Del origen y naturaleza del método demostrativo

Es digno de notarse en los anales del saber humano que el primer destello de lo que hoy llamamos demostración científica se remonta, según la común opinión de los doctos, al siglo quinto antes de la venida de Nuestro Señor. En aquel tiempo floreció Tales de Mileto, varón insigne entre los griegos, a quien se atribuye la primacía en haber probado por vía de discurso riguroso un teorema —el que aún lleva su nombre—, siendo ésta la primera vez, según la tradición, que se impuso a la naturaleza una ley por medio de la razón.

Las escuelas de sabiduría que por entonces ya habían tomado cuerpo en las colonias helénicas, formadas a la sombra de la tradición y bajo la tutela de las musas, instituyeron el ideal de la ciencia como un sistema trabado de enunciados deducidos con orden y concierto, a ejemplo de lo que allí se enseñaba bajo el nombre de matemáticas. No es del caso inquirir si Tales fue el verdadero inventor de tal demostración o si la recibió por transmisión de escuela alguna. Lo que en verdad importa es que el modelo de ciencia así forjado —primero aplicado a la matemática y a los movimientos celestes— quedó desde entonces delineado con contornos tan firmes, que ni el paso de los siglos ha logrado borrarlos.

Este ideal consiste en el uso metódico de la demostración como instrumento para alcanzar certezas. Llámase demostración a aquel discurso necesario que, partiendo de principios reputados verdaderos, concluye con sentencias que no pueden menos que serlo también. Tal es su fuerza, que si se admiten las premisas, la conclusión se impone con necesidad. Véase por ejemplo el siguiente silogismo: «Todos los hombres son mortales; Sócrates es hombre»; de aquí se sigue, sin posible repugnancia, que «Sócrates es mortal». Si alguno negara esta conclusión, deberá o rechazar la universalidad de la primera premisa o negar la pertenencia de Sócrates al género humano. Lo que no puede, sin incurrir en contradicción, es afirmar ambas premisas y a la vez negar la consecuencia que de ellas dimana.

Toda demostración se origina en ciertos principios. Unos son inmediatos, como las mismas premisas de que parte el discurso, sustentadas a su vez por verdades más altas; otros son remotos y pueden pertenecer al común patrimonio de todas las ciencias, como lo son el principio de contradicción o el de causalidad. Hay también principios propios de cada disciplina, como los axiomas y postulados en la matemática, o las verdades reveladas en la teología cristiana.

Este método fecundo pasó más tarde, merced al trabajo diligente de los doctores escolásticos, a la filosofía y a la sagrada teología, donde halló campo fértil y ensanchó sus dominios. Y aunque con el transcurrir del tiempo perdió el cetro que otrora empuñó con firmeza, no por eso dejó de subsistir con vida vigorosa hasta nuestros días. Hoy conviven con él otras especies de saber: las ciencias geométrico-materiales, las teleológicas y las que versan sobre los asuntos humanos, todas las cuales, si bien diversas en objeto y método, no desdeñan el rigor y la claridad que aquel modelo antiguo supo imprimir a las disciplinas de su tiempo.

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Conclusión sobre los orígenes de la religión en la Prehistoria

En el estudio de los siglos pretéritos, no sin causa se ha convenido entre los sabios que la historia comienza donde comienza la escritura, pues sin ésta, instrumento fiel de la memoria racional, la humana posteridad carece de testimonio cierto que le afiance lo acaecido. De aquí que cuanto hay antes del trazo primero del cálamo no sea propiamente historia, sino conjetura, fábula o arqueología muda.

Halláronse, por cierto, cráneos, húmeros, fémures, e instrumentos pétreos, que unos juzgan armas, otros herramientas, y otros restos sin función averiguable. Pero ni hueso ni pedernal dice cosa alguna del pensamiento que los empuñó, ni de la intención que los guió. De aquellos hombres, nuestros abuelos más remotos, tenemos sus osamentas pero no su voz, sus útiles pero no sus razones. Si el alma es principio de vida y palabra, ¿qué
certidumbre podemos tener de su existencia cuando no ha dejado palabra ni canto ni rezo?

Es verdad que los primeros signos escritos que el humano linaje nos ha legado son las tablillas sumerias, de tiempo no muy remoto si se compara con los dos millones de años en que Homo habilis holló la tierra. Cinco milenios apenas son un suspiro si se piensa en esa vastedad de edades tenebrosas. A lo largo de ellas nada nos fue transmitido, ni consejo, ni
ejemplo, ni ley. Sólo desde el momento en que César redacta su De Bello Gallico, o Cortés sus Cartas de Relación, principia la historia que es propiamente tal: diálogo del pasado con el porvenir.

Antes de eso, todo es noche. Pero noche preñada de sentido, pues en su seno se formaron las primeras estructuras del cuerpo y del ánimo humano. La familia, la sociedad, la palabra, el sentimiento estético y quizás también la religión, se gestaron en esa tiniebla sin crónica. Aun así, afirmar con certeza que en la piedra vivió la piedad es empresa temeraria. El hombre del Paleolítico calla, y ese silencio es más elocuente que muchos discursos.

No obstante, como si de argonautas intelectuales se tratara, se han lanzado arqueólogos y filósofos a esa región ignota, buscando en sus piedras el eco de un canto sagrado. Y han hallado algunas huellas tenues: tumbas, signos, pinturas. Mas del signo a la significación hay vasto abismo. Leroi-Gourhan, con razón aguda, nos recuerda que un cáliz y una copa son iguales a los ojos de quien ignora su liturgia. Y lo mismo puede decirse del cuchillo del sacrificador y el del matarife. Si un ser de otro mundo viera nuestras iglesias sin conocer nuestra lengua ni dogma, ¿qué juicio haría de nuestra religión?

