Las nuevas religiones del Sol

De las sectas ideológicas

¿Puede capturarse un torbellino? ¿Puede embotellarse la niebla? Se ha intentado. Spengler, por ejemplo, con sus páginas anchas como océanos y tan imprecisas como nubes. Y sin embargo, si se quiere pensar en serio, y no sólo flotar a la deriva con las corrientes de moda, hay que buscar algo más. Algo concreto. Una llanura donde plantar un telescopio y medir el vaivén de las estrellas que nos perturban la conciencia.

Esa llanura existe. Es amplia como el mundo y tan antigua como el deseo humano de entender lo que no puede ver. Se llama religión encubierta. No es un templo con campanas ni un pastor con Biblia. Es un parque lleno de yoga matutino, un cuarto oscuro de tarot, una sala de espera donde se recitan mantras de autoayuda y se prescribe homeopatía junto a un café con leche de avena.

Aquí convergen las pasiones de nuestro tiempo, todas ellas disfrazadas de bienestar, de ciencia blanda, de revolución cultural o de simple moda. Y no están solas. Las acompaña una legión de creyentes con la fe de mártires antiguos y el ardor de cruzados digitales. Son los nuevos fanáticos, no de Dios ni de la patria, sino de su método para encontrar el centro del universo en su propia respiración.

¿Y qué es exactamente esta religión sin nombre? Es muchas cosas. Es numerología y sionismo, antisemitismo y yoga, amor fati y varillas de zahorí, vegetarianismo y leyendas de la Atlántida. Es una enciclopedia del sinsentido con prólogo de buena intención y notas al pie escritas con incienso. Cada letra del alfabeto tiene su rito y cada rito su pequeño altar en algún rincón de Internet.

El esperanto está allí. También la gimnasia rítmica, la oración por la salud, el superhombre nietzscheano, la reinterpretación de Fausto, la abolición de la servidumbre por intereses, la creencia de que Shakespeare fue Bacon, el antialcoholismo, el odio a los masones, la adoración de los extraterrestres, el movimiento juvenil, la danza expresionista, la genialidad como locura y la lectura cabalística del horóscopo de hoy.

¿Son sectas? Algunas. ¿Son estafas? No todas. ¿Son peligrosas? Tal vez. ¿Son reveladoras? Sin duda. Porque allí, en ese terreno movedizo, algo esencial de nuestra época se revela sin pudor. No pensamos: creemos. No juzgamos: nos dejamos llevar por el estado de ánimo. Y no buscamos la verdad: buscamos pertenecer.

Estas religiones modernas nacieron en catacumbas, sí, como los misterios de antaño. Pero ya no se contentan con lo subterráneo. Hoy se yerguen con orgullo al sol, aunque no sepan muy bien qué hacer con la luz. Reivindican su lugar no como ocultas, sino como evidentes. No como alternativas, sino como la verdadera realidad. No como metáforas, sino como salvación. “Tú puedes”, “tú mereces”, “tú eres luz”.

Y algunas han sido aceptadas por la academia y la ciencia sin más objeción que un bostezo. El psicoanálisis, por ejemplo, ese hijo bastardo entre Sófocles y el diván vienés. O el culto al héroe, que se cuela en discursos políticos, en campañas de publicidad y en los gimnasios donde se forjan titanes de carne y proteína.

Estas religiones del presente no huelen a incienso sino a desinfectante. No bendicen con agua sino con diagnósticos. No prometen paraísos más allá, sino plenitudes aquí, ahora, instantáneas, descargables, biodegradables. Son el zodíaco impreso en una camiseta. Son la vida anterior revelada por una app. Son la salvación en cuotas sin intereses.

Y así seguimos, hijos del torbellino, adoradores de lo que no entendemos pero que sentimos vibrar como una cuerda tensa en el centro del pecho. Quizás no haya un único dios. Pero sí hay una constante: la necesidad de creer, aunque sea en lo que acabamos de inventar.

Como dijo mi amigo, sabio entre ruinas, al leer esta letanía de lo increíble: “parecen catacumbas del pensamiento”. Y yo le respondí: “no, amigo mío… son catedrales del deseo”.

