Sobre el sentido de la existencia

Un individuo cualquiera puede comprobar, sobre todo si tiene ya cierta edad, que las cosas le han ido llegando sin que él mandara sobre ellas, que la vida le ha empujado seguramente de aquí para allá, pero que, pese a todo, él podría haber sido otro porque, habiendo estado en su mano el sí el no para cada una de las oportunidades que la vida le ha presentado, ha dependido de él por igual la virtud, que no es más que energía de la voluntad, y el vicio, que no es sino su contrario, la debilidad de la misma. Si las elecciones han sido guiadas a cada paso por el proyecto que él mismo ha fijado para sí, como el escultor va tallando el mármol eliminando esquirlas, dejando vetas y puliendo su obra a cada instante, entonces se habrá forjado una personalidad definida y firme, capaz no solamente de resistir los sucesos de la vida, sino también de conducirlos. Si, por el contrario, sus elecciones han sido tomadas siguiendo cada vez el azar del momento, entonces será el azar el que habrá conducido su vida sin rumbo. Un ser así siempre está a merced de lo que suceda y no es dueño de nada, sino que todo es dueño de él.

Parece que ahora es posible distribuir correctamente las causas de todo cuanto sucede en una vida humana y matizar lo dicho al principio de esta lección sobre el determinismo y la causalidad. En primer lugar, muchas de las oportunidades que se presentan a un hombre a lo largo de su vida no aparecen por sí solas, sino por las propias decisiones del cada individuo. El galgo se encuentra ante tres caminos porque persigue a la liebre; luego su acción ha surgido de su persecución, como algo añadido a ella, por más que lo que el animal pretende es sólo alcanzar a la liebre, no verse obligado a decidir cuál es el mejor camino para lograrlo. El galgo es libre porque sigue su impulso (libertad positiva) y porque no encuentra obstáculos (libertad negativa) a su impulso, bien entendido que la propia necesidad de elegir un camino es un obstáculo subsecuente a su impulso, de la misma manera que la necesidad de obtener dinero de una u otra manera para comprar droga es una situación en que se encuentra el que ha decidido consumirla, no el que nunca lo ha decidido.

Entre un galgo y un hombre parece haber la diferencia de que mientras el primero no se propone siquiera una sola vez hacer otra cosa que seguir lo que le dicta su impulso, el segundo puede interponer algo, su educación, entre su impulso y la acción y optar por otra cosa. ¿Se diferencia el hombre de los animales en que puede desobedecer sus deseos?

Una respuesta correcta a esta pregunta es útil para comprender mejor de qué manera es el hombre causa de su propio ser y de qué manera no lo es. Examinemos el caso de un impulso que todos sienten acaso como el más fuerte de todos, el de seguir vivo y no morir. Colocado por mi propia decisión en el borde de un barranco, porque estaba dando un paseo y sentí curiosidad por asomarme a él, puedo ahora mismo tirarme por él de cabeza o quedarme quieto donde estoy. ¿Depende de mí tanto una cosa como la otra? Quien crea que ser libre es disponer de libre arbitrio o libertad de indeterminación dirá que sí, pues nadie negará que tengo músculos capaces de dar el salto y nervios capaces de activar los músculos, por lo que no es físicamente imposible. Tampoco es lógicamente contradictorio. Se podría concluir que tengo libertad de hacerlo o no hacerlo, pero sería un error, pues queda todavía un cierto punto de vista para tratar esta cuestión, punto de vista desde el cual no me es posible saltar: para ello tengo todavía que querer matarme y para querer matarme tengo que vencer el enorme apego que le tengo a la vida y el grandísimo horror que le tengo a la muerte. ¿Cómo decir aún que está en mi mano hacer algo a lo que me resisto con todas mis fuerzas? Tendría que desearlo, pero justamente esto me resulta imposible, al menos en este momento. La simple sombra de una decisión así me pasa por la imaginación y retrocedo unos pasos.

Puedo hacer o no lo que quiero solamente es desde una perspectiva física o lógica, no desde la perspectiva de mi vida interna, pues no puedo querer otra cosa que la que quiero. En esto, que es lo que siento con más fuerza dentro de mí, no soy dueño de mí. No soy yo quien ha decidido sentir este deseo ni quien le ha conferido tanta fuerza sobre mí. Lo contrario es lo cierto: que se me ha impuesto de tal modo que no me es posible sustraerme a su influjo. Y aun esto es una manera incorrecta de hablar. La posibilidad de sustraerse al influjo de este deseo encierra una sutil contradicción, no percibida habitualmente, ya que un logro semejante equivaldría a no querer lo que se quiere. Pero no hay mayor desatino que éste. Incurren en él, por ejemplo, quienes creen que Adán, recién creado por Dios, elegía por sí mismo sus deseos, el momento de sentirlos y la intensidad con que debía sentirlos. ¿Por qué habría de apetecerle desear algo en lugar de lo contrario? ¿Qué podía desear querer? Si esto hubiera sido cierto, Dios no habría creado el primer hombre, sino la primera máquina.

Porque no es la inteligencia lo que nos distingue de las máquinas, sino el deseo. Existen máquinas capaces de operaciones intelectuales sumamente complejas, como hallar el resultado de una ecuación gigantesca, pero no existe, según creo, ningún ordenador que se haya enamorado apasionadamente de una impresora. Y no porque las máquinas no tengan alma y los humanos sí, sino porque las máquinas no tienen cuerpo capaz de tanto. El plástico, los cables, el hierro y el cristal líquido no pueden sentir pasiones.

El deseo de vivir es quizá el más fuerte de todos los que sentimos. Por eso se inclinan ante él todos los demás sin discusión. Sólo en algunas escasas ocasiones y en algunos pocos hombres es vencido por otro, el deseo de que no muera otra persona. Es notable que tanto en un caso como en otro el impulso anule toda deliberación y se manifieste en toda su fuerza. La alocada huida de un cine en llamas por el gentío es un claro ejemplo de acción no deliberada.

Si el miedo a morir no se impone en otros casos que carecen de la urgente necesidad de actuar que tienen a veces los actos heroicos, como pasa con la persona que consume productos peligrosos, es porque no se piensa en la muerte como algo real. En realidad, nadie, o casi nadie, piensa seriamente en ella, sobre todo cuando es joven. Un joven piensa sólo en la vida. Sigue aquel verso de Borges:

“¿Morirme yo? Eso es algo que acontece a las rosas y a Aristóteles, pero no a mí, que soy súbdito de Yakub al Mansur.”

La muerte suele ser siempre cosa de los demás. Es lo que explica que la gente tenga seguridad de no tener accidentes en la carretera, ignorando que existen altas probabilidades de ello, y, por el contrario, alimente esperanzas de que le toque la lotería, sabiendo que existen muy pocas probabilidades de que sea así. El miedo a morir solamente se impone con fuerza cuando la hora final está cerca.

La propia fuerza de que dispone un deseo como éste evidencia que no ha sido deliberadamente creados por nosotros y conduce a sospechar que todos los demás, aunque inferiores en potencia a él, se comportan del mismo modo, empujando a sus dueños a ejecutar acciones que de otro modo no ejecutarían. Los efectos no son tan inmediatos y no revelan su causa de un modo tan claro, pero no por eso están menos determinados. Cada uno de ellos es una chispa que dispara una acción, pero la chispa no la encendemos nosotros. El procedimiento es patente en los animales. Cada vez que el perro percibe el olor de la hembra en celo tiene que buscarla sin dilación. Solamente vacilará si está domesticado y el amo lo llama, pues entonces estará en medio de dos impulsos contrarios. En estado salvaje no vacilará un solo instante. La respuesta automática, sin dilación alguna, es para muchos animales una garantía de supervivencia para su especie. Lo que llamamos instinto animal no es otra cosa que esa chispa que dispara el en contacto con un estímulo exterior o una acción interna del organismo. Algo sucede en el interior o en el exterior que, como el pedernal contra el pedernal, hace que salte la chispa, que prenda en la pólvora y que la bala se dispare. Una vez iniciada la secuencia, ésta no se detiene por sí misma. Es sabido que la naturaleza, es decir, la evolución darwiniana, ha logrado algunos mecanismos asombrosos, algunos casos admirables de armonía entre la morfología del animal y el mundo circundante, pero el hombre ha quedado desprovisto de esta facilidad para la supervivencia. Sus instintos son muy débiles y apenas tienen dirección, sus sentidos están abiertos a casi todo, por lo que no están agudizados para casi nada y son, por ello, también más débiles, sus fuerzas tampoco se dirigen a un solo objetivo, sino casi a todos, por lo que, desparramadas alrededor, pierden vigor y eficacia. El niño no solamente nace desnudo, débil, desamparado e incapaz de sobrevivir, sino que está desprovisto de guías para la vida, al contrario que el resto de los animales. Su atención sensorial tan dispersa y su impulso dirigido a tantos lugares distintos hacen de él un animal único. Por si fuera poco, los escasos instintos que posee el hombre están con facilidad sobreexcitados, pueden satisfacerse de muchas maneras imprevistas en el mundo animal y pueden cambiarse fácilmente por otros.

En su caso interviene no solamente el sentido externo, sino también el interno, que puede contribuir a añadirle más excitación, a desviarla o a presentarle excitaciones contrarias. Este sentido interno, que a veces se llama conciencia, parece estar siempre en estado de alerta para presentar al sujeto, por un lado, el objeto de su deseo, muchas veces engrandecido y más atractivo de lo que es en realidad, y, por el otro, un objeto contrario, por el que siente más deseo todavía o que le provoca temor. Según sea el resultado de esa lucha interna, que nadie puede percibir desde fuera y que el propio sujeto tampoco percibe en muchas ocasiones, el hombre buscará su objetivo o renunciará a él. Nada que ver con el animal. Y, pese a lo que pueda parecer, el sujeto ha hecho lo que quería. Ha sido libre cuando ha seguido su tendencia, pero la tendencia misma no procede de él. Lo que significa nuevamente que es un ser natural, un animal sensible causado por la naturaleza y convertido por ella en causa de otros efectos.


 

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Selección natural o supervivencia de los más aptos

Tengamos también presente cuán infinitamente complejas y rigurosamente adaptadas son las relaciones de todos los seres orgánicos entre sí y con condiciones físicas de vida, y, en consecuencia, qué infinitamente variadas diversidades de estructura serían útiles a cada ser en condiciones cambiantes de vida. Viendo que indudablemente se han presentado variaciones útiles al hombre, ¿puede, pues, parecer improbable el que, del mismo modo, para cada ser, en la grande y compleja batalla dela vida, tengan que presentarse otras variaciones sucesivas? Si esto ocurre, ¿podemos dudar –recordando que nacen muchos más individuos de los que acaso pueden sobrevivir– que los individuos que tienen ventaja, por ligera que sea, sobre otros tendrían más probabilidades de sobrevivir y procrear su especie? Por el contrario, podemos estar seguros de que toda variación en el menor grado perjudicial tiene que ser rigurosamente destruida. A esta conservación de las diferencias y variaciones individualmente favorables y la destrucción delas que son perjudiciales, la he llamado yo selección natural o supervivencia de los más adecuados. En las variaciones ni útiles ni perjudiciales no influiría la selección natural, y quedarían abandonadas como un elemento fluctuante, como vemos quizá en ciertas especies poliformas, o llegarían finalmente a fijarse a causa dela naturaleza del organismo y de la naturaleza de las condiciones del medio ambiente.

Varios autores han interpretado mal o puesto reparos a la expresión selección natural. Algunos hasta han imaginado que la selección natural produce la variabilidad, siendo así que implica solamente la conservación de las variedades que aparecen y son beneficiosas al ser en sus condiciones de vida. Nadie pone reparos a los agricultores que hablan de los poderosos efectos de la selección del hombre, y en este caso las diferencias individuales dadas por la naturaleza, que el hombre elige con algún objeto, tienen necesariamente que existir antes. Otros han opuesto que el término selección  implica elección consciente en los animales que se modifican, y hasta ha sido argüido que, como las plantas no tienen vcluntad, la selección natural no es aplicable a ellas. En el sentido literal de la palabra, indudablemente, selección natural es una expresión falsa; pero, ¿quién pondrá nunca reparos a los químicos que hablan de las afinidades electivas de los diferentes elementos? Y, sin embargo, de un ácido no puede decirse rigurosamente que elige una base con la cual se combina de preferencia. Se ha dicho que yo hablo de la selección natural como de una potencia activa o divinidad; pero, ¿quién hace cargos a un autor que habla de la atracción de la gravedad como si regulase los movimientos de los planetas? Todos sabemos lo que se entiende e implican tales expresiones metafóricas, que son casi necesarias para la brevedad. Del mismo modo, es difícil evitar el personificar la palabra naturaleza; pero por naturaleza quiero decir sólo la acción y el resultado totales de muchas leyes naturales, y por leyes, la sucesión de hechos, en cuanto son conocidos con seguridad por nosotros. Familiarizándose un poco, estas objeciones superficiales quedarán olvidadas.

(Darwin, Ch., El origen de las especies. I. trad. de J. P. Marco, Planeta – De Agostini, Barcelona, 1985, Pgs. 101–103.)

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Platón: la formación del hombre

–Hubo un tiempo en que los dioses existían solos y no existía ningún ser mortal. Cuando el tiempo destinado a la creación de estos últimos se cumplió, los dioses los formaron en las entrañas de la tierra, mezclando la tierra, el fuego y los otros dos elementos que entran en la composición de los dos primeros. Pero antes de dejarlos salir a la luz, mandaron los dioses a Prometeo y a Epimeteo que los revistieran con todas las cualidades convenientes, distribuyéndolas entre ellos. Epimeteo suplicó a Prometeo que le permitiera hacer por sí solo esta distribución, a condición, le dijo, de que “tú la examinarás cuando yo la hubiere hecho». Prometeo consintió en ello; y he aquí a Epimeteo en campaña. Distribuye a unos la fuerza sin la velocidad, y a otros la velocidad sin la fuerza; da armas naturales a éstos y a aquéllos se las rehúsa; pero les da otros medios de conservarse y defenderse. A los que da cuerpos pequeños les asigna las cuevas y los subterráneos para guarecerse, o les da alas para buscar su salvación en los aires; los que hace corpulentos, en su misma magnitud tienen su defensa. Concluyó su distribución con la mayor igualdad que le fue posible, tomando bien las medidas para que ninguna de estas especies pudiese ser destruida. Después de haberles dado todos los medios de defensa para libertar a los unos de la violencia de los otros, tuvo cuidado de guarecerles de las injurias del aire y del rigor de las estaciones. Para esto los vistió de un vello espeso y una piel dura, capaz de defenderlos de los hielos del invierno y de los ardores del estío, y que les sirve de abrigo cuando tienen necesidad de dormir, y guarneció sus pies con un casco muy firme, o con una especie de callo espeso y una piel muy dura, desprovista de sangre. Hecho esto, les señaló a cada uno su alimento; a éstos las hierbas; a aquéllos los frutos de los árboles, a otros las raíces; y hubo especie a la que permitió alimentarse con la carne de los demás animales; pero a ésta la hizo poco fecunda, y concedió en cambio una gran fecundidad a las que debían alimentarlas, a fin de que ella se conservase. Pero como Epimeteo no era muy prudente, no se fijó en que había distribuido todas las cualidades entre los animales privados de razón y que aún le quedaba la tarea. de proveer al hombre. No sabía qué partido tomar, cuando Prometeo llegó para ver la distribución que había hecho. Vio todos los animales perfectamente arreglados. pero encontró al hombre desnudo, sin armas, sin calzado, sin tener con qué cubrirse. Estaba ya próximo el día destinado para aparecer el hombre sobre la tierra y mostrarse a la luz del sol, y Prometeo no sabía qué hacer, para dar al hombre los medios de conservarse. En fin, he aquí el expediente a que recurrió: robó a Hefestos y a Atenea el secreto de las artes y el fuego, porque sin el fuego las artes no podrían poseerse y serían inútiles, y de todo hizo un presente al hombre. He aquí de qué manera el hombre recibió la ciencia de conservar su vida; pero no recibió el conocimiento de la política, porque la política estaba en poder de Zeus, y Prometeo no tenía aún la libertad de entrar en el santuarió del padre de los dioses, cuya entrada estaba defendida por guardas terribles. Pero, como estaba diciendo, se deslizó furtivamente en el taller en que Hefestos y Atenea trabajaban. y habiendo robado a este dios su arte, que se ejerce por el fuego, y a aquella diosa el suyo, se lo regaló al hombre, y por este medio se encontró en estado de proporcionarse todas las cosas necesarias para la vida. Se dice que Prometeo fue después castigado por este robo, que sólo fue hecbo para reparar la falta cometida por Epimeteo. Cuando se hizo al hombre y partícipó de las cualidades divinas, fue el único de todos los animales que, a causa del parentesco que le unía con el ser divino, se convenció de que existen dioses, les levantó altares y les dedicó estatuas. En igual forma creó una lengua, articuló sonidos y dio nombres a todas las cosas, construyó casas, hizo trajes, calzados, lechos y sacó sus alimentos de la tierra. Con todos estos auxilios los primeros hombres vivían dispersos, y no había aún ciudades, Se veían miserablemente devorados por las bestias, siendo en todas partes mucho más débiles que ellas. Las artes que poseían eran un medio suficiente para alimentarse, pero muy insuficiente para defenderse dé los animales, porque no tenían aún ningún conocimiento de la política, de la que el arte de la guerra es una parte. Creyeron que era indispensable reunirse para su mutua conservación, construyendo ciudades. Pero apenas estuvieron reunidos, se causaron los unos a los otros muchos males, porque aún no tenían ninguna idea de la política. Así es que se vieron precisados a separarse otra vez y helos aquí expuestos de nuevo al furor de las bestias. Zeus, movido de compasión y temiendo también que la raza humana se viera exterminada, envió a Hermes con orden de dar a los hombres pudor y justicia, a fin de que construyesen sus ciudades y estrechasen los lazos de una común amistad. Hermes, recibida esta orden, preguntó a Zeus cómo debía dar a los hombres el pudor y la justicia, y si los distribuiría como Epimeteo había distribuido las artes; porque he aquí cómo lo fueron éstas: el arte dé la medicina, por ejemplo, fue atribuido a un hombre solo que la ejerce por una multitud de otros que no la conocen, y lo mismo sucede con todos los demás artistas. ¿Bastará, pues, que yo distribuya lo mismo el pudor y la justicia entre un pequeño número de personas, o las repartiré a todos indistintamente? A todos, sin dudar, respondió Zeus; es preciso que todos sean partícipes, porque si se entregan a un pequeño número, como se ha hecho con las demás artes, jamás habrá ni sociedades ni poblaciones. Además, publicarás de mi parte una ley, según la que todo hombre que no participe del pudor y de la justicia será exterminado y considerado como la peste de la sociedad.