Aun así, algunos indicios parecen hablar de prácticas que no son meramente profanas. Enterramientos deliberados, disposición ritual de huesos, piedras que semejan altares. ¿Acaso no sugiere todo ello una creencia en lo invisible? Sahagún Lucas ha querido ver, ya en el Homo pekinensis y aún en el antecessor de Atapuerca, signos de religión; mas conviene proceder con cautela, pues no todo depósito de huesos es sepultura sagrada. En el caso del neandertal, hay más certeza, sobre todo en algunos enclaves europeos. Y con la
aparición del Homo sapiens moderno, los testimonios son más firmes.

Las cuevas de Altamira y Lascaux nos muestran pinturas que no pueden reducirse a simple pasatiempo. Hay en ellas una tensión simbólica, un aliento que se parece al del arte ritual. ¿Podemos entonces decir que había religión? Si no con plena seguridad, al menos con verosimilitud razonada. De los treinta o cuarenta mil años atrás nos llegan señales de sacralidad. Mas repito: señales, no dogmas ni liturgias. El ritual se ha perdido, el sacerdote
se ha desvanecido, la oración fue engullida por el tiempo.

Algunos pensadores modernos —Comte, Marx, Frazer, Freud— han proyectado sobre ese pasado sus teorías, buscando allí el germen de la religión. Pero sus sistemas, por ingeniosos que sean, yerran por falta de fundamento empírico. En la ciencia verdadera no basta la analogía ni el deseo: es menester la prueba. En ausencia de documentos, toda generalización sobre la religiosidad primitiva ha de revestirse de humildad filosófica.

Más aún: conviene guardarse de la falacia naturalista, tan frecuente entre ideólogos modernos. Que no haya pruebas de religión en cierto tiempo no implica su inexistencia; como tampoco la presencia constante de religiones patriarcales puede tomarse como justificación del dominio masculino. Lo que fue, no necesariamente debe ser. Aquí tropiezan algunas escuelas feministas al reivindicar un matriarcado no probado, por más que Bachofen lo cantara en docta prosa.

En suma, puede concederse que hay en el hombre —y quizás hubo siempre— una disposición natural hacia lo sagrado, aunque no podamos verificarla en cada etapa histórica. Si la religión es anterior a la teología, como parece ser, y si la fe puede darse sin discurso sistemático, entonces bien puede decirse que hubo religión sin teólogos, y santuarios sin escolástica.

El arte, la sepultura, el símbolo: he ahí los tres indicios que pueden sostener una prudente afirmación de religiosidad en la Prehistoria. Pero que nadie espere de tales signos una catequesis completa. Tenemos el escenario, como se ha dicho, pero nos faltan los actores y el texto. La religión del Paleolítico permanece, como la piedra que la cobijó, muda, grave,
enigmática. Que cada cual, armado de ciencia, pero también de modestia, se acerque a ella sin prejuicio y sin dogmatismo. Porque entre el bisonte pintado y el altar, media no sólo un trazo, sino un abismo.

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El jinete y la fotografía sepia

Del modelo apocalíptico del pensar

El modelo primigenio, el que todos los demás imitan en secreto aunque lo nieguen, es el del Apocalipsis bíblico. Ningún otro ha estremecido con tanta hondura las estancias del alma. Ahí está el caballo negro, cuyo jinete sostiene una balanza como si pesara no sólo el trigo y la cebada, sino el alma del mundo. Y el caballo amarillento —color de enfermedad y médula—, cabalgado por la Muerte, seguido de cerca por el Abismo, con potestad de destruir una cuarta parte de la tierra, como si el planeta fuera una gran hogaza que se parte entre ángeles ciegos.

Después vinieron otros. Siempre vienen otros.

Lactancio, un cristiano de la era de Diocleciano, vio el fin del mundo con ojos de campesino y manos de clérigo. Dijo que el Sol se apagaría, que la Luna se cubriría de sangre, que las estaciones se volverían locas como pájaros atrapados en un granero en llamas. Su mundo era agrario y tembloroso, y sus visiones reflejaban cielos turbios, campos sin pan, noches eternas. Sus palabras, como las de tantos que viven bajo la espada, brotaban del miedo y del hambre, de la persecución y del fracaso del orden.

Años, siglos, milenios después, Gribbin, desde la torre helada de la ciencia, dijo lo mismo sin decir lo mismo. Su Sol moría no por castigo divino sino por el agotamiento del hidrógeno. Las ecuaciones reemplazaban a las trompetas. Y sin embargo, el destino era el mismo: la Tierra, engullida. El cielo, devorador. La especie, extinguida.

Apocalipsis y astrofísica. Profecía y cálculo. Lo mismo.

Entre Lactancio y Gribbin, cientos —miles— de augures han desfilado. Algunos con túnicas, otros con bata blanca, otros con chaqueta de tweed y columna de opinión. Todos hablando del fin. El género no se agota. No puede agotarse. Porque la humanidad, cuando no teme a los dioses, teme a sí misma. Y cuando no puede mirar hacia arriba, escarba hacia abajo, como topo ciego buscando su tumba.

Repasar estas profecías es como abrir un álbum de familia en el que los retratos han amarilleado. Allí están nuestros miedos antiguos, nuestras esperanzas mohosas, los abrazos de quienes ya no están, las consignas escritas a mano con tinta que se corre. Y uno, al mirarlo, siente una mezcla de ternura y vergüenza. Como al recordar aquel amor adolescente que parecía eterno.

