Lecciones


En construcción. Disculpen las molestias

 


 

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Hume: imposible demostrar un asunto de hecho

Sobre la imposibilidad de demostrar a priori la existencia o la inexistencia de un ser cualquiera


Empezaré haciendo la observación de que hay un absurdo evidente en pretender demostrar un asunto de hecho, o en intentar probarlo mediante argumentos a priori. Nada puede demostrarse, a menos que su contrario implique una contradicción. Nada que pueda concebirse distintamente implica una contradicción. Todo lo que podemos concebir como existente, podemos también concebido como no existente. Por lo tanto, no hay ningún Ser cuya no-existencia implique una contradicción. Consecuentemente, no hay ningún ser cuya existencia sea demostrable. Este razonamiento lo considero decisivo, y estoy dispuesto a apoyar en él el resto de toda la controversia.

Se pretende que la Deidad es un Ser necesariamente existente; y se intenta explicar la necesidad de su existencia asegurando que, si conociéramos toda su existencia o naturaleza, percibiríamos que a él le es imposible no existir, como es imposible que dos y dos no sean cuatro. Pero es evidente que eso no puede suceder mientras nuestras facultades sigan siendo como lo son al presente. Siempre nos será posible, en cualquier momento, concebir la no-existencia de lo que en un principio concebimos como existente; y la mente no puede jamás verse en la necesidad de su poner que un objeto permanezca siempre en su ser, de la misma manera que nos vemos siempre en la necesidad de concebir que dos y dos son cuatro. Por lo tanto, las palabras existencia necesaria carecen de significado, o, lo que es lo mismo, no tienen un significado consistente.

Pero hay algo más: de acuerdo con esta pretendida explicación de la necesidad, ¿por qué no decimos que el universo material es el Ser necesariamente existente? No nos atrevemos a afirmar que conocemos todas las cualidades que, de ser conocidas, harían que su no-existencia nos pareciese algo tan contradictorio como que dos y dos fueran cinco. Sólo encuentro un argumento que sea capaz de probar que el mundo material no es el Ser necesariamente existente: y este argumento se deriva de la contingencia de la materia y la forma del mundo. Se ha dicho que «puede concebirse que cualquier partícula de materia sea aniquilada, y puede concebirse que cualquier forma sea alterada.

Por lo tanto, una tal aniquilación o alteración es siempre posible»*. Pero parece ser una actitud muy parcial no percibir que el mismo argumento puede aplicarse igualmente a la Deidad, en la medida en que tenemos una concepción de Dios, y considerando que la mente puede, por lo menos, imaginarlo como no existente, o imaginar que sus atributos pueden ser alterados; y no hay razón para establecer que esas cualidades no puedan pertenecer a la materia; pues, siendo completamente desconocidas e inconcebibles, jamás puede probarse que sean incompatibles con ella.

(Hume, D., Diálogos sobre la religión natural, trad. de C. Mellizo, Alianza Editorial, Madrid, 1999, páginas 46-47)


 

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Administración de personas

De lo escrito en la ficha anterior se extrae con facilidad una visión certera de la evolución del dominio de los menos sobre los más, evolución que por ahora tiene su culminación suprema en el régimen democrático, pese a que éste parecería ser el dominio de los más sobre los menos, lo cual es solo un espejismo nominal.

Para caer en la cuenta de ello no se debe centrar la atención sobre el hecho de que en los últimos cuatro o cinco siglos hayan existido monarquías, directorios, consulados, repúblicas, gobiernos de partido único, o regímenes parlamentarios llamados democracias. El poder es uno y tiene su propio desarrollo a través de esas formas que no alteran su sustancia.

Ese desarrollo le ha ido conduciendo hacia la unificación y el fortalecimiento. Las revoluciones no han cambiado su faz, antes al contrario, hay sido la demolición del dique que contenía su fuerza expansiva. Ellas han culminado en gran parte la tarea del monarca de los siglos pasados, aunque en su marcha han puesto la corona de éste sobre otras sienes. Lo fundamental permanece y sigue adquiriendo vigor entre nosotros, aunque gusta esconderse bajo el disfraz de su contrario.

