Burguesía revolucionaria

 


La burguesía ha sido la única clase social revolucionaria hasta el momento, como dice Marx en este texto del Manifiesto comunista, pues, pese a que el adjetivo se aplicó en un principio al proletariado, éste no ha logrado ni siquiera existir como clase. Los avances de los últimos siglos han conducido a que los humanos se muevan en una escala planetaria. Las sociedades han dejado de estar aisladas. La producción de riqueza se ha multiplicado por varios dígitos. Y ha sido gracias a la instauración de la propiedad privada como un medio de ahorro e inversión para obtener rentabilidad.


La burguesía ha desempeñado, en el transcurso de la historia, un papel verdaderamente revolucionario.

Dondequiera que se instauró, echó por tierra todas las instituciones feudales, patriarcales e idílicas. Desgarró implacablemente los abigarrados lazos feudales que unían al hombre con sus superiores naturales y no dejó en pie más vínculo que el del interés escueto, el del dinero contante y sonante, que no tiene entrañas. Echó por encima del santo temor de Dios, de la devoción mística y piadosa, del ardor caballeresco y la tímida melancolía del buen burgués, el jarro de agua helada de sus cálculos egoístas. Enterró la dignidad personal bajo el dinero y redujo todas aquellas innumerables libertades escrituradas y bien adquiridas a una única libertad: la libertad ilimitada de comerciar. Sustituyó, para decirlo de una vez, un régimen de explotación, velado por los cendales de las ilusiones políticas y religiosas, por un régimen franco, descarado, directo, escueto, de explotación.

La burguesía despojó de su halo de santidad a todo lo que antes se tenía por venerable y digno de piadoso acontecimiento. Convirtió en sus servidores asalariados al médico, al jurista, al poeta, al sacerdote, al hombre de ciencia.

La burguesía desgarró los velos emotivos y sentimentales que envolvían la familia y puso al desnudo la realidad económica de las relaciones familiares .

La burguesía vino a demostrar que aquellos alardes de fuerza bruta que la reacción tanto admira en la Edad Media tenían su complemento cumplido en la haraganería más indolente. Hasta que ella no lo reveló no supimos cuánto podía dar de sí el trabajo del hombre. La burguesía ha producido maravillas mucho mayores que las pirámides de Egipto, los acueductos romanos y las catedrales góticas; ha acometido y dado cima a empresas mucho más grandiosas que las emigraciones de los pueblos y las cruzadas.

La burguesía no puede existir si no es revolucionando incesantemente los instrumentos de la producción, que tanto vale decir el sistema todo de la producción, y con él todo el régimen social. Lo contrario de cuantas clases sociales la precedieron, que tenían todas por condición primaria de vida la intangibilidad del régimen de producción vigente. La época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las demás por el constante y agitado desplazamiento de la producción, por la conmoción ininterrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una dinámica incesantes. Las relaciones inconmovibles y mohosas del pasado, con todo su séquito de ideas y creencias viejas y venerables, se derrumban, y las nuevas envejecen antes de echar raíces. Todo lo que se creía permanente y perenne se esfuma, lo santo es profanado, y, al fin, el hombre se ve constreñido, por la fuerza de las cosas, a contemplar con mirada fría su vida y sus relaciones con los demás.

La necesidad de encontrar mercados espolea a la burguesía de una punta o otra del planeta. Por todas partes anida, en todas partes construye, por doquier establece relaciones.