Pero hay algo que no cambia. Una estructura, una malla invisible hecha de conceptos y sentimientos. Más sentimientos que conceptos. Una urdimbre que no cede. Lo apocalíptico es nuestro idioma más íntimo. Y aunque hoy hable de ozono, de hielo, de carbono, sigue siendo la misma canción que cantó Juan en Patmos, que murmuró Lactancio entre ruinas, que codificó Gribbin en su laboratorio.

Mira los últimos sesenta años. Cada década su Armagedón.

Primero fue el petróleo: “Se agotará”. Se dijo con certeza, como quien sentencia a muerte a un condenado que no se presenta. Los coches se detendrían, los frigoríficos gemirían su último aliento, y la Muerte, ese jinete fiel, cabalgaría por las autopistas vacías. No sucedió.

Luego la capa de ozono: “Moriremos quemados por un sol sin piedad”. Se esperaba una Edad de Cáncer. Tampoco sucedió.

Después, la mini Edad de Hielo. El retorno del frío ancestral, Inglaterra como Siberia, los campos como lápidas blancas. No llegó.

Luego, el deshielo: mares que suben, islas que desaparecen, ciudades tragadas por el azul. Todavía esperamos al caballo amarillento.

Cada una de estas profecías duerme ahora en hemerotecas y archivos digitales como insectos fosilizados en ámbar. Son pruebas de un miedo eterno. Son fósiles del alma.

Pero los profetas no se cansan. Hoy nos dicen que no comamos carne, que no tengamos hijos, que no usemos gas ni coche ni jardín ni calefacción. Que la Tierra —así, con mayúscula reverente— está herida, y que nosotros somos el puñal. Lo dicen sin explicarnos qué entienden por “naturaleza”, como si la palabra bastara.

Hay agendas. Hay cumbres. Hay logos.

Y habrá otros después de estos. Siempre los habrá. Porque los hechos pasan. Las personas, también. Pero los modelos… ah, los modelos explicativos, los moldes con los que horneamos nuestras pesadillas… esos no pasan.

Como el caballo amarillento, dan vueltas y más vueltas en la pista, esperando la señal para entrar de nuevo en escena.

Y tal vez un día lo hagan.

O tal vez no.

Pero en el fondo, lo sabemos: lo que nos aterra no es el fin del mundo, sino que el mundo no tenga sentido. Que toda esta larga historia de polvo y fuego no conduzca a ninguna parte. Por eso seguimos inventando fines. Para que al menos haya un punto final.

Para que alguien —quizás un niño, en un jardín, entre lirios y libélulas— pueda un día cerrar el libro y decir: “Así terminó todo”.

Y sonreír.

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Análisis de los principios

Resulta, pues, verificado por razón y experiencia que interrogarse sobre si algo es real, y en caso afirmativo, examinar en qué consiste su realidad, no es ejercicio superfluo ni ociosidad de ingenio, sino necesidad primaria de todo saber que aspire a firmeza. Porque todos los saberes, sean de índole especulativa, como la geometría o la teología revelada, o de carácter práctico, como la política o la religión vivida, descansan —al menos en sus primeros momentos— sobre ciertos supuestos no demostrados, asumidos más por la fe que por la ciencia.

Unos creen en la extensión infinita del espacio, tal como lo configuran sus modelos; otros, en la existencia de Dios, conforme al testimonio de su tradición; otros dan por real el tiempo como entidad objetiva; y todos, sin excepción, presuponen que hay cosas y que las conocen con suficiencia. Mas esa suficiencia no es fruto del examen, sino del asentimiento natural. Todos creen. Pocos saben. Esta es la distinción primera entre la masa de los que repiten y la minoría de los que piensan.

Los primeros se contentan con aceptar una existencia y una esencia dadas, sin mayor examen; creen que aquello de lo que tratan es, y que saben lo que es. Los segundos, no satisfechos con la apariencia de certeza, interrogan la base misma de aquello que se tiene por evidente. Ven grietas en los cimientos; descubren dudas en lo que parecía claro; y no temen señalar lo que otros callan. Son estos los verdaderos filósofos, no porque posean más respuestas, sino porque hacen mejores preguntas.

De aquí proviene el carácter crítico y, a menudo, negativo que se ha atribuido a la filosofía desde antiguo. Pues si el arte del arquitecto consiste en levantar edificaciones firmes, el del filósofo es poner a prueba sus fundamentos. Y no hay mejor prueba de resistencia que el intento de demolición. Si el edificio aguanta, es firme. Si se derrumba, nunca lo fue.

Cuestionar lo que se cree no equivale a negar por sistema, sino a probar con método. Es el momento negativo del conocimiento, que tiene su modelo más ilustre en la ironía socrática. Sócrates, como es notorio, fue el primero que, con arte sistemático, enseñó a los hombres que no sabían lo que creían saber. Y lo hizo sin desdeñar ni burlarse, sino con humilde agudeza, para provocar en el interlocutor una reflexión más rigurosa.

Sirva como ejemplo su diálogo con Adimanto, en el libro VI de La República, donde refuta la identificación vulgar del bien con el placer:

—S.: ¿Y los que definen el bien como el placer? ¿Acaso no incurren en un extravío no menor que el de los otros? ¿No se ven también éstos obligados a convenir en que existen placeres malos?

—A.: En efecto.

—S.: Les acontece, pues, creo yo, el convenir en que las mismas cosas son buenas y malas. ¿No es eso?

—A.: ¿Qué otra cosa va a ser?

Así pone en evidencia Sócrates que esa definición incurre en contradicción. Si algo puede ser a la vez bueno y malo, entonces no puede definirse exclusivamente como bueno. La creencia se tambalea y da paso a la necesidad de una idea más firme, más universal, más adecuada a la cosa misma.