Y en sus vitrales no hay santos ni mártires. Solo nuestros reflejos

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De los saberes humanos y su fundamento filosófico

Que no hay uno solo, sino muchos saberes, lo percibe fácilmente quien se detiene a contemplar con juicio recto el estado presente del entendimiento humano. Bien se engañan los que, inflados de presunción, dan al saber científico el lustre de una revelación moderna, y le tributan reverencias propias de la religión más acendrada. ¡Cuán temerario es suponer que la ciencia, con mayúscula, como si de una divinidad se tratase, ha abrazado ya el orbe entero del saber, y que no hay rincón del mundo que no haya sido alumbrado por su claridad!

Tal convicción, por más que se revista de lenguaje técnico y se presente con el ropaje de la exactitud, no deja de ser creencia ciega, fe del carbonero, o peor aún, idolatría racionalista de nuevo cuño, más supersticiosa por pretenderse ilustrada.

Mas la verdad es otra. Lo que en efecto hallamos no es una ciencia universal y compacta, sino un enjambre disforme de saberes particulares, cada uno con su objeto, su método y su lenguaje, muchas veces extraños entre sí y hasta incompatibles. ¿Qué afinidad guarda la clonación de la oveja Dolly, realizada por los doctores Ian Wilmut y Keith Campbell en 1996, con los experimentos de alta energía del Gran Colisionador de Hadrones, sito en Ginebra? ¿Podrán los unos comprender la física subatómica de los otros, o acaso intercambiar sus laboratorios sin mengua de resultados?

¿Y qué comunión guardan ambos con los saberes necesarios para fabricar una tableta electrónica, resolver ecuaciones cuadráticas o traducir del árabe el Liber de causis? Son saberes distintos, objetos diversos, y procedimientos que no admiten con facilidad ser sometidos a una regla común.

Cada uno de estos saberes reclama para sí un dominio particular y, una vez posesionado de él, suele intentar extender su imperio sobre otros ámbitos vecinos, si no se le opone resistencia suficiente. En esta pugna, unas disciplinas ceden, otras se expanden, y no pocas veces se ocultan los principios fundamentales sobre los cuales descansan. Pero donde hay choque, hay también límite, y el límite convida a la reflexión filosófica.

No tenemos, pues, ni La Ciencia ni El Mundo, en cuanto totalidad uniforme de entes. Lo que hay son ciencias singulares, que miran a porciones disímiles del ser: átomos, fonemas, almas, movimientos sociales, seres espirituales… Y estas realidades no caben bajo una sola categoría ni pueden ser todas explicadas con un mismo método.

Para intentar semejante hazaña, hallar razón suficiente de todos los entes en cuanto entes, es necesario ascender al terreno de la metafísica, que trata de ideas como la esencia, la existencia, la unidad, la causalidad o la participación. Pero esas razones, por su misma índole, no pertenecen a la ciencia, sino a la filosofía.

La filosofía, y sólo ella, puede decirse saber general, pues busca los principios comunes a todo cuanto es. Las ciencias, en cambio, se ocupan de segmentos concretos del ente: la física del movimiento y la energía, la medicina de la vida y la salud, la matemática de los números, y la teología, cuando es confesional, de las cosas divinas reveladas.

Ahora bien, si una ciencia particular osa extender su explicación a todo el ámbito del ser, deja de ser ciencia y comienza a filosofar. No hay ley que lo prohíba, pues el saber no es feudo de institución alguna; pero sí es justo advertir que tal empresa requiere instrumentos conceptuales robustos, que rara vez se encuentran en los manuales técnicos. Del mismo modo, si el filósofo se aventura a pronunciarse sobre los detalles que corresponden a una ciencia positiva, hace filosofía aplicada, o se extravía en presunción.

La filosofía debe cuidar de no confundirse con las partes que estudia, pero tampoco puede ignorarlas. Su deber es excavar hasta los cimientos de los principios que cada ciencia toma por dados. Porque toda ciencia presupone algo: números, espacio, tiempo, vida, divinidad… pero no se detiene a justificarlo. En cambio, la filosofía lo pone todo en cuestión.

Sirva de ejemplo el matemático, quien obra como si supiese qué son los números y de qué manera existen, aunque nunca se lo haya preguntado. En el instante en que lo hace, en que se pregunta, como Turing lo hizo en su célebre interpelación a Carnap y a Russell, si un número tiene existencia real, está ya en el campo de la filosofía.

