Herejía de los begardos

Cuando Jorge Manrique dice que “cualquiera tiempo pasado fue mejor” se equivoca. Con él se equivocan también los cristianos que creen, por ejemplo, que los siglos que median entre la caída de Roma y el Renacimiento fueron siglos de acendrada fe religiosa y estabilidad de la Iglesia, tiempos en que las gentes seguían las normas de la moral y la religión y, temerosas de los castigos de la Inquisición, tenían una conducta más recta que la de hoy.

El siglo XIV, por ejemplo, que siguió a la instauración del Santo Oficio para atajar las herejías de albigenses, insabattatos, etc., fue un siglo de barbarie, un salto hacia los tiempos más duros de la Historia. El siglo X, el siglo de hierro, no fue tan malo. El papa estaba cautivo en Aviñón, las herejías crecían sin cesar, la lujuria estaba a la orden del día, los cismas en la Iglesia aparecían por todas partes, hubo un fervor apocalíptico como nuna antes había tenido lugar, apareciero falsos profetas predicando el fin del mundo, hubo guerras feroces que ensangretaron media Europa, los reyes empobrecían a sus súbditos, los campesinos se levantaban contra los nobles y por todas partes se producían devastaciones de regiones enteras. Se recurría a la violencia con la mayor facilidad, decaían las órdenes religiosas, los grandes teólogos y filósofos se sumían en la oscuridad. Al siglo anterior, el de los reyes Fernando III, Jaime I, San Luis, el de los filósofos y teólogos Tomás de Aquino, Buenaventura, etc., sucedió el de Felipe el Hermoso, Pedro el Cruel, Carlos el Malo, Juan Wiclef. En lugar de la Divina Comedia hubo el Roman de la Rose.

A España le tocó su parte. El reino de Aragón cayó en luchas intestinas que fueron reprimidas a sangre y fuego por Pedro el Ceremonioso. El de Castilla se entregó a luchas fratricidas. La civilización nacional dio un paso atrás.

A la sombra de la devastación creció el oscurantismo, que no otra cosa es en el fondo todo aquel magma de herejías de los siglos XIII y XIV. En nuestra península hicieron su aparición los begardos, laicistas y falsos místicos que anticiparon a los alumbrados.

La Inquisición catalana quemó en 1263 a un tal Berenguer de Amorós. Hacia 1320 se prendió a Pedro Oler de Mallorca y Fr. Bonanato. El primero fue también quemado. El segundo abjuró y salió de la hoguera medio chamuscado. En 1323 apareció Durán en Gerona. Era otro begardo que condenaba la propiedad privada y el matrimonio. Junto con varios seguidores suyos, también fue quemado. Algo más tarde le volvió a tocar el turno a Fr. Bonanato, que había reincidido. Hacia 1344 aparecieron en Valencia Jacobo Juste y sus secuaces, que fueron a prisión.

Los delitos de los begardos era los siguientes: creer que eran tan puros que no podían pecar, que una vez llegado, como ellos, a la perfección se puede conceder al cuerpo todo lo que pida, que en ese estado no se está sujeto a ninguna obediencia humana, que es posible llegar a él en esta vida, que el alma perfecta está sobre las virtudes, así que no tiene que practicar ninguna, etc.

«Estos hipócritas se extendieron por Italia, Alemania y Provenza, haciendo vida común, pero sin sujetarse a ninguna regla aprobada por la Iglesia, y tomaron los diversos nombres de Fratricelli, Apostólicos, Pobres, Beguinos, etc. Vivían ociosamente y en familiaridad sospechosa con mujeres. Muchos de ellos eran frailes que vagaban de una tierra a otra huyendo de los rigores de la regla. Se mantenían de limosnas, explotando la caridad del pueblo con las órdenes mendicantes». (Menéndez y Pelayo, M., Historia de los heterodoxos españoles, tomo I, Editorial católica, Madrid, 1978, página 518)

Su doctrina no se extinguió con ellos, sino que continuó durante el siglo XV con las herejías de Durango, en el XVI con los alumbrados y en el XVII con los molinosistas.

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Fernando III el Santo

En los procesos inquisitoriales del reino de Aragón el juez podía suavizar la pena si los arrepentidos eran muchos, pero no estaba en su mano librar de la prisión a los predicadores y heresiarcas. Si alguno admitía en confesión su herejía antes de iniciarse contra él un proceso podía quedar libre de pena temporal si el confesor mismo lo declaraba y si éste le había impuesto una penitencia pública el reo tenía que justificar que la había cumplido aportando dos testigos.

El hereje que no se arrepentía era entregado al brazo secular. Si era un heresiarca o predicador de la herejía, le correspondía la pena de prisión perpetua. Los simples herejes afiliados a la secta tendrían que hacer penitencia solemne y asistir descalzos y en camisa –in braccis et camisia- a los actos religiosos del día de Todos los Santos, el primer domingo de Adviento, el día de Navidad, el de la Circuncisión, la Epifanía, Santa María de Febrero, Santa Eulalia, Santa María de Marzo y los domingos de Cuaresma para allí ser reconciliados y sometidos a disciplina por el obispo o por el párroco de la iglesia. Los jueves tenían que asistir a la iglesia, de donde se les expulsaba durante la cuaresma, debiendo asistir a los oficios desde la puerta. Estaban obligados a hacer esta penitencia toda su vida.

Si eran relapsos, quedaban sujetos a las mismas penas por diez años. Los vehementissime suspecti eran condenados a la misma pena durante cinco, pero no debían cumplirla todos los días señalados para los primeros. Por último, todos estaban obligados a asistir fuera de la iglesia a los actos religiosos durante la Cuaresma. Si se trataba de mujeres, tenían que ir vestidas.

Este código penal, surgido de un concilio, era duro, pero mucho más duras eran las disposiciones de los reyes, como se ha visto a propósito de las que adoptó Pedro II. Por otro lado, las ocasiones de aplicarlas fueron escasas.

Peor suerte tuvieron los herejes de León y Castilla, donde no había Inquisición que frenara los castigos de los reyes.

Aunque no eran muchos en España, los albigenses habían llegado hasta su interior. Hay crónicas autorizadas que así lo indican, entre ellas la de Don Lucas de Tuy. Se hallaba a la sazón este tal Don Lucas, obispo de Tuy, en Roma, donde tuvo conocimiento de las artes que practicaban y de los estragos que ocasionaban los herejes, lo que le movió a regresar a España, donde logró poner freno a sus actos. Escribió algunas obras de teología y filosofía poco importantes, pero una de ellas tiene el mérito de haber recogido para la historia los errores de los albigenses de León, que eran en resumen los siguientes: creer que Jesucristo y sus santos no asisten al justo en la hora de su muerte y que las almas salen de los cuerpos sin dolor, que antes del juicio final ni los buenos van al cielo ni los malos al infierno, que el fuego del infierno no es corpóreo, que este lugar se sitúa en la parte alta del aire por ser la esfera del fuego, que allí sufren todos por igual, sin diferencia de penas por sus diferentes pecados, que tales penas son temporales, que el purgatorio no existe, que las indulgencias no tienen valor alguno, que las almas pierden conciencia y memoria después de la muerte, que ni los santos entienden a los hombres ni los demonios los tientan, que las imágenes debían ser destruidas, etc.