Porque conocer el bien —o el tiempo, el espacio, Dios, el alma, o cualquier otro ente— requiere formarse una idea de su naturaleza. Y tal idea no puede ser particular, sino universal. Si se pretende decir lo que es algo, se ha de decir de modo que valga para todo aquello que es de igual especie. La naturaleza de las cosas no se descubre en la opinión, sino en el concepto, y no en cualquier concepto, sino en aquel que alcanza la esencia.

Esta necesidad de universalidad impone al entendimiento el uso de conceptos que trascienden lo sensible, aunque nazcan de la experiencia. La razón no se contenta con saber que algo es, sino que busca saber qué es. Y ese quid est no puede ser otro que la esencia común que hace a cada ente ser lo que es.

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Leroi-Gourhan sobre los inciertos indicios del alma en la Prehistoria

De que pueden reconstruirse algunos estratos materiales, pero casi ninguno espiritual

No sin razón advierte el sabio francés que, mientras los signos del tiempo, como los estratos, los utensilios o los pólenes, pueden recogerse con diligencia y método, los indicios del alma, del pensamiento y de la religión primitivas, requieren una fatiga exquisita y una atención casi reverencial. Tan solo un plano fidedigno poseemos de las inhumaciones neandertales, y ello a pesar de contar con numerosas evidencias. Así pues, hay una desproporción entre lo firme que sabemos del tiempo y lo frágil que poseemos del espíritu.

Denuncia el autor el cómodo recurso a la especulación: sustituir el pensamiento por el pensamiento, a falta de hechos. Con ello pone en entredicho el comparatismo excesivo, que en el siglo XIX tuvo su razón de urgencia, afirmar la humanidad del hombre fósil, pero que en nuestros días se degrada en trivial perogrullada. Aquí se impone, pues, una severa limpieza metodológica: descoser los bordados de cultos, mandíbulas y tótems, hasta quedarnos con el hombre en su elementalidad, pensante, viviente, perplejo ante la muerte, no solo hueso.

La cronología prehistórica, aunque inconmensurable, se perfila con una discreta claridad. Desde los primeros bípedos hasta el Homo sapiens, los utensilios crecen en variedad y perfección, y con ellos, aunque sin evidencia definitiva, parece alzarse una arquitectura del espíritu. Pero si del Pithecanthropus y del Sinanthropus poco o nada sabemos de su vida interior, al llegar al Homo sapiens, la sobreabundancia artística y funeraria nos fuerza a admitir un pensamiento religioso, aunque sea mínimo, como dimensión esencial.

Leroi-Gourhan, con sabia mesura, rehúye toda distinción prematura entre religión y magia, fijando el sentido de «religión» en una definición restringida: la manifestación de preocupaciones que exceden el orden material. Es, a decir verdad, un gesto metodológico prudente, exigido tanto por la opacidad del fenómeno religioso aun en los vivos, como por la índole ambigua y fragmentaria de los restos materiales.

Pero rechazada la ligereza, también rechaza el autor el escepticismo: no hay motivo para negar al hombre paleolítico una inteligencia capaz de angustiarse ante lo inexplicable. Si igual es la naturaleza del intelecto, aunque no su grado, igual será la inclinación a simbolizar el miedo, la muerte, lo extraordinario. Así el lenguaje, ese taller de símbolos, se
constituye en mediador entre el mundo y el hombre. Sin símbolos, la inteligencia no hallaría asideros.

Y del símbolo técnico, el instrumento, la herramienta, pasamos sin sobresalto al símbolo sagrado. Lo religioso, en su raíz, no difiere del arte de tallar: es una forma de intervención humana sobre un mundo que lo sobrepasa, bien por medio de fuerzas físicas, bien por contacto con lo invisible. De ahí que cada estadio del progreso técnico tenga su correspondiente estadio espiritual. Pero este no sustituye, sino que se superpone y domina; y así, hasta nosotros, arrastramos el sedimento arcaico bajo la conciencia presente.

En suma, la religiosidad del hombre no es un accidente tardío, ni un añadido cultural, sino un correlato simbólico de su capacidad reflexiva. Lo que talló con la piedra, lo talló también en el alma.

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De la discutida unidad del linaje humano

De que no es la ciencia, sino la conciencia, la que proclama la unidad

Una de las preguntas más hondas que puede hacerse el entendimiento especulativo es si todos los hombres, por el solo hecho de serlo, nos pertenecemos mutuamente como miembros de una misma familia, y cómo podría entenderse esa copertenencia. La prehistoria, aunque velada y fragmentaria, puede aportar luz a esta cuestión al considerar el problema del origen del género humano: si éste ha de pensarse como monofilético, es decir, proveniente de un único tronco común, o bien polifilético, nacido de varias fuentes o linajes independientes¹.

Que existen múltiples razas humanas es un hecho evidente. Pero ¿son estas ramas diversificadas de un mismo árbol, o son más bien desarrollos autónomos de formas prehumanas diversas, surgidas en regiones distintas del orbe? Diversos indicios parecen inclinar el juicio hacia la hipótesis monofilética.

Uno de estos indicios proviene del testimonio paleontológico: en el continente americano no se han encontrado restos humanos arcaicos equiparables a los descubiertos en África, Asia o Europa. Todo indica que América fue poblada en épocas relativamente recientes, por migraciones humanas procedentes del Asia septentrional, cruzando por el actual estrecho de Behring². No parece, pues, que allí surgiera un linaje autónomo del hombre; y sin embargo, el desarrollo de sus razas indígenas ofrece formas culturales de poderosa individualidad³.