La burguesía, al explotar el mercado mundial, da a la producción y al consumo de todos los países un sello cosmopolita. Entre los lamentos de los reaccionarios destruye los cimientos nacionales de la industria. Las viejas industrias nacionales se vienen a tierra, arrolladas por otras nuevas, cuya instauración es problema vital para todas las naciones civilizadas; por industrias que ya no transforman como antes las materias primas del país, sino las traídas de los climas más lejanos y cuyos productos encuentran salida no sólo dentro de las fronteras, sino en todas las partes del mundo. Brotan necesidades nuevas que ya no bastan a satisfacer, como en otro tiempo, los frutos del país, sino que reclaman para su satisfacción los productos de tierras remotas. Ya no reina aquel mercado local y nacional que se bastaba así mismo y donde no entraba nada de fuera; ahora, la red del comercio es universal y en ella entran, unidas por vínculos de interdependencia, todas las naciones. Y lo que acontece con la producción material, acontece también con la del espíritu. Los productos espirituales de las diferentes naciones vienen a formar un acervo común. Las limitaciones y peculiaridades del carácter nacional van pasando a segundo plano, y las literaturas locales y nacionales confluyen todas en una literatura universal.

La burguesía, con el rápido perfeccionamiento de todos los medios de producción, con las facilidades increíbles de su red de comunicaciones, lleva la civilización hasta a las naciones más salvajes. El bajo precio de sus mercancías es la artillería pesada con la que derrumba todas las murallas de la China, con la que obliga a capitular a las tribus bárbaras más ariscas en su odio contra el extranjero. Obliga a todas las naciones a abrazar el régimen de producción de la burguesía o perecer; las obliga a implantar en su propio seno la llamada civilización, es decir, a hacerse burguesas. Crea un mundo hecho a su imagen y semejanza.

La burguesía somete el campo al imperio de la ciudad. Crea ciudades enormes, intensifica la población urbana en una fuerte proporción respecto a la campesina y arranca a una parte considerable de la gente del campo al cretinismo de la vida rural. Y del mismo modo que somete el campo a la ciudad, somete los pueblos bárbaros y semibárbaros a las naciones civilizadas, los pueblos campesinos a los pueblos burgueses, el Oriente al Occidente. 

(K. Marx y F. Engels, Manifiesto del Partido Comunista, 1848)


 

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Mayorías

 


En contra de lo que uno tiende a creer, no es posible que una minoría detente el poder sobre una mayoría si ésta no lo consiente. En este texto de Platón Calicles defiende lo contrario diciendo que el mejor es el poderoso, pero Sócrates responde que entonces la multitud es mejor, pues en ellas está el poder. Sócrates destruye la apariencia. Muchos que hoy se apoyan en groseras razones  que habrían escandalizdo  a Calicles creen hoy que la excelencia está en la mayoría, como dice Sócrates burlonamente.


 

Sócrates.- Pero ¿llamas tú a la misma persona indistintamente mejor y más poderosa? Pues tampoco antes pude entender qué decías realmente. ¿Acaso llamas más poderosos a los más fuertes, y es preciso que los débiles obedezcan al más fuerte, según me parece que manifestabas al decir que las grandes ciudades atacan a las pequeñas con arreglo a la ley de la naturaleza, porque son más poderosas y más fuertes, convencido de que son la misma cosa más poderoso, más fuerte y mejor, o bien es posible ser mejor y, al mismo tiempo, menos poderoso y más débil, o, por otra parte, ser más poderoso, pero ser peor, o bien es la misma definición la de mejor y mas poderoso? Explícame con claridad esto. ¿Es una misma cosa, o son tosas distintas más poderoso, mejor y más fuerte?

Calicles.- Pues bien, te digo claramente que son la misma cosa.

Sóc.- ¿No es cierto que la multitud es, por naturaleza, más poderosa que un solo hombre? Sin duda ella le impone las leyes, como tú decías ahora.

Cal.- ¿Cómo no?

Sóc.- Entonces las leyes de la multitud son las de los más poderosos.

Cal.- Sin duda.

Sóc.- ¿No son también las de los mejores? Pues los más poderosos son, en cierto modo, los mejores, según tú dices.

Cal.- Sí.

Sóc.- ¿No son las leyes de éstos bellas por naturaleza, puesto que son ellos más poderosos?

Cal.- Sí.