A veces irrumpían estos herejes en las celebraciones religiosas con cánticos lascivos, en los días festivos gustaban de vestirse con hábitos de frailes y monjas, entregándose a bailes y actitudes lujuriosas, lo que da para pensar que en el presente continúan sus adeptos en la misma o parecida línea de laicismo. Aquellos causaron graves disturbios en León, que quedaron recogidos en los escritos de Mariana, Flórez y otros. El texto de Mariana, citado por Don Marcelino Menéndez y Pelayo, dice así:

«Después de la muerte del reverendo D. Rodrigo, obispo de León, no se conformaron los votos del clero en la elección del sucesor. Ocasión que tomaron los herejes, enemigos de la verdad y que gustan de semejantes discordias, para entrar en aquella ciudad, que se hallaba sin pastor, y acometer a las ovejas de Cristo. Para salir con esto, se armaron, como suelen, de invenciones. Publicaron que en cierto lugar muy sucio y que servía de muladar se hacían milagros y señales. Estaban allí sepultados dos hombres facinerosos: uno, hereje; otro, que por la muerte que dio alevosamente a su tío le mandaron enterrar vivo. Manaba también en aquel lugar una fuente, que los herejes ensuciaron con sangre, a propósito que las gentes tuviesen aquella conversión por milagro. Cundió la fama, como suele, por ligeras ocasiones. Acudían gentes de muchas partes. Tenían algunos sobornados de secreto con dinero que les daban para que se fingiesen ciegos, cojos, endemoniados y trabajados de diversas enfermedades, y que bebida aquella agua publicasen que quedaban sanos. De estos principios pasó el embuste a que desenterraran los huesos de aquel hereje que se llamaba Arnaldo y hacía dieciséis años que le enterraron en aquel lugar; decían y publicaban que eran de un santísimo mártir. Muchos de los clérigos simples, con color de devoción, ayudaban en esto a la gente seglar. Llegó la invención a levantar sobre la fuente una muy fuerte casa y querer colocar los huesos del traidor homiciano en lugar alto para que el pueblo le acatase con voz de que fue un abad en su tiempo muy santo. No es menester más sino que los herejes, después que pusieron las cosas en estos términos, entre los suyos declaraban la invención, y por ella burlaban de la Iglesia, como si los demás milagros que en ella se hacen por virtud de los cuerpos santos fuesen semejantes a estas invenciones; y aun no faltaba quien en esto diese crédito a sus palabras y se apartase de la verdadera creencia. Finalmente, el embuste vino a noticia de los frailes de la santa predicación, que son los dominicos, los cuales en sus sermones procuraban desengañar al pueblo. Acudieron a lo mismo los frailes menores y los clérigos, que no se dejaron engañar ni enredar en aquella sucia adoración. Pero los ánimos del pueblo tanto más se encendían para llevar adelante aquel culto del demonio, hasta llamar herejes a los frailes Predicadores y Menores porque los contradecían y les iban a la mano. Gozábanse los enemigos de la verdad y triunfaban. Decían públicamente que los milagros que en aquel lodo se hacían eran más ciertos que todos los que en lo restante de la Iglesia hacen los cuerpos santos que veneran los cristianos. Los obispos comarcanos publicaban cartas de descomunión contra los que acudían a aquella veneración maldita. No aprovechaba su diligencia por estar apoderado el demonio de los corazones de muchos y tener aprisionados los hijos de la inobediencia. Un diácono que aborrecía mucho la herejía, en Roma, do estaba, supo lo que pasaba en León, de que tuvo gran sentimiento, y se resolvió con presteza de dar la vuelta a su tierra para hacer rostro a aquella maldad tan grave. Llegado a León, se informó más enteramente del caso y, como fuera de sí, comenzó en público y en secreto a afear negocio tan malo. Reprehendía a sus ciudadanos. Cargábalos de ser fautores de herejes. No se podía ir a la mano, dado que sus amigos le avisaban se templase, por parecerle que aquella ciudad se apartaba de la ley de Dios. Entró en el Ayuntamiento; díjoles que aquel caso tenía afrentada toda España; que de donde salían en otro tiempo leyes justas por ser cabeza del reino, allí se forjaban herejías y maldades nunca oídas. Avisóles que no les daría Dios agua ni les acudiría con los frutos de la tierra hasta tanto que echasen por el suelo aquella iglesia y aquellos huesos que honraban los arrojasen. Era así que desde el tiempo que se dio principio a aquel embuste y veneración, por espacio de diez meses nunca llovió y todos los campos estaban secos. Preguntó el juez al dicho diácono en presencia de todos: «Derribada la iglesia, ¿aseguráisnos que lloverá y nos dará Dios agua?» El diácono, lleno de fe: «Dadme (dijo) licencia para abatir por tierra aquella casa, que yo prometo en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, so pena de la vida y perdimiento de bienes, que dentro de ocho días acudirá nuestro Señor con el agua necesaria y abundante.» Dieron los que presentes estaban crédito a sus palabras. Acudió con gente que le dieron y ayuda de muchos ciudadanos, allanó prestamente la iglesia y echó por los muladares aquellos huesos. Acaeció con grande maravilla de todos que, al tiempo que derribaban la iglesia, entre la madera se oyó un sonido como de trompeta para muestra de que el demonio desamparaba aquel lugar. El día siguiente se quemó una gran parte de la ciudad, a causa de que el fuego, por el gran viento que hacía, no se pudo atajar que no se extendiese mucho. Alteróse el pueblo, acudieron a buscar el diácono para matarle, decían que, en lugar del agua, fue causa de aquel fuego tan grande. Acudían los herejes, que se burlaban de los clérigos y decían que el diácono merecía la muerte y que no se cumpliría lo que prometió. Mas el Señor todopoderoso se apiadó de su pueblo. Ca a los ocho días señalados envió agua muy abundante, de tal suerte que los frutos se remediaron y la cosecha de aquel año fue aventajada. Animado con esto el diácono, pasó adelante en perseguir a los herejes, hasta que les hizo desembarazar la ciudad». (Menéndez y Pelayo, M., Historia de los heterodoxos españoles, tomo I, Editorial católica, Madrid, 1978, páginas 406-408)

A todo lo cual puso freno el brazo de Fernando III, rey de Castilla. No contento con que sus ministros los castigaran, dice Juan de Mariana, él mismo arrimaba la leña y con su misma mano les prendía fuego. En las leyes que dio a Córdoba, Sevilla y Carmona les impuso pena de muerte y confiscación de bienes. En Castilla no hubo Inquisición. Más les habría valido a los herejes que la hubiera. Muchos no habrían sido ahorcados y cocidos en calderas, como dice P. Flórez que se hizo en bastantes ocasiones.

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Jaime I el Conquistador

Jaime el Conquistador, hijo de Pedro II y sucesor de éste, apenas participó en los disturbios del Languedoc provocados por los herejes, en lo cual mostró poseer mejor juicio que el padre. Y no le faltaba valor, pues su nombre estará para siempre ligado a las gloriosas hazañas que emprendió contra los moros. Ni siquiera hizo caso de los trovadores que le animaban a vengar la muerte de Don Pedro. Su sentido de la política era mucho más elevado que el de los que le rodeaban.

Era español y sabía dónde había que librar batalla. No contra los de la Francia Meridional, sino contra los enemigos de la civilización cristiana. Por esto atendió poco los asuntos relacionados con las herejías. Se limitó a dictar algunas constituciones contra los herejes, como las de Barcelona y Tarragona, dando algunas instrucciones que vendrán bien para comprender el tenor de lo que en el tiempo se trataba a propósito de estos problemas.

Se empezaba excluyendo a los herejes de la vida normal y se ordenaba a las gentes católicas que rehuyeran su trato y los delataran. Se prohibía después a los legos discutir con ellos sobre la fe; nadie podía tener la Biblia en lengua romance; ningún hereje podía ser baile o vicario; cualquier casa de alguno de ellos debía ser destruida o entregadas a su señor; solo el obispo diocesano o alguien con jurisdicción para ello podía decidir en causas de herejía; quien permitiera que en sus dominios habitara algún hereje los perdería para siempre.