Desde el punto de vista biológico, la capacidad de cruzamiento fértil entre todas las razas humanas sin excepción es argumento fuerte a favor de la unidad de la especie. A ello se añade el hecho, espiritualmente más significativo, de que los hombres de todas las razas coinciden en ciertos rasgos fundamentales cuando se les compara con los animales superiores: la diferencia que separa al hombre del animal es infinitamente mayor que la que media entre los propios hombres.

De aquí que nuestras discordias, nuestras diferencias de temperamento o las más extremas incomprensiones, ya se manifiesten en el desprecio mutuo, ya en la hostilidad activa, ya en el horror de la despersonalización, no son otra cosa sino heridas en el seno de un parentesco olvidado. El exterminio del prójimo no es prueba de que no sea nuestro igual, sino que hemos renegado de esa fraternidad, negando lo que somos.

No obstante, no es posible decidir de manera empírica entre el origen único o múltiple del hombre. El nacimiento biológico del ser humano nos es, y probablemente nos será siempre, inaccesible. Por tanto, la unidad del género humano no es una certeza demostrable, sino una idea reguladora, una convicción que se ha formado históricamente y que opera como fundamento moral.

Esta unidad no dimana de la zoología, sino de la conciencia. Nos entendemos porque somos pensamiento, porque todos somos espíritu. En este aspecto, la cercanía entre los hombres es absoluta, y el abismo que nos separa de los animales es, por el contrario, insalvable. No hace falta, pues, que la ciencia pruebe que nos pertenecemos. Ni su refutación, si la hubiera, nos obligaría a renunciar a esta creencia, pues en ella se arraiga una voluntad profunda.

Cuando el hombre se reconoce a sí mismo, no puede ya considerar al otro como puro objeto, ni como simple medio. El otro se le impone como deber. Esta conciencia moral de que el hombre no es medio, sino fin, se adhiere con tanta fuerza a su ser que parece una segunda naturaleza. Pero no es segura ni automática como las leyes físicas: puede desaparecer, como desapareció en los tiempos más oscuros. La antropología puede perderse y reaparecer, como ocurrió tras el horror del siglo XX.

La condición humana no puede sostenerse sin una idea de solidaridad, iluminada por la razón natural y fundada en el reconocimiento de la dignidad de todo ser humano. Esa exigencia, traicionada una y otra vez, se alza siempre de nuevo como principio. Es esta voluntad de copertenencia la que explica la satisfacción de comprender al distinto, de comunicarse con lo remoto. Por eso Rembrandt pintó con ternura el rostro de un negro¹,
y por eso Kant formuló que el hombre ha de ser siempre fin en sí mismo y nunca mero medio¹¹.


Notas

  1. Véase Tattersall, Ian, Becoming Human: Evolution and Human Uniqueness, Oxford University Press, 1998.
  2. Cavalli-Sforza, L. L., Genes, pueblos y lenguas, Crítica, Barcelona, 1997, pp. 201–213.
  3.  Diamond, Jared, Armas, gérmenes y acero, Debate, Madrid, 2006.
  4.  Lewontin, R. C., Biology as Ideology: The Doctrine of DNA, HarperPerennial, 1993.
  5. Portmann, Adolf, Biología y estructura. Ensayo sobre el hombre y su posición en la naturaleza, Herder, Barcelona, 1965.
  6. Arendt, Hannah, Los orígenes del totalitarismo, Alianza, Madrid, 2005, especialmente el libro tercero.
  7. Kant, Immanuel, Crítica de la razón práctica, Akal, Madrid, 2004, §7: sobre las ideas regulativas de la razón.
  8.  Cassirer, Ernst, An Essay on Man, Yale University Press, 1944.
  9.  Ricoeur, Paul, Sí mismo como otro, Trotta, Madrid, 1996, cap. IX.
  10. Clark, Kenneth, Civilisation: A Personal View, BBC and Penguin Books, 1969, episodio sobre Rembrandt.
  11. Kant, Immanuel, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Akal, Madrid, 2002, §2
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El imperio y su crepúsculo

“El poder sin medida es como el fuego en la mies: lo devora todo, incluso a quien lo encendió.”
—Tácito

I. La historia entre permanencia y caducidad

“Nada permanece, salvo el cambio.”
—Heráclito

Desde los antiguos griegos hasta las escuelas modernas de filosofía política, la historia ha sido concebida como una danza entre la duración y el ocaso, entre el ascenso y la ruina. Para Polibio, todo régimen político está sometido a un ciclo ineludible de auge, corrupción y reemplazo; para san Agustín, la historia es el escenario donde se confrontan dos amores: el amor de sí hasta el desprecio de Dios (la civitas terrena) y el amor de Dios hasta el desprecio de sí (la civitas Dei)[1].

Joseph Nye retoma —aunque de forma secularizada— esta tensión entre orden y desorden, entre hegemonía y multiplicidad. Rechaza la idea de una caída absoluta de Estados Unidos, pero señala que su poder ya no es exclusivo ni ilimitado, y que su permanencia exige adaptación moral e institucional[2].

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[1] San Agustín, De civitate Dei, XIX, 24.
[2] Joseph Nye, Is the American Century Over?, Polity Press, 2015, cap. 1.

II. Imperio y hybris

“Cuando la medida se pierde, entra la justicia con castigo.”
—Esquilo, Los persas

Todo imperio, por su propia lógica expansiva, tiende a traspasar los límites que lo fundan. Esta es la advertencia trágica de los griegos: la hybris (desmesura) conduce inexorablemente a la némesis (castigo). En esta línea se inscribe Graham Allison, quien recupera el modelo histórico de Tucídides para explicar cómo el ascenso de Atenas provocó el temor de Esparta, y con él, la guerra[3].

Aplicado al presente, Allison advierte que el crecimiento de China puede precipitar un conflicto con Estados Unidos, no por voluntad explícita, sino por una dinámica estructural de desconfianza, orgullo y rivalidad. El poder, en esta concepción, es fatalidad antes que elección: lo trágico no es caer, sino no poder evitarlo.