El que casi nadie sea consciente de ello se debe a la ingente labor de engaño emprendido hace más de doscientos años por los historiadores, los novelistas y otros muchos creadores de la opinión pública. Actuando quizá de buena fe en la mayoría de los casos, todos ellos han contribuido a la afirmación ideológica del fortalecimiento estatal a costa de los súbditos. Hay que leerlos desde una perspectiva poco común para percibir la verdadera marcha de las cosas. Hay que comprender que la auténtica acción política, es decir, la administración burocrática, es hoy omnipotente y que en el pasado no hay apenas nada que se le pueda comparar. Solo entonces es posible hacerse la pregunta más importante a este respecto: ¿cómo ha sido posible llegar a este punto en que la vida de un hombre está regida en todos sus aspectos por el Estado?, ¿qué camino ha seguido la fuerza de la dominación?

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Tiranías revolucionarias

Se dice que las revoluciones son alzamientos contra los tiranos y así se presentan ellas mismas, pero no es verdad. Su triunfo mismo lo prueba. La que logra derrocar a un tirano es porque su poder era débil y nadie llamará tirano a un poder así. Consiguen sobreponerse a Luis XVI de Francia, Nicolás II de Rusia, pero no contra Luis XIV, ni contra Pedro I el Grande de Rusia. Franco murió de vejez y en los cuarenta años que duró su mandato no encontró resistencia alguna que le hiciese correr el riesgo de perderlo. La sublevación post mortem a la que asistimos hoy, cuando han pasado ya más de treinta y cinco años desde su desaparición, es algo ridículo.

El movimiento popular revolucionario no derroca tiranos, sino que los eleva y los pone sobre sí. Henchido de entusiasmo, el movimiento suprime a los peones desgastados del régimen anterior y abre el camino a quien sepa colocarse a su cabeza y encarnar en su persona el entusiasmo revolucionario. ¿Cómo no obedecer a ciegas a alguien así, a alguien que emerge de la ola que todo lo arrasa a su paso? La tiranía de un individuo o un grupo de esos será tanto más completa cuanto mayor sea la destrucción de los poderosos anteriores, porque se le habrá allanado el camino. Para defender su palacio, Luis XVI tuvo que contratar a soldados suizos, a los que no fue luego capaz de darles la orden de atacar al pueblo de París cuando éste se sublevó contra él: “Decidles que no disparen”. Para enfrentarse a toda Europa, los revolucionarios proclamaron el principio de la nación en armas y pusieron en pie de guerra un ejército tras otro reclutando a todos los hombres de Francia. Un poder tan inmenso no estuvo al alcance de ningún monarca en la historia de Europa.

Pese a todo, la Revolución Francesa no fue perfecta porque no llegó a perfeccionar el poder del tirano. Antes que ella, la de Cromwell tampoco lo fue, por el mismo motivo. La única que ha logrado la perfección ha sido la bolchevique.

Es cierto que Cromwell casi hizo tabla rasa de los derechos de propiedad, pero fue solo para entregar la tierra a nuevos propietarios previamente enriquecidos con la Compañía de Indias. Estos llegaron a morar con el tiempo una clase de notables y fueron capaces de frenar el poder estatal. También es cierto que los revolucionarios parisinos destruyeron la nobleza francesa, pero respetaron las propiedades, por lo que se formó también en Francia una clase social de propietarios de capital que impidió la expansión del Estado. En Rusia, por el contrario, la revolución se hizo dueña de todas las formas posibles de propiedad. Pervivió si acaso la de los kulaks, que también fueron aniquilados más tarde. Allí no hubo ningún dique capaz de contener la marea ascendente de la tiranía.

Primero fue Inglaterra, luego Francia, luego Rusia. La tiranía revolucionaria se fue perfeccionando con el tiempo. La última implosionó. Pero las tres muestran el mismo principio: lo que se presenta como liberación de las cadenas es en realidad una forma de fortalecerlas y de sujetar mejor a los hombres suprimiendo todo lo que en la sociedad pueda hacerles frente.

