Análisis de los principios

Resulta, pues, verificado por razón y experiencia que interrogarse sobre si algo es real, y en caso afirmativo, examinar en qué consiste su realidad, no es ejercicio superfluo ni ociosidad de ingenio, sino necesidad primaria de todo saber que aspire a firmeza. Porque todos los saberes, sean de índole especulativa, como la geometría o la teología revelada, o de carácter práctico, como la política o la religión vivida, descansan —al menos en sus primeros momentos— sobre ciertos supuestos no demostrados, asumidos más por la fe que por la ciencia.

Unos creen en la extensión infinita del espacio, tal como lo configuran sus modelos; otros, en la existencia de Dios, conforme al testimonio de su tradición; otros dan por real el tiempo como entidad objetiva; y todos, sin excepción, presuponen que hay cosas y que las conocen con suficiencia. Mas esa suficiencia no es fruto del examen, sino del asentimiento natural. Todos creen. Pocos saben. Esta es la distinción primera entre la masa de los que repiten y la minoría de los que piensan.

Los primeros se contentan con aceptar una existencia y una esencia dadas, sin mayor examen; creen que aquello de lo que tratan es, y que saben lo que es. Los segundos, no satisfechos con la apariencia de certeza, interrogan la base misma de aquello que se tiene por evidente. Ven grietas en los cimientos; descubren dudas en lo que parecía claro; y no temen señalar lo que otros callan. Son estos los verdaderos filósofos, no porque posean más respuestas, sino porque hacen mejores preguntas.

De aquí proviene el carácter crítico y, a menudo, negativo que se ha atribuido a la filosofía desde antiguo. Pues si el arte del arquitecto consiste en levantar edificaciones firmes, el del filósofo es poner a prueba sus fundamentos. Y no hay mejor prueba de resistencia que el intento de demolición. Si el edificio aguanta, es firme. Si se derrumba, nunca lo fue.

Cuestionar lo que se cree no equivale a negar por sistema, sino a probar con método. Es el momento negativo del conocimiento, que tiene su modelo más ilustre en la ironía socrática. Sócrates, como es notorio, fue el primero que, con arte sistemático, enseñó a los hombres que no sabían lo que creían saber. Y lo hizo sin desdeñar ni burlarse, sino con humilde agudeza, para provocar en el interlocutor una reflexión más rigurosa.

Sirva como ejemplo su diálogo con Adimanto, en el libro VI de La República, donde refuta la identificación vulgar del bien con el placer:

—S.: ¿Y los que definen el bien como el placer? ¿Acaso no incurren en un extravío no menor que el de los otros? ¿No se ven también éstos obligados a convenir en que existen placeres malos?

—A.: En efecto.

—S.: Les acontece, pues, creo yo, el convenir en que las mismas cosas son buenas y malas. ¿No es eso?

—A.: ¿Qué otra cosa va a ser?

Así pone en evidencia Sócrates que esa definición incurre en contradicción. Si algo puede ser a la vez bueno y malo, entonces no puede definirse exclusivamente como bueno. La creencia se tambalea y da paso a la necesidad de una idea más firme, más universal, más adecuada a la cosa misma.

Porque conocer el bien —o el tiempo, el espacio, Dios, el alma, o cualquier otro ente— requiere formarse una idea de su naturaleza. Y tal idea no puede ser particular, sino universal. Si se pretende decir lo que es algo, se ha de decir de modo que valga para todo aquello que es de igual especie. La naturaleza de las cosas no se descubre en la opinión, sino en el concepto, y no en cualquier concepto, sino en aquel que alcanza la esencia.

Esta necesidad de universalidad impone al entendimiento el uso de conceptos que trascienden lo sensible, aunque nazcan de la experiencia. La razón no se contenta con saber que algo es, sino que busca saber qué es. Y ese quid est no puede ser otro que la esencia común que hace a cada ente ser lo que es.

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Leroi-Gourhan sobre los inciertos indicios del alma en la Prehistoria

De que pueden reconstruirse algunos estratos materiales, pero casi ninguno espiritual

No sin razón advierte el sabio francés que, mientras los signos del tiempo, como los estratos, los utensilios o los pólenes, pueden recogerse con diligencia y método, los indicios del alma, del pensamiento y de la religión primitivas, requieren una fatiga exquisita y una atención casi reverencial. Tan solo un plano fidedigno poseemos de las inhumaciones neandertales, y ello a pesar de contar con numerosas evidencias. Así pues, hay una desproporción entre lo firme que sabemos del tiempo y lo frágil que poseemos del espíritu.

Denuncia el autor el cómodo recurso a la especulación: sustituir el pensamiento por el pensamiento, a falta de hechos. Con ello pone en entredicho el comparatismo excesivo, que en el siglo XIX tuvo su razón de urgencia, afirmar la humanidad del hombre fósil, pero que en nuestros días se degrada en trivial perogrullada. Aquí se impone, pues, una severa limpieza metodológica: descoser los bordados de cultos, mandíbulas y tótems, hasta quedarnos con el hombre en su elementalidad, pensante, viviente, perplejo ante la muerte, no solo hueso.

La cronología prehistórica, aunque inconmensurable, se perfila con una discreta claridad. Desde los primeros bípedos hasta el Homo sapiens, los utensilios crecen en variedad y perfección, y con ellos, aunque sin evidencia definitiva, parece alzarse una arquitectura del espíritu. Pero si del Pithecanthropus y del Sinanthropus poco o nada sabemos de su vida interior, al llegar al Homo sapiens, la sobreabundancia artística y funeraria nos fuerza a admitir un pensamiento religioso, aunque sea mínimo, como dimensión esencial.