(Platón, Protágoras, en Diálogos, estudio prel. de F. Larroyo, Porrúa, México, 1978, páginas 112–114.)


 

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Sobre la deducción

He aquí varias proposiciones verdaderas:

  1. En clase hay treinta alumnos.
  2. La suma de los ángulos de un triángulo es 180 grados.
  3. Napoleón fue derrotado en Waterloo.
  4. El Minotauro es un ser mitológico.
  5. Todos los puntos de una circunferencia equidistan de otro, llamado centro.
  6. A veces noto una pasión irresistible por la filosofía.
  7. El caballo blanco de Santiago no era negro.
  8. La aceleración de una partícula es proporcional a la fuerza aplicada, verificándose el movimiento en la dirección en que actúa la fuerza.

Si la experiencia sensible se da siempre en el interior de los estrechos límites del presente, habré de admitir que es siempre particular, referida tan sólo a esos límites. Piénsese en la frase a): «En clase hay treinta alumnos». Significa que lo estoy viendo ahora, no ayer o mañana. Esto último sería absurdo. Puedo, sí, recordar el número de alumnos que hubo ayer, o anticipar el que habrá mañana, lo cual es hacer uso de la memoria, que guarda, algunos datos percibidos con anterioridad, o de la imaginación, que predice, con mayor o menor acierto, percepciones que vendrán después. En ninguno de los dos casos es una percepción. Para el yo no existen el pasado ni el futuro, lo cual es debido, ya se sabe, a que es un cuerpo, un animal sensitivo que vive en el presente. El antes y el después son, respectivamente, su memoria y su imaginación.

Pero no todas las proposiciones anteriores se refieren a un momento presente o a un yo que las percibe. Que la experiencia esté férreamente encadenada a lo particular no parece impedir que se tengan verdades como b), e), g) y h), que no son particulares, pues se refieren a todos los casos posibles de una determinada clase, o, lo que es lo mismo, son universales. Conviene hacer un breve examen de estas proposiciones.

En primer lugar se ha de descartar la g), porque es una banalidad. Su predicado se limita a repetir de otra manera lo que ya dice el sujeto, por lo que la frase entera carece de significado alguno. Para saber si las proposiciones que se parecen a ésta son o no verdaderas basta con negar la segunda parte y comprobar el resultado. Así: «El caballo blanco de Santiago sí era negro». Está claro que esto es imposible, por lo que lo contrario de esto, a saber, la frase original g) no puede ser falsa, es decir, es necesariamente verdadera. No nos hace falta otro criterio que éste de la contradicción y no necesitamos recurrir a una percepción para descubrirlo.

¿Son de la misma clase las proposiciones b) y e), que son propias de la matemática, y h), que pertenece a la física? ¿Se sigue la verdad de las tres de la aplicación del principio de contradicción, como sucede con g)? Si así fuera, ¿no deberíamos concluir que son también proposiciones que, por limitarse a decir lo mismo, no dicen nada? Antes de contestar a estas preguntas, dejemos para más tarde el estudio de la proposición h) y tratemos ahora las otras dos, que, según se ha convenido casi siempre, son el resultado de una demostración racional, es decir, de una deducción. Véanse los tres ejemplos siguientes:

Primero.-

A.- Todos los hombres son mortales.
B.- Sócrates es hombre
C.- Luego Sócrates es mortal.

En él se parte de una proposición universal (A), válida para todos los hombres sin excepción, y se desemboca en una particular (C) contenida previamente en ella. Para comprender que es necesariamente verdadera, basta con proceder de un modo parecido a lo que más arriba se hizo con «El caballo blanco de Santiago no es negro». Ahora no es una simple proposición, sino un conjunto de ellas, de las que se supone que si A y B son verdaderas, C también lo es forzosamente. La prueba de la contradicción se tendrá que aplicar ahora del modo siguiente: si A y B entonces no C. De otro modo: si es verdad que todos los hombres son mortales y también que Sócrates es hombre, entonces Sócrates no es mortal. De inmediato se observa que esto es inadmisible. Luego no cabe otra opción que aceptar el razonamiento tal cual se nos ha presentado.

Segundo.- El próximo caso es una demostración de la existencia de Dios formulada por San Anselmo en el siglo XII. Dice lo siguiente:

«El insensato debe convencerse, pues, de que existe, al menos en el entendimiento, algo mayor que lo cual nada puede pensarse, porque cuando oye esto, lo entiende, y lo que se entiende existe en el entendimiento. Y, en verdad, aquello mayor que lo cual nada puede pensarse, no puede existir sólo en el entendimiento. Pues si sólo existe en el entendimiento puede pensarse algo que exista también en la realidad, lo cual es mayor. Por consiguiente, si aquello mayor que cual nada puede pensarse, existe sólo en el entendimiento, aquello mayor que lo cual nada puede pensarse es lo mismo que aquello mayor que lo cual puede pensarse algo. Pero esto ciertamente no puede ser. Existe, por tanto, fuera de toda duda, algo mayor que lo cual nada puede pensarse, tanto en el entendimiento como en la realidad»

Seguramente alguien echará de menos la extraordinaria simplicidad de los argumentos anteriores y, dejándose llevar de su pereza, deseará la misma simplicidad para todos los demás. Quien esté en esa idea debe abandonarla inmediatamente, porque debe comprender que no es lo mismo hablar de banalidades como las del caballo blanco de Santiago, que no necesitan más razones que las que puede entender un niño de 10 años, que de cosas serias, que requieren un esfuerzo continuado de concentración. Es el caso de que ahora se trata. Por lo menos debe verse que San Anselmo habla a personas que pueden entenderse con esfuerzo, no a quienes lo quieren todo fácil.

Para saber si esta compleja argumentación es del mismo tipo que g), «el caballo blanco de Santiago no era negro», y que el razonamiento que acaba de verse, debe poderse someter igualmente a la prueba de la contradicción y comprobar que, si es un argumento bien construido, no es posible admitir simultáneamente las premisas y la negación de la conclusión. Puesto que ahora no es el momento de discutir la verdad o falsedad de lo que San Anselmo dice y, por tanto, aceptar o no la existencia de Dios a partir de sus razones, habrá que dar por bueno provisionalmente su razonamiento, dejar de lado las serias razones que se le han opuesto a lo largo de la historia de la filosofía, y pasar a identificar con claridad qué afirmaciones le sirven de premisas y cuál de conclusión.

Un primer esfuerzo por desentrañarlo, presentándolo en la forma esquemática en que se nos dio el anterior, podría dar el siguiente resultado:

Es mayor lo que puede pensarse que existe a la vez en el entendimiento y en la realidad que lo que puede pensarse que existe sólo en el entendimiento.

Dios es aquello mayor que lo cual nada es posible pensar.

Luego debe pensarse que existe a la vez en el entendimiento y en la realidad.

Si se ha seguido bien lo anterior, no debería haber problemas para darse cuenta de que es posible simplificar más aún la argumentación. De este modo:

A) La idea de un ser existente es mayor que la simple idea del mismo ser.
B) La idea de Dios es la mayor de todas las ideas posibles.
C) La idea de Dios es la idea de un ser existente.

Ahora puede aplicarse con menos dificultad la prueba de la contradicción, que consiste, como es sabido, en afirmar A y B y negar C. Por ejemplo, así:

Es cierto que la idea de un ser existente es mayor que la simple idea del mismo ser y que la idea de Dios es la mayor de todas las ideas posibles, pero es falso que la idea de Dios es la idea de un ser existente.

El absurdo es manifiesto. El propio San Anselmo se preocupó de mostrarlo, suministrándolo como una prueba suplementaria de su razonamiento. En sus propias palabras:

«Si aquello mayor que cual nada puede pensarse, existe sólo en el entendimiento, aquello mayor que lo cual nada puede pensarse es lo mismo que aquello mayor que lo cual puede pensarse algo. Pero esto ciertamente no puede ser».

No puede ser porque es contradictorio. Según nuestro análisis: si la idea mayor de todas no fuera la idea de un ser existente, entonces no sería la mayor de todas, porque es mayor la idea de un ser existente que la de ese mismo ser sin más.

En consecuencia, no hay nada en la conclusión que no esté dicho en las premisas. Esta argumentación es, por tanto, similar a la proposición g). Pero la similitud sólo existe en cuanto a su estructura lógica, no en cuanto a su contenido, pues es obvio que mientras en g) sólo se decía una banalidad sin interés, ahora se trata de demostrar algo importante.

Tercero

Toca ahora el turno a proposición e): La suma de los ángulos de un triángulo es 180 grados. De las varias demostraciones a que es posible recurrir, la más frecuente se funda en que la suma de todos los ángulos consecutivos que, pasando por un vértice común, es posible formar a uno de los lados de una línea recta equivale siempre a dos rectos. En efecto:

triangle

A) Los ángulos denominados “a” son iguales entre sí y también son iguales entre sí los denominados “b” (tome el lector como un ejercicio la comprobación de este punto)
B) Los ángulos a, b y c equivalen a un ángulo llano (compruebe también el lector por qué es esto así)
C) Luego los tres ángulos de un triángulo equivalen a 180 grados.

Ahora tenemos nuevamente convertido el razonamiento en un esquema donde aparecen con claridad las premisas (A y B) y la conclusión (C). Si se ha seguido bien, se comprenderá que nadie podría mantener A, B y C y, simultáneamente, permitir la negación de C, so pena de caer en contradicción. Luego estos tres razonamientos son del mismo tipo: demostraciones racionales, o deducciones, que no necesitan experimentarse para acabar en una verdad.

Y los tres son verdaderos. Son verdaderos razonamientos, quiero decir. Con más claridad: podrían ser falsas las premisas y las conclusiones de cada uno de ellos, o podrían ser falsas alguna de las premisas y alguna de las conclusiones, pero aun así  esto seguiría siendo indudable: que si las premisas fueran verdaderas, las conclusiones también serían verdaderas. Es decir, si fuera falso que

Todos los hombres son mortales,

ya no podríamos saber si es verdadera o no la conclusión:

Sócrates es mortal,

o bien, si fuera falso que

La idea de un ser existente es mayor que la simple idea del mismo ser,

o que

La idea de Dios es la mayor de todas las ideas posibles,

no podría concluirse con seguridad que

La idea de Dios es la idea de un ser existente.

Y lo mismo debe decirse del teorema de la suma de los ángulos de un triángulo. Basta pensar un poco en esto para verse obligado a admitirlo.

La verdad de estos razonamientos es de otra clase. Para hallarla es necesario dejar de lado lo que en ellos se dice, su contenido. No se debe pensar si es cierto o no que todos los hombres son mortales, que la idea de un ser existente es mayor que la simple idea de ese mismo ser o que todos los ángulos consecutivos que, pasando por un vértice común, pueden formarse a uno de los lados de una recta suman siempre dos rectos… Estas evidencias, supuestas o reales, deben ponerse entre paréntesis. Sólo entonces será posible caer en la cuenta de que, independientemente de que las premisas sean verdaderas o falsas, es indudable que si fueran verdaderas, entonces la conclusión también sería verdadera. Este es el solo sentido en que puede decirse que un razonamiento es verdadero. Así:

A)   Si todos los hombres son mortales.
B)    Y si Sócrates es hombre
C)    Entonces Sócrates es mortal.

o bien:

A)   Si la idea de un ser existente es mayor que la simple idea del mismo ser.
B)    Y si la idea de Dios es la mayor de todas las ideas posibles.
C)    Entonces la idea de Dios es la idea de un ser existente.

o, por último:

A)   Si todos los ángulos consecutivos que, pasando por un vértice común, pueden formarse a uno de los lados de una recta suman siempre dos rectos.
B)    Y si los ángulos a, b y c se han formado a uno de los lados de una recta sobre un vértice común.
C)    Entonces los ángulos a, b y c suman dos rectos.

Para prescindir de una vez de la verdad o falsedad del contenido de esas proposiciones y quedarnos tan sólo con lo que hace verdadero el razonamiento, eliminemos toda referencia a dicho contenido. De este modo:

  1. Si sucede P entonces sucede también Q.
  2. Es así que sucede P.
  3. Luego sucede Q.

Donde «si sucede P entonces sucede también Q» equivale, como ya habrá adivinado el lector, a cosas como «siempre que uno se encuentra con un hombre se encuentra irremediablemente con que es mortal», es decir, «todos los hombres son mortales». Equivale también, por lo mismo, a » todos los ángulos consecutivos que, pasando por un vértice común… «, y así sucesivamente. De ahí que la formulación anterior pueda ser más breve todavía:

A.        Si P entonces Q
B.        Se da P
C.        Luego se da Q.

Por muy desalentador que parezca, los tres razonamientos se reducen a esta fórmula, que no dice nada sobre hombres, dioses o ángulos, pero es absolutamente verdadera en todos los casos imaginables. Ha recibido desde antiguo el nombre de modus ponendo ponens, o, más abreviadamente, el de modus ponens. Puesto que el verbo pono quiere decir, aplicado a los usos del razonamiento, «afirmar», la fórmula entera se interpretaría del siguiente modo: «dado, o afirmado, un condicional, y dado, o afirmado, el antecedente de dicho condicional, se tiene que afirmar también el consecuente». No hace falta decir que la primera premisa, A, es el condicional, cuyo antecedente es P y cuyo consecuente es Q.

Esta fórmula, o esquema de razonamiento, no solamente es una forma de deducción de la lógica, sino que es además el modelo de toda argumentación científica. Como tal, su poder es extraordinario, pues permite trascender la experiencia sensible, sujeta, según hemos acordado más arriba, al límite del aquí y al ahora. Sin embargo este sencillo esquema de razonamiento asegura la certeza más allá de todo límite a quien la use como es debido. Por sí mismo, el esquema carece de contenido. Es una simple forma sin materia. Su uso adecuado por el científico exige solamente que se le dé una materia, para lo cual es preciso cumplir las siguientes condiciones, implícitas ya en la fórmula misma:

I.          La primera premisa debe ser universal, es decir, válida sin excepción para todos los casos mencionados en ella. Es decir, debe afirmarse que sin excepción «todos los hombres son mortales», «toda idea de un ser existente es mayor que la simple idea del mismo ser»…, o cualquier otra de la misma índole. Y las excepciones no sólo no han de ser reales, sino que tampoco han de ser posibles. No importa, por otro lado, que lo dicho en tal premisa sea o no real en el momento en que se dice. Alguien podría asegurar con verdad que los fantasmas son apariciones, sin estar por ello obligado a admitir su existencia real.

II.        La segunda premisa debe indicar que se da en la realidad uno o varios casos de los que se habla en el antecedente de la primera. Ahora bien, puesto que la realidad empírica no conoce universales, esta premisa es por fuerza particular.

III.       La conclusión debe probar la verdad del consecuente a partir de la verdad de las dos premisas, siguiento exactamente el esquema en cuestión. Es decir, sólo será verdad Q cuando sea verdad  P ( Q y, además, sea también verdad P. No podrá extraerse conclusión alguna cuando no suceda de este modo. Por ejemplo, no podrá extraerse la verdad del antecedente de la verdad del consecuente, pretendiendo aplicar, no este esquema que estamos comentando, sino este otro:

A) Si P entonces Q
B) Q
C) Luego P

Esto es evidente para quien considere lo siguiente:

A. Si bebo mucho vino me emborracho como una cuba.
B. Me emborracho como una cuba.
C. Luego he bebido mucho vino.

Quien sea aficionado con exceso al vino es probable que también lo sea al whisky, a la ginebra, a la cazalla, al coñac y a otros muchos licores. Luego, sin necesidad de haber probado el vino, muy bien podría haber abusado de cualquiera de ellos hasta el punto de emborracharse como una cuba, por lo que la conclusión no se sigue con certeza de las premisas.

Quien razone de esta manera incurre en una falacia de antecedente, un razonamiento que puede aparentar verdad para un incauto, pero no para un alumno que haya llegado hasta la página presente. La falacia de antecedente es un falso esquema de razonamiento, aunque muy bien podría darse el caso de que su conclusión no fuera falsa. En efecto, si se vuelve sobre el caso anterior, se comprobará que es posible que C, aun no siguiéndose de A y B, sea verdadera: está claro que el individuo en cuestión podría haberse emborrachado también bebiendo vino y no otros licores. Luego que sea una falacia no conduce a que la conclusión sea falsa, sino a que no podemos tener certeza sobre ella. Y, en consecuencia, puede ser verdadera o falsa.

Dejando a un lado la falacia de antecedente, pasemos a examinar de nuevo el modus ponens. Según lo que se ha dicho de él, puede decirse ahora que es un mecanismo útil para predecir y para explicar aquello que interese al científico, siempre que, no es necesario repetirlo, cumpla las condiciones antedichas. Cuando se pregunte por qué es verdad C bastará con aducir A y B para responder. De ahí que se diga que A y B son el explicador y C lo explicado. Explicar algo es, pues, demostrar una proposición como consecuencia deductiva a partir de un universal subjuntivo, expresado en forma condicional, y de otra proposición que cumple las condiciones indicadas en su antecedente. De modo inverso, será suficiente conocer A y B para saber que C se producirá. Por esto se dice que la explicación y la predicción son simétricas: si se conoce C, deben aducirse A y B para explicarla, y, si se afirman A y B, se puede tener la seguridad de que se producirá C.

Hasta aquí parece estar todo claro. Y realmente lo está. Las dificultades surgen cuando se quiere poner en práctica el modus ponens. Para ello es preciso, como se sabe, contar antes con un universal subjuntivo y, además, saber que es verdadero. ¿Cómo conseguirlo?