Lo mismo cabe decir de la teología. El teólogo revelado parte de una verdad: que Dios existe y que se ha manifestado. Esta verdad la cree por fe, y con ella razona. Mas si se detiene a considerar en qué consiste tal fe, o qué significa que Dios sea, o si puede probarse su existencia, está haciendo teología natural, es decir, filosofía.

Ya Platón en su República (libro VI, 508e1–511e) distinguió con admirable agudeza entre la diánoia, o ciencia, y la nóesis, o dialéctica. Aquélla parte de supuestos, pero no se los cuestiona; ésta, por el contrario, examina los supuestos sin recurrir a la experiencia, sino por el solo juego de las ideas. ¿No es esto la propia ocupación de la filosofía primera?

Santo Tomás de Aquino, luminar indiscutible de la razón cristiana, enseña lo mismo en su Summa Theologiae (I, q. 1, a. 8): así como ninguna ciencia prueba sus principios, tampoco lo hace la teología revelada con los suyos. Parte de los artículos de fe, transmitidos por profetas y apóstoles, para alcanzar nuevas verdades, como demuestra el Apóstol en 1 Cor. 15, donde parte de la resurrección de Cristo para probar la de todos los hombres.

Ninguna ciencia discute con quien niega sus principios, salvo que éste admita al menos uno de ellos. Así, el teólogo podrá discutir con el hereje, si ambos comparten algún postulado. Pero con quien lo niega todo, no hay debate posible, sino solo defensa frente a sus ataques. Y lo mismo ocurre con la matemática: no se puede demostrar un teorema a quien niega los números.

No obstante, aun frente al escéptico más recalcitrante, puede el filósofo, y con él, el teólogo natural, presentar razones en favor de la fe, razones que sean inteligibles para todos. Por ejemplo, puede intentar mostrar que Dios existe y en qué consiste. Aun si tal demostración no logra abrazar la esencia divina, al menos abre un espacio común de diálogo. Pero esa teología, racional ya, debe evitar el error de querer probar con la razón lo que sólo pertenece a la fe, no sea que debilite el mérito de creer o que dé ocasión al adversario para mofarse de lo más sagrado.

Así se clarifica la distinción entre ciencia, filosofía y teología. Y así se honra la majestad del saber humano, cuando cada saber reconoce su dominio, su límite y su principio. Pues si algo requiere nuestra época, no es la exaltación fanática de una ciencia total, sino la restauración prudente de una filosofía que, con paso firme, interpele los fundamentos y los reconcilie con la verdad.

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Sobre el principio de toda religion, según Durkheim

De la edad que precedió a toda escritura, la que los modernos llaman prehistoria, poco, o más bien casi nada, nos ha sido legado por la Providencia del tiempo. Tal es nuestra indigencia en noticias religiosas de los siglos que corren desde los albores del homo hasta las edades del bronce, que más abundan las suposiciones que los testimonios, y más la osadía que la certidumbre. No obstante, acontece entre los modernos que, donde falta la piedra, levantan torre sobre el aire: allí donde no alcanzan los documentos, se alzan con pasmosa seguridad las conjeturas antropológicas. Y así, como dijo Séneca, “hombres hay que se glorían más de imaginar que de saber”[1].

Uno de los que más seriamente trató de alzar cimiento firme para la ciencia de la religión fue Emilio Durkheim, insigne sociólogo francés, cuya doctrina seguiremos aquí con particular atención, tal como la expuso en su obra Las formas elementales de la vida religiosa[2]. Procuraremos mostrar lo más sustancial de su pensamiento, no sin antes advertir que toda religión es, a juicio del autor, un fenómeno compuesto y arduo, no susceptible de aprehensión sin previo desentrañamiento de sus partes esenciales.

La religión, dice Durkheim, no se deja reducir sin violencia a un solo principio. Consta de creencias, de ritos, de fiestas, de dogmas, de mitos, de congregaciones, y de otras piezas menores o accesorios. Pero no todos estos elementos poseen igual dignidad ni peso en la balanza de la ciencia. Es menester, pues, proceder con bisturí filosófico, y separar lo sustancial de lo accidental, lo principal de lo derivado. Así como el médico distingue el humor radical de las efusiones secundarias, así el filósofo de la religión ha de apartar lo que sólo ornamenta de lo que constituye.