Sóc.- Así pues, ¿no cree la multitud, como tú decías ahora, que lo justo es conservar la igualdad y que es más vergonzoso cometer injusticia que recibirla? ¿Es así o no? Y procura no ser atrapado aquí tú también por vergüenza. ¿Cree o no cree la multitud que lo justo es conservar la igualdad y no poseer uno más que los demás, y que es más vergonzoso cometer injusticia que recibirla? No te niegues a contestarme a esto, Calicles, a fin de que, si estás de acuerdo conmigo, mi opinión quede respaldada ya por ti, puesto que la comparte un hombre capaz de discernir.

Cal.- Pues bien, la multitud piensa así.

Sóc.- Luego no sólo por ley es más vergonzoso cometer injusticia que recibirla y se estima justo conservar la igualdad, sino también por naturaleza. Por consiguiente, es muy posible que no dijeras la verdad en tus anteriores palabras, ni que me acusaras con razón, al decir que son cosas contrarias la ley y la naturaleza y que, al conocer yo esta oposición, obro de mala fe en las conversaciones y si alguien habla con arreglo a la naturaleza lo refiero a la ley, y si habla con arreglo a la ley lo refiero a la naturaleza.

Cal.- Este hombre no dejará de decir tonterías. Dime, Sócrates, ¿no te avergüenzas a tu edad de andar a la caza de palabras y de considerar como un hallazgo el que alguien se equivoque en un vocablo? En efecto, ¿crees que yo digo que ser más poderoso es distinto de ser mejor? ¿No te estoy diciendo hace tiempo que para mí es lo mismo mejor y más poderoso? ¿O crees que digo que, si se reúne una chusma de esclavos y de gentes de todas clases, sin ningún valer, excepto quizá ser más fuertes de cuerpo, y dicen algo, esto es ley?

Sóc.- Bien, sapientísimo Calicles; ¿es eso lo que dices?

Cal.- Exactamente.

(Platón, Gorgias, 488 c – 489 c)


 

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Thaúmata

 


Thaúmata es el nombre que da Platón en su mito de la caverna a los embelecos fabricados por unos individuos que mantienen engañados a los hombres durante toda su vida. Los engaños son placenteros, sobre todo cuando vienen acompañados de lisonja y vanidad. Hoy quizá es más eficaz la mampara -medios de comunicación de masas, publicidad, ideologías políticas, etc.- tras la cual nos embelesan los titiriteros. Mayor será entonces el esfuerzo necesario para hacer la luz que disuelva las sombras. Pero el que quiera ser hombre de pleno derecho tiene que intentarlo. Os dejo un texto de Platón que inaugura la historia de Europa, de una inquietud de la que siempre ha hecho gala: la de escudriñar todo lo que hay alrededor.


 

– Y a continuación – seguí –, compara con la siguiente escena el estado en que, con respecto a la educación o a la falta de ella, se halla nuestra naturaleza. Imagina una especie de cavernosa vivienda subterránea provista de una larga entrada, abierta a la luz, que se extiende a lo ancho de toda la caverna, y unos hombres que están en ella desde niños, atados por las piernas y el cuello, de modo que tengan que estarse quietos y mirar únicamente hacia adelante, pues las ligaduras les impiden volver la cabeza; detrás de ellos, la luz de un fuego que arde algo lejos y en plano superior, y entre el fuego y los encadenados, un camino situado en alto, a lo largo del cual supónte que ha sido construido un tabiquillo parecido a las mamparas que se alzan entre los titiriteros y el público, por encima de las cuales exhiben aquéllos sus maravillas.

 

– Ya lo veo – dijo.– Pues bien, ve ahora, a lo largo de esa paredilla, unos hombres que transportan toda clase de objetos, cuya altura sobrepasa la de la pared, y estatuas de hombres o animales hechas de piedra y de madera y de toda clase de materias; entre estos portadores habrá, como es natural, unos que vayan hablando y otros que estén callados.

– ¡Qué extraña escena describes dijo y qué extraños prisioneros!