Conseguir que un universal de tal especie sea verdadero es, según acuerdan muchos autores, algo verdaderamente difícil. De ello nos ocuparemos pronto. Antes conviene observar que lo verdaderamente fácil es conseguir que un universal así sea falso. La historia de la ciencia así lo prueba, a pesar de lo cual este hecho es poco conocido. Acostumbrados a su supuesta marcha triunfante y poco informados sobre la larga serie de errores cometidos, solemos creer que la ciencia es un camino de rosas, o, en palabras más acordes con la seriedad y el distanciamiento que es propio de ella, un proceso de descubrimiento de verdades, cuando lo más cierto es precisamente lo contrario. La razón es sencilla.

Sabemos que el modus ponens puede servir para generar predicciones, pero ¿qué sucede cuando éstas no se producen? Es decir, cuando estamos convencidos de que A y B son verdaderas y, consecuentemente, confiamos en que se produzca C, pero no llega ésta, sino su contraria ¿qué se ha de pensar? Una sola cosa: que A es falsa. Es evidente. Dados un condicional y la negación de su consecuente, se seguirá necesariamente la falsedad del condicional. Así:

A) Si P entonces Q
B) Q es falso
C) Luego P es falso

Este es un nuevo esquema de razonamiento, el modus tollens,.El nuevo signo que hemos introducido (() es una negación. Sea el ejemplo que antes teníamos:

A) Si bebo mucho vino me emborracho como una cuba.
B) Me emborracho como una cuba.
C) Luego he bebido mucho vino.

No es posible confirmar con seguridad C a partir de B. Por muchas veces que se repita la observación de B, nunca podremos saber C: aunque un individuo esté continuamente borracho, no podremos saber con certeza que lo logra bebiendo vino. C nunca nos ayudará a dar por sentada definitivamente B. Sin embargo, basta con que una sola vez aquélla sea falsa para que estemos obligados a pensar que B también lo es.

Estas observaciones condujeron a Karl Popper a concluir que las leyes de la ciencia no pueden hacerse verdaderas mediante casos singulares afirmativos o favorables, y que solamente pueden hacerse falsas mediante casos negativos o contrarios. Por esto decía también que una ley científica puede, como máximo, soportar muchas pruebas en contra, sin que haya por ello que aceptar que es verdadera, sino sólo probablemente verdadera. Mientras esto suceda, mientras no se haya presentado ningún caso contrario, será mejor seguir aceptando la ley en cuestión, pero sin darla por definitivamente verdadera. En conclusión: las leyes actualmente aceptadas por la ciencia no serían leyes definitivamente verdaderas, sino leyes cuya falsedad no ha podido ser comprobada todavía, por no haberse presentado todavía un caso que las niegue, pues lo único que cabe esperar de los argumentos deductivos es que pueda comprobarse la falsedad de un universal, pero no su verdad.

Estas razones, tan simples en apariencia, pueden antojársenos inofensivas, pero constituyen uno de los ataques más serios y mejor fundados que ha recibido el pensamiento científico. Este busca la certeza, la seguridad absoluta que no es capaz de darle a nadie el conocimiento común. Y, para encontrarla, hace cuanto puede por convertirse en saber racional, una de cuyas más altas manifestaciones, como hemos tenido ocasión de ver estudiando el modus ponens y el modus tollens, es la argumentación deductiva, que no falla nunca. Por otro lado, para que un conocimiento sea racional, sabemos que tiene que cumplir una condición: que su negación sea imposible. Pero aquí es donde surgen los problemas, pues al aplicar este criterio a los saberes de la ciencia empírica nos llevamos la desagradable sorpresa de comprobar que no resisten la prueba. ¿Solamente serán válidos, es decir, racionales, los contenidos de las ciencias formales, que, propiamente hablando, no tienen contenidos, y no lo serán los de las ciencias materiales, que son las que verdaderamente nos interesan?


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Sobre los extraterrestres: si existen o pueden existir

Cuenta el mito griego que Hera dormía desnuda, que el niño Hércules, hambriento, se acercó a ella a gatas, y con tanta fruición succionó la leche de sus pechos que, una vez harto y vuelto al sitio en donde solía jugar, la leche siguió manando y desparramándose por el cielo, originando un blanco surco visible en la noche: la Vía Láctea. El mito medieval, menos propenso a la lírica o la sensualidad, la transformó en el Camino de Santiago, que guía a los que peregrinan a Compostela. Y hoy, lejos ya definitivamente de aquellas imágenes de la religión, se ha transformado en lo que se dice ser verdaderamente, en un disco giratorio, algo más grueso en su centro, compuesto de unos 400.000 millones de estrellas y cuyo diámetro tiene 100.000 años–luz. El Sol es solamente una de esas de estrellas. Si vemos la Vía Láctea del color de la leche cuando miramos hacia afuera, es decir, hacia arriba, es porque miramos hacia el borde del disco, donde se acumulan muchos miles de millones de estrellas, pero las otras, las que vemos aisladas de esa nube blanquecina, también forman parte de ella, pero están más cerca y se nos antojan distintas.

Esta galaxia es la única que vemos a simple vista, pero no es la única que existe en este vasto universo. Los cálculos de la astronomía admiten que hay, como mínimo, otros 100.000 millones de galaxias más, separadas por unas distancias tales que una de las más cercanas, la de Andrómeda, está a dos millones de años–luz, de modo que los rayos que en la actualidad indican su posición a los radiotelescopios partieron de allí cuando el australopiteco estaba aprendiendo a fabricar herramientas. Podría incluso suceder que no exista ya y, en todo caso, lo cierto es que ya no está allí, pero no podemos averiguarlo, si para ello hemos de esperar otro período igual. Estamos confinados a un presente corto por las distancias. Y, por lo mismo, estamos obligados a sumergirnos exclusivamente en las profundidades de la Vía Láctea si pretendemos tener un conocimiento meramente probable de algún lugar en que haya aparecido la vida, porque los sondeos más veloces de que se puede hacer uso para este fin no pueden sobrepasar de ninguna manera la velocidad de la luz, que, según la teoría einsteniana de la relatividad restringida, es la velocidad máxima que puede alcanzar objeto alguno en este universo. Pero esta velocidad es desesperadamente lenta para las distancias que tendría que cubrir.Y antes aún es preciso que la ciencia tenga una sospecha fundada sobre la posibilidad de que exista, porque es contra toda razón buscar algo que no se espera encontrar. Puestos a ello, parece razonable suponer, en contra de quienes se las dan de positivistas a ultranza, que la existencia de seres vivos inteligentes capaces de haber desarrollado civilizaciones técnico–científicas como la nuestra, es bastante verosímil. Que solamente hayan sucedido tales eventos en un pequeño planeta de uno de los cientos de miles de millones de soles de una de las cientos de miles de millones de galaxias… es una remotísima posibilidad que vale la pena no tener en cuenta, o, dicho a la inversa, ha de admitirse que la posibilidad de que en algún lugar de esta galaxia se haya producido alguna vez, o esté existiendo en este mismo momento, una población de seres vivos inteligentes, que hayan desarrollado además conocimientos suficientes como para enviar señales radioeléctricas al espacio, es una posibilidad mayor que cero y, por tanto, a la ciencia le vale la pena tenerla en consideración.

El problema consiste ahora en saber qué debe hacerse para que esta mera probabilidad se convierta en certeza, pues hay muchos problemas que se cruzan en el camino. Sin embargo, hace más de 30 años que se rastrea el espacio en busca de indicios fiables, de lo cual puede ser una buena indicación lo siguiente, cuya referencia se me ha extraviado, por lo que pido disculpas al lector por esta imprecisión

Los extraterrestres

Ya que el número de estrellas del Universo es tan enorme, muchos científicos creen que algunas de ellas podrían tener planetas capaces de albergar vida, que en algunos casos podría haber dado lugar a la aparición de civilizaciones como la nuestra o incluso más desarrolladas. Parece probable que ello sea así; pero las distancias son tan enormes que quizá no podamos enterarnos nunca. De todos los modos, programas como el SETI intentan rastrear el espacio próximo a nosotros, dentro de nuestra galaxia, para ver si existe algún tipo de respuesta inteligente en el cosmos. Hasta ahora, los resultados han sido nulos.

1960 D.C.

¿Cómo enviarle un mensaje a alguien de otro mundo que no conoce tu idioma? Frank Drake, uno de los pioneros del programa SETI (búsqueda de inteligencia extraterrestre) intentó un experimento en 1960.

Creó un mensaje como si fuera de otra civilización, se lo dio a algunos colegas científicos y les pidió que lo tradujeran. Eran largas series de unos y ceros, bits binarios. Había 551 números en esas series, y ese número se sacó de multiplicar 19 por 29. Estos últimos son números primos, es decir divisibles sólo por uno o por ellos mismos.

Esta era la clave de Drake. Los científicos debían colocar estas series en 19 filas y 29 columnas, o bien en 29 filas y 19 columnas. Uno de estos dos ordenamientos no daba nada, pero el otro producía un dibujo.

Al colocar los bits en 29 filas de 19 elementos, se obtenía un pequeño dibujo que decía algo acerca de la civilización «alienígena». En la parte izquierda había una burda imagen del sistema solar de esa civilización, con un gran sol, cuatro pequeños planetas, cuatro grandes planetas, y finalmente otro pequeño planeta al final. Arriba a la derecha había imágenes de átomos de carbono y oxígeno, con sus seis y ocho electrones respectivamente, mostrando que tienen composiciones químicas similares a las nuestras. También había una figura que muestra que los alienígenas tienen dos brazos, dos piernas y una cabeza, como nosotros.

Toda esta información es tan difícil de comprender porque se utilizan pocos bits de información. Una verdadera civilización podría utilizar todos los bits que quisiera y producir imágenes con tanta calidad al menos como las de la televisión actual. Se necesitaría un grupo de científicos para traducir el mensaje de Drake, pero unas imágenes de alta calidad se pueden comprender sin necesidad de ayuda.

Lo más importante es que Drake demostró que nos podemos comunicar con otros seres utilizando imágenes, matemáticas, química y física. Algunos de sus colegas científicos descifraron sin problemas su mensaje.


El primero de los proyectos modernos de búsqueda de inteligencias extraterrestres obtuvo su nombre del Mago de Oz.

En 1960 el astrónomo Frank Drake dirigió su radiotelescopio hacia dos estrellas cercanas, Epsilon Eridani y Tau Ceti. Sintonizó el dial a la frecuencia del hidrógeno, 1420 megahertzios.

Estaba buscando señales de cualquier civilización que pudiera existir alrededor de esas estrellas. El nombre que puso al proyecto fue «Ozma», por la reina del imaginario mundo de Oz, que describió como «un lugar muy lejano, difícil de alcanzar y poblado de seres extraños».

La primera estrella que observó no mostró señales de vida civilizada. Pero al enfocar hacia la segunda obtuvo unas extrañas y potentes señales de radio aparentemente artificiales. Cuando desvió la antena, las señales desaparecieron. ¿Había detectado otra civilización?

Estudió concienzudamente el cielo durante días. Desgraciadamente, descubrió que lo que había detectado fue un accidente. Había sintonizado inesperadamente las señales de un experimento militar terrestre como si viniera del espacio.

La gente suele preguntarse por qué los científicos del SETI no buscan ovnis. La razón es que la mayoría de los científicos creen que los ovnis son, en realidad, fenómenos naturales mal identificados (aviones, globos, estrellas, planetas), o fraudes. No existe ningún informe sobre ovnis que haya sido aceptado por la comunidad científica.

Los científicos son escépticos. La ciencia está basada en poner en duda las hipótesis de alguien, poniéndolas a prueba con los experimentos. Se necesitan pruebas sólidas para que un científico acepte algo inusual. Por eso los investigadores del SETI buscan pruebas de otras civilizaciones en los astros. Si encontraran alguna, cualquier astrónomo podría comprobar su existencia. Sólo entonces se convencerían los científicos de la existencia de otras civilizaciones en el Universo.

Aunque Drake no descubrió señales de radio de otras civilizaciones, su experimento fue el primero de la moderna investigación SETI. Ha servido como modelo para la mayoría de los trabajos del SETI que le sucedieron.

Frank Drake, desarrolló una forma de estimar el número de civilizaciones que podía haber en nuestra galaxia. Se la conoce como la ecuación de Drake.

El radiotelescopio más grande del mundo se encuentra en Puerto Rico, en Arecibo. Tiene una antena parabólica gigante de 305 metros de diámetro. En 1967 los astrónomos pensaron que habían detectado una civilización extraterrestre.

El astrónomo británico Anthony Hewish, de la universidad de Cambridge, diseñó un radiotelescopio que detectaba señales de radio que cambiaban rápidamente. Esperaba encontrar fluctuaciones naturales de las señales de radio, provocadas por la interferencia del viento solar. Hasta entonces, los astrónomos que trabajaban con radiotelescopios normalmente estudiaban las señales en largos períodos de tiempo, filtrando automáticamente las señales que mostraban cambios rápidos.

Uno de los estudiantes de Hewish, Jocelyn Belí, descubrió con el radiotelescopio extraños pulsos, como latidos de corazón, procedentes de un punto del espacio. La primera posibilidad es que fuera algún tipo de ruido de nuestra propia civilización. Nadie nunca había detectado pulsos de radio regulares en el espacío, pero aquí abajo tenemos transmisores capaces de hacer mucho ruido. Así que estudiaron la señal durante meses, y encontraron tres puntos más como éste en el cielo, unas fuentes de ondas de radio que estaban quietas en el cielo con respecto a las demás estrellas. No podía, pues, tratarse de un satélite. Esto probaba que realmente eran fuentes galácticas, o más lejanas aún, y no señales de nuestra propia civilización.

Pero entonces, ¿qué producía estas señales? No se conocía nada en la naturaleza que pudiera producir pulsaciones de radio una vez por segundo.

Los astrónomos empezaron a preguntarse si podría ser otra civilización emitiendo hacia nosotros. Incluso le pusieron un mote a los cuatro objetos que habían encontrado, llamándoles «LGM» (Little Green Men, es decir, hombrecillos verdes). ¿Debían anunciar al mundo que se había establecido contacto con extraterrestres? Como buenos científicos decidieron obrar con cautela y estudiar las señales con más detenimiento.

Después de analizarlas durante meses, decidieron que se debía tratar de algún tipo de estrella pulsante. Entonces anunciaron su descubrimiento al mundo. Astrónomos de todo el mundo se pusieron a buscar afanosamente más objetos de este tipo, que se conocieron como «púlsares».

Por este descubrimiento, Anthony Hewísh recibió el Nobel de física. Algunos piensan que su estudiante graduada, Jocelyn Belí, debería haber compartido el premio con él porque es tradicional que se dé el premio Nobel a un grupo de trabajo. Hewísh había diseñado el radiotelescopio, y Belí lo había utilizado bajo su supervisión.

1974 D.C.

En noviembre de 1974, el radiotelescopio gigante de Arecibo transmitió una señal diseñada para ser comprendida por alguna civilización extraterrestre que pudiera recibirlo. El radiotelescopio es una antena parabólica gigante dedicada a la recepción de señales de radio transmitidas por la Madre Naturaleza, como las nubes de gases espaciales o los cuásares. Pero también dispone de un radar transmisor, con el cual puede transmitir señales de radio más allá de la alta atmósfera terrestre (ionosfera) y rebasar, incluso, la Luna y los planetas.

El radiotelescopio apuntaba hacia una constelación de estrellas llamada Gran Cúmulo de Hércules, número 13 del catálogo de Messier. Esta constelación globular contiene unas 300.000 estrellas. Los científicos e ingenieros de Arecibo diseñaron un mensaje que pudiera ser interpretado por otra civilización científicamente avanzada que pudiera haber por allí.

Enviaron una imagen compuesta por 1.679 ceros y unos. El número 1.679 se eligió porque era igual a 23 x 73. Los dos números, 23 y 73, se llaman números primos porque no son divisibles por ningún otro, exceptuando el uno y el propio número primo. Así, cualquier civilización que reciba esos 1.679 bits podrá imaginar que está diseñado para dividirse en 23 filas de 73 bits, o en 73 filas de 23 bits. Si escogen 23 filas no obtendrán nada parecido a una imagen (sólo verían un amasijo de puntos aleatoriamente espaciados). Pero al ordenarse en 73 filas de 23 bits (puntos), se obtiene una imagen (como un cómic representando algunos elementos de nuestra civilización).

1 Números binarios del 1 al 10
2 Compuestos químicos
3 Molécula de ADN
4 Silueta humana con la altura de una persona a la derecha y la población de la tierra a la izquierda
5 Sistema Solar. El sol a la derecha, y la tierra desplazada hacia arriba.
6 Radiotelescopio desde el que se ha emitido el mensaje.

1977 D.C.

En 1977, los científicos de la Universidad del Estado de Ohio registraron una de las señales más extrañas en la búsqueda de inteligencia extraterrestre (SETI) . Estaban utilizando un radiotelescopio para buscar señales que pudieran haber sido enviadas por civilizaciones alienígenas.

Repentinamente, llegó esta potente señal, mucho más fuerte que el ruido del espacio. El operador escribió «¡WOW!» en el registro y, desde entonces, se la denomina señal Wow.

Parecía claramente el tipo de señal que podría enviar cualquier otra civilización, pero nunca se ha repetido. Mientras que la señal no se repita, no podrá ser analizada (se necesita más de una observación para demostrar que realmente proviene del espacio).

Ocasionalmente, otros proyectos SETI han recibido señales similares en otros lugares del mundo, pero tampoco se han repetido. Mientras no se repita la señal, tenemos que asumir que solamente era un ruido poco usual, proveniente de nuestro propio planeta.

1981 – 1985 D.C.

En 1981 el programa SETI de la NASA fue cancelado temporalmente por considerarse un gasto inútil. Los científicos que quisieran seguir (como es el caso de Horowitz) con el programa tendrían que buscar dinero de organismos privados.