Algunas partes pueden desecharse sin mengua. Así el folklore, que si bien entretiene, poco aclara. Muchas supersticiones populares se han incorporado a las religiones positivas, como en el cristianismo ciertos duendes, demonios locales o fiestas paganas de primavera, y aunque Mannhardt y su escuela extrajeron ciencia de tales elementos[3], no por eso deben hacernos perder de vista lo fundamental.

Durkheim concluye que los dos elementos fundamentales son las creencias y los ritos. Las primeras son representaciones del pensamiento; los segundos, manifestaciones de la acción. Ambas se ordenan al objeto común de la religión: lo sagrado. Lo que define a una religión no es tanto el contenido de sus dogmas como la distinción que establece entre lo sagrado y lo profano. Tal escisión es, para Durkheim, el nervio primero de toda experiencia religiosa. No se trata de distinguir por nobleza, por autoridad o por poder, como entre el amo y el siervo, sino por una heterogeneidad radical.

Sagrado puede ser lo más ínfimo: un guijarro, una palabra, un ademán. Profano puede ser lo más excelso en lo civil. La frontera no es fija: muda con los siglos, con las culturas, con los ánimos. No hay esencia perpetua de lo sagrado, sino oposición radical frente a lo común. Y así como en la medicina distinguimos salud y enfermedad, o en la moral bien y mal, sin poder reducir unos términos a los otros, así tampoco lo sagrado puede reducirse
a lo profano.

Esta partición no es sólo mental. Se vive con dramatismo en las ceremonias religiosas: en los ritos de paso, como los de pubertad, ordenación o muerte. En todos ellos el hombre se transforma, no simbólicamente, sino verdaderamente: deja de ser profano y nace como sagrado, como si muriera a una vida y resucitase a otra. Ejemplo notable de esta experiencia discontinua es el monacato, donde el hombre abandona el mundo secular y se entrega de lleno a lo divino; más aún, el suicidio religioso, que lleva al extremo la fuga del
mundo.

Para quien no participa de una religión dada, es difícil, cuando no imposible, discernir esa línea divisoria que separa lo santo de lo vulgar. De ahí que incurra con facilidad en ofensas, al no comprender que lo sagrado no admite roce ni impureza. El creyente no soporta que se mancille lo intocable. Y no se trata de una simple emoción: es un juicio ontológico que estructura su visión del mundo.

De manos de Durkheim, pues, recibimos un criterio no tanto definitorio como metódico: que una religión se reconoce allí donde la realidad es dividida en dos regiones inconmensurables. En eso consistirá el núcleo de lo religioso. No importa qué seres se alojen en una y otra parte, ángeles, santos, rocas o demonios, sino que haya una partición. Martín Velasco, Eliade y otros han aprovechado este criterio para sus estudios contemporáneos[4].

Donde se produce tal escisión, brotan también los demás elementos religiosos: plegarias, congregaciones, jerarquías celestiales, mitologías. Ninguna religión, por austera que sea, puede escapar a esta fecundidad simbólica. El cristianismo, que profesa un solo Dios absoluto, acoge sin reparo a toda una cohorte de bienaventurados, mártires, potestades y criaturas angélicas. Lo mismo puede decirse, mutatis mutandis, de otras confesiones.

Sabemos bien que lo aquí dicho no será del agrado de todos. Los fieles, especialmente, hallarán fría o ajena esta mirada que no brota del fervor ni del dogma. Pero quien se aventura en la espesura de la selva religiosa sin mapa, ha de contentarse con lo que le ofrecen las huellas, las bifurcaciones, las señales parciales. No hemos pretendido decir qué inspira el sentimiento religioso, sino qué principio lo articula: la distinción entre lo que se toca y lo que se venera, entre el barro y la llama, entre el mundo y aquello que lo trasciende.


[1] Seneca, Epistulae Morales, LXXXVIII.

[2] Émile Durkheim, Les formes élémentaires de la vie religieuse, 1912.

[3] Véase Wilhelm Mannhardt, Wald-und Feldkulte, 1875–1877, y la “escuela mitológico-comparativa” alemana.

[4] Cf. Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano, 1957; Juan Martín Velasco, La experiencia mística,  1999.

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Lo que no se acaba

Había algo en la muerte que no podía tocarse, no podía encerrarse en un frasco de laboratorio ni encerrarse en un ataúd bien barnizado. Algo que no obedecía ni a los microscopios ni a las autopsias. No era la muerte, pensaba el hombre junto a la ventana, sino mi muerte. Y eso era lo inquietante.