Leroi-Gourhan, con sabia mesura, rehúye toda distinción prematura entre religión y magia, fijando el sentido de «religión» en una definición restringida: la manifestación de preocupaciones que exceden el orden material. Es, a decir verdad, un gesto metodológico prudente, exigido tanto por la opacidad del fenómeno religioso aun en los vivos, como por la índole ambigua y fragmentaria de los restos materiales.

Pero rechazada la ligereza, también rechaza el autor el escepticismo: no hay motivo para negar al hombre paleolítico una inteligencia capaz de angustiarse ante lo inexplicable. Si igual es la naturaleza del intelecto, aunque no su grado, igual será la inclinación a simbolizar el miedo, la muerte, lo extraordinario. Así el lenguaje, ese taller de símbolos, se
constituye en mediador entre el mundo y el hombre. Sin símbolos, la inteligencia no hallaría asideros.

Y del símbolo técnico, el instrumento, la herramienta, pasamos sin sobresalto al símbolo sagrado. Lo religioso, en su raíz, no difiere del arte de tallar: es una forma de intervención humana sobre un mundo que lo sobrepasa, bien por medio de fuerzas físicas, bien por contacto con lo invisible. De ahí que cada estadio del progreso técnico tenga su correspondiente estadio espiritual. Pero este no sustituye, sino que se superpone y domina; y así, hasta nosotros, arrastramos el sedimento arcaico bajo la conciencia presente.

En suma, la religiosidad del hombre no es un accidente tardío, ni un añadido cultural, sino un correlato simbólico de su capacidad reflexiva. Lo que talló con la piedra, lo talló también en el alma.

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De la discutida unidad del linaje humano

De que no es la ciencia, sino la conciencia, la que proclama la unidad

Una de las preguntas más hondas que puede hacerse el entendimiento especulativo es si todos los hombres, por el solo hecho de serlo, nos pertenecemos mutuamente como miembros de una misma familia, y cómo podría entenderse esa copertenencia. La prehistoria, aunque velada y fragmentaria, puede aportar luz a esta cuestión al considerar el problema del origen del género humano: si éste ha de pensarse como monofilético, es decir, proveniente de un único tronco común, o bien polifilético, nacido de varias fuentes o linajes independientes¹.

Que existen múltiples razas humanas es un hecho evidente. Pero ¿son estas ramas diversificadas de un mismo árbol, o son más bien desarrollos autónomos de formas prehumanas diversas, surgidas en regiones distintas del orbe? Diversos indicios parecen inclinar el juicio hacia la hipótesis monofilética.

Uno de estos indicios proviene del testimonio paleontológico: en el continente americano no se han encontrado restos humanos arcaicos equiparables a los descubiertos en África, Asia o Europa. Todo indica que América fue poblada en épocas relativamente recientes, por migraciones humanas procedentes del Asia septentrional, cruzando por el actual estrecho de Behring². No parece, pues, que allí surgiera un linaje autónomo del hombre; y sin embargo, el desarrollo de sus razas indígenas ofrece formas culturales de poderosa individualidad³.

Desde el punto de vista biológico, la capacidad de cruzamiento fértil entre todas las razas humanas sin excepción es argumento fuerte a favor de la unidad de la especie. A ello se añade el hecho, espiritualmente más significativo, de que los hombres de todas las razas coinciden en ciertos rasgos fundamentales cuando se les compara con los animales superiores: la diferencia que separa al hombre del animal es infinitamente mayor que la que media entre los propios hombres.

De aquí que nuestras discordias, nuestras diferencias de temperamento o las más extremas incomprensiones, ya se manifiesten en el desprecio mutuo, ya en la hostilidad activa, ya en el horror de la despersonalización, no son otra cosa sino heridas en el seno de un parentesco olvidado. El exterminio del prójimo no es prueba de que no sea nuestro igual, sino que hemos renegado de esa fraternidad, negando lo que somos.

No obstante, no es posible decidir de manera empírica entre el origen único o múltiple del hombre. El nacimiento biológico del ser humano nos es, y probablemente nos será siempre, inaccesible. Por tanto, la unidad del género humano no es una certeza demostrable, sino una idea reguladora, una convicción que se ha formado históricamente y que opera como fundamento moral.

Esta unidad no dimana de la zoología, sino de la conciencia. Nos entendemos porque somos pensamiento, porque todos somos espíritu. En este aspecto, la cercanía entre los hombres es absoluta, y el abismo que nos separa de los animales es, por el contrario, insalvable. No hace falta, pues, que la ciencia pruebe que nos pertenecemos. Ni su refutación, si la hubiera, nos obligaría a renunciar a esta creencia, pues en ella se arraiga una voluntad profunda.

Cuando el hombre se reconoce a sí mismo, no puede ya considerar al otro como puro objeto, ni como simple medio. El otro se le impone como deber. Esta conciencia moral de que el hombre no es medio, sino fin, se adhiere con tanta fuerza a su ser que parece una segunda naturaleza. Pero no es segura ni automática como las leyes físicas: puede desaparecer, como desapareció en los tiempos más oscuros. La antropología puede perderse y reaparecer, como ocurrió tras el horror del siglo XX.

La condición humana no puede sostenerse sin una idea de solidaridad, iluminada por la razón natural y fundada en el reconocimiento de la dignidad de todo ser humano. Esa exigencia, traicionada una y otra vez, se alza siempre de nuevo como principio. Es esta voluntad de copertenencia la que explica la satisfacción de comprender al distinto, de comunicarse con lo remoto. Por eso Rembrandt pintó con ternura el rostro de un negro¹,
y por eso Kant formuló que el hombre ha de ser siempre fin en sí mismo y nunca mero medio¹¹.