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Finalidad de la revolución

Una revolución se presenta siempre cargada de sueños, sobre todo para los más débiles. Es el trasunto político, en la tierra, de la redención salvadora que predica el cristianismo para el cielo. No es extraño que muchos de sus más fervientes seguidores sean creyentes sinceros que, o bien han conservado y acrecentado su fe y ven la mano de Dios alterando el orden político para traer la felicidad a los oprimidos, o bien la han cambiado por una creencia terrenal que les empuja con fuerza idéntica en pos del mismo fin.

La luz del alba revolucionaria inunda todo el paisaje. El primer día del nuevo mundo llega lleno de promesas. Hasta los enemigos de los sucesos que están empezando a desencadenarse, aquellos que habrán de caer bajo la cuchilla de la guillotina y los tribunales populares, henchidos de entusiasmo revolucionario, se entregan sin reservas al movimiento juvenil que excita el amor de todos entre sí. Todos son ahora camaradas, hermanos, compatriotas queridos. Ninguno ve el nubarrón oscuro que se cierne sobre ellos.

Los hombres no saben lo que hacen, pero lo hacen. Piensan sinceramente que combaten contra la tiranía, que están destruyendo la opresión, que su sacrificio presente es un medio necesario para liberar al pueblo de su esclavitud. Están dispuestos a entregar su sangre. ¡Ah, la fuerza de convicción de todo derramamiento de sangre! No hay nada capaz de persuadir con tanta fuerza como la sangre vertida por un ideal.

Y se entregan a la destrucción del presente para que amanezca de una vez. Saben, como los antiguos aztecas, que no amanece sin sacrificios. El dios que los españoles llamaron Huichilobos así lo exige.

Una vez que el presente ha sido destruido, la revolución ha completado su obra. A ella no le es dado construir nada. Es una fuerza solo negativa. Cuando pasa no quedan más que escombros. Entretanto han surgido nuevos hombres fuertes, individuos que han sabido apostarse en las proximidades de la anterior fortaleza del mando. Son hábiles, intransigentes, fieros. Encuentran una excelente ocasión de extender su poder y no hallan resistencia a su paso porque todo ha sido allanado. ¡Cómo no pensar que el fin de la revolución era éste! Un fin no buscado ni querido, pero real y efectivo: la sustitución de un poder débil por un poder fuerte.

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Diecisiete nacioncillas

En el instinto popular se ha grabado la comprensión del poder mejor que en muchos tratados de teoría política. Esto es cierto sobre todo cuando el mando es opresivo. Y más en particular cuando la opresión procede de una organización política democrática.

Para muchos, el poder era antes una sola voluntad, la del monarca, que sin embargo no se hallaba sola, sino rodeada y a veces enfrentada a otras voluntades notables. Ahora ya no es una voluntad entre otras, aunque sea la más sobresaliente. Ahora se pretende que es la voluntad por antonomasia, la única existente, la del pueblo soberano.

Pero esta transmutación es pura fantasía, un mito falso, pese a lo cual es muy eficaz. Es imposible que la sociedad esté animada por una sola voluntad. Una sociedad es un conjunto de individuos dotados de intereses e inclinaciones particulares, de voluntades que tienden a lo mismo en unos casos y a lo contrario en otros. Los individuos forman además parte de grupos religiosos, económicos, deportivos, étnicos, etc., que la mayoría de las veces son divergentes. El director de la empresa tiene fines distintos a los del empleado, el cristiano se diferencia del musulmán, el miembro de un club de fútbol es adversario del miembro de otro club, etc. Todos están siempre en lucha. Si conviven unos con otros no es porque deseen lo mismo, lo que ni siquiera sería bueno ni conveniente, sino porque la lucha suele estar sometida a ciertas reglas.