La muerte corporal, esa que desciende como un velo sobre los párpados, que apaga la lámpara y deja solo el zumbido del universo en la distancia, no era todavía la suya. Podía ver cuerpos dejar de moverse, amigos cerrar los ojos para siempre, madres con las manos frías, niños cuyos juguetes no volverían a ser recogidos. Pero eso, por más que doliera, no era su muerte. Era otra cosa. Algo que le ocurría a los otros. A “cualquiera”.

Y sin embargo, se decía mientras las motas de polvo bailaban en el rayo de sol como almas sin dueño, la muerte solo es muerte cuando yo me muero. No hay sustituto, ni metáfora. Ni siquiera el amor alcanza a prestarle un sentido. El amor… ¡Ah! El amor no dejaba morir del todo. Porque si te sigo amando, si aún encuentro tu nombre encendido como una luciérnaga en mi memoria, entonces no estás del todo muerta. Porque, decía Gabriel Marcel, “Toi que j’aime, tu ne mourras pas.” Tú, a quien amo, no morirás.

Esa certeza se aferraba al alma como la hiedra al muro calcinado. Porque la muerte ajena era sospechosamente irreal. La muerte de alguien que fue, para mí, una persona. No un cuerpo. No un historial clínico. Una persona. Esa muerte no encajaba en los pliegues de lo pensable.

Los libros lo habían dicho con otros labios. Heidegger susurraba que “la muerte, en cuanto que es, es mi muerte.” Y Jaspers: “La muerte es impensable.” Como una habitación sin puertas ni ventanas. Como una página en blanco donde no cabe palabra alguna. En el fondo, musitaba el hombre junto al cristal empañado, nadie ha muerto nunca para mí. Solo han desaparecido.

Y sin embargo, allí están los cementerios, los seguros, los hospitales que cosen heridas imposibles con hilo estadístico. Allí están los ritos, los mármoles con nombres, las flores de plástico. Son la forma en que los vivos se blindan contra la pregunta que no saben formular: ¿qué significa morir?

Lo cierto es que la muerte no se representa, no se asoma. Solo se presiente en los temblores del sueño, en el desmayo que nos roba el mundo, en la anestesia que nos convierte en pura materia sin historia. La muerte, en su sentido más íntimo, es perder el mundo. Es quedarse solo. Y no solo sin compañía: solo sin mundo.

Entonces, el cuerpo que antes era puente entre yo y la risa de los otros, entre yo y la calle mojada, entre yo y el árbol, se hace piedra. Ya no brilla. Ya no me lleva a ninguna parte. Se vuelve opaco. O, como decían los antiguos, tenebroso. Se cierra. Y uno se queda allí, en un cuarto sin puertas, sin ventanas, sin relojes. Solo. Eso es la muerte.

Pero aún así, decía el hombre mientras la sombra de la tarde se derramaba sobre sus pies, hay algo que la muerte no puede llevarse: el amor. Porque si yo aún te amo, si todavía me haces falta, si tu ausencia me deja sin aire como un pez sobre la arena, entonces no te has ido. Porque “Sólo a una mujer amaba, / que fue verdad veo yo / en que todo se acabó / y esto solo no se acaba”, como dijo Segismundo al despertar y comprobar que todo había sido sueño. Todo acaba, menos lo que de veras amamos.

Y por eso, ¡oh, misterio intacto!, aún el cadáver tiene dignidad. Lo tocamos como si fuese un relicario. Sabemos que ya no eres tú. Pero es tuyo. Tu forma. Tu signo. Tu presencia deshecha. Es como tocar la ropa de quien ya no vuelve, y, sin embargo, saber que no está vacía del todo.

Por eso Ulises debió volver y enterrar a Elpénor. No por obediencia a los dioses. Sino por respeto al abismo. Porque el cuerpo sin sepultura nos recuerda que hay algo en nosotros que no se deja enterrar.

Así es: la muerte no se experimenta. Solo se imagina. Y en ese imaginar la rozamos. Nos tiembla la piel. Se nos escapa el mundo entre los dedos. Pero todavía no.

Todavía estamos vivos. Y mientras el amor persista, la muerte no será del todo real. A lo sumo, un paréntesis entre dos fogonazos.

Un silencio que aún no ha aprendido a durar.