Nace por ello la Sociedad Planetaria, fundada por el astrónomo Carl Sagan y otros científicos. Esta sociedad depende de sus miembros privados para financiar sus programas, y acordó darle dinero a Horowitz para su sistema SETI.

Con ayuda de científicos de la NASA, Horowitz pudo construir un sistema llamado «Maleta SETI», y lo llevó al gran radiotelescopio de Arecibo (Puerto Rico). Allí probó el sistema apuntando a estrellas cercanas similares al Sol, y concluyó que su sistema funcionaba correctamente.

Cuando regresó a Harvard descubrió un radiotelescopio que iba a ser inutilizado, tenía una antena de 26 metros. Instaló allí permanentemente la «Maleta SETI», y lo llamó Proyecto Centinela.

La «Maleta SETI» podía observar 131.000 canales de radio. La antena permanecía fija durante 24 horas, de esta forma se podía rastrear una anchura de medio grado en la esfera celeste, al efectuar la Tierra una rotación completa.

La frecuencia preferida para buscar señales es la frecuencia del átomo de hidrógeno, 1.420 MHz (longitud de onda, 21 centímetros), el motivo es que el Universo está lleno de átomos de hidrógeno que emiten señales de radio con esta frecuencia y, por tanto, cualquier civilización con radioastronomía debería conocer estas señales.

En 1985 el número de canales diseñado (131.000 canales) por Horowitz paso a tener 8 millones de canales. Steven Spielberg (cineasta) donó el dinero suficiente para poder realizar dicha ampliación.

El nuevo sistema, que utilizaría la misma antena, pasó a llamarse Ensayo de Megacanal Extraterrestre (META).

Horowitz está trabajando en un sistema que tendrá 160 millones de canales, y que más adelante podría ampliarse a mil millones de canales.

Mientras tanto, científicos argentinos utilizan un duplicado de META conocido como META II, para rastrear el universo desde el hemisferio sur.

1992 D.C.

El 12 de Octubre, día en que se conmemora el 500 aniversario de la llegada de Colón al Nuevo Mundo, los científicos, con base en California y Puerto Rico, pusieron en marcha los exploradores electrónicos más avanzados, conectados a un radiotelescopio gigante. Oficialmente la NASA entraba en el combate. Esta acción marca el inicio de una década de duración y 10.000 millones de pesetas de presupuesto, llamado «MOP» (Proyecto para la Observación de Microondas).

La NASA vuelve al proyecto SETI, estará emplazado en California y Puerto Rico. Una antena de 34 metros de diámetro, en el Deep Space Network (DSN, Sistema de Espacio Profundo) de la NASA en Goldstone, en el sur de California, rastreará sistemáticamente el cielo.

En Arecibo, Puerto Rico, la gran antena de 305 metros de diámetro será utilizada durante un mes para buscar en algunas estrellas cercanas al Sol. Esta búsqueda orientada hacia objetivos bien definidos utiliza un equipo móvil que será transportado a otros observatorios por todo el mundo.

El problema más grave con el cuál se enfrentan los científicos son las interferencias (como ocurre en las líneas telefónicas) al intentar identificar señales de radio que podrían proceder de seres inteligentes de otra parte del Universo. Por causas naturales ya existe un gran problema de ruido en las emisiones de radio; y ello complica la búsqueda de inteligencia extraterrestre en el programa SETI. Pero nuestro actual mundo tecnológico plantea otro problema de saturación: tenemos cada vez más satélites.

La banda de radio usada en muchos intentos de SETI, entre los 1,40 y 1,43 gigahertzios, ha sido designada por acuerdo internacional como «Zona Silenciosa». Pero las estaciones de radio todavía emiten armónicos y señales indeseables en este rango de frecuencias. Los ordenadores del MOP han sido programados con sofisticados algoritmos que deben rechazar el 75% de las intrusiones.

Los satélites emiten señales muy potentes en las mismas frecuencias en que los científicos buscan señales débiles y lejanas. Si alguna civilización quisiera ponerse en contacto con la Tierra, las emisiones de los satélites podrían esconderla. Y aunque no anulen completamente los posibles mensajes de radio, las transmisiones de los satélites hacen mucho más difícil el poder determinar cuáles son significativos y cuáles no.

Las radio frecuencias entre 1 y 10 gigahertzios son consideradas para la comunidad interestelar como las mejores. Las frecuencias más bajas están contaminadas por el ruido galáctico, y las más altas son absorbidas, en su mayoría, por la atmósfera de la Tierra.

Se piensa en la posibilidad de que en el siglo XXI tengamos un sistema SETI en la cara oculta de la Luna para reducir las interferencias de nuestra propia civilización.

1994–95 D.C.

Paul Horowitz consigue ampliar su receptor para rastrear la nada despreciable cifra de 160 millones de canales de manera simultánea.

El enfoque oficial a partir de ahora del proyecto SETI será no concentrarse mucho en la búsqueda de inteligencia extraterrestre sino en encontrar evidencias, por radio, de planetas de tamaño similar a la Tierra y que estén girando en torno a otras estrellas.

Si continuamos sin escuchar nada por algunos decenios más, como último recurso nuestra civilización podría decidir tomar la ofensiva. Podríamos transmitir directamente rayos a las estrellas más cercanas.

Ayudas de ciudadanos normales.

La red Internet forma una potente máquina de cálculo, mucho mayor de lo que se puede imaginar hoy. Big Science se ha decidido a utilizar esta potencia para resolver importantes problemas científicos que requieran un gran tiempo de cálculo.

La mayoría de los usuarios de Internet se conecta a la red usando un modesto ordenador personal. Hemos de admitir que nuestro PC, por sí sólo, es incapaz de realizar un solo cálculo que rivalice con un supercomputador. Pero, ¿y si unimos más de un PC?, bastará con que los PC se repartan el trabajo. Cada vez que se añada un ordenador al grupo, el tiempo necesario para procesar una tarea disminuirá drásticamente.

Pues bien, el proyecto SETI@Home pretende usar miles de PC conectados a Internet para realizar los cálculos de búsqueda de patrones en busca de inteligencia extraterrestre.

Cada voluntario que se apunte a este ambicioso proyecto recibirá un programa para analizar los datos de los radiotelescopios. Este programa funcionará como un protector de pantalla, cada vez que el PC se encuentre inactivo, el programa de análisis de datos se pondrá a trabajar en el estudio de una paquete de datos (256 Kbytes) mostrando en pantalla un globo terráqueo en el que se muestran con puntos luminosos los centros de actividad del proyecto; cuando el usuario vuelva a utilizar el ordenador, los cálculos se paran. Los paquetes de datos se consiguen via Internet. Cada vez que el programa haya terminado con un paquete de datos, cuando conectemos a Internet, se conectará con el Servidor de Big Science para enviarle los resultados y recibir un nuevo paquete de datos.

Big Science mantendrá una lista de los voluntarios que más datos hayan procesado hasta el momento.

El éxito del proyecto depende, en gran medida, de la participación de los voluntarios.

Las parábolas del VLA (Very Large Array),en Socorro, Nuevo México, constituyen el mayor radiotelescopio independiente del mundo. Tiene 27 receptores sobre rieles dispuestos en forma de «Y». Cada brazo de la Y posee unos 20 Km de longitud. Esta estructura en forma de «Y» es hoy día utilizada para la búsqueda de inteligencia extraterrestre «acordaros de la película CONTACT».

PHOENIX

Es un esfuerzo para destapar civilizaciones extraterrestres mediante escuchas de señales de radio que o bien son enviadas deliberadamente hacia nosotros, o bien son transmitidas inadvertidamente de otro planeta. Phoenix es el sucesor del programa ambicioso de la NASA, SETI, que fue cancelado por la preocupación de presupuesto por el Congreso en 1993. Phoenix empezó las observaciones en Febrero de 1995 utilizando telescopio Parkes de 210 pies de radio en Nuevo Gales del Sur, Australia. Este es el telescopio con mayor radio en el Hemisferio Sur.

Phoenix no escanea el cielo completamente. En vez de ello, examina las vecindades cercanas, de estrellas parecidas al sol. Dichas estrellas suelen existir para iluminar planetas de larga vida capaces de albergar vida.

Hay aproximadamente un millar de estrellas seleccionadas para observación por el Proyecto Phoenix. Todas están dentro de los 200 años luz de distancia.

Ya que millones de canales de radio son monitorizadas simultáneamente por Phoenix, la mayoría de las «escuchas» son hechas por ordenador. No obstante, se requieren astrónomos para hacer decisiones criticas acerca de las señales que parecen intrigantes.

Phoenix busca señales entre 1,000 y 3,000 MHz. Las señales que están sólo en un punto en el dial de la radio (señales de banda estrecha) son la «firma» de una transmisión inteligente.

El espectro buscado por Phoenix se divide en canales muy estrechos de 1–Hz de ancho, así que significa que dos billones de canales son examinados por cada estrella señalada.

Las observaciones actualmente se realizan utilizando el telescopio de 140 pies de radio en Grenn Bank, Virginia del Oeste.

Para mediados de 1996, Phoenix se había examinado aproximadamente un tercio de las estrellas en su «lista de éxitos». Por ahora, no se han encontrado transmisiones extraterrestres. Pero el quejido apenas visible que traicionaría a una civilización alienígena debe ser oída mañana.

ARECIBO

El material de la antena es un metal reflector que concentra las ondas de radio igual que lo haría el espejo de un telescopio óptico con los rayos de luz. En lugar de observar con lentes o cámaras, el radiotelescopio utiliza un receptor de radio para recoger las señales.

Aunque existen muchos astros que emiten ondas de radio, el radiotelescopio puede detectar débiles señales de algún lejano púlsar, cuásar, nube de gas interestelar o galaxia. El Sol y Júpiter también emiten fuertes señales de radio. Muchos radiotelescopios pueden apuntar a cualquier parte del cielo, como una antena de radar. El de Arecibo, sin embargo, tiene un diseño único: debido a su gran tamaño, la antena está fija y es sostenida por torres.

Como la antena no se puede mover, para apuntar el radiotelescopio se utilizan pequeñas antenas móviles, suspendidas sobre la superficie del gran radiotelescopio. Las señales de radio del espacio rebotan en la superficie reflectora de la antena y son sintonizadas en las pequeñas antenas. Moviendo éstas, los astrónomos son capaces de recoger señales reflejadas en la antena procedentes de diferentes partes del cielo.

La antena tiene también un potente emisor que permite su utilización como radar. De hecho, fue inicialmente construida para estudiar la región más alta de la atmósfera, llamada ionosfera, en la que rebotan las señales de radio. Estas saldrían del emisor, rebotarían sobre la superficie de la antena, y después llegarían a la ionosfera (en la que hay electrones, arrancados de sus átomos por los rayos ultravioletas del Sol).

Algunas de las ondas de radio reflejadas por la ionosfera regresarían a la antena, donde serían detectadas. Midiendo el tiempo que tardan las ondas en regresar, podemos saber a qué altura está esa región de la atmósfera. La intensidad de esta señal rebotada nos dará la densidad de la ionosfera a esa altura.Pero el emisor puede enviar señales con frecuencias mayores capaces de atravesar sin problemas la ionosfera, y que pueden por tanto ser dirigidas a la Luna, Venus, Mercurio y otros astros del Sistema Solar.

Aunque las reflexiones sean extremadamente débiles, se pueden detectar con receptores muy sensibles. A veces se utiliza otro radiotelescopio con el de Arecibo. El Sistema de Espacío Profundo (DSN) de la NASA suele utilizar una de las antenas como emisor y la otra como receptor.

Una de las funciones más interesantes del radiotelescopio es la de Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre (SETI). En el programa de Investigación de Microondas de Alta Resolución (HRMS), de la NASA, se utiliza ocasionalmente para buscar estas señales extraterrestres.

Además, la Universidad de California en Berkeley tiene un proyecto llamado SERENDIP III que se llevará a cabo en Arecibo. SERENDIP busca señales de radio extraterrestres procedentes de alguna civilización inteligente y desarrollada. Este proyecto, bajo la dirección del astrónomo Stuart Bowyer, se basa en el hecho de que los científicos ya utilizan los telescopios para observar astros interesantes.

SERENDIP entra en las señales de los astrónomos y sintoniza cuatro millones de canales buscando señales de otras civilizaciones. Trabaja con frecuencias de 424 a 436 megahertzios (millones de ciclos por segundo), que son muy parecidas a las utilizadas en la Tierra para la televisión, los teléfonos celulares y los radares. SERENDIP ha comenzado a funcionar en 1996


1960 D.C.

N=R.fs.fp.Ne.fl.fi.fc.L

La ecuación de Drake es una fascinante manera de analizar la incógnita de si estamos solos en el Universo. Pero hay demasiadas incógnitas. La única manera de estar seguros es buscar. Por eso algunos científicos confían en SETI. Si buscamos signos astronómicos de otra civilización, podríamos descubrir que tenemos vecinos en nuestra galaxia.

Lo que hizo fue descomponer el gran problema en varios pequeños. En la ecuación, N es el número de civilizaciones avanzadas que existen en nuestra Vía Láctea ahora mismo.

R es el coeficiente de velocidad de formación de las estrellas. Hay o ha habido unos 400.000 millones de estrellas en la galaxia, que han existido durante unos 10.000 millones de años. Por tanto, 400.000 millones de estrellas divididos por 10.000 millones de años nos da 40 estrellas por año. En otras palabras, es como si cada año naciesen 40 estrellas.

Fs es la fracción de estrellas similares al Sol. Las estrellas que son mucho mayores se consumen más rápidamente, y no darían tiempo suficiente a la vida para crearse. Afortunadamente, el Sol es un tipo de estrella muy común. Hay muchas estrellas en la galaxia que no son ni mucho más calientes ni mucho más frías que el Sol, justo el tamaño adecuado. Es por tanto razonable estimar este número como una décima parte del total.

Fp es la fracción de estas estrellas favorables que tienen planetas. No se sabe con certeza, pero existen algunas evidencias indirectas de que los planetas son un resultado natural de la formación de las estrellas. Parece ser que los restos de la formación de una estrella tienden a condensarse y formar planetas. Se puede esperar razonablemente que una décima parte de las estrellas favorables tengan planetas.

Ne es el número de planetas de estrellas favorables en los que podría existir vida. En nuestro propio Sistema Solar sólo conocemos un planeta que albergue vida, la Tierra. Aunque hay otros lugares donde, en teoría, podría existir o podría haber existido vida, como es el caso de Marte. Pero lo más razonable es estimar que en cada sistema hay un sólo planeta como la Tierra, donde la vida puede existir.

Fl es la fracción de esos planetas que, como la Tierra, albergan realmente vida. Aquí el problema es muy controvertido. Nadie sabe como de fácil es que aparezca la vida en un planeta con las condiciones favorables. Algunos científicos piensan que la Tierra es el único lugar que tiene vida. Otros piensan que en cuanto se tiene un planeta razonable, cerca de una estrella apropiada, automáticamente los elementos químicos dispersos en el Universo forman moléculas más y más complicadas, y después algunas de estas moléculas empezarán a reproducirse dando lugar a la aparición de la vida. Así que algunos dicen que esta fracción es 0, y otros que es prácticamente 1. Simplemente no lo sabemos.

Fi es la fracción de estos planetas que poseen vida inteligente. Esto es todavía menos predecible. No sabemos nada del modo en que la vida existente en un planeta podría llegar o no a ser inteligente. Quizá si nosotros los humanos no hubiéramos existido, nunca hubiera habido inteligencia en la Tierra. O también podría ocurrir que, de no existir la humanidad, otra especie (por ejemplo, los dinosaurios, en el pasado, o los chimpancés, en el futuro) hubiera desarrollado su inteligencia. De nuevo la respuesta puede ir de 0 a 1.

Fc es la fracción de estos planetas con vida inteligente capaz de comunicarse a través del espacio. Podría haber planetas con delfines inteligentes, pero incapaces de emitir ondas de radio, en cuyo caso nunca podríamos detectarlos. O podría ser que cualquier especie suficientemente lista como para ser considerada inteligente, vaya a descubrir tarde o temprano las leyes de la electricidad y el magnetismo, haciendo posibles las comunicaciones por radio, aunque todavía no lo haya hecho. Ese sería el caso de la humanidad hace unos pocos siglos.

L es la duración de la vida de una civilización que se puede comunicar. En otras palabras, ¿cuánto dura una civilización desde que es capaz de comunicarse a través de distancias interestelares hasta que desaparece? Algunos científicos son pesimistas y piensan que la vida comienza raras veces y, si empieza, difícilmente se desarrolla la inteligencia. Si tienen razón, puede que no haya vida, ahora mismo, en la galaxia. Unos pocos, aún más pesimistas, piensan que puede que no haya ninguna otra civilización en todo el Universo. Los optimistas opinan que la vida podría estar muy difundida en el Universo. Podría haber miles, o incluso millones, de civilizaciones en la Vía Láctea.”


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Sobre la inducción

Antes de quemarse no es posible saber que el fuego quema, a no ser porque otra persona nos lo haya contado. Mas esta persona debe saberlo porque otra se lo ha contado a su vez o porque ella misma se ha quemado…, y así sucesivamente. Pero debe haber alguien al principio de la cadena, alguien que por primera vez aprendió en su carne que el fuego quema. Antes de él no fue posible saberlo. Lo más importante, sin embargo, no es eso, sino que, una vez que sucedió, surgió de ahí una seguridad inquebrantable: que el fuego quema, no ahora, antes o después, sino siempre, y que basta con que otra persona cualquiera se acerque demasiado a él para comprobarlo. Siempre que el hecho se repita se repetirá la consecuencia del mismo. Creemos en ello firmemente después de haberlo experimentado una sola vez.

Y porque lo creemos sin dudarlo un instante no nos acercamos demasiado al fuego. Es una forma de conducta que sigue a la creencia y ha sido modelada en nuestro contacto con la naturaleza desde que somos hombres. Esperamos que las cosas naturales se comporten siempre del mismo modo y que, en consecuencia, basta con una sola experiencia como la descrita para estar seguros de que siempre ha sucedido, sucede y sucederá lo mismo, es decir, para creer firmemente en algo que se extiende más allá de los límites de cualquier experiencia. Esto es algo que acompaña  al hombre desde que existe sobre este planeta. Más: debe estar incluso en la base de las técnicas rudimentarias utilizadas por el antropoide que nos antecedió, por lo que no es aventurado decir que se trata de una seguridad animal, de la que no podemos prescindir.