Notas

  1. Véase Tattersall, Ian, Becoming Human: Evolution and Human Uniqueness, Oxford University Press, 1998.
  2. Cavalli-Sforza, L. L., Genes, pueblos y lenguas, Crítica, Barcelona, 1997, pp. 201–213.
  3.  Diamond, Jared, Armas, gérmenes y acero, Debate, Madrid, 2006.
  4.  Lewontin, R. C., Biology as Ideology: The Doctrine of DNA, HarperPerennial, 1993.
  5. Portmann, Adolf, Biología y estructura. Ensayo sobre el hombre y su posición en la naturaleza, Herder, Barcelona, 1965.
  6. Arendt, Hannah, Los orígenes del totalitarismo, Alianza, Madrid, 2005, especialmente el libro tercero.
  7. Kant, Immanuel, Crítica de la razón práctica, Akal, Madrid, 2004, §7: sobre las ideas regulativas de la razón.
  8.  Cassirer, Ernst, An Essay on Man, Yale University Press, 1944.
  9.  Ricoeur, Paul, Sí mismo como otro, Trotta, Madrid, 1996, cap. IX.
  10. Clark, Kenneth, Civilisation: A Personal View, BBC and Penguin Books, 1969, episodio sobre Rembrandt.
  11. Kant, Immanuel, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Akal, Madrid, 2002, §2
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El imperio y su crepúsculo

“El poder sin medida es como el fuego en la mies: lo devora todo, incluso a quien lo encendió.”
—Tácito

I. La historia entre permanencia y caducidad

“Nada permanece, salvo el cambio.”
—Heráclito

Desde los antiguos griegos hasta las escuelas modernas de filosofía política, la historia ha sido concebida como una danza entre la duración y el ocaso, entre el ascenso y la ruina. Para Polibio, todo régimen político está sometido a un ciclo ineludible de auge, corrupción y reemplazo; para san Agustín, la historia es el escenario donde se confrontan dos amores: el amor de sí hasta el desprecio de Dios (la civitas terrena) y el amor de Dios hasta el desprecio de sí (la civitas Dei)[1].

Joseph Nye retoma —aunque de forma secularizada— esta tensión entre orden y desorden, entre hegemonía y multiplicidad. Rechaza la idea de una caída absoluta de Estados Unidos, pero señala que su poder ya no es exclusivo ni ilimitado, y que su permanencia exige adaptación moral e institucional[2].

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[1] San Agustín, De civitate Dei, XIX, 24.
[2] Joseph Nye, Is the American Century Over?, Polity Press, 2015, cap. 1.

II. Imperio y hybris

“Cuando la medida se pierde, entra la justicia con castigo.”
—Esquilo, Los persas

Todo imperio, por su propia lógica expansiva, tiende a traspasar los límites que lo fundan. Esta es la advertencia trágica de los griegos: la hybris (desmesura) conduce inexorablemente a la némesis (castigo). En esta línea se inscribe Graham Allison, quien recupera el modelo histórico de Tucídides para explicar cómo el ascenso de Atenas provocó el temor de Esparta, y con él, la guerra[3].

Aplicado al presente, Allison advierte que el crecimiento de China puede precipitar un conflicto con Estados Unidos, no por voluntad explícita, sino por una dinámica estructural de desconfianza, orgullo y rivalidad. El poder, en esta concepción, es fatalidad antes que elección: lo trágico no es caer, sino no poder evitarlo.

[3] Graham Allison, Destined for War: Can America and China Escape Thucydides’s Trap?, Houghton Mifflin, 2017.

III. El pluralismo del mundo post-hegemónico

“La historia del mundo no es la de la lucha por el poder, sino la de su repartición.”
—Raymond Aron

Fareed Zakaria ofrece una lectura menos sombría: no estamos ante el fin de Estados Unidos, sino ante el surgimiento de un mundo donde otros también cuentan. India, Brasil, China, Indonesia… ya no son actores periféricos, sino centros de decisión económica y cultural. El poder no desaparece, sino que se distribuye, como ocurre en toda madurez histórica.

Lejos del determinismo trágico de Allison o del liderazgo renovado que propone Nye, Zakaria postula una forma de relativismo estratégico: Estados Unidos sigue siendo importante, pero ya no es imprescindible. La historia avanza hacia una pluralidad de polos, y con ella, hacia un equilibrio de poderes menos jerárquico[4].

[4] Fareed Zakaria, The Post-American World, W. W. Norton, 2008.

IV. El poder como forma de presencia

“Donde hay poder, hay relación; y donde hay relación, hay responsabilidad.”
—Hannah Arendt

En el plano más profundo, el poder no es solo una cuestión de recursos o armamento: es una forma de estar en el mundo. Para Platón, el poder ideal es el del sabio; para Nietzsche, el del creador de valores; para Arendt, el del consenso fundado en la palabra.

Joseph Nye propone una visión afín a esta última: el poder como capacidad de influir sin violentar. Su noción de soft power y smart power no es una técnica de seducción, sino una ética de la influencia. El verdadero poder consiste en hacer que los otros quieran lo que uno quiere, sin perder su libertad[5].

[5] Nye, Is the American Century Over?, cap. 3.

V. Decadencia y resiliencia: la filosofía de la medida

“Todo lo grande está en peligro de perderse. Solo lo medido permanece.”

El verdadero problema de la decadencia no es caer, sino no saber envejecer con dignidad. Roma supo convertirse en Iglesia. Grecia, en civilización. Estados Unidos, si aspira a mantener su centralidad, debe convertirse —según Nye— no en imperio, sino en auctoritas: no imponer, sino inspirar.

Este es el punto de fusión con la filosofía estoica, que enseña a distinguir entre lo que depende de uno (su virtud) y lo que no (el aplauso del mundo). El siglo americano puede terminar como hegemonía, pero no tiene por qué extinguirse como ejemplo.