¿Cómo podría darse la voluntad del todo cuando solamente las partes tienen voluntad y éstas difieren entre sí necesariamente? La naturaleza de ese ser mítico, oscurantista, que se presenta con el nombre de voluntad de todos, es lo que el instinto popular acaba por comprender tarde o temprano que es un instrumento de tiranía en manos de los que dicen ser sus representantes, y más aún cuando en lugar del único todo que debería subsistir, un todo cuya misión no fuera la de erigirse en la voluntad de los individuos y los grupos, sino la de imponer las reglas que pongan límites a la lucha entre ellos, se multiplica por diecisiete y cada uno de ellos pretende suplantar las particularidades reales imponiendo una unificación de intereses.

Su pasión es el mando, pero se justifican como servicio. Ellos aproximan la administración a los ciudadanos, dicen. Llevan treinta años diciéndolo. Ahora comprenden muchos por fin la vieja advertencia romana: procul a Iove, procul a fulmine –lejos de Júpiter, lejos del rayo. España no es una colección de nacioncillas que se rigen por sí mismas. Eso ha conducido a una opresión mayor por la extensión de los aparatos burocráticos que han copado casi la totalidad de la sociedad. La unidad política de la nación no existe porque esas nacioncillas hayan decidido unirse y pudieran por ello mismo separarse cuando les viniera bien en uso de una decisión soberana. Ellas no tienen más soberanía que la que les ha otorgado la ley de la única nación política existente, que es España. Se olvida con demasiada frecuencia que no es la decisión de los andaluces, los catalanes, los llamados castellano-manchegos, etc., lo que ha dado legitimidad a sus parlamentos para hacer algunas leyes, sino el Parlamento Español. Un Parlamento que debería recuperar todo lo que ha entregado para que haya menos Estado y menos opresión.

(La piquera, de Cope-Jerez, 23 de mayo de 2012)


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Las revoluciones

Los historiadores prestan mucha atención a las revoluciones. Las presentan como explosiones de grandes principios que venían gestándose con anterioridad, como llamaradas de libertad. Son épocas violentas que ellos justifican por el inmenso bien que ha resultado de ellas: personajes desconocidos ascienden a la cumbre para guiar a la multitud que estalla n episodios de insólita brutalidad, el pueblo santo y sufrido despierta de un letargo de siglos y se sacude las cadenas de la servidumbre, una nueva era luminosa amanece, etc.

Las revoluciones son una oportunidad de oro para que los historiadores –también los novelistas, los mitólogos, los visionarios, los agitadores sociales, etc.- manifiesten su entusiasmo y con pluma ardiente nos cuenten sus convicciones morales y políticas.

Pero no suelen comprender el objeto de sus narraciones, apenas saben algo de esas épocas con su colorido teñido en rojo se prestan tan bien a la escenografía cinematográfica. La palabra “libertad” las guía, nos dicen, Marianne conduce al pueblo a la lucha por su liberación.

La libertad guiando al pueblo

Pero las revoluciones no traen más libertad, sino más poder y más opresión. Es necesario no dejarse llevar por las emociones. El curso del agua no se observa en las cataratas y los meandros. Una vez que éstos quedan atrás, sigue su curso. Entonces es el momento de ver cuál es el verdadero cauce. Y éste no es otro que el incremento del poder de unos sobre otros.

No se debe al azar que a Carlos I de Inglaterra le sucediera Cromwell, a Luis XIV de Francia Napoleón Bonaparte y a Nicolás I de Rusia Stalin. Entre cada uno de los antecesores y cada uno de los sucesores se intercaló un periodo de violencia que, según se cree, venía a romper las cadenas e instaurar la libertad soñada. Luego llegó el sucesor y el sueño se traicionó. Lo que toca hacer a los libros de historia es buscar el momento en que tuvo lugar la desviación.

Pero se esfuerzan en vano, porque no hubo desviación alguna. Las tiranías de Carlos I, Luis XIV y Nicolás I no fueron arrastradas a su ruina por un desbordamiento popular de libertad, sino a su culminación. Es inútil esforzar la imaginación queriendo hallar algo que no hubo. Cromwell, Napoleón y Stalin no llegaron por casualidad. Fueron más bien el desenlace fatal de un proceso anterior. Un poder deficiente que ya muestra una tendencia a expandirse, cae para ser reemplazado por otro que lleva la tendencia a su perfección. Ese es el curso real del río. El estallido revolucionario por el que esto acontece no es otra cosa que los dolores del parto previos al nacimiento de la nueva criatura.