Lo cual obliga a admitir que este método de conocimiento tiene mucha mayor importancia que todos los demás, juntos o por separado. Es el propio de las ciencias de la naturaleza, donde ha logrado desde hace tres siglos una perfección admirable, pero su práctica se remonta a los orígenes mismos del ser humano, si no más allá. Y, exceptuando las verdades formales de la lógica y la matemática, cuya incidencia sobre la conducta humana ordinaria es prácticamente nula, abarca todo cuanto conocemos acerca de la realidad y de nosotros mismos, por lo que el examen de sus fundamentos es del mayor interés.

Pero el examen de este proceder provoca la mayor perplejidad. Cuando podría esperarse descubrir que este modelo de conocimiento, el único por medio del cual se logran afirmaciones válidas para la generalidad de los hombres, está sólidamente fundamentado y es máximamente fiable y semejante en todo al de la deducción brotan dudas que parecen insuperables.

Como vimos más arriba, el problema principal es el de conseguir un universal subjuntivo, como el de h), que sirva de primera premisa para un razonamiento científico. Dicho universal, además, no puede ser formal, sino empírico. Pero la experiencia no puede dárnoslo. La observación sensible, tanto si es la de un solo hombre como si es la de la humanidad entera, nunca podrá ampliarse hasta la totalidad de los casos, y menos aún hasta la totalidad de los casos posibles. Aunque las observaciones sean muchas, nunca serán todas y, por tanto, siempre será posible pensar que alguna de las futuras podría contradecir a las pasadas. Luego no es posible pasar de lo experimentado a lo no experimentado sin riesgo de equivocarse, porque muchos casos verdaderos no hacen que todos los demás sean también verdaderos.

Pese a estas razones, seguimos creyendo tener conocimientos sobre la totalidad de los casos de algunas series. Conocemos aproximadamente el medio a través del cual adquirimos experiencia, sabemos que tal experiencia se produce siempre en algún presente, estamos convencidos de que ésta, guardada en la memoria y debidamente administrada, es suficiente para justificar nuestra creencia sobre lo que sucederá en el futuro y lo que ha sucedido ya en el pasado, y de que es fundamentalmente distinta de las creencias que se nos imponen por la fuerza del poderoso o por la persuasión del demagogo. Estamos, pues, seguros de que es posible hacer inferencias desde lo que está pasando hasta lo que no ha pasado todavía. ¿A qué obedece esta seguridad? Indudablemente a que pensamos que el presente, el pasado y el futuro son iguales. Pero ¿lo son realmente?

Dejando de lado ahora el presente, hay una diferencia metafísica entre el futuro y el pasado: el segundo está ya dado y completo, en tanto que el primero está todavía por venir, abierto. Luego los conocimientos que tengamos del pasado están ya determinados y, si son verdaderos, son inmutables. En otras palabras: son conocimientos presentes sobre hechos sucedidos anteriormente ¿Podemos tener también conocimientos sobre hechos no sucedidos todavía?

Que la pregunta no es baladí lo muestra el haber ocasionado múltiples quebraderos de cabeza nada menos que a los que defienden la existencia de la libertad de la voluntad. La razón de ello es que un conocimiento actual verdadero sobre el futuro parece indicar sin lugar a dudas que el futuro está rígidamente causado y determinado, pues, en caso contrario, el conocimiento en cuestión no podría ser verdadero. Si yo sé en este instante que el timbre que marca el final de las clases sonará a las 10,15, y lo lo que yo sé es verdad, entonces el timbre no tiene más remedio que sonar a las 10,15.

Para entretenimiento y solaz del lector, imagine por un momento que fuera cierto que tenemos conocimientos actuales sobre el futuro y que, en consecuencia, éste está determinado causalmente. Entonces se podrían hacer razonamientos verdaderos como éste:

1)     Me casaré o no me casaré.
2)     Si ha de resultar lo primero, no tengo por qué buscar novia, pues de todos modos me habré de casar; y si ha de resultar lo segundo menos todavía.
3)     Luego es mejor no buscar novia.

O como este otro

1)     Cuando acaben estas explicaciones me habré enterado de ellas o no.
2)     Si, acabadas las explicaciones, no me he enterado, entonces no tiene sentido que ahora atienda.
3)     Si, por el contrario, me he enterado, entonces tampoco tiene sentido que me esfuerce ahora.
4)     Luego es mejor no esforzarme en atender.

Donde se supone que la primera proposición es verdadera ahora, por más que su contenido se refiere a después. Siendo así, habría que admitir que tales razonamientos son formalmente verdaderos.

Bromas aparte, que habría que tomar en serio si estuviéramos hablando de la libertad, parece indiscutible que, a pesar de todos los inconvenientes, aceptamos la semejanza entre el futuro y el pasado y que esta semejanza no la hemos percibido, pues para ello deberíamos tener percepción del mañana, para lo cual sería necesario antes vivir en él… No la hemos inferido, sino que la hemos aceptado sin prueba alguna, fiados ciegamente en que las cosas ocurren siempre del mismo modo. Sabemos que la naturaleza es regular y, por ese saber nuestro, confiamos en que lo que sucedió ayer es lo mismo que sucederá mañana y que las causas que han actuado una vez volverán a actuar de nuevo del mismo modo. ¿Es ésta una creencia fundada?

Lamentablemente no. Si se pudiera demostrar que el curso de la naturaleza es regular no sería posible concebir sin contradicción un caso en contrario. Pero esto último es falso, por lo que no es posible demostrar que el curso de la naturaleza es regular y que el futuro es igual que el pasado. Es decir: cabe la posibilidad de que la naturaleza cambie su curso, aunque nunca llegue a hacerlo, y, por tanto, no puede darse una demostración de que no puede cambiar. Ni siquiera puede probarse que el futuro ha de ser probablemente igual al pasado, pues un razonamiento probable tendría que reposar sobre la creencia de que la naturaleza es regular, en cuyo caso sería un círculo vicioso. Para que nuestra experiencia del pasado pueda servir de prueba de lo que sucederá en el futuro hay que aceptar previamente que hay semejanza entre ambos, pero esta aceptación no nos viene de la experiencia misma ni de un razonamiento que hayamos hecho sobre ella. Nos viene simplemente de una creencia: aceptación sin pruebas de algo sobre cuya base se edifica todo nuestro saber sobre la realidad, a excepción de los conocimientos de las ciencias formales.

Luego no existe un principio de inducción puramente lógico que, como el de deducción, permita formular proposiciones universales.


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La inteligencia de Imo

En la isla de Koshima vivía una población de macacos, entre los que se encontraba la hembra Imo, que a la sazón contaba dos años de edad. Los investigadores arrojaban batatas a la playa, donde se llenaban de arena, que las hacía difícilmente comestibles. A la espabilada Imo se le ocurrió llevar unas batatas a un arroyuelo de agua dulce y lavarlas, comiéndoselas luego. Poco a poco, otros macacos la iban imitando, aprendiendo a lavar las batatas y comérselas. La sibarita Imo probó un día a lavar las batatas en el agua salada del mar, encontrándolas así más sabrosas. También en esto la siguieron poco a poco sus congéneres. Dos años más tarde los etólogos empezaron a arrojar trigo a la arena de la playa. Algunos macacos trataban de recoger los granos uno a uno, pero el procedimiento era excesivamente lento y trabajoso. Otra vez Imo (que ahora tenía ya cuatro años) tuvo una genial ocurrencia: recoger puñados de arena mezclada con granos de trigo, llevarlos al agua del mar y soltarlos, dejando así que la arena se hundiese y los granos flotasen, recogiéndolos entonces tranquilamente con la mano y comiéndolos. También aquí la innovación de Imo sería pronto imitada por los demás.

A partir de 1972, los etólogos redujeron considerablemente la alimentación artificial. Las pocas batatas y trigo disponibles eran monopolizados por los miembros del clan dominante de macacos, al que había pertenecido Imo. Sólo los juveniles de este clan recibieron la cultura técnica de Imo de sus madres. Al reanudar los etólogos sus entregas más generosas, sólo los del clan de Imo sabían cómo aprovecharse de ellas.

(Mosterín, J., Filosofía de la cultura, Alianza Universidad, Madrid, 1993, páginas 42–43)

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Entrada del mundo

Encontraron a poco rato una cosa bien donosa y de harto gusto: era un ejército desconcertado de Infantería, un escuadrón de niños de diferentes estados y naciones, como lo mostraban sus diferentes trajes, todo era confusión y vocería; íbalos primero reconociendo y después acaudillando una mujer bien rara, de risueño aspecto, alegres ojos, dulces labios y palabras blandas, piadosas manos y toda ella caricias, halagos y cariños. Traía consigo muchas criadas de su genio y de su empleo para que los asistiesen y sirviesen, y así llevaban en brazos los pequeñuelos, otros de los andadores y a los mayorcillos de la mano, procurando siempre pasar adelante. Era increíble el agasajo, que a todos acariciaba aquella madre común, atendiendo a su gusto y regalo y para esto llevaba mil invenciones de juguetes con que entretenerlos; había hecho también grande prevención de regalos, en llorando alguno al punto acudía afectuosa, haciéndole fiestas y caricias, concediéndole cuanto pedía a trueque de que no llorase; con especialidad cuidaba de los que iban mejor vestidos, que parecían hijos de gente principal, dejándoles salir con cuanto querían. Era tal el cariño y agasajo que esta, al parecer, ama piadosa les hacía, que los mismos padres la traían sus hijuelos y se los entregaban, fiándolos más de ella que de sí mismos.

Mucho gustó Andrenio de ver tanta y tan donosa infantería, no acabando de admirar y reconocer al hombre niño, y tomando en sus brazos uno en mantillas, decíale a Critilo:

–¿Es posible que éste es el hombre? ¿Quién tal creyera? ¡Que este casi insensible, torpe e inútil viviente ha de venir a ser un hombre tan entendido a veces, tan prudente y tan sagaz como un Catón, un Séneca, un Conde de Monterrey!

–Todo es extremos el hombre, dijo Critilo; ahí verás lo que cuesta el ser persona, los brutos luego lo saben ser, luego corren, luego saltan; pero al hombre cuéstale mucho, porque es mucho. –Lo que más me admira, ponderó Andrenio es el indecible afecto de esta rara mujer, ¿qué madre como ella? ¿Puédese imaginar tal fineza? De esta felicidad carecí yo, que me crié dentro de las entrañas de un monte y entre fieras: allí lloraba hasta reventar, tendido en el duro suelo, desnudo, hambriento y desamparado, ignorando estas caricias. –No envidies, dijo Critilo, lo que no conoces, ni llames felicidad hasta que veas en qué para; de estas cosas hallarás muchas en el mundo, que no son lo que parecen, sino muy al contrario; ahora comienzas a vivir, irás viviendoy viendo.

Caminaban con todo este embarazo sin parar ni un instante, atravesando países, aunque sin hacer estación alguna y siempre cuesta abajo, atendiendo muchoa a que ninguno se cansase ni lo pasase mal; dábales de comer una vez sola, que era todo el día.

Hallábanse al fin de aquel paraje metidos en un valle profundísimo, rodeado a una y otra banda de altísimos montes, que decían ser los más altos puertos de este universal camino. Era noche y muy oscura, con propiedad lóbrega: en medio de esta horrible oscuridad mandó hacer alto aquella engañosa hembra y, mirando a una y otra parte, hizo la señal usada, con que al mismo punto, ¡oh maldad no imaginada!, ¡oh traición nunca oída!, comenzaron a salir de entre aquellas breñas y pór las bocas de las grutas ejércitos de fieras: leones, tigres, osos, lobos, serpientes y dragones, que arremetiendo de improviso dieron en aquella tierna manada de flacos y desarmados corderillos, haciendo un horrible estrago y sangrienta carnicería, porque arrastraban a unos, despedazaban a otros, mataban, tragaban y devoraban cuanto podían: monstruo había que de un bocado se tragaba dos niños y no bien engullidos aquéllos, alargaba las garras a otros dos; fiera había que estaba desmenuzando con los dientes el primero y despedazando con las uñas el segundo; no dando treguas a su fiereza, discurrían todas por aquel lastimoso teatro buscando sangre, teñidas las bocas y las garras en ella; cargaban muchas con dos y con tres de los más pequeños y llevábanlos a sus cuevas, para que fuesen pasto de sus ya fieros cachorrillos; todo era confusión y fiereza, espectáculo verdaderamente fatal y lastimero, y era tal la candidez o simplicidad de aquellos infantes tiernos, que tenían por caricias el hacer presa en ellos y por fiesta el despedazarlos, convidándolos ellos mismos, risueños y provocándolos con abrazos. Quedó atónito, quedó aterrado Andrenio, viendo una tan horrible traición, una tan impensada crueldad, y puesto en lugar seguro, a diligencias de Critilo, lamentándose decía:

–¡Oh, traidora!, ¡oh, bárbara!, ¡oh, sacrílega mujer! Más fiera que las mismas fieras, ¿es posible que en esto han parado tus caricias, para esto era tanto cuidado y asistencia? ¡Oh, inocentes corderillos, qué temprano fuísteis víctimas de la desdicha! ¡Qué presto llegasteis al degüello! ¡Oh, mundo engañoso!, ¿y esto se usa en ti, de estas hazañas tienes? Yo he de vengar por mis propias manos una maldad tan increíble. Diciendo y haciendo arremetió furioso para despedazar con sus dientes aquella cruel tirana, mas no la pudo hallar, que ya en ella con todas sus criadas habían dado vuelta en busca de otros tantos corderillos para traerlos rendidos al matadero; de suerte que ni aquéllas cesan de traer, ni éstas de despedazar, ni de llorar Andrenio tan irreparable daño.

En medio de tan espantosa confusión y cruel matanza, amaneció de la otra parte del valle, por lo más alto e intrincado de los montes, con rumbos de aurora, una otra mujer, y con razón otra que, tan cercada de luz como rodeada de criadas, desalada, cuando más volando, descendía a librar tanto infante como perecía. Ostentó su rostro muy sereno y grave, que de él y de la mucha pedrería de su muy recamado ropaje despedía tal inundación de luces, que pudieron muy bien suplir y aun con ventajas la ausencia del Rey del día. Era hermosa por extremo y coronada por Reina entre todas aquellas beldades sus ministras. 1Oh, dicha rara! Al mismo punto que la descubrieron las encarnizadas fieras, cesando en la matanza, se fueron retirando a todo huir y dando espantosos aullidos se hundieron en sus cavernas. Llegó piadosa ella y comenzó a recoger los pocos que hablan quedado, y aun ésos muy malparados de araños y heridas. Ibanlos buscando con gran solicitud aquellas hermosisimas doncellas, y aún sacaron muchos de las oscuras cuevas y de las mismas gargantas de los monstruos, recogiendo y amparando cuantos pudieron, y notó Andrenio que eran ésos de los más pobres y de los menos asistidos de aquella maldita hembra, de modo que en los principales como más lucidos habían hecho las fieras mayor riza. Cuando los tuvo todos juntos sacólos a toda prisa de aquella peligrosa estancia, guiándolos de la otra parte del valle el monte arriba, no parando hasta llegar a lo más alto, que es lo más seguro. Desde allí se pusieron a ver y contemplar, con la luz que su gran libertadora les comunicaba, el gran peligro en que habían estado y hasta entonces no conocido. Teniéndolos ya en salvo fue repartiendo preciosísimas piedras, una a cada uno, que sobre otras virtudes contra cualquiera riesgo; arrojaban de sí una luz tan clara y apacible que hacían de la noche día, y lo que más se estimaba era el ser indefectible. Fuelos encomendando a algunos sabios varones, que los apadrinasen y guiasen siempre cuesta arriba hasta la gran ciudad del mundo. Ya en esto se oían otros tantos alaridos de otros tantos niños, que acometidos en el funesto valle de las fieras estaban pereciendo; al mismo punto aquella piadosa reina, con todas sus amazonas, mar chó volando a socorrerlos.

Estaba atónito Andrenio de lo que había visto, parangonando tan diferentes sucesos y en ellos la alternación de males y de bienes de esta vida: –¡Qué dos mujeres éstas tan contrarias!, decía. ¡Qué asuntos tan diferentes! ¿No me dirás, Critilo, quién es aquella primera, para aborrecerla, y quién esta segunda, para celebrarla? ¿Qué te parece, dijo, de esta primera entrada en el mundo? ¿No es muy conforme a él y a lo que yo te decía? Nota bien lo que acá se usa, y si tal es el principio dime cuáles serán sus progresos y sus fines. Para que abras los ojos y vivas siempre alerta entre enemigos: saber deseas quién es aquella primera y cruel mujer que tú tanto aplaudías, créeme que ni el alabar ni el vituperar ha de ser hasta el fin. Sabrás que aquella primera tirana es nuestra mala inclinación, la propensión al mal. Esta es la que luego se apodera de un niño, previene a la razón y se adelanta, reina y triunfa en la niñez tanto que los propios padres, con el intenso amor que tienen a sus hijuelos, condescienden con ellos y porque no llore el rapaz le conceden cuanto quiere: déjanle hacer su voluntad en todo y salir con la suya siempre, y así se cría vicioso, vengativo, colérico, glotón, terco, mentiroso, desenvuelto, llorón, lleno de amor propio y de ignorancia, ayudando de todas maneras a la natural siniestra inclinación. Apodéranse con esto de un muchacho las pasiones, cobran fuerzas con la paternal connivencia, prevalece la depravada propensión al mal y ésta con sus caricias trae al tierno infante al valle de las fieras, a ser presa de los vicios y esclavo de sus pasiones, de modo que cuando llega la razón, que es aquella otra Reina de la luz, madre del desengaño, con las virtudes sus compañeras ya los halla depravados, entregados a los vicios, y muchos de ellos sin remedio; cuéstale mucho sacarlos de las uñas de sus malas inclinaciones y halla grande dificultad en encaminarlos a lo alto y seguro de la virtud, porque es llevarlos cuesta arriba; perecen muchos y quedan hechos oprobio de su vicio, y más los ricos, los hijos de señores y de príncipes, en los cuales el criarse con más regalo es ocasión de más vicio; los que se crían con necesidad, y tal vez entre los rigores de una madrastra, son los que mejor libran, como Hércules, y ahogan estas serpientes de sus pasiones en la misma cuna.