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Del origen y naturaleza del método demostrativo

Es digno de notarse en los anales del saber humano que el primer destello de lo que hoy llamamos demostración científica se remonta, según la común opinión de los doctos, al siglo quinto antes de la venida de Nuestro Señor. En aquel tiempo floreció Tales de Mileto, varón insigne entre los griegos, a quien se atribuye la primacía en haber probado por vía de discurso riguroso un teorema —el que aún lleva su nombre—, siendo ésta la primera vez, según la tradición, que se impuso a la naturaleza una ley por medio de la razón.

Las escuelas de sabiduría que por entonces ya habían tomado cuerpo en las colonias helénicas, formadas a la sombra de la tradición y bajo la tutela de las musas, instituyeron el ideal de la ciencia como un sistema trabado de enunciados deducidos con orden y concierto, a ejemplo de lo que allí se enseñaba bajo el nombre de matemáticas. No es del caso inquirir si Tales fue el verdadero inventor de tal demostración o si la recibió por transmisión de escuela alguna. Lo que en verdad importa es que el modelo de ciencia así forjado —primero aplicado a la matemática y a los movimientos celestes— quedó desde entonces delineado con contornos tan firmes, que ni el paso de los siglos ha logrado borrarlos.

Este ideal consiste en el uso metódico de la demostración como instrumento para alcanzar certezas. Llámase demostración a aquel discurso necesario que, partiendo de principios reputados verdaderos, concluye con sentencias que no pueden menos que serlo también. Tal es su fuerza, que si se admiten las premisas, la conclusión se impone con necesidad. Véase por ejemplo el siguiente silogismo: «Todos los hombres son mortales; Sócrates es hombre»; de aquí se sigue, sin posible repugnancia, que «Sócrates es mortal». Si alguno negara esta conclusión, deberá o rechazar la universalidad de la primera premisa o negar la pertenencia de Sócrates al género humano. Lo que no puede, sin incurrir en contradicción, es afirmar ambas premisas y a la vez negar la consecuencia que de ellas dimana.

Toda demostración se origina en ciertos principios. Unos son inmediatos, como las mismas premisas de que parte el discurso, sustentadas a su vez por verdades más altas; otros son remotos y pueden pertenecer al común patrimonio de todas las ciencias, como lo son el principio de contradicción o el de causalidad. Hay también principios propios de cada disciplina, como los axiomas y postulados en la matemática, o las verdades reveladas en la teología cristiana.

Este método fecundo pasó más tarde, merced al trabajo diligente de los doctores escolásticos, a la filosofía y a la sagrada teología, donde halló campo fértil y ensanchó sus dominios. Y aunque con el transcurrir del tiempo perdió el cetro que otrora empuñó con firmeza, no por eso dejó de subsistir con vida vigorosa hasta nuestros días. Hoy conviven con él otras especies de saber: las ciencias geométrico-materiales, las teleológicas y las que versan sobre los asuntos humanos, todas las cuales, si bien diversas en objeto y método, no desdeñan el rigor y la claridad que aquel modelo antiguo supo imprimir a las disciplinas de su tiempo.

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Conclusión sobre los orígenes de la religión en la Prehistoria

En el estudio de los siglos pretéritos, no sin causa se ha convenido entre los sabios que la historia comienza donde comienza la escritura, pues sin ésta, instrumento fiel de la memoria racional, la humana posteridad carece de testimonio cierto que le afiance lo acaecido. De aquí que cuanto hay antes del trazo primero del cálamo no sea propiamente historia, sino conjetura, fábula o arqueología muda.

Halláronse, por cierto, cráneos, húmeros, fémures, e instrumentos pétreos, que unos juzgan armas, otros herramientas, y otros restos sin función averiguable. Pero ni hueso ni pedernal dice cosa alguna del pensamiento que los empuñó, ni de la intención que los guió. De aquellos hombres, nuestros abuelos más remotos, tenemos sus osamentas pero no su voz, sus útiles pero no sus razones. Si el alma es principio de vida y palabra, ¿qué
certidumbre podemos tener de su existencia cuando no ha dejado palabra ni canto ni rezo?

Es verdad que los primeros signos escritos que el humano linaje nos ha legado son las tablillas sumerias, de tiempo no muy remoto si se compara con los dos millones de años en que Homo habilis holló la tierra. Cinco milenios apenas son un suspiro si se piensa en esa vastedad de edades tenebrosas. A lo largo de ellas nada nos fue transmitido, ni consejo, ni
ejemplo, ni ley. Sólo desde el momento en que César redacta su De Bello Gallico, o Cortés sus Cartas de Relación, principia la historia que es propiamente tal: diálogo del pasado con el porvenir.