Del documento en que se guardan estos dictámenes salió la Inquisición española. En él se observa el carácter mixto, político y religioso, del tribunal. Un clérigo era el encargado de declarar la herejía, si la hubiere, y el magistrado aplicaba el castigo que correspondiera.

Las providencias del rey no bastaron para contener la herejía. El año 1242 se celebró en Tarragona un concilio contra los valdenses con el que se quiso someter a procedimiento regular las penitencias que habían de seguir y las fórmulas de abjuración que debían pronunciar quienes fueran reos de herejía. Se consultó con ese fin a varones doctos como San Raimundo de Peñafort. Allí se hizo la primera diferencia entre herejes, fautores y relapsos:

«Hereje es el que persiste en el error, como los insabattatos, que declaran ilícito el juramento y dicen que no se ha de obedecer a las potestades eclesiásticas ni seculares, ni imponerse pena alguna corporal a los reos.» «Sospechoso de herejía es el que oye la predicación de los insabattatos o reza con ellos… Si repite estas actos será vehementer y vehementissime suspectus. Ocultadores son los que hacen pacto de no descubrir a los herejes… Si falta el pacto, serán celatores. Receptatores se apellidan los que más de una vez reciben a los sectarios en su casa. Fautores y defensores, los que les dan ayuda o defensa. Relapsos, los que después de abjurar reinciden en la herejía o fautoría. Todos ellos quedan sujetos a excomunión mayor.» (Menéndez y Pelayo, M., Historia de los heterodoxos españoles, tomo I, Editorial católica, Madrid, 1978, pág. 399)

A estas tipificaciones seguían las penas que habían de aplicarse según los casos, de lo que se dará cumplida cuenta en una ficha posterior, así como de las consecuencias que de su aplicación se siguieron.

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La batalla de Muret

Los cátaros no se limitaban a disquisiciones teológicas. Muy al contrario, en Provenza, donde habían adquirido un gran predominio, se dedicaban a saquear iglesias y a perseguir a sacerdotes católicos, así que no bastaron contra ellos las predicaciones de los dominicos, por lo que los inquisidores Guido y Reniero y el legado papal Pedro de Castelnau decidieron excomulgarlos. Pero esto no les importó gran cosa. El conde de Tolosa, Raimundo, que militaba en las huestes de los herejes, atacó iglesias y monasterios. El legado lo excomulgó también a él, pero un vasallo suyo lo mató.

El papa, Inocencio III, dispensó a los vasallos del conde del juramento de obediencia y ordenó una cruzada contra los albigenses. Cincuenta mil guerreros acudieron a la llamada. Muchos procedían de la Francia norteña, que deseaba redondear su territorio más que ganar una contienda teológica. Raimundo comprendió que era imposible resistir. En camisa y con una soga al cuello, pidió perdón. Lo obtuvo con la obligación de luchar junto a los cruzados. La sangre de los albigenses corrió abundante. Al lado de ellos guerreaba el conde de Foix. Raimundo, juzgando que la penitencia que se le había impuesto era excesiva, acudió a Roma a pedir su revocación. Como no se le concedió, se unió a los herejes y fue excomulgado de nuevo.

Simón de Monfort mostró sus intenciones de apoderarse de los territorios de Raimundo. Los señores de Provenza se pusieron del lado de éste. El papa se opuso a los deseos del de Monfort, alegando que la condena de Raimundo no llevaba consigo la de sus herederos. Pero Simón hizo caso omiso de la advertencia y la guerra continuó.

Pedro de Aragón, quien, como se ha visto antes, habría quemado vivo a cualquier hereje que hubiera sido visto en sus estados, estaba emparentado con los condes de Tolosa y de Foix y acudió en auxilio suyo, poniéndose del lado de los albigenses. El papa y Santo Domingo amonestaron a Don Pedro, pero de poco valió. Simón de Monfort se había hecho fuerte en el castillo de Muret, al que Don Pedro puso sitio en unión de los tolosanos.

La batalla fue encarnizada. El rey luchaba entre los primeros al grito de “Soy el rey”. Y fue herido y muerto. Los demás, al verle caído, se dieron por vencidos y huyeron sin oponer resistencia. El daño fue grande, lamentada la pérdida del héroe de las Navas y muy llorada su muerte, injusta por demás, pues había venido a caer defendiendo a los herejes que había perseguido con tanta saña. Esta derrota de los albigenses y del rey Don Pedro, que fue más caballero que rey, sucedió el 16 de septiembre de 1213.

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Pedro II contra los valdenses

En el siglo XIII aparecen la Inquisición y la orden de los dominicos. El primer propósito de ambas era combatir a los herejes del momento, entre los que destacaban las varias ramificaciones de los albigenses y los insabattatos. El comunismo de estos últimos decayó con las predicaciones y el ejemplo de los franciscanos y fue un problema menor. La batalla contra los otros fue mucho más ruda y duradera. Era necesario que hubiera monjes de mente clara y dispuestos a la acción, que la Orden de Predicadores fundada por Santo Domingo de Guzmán, nacido en Caleruega, de la provincia de Burgos.

Él mismo había extendido sus predicaciones con notable éxito por la Provenza y el Languedoc, que por entonces pertenecían a la corona de Aragón, lo que debió impulsarle a fundar una orden compuesta de hombres sabios y doctores que entendieran bien las doctrinas heréticas, supieran distinguirlas de las que no lo fueran y combatirlas con conocimiento.

El castigar con hierro y fuego a los herejes era una tradición que se remontaba a Roma. Las leyes de los emperadores Valentiniano, Graciano, Teodosio, Valentiniano II, Honorio, Valentiniano III, etc., así lo dispusieron en diferentes épocas del Imperio. El emperador Clemente fue, como queda dicho, el primero en aplicar la pena capital a Prisciliano y sus seguidores en el siglo IV. Que los reyes de siglos posteriores tuvieran por cosa normal y legítima hacer lo mismo con quienes socavaban los cimientos de la sociedad no era más que una continuación de las leyes antiguas. Los emperadores Otón III y Federico II –éste último a pesar de la fama de monarca benigno y suave con que la historia le ha señalado-, en seguimiento de ese derecho procesal, aplicaron penas muy graves contra los patarinos.

A un maniqueo se le castigaba en aquellos tiempos como a un facineroso que atenta contra la sociedad. Eso imponía la necesidad de distinguir a un hereje de un fiel, cosa que no es tan fácil como distinguir a un bandido de un hombre honrado. Era una tarea que habían empezado a hacer los obispos. Fue en la guerra de Provenza cuando los papas nombraron delegados especiales, que casi siempre eran dominicos, para regularizar los procedimientos, que llegaron a ser más equitativos que ningún otro tribunal de aquellos siglos, como verá quien estudie las luchas de don Pedro de Aragón, llamado el Católico, rey de Aragón y conde de Barcelona, contra los valdenses.