 

– Iguales que nosotros – dije –, porque en primer lugar, ¿crees que los que están así han visto otra cosa de sí mismos o de sus compañeros sino las sombras proyectadas por el fuego sobre la parte de la caverna que está frente a ellos? (Platón, República, (514, a-c)"


 

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Kant

Kant nació en Könisberg (Prusia), hoy Kaliningrado (Rusia) el 22 de Abril de 1.724, en el seno de una familia de artesanos. Educado en los círculos de la religión pietista (reacción contra el luteranismo), ingresó con ocho años en el colegio Fridericiano, donde adquirió sobre todo el gusto por la lectura de los autores latinos. A los 17 años se matriculó en la Universidad de Könisberg para acudir a las clases del entonces célebre profesor M. Knutsen, que fue quien consiguió despertar en él el interés por la ciencia. Profesor de filosofía y matemáticas, Knutsen fue además quien le dio a conocer las obras de Newton, a cuyo estudio se consagró con verdadero entusiasmo durante una década. No está nada claro que Kant cursara estudios de Teología, y mucho menos que abrigara el propósito de hacerse teólogo, según defienden algunos comentaristas, como K. Fisher.

Terminados sus estudios universitarios, Kant se vio obligado por falta de recursos a trabajar de preceptor en dos o tres casas distintas. La adquisición del grado de doctor en Filosofía le abrió años más tarde las puertas de la universidad, pero esto no sirvió para aliviar sus problemas económicos. Al contrario, durante quince años estuvo trabajando de Privatdozent, dando muchas horas de clase y de muy diferentes materias, hasta que, con cerca de cincuenta años, pudo acceder a la cátedra de Lógica y Metafísica. A partir de ese momento, Kant concentró todos sus esfuerzos de la que será su obra capital, la Crítica de la razón pura, que vio la luz en el año 1.781. Pocos años después aparecieron la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Crítica de la razón práctica y Crítica del juicio.

Retirado de las tareas docentes en 1.979, por propia voluntad, Kant, cada día más débil, vivió todavía siete años más, muriendo el 12 de Febrero de 1.804.

Introducción.

La trayectoria esencialmente gnoseológica introducida por Descartes en el pensamiento filosófico moderno conduce de la mano de Hume al criticismo kantiano. La idea cartesiana de la razón, que nace precisamente de la búsqueda de la certeza, es decir, de la aplicación rigurosa del método matemático-deductivo, sirvió de punto de referencia al análisis psicológico que los empiristas llevaron a cabo del problema del conocimiento, concretamente el del origen de las ideas. Las distintas respuestas de racionalistas y empiristas a este problema no son una razón suficiente para hablar de corrientes opuestas. Que el yo posea capacidad para producir desde sí mismo una imagen fidedigna de la realidad o que esté sometido a la coacción impuesta por la cosa externa no basta para afirmar que se trate de corrientes contrarias, pues lo que se quiere indicar es que la razón, en un caso, goza de total autonomía, pero no así en el otro. Serían contrarias si fuera cierto que los empiristas oponen al poder de la razón para construir la realidad el poder del objeto sobre ella, de tal manera que, si para los racionalistas lo que llamamos objeto de conocimiento no es esencialmente distinto del sujeto del cual deriva, para lo empiristas tendría que ser al revés, el sujeto sería un simple reflejo o trasunto del objeto. Pero esto no es exactamente así, pues si bien es cierto que la razón para los empiristas se constituye por las percepciones y de ellas se nutre, no se reduce a ellas, ya que las reglas para combinar y asociar las percepciones no se derivan de la experiencia.