Antes de eso, todo es noche. Pero noche preñada de sentido, pues en su seno se formaron las primeras estructuras del cuerpo y del ánimo humano. La familia, la sociedad, la palabra, el sentimiento estético y quizás también la religión, se gestaron en esa tiniebla sin crónica. Aun así, afirmar con certeza que en la piedra vivió la piedad es empresa temeraria. El hombre del Paleolítico calla, y ese silencio es más elocuente que muchos discursos.

No obstante, como si de argonautas intelectuales se tratara, se han lanzado arqueólogos y filósofos a esa región ignota, buscando en sus piedras el eco de un canto sagrado. Y han hallado algunas huellas tenues: tumbas, signos, pinturas. Mas del signo a la significación hay vasto abismo. Leroi-Gourhan, con razón aguda, nos recuerda que un cáliz y una copa son iguales a los ojos de quien ignora su liturgia. Y lo mismo puede decirse del cuchillo del sacrificador y el del matarife. Si un ser de otro mundo viera nuestras iglesias sin conocer nuestra lengua ni dogma, ¿qué juicio haría de nuestra religión?

Aun así, algunos indicios parecen hablar de prácticas que no son meramente profanas. Enterramientos deliberados, disposición ritual de huesos, piedras que semejan altares. ¿Acaso no sugiere todo ello una creencia en lo invisible? Sahagún Lucas ha querido ver, ya en el Homo pekinensis y aún en el antecessor de Atapuerca, signos de religión; mas conviene proceder con cautela, pues no todo depósito de huesos es sepultura sagrada. En el caso del neandertal, hay más certeza, sobre todo en algunos enclaves europeos. Y con la
aparición del Homo sapiens moderno, los testimonios son más firmes.

Las cuevas de Altamira y Lascaux nos muestran pinturas que no pueden reducirse a simple pasatiempo. Hay en ellas una tensión simbólica, un aliento que se parece al del arte ritual. ¿Podemos entonces decir que había religión? Si no con plena seguridad, al menos con verosimilitud razonada. De los treinta o cuarenta mil años atrás nos llegan señales de sacralidad. Mas repito: señales, no dogmas ni liturgias. El ritual se ha perdido, el sacerdote
se ha desvanecido, la oración fue engullida por el tiempo.

Algunos pensadores modernos —Comte, Marx, Frazer, Freud— han proyectado sobre ese pasado sus teorías, buscando allí el germen de la religión. Pero sus sistemas, por ingeniosos que sean, yerran por falta de fundamento empírico. En la ciencia verdadera no basta la analogía ni el deseo: es menester la prueba. En ausencia de documentos, toda generalización sobre la religiosidad primitiva ha de revestirse de humildad filosófica.

Más aún: conviene guardarse de la falacia naturalista, tan frecuente entre ideólogos modernos. Que no haya pruebas de religión en cierto tiempo no implica su inexistencia; como tampoco la presencia constante de religiones patriarcales puede tomarse como justificación del dominio masculino. Lo que fue, no necesariamente debe ser. Aquí tropiezan algunas escuelas feministas al reivindicar un matriarcado no probado, por más que Bachofen lo cantara en docta prosa.

En suma, puede concederse que hay en el hombre —y quizás hubo siempre— una disposición natural hacia lo sagrado, aunque no podamos verificarla en cada etapa histórica. Si la religión es anterior a la teología, como parece ser, y si la fe puede darse sin discurso sistemático, entonces bien puede decirse que hubo religión sin teólogos, y santuarios sin escolástica.

El arte, la sepultura, el símbolo: he ahí los tres indicios que pueden sostener una prudente afirmación de religiosidad en la Prehistoria. Pero que nadie espere de tales signos una catequesis completa. Tenemos el escenario, como se ha dicho, pero nos faltan los actores y el texto. La religión del Paleolítico permanece, como la piedra que la cobijó, muda, grave,
enigmática. Que cada cual, armado de ciencia, pero también de modestia, se acerque a ella sin prejuicio y sin dogmatismo. Porque entre el bisonte pintado y el altar, media no sólo un trazo, sino un abismo.

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