Este monarca vivió entre los años 1178 y 1213. De conducta bizarra, fue un héroe en la batalla de las Navas. En 1197 dictó órdenes durísimas contra los pobres de León y los valdenses, dirigiéndolas a

todos los arzobispos, obispos, prelados, rectores, condes, vizcondes, vegueres, merinos, bailes, hombres de armas, burgueses, etc., de su reino, para anunciarles que, fiel al ejemplo de los reyes sus antepasados y obediente a los cánones de la Iglesia, que separan al hereje del gremio de la Iglesia y consorcio de los fieles, manda salir de su reino a todos los valdenses, vulgarmente llamados sabattatos y pobres de León, y a todos los demás de cualquiera secta o nombre, como enemigos de la cruz de Cristo, violadores de la fe católica y públicos enemigos del rey y del reino. Intima a los vegueres, merinos y demás justicias que expulsen a los herejes antes del domingo de Pasión. Si alguno fuere hallado después de este término, será quemado vivo, y de su hacienda se harán tres partes: una para el denunciador, dos para el fisco. Los castellanos y señores de lugares arrojarán de igual modo a los herejes que haya en sus tierras, concediéndoles tres días para salir, pero sin ningún subsidio. Y si no quisieren obedecer, los hombres de las villas, iglesias, etc., dirigidos por los vegueres, bailes y merinos, podrán entrar en persecución del reo en los castillos y tierras de los señores, sin obligación de pechar el daño que hicieren al castellano o a los demás fautores de los dichos nefandos herejes. Todo el que se negare a perseguirlos incurrirá en la indignación del rey, y pagará 20 monedas de oro. Si alguno, desde la fecha de la publicación de este edicto, fuere osado de recibir en su casa a los valdenses, insabattatos, etc., u oír sus funestas predicaciones, o darle alimento o algún otro beneficio, o defenderlos o presentarles asenso en algo, caiga sobre él la ira de Dios Omnipotente y la del señor rey y sin apelación sea condenado como reo de lesa majestad y confiscados sus bienes. (Menéndez y Pelayo, M., Historia de los heterodoxos españoles, tomo I, Editorial católica, Madrid, 1978, pág. 387)

La ley, que obligaba a todos, debía ser leída en todas las iglesias del reino todos los domingos. Por si cupiera alguna duda sobre su propósito, se agregaban estas palabras:

Sépase que si alguna persona noble o plebeya descubre en nuestros reinos algún hereje y le mata o mutila o despoja de sus bienes o le causa cualquier otro daño, no por eso ha de tener ningún castigo: antes bien, merecerá nuestra gracia. (Menéndez Pelayo, M., ibidem)

Al lado de estas leyes, comunes en toda Europa, la Inquisición fue un progreso y significó una dulcificación de los procesos penales.

Esta constitución contra los valdenses fue dada en Gerona. Como consecuencia de su aplicación no hubo apenas valdenses en el reino de Aragón.

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Patarinos, cátaros o albigenses

En los días finales del siglo XII y durante el XIII coexistieron varias herejías de diverso linaje que no conviene confundir. Los patarinos, cátaros o albigenses procedían de una rama del casi extinto maniqueísmo, en el que había militado ocho siglos atrás uno de los más egregios padres de la Iglesia. Me refiero a san Agustín. Pero los valdenses, insabattatos o pobres de León eran de otra clase. Puede decirse que los primeros eran más dados al intelecto y los otros a la acción revolucionaria. O que los unos heredaban las tendencias teológicas de la Iglesia Oriental de los primeros siglos y los otros las inclinaciones a la acción social que caracterizaron siempre al Occidente, empezando por Prisciliano, el primer hereje mártir, reivindicado ahora por los secesionistas gallegos.

El maniqueísmo había seguido vivo en Oriente. Se cuenta que el emperador Anastasio, que rigió los destinos de Bizancio desde el 491 hasta el 518, en que murió, así como Teodora, la mujer de Justiniano, emperador desde el 527 hasta el 565, favorecieron a los maniqueos, como también hizo el emperador Nicéforo, hasta el punto de que llegaron a fundar ciudades y a levantarse en armas contra el poder imperial cuando éste comprendió que se habían hecho demasiado fuertes. Luego se refugiaron entre los musulmanes, volviendo a fines del siglo IX, en tiempos de Basilio el Macedónico.

A partir de entonces extendieron sus prédicas a Bulgaria y Tracia, llegando hasta los pueblos de habla latina, apareciendo cuando el pueblo esperaba temeroso el fatídico año mil, cuando había de acabarse el mundo. La barbarie no paraba de crecer, se relajaba la disciplina de la Iglesia y los maniqueos llegaron a Orleans, Tolosa y Aquitania. Se empezaron a llamar cátaros o puros. Negaban que el cuerpo de Cristo hubiera sido humano, que la transustanciación fuera real, que el bautismo perdonara los pecados y tenían mala opinión del Dios del Antiguo Testamento, de Jehová. A ello añadían la condena del matrimonio y de la ingestión de carne.

El rey Roberto de la Francia occidental mandó quemar a varios. El emperador Enrique IV, el de Canossa, hizo recaer sobre ellos diversos castigos en Suavia en el siglo XI. Pero la secta no se extinguía. Volvió a reaparecer en el Delfinado y Tolosa. Se extendió por Soissons y Agenois y en 1160 ya estaba en Inglaterra, donde se llamaron publicanos.

En tres ramas se dividieron en Lombardía: los concorezzos, los cátaros y los bagnoleses, pero el nombre más corriente fue el de patarinos, acaso como derivado de pater, pero no hay seguridad acerca de ello. A mitad del siglo XIII su crecimiento era imparable. Contaban con diecisiete iglesias. Algunas de éstas eran la de Bulgaria, Drungaria (en Dalmacia), Esclavonia, la Marca (italiana), Tolosa, Cahors y Alby. Alby les prestó el nombre de albigenses, con que se les conoce en el presente.

La secta adquirió una estructura regular a las órdenes del obispo Marcos, partidario del antipapa Nicolás, el cual había sido nombrado papa por decisión de Luis IV de Baviera en oposición a Juan XXII. Este antipapa Nicolás viajó a Tolosa desde Bulgaria, su patria, para celebrar una asamblea con un tal Spernone, llamado obispo de Francia, con Cellarerio, que lo era de Alby, con Catalani, de la iglesia de Carcasona y otros más de los que apenas hay noticia. La paz se hizo entre los albigenses, que por entonces andaban poco avenidos.

Sus dogmas son poco conocidos, lo que para nosotros es ahora de menor importancia. Lo que importa resaltar es que contribuyeron al general desorden de aquellos días, en particular a las desavenencias sempiternas entre la Francia del Norte, que era medio teutona, y la del Sur. Y con esa amalgama de nacionalismo y sectarismo religioso muchos tomaron las armas para resistir la cruzada declarada contra ellos por Simón de Monfort. No ha de extrañar que entre ellos hubiera muchos que no eran albigenses, sino católicos. Por lo que cabe afirmar sin miedo de equivocarse demasiado que los cátaros o albigenses fueron la chispa que provocó el incendio.

Un incendio que derivó en la aparición de dos grandes instituciones de aquellos tiempos: la orden de los dominicos y la inquisición, pero eso queda para otra ficha posterior.

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Socialismo o libertad

Agresión institucional contra la libre iniciativa, que puede tomar la forma de expropiación, de protección estatal de un sector frente a otros, de monopolio en la venta de bienes y servicios, de organización estatal de la producción económica, etc. Eso dice Huerta de Soto que es el socialismo. Teniendo en cuenta que una nota esencial del hombre es su capacidad de actuar de forma libre y creativa, el socialismo es entonces una agresión contra la naturaleza humana misma. La historia del socialismo es muy antigua. Ya los valdenses del siglo XII, que adoptaron el nombre de insabattatos, negaban todo tipo de propiedad. En su forma moderna es un tipo de coacción de la libertad que se presenta y justifica a sí misma con un intento pretendidamente científico y contrastado y ya no religioso como el de los valdenses de mejorar la sociedad humana, de hacer que su desarrollo sea más eficaz y de lograr fines justos.