Epílogo

“La historia juzga a los poderosos no por cuánto dominaron, sino por cómo cedieron.”

Hay una medida que redime el poder: el saber retirarse con gracia, sin resentimiento ni soberbia. Nye parece sugerir que la hegemonía no es un derecho, sino una carga; y que el siglo XXI no necesitará de emperadores, sino de guardianes l de emperadores, sino de guardianes l\u00fucidos del equilibrio.

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Las jaulas de los puros

Viajero: si alguna vez tus pasos, ligeros o cansados, te llevan a Münster, deja que una mañana clara te abrace en la plaza de San Lamberto. Allí hallarás una iglesia, alta y antigua, como un susurro del tiempo pasado. No es una iglesia cualquiera, sino una que parece recordar. Y a veces las piedras recuerdan mejor que los hombres.

Ojalá el cielo esté azul y el aire templado como la mano de una madre que acaricia. Siéntate en una de las terrazas, esas que podrían estar en Madrid, en Sevilla o en alguna calle soleada de Málaga, y pide un café. Que un camarero educado y silencioso te sirva también un pastel, y que lo haga como si sirviera algo sagrado.

Desde allí, desde tu mesa, contempla la torre gótica de San Lamberto, una lanza de piedra que rasga el cielo. Alza la vista. Más arriba. Más todavía. Justo encima del reloj, ese que aún marca la hora de todos los olvidos, verás algo que tal vez no esperes: tres jaulas de hierro colgando del campanario. Tres ataúdes al aire, tres cofres sin alma. Ahí estuvieron los cuerpos de Jan Bockelson, Bernt Kniperdollink y un tercer nombre que el tiempo ha devorado. Tres hombres que quisieron abrir el cielo con las manos y sólo consiguieron encadenarse al infierno.

Fue en 1536. El eco de sus gritos aún vibra en los muros. Pero el principio de su reino de locura comenzó dos años antes, cuando Bockelson, alto, hermoso, incendiado por la fe, caminó por las calles de Münster diciendo que el mundo iba a arder, y que sólo esa ciudad se salvaría. Que allí, en medio de los tejados y los huertos y los rezos, comenzaría la Nueva Jerusalén.

Y la gente le creyó.
¡Cómo no creer a quien habla como un ángel y mira como un rey! Hombres y mujeres lloraron, se arrojaron al suelo, vieron visiones, espumaron por la boca. Se llamaron “hermano”, “hermana”, quemaron el “yo” y el “tú” en el fuego sagrado del “nosotros”. Compartieron pan, compartieron casa, y creyeron estar limpios para siempre. “No pecaremos más”, decían. “Ya no podemos”.

Los que no creyeron, fueron arrojados a la noche. Mujeres con hijos en brazos, viejos con los huesos rotos por los inviernos, niños que aún no sabían decir “Dios”. Todos fuera. Quedaron los elegidos. Y el Reino comenzó.

Primero fue la fraternidad de bienes: nadie poseía nada, todos lo poseían todo. Después vino el mandato de Dios, el de Bockelson: poligamia, multiplicación, esposas jóvenes, casamientos forzosos, divorcios necesarios. Lo que había comenzado como hermandad terminó en deseo sin bridas. La Nueva Jerusalén olía a hambre y a sexo. A pan duro y a carne triste.

El profeta se convirtió en Mesías. Vestía sedas, acuñaba moneda con su nombre, y exigía rezar sólo al Padre, como si Cristo le hiciera sombra. Sus esposas, bellas, asustadas, obedientes, eran su harén. Su corte. Su escudo. El Reino de Dios había mutado en carnaval. Y el carnaval, en farsa trágica.

Cuando todo acabó, cuando las espadas hablaron por última vez, colgaron sus cuerpos en las jaulas. No por justicia, sino por advertencia. Para que todos los siglos futuros supieran que los puros, cuando se convencen de no poder pecar, son los que más hondo caen.

Y tú, viajero, mientras apuras el café y miras cómo el sol baña las piedras, sabrás que lo que te cuento no es sólo historia, sino profecía. Porque los puros de ahora se parecen demasiado a los de entonces. Porque siguen diciendo que el fin justifica los medios, que la pureza absuelve la crueldad. Y porque, tú lo sabes, donde hay desmanes, hay casi siempre avaricia y lujuria.

Así que mira bien esas jaulas, amigo. Mira y recuerda. No para condenar, sino para prevenir. Porque la Nueva Jerusalén, cada tanto, intenta volver.

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Europa, el viejo continente que aprendió a morir con lentitud

Durante siglos, las naciones de Europa bailaron la danza del suicidio con los ojos vendados. Se entregaron unas a otras como amantes que sólo supieran amar a través del fuego. Cien años más o menos, pero ¿quién cuenta los días cuando la sangre empapa los calendarios?, desde el siglo XVI al XVII, intentando borrarse unas a otras del mapa. Pero el trueno cesó un día, no porque llegara la paz, sino porque todos comprendieron, exhaustos, que no podían destruirse del todo. Así nació Westfalia: no la paz verdadera, sino un pacto de vigilancia mutua, como vecinos armados hasta los dientes que espían desde detrás de las cortinas.

Pero Hobbes, el viejo lobo inglés que miró dentro del corazón humano y vio la tormenta, lo sabía: la guerra no necesita balas para existir, basta la amenaza. Así como el cielo nublado no moja, pero asusta, Europa vivió así, en guerra latente, en la antesala del trueno, esperando que la primera chispa bastase para encender la pradera.