–¿Qué piedra tan preciosa es ésta, preguntó Andrenio, que nos ha entregado a todos con tal recomendación?

–Has de saber, respondió Critilo, que lo que fabulosamente atribuyeron muchos a algunas piedras, aquí se halla ser evidencia, porque ésta es el verdadero carbunclo, que resplandece en medio de las tinieblas, así de la ignorancia como del vicio; éste es el diamante finísimo, que entre los golpes del padecer y entre los incendios del apetecer está más fuerte y más brillante; ésta es la piedra de toque, que examina el bien y mal; ésta, la imán atenta al norte de la virtud; finalmente, ésta es la piedra de todas las virtudes, que los sabios llaman dictamen de la razón, el más fiel amigo que tenemos.

(Gracián, El criticón, Crisi V: Entrada del mundo)


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Necesidad de una cosmovisión

El mero hecho de haber nacido en el siglo XX impone una concepción determinada del universo. Se oye a veces que alguien desearía haber vivido en otro tiempo, pero quien eso dice, y quien lo oye, saben que ya no es posible. Que no es posible ya ser un griego clásico, un romano republicano, un señor feudal… más que imaginariamente. Nos está vedado escapar de nuestra era, como nos está vedado saltar por encima de nuestra sombra. Lo que ya ha sido no retorna. Pero se trata de algo más: de que no sólo no es posible que la humanidad vuelva a ser lo que ya ha sido en alguno de sus momentos anteriores, sino de que es harto dudoso que alguien pueda pensar, creer y desear como creyeron, pensaron y desearon los antiguos. Se pertenece al presente por un hecho biológico inapelable, el de haber nacido en el presente. ¿Acaso no puede decirse que se pertenece también a la actual concepción del universo, tanto si se quiere como si no y que esto no depende de la voluntad de nadie?

Estas afirmaciones admiten quizá una prueba fácil: ¿se atrevería alguien a decir en serio que que la Tierra reposa inmóvil en el centro de varias decenas de esferas cristalinas que giran en torno a ella, que el hombre ha sido directamente hecho por Dios en cuerpo y alma…? ¿No creemos todos, en contra incluso de la evidencia directa de nuestros sentidos, que la Tierra gira alrededor del Sol o que el hombre procede de un primate inferior equiparable a los actuales gorila o chimpancé?

Nuestras ideas astronómicas y antropológicas nos parecen hoy naturales, pero en realidad son muy recientes. Durante varios miles de años los hombres han estado firmemente convencidos de una verdad religiosa que aproxima al hombre a Dios y lo aleja de los animales. Hebreos, griegos y medievales, salvando las distancias que los separan entre sí, han creído que el hombres es un ser de espíritu divino y han pensado, sentido y obrado en consecuencia. Y, por haber creído que toda la realidad está referida a Dios y que el entendimiento humano es de origen divino, durante todos esos siglos se entregaron a la exclusiva tarea de hacer teología. Por esto fue la filosofía su esclava, no por una imposición violenta. Que la inteligencia se dedicara a la comprensión de las cosas divinas era, para ellos, algo natural. Para nosotros, por el contrario, lo es que se dedique a la química, las matemáticas, la medicina…, es decir, a las ciencias que explican la naturaleza. Ello es debido a que, frente a la idea de que el hombre ha sido hecho directamente por Dios, se ha impuesto la idea de que es un producto natural que ha evolucionado tal vez desde la materia inorgánica, y lo ha hecho sin el concurso de otras fuerzas que las naturales.

La vieja y la nueva concepción se han superpuesto en el espíritu del hombre moderno, provocando en él una grave escisión. Muchas voces procedentes de la filosofía han llamado la atención sobre el hecho de que el avance y extensión de las ideas científicas tenían que traer consigo el desmoronamiento de la vieja concepción del mundo sin poder suplantarla por otro. En el momento actual permanecemos urgidos por una presión de origen religioso que pugna por hallar sentido y finalidad a lo real y por otra de corte científico que no puede hacer otra cosa que despreocuparse abiertamente de ello. Es el signo de nuestro tiempo.

La confrontación de estas dos opciones no puede eludirse declarándose neutral. Un hombre sentirá llamadas distintas a la acción, hará valoraciones diferentes acerca de importantes sectores de la vida, estará dispuesto a esperar muy diferentes cosas de ella…, según crea que está hecho a imagen y semejanza de Dios o que es un primate que ha logrado triunfar. Durante una gran parte de su existencia, ha sido la religión la encargada de suministrarle una primera manera de entenderse a sí mismo. Ahora parece que la ciencia ha tomado sobre sí esa obligación. Ambas son, empero, excluyentes: una remite a Dios, otra al animal. Podría pensarse que las dos son satisfactorias a su modo, cada una para aquellos a quienes está dirigida, y tal vez se esté en lo cierto, pero a condición de no traspasar el umbral del pensar común y corriente, porque entonces ambas se muestran insuficientes. La primera porque deja de lado una ingente cantidad de hechos científicos –hallazgos fósiles e interpretaciones teóricas– que se han producido en los últimos cien años. La segunda porque, aun teniendo en cuenta esos hechos, y seguramente porque no puede hacer otra cosa que limitarse a tenerlos en cuenta, no alcanza, como habremos de ver, a ofrecer una concepción del hombre si no es in absentia.

De lo dicho se desprende ya algo que se debe retener como una característica humana importante: la necesidad de poseer alguna concepción del mundo y de sí mismo. Es posible prescindir de la que emana de la ciencia o de la que emana de la religión, pero no es posible estar sin concepción alguna. El hombre es, pues, un ser que necesita interpretarse, conocer cuáles son sus impulsos y sus necesidades, así como los impulsos y necesidades de los demás, para “saber a qué atenerse” en todo cuanto hace. Ahora bien, si el origen y orientación de impulsos y necesidades dependen de su concepción para activarse, entonces es que carece del plan de acción que los demás animales poseen cuando nacen. Puesto que no necesitan nada más para “saber a qué atenerse”, los animales son seres acabados. El hombre, por el contrario, es un ser inacabado, pues primero tiene que descubrir lo que ha de hacer consigo mismo para después tratar de hacerlo.

Nuestro tiempo no ha alcanzado todavía una concepción aceptada y estable del hombre. Dividido entre la obligación de aceptar las conclusiones de la ciencia y la urgencia de satisfacer impulsos religiosos sentidos incluso por muchos que se dicen ateos, el siglo XX parece esperar de la filosofía una solución aceptable a su conflicto. A ella le cumple, pues, ejecutar este plan, para lo que habrá de tener en cuenta los datos obtenidos por la ciencia a la vez que los requerimientos procedentes de la actitud religiosa, para procurar comprender lo que cabe conceder a cada una de ellas. Empecemos por la ciencia.

Tres conclusiones.

La primera enseñanza que lo anterior impone es que la Tierra no es el centro del universo, y ni siquiera una parte importante de él. Esta es una forma de ver las cosas que los hombres del siglo XX tienen como algo suyo, sin que les sea fácil prescindir de ella. La Antigüedad clásica y medieval creyó que el universo tiene figura esférica, que la Tierra está situada en su centro y que los orbes de las estrellas, auténticas esferas transparentes en cuyo interior se hallan tachonados los astros, giran en torno a ella. Este modelo debió estar tan arraigado en la mente de los hombres que no sufrió cambios importantes ni siquiera en los albores de la revolución científica actual, que comenzó precisamente por la astronomía. El universo de Aristóteles y Ptolomeo era ciertamente tan pequeño y confortable como representaban las figuraciones medievales, pero solamente si es comparado con la imagen de nuestro tiempo. Aquél tenía, según ellos, un diámetro de unos 20.000 radios, es decir, aproximadamente 200 millones de kilómetros. El de Copérnico tenía que ser unas 2.000 veces mayor, lo que arroja un diámetro de 400.000 millones de kilómetros. Por comparación con el actual, cuyas distancias entre estrellas se miden en años–luz, ambos, el medieval y el copernicano, son extraordinariamente pequeños. Desde este punto de vista, Copérnico es más medieval que moderno. Kepler y Galileo no estaban muy lejos de él. Descartes, ya en pleno siglo XVII, fue el primero en pensar seriamente que el universo es infinito. Hoy tiende a pensarse que es finito, pero ilimitado.

La segunda se refiere al hombre, por lo que su significación es seguramente mayor. Pensar que tampoco él es el centro de los seres vivos, sino un producto de fuerzas inferiores, no más que una de las múltiples combinaciones posibles a que se entrega mecánicamente la naturaleza, es situarse en una posición profundamente opuesta a la que durante muchos siglos han mantenido los hombres. La interpretación evolucionista, que no apareció para explicar la evolución humana, sino para explicar la de todos los seres orgánicos, y cuya aplicación a lo humano no ha sido más que una particularización lógica, deductiva, de la teoría general, lo que impide el añadido de consideraciones ausentes del principio general con el fin de situar al hombre en un lugar privilegiado frente al resto de los seres, conduce a concebir la vida como una corriente continua que arranca de la primera criatura viva, seguramente una sencilla agregación preanimal de células, y que, pasando primero por las formas ancestrales de los vertebrados y después por las de los mamíferos y los primates, vino a desembocar por último en las actuales especies vivas, una de las cuales es la humana. No se trata, pues, de que la vida actual sea el fin y la culminación de la corriente evolutiva, lo que equivaldría a dotarla de sentido y finalidad, sino sólo de que es su resultado presente, con respecto al cual la corriente no puede guardar más que indiferencia, la misma que el agua con respecto a los recipientes que llena. No es posible ver en las especies, tanto las pasadas como las presentes o las que están por venir, más que productos accidentales del caudal de la vida, y no puede mantenerse a este respecto otra tesis que no sea la de afirmar que dicho caudal no se ha estancado hasta el presente sino que, a tenor de la variación empírica, se ha multiplicado en innumerables canales que dan lugar a su vez ininterrumpidamente a otras bifurcaciones, muchas de las cuales acaban feneciendo, como de hecho ha sucedido en la inmensa mayoría de los casos. Las especies se transforman o se extinguen, no permanecen. Por ello no pueden ser contemporáneos los progenitores y los descendientes, de modo que, por ejemplo, aquel dicho popular que pone el origen del hombre en el mono no puede ser aceptado más que metafóricamente, pues una interpretación literal iría contra la teoría misma. La vida vive en el tiempo.

La tercera tiene que ver con la forma actual, de raigambre científica, que tiene el hombre occidental del siglo XX de formarse ideas sobre sí mismo y sobre el mundo circundante. Sea suficiente un ejemplo para comprenderlo. Podría parecer que el firmamento estrellado está directamente presente a los ojos de quien quiera mirar y que basta con alzarlos a lo alto para verlo tal como es. Pero de ese error nos saca la astronomía. A principios de este siglo se creía que el universo material comprendía solamente nuestra galaxia, la Vía Láctea, pero ahora sabemos que hay, como mínimo, otros 50.000 millones de galaxias como ella. ¿Cuántas estrellas puede tener este cielo si las de la Vía Láctea son, a tenor de los cálculos más conservadores, unos 50.000 millones? Sin embargo, nuestros ojos solamente pueden observar, en condiciones de visibilidad perfecta, poco más de 1000. Pero las galaxias fotografiadas por el telescopio Hubble durante el mes de Diciembre de 1.995 se hallan a una distancia tal que son 4000 millones de veces más imperceptibles que el objeto más pequeño que pueda detectar el ojo en el cielo nocturno. Ahora bien, los rayos de luz que han llegado hasta el Hubble han debido recorrer antes una enorme distancia. Si la luz de la estrella Polaris tarda 470 años en llegar a la Tierra, ¿cuántos años habrán empleado hasta ser detectados por el Hubble unos rayos de luz que proceden de galaxias que son, como mínimo, 4000 millones de veces más imperceptibles que la Polaris? Una cosa sí es cierta: que las fotografías de Diciembre de 1.995 no corresponden a esa fecha, sino a muchos años atrás. Tal vez esas galaxias ni siquiera existan ya y, en todo caso, es seguro que no están donde estaban. Las imágenes fotográficas corresponden a un pasado ya extinguido y la astronomía no se diferencia en lo fundamental de la arqueología, pues en ésta son los hallazgos fósiles los que obligan a ahondar el tiempo de existencia del hombre.

Sin la ayuda de las teorías, los conceptos, las hipótesis, el instrumental técnico…, es imposible saber que el firmamento o el hombre son así. El saber es el resultado de esa actividad y el mundo, tanto el natural como el humano, son, para el hombre, el saber que él va formándose sobre ellos. Ésta es su realidad, o, mejor dicho, su realidad es la realidad. Los otros seres existen también en ella, pero hay una diferencia que parece insalvable: que no lo saben y, como no lo saben, no piensan, no sienten y no actúan en consecuencia.


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Conocimiento, verdad y realidad

Los sentidos son una parte del organismo animal. La planta, que no siente nada de fuera o de dentro, no los necesita. Pero el animal está hecho para el dolor y el placer. Es sensitivo: con sus sentidos goza y sufre, con ellos se orienta para lo primero y para lo segundo. La naturaleza habría cometido una monstruosidad si lo hubiera fijado al suelo, como a la planta. Un ser que puede sentir y orientarse sería un monstruo si no pudiera moverse. Luego la sensibilidad exige que haya músculos, nervios y huesos con los que desplazarse. Cierto es que esta afirmación es muy general, pero para nuestro propósito es suficiente que no sea falsa.

Dejemos sentado, pues, que para sentirse bien el animal tiene que moverse. Que así procura no sentir frío, aplacar el hambre, la sed, el miedo, el deseo sexual, etc. Ahora bien, esto es lo único que hace. Persiste en su ser utilizando sentidos que le dan placer o dolor y le conducen, bien o mal, a donde puede lograr lo primero y evitar lo segundo. Si un animal no sintiera nada, no haría nada por seguir vivo, no se reproduciría y en poco tiempo dejaría de existir.

En el hombre no sucede así. Él tiene que vivir en un mundo poblado de una infinidad de objetos y personas diferentes a los que tiene que habituarse para llevar una vida normal. Esto hace que su cuerpo esté en el centro de un cúmulo incesante de estímulos que vienen de todas partes, estímulos cuyo número crece conforme crece la complejidad de sus formas de vida. Cierto es que los hombres se diferencian entre sí por sus formas de vida; que la vida del salvaje, por ejemplo, tejida como está por el hilo del parentesco, no ofrece las expectativas y ansiedades de la gran cantidad de profesiones que rodean al civilizado; que la vida de uno está casi determinada desde que nace y que nadie sabe lo que será de la del otro; que el civilizado tiene que dedicar muchos años a una actividad intelectual que el salvaje desconoce, etc. Pero los dos tienen que prepararse para el mañana, lo que quiere decir que no les basta con lo que perciben en el momento, sino que tienen que saber además en qué consiste lo que no perciben y, en el extremo, hacerse una idea del universo entero, aunque solamente pueden captar con sus sentidos una ínfima parte suya.

Todo lo percibido se distribuye espontáneamente en dos grupos. El primero comprende los deseos, los pensamientos, los recuerdos, los dolores y todo lo que cada cual atribuye a su interior. El segundo comprende los objetos, personas y animales del exterior. Más allá de esto no es posible ir. No se puede atravesar la burbuja en que se habita, a la que no pertenece lo que está por venir, lo que ha pasado ya ni los sentimientos, pensamientos, etc., de los demás. Irremediablemente confinado a los seres del interior y al aquí y ahora del exterior, al punto de referencia del cuerpo, todas las demás cosas residen únicamente en la memoria, desdibujadas a veces en la niebla de la fantasía como espectros sin materia.

Luego los sentidos de mi cuerpo convierten a éste en el punto de referencia de todo cuanto existe para mí. Ellos me colocan en el centro exacto del horizonte de todas las experiencias, en el único punto en que todo cobra sentido para mí. Por su causa soy un punto de referencia de todo cuanto existe, un punto de referencia único, privado, irrepetible y particular. Si hubiera un foco universal que pudiera traspasar la burbuja, si alguien pudiera habitar el tiempo pasado y el futuro a la vez que el presente y si no estuviera encerrado en un punto único del espacio, habría que darle el nombre de Dios. Un ser así carecería necesariamente de cuerpo, estaría en todos los lugares a la vez y tendría presentes simultáneamente el ayer, el hoy y el mañana. Las intuiciones de la religión, los tratados de la filosofía y las leyes y principios generales de la ciencia han tratado siempre de alcanzar ese foco universal, de rebasar el conocimiento inmediato y particular propio del animal sensitivo. Ese empeño común hace de las tres actividades una empresa esencialmente idéntica.

Pudiéndose producir sólo en la cercanía del cuerpo con otros cuerpos, cada experiencia sensorial se tiene que referir únicamente a un momento y lugar concretos. Está irremediablemente limitada, en consecuencia, a lo que ocurra en ese momento y en ese lugar, por lo que resulta problemático extenderla a otros diferentes.

El ojo.

Se dirá que una experiencia sensorial se refiere siempre a algo concreto porque nace en contacto con algo concreto, pero que el conocimiento extraído de ahí se extiende a otras cosas por generalización. Veremos si esto es cierto recordando cómo se comporta uno de nuestros de nuestros sentidos.

El ojo humano es probablemente el mejor receptor de luz que ha producido la evolución, aun contando con que el de algunos insectos detecta mucho mejor el movimiento y el de algunas aves es capaz de enfocar a la vez cinco puntos distintos sin tener que girar la cabeza.