Los seguidores de la idea socialista fustigan la libertad que la puesta en práctica de su doctrina tendría que aplastar como algo negativo e injusto, como la mera libertad empresarial de abusar de trabajadores indefensos. En esto hay que admitir que su éxito ha sido grande. Una vez eliminada la atención al medio, trocado en maldad por la doctrina, queda el fin como algo fastuoso. Así no es extraño que la doctrina sea vista de hecho como una de las creaciones más sencillas, grandes y ambiciosas que ha producido el espíritu humano. Tampco es extraño que sean muy pocos los que han podido librarse de su embrujo. Entre estos pocos habría que contar a Juan Pablo II, que en su Centessimus annus, 48, dice así sobre los excesos del estado asistencial:

Una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándola de sus competencias, sino que más bien debe sostenerla en caso de necesidad y ayudarla a coordinar su acción con la de los demás componentes sociales, con miras al bien común.
Al intervenir directamente y quitar responsabilidad a la sociedad, el Estado asistencial provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos, dominados por lógicas burocráticas más que por la preocupación de servir a los usuarios, con enorme crecimiento de los gastos. Efectivamente, parece que conoce mejor las necesidades y logra satisfacerlas de modo más adecuado quien está próximo a ellas o quien está cerca del necesitado. Además, un cierto tipo de necesidades requiere con frecuencia una respuesta que sea no sólo material, sino que sepa descubrir su exigencia humana más profunda.

La consecuencia de esa interferencia en la vida interna de los grupos y los individuos es que, una vez producida sobre algunos de ellos, hay muchos otros que se ven forzados a actuar de manera distinta de como lo habrían hecho si no hubiera sucedido, modificando sus conductas y acomodándola a los fines del poder que ha ejercido la presión. Las personas abandonan entonces paulatinamente su intención de perseguir los fines que descubren en su trato con otras personas utilizando los medios de que pueden hacer uso en virtud de la información que van recabando.

Como puede comprenderse, la agresión se libra no solo contra individuos particulares, sino sobre todo contra el tejido social que los individuos producen y en cuyo seno se desenvuelve su vida.

(Publicado en La piquera, de Cope-Jerez el día 18/04/2012. Hacer click aquí para oír)

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Valdenses insabattatos

Florecieron al lado de los cátaros. Corría el siglo XII. El padre de la secta era un comerciante leonés de nombre Pedro Valdo, quien en el año 1160 debió padecer una repentina iluminación que le llevó a convertir en obligación el precepto evangélico de la probreza. Su apellido dio nombre a la secta. Sus adeptos se llamaron también Pobres de León e insabattatos. Este última denominación era una corrupción de la palabra latina sabatum, que vale por zapato. La causa de que la adoptaran era que que llevaban zapatos cortados en la parte superior como símbolo de pobreza.

Valdo reunió a bastantes seguidores. Como los primitivos cristianos, empezaron por abandonar todos sus bienes, a vivir de limosna, a censurar los dineros y regalías de los clérigos, etc. Se atribuyeron el derecho de la predicación y de la administración de sacramentos, rechazaron la oración por los muertos, preferían rezar en sus casas y no en las iglesias, negaron obediencia a las autoridades eclesiásticas, decían que el juramento era ilícito, igual que la pena de muerte. Tenían por cierto que un sacerdote en pecado no podía consagrar, ni administrar el matrimonio, pero sí podía hacerlo cualquier lego siempre que siguiera los dictámenes de la secta.

En 1181 la doctrina valdense fue condenada por el papa Lucio III. Bernardo, arzobispo de Narbona, los declaró herejes algún tiempo más tarde, pero ellos no cejaron en su empeño. Tan seguros estaban de su ministerio que en 1212 pidieron a Inocencio III que su orden fuera admitida como tal, pero el mismo papa los condenó en el concilio de Letrán tres años después.

Los insabattatos eran comunistas y laicistas. Para ellos no existía lo tuyo ni lo mío. Celebraban la misa en lengua vulgar y se administraban la comunión en común como si se tratara de los ágapes de la antigüedad.

Eran fanáticos y andaban fuera de carril, pero eran honestos y austeros, al revés que los albigenses. Se parecían más a los cuáqueros. No buscaban el martirio no portaban armas, como los cátaros. Y acudían a las asambleas de los católicos, si bien ocultaban su pertenencia a la secta.

Tal vez por esto nunca llegaron a gozar de la popularidad de las otras sectas que entonces pulularon por toda Europa. De hecho acabaron extinguiéndose casi por completo hacia el siglo XIV. Para entonces solo quedaban unos pocos en el Delfinado y Saboya. San Vicente Ferrer fue el que más luchó por su desarraigo. Sea como fuere, quedaban algunos todavía cuando en el siglo XVI aparecieron los movimientos protestantes. Al saber de ellos, se pusieron en contacto con Ecolampadio y Bucero para buscar un modo de unión. Al principio no hubo acuerdo, porque los errores de unos y otros eran discordantes entre sí, pero luego fueron evangelizados por Farel y otros individuos procedentes de Ginebra, por lo que su secta se disolvió finalmente en el calvinismo.

Así se esfumó uno de los grupos comunistas de la antigüedad. En el siglo XIX quedaba solo el eco de su nombre. Seguían llamándose valdenses, pero en realidad eran protestantes.

(Cf., Menéndez Pelayo, M., Historia de los heterodoxos españoles, tomo I, cap. II)

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Reinos de taifas

El capítulo XXI, de título “Fraccionamiento del califato – Guerras entre los musulmanes”, del tomo III de la Historia general de España, desde los tiempos más remotos hasta nuestros días, de Don Modesto Lafuente, páginas 62 y siguientes (publicado por Montaner y Simón, Editores, en Barcelona, el año 1891, v. aquí ), se abre de esta manera:

Dos términos puede tener un imperio que se descompone y desquicia combatido por las ambiciones, destrozado por las discordias, devorado por la anarquía, y corroído y gangrenado por la desmoralización y por la relajación de todos los vínculos sociales. Este imperio, ó es absorbido por otro que se aprovecha de su desorden, de su debilidad y flaqueza, ó se fracciona y divide en tantas porciones y Estados cuantos son los caudillos que se consideran bastante fuertes para hacerse señores independientes de un territorio y defenderle de los ataques de sus vecinos.

Si no le sucedió lo primero fue porque los Sanchos, Bermudos, Borrells y Alfonsos, los príncipes cristianos, no fueron capaces de acordar la invasión y definitiva conquista de los territorios musulmanes.

Reinos de taifas

Siglos tuvieron luego para arrepentirse. Hubo de suceder, pues, lo segundo, el advenimiento de los reinos de taifas, “como pedazos arrancados de un manto imperial”.

La desintegración se gestó en los walíes, jerifaltes de las provincias a quienes solicitaron apoyo una y otra vez los débiles califas para conservar un poder que se les disputaba. Así se hicieron a la costumbre de recibir premios y prerrogativas que fortalecieron su dominio en los pequeños territorios que tenían encomendados. Pese a su grandeza como hombre de Estado, Almanzor fue el primero en dar ejemplo de esta funesta costumbre al permitir que los slavos y alameríes, que dependían de él, empezaran ya a emanciparse del poder central, de manera que cuando cayó el último califa solo cambiaron las dignidades de walíes y alcaides por las de emires y reyes.

Sobresalieron en este empeño los de Toledo, Zaragoza, Sevilla, Málaga, Granada, Badajoz, Almería, Murcia, Valencia, Albarracín, Denia y las Baleares, además de otra gran cantidad de pequeños reyes de otras ciudades y fortalezas. Todos ellos se alzaron con sus cortes, sus ejércitos, sus vasallos, su moneda, sus impuestos, su nombre. Alguno incluso adoptó el honorífico título de Emir Almumenín.