Entonces llegaron los monstruos del siglo XX. Dos guerras que llamaron «mundiales» porque, en su egolatría, los europeos seguían creyéndose el ombligo del orbe. Pero cuando el humo se disipó y la carne dejó de arder, lo que quedaba eran escombros imperiales: potencias achicadas, heridas, naciones replegadas como animales asustados dentro de sus fronteras, incapaces de sostener su viejo orgullo.

Y en ese momento, hicieron algo extraño. En vez de alzarse otra vez, decidieron reunirse. Se tomaron de las manos y se acurrucaron bajo la sombra de un roble lejano: la OTAN. Pero el árbol no era suyo, sino americano, y bajo su copa, Europa se transformó en otra cosa: un parque temático, una postal, un recuerdo. Delegaron sus espadas, se disfrazaron de democracias florales y fingieron que el mundo era seguro. No miraron al Este.

No miraron a Rusia.

Y Rusia no es una nación cualquiera. Es una criatura antigua, un oso herido que no sabe vivir sin ampliar su cueva. Siempre lo ha sido. En Viena, en 1815, Alejandro I, poseído por sueños ortodoxos, soñó con una Rusia extendida de Lisboa a Vladivostok. Luego Stalin, con su fe de hierro, quiso lo mismo con otro ropaje: primero expandir la revolución, después edificar un muro de escudos humanos en forma de Polonia, Hungría, los Bálticos, toda una colección de títeres que le sirvieran de escudo ante el Occidente hostil.

Putin es sólo un eco. Un nombre más en la saga que no termina. Quien crea que el problema es él, y no la criatura que lo engendró, no ha entendido nada.

Y ahora estamos aquí. Varios años han pasado desde que Ucrania empezó a arder. ¿Estamos cerrando un libro o abriendo otro? ¿Se acerca el final de una era o la alborada de algo peor?

Algunos dicen: si gana Rusia, mal; si gana Ucrania, bien. Pero no hay victoria alguna en el horizonte. Tal vez lo único posible sea el estancamiento, el pantano infinito, la guerra que nunca muere, como una llaga sin cierre.

¿Y quién gana mientras tanto? No Occidente, desde luego. Europa y Estados Unidos, ese viejo dúo que creyó haber domesticado al mundo, no parecen estar cosechando nada más que desconcierto. En cambio, hay otros que acechan como lobos entre la maleza: China, Rusia, India, Turquía, Irán, Brasil… esperando el momento oportuno para saltar hacia el lado que más calor prometa.

Occidente está cansado. Ha ganado poco y tiene mucho que perder. Y si esto no es el fin de una era, si lo que comienza es otra… puede que no haya aplausos, ni himnos, ni marchas gloriosas. Puede que comience con un silbido, con un destello en el cielo nocturno que nadie esperaba ver. No un Armagedón de película, sino algo más gris, más real, más silencioso.

¿Y por qué lo temo? Porque cada mes, sin falta, Rusia golpea su pecho con palabras nucleares, como el gorila que quiere amedrentar con su tambor interior. Y la OTAN, paralizada por el eco de esas amenazas, no se atreve a actuar como podría, no quiere cortar
la raíz del ejército ruso en Ucrania, por si al hacerlo estalla el cielo.

Así estamos: en el umbral. En ese instante inmóvil donde el aire huele a ozono y el trueno aún no ha caído. Europa, de nuevo, espera. Como en el siglo XVII. Como siempre.

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El ente es el dato originario

Así como el médico, antes de tratar las afecciones particulares, ha de conocer el principio vital que las anima, así también el filósofo, antes de descender a los ámbitos especiales de la realidad, la divinidad, la naturaleza, la psique, ha de considerar el fundamento común de todos ellos, que no es otro sino el ser en cuanto ser. Y por esto la ontología es, con razón, la primera puerta de la metafísica.

Dejamos, pues, para su momento propio la teología natural, que se ocupa del ente necesario y perfectísimo; la cosmología racional, que estudia el orden y las leyes del universo físico; y la psicología racional, que indaga la naturaleza del alma. Detenemos ahora nuestra atención en el dato primero, en aquello que no puede tener presupuesto, porque todo lo demás lo presupone.

Importa aquí considerar si ese dato primero pertenece al orden del conocer o al del ser. La filosofía moderna, desde Descartes, ha dado primacía a la conciencia. Por buscar el grado máximo de certeza, se afirmó que debía comenzarse por el cogito, esto es, por el pensamiento que se tiene de sí mismo. No fue él el único: Kant partió de los contenidos a priori de la razón, Hegel de la Idea absoluta, el existencialismo del yo lanzado a la facticidad, el vitalismo de la vida misma como realidad primera. Todos, a su modo, invirtieron el orden ontológico, sustituyendo el ser por la conciencia.

Pero si hay algo que de suyo no admite otra base, será eso lo que se busca como primer dato. Si el lector, como el autor, ha decidido emprender este estudio, ya ha puesto en marcha su capacidad de comprender. Mas, ¿en qué consiste tal acto de comprender? ¿Qué hace la mente cuando quiere entender?

Preguntarse esto es interrogar la mente sobre sí misma. ¿Puede hacerlo? ¿Puede el instrumento de conocimiento volverse sobre sí y ser, a un tiempo, el objeto que conoce y el sujeto que conoce? No parece posible. Para pensar algo, se requiere un objeto. Pensar es pensar cosas. El pensamiento sin contenido es vacío, y la conciencia sin término al que referirse es pura negación.

Ni siquiera la autoconciencia escapa a esta regla. Cuando la mente se sabe a sí, lo hace porque se refiere a algo. No se contempla directamente, sino en su acto. Intellectus reflectitur supra actum suum, enseña Santo Tomás: el entendimiento reflexiona sobre su acto, no sobre su esencia inmediata. Pretender lo contrario sería como pedir a un espejo que se refleje a sí mismo sin otro delante.