[3] Graham Allison, Destined for War: Can America and China Escape Thucydides’s Trap?, Houghton Mifflin, 2017.

III. El pluralismo del mundo post-hegemónico

“La historia del mundo no es la de la lucha por el poder, sino la de su repartición.”
—Raymond Aron

Fareed Zakaria ofrece una lectura menos sombría: no estamos ante el fin de Estados Unidos, sino ante el surgimiento de un mundo donde otros también cuentan. India, Brasil, China, Indonesia… ya no son actores periféricos, sino centros de decisión económica y cultural. El poder no desaparece, sino que se distribuye, como ocurre en toda madurez histórica.

Lejos del determinismo trágico de Allison o del liderazgo renovado que propone Nye, Zakaria postula una forma de relativismo estratégico: Estados Unidos sigue siendo importante, pero ya no es imprescindible. La historia avanza hacia una pluralidad de polos, y con ella, hacia un equilibrio de poderes menos jerárquico[4].

[4] Fareed Zakaria, The Post-American World, W. W. Norton, 2008.

IV. El poder como forma de presencia

“Donde hay poder, hay relación; y donde hay relación, hay responsabilidad.”
—Hannah Arendt

En el plano más profundo, el poder no es solo una cuestión de recursos o armamento: es una forma de estar en el mundo. Para Platón, el poder ideal es el del sabio; para Nietzsche, el del creador de valores; para Arendt, el del consenso fundado en la palabra.

Joseph Nye propone una visión afín a esta última: el poder como capacidad de influir sin violentar. Su noción de soft power y smart power no es una técnica de seducción, sino una ética de la influencia. El verdadero poder consiste en hacer que los otros quieran lo que uno quiere, sin perder su libertad[5].

[5] Nye, Is the American Century Over?, cap. 3.

V. Decadencia y resiliencia: la filosofía de la medida

“Todo lo grande está en peligro de perderse. Solo lo medido permanece.”

El verdadero problema de la decadencia no es caer, sino no saber envejecer con dignidad. Roma supo convertirse en Iglesia. Grecia, en civilización. Estados Unidos, si aspira a mantener su centralidad, debe convertirse —según Nye— no en imperio, sino en auctoritas: no imponer, sino inspirar.

Este es el punto de fusión con la filosofía estoica, que enseña a distinguir entre lo que depende de uno (su virtud) y lo que no (el aplauso del mundo). El siglo americano puede terminar como hegemonía, pero no tiene por qué extinguirse como ejemplo.

Epílogo

“La historia juzga a los poderosos no por cuánto dominaron, sino por cómo cedieron.”

Hay una medida que redime el poder: el saber retirarse con gracia, sin resentimiento ni soberbia. Nye parece sugerir que la hegemonía no es un derecho, sino una carga; y que el siglo XXI no necesitará de emperadores, sino de guardianes l de emperadores, sino de guardianes l\u00fucidos del equilibrio.

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Las jaulas de los puros

Viajero: si alguna vez tus pasos, ligeros o cansados, te llevan a Münster, deja que una mañana clara te abrace en la plaza de San Lamberto. Allí hallarás una iglesia, alta y antigua, como un susurro del tiempo pasado. No es una iglesia cualquiera, sino una que parece recordar. Y a veces las piedras recuerdan mejor que los hombres.

Ojalá el cielo esté azul y el aire templado como la mano de una madre que acaricia. Siéntate en una de las terrazas, esas que podrían estar en Madrid, en Sevilla o en alguna calle soleada de Málaga, y pide un café. Que un camarero educado y silencioso te sirva también un pastel, y que lo haga como si sirviera algo sagrado.

Desde allí, desde tu mesa, contempla la torre gótica de San Lamberto, una lanza de piedra que rasga el cielo. Alza la vista. Más arriba. Más todavía. Justo encima del reloj, ese que aún marca la hora de todos los olvidos, verás algo que tal vez no esperes: tres jaulas de hierro colgando del campanario. Tres ataúdes al aire, tres cofres sin alma. Ahí estuvieron los cuerpos de Jan Bockelson, Bernt Kniperdollink y un tercer nombre que el tiempo ha devorado. Tres hombres que quisieron abrir el cielo con las manos y sólo consiguieron encadenarse al infierno.

Fue en 1536. El eco de sus gritos aún vibra en los muros. Pero el principio de su reino de locura comenzó dos años antes, cuando Bockelson, alto, hermoso, incendiado por la fe, caminó por las calles de Münster diciendo que el mundo iba a arder, y que sólo esa ciudad se salvaría. Que allí, en medio de los tejados y los huertos y los rezos, comenzaría la Nueva Jerusalén.

Y la gente le creyó.
¡Cómo no creer a quien habla como un ángel y mira como un rey! Hombres y mujeres lloraron, se arrojaron al suelo, vieron visiones, espumaron por la boca. Se llamaron “hermano”, “hermana”, quemaron el “yo” y el “tú” en el fuego sagrado del “nosotros”. Compartieron pan, compartieron casa, y creyeron estar limpios para siempre. “No pecaremos más”, decían. “Ya no podemos”.

Los que no creyeron, fueron arrojados a la noche. Mujeres con hijos en brazos, viejos con los huesos rotos por los inviernos, niños que aún no sabían decir “Dios”. Todos fuera. Quedaron los elegidos. Y el Reino comenzó.