Es sabido que hacia el año 1009 ya había empezado el proceso de desobediencia y a veces incluso de rebelión por parte de algunos walíes. Pero por entonces todavía no se habían independizado aún del poder central. Solo iban arrogándose más y más derechos conforme se lo permitían la debilidad de los califas. Así fue desde que murió el segundo hijo de Almanzor hasta que se extinguió el califato con Hixem III, de modo que desde la muerte del segundo hijo de Almanzor hasta la extinción del califato en el tercer Hixem, puede decirse que fueron fermentando y desarrollándose estas pequeñas soberanías, hasta que el nombrado rey de Córdoba en 1031, Gehwar ben Mohamed, su sucesor, fue el primero en comprender que ya no podía contar con los walíes porque todos ellos gobernaban sus comarcas como auténticos reyes.

Guerra de todos contra todos

Como dejó sentado Hobbes, era inevitable que la situación de los reinos de taifas fuera de guerra de unos contra otros, debido a que todos eran ambiciosos por igual, todos obraban con independencia unos de otros, estaban prestos a defender el poder sobre su territorio, tenían intereses contrarios, pues los que quieren la misma cosa es forzoso que luchen entre sí, y ninguno respetaba a nadie por encima de él. Aquellos reinos no tenían más remedio que batallar entre sí y con los cristianos, con su mezcla de pasiones miserables unas veces y nobles otras.

Reinos de taifas en España hacia el año 1037 (T y K)

En conjunto eran más de cuarenta estados los que entonces coexistían, mas no convivían, en la Península. La mayoría de ellos pasaron sin pena ni gloria por este mundo, sin dejar rastro de su existencia. Hay que pasarlos por alto y dedicar la atención a los principales si se quiere saber algo de aquel periodo.

Al caer el imperio Ommiada quedó el sur en poder de los Alameríes y los Tadjibitas, Zaragoza pasó a pertenecer a Almondhir el Tadjibi, Huesca fue regida por su primo Mohammed ben Ahmed, Valencia fue para Abdelaziz, Yahia sucedió luego en Zaragoza a Almondhir, hasta que la familia Beni-Hixem acabó con él y se apoderó de la ciudad Suleiman ben Hud, el walí de Lérida que había dado asilo a Hixem III. A Yahia pidió ayuda el primer rey de Aragón, don Ramiro, para guerrear contra su hermano don García de Navarra.

Hairan el Alamerí, muerto en 1028, fue sucedido por su hermano Zohair en Almería, el cual hizo la guerra al rey de Baeza y murió en la batalla de Alpuente. Abdelaziz, el valenciano, trató de apoderarse de Almería, pero el de Denia, Mogueiz, aprovechó entonces la ocasión para atacar Valencia, lo que obligó a Abdelaziz a dejar Almería al mando de su hermano Abul Ahwaz Man para hacer las paces con Mogueiz. Un tiempo más tarde Abul Ahwaz Man se declaró independiente y recibió el reconocimiento de Lorca, Jaén y Baeza.

Murcia era de Zoahir, pero al morir éste pasó al dominio de Valencia. Las fronteras de Cataluña, Tortosa y Castellón también estaban bajo el dominio de los Tadjibitas y Alameríes y otro tanto sucedía con Mérida y casi todo el territorio de Portugal, donde mandaba Abdallah ben Al Afthas, pues los Afthasidas prestaban obediencia a los Alameríes. Lo propio sucedía con Sabur, que era rey independiente de Badajoz, hasta que el mismo Abdallah ben Al Afthas se apoderó del reino. El poder estaba en Toledo bajo Ismail Dilnum.

Todos estos reyezuelos pertenecían a las dinastías de los Tadjibitas y Alameríes.

La de los Edrisitas, que componían la familia de los Ben Alí y los Ben Hamud, descendientes de los emires africanos que habían detentado el califato cordobés en sus últimos años, gobernaban Málaga y Algeciras. Su señoría llegaba hasta la frontera sur de las Alpujarras y tenían un fuerte soporte en África. Granada y Elvira eran regidas por un sobrino de Zawi el Zeiri y el reino de Sevilla era propiedad de Mohammed Ebn Abed, que aspiraba a restaurar el poder de los Ommiadas.

Gehwar ben Mohammed

Esta era la España musulmana cuando tomó el poder Gehwar ben Mohammed, un hombre ajeno a los partidos, respetado por los distintos bandos, que creó un consejo, o diván, para el gobierno del Estado y conservó para sí solo la presidencia del mismo. Su moderación fue famosa. Se negó a habitar en los suntuosos palacios de la monarquía y, cuando accedió a ello, redujo los gastos y el número de sirvientes para acomodarlo todo a los usos de una casa particular que más parecía la vivienda de un súbdito que la de un rey.

Suprimió la institución de los delatores, que vivían promoviendo litigios y fomentando calumnias. Instituyó jueces y fiscales. Nombró alcaldes de los mercados, almojarifes o recaudadores de impuestos, etc., que tenían que dar cuentas cada año al diván. También creó un cuerpo de inspectores de seguridad pública y de vazires para vigilar la ciudad durante las veinticuatro horas del día. Dio armas a los vecinos más honrados para que hicieran rondas por las calles. Estas medidas fueron muy eficaces contra los que cometían excesos y crímenes, gentes malhadadas que luego se escapaban. Para que esto último no sucediera, construyó verjas de hierro al final de cada calle. Con todo ello, en fin, logró restablecer la tranquilidad pública y Córdoba llegó a convertirse en el granero de España. Allí concurrían gentes de todas partes.

Parece que bajo un gobierno tan acertado y una administración tan eficiente los walíes se deberían haber unido a un rey tan sabio y evitar el desmoronamiento del imperio. De ello fue consciente el propio Gehwar, que les escribía y exhortaba para que le prestaran obediencia como a rey legítimo. Pero sus esfuerzos fueron inútiles y el mal no tuvo remedio.

Gehwar no cejó en su empeño. Les rogaba encarecidamente que no olvidaran que la unión era el fundamento seguro de la prosperidad de todos y que las provincias a ellos encomendadas caerían en perdición y arrastrarían a todos en su ruina si se inclinaban por la dispersión.

Pero los consejos no valen para nada si quien los recibe no tiene voluntad de oírlos, como así fue. Las ambiciones y rivalidades estaban demasiado vivas y la guerra era inevitable.

El primero en romper las hostilidades fue Mohammed Ebn Abed, emir de Sevilla. Atacó al sahib de Carmona, que pidió socorro a Edir ben Alí y Habus ben Zairi, de Málaga y Granada respectivamente. El de Sevilla envió contra los tres a su hijo Ismail al mando de su ejército. Perdió la batalla y los malagueños enviaron la cabeza del hijo a su rey. Era el año 1034.

Temeroso de que el mismo Gehwar se coaligase contra él y perdiera todo, Mohammed Ebn Abed dio a conocer a todos que el califa Hixem II Ommiada había aparecido de nuevo en Calatraba, que le había pedido amparo, que lo había hospedado en sus alcázares y le había prometido recobrar el califato.

Era tanto el amor que todos habían profesado a Hixem, de los Beni-Omeyas, que la patraña de su resurrección fue aceptada por algunos y hasta se llegó a batir moneda en la zeka de Sevilla a nombre del califa en 1036. Pero los hechos de armas seguían su curso. Los ejércitos de Málaga, Granada y Carmona llegaron hasta las puertas de Sevilla y consiguieron entrar en Triana. Fueron rechazados por fin merced a la acción de la caballería, al mando de Ayub ben Ahmer, lo que provocó la separación de los aliados y la soberanía de Huelva y de Gezirah Saltis para Abed. Sevilla se había salvado.