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Alejandro y los gimnosofistas

Del trato amistoso y suave que dio Alejandro Magno a los filósofos indios, llamados gimnosofistas, que habían encabezado una rebelión contra él. Se muestran las respuestas que dieron a sus preguntas, merced a las cuales no solo salvaron la vida, sino que recibieron además presentes del rey. 


Vinieron a su poder diez de los filósofos gimnosofistas, aquellos que con sus persuasiones habían contribuido más a que Sabas se rebelase y que mayores males habían causado a los Macedonios. Como tuviesen fama de que eran muy hábiles en dar respuestas breves y concisas, les propuso ciertas preguntas oscuras, diciendo que primero daría la muerte al que más mal respondiese, y así después, por orden, a los demás, intimando al más anciano que juzgase.

Preguntó al primero si eran más en su opinión los vivos o los muertos, y dijo que los vivos, porque los muertos ya no eran.  Al segundo, cuál cría mayores bestias, la tierra o el mar, y dijo que la tierra, porque el mar hacía parte de ella. Al tercero, cuál es el animal más astuto, y respondió: “Aquel que el hombre no ha conocido todavía”. Preguntando al cuarto con qué objeto había hecho que Sabas se rebelase, respondió: “Con el deseo de que viviera bien o muriera malamente”. Siendo preguntado el quinto cuál le parecía que había sido hecho primero, el día o la noche, respondió que el día precedió a ésta en un día, y añadió, viendo que el rey mostraba maravillarse, que siendo enigmáticas las preguntas era preciso que también lo fuesen las respuestas. Mudando, pues, de método, preguntó al sexto cómo lograría ser uno el más amado entre los hombres, y respondió: “Si siendo el más poderoso no se hiciese temer”. De los demás, preguntando uno cómo podría cualquiera, de hombre, hacerse dios, dijo: “Si hiciese cosas que al hombre es imposible hacer” y preguntado otro de la vida y la muerte cuál podía más, respondió que la vida, pues que podía soportar tantos males. Preguntado el último hasta cuándo le estaría bien al hombre el vivir, respondió: “Hasta que no tenga por mejor la muerte que la vida”. Convirtióse entonces al juez, mandándole que pronunciase; y diciendo éste que habían respondido a cuál peor, repuso Alejandro: “Pues tú morirás el primero juzgando de esa manera”; a lo que le replicó: “No hay tal ¡oh rey! a no ser que te contradigas, habiendo dicho que moriría el primero el que peor hubiese respondido”. 
Dejó, pues, ir libres a éstos, habiéndoles hecho presentes…

(Plutarco, Vidas paralelas, trad. de A. S. Romanillos, Imprenta Nacional, 1822, 82-83)


 

 

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La crisis del 29

La crisis de 1929 llegó de forma inesperada casi para todos. A algunos, sin embargo, les resultaba familiar la música. La situación anterior a ese año les recordaba la burbuja del tulipán, la del salami, la del Partido Único, etc. Los beneficios eran demasiado fáciles. Los billetes eran como las hojas de los árboles en otoño. Joe Kennedy, el fundador de la dinastía de los Kennedy fue uno de los que percibió la canción cuando, según se cuenta, recibió de su limpiabotas el consejo de comprar acciones del ferrocarril y el petróleo, lo que le hizo pensar que si todo el mundo podía comprar acciones y un limpiabotas sabía predecir el futuro era porque había una sobrevaloración excesiva en el mercado. Por ese motivo vendió todo y no volvió a comprar.