Primero fue la fraternidad de bienes: nadie poseía nada, todos lo poseían todo. Después vino el mandato de Dios, el de Bockelson: poligamia, multiplicación, esposas jóvenes, casamientos forzosos, divorcios necesarios. Lo que había comenzado como hermandad terminó en deseo sin bridas. La Nueva Jerusalén olía a hambre y a sexo. A pan duro y a carne triste.

El profeta se convirtió en Mesías. Vestía sedas, acuñaba moneda con su nombre, y exigía rezar sólo al Padre, como si Cristo le hiciera sombra. Sus esposas, bellas, asustadas, obedientes, eran su harén. Su corte. Su escudo. El Reino de Dios había mutado en carnaval. Y el carnaval, en farsa trágica.

Cuando todo acabó, cuando las espadas hablaron por última vez, colgaron sus cuerpos en las jaulas. No por justicia, sino por advertencia. Para que todos los siglos futuros supieran que los puros, cuando se convencen de no poder pecar, son los que más hondo caen.

Y tú, viajero, mientras apuras el café y miras cómo el sol baña las piedras, sabrás que lo que te cuento no es sólo historia, sino profecía. Porque los puros de ahora se parecen demasiado a los de entonces. Porque siguen diciendo que el fin justifica los medios, que la pureza absuelve la crueldad. Y porque, tú lo sabes, donde hay desmanes, hay casi siempre avaricia y lujuria.

Así que mira bien esas jaulas, amigo. Mira y recuerda. No para condenar, sino para prevenir. Porque la Nueva Jerusalén, cada tanto, intenta volver.

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Europa, el viejo continente que aprendió a morir con lentitud

Durante siglos, las naciones de Europa bailaron la danza del suicidio con los ojos vendados. Se entregaron unas a otras como amantes que sólo supieran amar a través del fuego. Cien años más o menos, pero ¿quién cuenta los días cuando la sangre empapa los calendarios?, desde el siglo XVI al XVII, intentando borrarse unas a otras del mapa. Pero el trueno cesó un día, no porque llegara la paz, sino porque todos comprendieron, exhaustos, que no podían destruirse del todo. Así nació Westfalia: no la paz verdadera, sino un pacto de vigilancia mutua, como vecinos armados hasta los dientes que espían desde detrás de las cortinas.

Pero Hobbes, el viejo lobo inglés que miró dentro del corazón humano y vio la tormenta, lo sabía: la guerra no necesita balas para existir, basta la amenaza. Así como el cielo nublado no moja, pero asusta, Europa vivió así, en guerra latente, en la antesala del trueno, esperando que la primera chispa bastase para encender la pradera.

Entonces llegaron los monstruos del siglo XX. Dos guerras que llamaron «mundiales» porque, en su egolatría, los europeos seguían creyéndose el ombligo del orbe. Pero cuando el humo se disipó y la carne dejó de arder, lo que quedaba eran escombros imperiales: potencias achicadas, heridas, naciones replegadas como animales asustados dentro de sus fronteras, incapaces de sostener su viejo orgullo.

Y en ese momento, hicieron algo extraño. En vez de alzarse otra vez, decidieron reunirse. Se tomaron de las manos y se acurrucaron bajo la sombra de un roble lejano: la OTAN. Pero el árbol no era suyo, sino americano, y bajo su copa, Europa se transformó en otra cosa: un parque temático, una postal, un recuerdo. Delegaron sus espadas, se disfrazaron de democracias florales y fingieron que el mundo era seguro. No miraron al Este.

No miraron a Rusia.

Y Rusia no es una nación cualquiera. Es una criatura antigua, un oso herido que no sabe vivir sin ampliar su cueva. Siempre lo ha sido. En Viena, en 1815, Alejandro I, poseído por sueños ortodoxos, soñó con una Rusia extendida de Lisboa a Vladivostok. Luego Stalin, con su fe de hierro, quiso lo mismo con otro ropaje: primero expandir la revolución, después edificar un muro de escudos humanos en forma de Polonia, Hungría, los Bálticos, toda una colección de títeres que le sirvieran de escudo ante el Occidente hostil.

Putin es sólo un eco. Un nombre más en la saga que no termina. Quien crea que el problema es él, y no la criatura que lo engendró, no ha entendido nada.

Y ahora estamos aquí. Varios años han pasado desde que Ucrania empezó a arder. ¿Estamos cerrando un libro o abriendo otro? ¿Se acerca el final de una era o la alborada de algo peor?

Algunos dicen: si gana Rusia, mal; si gana Ucrania, bien. Pero no hay victoria alguna en el horizonte. Tal vez lo único posible sea el estancamiento, el pantano infinito, la guerra que nunca muere, como una llaga sin cierre.

¿Y quién gana mientras tanto? No Occidente, desde luego. Europa y Estados Unidos, ese viejo dúo que creyó haber domesticado al mundo, no parecen estar cosechando nada más que desconcierto. En cambio, hay otros que acechan como lobos entre la maleza: China, Rusia, India, Turquía, Irán, Brasil… esperando el momento oportuno para saltar hacia el lado que más calor prometa.

Occidente está cansado. Ha ganado poco y tiene mucho que perder. Y si esto no es el fin de una era, si lo que comienza es otra… puede que no haya aplausos, ni himnos, ni marchas gloriosas. Puede que comience con un silbido, con un destello en el cielo nocturno que nadie esperaba ver. No un Armagedón de película, sino algo más gris, más real, más silencioso.

¿Y por qué lo temo? Porque cada mes, sin falta, Rusia golpea su pecho con palabras nucleares, como el gorila que quiere amedrentar con su tambor interior. Y la OTAN, paralizada por el eco de esas amenazas, no se atreve a actuar como podría, no quiere cortar
la raíz del ejército ruso en Ucrania, por si al hacerlo estalla el cielo.