En cualquier caso, lo que resulta claro es que detrás de las discusiones entre racionalistas y empiristas sobre el conocimiento subyace un problema genuinamente metafísico: la antítesis sujeto-objeto, punto de partida inevitable del examen del conocer. La reflexión sobre estas dos esferas separadas del ser, el yo y el mundo exterior, así como la relación entre ellas, se remonta a los orígenes del pensamiento filosófico griego, aunque, si es verdad la opinión de Ortega y Gasset, los griegos no llegaron a ser nunca plenamente conscientes de la separación de esas dos esferas. La oposición sujeto-objeto, siempre según Ortega, sería obra de Descartes. La pretendida crítica de los empiristas a la metafísica, a excepción de Hume, no sirvió para socavar las bases metafísicas de la teoría del conocimiento.

La crítica psicológica de Locke, que parecía inicialmente dirigida contra la metafísica del sujeto, supuso a la postre una vuelta al realismo anterior al siglo XVII. El viejo esquema sujeto-objeto es en Locke algo incuestionado, nunca puesto seriamente en duda. El conocimiento es el resultado de la síntesis de las sensaciones proyectadas sobre el alma desde el exterior. El yo y los objetos externos son realidades presupuestas, anteriores a la acción misma de conocer, no resultados de la misma.

La eliminación de la sustancia externa por Berkeley, aceptada básicamente por Hume, sirvió tan sólo para conferir al otro plano de la realidad, el ser de la conciencia, un contenido y una autonomía tan sólidas como el cogito cartesiano. Sólo Hume fue capaz de llevar a término el proceso de disolución del ser, tanto del exterior como del interior.

Ahora bien, la negación del viejo esquema metafísico sujeto-objeto equivale a negar la posibilidad misma del conocimiento. Precisamente es en este momento cuando hace su aparición la filosofía kantiana, que, por lo menos en sus comienzos, nada sabe de las cosas y tampoco del alma. El objetivo prioritario de la crítica kantiana del conocimiento no es el yo, ni sus relaciones con los objetos exteriores, sino el análisis del concepto de la experiencia y de las leyes que hacen posible el conocimiento empírico. El mundo externo y el alma no tienen existencia en sí y por sí, sino que nacen con el proceso de la experiencia. Por eso lo decisivo para Kant es el examen de los juicios que hacen posible el conocimiento empírico.

I. Los juicios sintéticos a priori.

Kant aborda el examen del conocimiento prescindiendo de consideraciones metafísicas y psicológicas sobre el yo y los objetos. El punto de partida es ahora el análisis lógico de los juicios que expresan el conocimiento. Los juicios son la unión de dos conceptos, sujeto y predicado, y pueden ser de varias clases según sea la conexión entre el sujeto y el predicado y según el grado de certeza que contengan.

A. Juicios a priori y juicios a posteriori o empíricos.

Atendiendo al criterio de su validez, los juicios pueden ser a priori y a posteriori. Los primeros, como afirma Hume de las relaciones de ideas, son proposiciones demostrativamente ciertas, lo que indica que su verdad se establece al margen de la experiencia. Los juicios a posteriori, en cambio, son verdaderos o falsos dependiendo de la experiencia.

En palabras de Kant, los primeros son universales y necesarios, pero los juicios a posteriori no son una cosa ni la otra. Universalidad y necesidad son, pues, criterios determinantes de lo que es un conocimiento a priori o puro. Ambos conceptos están estrechamente ligados, pero no se confunden. Según el primero, decimos que no cabe concebir como posible excepción alguna al contenido del juicio. En cuanto a la necesidad, ésta se opone a contingencia, lo que implica que si afirmamos de algo que posee tales o cuales características, no cabe aceptar que pueda ser de otro modo.

Universalidad y necesidad son, pues, criterios determinantes de lo que es un conocimiento a priori o puro. Ambos conceptos están estrechamente ligados, pero no se confunden. Según el primero, decimos que no cabe concebir como posible excepción alguna al contenido del juicio. En cuanto a la necesidad, ésta se opone a contingencia, lo que implica que si afirmamos de algo que posee tales o cuales características, no cabe aceptar que pueda ser de otro modo.