La burbuja había llegado a su máxima expansión. Solo faltaba el ligero roce que la hiciera explotar. Los economistas no se ponen de acuerdo todavía en cuál fue ese motivo, pero eso importa poco. El año 1929, en septiembre, había estallado el crac del Photomatón en Londres. Se trataba de una sociedad cuyos artilugios, hoy llamados con su nombre, o sea, fotomatones, se han extendido por todo el planeta. Quebró unas semanas antes del crac. Como aquellas máquinas representaban la tecnología más avanzada del momento y la gente no entendía bien su utilidad, se alarmó en seguida: “¿no será todo un negocio ficticio? ¿qué clase de producto fabrica un fotomatón?, ¿y la radio, los coches, la seda artificial, las plumas estilográficas, etc.?, ¿no será todo un castillo de naipes?”
 
Además, muchas empresas recién creadas creaban a su vez otras empresas hijas, las hijas creaban otras y unas se compraban acciones a otras sin que ya nadie distinguiera las hijas de las madres o las nietas. Era cierto que todos los valores subían, pero nadie sabía por qué y se empezó a creer que había gato encerrado en el mercado de acciones.
De pronto todos pensaron que aquello no podía seguir así. La tormenta empezó el 22 de octubre. Ese día tuvo lugar la primera oleada de ventas. Al día siguiente, sin embargo, los valores volvieron a su nivel anterior. Había sido un susto nada más. Así lo creyó la mayoría porque le convenía creerlo así. Y como el día anterior los precios habían bajado, muchos volvieron a comprar, provocando nuevas subidas. Los motivos para convencerse no faltaban. El Diario de Wall Street lo reflejó así: “Solo es una reacción de Bolsa, natural y saludable. Ciertos títulos se vendían por encima de su valor intrínseco y era necesaria una enmienda”.
 
“Valor intrínseco”… Es una insensatez. Las cosas no tienen valor intrínseco. Que su precio suba a las alturas o descienda al abismo no depende de ellas, sino del estado de ánimo de una multitud de individuos, el cual puede cambiar cada día.
 
Los banqueros, reunidos en casa de J. P. Morgan II, ya ventearon el grave peligro. Decidieron inyectar una enorme cantidad de dinero, doscientos cuarenta millones de dólares de entonces, en Wall Street. Pero no fue más que un alivio pasajero. De pronto todo el mundo quiso salir por la misma puerta. Las llamadas a la calma no sirvieron de nada. La gente había perdido la cabeza. Todos vendían y nadie compraba. Hubo un jueves negro, un martes negro, etc., y en el mes de noviembre los precios llegaron al suelo.
 
Las acciones de General Motors habían bajado desde 92$ a 1,25$, las de General Electric desde 220$ a 20$, las de Chrysler desde 135$ a 5$, las de Radio Corporation desde 115$ a 3,50$, las de New York Central desde 256$ a 5$, las de Montgomery Ward desde 70$ a 3$, las de United Steel desde 375$ a 22$.
 
Los valores bajaron y los suicidios subieron. A un caballero que pidió una habitación elevada en un hotel-rascacielos le preguntó el conserje si era para dormir o para saltar. Algunas estadísticas son dignas de conocerse:
-179.397 maridos abandonaron a sus amantes porque les resultaban demasiado caras. La moral salió fortalecida en este asunto.
-123.884 especuladores que habían ido a Wall Street en Cadillac regresaron a su casa a pie.
-111.835.248 monedas de cinco centavos fueron acuñadas por la Casa de la Moneda para gentes que nunca habían tomado el metro.
 
Cosas de los americanos.
 
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La deuda estatal

En ontología se aprende que todo ser es limitado porque es él en exclusiva y no puede ser lo que es otro. En economía se aprende un principio parecido: que los recursos son escasos porque lo que un sujeto consume no puede ser consumido por otro. En los dos casos son afirmaciones de valor universal y necesario. Lo que yo soy no puedes serlo tú. Lo que yo gasto no puedes gastarlo tú. Uno queda fuera del ser del otro. Uno es expulsado del consumo por el otro. Así de sencillo e incontestable es en ambos casos.

Aplíquese ahora este principio general de la economía a la deuda pública y la escasez de crédito para familias y empresas.