Su acción se ejerce sobre el campo de visión, que está poblado por vibraciones electromagnéticas resultantes de procesos atómicos y moleculares naturales o de procesos técnicos artificiales. Todos producen corrientes alternas diferentes por su frecuencia, que es el número de oscilaciones de cualquiera de ellas en un tiempo dado. La unidad de medida de esta forma de energía es el hertzio, que corresponde a una vibración por segundo. El ojo humano solamente registra las que corresponden a la luz visible, que es interpretada por el cerebro como el conjunto de los colores que se extiende del rojo al violeta. Las demás vibraciones, que son la inmensa mayoría, quedan en la más absoluta oscuridad. Las frecuencias de red, ondas largas, cortas, medias y ultracortas, las microondas, los rayos infrarrojos, ultravioletas, rayos X, gamma, etc., es decir, toda radiación cuya frecuencia no esté comprendida aproximadamente entre los 10–4 y 10–8 es inexistente para el ojo, pues no puede estimularlo.

Esta selección es sólo el comienzo. La corriente de luz visible todavía tiene que atravesar la córnea transparente, pasar después por la pupila o diafragma del ojo, que puede abrirse o cerrarse mecánicamente por la acción de la propia luz, atravesar a continuación el cristalino, una estructura elástica capaz de abombarse o aplanarse, y desembocar finalmente en la retina, donde hay unos ciento cincuenta millones de células específicas para reaccionar a los estímulos luminosos. Sobre esta pantalla se proyecta la imagen del objeto exterior, pero no antes de que broten de ella algunas corrientes nerviosas reflejas que llegan a los músculos ciliares con el fin de que éstos contraigan o extiendan el cristalino hasta enfocar bien la imagen. El cristalino está aplanado cuando el objeto se halla lejos y se curva progresivamente a medida que éste se acerca. El resultado es, como todo el mundo sabe, la proyección de la imagen invertida sobre la retina. Que los objetos sean vistos correctamente se debe a la habilidad posterior del cerebro, que vuelve a invertir la figura.

Pero todavía no hay visión. Ese juego de acciones y reacciones físicas y fisiológicas aún continúa con otro de acciones y reacciones nerviosas que empieza básicamente por los conos y los bastones, células que se estimulan por la luz visible y reproducen los objetos externos a modo de dibujos en la retina por medio de un complejo de puntos, como los píxels en la pantalla de un ordenador. Cada uno de ellos corresponde a un cono o a un bastón, que logran este resultado por procedimientos químicos. Hasta aquí ha transcurrido un tiempo muy corto, que se mide en milésimas de segundo. Sin embargo, en ninguna de esas fracciones de segundo se ha producido todavía la visión.

La capa de bastones y conos y otras capas y neuronas de la retina se reúnen en el punto ciego y forman el nervio óptico, que se dirige a cada uno de los dos lóbulos ópticos, situados en los hemisferios cerebrales, donde las fibras nerviosas se conectan sinápticamente con las neuronas de esos centros y donde, después de una nueva serie de acciones y reacciones poco conocidas, se produce por fin la visión. Insistimos: se produce la visión. El cerebro es quien la produce. Éste no se comporta como un espejo que refleja el exterior, sino como un carpintero que construye un mueble. Después de una delicada y compleja sucesión de estímulos físicos y químicos y de respuestas nerviosas, que suceden en la más absoluta inconsciencia, alguien tiene conciencia de estar viendo algo. Esa conciencia le ha sido construida y servida por su cerebro

Conciencia e inconsciencia.

Obsérvese que la mayor parte de lo sucedido es inconsciente para el que siente. Conviene, pues, repasar lo dicho y distinguir dos fases en la gestación de la experiencia sensorial:

a)               Lo inconsciente.

Algún estímulo físico, tal como una onda luminosa, una alteración aérea en la atmósfera circundante, la presión de algún objeto sobre la piel, etc., provoca una reacción en un sentido y éste da comienzo al proceso nervioso subsiguiente. El sentido actúa entonces como receptor. Pero puede no ser apropiado para el estímulo. En este caso el proceso nervioso no se inicia. El ojo es sordo para los sonidos, el oído ciego para los colores y así sucesivamente. Hay además ondas electromagnéticas, como los rayos ultravioleta o los rayos X, que no estimulan las neuronas de la retina, vibraciones aéreas en número superior a 20.000 por segundo a las que no reacciona el oído, etc. Luego no son estímulos, pero no por sí mismas, sino porque no hay órganos apropiados para ellas. Sólo es estímulo lo que estimula. No depende de las formas de energía que puedan estimular al organismo, sino de éste. Serán estímulos si tiene el receptor apropiado y no lo serán en caso contrario.

b)              Lo consciente.

La sensación propiamente dicha, o conciencia de ver, oír, sentir frío, calor, etc., solamente aparece al final. Entre el objeto y la conciencia del objeto se interpone un mecanismo sutil y complicado que nos pasa totalmente desapercibido, pero gracias a él se transforma el mundo en cosas conocidas. El color, el frío, el sonido, el sabor, el calor, la figura, etc., son el resultado de la actividad el cerebro, esa masa gelatinosa protegida por las paredes del cráneo, cuyo peso oscila entre 1.300 y 1.500 gramos y está compuesta de unos 30.000 millones de células nerviosas. El cerebro es, según Hipócrates, el origen de la risa, el llanto, el abatimiento, la melancolía, el placer, el medio con que se adquiere el juicio, el saber, la vista, el oído, las nociones de bien y mal, los sabores dulce y amargo, la locura, el delirio, el terror, el desasosiego, la torpeza, la alegría, etc. En una palabra: el cerebro es el órgano de la sensibilidad.

Lo consciente es lo que ahora nos interesa. Lo demás, lo que ocurre en el fondo oscuro de la física y la biología, no es por ahora más que el rodeo que hay que dar para comprender que las experiencias no son propiamente representaciones directas del exterior, sino efectos indirectos suyos. Esta distinción es importantísima, porque nos obliga a comprender que el cuerpo no es un objeto pasivo que se limita a recibir y reconocer lo que la realidad natural le muestra, sino que selecciona, transforma, pone orden y configura las formas de energía de tal manera que el final de su trabajo apenas guarda semejanza alguna con el principio. Cada sentido está especializado en una sola clase de energía: el ojo en la radiación del espectro solar, el oído en las ondas atmosféricas, etc. Ninguno de ellos tiene en cuenta todos los elementos de la provincia que le ha sido asignada. Y, con las aportaciones tan diferentes que hacen, todos contribuyen a que nazca la conciencia de los objetos. Una manzana es color, tamaño y figura para el ojo, olor para el olfato, sabor para el paladar, peso, lisura, frescor, etc., para el tacto, pero nada de eso existiría si no hubiera alguien que lo sintiera y sintiera cada sensación.

La sensación es conciencia. ¿Que se quiere decir con que la manzana es verde? Que nos produce esa visión de color. ¿Y dulce? Que nos produce ese sabor. El color y el sabor son actos conscientes cuya causa se sitúa lejos, en sucesos físicos y biológicos que no guardan relación directa con ellos. En los sucesos se halla la causa, en el sujeto la conciencia. Pueden aquellos presentarse como contactos, radiaciones, ondas, etc., que todo será en vano si el sujeto no siente nada. Para él no hay color, sabor, olor, etc. No hay una sola de las cualidades que usualmente atribuimos a los objetos. Si falta la conciencia no hay sonido. Luego no hay música. Ni hay color. Luego no hay paisaje. Ni olor. Luego tampoco hay aroma. La conciencia es sonido y música, color y paisaje, olor y aroma.

A partir de ahora se abandonará el campo de la física, la química y la biología, el campo de lo inconsciente, con el fin de saber cómo se utilizan y combinan entre sí las sensaciones para adquirir conocimiento de las cosas.

Subjetividad.

En un cuento de Borges, titulado Funes el memorioso, el protagonista se cayó de un caballo. Como consecuencia de ello sufrió un cambio tal en sus sentidos y su memoria que, lo mismo que cualquiera de nosotros puede distinguir de un solo golpe de vista tres copas sobre una mesa, él distinguía cada una de las hojas de una parra, cada uno de sus racimos y cada una de sus uvas. Podía además recordar con precisión cada una de las veces que la había visto, cada una de las sensaciones musculares y térmicas que había sentido y todas las asociaciones libres de la fantasía que las habían acompañado.

Comprendiendo que su sensibilidad y su memoria se habían vuelto prodigiosas, se propuso algunas tareas imposibles para cualquier mortal. Una fue poner un nombre propio a cada uno de los números, empezando por el uno. Llegó a varias decenas de mil. Se detuvo porque comprendió que el sistema era inservible. En contra de Locke, que había concebido un idioma en que cada animal, piedra, nube o esquina dispusiera de un nombre propio, pero lo calificó de demasiado particular, Funes pensó que sería demasiado general.

Si a lo largo de un minuto, decía, he visto diez veces a un gato, desde ángulos diferentes, en posiciones diferentes y con diferente grado de atención, si he distinguido además diferencias en los gruñidos que emitía en cada ocasión y si los afectos e imágenes de mi interior nunca han sido iguales, ¿por qué razón he de dar un solo nombre a una multitud tan grande de cosas? ¿Cómo puedo estar seguro de que el gato de las tres y catorce es el mismo de las tres y cuarto? ¿Acaso puede decirse que se trata de un solo ser?

Tan prodigiosa era su percepción visual que no veía la lluvia, sino cada una de las gotas y cada uno de los destellos de luz de las gotas, no sentía el frío, sino la respuesta de cada punto de su piel a la baja temperatura externa, no veía el árbol, sino los cambiantes matices de color de cada hoja. En resumen: no sabía lo que es un objeto, porque no sabía pensar y para pensar es preciso pasar por alto muchas cosas. Condenado a ser consciente de todas las sensaciones y a no poderlas incluir en racimos, en percepciones, no podía integrarlas en unidades mayores, en objetos.

En lugar de ver objetos, veía las impresiones que acompañan a los objetos. Veía matices de color y destellos de luz, pero no era consciente de que hubiera tras ellos un ser sobre el que reposan. Veía tan intensa y minuciosamente que no podía acompañar su visión de la idea de objeto. No otra cosa es lo que comúnmente llamamos “árbol”, “gato”, “lluvia”, etc.

El conocimiento de Funes no era conocimiento, porque para conocer tiene que haber unidad y estabilidad en lo conocido. Los objetos no pueden consistir en la infinidad caótica de su sensibilidad porque entonces el mundo sería un caos, un “montón de basura apilada al azar”, como dijo Heráclito. Los datos sensoriales individuales no son datos conscientes. Si admitimos que existen es porque los deducimos a partir de los compuestos superiores percibidos por nosotros, no porque tengamos experiencia directa de ellos. Nunca percibimos una sensación aislada. No puede verse el color de la manzana sin ver simultáneamente su forma, etc.

Nadie es consciente de los rayos luminosos, de su frecuencia o su longitud de onda, sino del color. Nadie es consciente de las alteraciones atmosféricas, sino del sonido, y así en todo lo demás. Nadie ve ni oye esas cosas. Nadie las siente. Cada individuo recibe sensaciones que cree que son propiedades reales de los objetos, sin percatarse de que son experiencias subjetivas que él toma por objetivas. Tampoco suele percatarse nadie de que el objeto mismo al que atribuye esas propiedades no es un dato más de los sentidos. No es un olor, un color o un sonido. Ni siquiera es la suma de todos ellos, sino otra cosa diferente de la que no tiene experiencia sensible directa.

Si el hombre dispusiera solamente de la experiencia sensible no podría rebasar nunca la frontera de lo subjetivo. Lo que cada uno vive y siente pertenece a su fuero interno, al reino incomunicable y cerrado habitado solamente por él. Las cosas de ese reino no tienen extensión, medida ni peso. Solamente tienen duración. Un dolor o un recuerdo no pueden medirse en metros o en kilos. Tampoco una visión. Puede medirse el objeto mismo, pero no la visión del objeto. Lo subjetivo se produce por la acción de la materia extensa, pero no es extenso ni, en consecuencia, es material, o no lo es en el sentido habitual del término. Si lo fuera, como un libro o un barco, podría cambiar de posición en el espacio y sería potencialmente comunicable.

Objetividad.

La sensación no es más que lo que alguien siente. Pero sabemos que lo objetivo tiene realidad propia. Sabemos también que tiene permanencia, lo que de ninguna manera puede suceder a las sensaciones. Que la rosa, por ejemplo, es la misma rosa desde que brota del rosal hasta que se marchita.

No creemos que las sensaciones tengan la misma permanencia. Unas, las interiores, como las imágenes de la fantasía o los recuerdos de la memoria, pertenecen enteramente a su dueño. Otras, las exteriores, como las visiones y las audiciones, no dependen de él, pese a que en cuanto experiencias sentidas por él no se diferencian de las anteriores. Él las atribuye al exterior y las vive como objetos reales, no como experiencias cambiantes. Las interpreta como propiedades de los objetos reales. Él cree que la rosa, que es la misma ayer y hoy, es el objeto, y que sus cambios de color y olor son variaciones que tienen que ver con ella, pero no son ella.

Ninguna persona creerá que la rosa es cada una de las sensaciones sentidas por ella cuando la tiene delante. Pero tampoco debe creer que es el conjunto de todas ellas, pues en ese caso la rosa no tendría la permanencia que le atribuye espontáneamente. La razón de esto es que los datos sensoriales experimentados por un hombre cualquiera son una corriente que fluye, pero los objetos del mundo son un conjunto ordenado de seres relativamente estables. Es verdad, como decía Funes, que el gato de las tres y catorce no es el mismo de las tres y cuarto, pero sólo si el gato consiste en las sensaciones que él sentía. Pero el gato era siempre el mismo. Luego su realidad no era la de los datos sensoriales.

He aquí por fin nuestro problema: ¿por qué estamos seguros de que un objeto es un ser real si no es por la experiencia directa que tenemos ante él?

Formúlese la pregunta de otro modo para que sea posible atinar mejor con su respuesta: ¿qué es el objeto en el interior de la conciencia? No una sensación, desde luego, ni un conjunto de ellas. Es un concepto. Siempre que se tienen sensaciones se atribuyen a otra cosa diferente. En sí mismas son cualidades abstraídas del acto de experiencia, seres que no pueden existir por sí solos, como un color o un sabor. El objeto es la cosa en que residen las cualidades, pero no consiste en sus cualidades. Es el soporte de las sensaciones pero no consiste en ellas. De la misma manera que no hay propiedades sin objeto no hay tampoco sensaciones sin concepto.

Ahora resulta fácil distinguir las sensaciones internas de las externas. Un niño que se despierta a media noche busca bajo su cama la pelota con que estaba jugando en su sueño. No sabe todavía sujetar en su interior los seres de su fantasía, despojándolos del concepto de objeto. Un adulto sensato no caerá en el mismo error, pues habrá aprendido ya a interponer una barrera que separe unas experiencias de otras. La locura consiste justamente en no disponer de esa barrera, en no distribuir la objetividad como es debido. Por esto decimos que Don Quijote estaba loco, por no saber distinguir los molinos de los gigantes. Clasificamos como externas las sensaciones que hemos aprendido a incluir bajo un concepto y como internas todas las demás.

Hemos de seguir pensando sobre este nuevo ser mental, el concepto, no sin antes tomar nota de que el resultado de la selección y estructuración de las sensaciones en una unidad mental superior recibe el nombre de percepción. Esta, la percepción, que incluye en su seno el concepto, es el primer peldaño de la experiencia consciente, del conocimiento.

Resumen de lo anterior.

Quede sentado, en consecuencia, que la percepción es el elemento básico de la interiorización del mundo. Con ella se nos meten las cosas en la cabeza. Y esto ocurre merced a la colaboración necesaria del cuerpo. Cada vez que alguien percibe algo se dan tres factores:

  1. La energía que impresiona y estimula los neurorreceptores sensoriales.
  2. La transmisión de una corriente nerviosa a través de un canal aferente que desemboca en un centro cerebral.
  3. La recepción y tratamiento de dicha corriente nerviosa por el correspondiente centro cerebral.

La actividad de estas tres causas permanece en la más absoluta inconsciencia. Sólo cuando ha terminado su acción se tiene conciencia de algo interior o exterior. Comprendemos ahora con exactitud dónde reside la diferencia entre lo que toca estudiar a las ciencias y lo que toca a la filosofía. El movimiento de los brazos y piernas, la activación de los nervios, el latir del corazón, el funcionamiento de las válvulas, la circulación de los fluidos del organismo y todos los procesos del mismo estilo son materia de estudio para la ciencia natural. Pero sentir, imaginar, desear, discurrir, preferir, juzgar y, en resumen, querer y pensar – la ética se ocupa de lo primero, la lógica de lo segundo- son objeto de la filosofía. A la primera corresponde lo inconsciente, a la segunda lo consciente.

Aparición del objeto en el juicio.

La percepción consciente, el primer peldaño del pensar, se puede descomponer en tres partes:

  1. La percepción del objeto.
  2. El objeto percibido.
  3. La relación entre ambos.

Mi tren se ha detenido en una pequeña estación. Estoy sentado junto a la ventana. Miro por ella y compruebo que hay otro tren parado junto al mío. Se pone en marcha. Siento fastidio, pues habría preferido que hubiera partido el mío. De pronto dudo de lo que he visto. Miro de nuevo. Veo que es mi tren el que parte y no el otro.

En este hecho están presentes las tres partes:

  1. La percepción del objeto: mi primera visión del tren contiguo en movimiento.
  2. El objeto percibido: el propio tren, que está parado.
  3. La relación entre ambos: un juicio equivocado, el creer que estaba en marcha.

No puedo dudar de que lo vi moverse, pero sí de que esa visión se correspondiera con la realidad. De otra manera no habría podido corregir mi error. Luego no es la experiencia sensible directa la que me da el conocimiento, sino el juicio sobre su acierto o error, juicio que siempre la acompaña. Si sólo pudiera ver, oír, etc., si sólo existiera el sentir, entonces éste permanecería en la más completa subjetividad. Es el juicio el que convierte en objetivas las cosas del sentir. En otras palabras: el juicio objetiva la sensibilidad, la hace real, incluso cuando comete errores. Y nunca está ausente, ni siquiera en los sueños y las fantasías libres de la imaginación. Nunca duerme. ¿O no he tomado mil veces por cosas reales las imágenes del sueño? ¿No he soñado también algunas veces que era falso lo que estaba soñando?