B. Juicios analíticos y juicios sintéticos.

Cuando el criterio utilizado corresponde a la relación entre los elementos del juicio, tenemos otra clase: analíticos y sintéticos. Juicios analíticos son aquéllos cuyo predicado B se halla implícitamente contenido en el concepto del sujeto A. Por eso se llaman también juicios explicativos. En los juicios sintéticos, sin embargo, el predicado B no pertenece al sujeto A, se añade a él. Estos son juicios extensivos. En el primer caso la conexión entre B y A es el principio de identidad. En el segundo la conexión se funda en la experiencia. Los juicios analíticos son sin excepción juicios a priori, independientes del testimonio de la experiencia, pues para formularlos no es necesario salir del examen del concepto. En cambio, los juicios sintéticos no son juicios a posteriori, al menos no lo son todos, aunque en sentido inverso sí es verdad que todos los juicios a posteriori son juicios sintéticos. Existen juicios sintéticos a priori. Son juicios extensivos que carecen, sin embargo, del apoyo de la experiencia para establecer la conexión entre el sujeto y el predicado. Qué sea lo que hace posible la síntesis en los juicios sintéticos a priori es precisamente el objeto de la crítica kantiana de la razón pura.

Un juicio sintético a priori de la forma “todo lo que sucede tiene una causa” se distingue del juicio analítico “los cuerpos son extensos” en que el concepto de causalidad no está contenido en el sujeto como lo está el concepto de extensión en la idea de cuerpo. De la idea de que algo empieza a existir no se infiere que haya una causa que lo produzca, porque siempre puedo concebir sin contradicción lo contrario, a saber, que algo surja sin el concurso de causa alguna. En esto Kant no hace otra cosa que seguir a Hume. Como también en la idea de que la experiencia no nos ofrece testimonio alguno de la conexión causal. Por eso no puede tratarse de un juicio sintético a posteriori de la clase “los cuerpos son pesados”, pues la condición de pesado sólo nos es conocida por la experiencia.

¿De dónde procede entonces el vínculo que nos permite pasar de la causa al efecto? En Hume la causalidad es un principio psicológico que se origina por la acción combinada de los sentidos, la memoria y la imaginación, que nos llevan de una impresión presente a otra que aún no ha sucedido. Descansa, pues, en la costumbre y el hábito. Por él introducimos en el mundo el orden, la regularidad y la necesidad que son los requisitos que hacen posible la ciencia. Pero la necesidad y el orden de la naturaleza no pueden descansar en un suelo tan poco firme. Kant se negó a aceptar una conclusión así. La causalidad para el filósofo alemán es, como se verá más adelante, un concepto a priori del entendimiento, responsable de la unidad sintética de las percepciones.

A decir verdad, el camino psicológico emprendido por el empirismo inglés había llevado las discusiones sobre el conocimiento a una situación difícilmente sostenible, pues al abstraer las leyes del pensamiento de la organización psicológica individual no sólo se renuncia a tratar el problema de la validez del conocimiento, sino que además los resultados de la acción del pensamiento se reducen al ámbito subjetivo y contingente de los mecanismos de la actividad cerebral. Kant intenta por todos los medios alejar la teoría del conocimiento de la intromisión de la psicología y en tal sentido el principal objetivo es la búsqueda de las leyes o principios lógicos dotados de validez general y objetiva que hacen posible el conocimiento de los objetos. Y ello ha de hacerse sin renunciar al conocimiento basado en la experiencia, pues precisamente se trata de buscar en ella las leyes necesarias de tipo apriórico, que conviertan a un conocimiento tal en un saber objetivo.

 

Juicios según su validez

A priori. Ej.: El todo es mayor que la parte.

 

A posteriori: Ej.: Un día lluvioso es un día frío.

 

 

Juicios según la relación sujeto – predicado

Analíticos. Ej.: Los cuerpos son extensos.

 

Sintéticos. Ej.: Los cuerpos son pesados.