El crédito es un bien que muchos individuos, familias y empresas desean consumir. También el Estado lo desea. Si cualquiera de estos sujetos quiere endeudarse mucho, pedirá mucho crédito y para obtenerlo tendrá que estar dispuesto a pagar más intereses, que no son más que el precio del producto demandado. Al hacerlo ocasionará que suban los tipos y expulsará del mercado crediticio a quienes no pueden pagar tanto como él. La relación causa-efecto es clara como la luz del día.

Pues tómese nota si se ha entendido bien: el Estado es el gran causante de que el crédito no vaya a las empresas, que lo utilizarían para producir bienes y, de paso, para generar empleo, y tampoco a las familias y los individuos, que lo utilizarían para consumir, con lo cual estimularían la producción y el empleo. Si él se lleva todo o casi todo, no quedará nada o quedará muy poco para los demás. Lo que uno consume no puede consumirlo otro. Es el principio general.

¿Y si el Banco Central procurara todo el crédito posible para todos? Entonces nadie sería expulsado del mercado, dirán algunos. Pero están en un error. Las consecuencias serían todavía peores.

Como nadie pide dinero prestado para guardarlo, sino para gastarlo, unos, los más, lo destinarían a comprar cosas y otros, los menos, a producirlas, pero lo que produjeran estos últimos no sería suficiente para lo que quisieran comprar los primeros. Recuérdese que los recursos son escasos siempre y recuérdese por qué. Al haber tanto dinero para tantos y tan pocos bienes en proporción al dinero, la subida de precios sería meteórica y muchos quedarían excluidos del consumo. Se trata otra vez del maldito principio general. No hay forma de esquivarlo.

Que el Estado aplasta a las empresas con su demanda de crédito es algo tan claro como la luz del mediodía por lo dicho hasta aquí. Pero hay aún algunos hilos sueltos que hay que coser para completar la conclusión.

Puede suceder que el Estado sea casi el único demandante de crédito porque, como pasa en épocas de crisis como la actual, las empresas, que cuidan más de su patrimonio porque es de sus dueños que el Estado del suyo porque no es de nadie y los gobernantes en las democracias de masas tienen que ganarse a los electores y lo hacen mediante el dinero, las empresas, digo, no quieran endeudarse más y decidan financiarse con recursos propios. Ahora bien, si deciden actuar de ese modo será a costa de no embarcarse en nuevos proyectos. Lo cual es indiscutible: si, por ejemplo, los intereses se mantienen en el 6% por la presión estatal ningún empresario pondrá en marcha un proyecto que le rinda un 5% o menos, cosa que sí haría si los intereses estuvieran en el 2% o el 3%.

Los bancos, por otro lado, prestan dinero al Estado porque paga más. Pero si la deuda estatal crece hasta un cierto nivel crítico crecerán también las dudas sobre las posibilidades de que la devuelva, como sucedió hace un tiempo con Grecia y se pensó que podía suceder en otros países, como España o Italia. Al destruirse la solvencia del Estado se destruye también la de los bancos, se empieza a comprobar que no podrán cobrar y tendrán que quebrar, como pasó a los banqueros de Carlos V y Felipe II. En esas circunstancias los bancos no estarán dispuestos tampoco a prestar dinero a las empresas y las familias.

Más aún. Cuando la deuda pública aumenta en el presente es normal que los impuestos aumenten a su vez en el presente y en el futuro, lo que también disminuye las posibilidades de negocio para las empresas privadas, porque sus ganancias son las que obtienen después y no antes de los impuestos.

Y todo esto sin contar con que habrá seguramente muchos individuos que en circunstancias normales dedicarían su capital a la producción de bienes y ahora prefieran invertirlo en deuda del Estado por ser más rentable.

Se concluye que cuando con espíritu socialista se exige que aumente el número de empleados públicos, de obras públicas, de subvenciones públicas, de televisiones públicas, de diputados públicos, etc., todo lo cual exige a su vez que aumenten la deuda y los impuestos, lo que se está pidiendo es la aniquilación de la economía.


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