De modo que, si se piensa, se piensa algo. Y que se piense algo implica ya la presencia de un ser, real o imaginario. No importa ahora si ese algo es un unicornio o un número; importa que es. Que tiene entidad al menos pensada. La conciencia de sí no es anterior al mundo, sino que se da en medio del mundo. Se siente porque se siente algo.

Este hecho fundamental se presenta de dos modos:

Primero, por una sensación viva. Un leve soplo de aire, el roce de una tela, una luz que hiere los ojos, bastan para poner en marcha la autoconciencia. El sujeto se experimenta como viviente, como supuesto de las acciones del ver, oír, tocar. Lo primero que sabe de sí es que es un ser vivo.

Segundo, por la conciencia del mundo exterior. El sujeto no solo se siente, sino que se siente entre cosas. Unas le pertenecen, como las imágenes, los placeres, los recuerdos. Otras le son exteriores: montañas, ríos, cielos, otros hombres. A las primeras las llamamos subjetivas; a las segundas, objetivas. La distinción, aunque convencional, permite operar con precisión. Pero ambos ámbitos son inseparables. Sin mundo, no hay yo; sin alteridad, no hay identidad.

Este hecho se comprueba fácilmente. Baste recordar que cuando cesan los estímulos externos, sea en un sueño profundo o en la anestesia, también cesa la conciencia. Por mucho que se proclame sujeto trascendental o centro de irradiación ontológica, el hombre depende de la periferia: es centro porque hay entorno.

Todo obrar humano confirma esta dependencia. Quien quiere actuar mide su querer con lo que le rodea. Encuentra medios y obstáculos. El mundo no solo le asiste, sino que también le limita. Esa limitación es triple: física, pues el sujeto es cuerpo entre cuerpos; intelectual, pues conocer requiere tiempo y estudio; y volitiva, pues no siempre se quiere lo que se hace, ni se hace lo que se quiere.

Luego todo se hace contando con el ser. No es la Idea ni el conocer lo primero, sino el ente. Todo lo pensado, sentido o imaginado se presenta como algo: una entidad, aunque solo sea en imagen. El ser, pues, es presupuesto de todo acto mental. Se conoce una cosa cuando está presente, al menos virtualmente, a los sentidos. Lo primero que se conoce son entes sensibles, concretos, determinados. La inteligencia no empieza replegándose en sí, sino abriéndose al mundo.

La inteligencia humana, como observaba Aristóteles, requiere proporción con lo que conoce. Aunque capaz de lo más alto, necesita ascender desde lo más bajo. Su conocimiento se inicia en lo sensible, pero no se agota en ello. Mediante la abstracción, alcanza lo universal.

Sin embargo, la ontología no se detiene en lo particular, como lo hace la ciencia empírica. Ella no se ocupa de esta o aquella cosa, sino de lo común a todas. Cada ser es un “algo” y un “qué”, y en ambos sentidos es un ente. No se trata de piedras, plantas o astros, sino del ser que cada uno posee en cuanto ser. Por eso la ontología, como filosofía primera, trata del ente en cuanto tal.

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El último verano de Valentín Gamazo

Aquel fue otro verano de sol inmóvil, de polvo que no perdona y de grillos que cantan locos en la sequedad de Castilla. Agosto abría su boca amarilla sobre los campos resecos, y en Rubielos Altos, un padre, tres hijos y una madre aguardaban, como si los hubieran dejado allí suspendidos en vísperas de un Juicio Final.

Don Marcelino Valentín Gamazo era caballero de otra época, ceñido de togas y códigos, confiado en la República como otros hombres creen en los relojes de péndulo, Fiscal General por dignidad, por ley, por el orden que siempre pareció respirar entre las columnas del Palacio de Justicia. Pero ahora, en su refugio de Rubielos, ya no había columnas ni leyes, sino almendros resecos y una certeza que se acercaba por los caminos de tierra con un zumbido de moscas.

La camioneta llegó una mañana, cargada de pólvora y resentimiento. Los milicianos del PSOE bajaron sin prisa, con esos ojos que ya han visto demasiadas noches sin estrellas. Les dijeron que los llevaban a declarar, y don Marcelino, aún vestido con la dignidad de los que han defendido a la ley incluso frente a los lobos, ordenó a sus hijos que obedecieran, que no hay nada que temer si no hay culpa. El silencio del olivar de Calvillos, en Tébar, fue su respuesta.

Los ataron cuando ya no había testigos, los vejaron cuando nadie miraba. Y cuando el cielo se tornó plomo los mataron. De menor a mayor, como si fuesen páginas arrancadas de una historia familiar escrita en tinta roja. Primero Luis Gonzaga, 17 años, luego Francisco Javier, luego José Antonio, y, por último, el padre, al que obligaron a ver cómo la sangre de sus hijos manchaba la tierra que él había creído justa.

Los dejaron en el olivar, cuerpos rotos al sol. El mismo sol que había madurado las vides y alimentado los trigales, ahora bebía la carne de los muertos sin pestañear. Ni siquiera una palada de tierra les ofrecieron. Los chacales se marcharon entre risas, deteniéndose luego en El Picazo a beber gaseosa y jactarse de su obra como quien narra una cacería.

El regreso fue un cortejo al revés. No hubo ataúdes, sino mantas. No hubo música, sino relinchos de caballerías cansadas. La madre, Narcisa, los desveló uno a uno, como si devolviera al mundo los cuerpos que el mundo le había arrebatado. No lloró. Pero sus manos sangraban al clavarse las uñas en la piel.