Por aquellas fechas murió el rey de Málaga, sucediéndole su hijo Yahia ben Edris. Pero el de Ceuta no estaba de acuerdo con tal sucesión y promovió una guerra. El de Algeciras corrió en ayuda del de Málaga, como consecuencia de lo cual murió el ceutí en una emboscada, sus tropas volvieron a África y el emir de Málaga pudo sentarse en el trono.

Todo lo cual convenció al bueno de Gehwar de que sus planes de unión y concordia eran irrealizables, por lo que decidió hacer uso de la fuerza. Su primer objetivo fue someter a los más cercanos y menos poderosos. Intentó ocupar en primer lugar la comarca de Alsahllah, que regía Hudhail como si fuera suya. Éste pidió ayuda a Toledo, le fue concedida y se hizo finalmente con el reino de Alsahllah.

El dios de la guerra no fue tan propicio a Gehwar como el de la paz y la administración del Estado. Querido por todos sus súbditos, que le estaban agradecidos por la tranquilidad, la justicia y la prosperidad de que disfrutaban en el interior de su reino, fue a unirse a Allah el año 1044, 435 de la hégira. Le sucedió Mohammed Abul Walid, que fue tan buen gobernante como él, pero de salud débil y quebradiza. Quiso que Córdoba viviera en paz con Toledo y Alsahllah, pero éstos mostraron otras intenciones y hubo de continuar la guerra en contra de sus intenciones. Tampoco fue propicio para él el dios de las armas.

El rey traidor de Sevilla

Mientras sucedía todo esto el rey de Sevilla dio a conocer a sus súbditos que Hixem había muerto ya, pero que le había legado su herencia. El apego a los Omeyas convenció a muchos del nuevo dislate. Lo que fue poco en comparación con un augurio que también vio la luz por aquellos días. Era que, habiéndose casado un hijo de Abed con una hermana del rey de Denia, concibió un hijo, que nació en 1041, sobre el que predijeron los astrólogos una desgracia: que con su muerte habría de desaparecer la dinastía. La melancolía se apoderó de Abed al saber que su linaje sería tan poco duradero y la muerte le trasladó desde los alcázares al paraíso en el año 1042.

Su sucesor fue extremadamente cruel y voluptuoso. Pasaba una gran parte de su tiempo en el harén con setenta esclavas. Servía a sus cortesanos bebidas dulces en tazas forradas con los cráneos de diferentes personas, entre las que se contaba el del califa Yahia ben Alí. Hizo la guerra a Málaga, Granada y Carmena.

El rey de Toledo, por su lado, se unió al de Valencia y al walí de Cuenca, contra el de Córdoba, Ben Gehwar, que estaba talando sus campiñas. Acordó una tregua con los cristianos de Castilla y de Galicia, solicitó la ayuda de Sevilla y del Algarbe, y con todos estipuló una alianza para la defensa de sus dominios, pero conservando cada uno la autonomía plena en su territorio. A la alianza se sumaron los arrayaces o régulos de otras pequeñas taifas. Valiéndose de esa alianza, el sevillano acudió en ayuda del de Sevilla y del de Badajoz. Mas he aquí que los señores de Santa María de los Algarbes, Niebla y Huelva, dolidos porque el de Sevilla no había querido reconocer su independencia, se ofrecieron al de Córdoba, motivo por el cual Ben Abey, el sevillano, se fue apoderando de todos sus territorios. Lo mismo hizo con Carmena.

Ismail Dilnum, emir de Toledo, no se arredró por la alianza y sus tropas siguieron devastando la campiña cordobesa además de vencer a sus enemigos en el río Algodor. Córdoba cayó en consternación y el hijo de Ben Gehwar corrió a Sevilla a pedir más ayuda a Abed al Motadhi, cosa que este astuto emir supo aprovechar en su favor. Entretuvo al muchacho, le lisonjeó y le ofreció el socorro de doscientos caballos. Cuando llegó a Córdoba la halló cercada por los toledanos y al pueblo y al califa sumidos en consternación, implorando la ayuda de los aliados.

El rey de Sevilla mandó entonces a su hijo y a Aben Omar con una tropa numerosa. Entraron en combate. La caballería valenciana, aliada de Toledo, huyó. El desorden se impuso. El ejército de Toledo se retiró también. Los de Córdoba salieron entonces de la ciudad en persecución de sus enemigos. Aben Omar entró entonces en Córdoba, ocupó las puertas y el alcázar, apresó a Ben Gehwar, que murió de pesar por la traición a los pocos días, y cuando Abdelmelik volvió de su persecución de los toledanos fue también apresado por los de Sevilla a las puertas de la ciudad. Encerrado en una torre, murió también al poco tiempo maldiciendo al traidor, no sin antes haber presenciado desde su encierro la entrada triunfal de éste en Córdoba, así como las fiestas y espectáculos de fieras que, a semejanza de los antiguos romanos, prodigó a la población para ganársela.

Con esta traición miserable llegó a su fin el califato de Córdoba, que durante más de tres siglos había sido lumbrera del mundo musulmán, vivero de sabios y corte de ilustres y poderosos califas, centro del comercio y las artes, del lujo y la riqueza.

Taifa de Zaragoza

Todo esto sucedía en el sur y mediodía de España. Lo que sucedía en el este no era de menor importancia. Al-Mondhir el Tadjibi, emir de Zaragoza, había sucedido su hijo Yahia en 1023. Éste, que reinó diez y seis años, fue el que ayudó a Ramiro I de Aragón. Murió en una rebelión habida en Zaragoza a manos de su primo Abdallah ben Hasam el año 1039. Este Abdallah había sido probablemente sobornado por el de Lérida, Suleiman ben Hud, que se alzó con el poder. Amotinado, el pueblo le obligó a huir, aunque no pudo evitar que se llevara los emires anteriores. El pueblo mismo completó la tarea saqueando todo lo que halló a su paso y hubiera destruido todo si no hubiera acudido Suleiman, que restableció el orden y sustituyó la dinastía tadjibita instaurando la de los Beni-Hud.

Al-Motacim de Almería

El reino de Almería fue otro de los que se fundaron sobre las ruinas de los Ommiadas. Quizá fue el más bello de todos. A la muerte de Zohair se quiso apoderar de él un nieto de Almanzor que reinaba en Valencia, llamado Abdelaziz, pero se interpuso Mogueiz, de Denia. Abdelaziz quiso hacer las paces con él y con ese objeto salió de Almería, dejando al mando a Abul Ahwaz Man, su cuñado, el cual se declaró independiente. El reino de Almería abarcaba tierras de Murcia, Granada y Jaén. Esto sucedía el año 1040. A Man le sucedió su hijo Mohammed, gobernando durante su minoría de edad un tío del mismo, Abu Otbali el Zomadih. El gobernador de Lorca se sublevó contra él. A la muerte del regente, comenzó Mohammed a reinar, con diez y siete años y tomó el nombre de Al-Motacim.

Poco dotado para la guerra, no pudo evitar que sus vecinos se apoderaran con facilidad de gran parte de su territorio. Su reino se redujo a la ciudad de Almería y la comarca circundante. Allí se dedicó Al-Motacim a cuidar de sus súbditos con prudencia y justicia. Es cierto que no era buen político ni gran capitán, pero tenía otras virtudes: no ansiaba las riquezas de otros, se contentaba con lo que tenía, odiaba la profusión de sangre, honraba la religión y era justo y buen hombre.