 

 

Juicios científicos

Sintéticos a priori. Ej.: Todo lo que sucede tiene una causa

 

El problema que subyace a esta clasificación es el de la validez de los juicios de la ciencia, los cuales, por el hecho de originarse en la experiencia, no pueden reclamar para sí la objetividad y certeza de los juicios analíticos. El siguiente texto de Kant nos lo indica con suficiente claridad:

“¿Cómo cobran los juicios empíricos y sintéticos un carácter general? ¿No poseemos, junto a los principios formales de los juicios racionales, otros principios formales para los juicios sintéticos y empíricos? ¿No son los mismos los principios formales de la relación real que los de la relación lógica?”[1]

Los principios formales de identidad y contradicción, según Cassirer, ceden el puesto a otros principios también lógicos: “los principios formales puros de la experiencia y del conocimiento matemático”, que son los que forman la base de la razón humana.

II. Los límites del conocimiento.

La sustitución de los procesos del pensar por el análisis de sus resultados nos sitúa ante la ciencia y la metafísica. Kant afirma que la primera es un saber formado por juicios sintéticos a priori, juicios extensivos, y al mismo tiempo universales y necesarios. En cambio, la metafísica, que tradicionalmente ha sido considerada como la primera de todas las ciencias, no es seguro que lo sea y en consecuencia habrá que indagar si en ella se puede dar esa clase de juicios.

Por eso lo primero es descubrir las condiciones que hacen posibles los juicios sintéticos a priori en las matemáticas y en la física. La matemática es un conocimiento sintético, no analítico, que se apoya en las formas a priori de la sensibilidad, que son el espacio y el tiempo. La física es también un conocimiento sintético, que descansa en los conceptos puros del entendimiento, llamados categorías.

A. Espacio y tiempo.

Son intuiciones puras, no empíricas. Pertenecen a la sensibilidad, que es la “capacidad de recibir representaciones, al ser afectados  por los objetos”[2], pero no son la materia de las sensaciones, sino su forma. Por eso se dice que no son intuiciones empíricas, sino puras o a priori. La materia de la sensibilidad representa lo que nos es dado por el objeto. La forma, por el contrario, es la condición a priori de toda sensación, tanto externa como interna, por lo que no constituye una cualidad de los objetos. Espacio y tiempo pertenecen al sujeto, pero no son tampoco una cualidad suya, sino los medios o principios puestos por el sujeto para unificar el material de las sensaciones. No son cosas exteriores, por lo tanto, y tampoco son cosas que estén en nosotros. “El espacio y el tiempo, nos aclara Cassirer, no han pertenecido a ninguna cosa antes del acto en que brotan, porque para nosotros toda cosa nace precisamente en este acto y con él”[3].

Las formas de espacio y tiempo constituyen las “reglas necesarias y objetivamente válidas” que permiten la unificación de las sensaciones y de este modo posibilitan el conocimiento de los objetos.

Estas formas son a priori porque no son algo dado en las sensaciones, antes bien son las condiciones de toda sensación, que pertenecen a nuestra capacidad de conocer los objetos. Por todo ello se puede decir que el espacio y el tiempo son principios subjetivos cuya función es servir de medios para construir la objetividad. Kant denomina trascendentales a tales principios, por constituir las condiciones de la objetividad, es decir, por hacer posible no solamente el conocimiento a priori de los objetos, sino también su existencia.

Espacio y tiempo son las condiciones que hacen posible el conocimiento sintético de las matemáticas. En efecto, la base de la geometría es el espacio. El tiempo lo es de la aritmética. En Newton el espacio y el tiempo absolutos son supuestos como premisas firmes e inamovibles de las cuales nada sabemos por los sentidos. Si bien a efectos prácticos lo que cuenta en la física, y eso sí es observable, es el tiempo y el espacio relativos, que se traducen en relaciones espacio-temporales entre los cuerpos. A efectos de teoría del conocimiento, sin embargo, esos absolutos tienen enorme interés, tanto más cuanto mayor es la adhesión al principio empirista de Newton y sus seguidores.