Años después, uno de los verdugos fue encontrado por azar. La justicia, vestida esta vez de casualidad, lo reconoció en una chispa, en una cara que había sido olvidada por todos salvo por la conciencia. Fue fusilado, y el resto se perdió como humo entre los pliegues de la Historia, ahora reescrita por manos que prefieren mártires falsos a víctimas verdaderas: los que escaparon son ahora reivindicados como quienes sufrieron la represalia del vencedor de la Guerra Civil.

Y queda la pregunta suspendida en el calor inmóvil de aquella tarde, cuando la camioneta se detuvo en el margen del mundo: ¿Recordó don Marcelino, antes del primer disparo, aquellas palabras dichas con indulgente sonrisa seis años atrás, cuando alguien temía que la República trajese fuego y muerte? Tal vez las recordó. Tal vez ya no importaban. Porque allí, entre los olivos y el polvo, la Historia había cerrado una página con sangre, y nadie vino después a leerla.

Dicen que el odio viaja más rápido que el viento, y que no olvida. En aquel grupo de milicianos que descendió de la camioneta como una jauría de sombras, venía también la larga mano de Madrid. Una orden no escrita, una deuda sellada con sangre: hacer pagar a quien, en su dignidad, se atrevió a acusar al “Lenin español”, a Francisco Largo Caballero. No bastaba con el exilio o el silencio. Había que borrar a Valentín Gamazo con fuego, con miedo, con la risa áspera del crimen impune.

Y aun así, no lo lograron. Porque hay cadáveres que no se entierran nunca. Porque en las noches quietas, cuando el grillo detiene su canto y la brisa huele a olivo seco, alguien recuerda: un agricultor del pueblo, abuelo de quien esto escribe, viene a podar los olivos de su finca, a laborear la tierra y, de paso, limpia de hierbas el suelo de las cuatro cruces y acaso deja allí unas flores silvestres recogidas al pasar.

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Realidad del ente y universalidad del ser

Dijimos, y ahora lo reiteramos con mayor precisión, que algo existe, o, si se quiere hablar con los términos más propios de la filosofía primera: est ens, hay el ser. No afirmamos esto como resultado de una larga cadena de silogismos, sino como aquella verdad de la cual parten por igual el pensamiento metafísico y el sentido común. Tan natural es en el hombre la afirmación de que hay algo, que quien lo negara no provocaría atención filosófica sino sospecha de demencia.

La vida, que no admite demora ni suspensiones, exige que se obre con prontitud y certeza. Por eso no se detiene a considerar qué es existir, ni de qué se compone el ser. A ella le basta con que las cosas estén ahí. Así, pues, no es una verdad que los hombres posean, sino una que los posee a ellos, como ya dijimos antes. Solo el filósofo, impulsado por su oficio y su deber de examen, se permite dudar por un instante, y lo hace no porque ignore, sino para saber más hondamente.

Para el vulgo y para la ciencia empírica, todo lo que se presenta, —libros, muebles, pensamientos, personas, hechos— es real, es cosa, es ente. Y el filósofo concede, por principio, esta evidencia, pero con la intención de interrogarla. ¿Es cada cosa tal como aparece, o son todas ellas manifestaciones diversas de una misma sustancia común? ¿Son prado, cordero y hombre entes distintos, o estados sucesivos de una misma realidad? ¿Son muchas cosas que comparten un fondo esencial, o una sola cosa que se multiplica en formas?

No esquivaremos tales preguntas, porque la filosofía nace de tales perplejidades. Pero antes conviene discernir qué significa que algo sea real. Así como todo lo que ve el ojo es luz, también todo lo que concibe el entendimiento ha de ser algo, esto es, ha de tener ser. Así como la física estudia la luz en cuanto luz, sin confundirse en los colores particulares, también la ontología estudia lo real en cuanto real, sin detenerse en la pluralidad de sus manifestaciones.

Nada puede verse en la oscuridad; tampoco puede pensarse la nada. El entendimiento, por su naturaleza, se vuelve hacia el ser. Ahora bien, la ontología no se contenta con lo real pensado, sino que busca lo real mismo, aquello que es fuera del pensamiento, aunque sin olvidar que el propio pensamiento es también algo real. Aquí la analogía con la luz alcanza su límite: el ojo no se ve a sí mismo, pero el entendimiento, a lo menos como ser real, sí puede entenderse.

Así como Newton, al estudiar la luz, implicaba todos los colores sin referirse a ellos uno por uno, también la ontología, al estudiar el ser en cuanto ser, implica todos los seres particulares, sin necesidad de descender a cada uno. Esa labor toca a las ciencias especiales: las matemáticas se ocupan de la cantidad, la física del movimiento, la antropología del hombre, y así sucesivamente. La ontología, en cambio, los abarca todos en cuanto tienen ser. Por eso es que Aristóteles la denominó filosofía primera, y nosotros con él la tenemos por la ciencia más universal.

El objeto material de la ontología son todos los entes; pero su objeto formal, esto es, aquello bajo lo cual los considera, es solo lo común a todos ellos: el ser. Así como todos los hombres, siendo diversos, son igualmente hombres por poseer una misma naturaleza, también todos los entes, en su diversidad, participan de una misma condición ontológica. De ahí que se diga con propiedad: ens commune.

Este carácter común no puede ser sensible, pues lo sensible varía y no se halla por todas partes. Ha de ser inteligible, pues incluso lo que en lo sensible hay de real, lo es en virtud de algo inteligible. Aun cuando lo percibido sea material, su realidad no reside en su materialidad, sino en que es algo, y ese algo es lo que la inteligencia reconoce.

Tampoco puede ser mudable, aunque todo lo que cambia sea real. Porque si el ser común cambiara, cambiarían con él todas las cosas, no por accidente sino por necesidad, y no podría pensarse la permanencia de lo real. Mas lo real no puede dejar de ser, aunque cambie su figura o estado.

