatrocientos millones lo hablan. Y todo esto, sin duda, es herencia del Imperio. Resulta verdaderamente cómico escuchar a quienes hablan, de vez en cuando, del español en tono de reproche indefinido, calificándolo como «idioma del Imperio». ¿Acaso si no hubiera sido por el Imperio se hablaría hoy el español por tantos millones de personas, y, sobre todo, tendría el español la complejidad, riqueza y sutileza que le son propias? ¿Por qué el latín se extendió por toda Europa? ¿Por qué el inglés por todo un mundo? ¿No fue también a consecuencia del «Imperio»? Quienes, desde posiciones antiimperialistas, «democráticas» o populistas, se refieren críticamente al español en el que hablan como «idioma del Imperio», recuerdan a aquella señora inglesa que, durante el te de las cinco, sin duda, en el que se comentaban las nuevas teorías de Darwin, decía: «Será verdad que descendemos del mono, pero por lo menos que no se entere la servidumbre”.

Siempre que hay algún progreso es por alguna coalición de culturas, que hace confluir, con intención o sin ella, con violencia o sin ella, con conocimiento de lo que está sucediendo o sin él, una serie de probabilidades de cada una de ellas. La confluencia es más rica cuanto más diversificadas son las culturas que entran en contacto, pero este hecho da también lugar a una especie de paradoja, puesto que cada vez que sucede resulta una homogeneización de las culturas participantes y, con ella, una menor probabilidad de que vuelva a suceder. Una solución a este problema podría ser que cada una de las culturas diera lugar a diversificaciones internas, como ocurrió precisamente en las dos grandes revoluciones mencionadas más arriba, la Neolítica y la Industrial. En la primera aparecieron desigualdades sociales desconocidas hasta el momento: los estados, las castas y las clases. Con la segunda apareció el proletariado y la explotación del trabajo humano. El progreso técnico de los dos o tres últimos siglos ha estado acompañado, pues, de la explotación del hombre por el hombre, lo que debe servir para atemperar el orgullo que sienten quienes ven en esto un progreso moral de la humanidad. Otra solución podría consistir en introducir diversificaciones externas, lo que ha ocurrido con la expansión colonial europea del siglo XIX. En ambos casos se trata de lo mismo, de volver a la diversificación original. Pero las dos soluciones son sólo temporales, porque no puede haber explotación si no es en el interior de una sola unidad social, a la que pertenecen el explotador y el explotado, como tampoco puede mantenerse la diferencia entre colonizador y colonizado si no es también en el interior de la misma coalición, por lo que las cosas tendrán que ir inevitablemente en el sentido de la homogeneización, es decir, de la desaparición paulatina de la diversidad. Puede también suceder, como tercera alternativa, que surjan regímenes políticos contrarios, que procuren a su vez mantener la separación entre grupos…

Luego el progreso parece que exige, por un lado, que los hombres mantengan una cierta colaboración que surge de la diferencia, colaboración que, por el otro, tiende a desaparecer cuando llega su turno a la homogeneización. Se trata de una contradicción irreparable, pero quien quiera conservar el espíritu de los dos cuernos del dilema se sentirá obligado, por una parte a defenderse de un particularismo que atribuiría a una cultura o a una raza la supremacía sobre las demás, y, por otra, a tener siempre presente que las soluciones de una parte de la humanidad no valen para el conjunto de ella, que una humanidad homogénea es una monstruosidad. Pero esto significa que debe salvarse la diversidad, no el contenido histórico que haya podido dársele, contenido que no puede sobrevivir de modo natural más allá de un corto tiempo.

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