Así estamos: en el umbral. En ese instante inmóvil donde el aire huele a ozono y el trueno aún no ha caído. Europa, de nuevo, espera. Como en el siglo XVII. Como siempre.

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El ente es el dato originario

Así como el médico, antes de tratar las afecciones particulares, ha de conocer el principio vital que las anima, así también el filósofo, antes de descender a los ámbitos especiales de la realidad, la divinidad, la naturaleza, la psique, ha de considerar el fundamento común de todos ellos, que no es otro sino el ser en cuanto ser. Y por esto la ontología es, con razón, la primera puerta de la metafísica.

Dejamos, pues, para su momento propio la teología natural, que se ocupa del ente necesario y perfectísimo; la cosmología racional, que estudia el orden y las leyes del universo físico; y la psicología racional, que indaga la naturaleza del alma. Detenemos ahora nuestra atención en el dato primero, en aquello que no puede tener presupuesto, porque todo lo demás lo presupone.

Importa aquí considerar si ese dato primero pertenece al orden del conocer o al del ser. La filosofía moderna, desde Descartes, ha dado primacía a la conciencia. Por buscar el grado máximo de certeza, se afirmó que debía comenzarse por el cogito, esto es, por el pensamiento que se tiene de sí mismo. No fue él el único: Kant partió de los contenidos a priori de la razón, Hegel de la Idea absoluta, el existencialismo del yo lanzado a la facticidad, el vitalismo de la vida misma como realidad primera. Todos, a su modo, invirtieron el orden ontológico, sustituyendo el ser por la conciencia.

Pero si hay algo que de suyo no admite otra base, será eso lo que se busca como primer dato. Si el lector, como el autor, ha decidido emprender este estudio, ya ha puesto en marcha su capacidad de comprender. Mas, ¿en qué consiste tal acto de comprender? ¿Qué hace la mente cuando quiere entender?

Preguntarse esto es interrogar la mente sobre sí misma. ¿Puede hacerlo? ¿Puede el instrumento de conocimiento volverse sobre sí y ser, a un tiempo, el objeto que conoce y el sujeto que conoce? No parece posible. Para pensar algo, se requiere un objeto. Pensar es pensar cosas. El pensamiento sin contenido es vacío, y la conciencia sin término al que referirse es pura negación.

Ni siquiera la autoconciencia escapa a esta regla. Cuando la mente se sabe a sí, lo hace porque se refiere a algo. No se contempla directamente, sino en su acto. Intellectus reflectitur supra actum suum, enseña Santo Tomás: el entendimiento reflexiona sobre su acto, no sobre su esencia inmediata. Pretender lo contrario sería como pedir a un espejo que se refleje a sí mismo sin otro delante.

De modo que, si se piensa, se piensa algo. Y que se piense algo implica ya la presencia de un ser, real o imaginario. No importa ahora si ese algo es un unicornio o un número; importa que es. Que tiene entidad al menos pensada. La conciencia de sí no es anterior al mundo, sino que se da en medio del mundo. Se siente porque se siente algo.

Este hecho fundamental se presenta de dos modos:

Primero, por una sensación viva. Un leve soplo de aire, el roce de una tela, una luz que hiere los ojos, bastan para poner en marcha la autoconciencia. El sujeto se experimenta como viviente, como supuesto de las acciones del ver, oír, tocar. Lo primero que sabe de sí es que es un ser vivo.

Segundo, por la conciencia del mundo exterior. El sujeto no solo se siente, sino que se siente entre cosas. Unas le pertenecen, como las imágenes, los placeres, los recuerdos. Otras le son exteriores: montañas, ríos, cielos, otros hombres. A las primeras las llamamos subjetivas; a las segundas, objetivas. La distinción, aunque convencional, permite operar con precisión. Pero ambos ámbitos son inseparables. Sin mundo, no hay yo; sin alteridad, no hay identidad.

Este hecho se comprueba fácilmente. Baste recordar que cuando cesan los estímulos externos, sea en un sueño profundo o en la anestesia, también cesa la conciencia. Por mucho que se proclame sujeto trascendental o centro de irradiación ontológica, el hombre depende de la periferia: es centro porque hay entorno.

Todo obrar humano confirma esta dependencia. Quien quiere actuar mide su querer con lo que le rodea. Encuentra medios y obstáculos. El mundo no solo le asiste, sino que también le limita. Esa limitación es triple: física, pues el sujeto es cuerpo entre cuerpos; intelectual, pues conocer requiere tiempo y estudio; y volitiva, pues no siempre se quiere lo que se hace, ni se hace lo que se quiere.

Luego todo se hace contando con el ser. No es la Idea ni el conocer lo primero, sino el ente. Todo lo pensado, sentido o imaginado se presenta como algo: una entidad, aunque solo sea en imagen. El ser, pues, es presupuesto de todo acto mental. Se conoce una cosa cuando está presente, al menos virtualmente, a los sentidos. Lo primero que se conoce son entes sensibles, concretos, determinados. La inteligencia no empieza replegándose en sí, sino abriéndose al mundo.

La inteligencia humana, como observaba Aristóteles, requiere proporción con lo que conoce. Aunque capaz de lo más alto, necesita ascender desde lo más bajo. Su conocimiento se inicia en lo sensible, pero no se agota en ello. Mediante la abstracción, alcanza lo universal.

Sin embargo, la ontología no se detiene en lo particular, como lo hace la ciencia empírica. Ella no se ocupa de esta o aquella cosa, sino de lo común a todas. Cada ser es un “algo” y un “qué”, y en ambos sentidos es un ente. No se trata de piedras, plantas o astros, sino del ser que cada uno posee en cuanto ser. Por eso la ontología, como filosofía primera, trata del ente en cuanto tal.

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