Ni puede el ser común reducirse a la materia, aunque la materia sea también ente. Pues para ser materia es preciso ser primero algo real, pero para ser algo real no es necesario ser materia. La materia necesita del ser; el ser, en cambio, no necesita de la materia.

Además, lo real no puede ser aniquilado. Pueden perecer los individuos, pero no lo que hace que sean entes. Si esto se perdiese, todo se perdería, y reinaría la nada, lo cual repugna al entendimiento y contradice la experiencia universal.

El ser en cuanto tal —el ens in quantum ens, según la expresión escolástica— es inmaterial por naturaleza. Se halla en la materia, pero no es materia. Ella necesita de él como sujeto necesita del acto; pero él no de ella. Por ello se sigue que pueden existir cosas inmateriales, aunque su existencia no pueda afirmarse sin prueba. La filosofía no puede negarlas sin más, sino que ha de partir de los entes materiales, pues son los que la experiencia presenta de manera inmediata e incontestable.

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Sobre la creencia en las cosas

De cuantas verdades habitan en el fondo del entendimiento humano, ninguna parece tan connatural y espontánea como la creencia en que hay cosas. Este asentimiento no se adquiere por silogismo ni se impone por autoridad, sino que se halla en nosotros como el aire en la atmósfera, sin que se sepa muy bien cuándo ni cómo penetró, y sin el cual nos sería imposible respirar la vida.

Con razón ha dicho Ortega y Gasset que no es que el hombre tenga creencias, sino que está en ellas, como quien pisa un suelo sin notarlo. Las convicciones fundamentales no son tanto adquisiciones de la razón cuanto condiciones previas de la existencia. Si el pensamiento filosófico consiste en poner entre paréntesis toda afirmación para someterla a examen, la vida, por el contrario, exige afirmaciones incondicionales sobre las cuales actuar. Sin ellas, la voluntad queda paralizada, y el obrar se disuelve en incertidumbre.

Así se explica que la filosofía, para comenzar su camino, deba antes detenerse a contemplar la base misma sobre la cual camina todo el mundo sin detenerse: la existencia de las cosas. Para el vulgo, el hecho de que haya piedras, árboles, personas, es de una evidencia que no se discute. Pero al filósofo, que no se contenta con lo aparente, le toca preguntar: ¿qué significa que una cosa sea?, ¿y en qué consiste que algo sea cosa?

Aquí conviene distinguir entre ideas y creencias. Las ideas, en cuanto tales, se definen por su claridad lógica y su operatividad intelectual. Las creencias, en cambio, son el humus vital del pensamiento; no se tienen por elección, sino que se padecen. Así como nadie decide respirar, tampoco se decide creer en la realidad de las cosas. La relación entre la hipotenusa y los catetos es idea; el dogma de la Encarnación o la esperanza de justicia son creencias con idea, pero además con peso existencial. En esto radica su poder de mover la vida.

Sin embargo, conviene no despreciar las creencias como irracionales. Antes bien, son ellas el fundamento sobre el cual se levantan las ideas. El edificio del saber necesita cimientos. Si estos se socavan, todo lo edificado sobre ellos se desploma. Una de las creencias más extendidas y persistentes del mundo moderno es la fe en la ciencia. Aunque no todos comprenden sus principios, muchos confían en su autoridad. Se cree en la ciencia como antaño se creyó en el sortilegio, porque promete seguridad, control y explicación.

Ahora bien, no por ser creída debe desestimarse. La ciencia, en especial la físico-matemática, ha penetrado la estructura de la realidad con un rigor y una fecundidad sin precedentes. Desde Galileo hasta Newton y más allá, la razón matemática ha reducido la naturaleza a ley, a número y proporción. Y con ello ha mostrado que el mundo contiene un orden susceptible de ser conocido.

Para esta razón físico-matemática, cosa es aquello que es lo que es, y lo es siempre. Así lo afirma cuando analiza una piedra, un planeta o una partícula: todos son, para ella, realidades que tienen una esencia permanente. Lo que es, es, y no puede no ser, según el principio más antiguo de la metafísica griega. La piedra no es piedra por azar, sino por necesidad; y el trabajo del físico consiste en hallar esa necesidad.

Tal concepción no es moderna, aunque sus métodos lo sean. La idea de cosa como aquello que posee naturaleza, res como natura, es propia de los antiguos. Parménides fue el primero en fijarla: estì gar eînai, “es que el ser es”. Lo que es, es necesariamente; y lo que no es, no puede ni pensarse. A partir de ahí, toda metafísica ha buscado en las cosas aquello que permanece, lo que no cambia, su ser esencial.

Los objetos matemáticos, en este sentido, son paradigma de cosa: son eternos, invariables, no sujetos a la corrupción ni al devenir. No sin razón, la deducción, que opera sobre ellos, fue tenida siempre por el modo más alto de ciencia. Por eso la física, al matematizar la naturaleza, la ha elevado al rango de cosa inteligible.

Con todo, importa recordar que esta razón físico-matemática, aunque poderosa, no agota la realidad. Pues hay cosas que no se dejan encerrar en fórmulas, ni se someten al cálculo. La vida, el dolor, la belleza, la fe, son también cosas, aunque su ser no sea idéntico al de las piedras ni al de los cuerpos celestes.

Sean, pues, estas nociones un preámbulo para cuanto en adelante se ha de tratar. Partimos de la cosa, del ens, no para encerrarnos en ella, sino para preguntar por su fundamento. Si las cosas son, y si su ser es algo más que su mera apariencia, entonces conviene saber qué es ser, y cómo se dice del ente. De este modo, la física nos lleva a la metafísica, y la creencia común a la ciencia más alta.

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