El juicio siempre vigila para decir sí o no a la realidad de lo sentido. Puedo ver con nitidez superior a la real las imágenes en la pantalla del cine, oír los sonidos de los altavoces, etc., pero no dejaré de pensar ni un instante que son falsas. Puedo imaginar con claridad las andanzas de D. Quijote, entristecerme con sus aventuras, sonreír con sus locuras, pero no creeré una sola vez que son reales, porque dentro de mí hay un juez que nunca deja de juzgar sobre lo real y lo irreal de la experiencia sensible.

Ahora bien, un color, un olor, una sensación de dureza o frío. No es una experiencia sensible. Es un ser mental. Gracias a él es posible ir más allá del cuerpo, del aquí y ahora, para asistir a una representación de algo que el sujeto no halla en la experiencia: la realidad del objeto.

Al decir que la flor es roja se da por supuesto que la flor es una cosa diferente de lo rojo, que hay dos seres, a pesar de que en la realidad hay uno solo, una rosa-roja. ¿Por qué se supone que hay dos? Por causa del propio juicio, que une “rosa” y “roja”. Como solamente se une lo que es distinto, se acepta que “rosa” y “roja” son dos cosas, pese a que se han percibido como una sola. La mera formulación del juicio nos convence de que la rosa es un ser al que se adhiere un color, algo que es inimaginable, pues toda rosa tiene que tener algún color.

Aparición del sujeto en el juicio.

Lo mismo sucede con el propio sujeto, con el yo. Decir “yo quiero”, “yo pienso”, “yo siento”, etc., es también dar por supuesto que una cosa es “yo” y otra “querer”, “pensar” o “sentir”, pero en la realidad hay también un solo proceso: “yo-quiero”, “yo-pienso”, “yo-siento”, etc. También aquí parece que se une lo que es distinto, de tal manera que damos por sentado inadvertidamente que el yo es algo aparte del querer, del pensar o del sentir y que se le adhiere alguna de esas acciones, lo que es también inimaginable.

No aceptamos que el sujeto es un dolor o un recuerdo, como tampoco aceptamos que el objeto es un color o un sabor. No sentimos el sujeto, sino el dolor o el recuerdo, que son cambiantes. El sujeto es un punto de referencia del sentir, un yo que siente, pero que no se siente. Como mucho, se pre-siente. Si alguien se sintiera a sí mismo, entonces tendría que admitir que es un olor, un sabor, un recuerdo, un dolor, etc., pues éstas son las únicas cosas que se siente. Pero nadie admitirá esto, pues esas cosas son transitorias, pero el yo no lo es. Incluso Funes, ante cuyos ojos se desmenuzaban los objetos en sensaciones huidizas, no dudó de la permanencia de sí mismo. Todo ser sensible, aunque sus sentidos sean tan oscuros como los de la garrapata, es un punto de referencia, una conciencia, pues no puede haber sensación que no se sienta.

La unidad que se atribuye al sujeto se atribuye también al objeto percibido. Cuando nada se percibe no hay unidad alguna, ni dentro ni fuera. Cada cual sabe que sus experiencias se suceden, pero que siempre le suceden a él. Su memoria del pasado, su imaginación del futuro y su percepción del presente le convencen de la continuidad e identidad de su persona. De otro modo no habría orden en su mundo interno. El hecho de hacer un plan que luego se frustra, por ejemplo, no se podría entender sin ese puente tendido entre el ayer y el mañana, entre el plan y su fracaso. Por ese puente cruzan el pensar y el querer. Ese puente es el yo. Él es quien sabe del proyecto y del fracaso.

El mismo proceso que da lugar a que las sensaciones externas se reúnan alrededor de otra sustancia, el objeto externo, da lugar a que las internas se reúnan en torno a otra, el sujeto. Todo ello es obra del juicio. Su estructura provoca la formación del concepto de objeto y del concepto de sujeto.

Resumiendo: un simple acto de percepción hace que entren en escena las sensaciones, el concepto de objeto alrededor del cual se reúnen, la referencia a un sujeto que las siente y el juicio que objetiva lo sentido. De las sensaciones ya se ha hablado demasiado, pues no son materia propia de la filosofía. La cuestión sobre la realidad del objeto y del sujeto no debe estudiarse ahora, porque es materia propia de la ontología, pero la lección actual pertenece a la gnoseología. Luego se seguirá estudiando el concepto y el juicio.

Las ideas.

Para entender lo que es una idea hay que pensar en el siguiente ejemplo:

Observo a un niño que corretea. Se para, se vuelve, se agacha, sigue adelante, vuelve a detenerse para observar un ave que pasa, llama a su madre, tropieza, se cae, se levanta, vueleve a correr, mira hacia el lado, etc. No hay aquí regularidad alguna. ¿Qué falta? Que el niño no abandone una dirección recta, que no se detenga, que no caiga, que no gire, etc. Pero esto no lo hará nunca un niño. Pensando en la regularidad, mi mente prescinde de él. Ahora ya no siento el agrado que me producía. He empezado a pensar en un objeto cualquiera. No en un objeto determinado, sino en uno cualquiera. Luego prescindo también de todo objeto concreto. Como tampoco es preciso que sea grande o pequeño, prescindo asimismo de toda extensión. Lo único que me interesa es que ocupe una posición. Pero esto es un punto, un objeto inextenso del que he eliminado mentalmente toda cualidad sensorial.

Así se obtienen las ideas, por abstracción o eliminación de cualidades. En este caso ha quedado en pie solamente una relación, la posición del objeto con respecto a otros objetos. Luego se ha prescindido de toda cualidad concreta para quedarse solamente con una relación entre cualidades.

Las ideas se forman a partir de la experiencia sensible. La de triángulo, por ejemplo, comprende líneas y ángulos cerrando un espacio. La línea, que es parte imprescindible del triángulo, es una sucesión de puntos ordenados en una sola dirección. El punto es, pues, su generador. Es su movimiento, detectado por los ojos o por el tacto, el que ha generado la línea. Sin visión ni tacto no parece posible, por tanto, pensar en una línea. El ángulo, que es un disposición de dos líneas en un plano, tampoco podría ser conocido si en el origen no hubiera una representación sensible. Ni la superficie, que es el desarrollo de una línea, puede pensarse sin ángulos, ni los ángulos sin líneas, ni las líneas sin puntos, ni los puntos sin sensaciones. Todo se origina, más cerca o más lejos, en las sensaciones. (V. capítulo VI, libro IV, tomo II, de la Filosofía fundamental (Ediciones Hispánicas, Valladolid, sin fecha)

Pero las ideas no son sensaciones. ¿Qué son entonces? Al definir el triángulo como una superficie cerrada por tres líneas, se comprueba que tienen que entrar cuatro ideas, todas las cuales proceden de sensaciones: superficie, cerramiento, tres y línea. Si falta una sola de ellas, se esfuma el triángulo. Prescíndase de la de superficie; entonces, no habiendo figura de ninguna clase, tampoco la habrá de triángulo. O de la de cerramiento; pero una figura no cerrada no es un polígono y, no siendo un polígono, no es tampoco un triángulo. O de la de número tres; pero entonces las líneas serán menos de tres, en cuyo caso no habrá figura cerrada, o más de tres, y se tratará de otro polígono, mas no de un triángulo. Por último, no es preciso decir que tampoco es posible prescindir de la idea de línea.

El triángulo es una combinación de varias ideas referidas a sensaciones particulares, pero desembarazadas de ellas por la abstracción. Se prescinde de que las líneas sean cortas o largas, aunque nunca se presentará una línea que no sea una u otra cosa; de que los ángulos sean agudos, rectos u obtusos, aunque nunca habrá uno que no sea de alguna de estas clases, y así en todo lo demás. Las experiencias sensibles son por fuerza concretas y determinadas, pero en las ideas se muestran abstractas e indeterminadas, lo cual no borra su origen, antes al contrario lo supone, sólo que se ha ejercido sobre él la abstracción. Si faltara la referencia a la sensibilidad no podría formarse la idea, pues ésta es una combinación de rasgos abstraídos de la experiencia sensible y está claro que no puede haber combinación donde no hay nada que combinar.

Una idea no es, en consecuencia una cosa, ni siquiera una cosa del entendimiento. Puede, sí, referirse a una cosa real, lo que es una convicción profunda que tiene todo el mundo. Si Funes no sabía lo que es un gato era porque, su mente aturdida era incapaz de prescindir de algunas sensaciones para formar una relación estable entre las restantes. Esa relación estable habría sido la idea de gato en la mente de Funes.

Una idea es una percepción de la relación existente entre elementos procedentes de la sensación. Cada vez que un hombre tiene sensaciones tiene también ideas, pues nunca dejará de percibir las relaciones que hay entre los elementos de las sensaciones. Pero la conciencia puede prescindir progresivamente de los rasgos concretos de la sensibilidad para formar ideas cada vez más alejadas de ella. La de triángulo admite representación sensible, sea en el exterior, en una pizarra por ejemplo, sea en el interior, en la imaginación. Pero la de un polígono de un millón de lados, que es tan simple como la anterior, no puede sentirse ni imaginarse. Que es tan simple como ella es evidente, pues consiste en una relación entre los mismos o parecidos elementos: líneas, superficie, ángulos y número. La variación reside solamente en que el tres ha sido reemplazado por el millón. No es posible distinguir ni imaginar un millón de lados en un polígono, pero, aparte de esto, resulta tan fácil saber lo que es el tres como saber lo que es el millón.

Se podría dar un paso más y prescindir de que el número de lados sea un número determinado. Entonces se obtendría una idea de algo que no es un triángulo, un cuadrado ni ninguna otra figura concreta de la geometría, sino la idea de polígono en general, de la que tampoco es posible tener una figuración externa o interna. Según sean más o menos determinados y concretos los elementos de la sensación, más determinadas y concretas serán las ideas que se formen a su costa, y viceversa.

Ahora hay que saber con mayor precisión qué es abstraer y generalizar, pues en las líneas anteriores hemos estado haciendo un uso constante de estos términos.

Abstraer y conocer

Un juicio es la descomposición de un objeto en otros, pues consta de dos términos, que los gramáticos llaman sujeto y predicado. La simple introducción de la cópula entre ambos, que da lugar a una proposición verbal, u oración, denota una escisión del objeto, pues sólo se puede unir lo que es distinto. Decir

“la rosa es roja”

es suponer que una cosa es la rosa y otra lo rojo. Esta división en partes que se introduce mentalmente en el interior de un objeto percibido recibe, como sabemos, el nombre de abstracción.

Con esto solamente se consigue descomponer lo ya conocido. Luego abstraer no es conocer, sino separar las cualidades del objeto para atender sólo al objeto o sólo a las cualidades. Por medio de la abstracción se puede pensar sólo en la rosa, sin pensar que es roja, o sólo en el rojo, sin pensar en la rosa. Este procedimiento es sumamente útil porque no siempre resulta fácil atender simultáneamente a muchos aspectos de un solo asunto y porque gracias a él se facilita la composición de una totalidad concreta cualquiera examinando separadamente sus partes, aunque éstas no existan ni se perciban al margen de aquélla.

La ciencia se construye con conceptos abstractos. Por esto se admite con razón que no hay ciencia de las totalidades perceptivas concretas, es decir, de los objetos singulares, sino de las abstracciones y las generalidades.

Pero no debe entenderse que la atención recae por separado sobre las partes de una rosa, como el color, el olor, etc., o de un cuerpo, como su aparato digestivo, respiratorio, etc., con el fin de acoplar luego los resultados entre sí para conseguir un conocimiento más completo de esa rosa o de ese cuerpo. No recae sobre lo que procede de los sentidos, sino sobre el concepto que se halla presente en cada percepción. No sobre una rosa, sino sobre la rosa, no sobre un cuerpo, sino sobre el cuerpo. Lo que la abstracción separa del objeto no son partes, pues una idea no las tiene, sino aspectos o caracteres.

A veces se confunde la abstracción con el análisis, porque en los dos está presente la noción de división. Analizar es dividir realmente algo en partes que pueden luego existir por separado, como al separar el oxígeno y el hidrógeno del agua. Pero abstraer es dividir mentalmente algo en caracteres que no pueden existir por separado, como al pensar en la potabilidad del agua o en el color de la rosa. Cada objeto que se presenta en una percepción comprende una cantidad indefinida de aspectos que pueden ser tenidos en cuenta por conocedores diferentes. El aborto, por ejemplo, se puede examinar desde una perspectiva jurídica, médica, moral, poblacional, social, etc. Puede decirse que a ningún saber interesa el aborto en sí mismo, sino alguno de sus aspectos, lo cual significa que no es posible conocer más que abstracciones.

Pero no toda abstracción es útil para adquirir conocimientos. Ante un objeto cualquiera existen muchas posibilidades diferentes, pero solamente algunas conducen al fin buscado. Es posible considerar el color de un vino sin pensar en su sabor, o su temperatura sin pensar en su composición, pero si se busca conocer su peso específico debe dejarse todo esto de lado y atender sólo a su volumen y su masa. Lo que se pretende saber es lo que sirve para saber qué abstracción hay que elegir. El fin determina con qué medios hay que quedarse y cuáles se deben desechar.

La generalización.

Hay que quedarse, sin duda alguna, con los que pueden ser generalizados. El vocablo “generalizar” viene del latino “generare” y del griego “gennao”, que significan engendrar o parir. Cada vez que se pasa de las cualidades particulares a un concepto se engendra un nuevo ser mental que pierde su relación directa con la experiencia sensible y adquiere autonomía propia. Para adquirir conocimientos no se usa la experiencia sensible directa, sino las abstracciones, que se encuentran disponibles en el lenguaje. Las palabras permiten expresarse sin hablar de nada concreto.

Cuando alguien dice que las tardes de lluvia propician la melancolía no menciona ninguna tarde de su vida, pero tampoco habla de nada. No habla de una tarde de un día particular, que solamente habría vivido él. Tampoco habla de todas y cada una de las tardes de lluvia vividas con melancolía por todos y cada uno de los individuos, porque el conjunto nunca podría darse por cerrado.

De semejante dificultad nos libran la abstracción y la generalización. La primera porque selecciona ciertos caracteres de una percepción y la segunda porque, al prescindir de la percepción misma, o cosa real, a la que pertenecen tales caracteres, genera una entidad intelectual capaz de recoger los caracteres iguales de una multitud inabarcable de cosas distintas. Dicha entidad intelectual, o idea, puede estar dotada de un mínimo o de un máximo de generalidad y, según sea lo primero o lo segundo, se aplicará a un número menor o mayor de individuos y estará compuesta de un número mayor o menor de caracteres. Para saber cuál es la generalidad de una idea debe atenderse a su comprensión y a su extensión:

  1. Comprensión es la cantidad de caracteres que se atribuyen a una idea. La de triángulo, por ejemplo, comprende tres: polígono, tres y lado.
  2. Extensión es la cantidad de individuos a los que se aplica una idea. La de triángulo se dice de todos los seres que poseen las propiedades antedichas.

Una idea individual tiene comprensión máxima y extensión mínima. La de Juan Luis Vives, por ejemplo, además de reunir todas las pertenecientes al concepto “hombre”, reúne las de “filósofo”, “español”, “varón” y “renacentista”. Si se restan progresivamente algunos caracteres se pierde al mismo tiempo lo que la distingue de otras y Vives se irá confundiendo progresivamente con los demás hombres, hasta igualarse a todos ellos. Conforme disminuya la comprensión aumentará la extensión. Ambas guardan, por tanto, una proporción inversa.

Pero el proceso de generalización no se detiene en el concepto de hombre, donde Vives se ha reunido con todos sus congéneres. Todavía se le puede restar algún rasgo y llegar a otros de mayor extensión. El más universal de todos, el ser, es el concepto de mayor extensión y menor comprensión que existe. El de mayor extensión porque no hay nada que no sea un ser, y el de menor comprensión porque sólo posee un rasgo, el de ser.

Esta gradación se expresa con los siguientes términos:

  1. Género: un concepto general que comprende a otro menos general y subordinado. La humanidad es el género a que pertenece Luis Vives.
  2. Especie: uno menos general comprendida en otro que lo es más. “Filósofo”, “español”, “renacentista”, etc., pueden ser tomados como especies del género “humanidad”, según convenga en cada caso.
  3. Individuo: un ser singular que sirve de punto de partida para la generalización. Es lo que se presenta en una percepción. Luis Vives, por ejemplo, es un individuo que en su momento fue percibido por sus amigos y familiares.
  4. Diferencia específica: uno o varios caracteres que, sumados a la comprensión de un género, limitan su extensión y lo convierten en especie. Si al concepto de “humano”, que es el género, se añaden los de “español”, “renacentista” o “filósofo”, se tienen especie distintas. En matemáticas es aún más claro: si al concepto de número se añade el de impar se tiene otra especie incluida en él.

El género y la especie son relativos. Todos los términos de una serie, menos el primero y el último, son géneros o especies, según se les considere en comparación con el inferior o con el superior. El término “vegetal” es un género con respecto a “árbol”, pero es una especie con respecto a “ser orgánico”, etc.

Clasificación de las ideas.

De todo lo cual se sigue que los conceptos pueden clasificarse según la comprensión y según la extensión. Según lo primero un concepto puede ser:

  1. Simple. Consta de un solo carácter o rasgo. Su extensión es, pues, máxima.
  2. Compuesto. Consta de varios rasgos y puede dividirse en varios simples: “hombre”, “león”, etc.
  3. Concreto. Representa a un ser dotado de algún rasgo: “un artista”, “una mujer bella”, etc.
  4. Abstracto. Representa el rasgo mismo, separado de todo objeto: “el arte”, “la belleza”, etc.

Según la extensión puede ser:

  1. Singular. Se refiere a un individuo determinado: “Napoleón”, “Alejandro Magno”, etc.
  2. Particular. Se refiere a un solo ser indeterminado: “un hombre”, “un soldado”, etc.
  3. Universal. Se refiere a un rasgo que puede estar presente en muchos individuos: “animal”, “triángulo”, etc.

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