Se cuenta que, tras haber colmado de favores a Abid Walid al Nihli, un poeta de Badajoz, éste se dedicó desde Sevilla a injuriarlo, componiendo un ditirambo en que decía que Ebn Ahed había destruido los berberiscos y Al-Motacim había exterminado los pollos de las aldeas. Un tiempo más tarde se hallaba el poeta en Almería y fue invitado por el príncipe a comer, presentándole pollos aderezados de distintas maneras. El poeta preguntó si no había en Almería más que pollos, a lo que respondió Al-Motacim que lo hacía para mostrarle que se había engañado cuando compuso el ditirambo. El poeta quiso disculparse, pero el príncipe lo tranquilizó diciéndole que un poeta se tiene que ganar la vida diciendo esas cosas y que quien en verdad cometió injuria fue quien le prestó oídos y permitió que se ultrajase a un igual. Pese a todo, el poeta no quedó tranquilo y no tardó en salir de Málaga. Desconocía el buen carácter de Al-Motacim, pese a las muestras que le había dado.

Un gobernante justo, generoso y amante de la paz como fue aquel príncipe debería haber regido territorios mucho más extensos para hacer la felicidad de sus súbditos, pero el destino no fija siempre grandes tareas a los grandes hombres, razón por la que no llegan a ser grandes. Al-Motacim murió en 1091.

Taifa de Valencia

Cuando murió Abdelaziz, el emir de Valencia, en 1061, le sucedió su hijo Abdelmelik Almudhaffar, pero como era menor de edad ejerció la tutoría Al Mamún, el de Toledo. Fue el mismo año en que Fernando de Castilla atacó la ciudad. Abdelmelik se dio a la fuga y Al Mamún dejó también la ciudad y se refugió en Cuenca. Desde allí se las ingenió para apoderarse del reino cuyo tutela ejercía, cosa que pudo hacer cuando los cristianos levantaron el cerco, en 1065. Una vez consumada la traición, se volvió a Toledo, dejando el gobierno de Valencia al mando de Abu Bekr. Este se declaró príncipe independiente del reino de Valencia. Era el que gobernaba la ciudad cuando Alfonso VI llegó a sus puertas.

Taifa de Badajoz y otra vez Sevilla

Lo que sucedía en Badajoz por aquellas fechas también es digno de ser conocido. En 1068 sucedió Yahia, que se llamó Almanzor, a Mohammed ben Afthas. Como gobernador de Évora había quedado un hermano suyo, Omar Al Motawakil. Pronto estalló la discordia entre los dos, discordia que terminó en el gobierno de Badajoz por el segundo, que fue el último de la familia de los Afthasidas.

En Sevilla seguía Al Mothadi aumentando sus territorios a costa de Málaga, Granada y otros pequeños señoríos circundantes. Su hijo Mohammed, el del fatídico augurio, le ayudaba en esta empresa. La fama precedía ya a los Almorávides africanos, que aguardaban la ocasión propicia de cruzar las aguas del Estrecho y adentrarse en España. Al Mothadi estaba convencido de que serían los encargados de que el augurio se cumpliese, lo que le llenaba de miedo de que se echaran a perder todos sus triunfos. Al final murió él mismo, no debido a la amargura que le había causado el destino del hijo y de su estirpe, sino porque una bellísima hija que tenía, de nombre Thairah, falleció en la flor de la juventud. Él se hallaba enfermo y no podía levantarse del lecho, pero ordenó que el cortejo fúnebre pasara delante de su palacio y, al asomarse por una ventana para contemplarlo sintió una pesadumbre tan fuerte que en pocos días siguió a su hija.

Le sucedió en 1069 el del oráculo maléfico, quien, tal vez para protegerse del mismo, tomó el nombre de Al Motamid Billah, el fortalecido ante Allah. Era en parte el retrato inverso de su padre como hombre liberal, dulce, humano en la guerra, protector de las letras y las artes, y en parte era su vivo retrato, como individuo ambicioso, astuto y hábil para las traiciones. No era muy religioso, pues bebía vino y lo permitía beber a sus tropas para entrar en combate con más brío. Con ese cúmulo de vicios y virtudes trató de seguir el consejo que su padre le había dado en el lecho de muerte, que consistía en vigilar las puertas de España por Gibraltar y Algeciras y que se esforzara en reunir en reunir el antiguo poder califal, que le pertenecía como señor de Córdoba.

Conclusión

El consejo no valió de mucho, pero lo que después sucedió es ya historia que pertenece más bien a las gestas de los príncipes cristianos que a los de los musulmanes, hasta llegar al final, que fue la rendición el último reino moro ante Isabel de Castilla y Fernando de Aragón. Aquellos reinos de taifas levantados sobre las ruinas del califato cordobés no lograron otra cosa que consumar su propia ruina. No supieron ver que las pasiones de los hombres son las mismas por todas partes, por lo que cuando se conoce a uno de ellos se conoce a todos, y que en el curso de la historia dan lugar a periodos recurrentes. Si los príncipes conocieran la historia sabrían a qué atenerse. Pero no la conocen. Por eso están condenados a cometer los mismos errores una y otra vez.

 

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Argumentos en espiral

“¿Dónde está el dinero? Tiene que estar en algún sitio”, se preguntan y se responden algunos, creyendo haber dado con la clave del asunto. Incluso D. Luis Martínez Sistach, cardenal de Barcelona, ha dicho: "antes había mucho dinero y ahora me pregunto: ¿dónde está el dinero?, ¿se ha quemado?, ¿se ha perdido?".

La respuesta no puede ser más fácil. El dinero que hay en España se debe. Todo o casi todo. Se debe incluso más de lo que hay. Más del que España produce, así que si hay aquí algún dinero es que no debería estar aquí, porque hay que devolverlo.

Según se dice, España debe unos cuatro billones de dólares y para irlos pagando se ha ido endeudando más y más debido a que con lo que gana no llega casi para nada. Pero ha llegado al límite y ya no puede seguir adelante. A su capacidad productiva no le quedan posibilidades físicas de crecer y sin embargo ha estado amontonando una deuda gigantesca que hay que devolver y para devolverla tiene que endeudarse más aún. Tanto tiene que endeudarse que para este año, solo para este año, está obligada a seguir pidiendo prestado para restituir unos treinta mil millones de euros en concepto de intereses por esa montaña de deuda. Y ello a pesar de que, si las cosas van bien, su productividad disminuirá este mismo año solo un uno y medio por ciento, aunque podría darse el caso de que disminuyera un cuatro por ciento.

Las argumentaciones de la economía forman espirales que serían entretenidas si no fueran siniestras. Es la ciencia lúgubre, ya se sabe.

Ahí va otra, para solaz de quien no haya dedicado ni siquiera una tarde a su estudio. Va como respuesta a la pregunta: ¿por qué estamos donde estamos?

Porque nos volvimos consumidores de todo, puros consumidores de cualquier cosa, por extravagante que fuera. A todo tuvimos derecho. Pero era derecho a crédito, derecho que nos daban otros con su dinero, los mismos que ahora lo reclaman. Se nos prestó dinero a manos llenas desde el exterior porque con lo que ganábamos en el interior no llegaba. Se abrieron las sucursales bancarias, autonómicas, municipales, etc., para dárnoslo. Compitieron en demagogia y engaño. Lo tuvieron fácil, porque siempre se puede mentir a quien está deseando dejarse engañar. España iba bien.

Pero la producción caía conforme subía la deuda. Hasta que pasó lo inevitable: si se debe mucho más de lo que se gana, los acreedores, que otros llaman mercados para demonizarlos, se resisten a prestarnos más o han dejado ya de hacerlo.

La conclusión: ¿esto es economía o más bien es ética? Desde esta perspectiva la lección también es sencilla. Uno no debe adquirir más compromisos que los que pueda cumplir. Y para tener dinero hay que trabajar.

(Publicado en La piquera, de Cope-Jerez el 11-04-12)

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