El planteamiento kantiano, según acabamos de ver, es que espacio y tiempo son intuiciones a priori, no empíricas, pero no son conceptos del entendimiento, porque no pueden ser producto de una abstracción. Son representaciones singulares y únicas: los diferentes tiempos y espacios de que a veces se habla no son sino partes de un solo tiempo y de un solo espacio. En suma, espacio y tiempo son formas a priori de la sensibilidad y condiciones de la matemática, a la cual suministra el material necesario para hacer de ella un conocimiento sintético dotado de validez universal.

B. Las categorías.

Los objetos de la física no son intuiciones puras, sino empíricas. Las intuiciones empíricas constituyen la materia del conocimiento científico, pero ¿cómo es que la ciencia física puede estar tan bien formada por juicios sintéticos a priori? La respuesta está en la matemática, que es de donde la física obtiene los principios sintéticos a priori que le hacen falta para convertirse en una ciencia exacta.

Esos principios a priori de naturaleza matemática resultan de las determinaciones del espacio y el tiempo, que son obra de los conceptos del entendimiento. Sin ellos no habría conocimiento de ningún tipo. Y tampoco sin intuiciones, claro está. El conocimiento científico está hecho de la unión de los dos elementos, conceptos e intuiciones. La intuiciones pertenecen a la sensibilidad, capacidad por medio de la cual nos es dado el objeto, y los conceptos corresponden al entendimiento, que es “la capacidad de pensar el objeto de la intuición”[4]. Las primeras aportan al conocimiento el contenido y los conceptos las reglas para unificar el los datos de la sensibilidad. “Los pensamientos sin contenidos son vacíos; las intuiciones sin conceptos son ciegas”, afirma Kant[5].

Ahora bien, los conceptos, igual que las intuiciones, pueden ser a priori y a posteriori. Son a posteriori las conceptos que contienen alguna sensación. A priori sólo aquéllos que están libres de toda impresión. Así decimos que el concepto rosa es un concepto empírico porque es inseparable de sensaciones como el color, la fragancia, etc…

Para los empiristas los conceptos son todos de este último tipo: resultado de las impresiones sensibles, de las cuales derivan, por un proceso de abstracción que nos permite separar las cualidades comunes de las que no lo son. Berkeley decía que si quitáramos a la rosa todas sus cualidades sensoriales, el objeto dejaría de existir. Kant asiente en parte: sin impresiones no hay objeto. Sin embargo, el objeto no se reduce a la suma de las impresiones, ya que, de ser así, no dejaría de ser una unión puramente subjetiva. En la rosa hay sin duda percepciones, intuiciones sensibles, pero hay algo más. Lo que queda, si suprimimos todas las impresiones, es el concepto de objeto en general, cuya función es dar unidad a las cualidades cuando éstas se presentan a la sensibilidad. Las diferentes formas de que se vale el entendimiento para llevar a cabo la unificación de las cualidades sensibles se denominan categorías.

Las categorías son los conceptos puros del entendimiento que hacen posible el conocimiento de los objetos, porque gracias a ellas se lleva a cabo la unidad sintética de las intuiciones empíricas, que de este modo se convierten en un conocimiento objetivo. Son también trascendentales, como el espacio y el tiempo, ya que condicionan simultáneamente el conocimiento y su objeto.

De la forma lógica de los juicios, clasificados ahora según la cantidad, la cualidad, la relación y la modalidad, Kant extrae la siguiente tabla de las categorías:

 

 

Unidad

Categorías de la cantidad

Pluralidad

 

Totalidad

 

 

 

Realidad

Categorías de la cualidad

Negación

 

Limitación

 

 

 

Sustancia

Categorías de la relación

Causalidad

 

Comunidad

 

 

 

Posibilidad

Categorías de la modalidad

Existencia

 

Necesidad

 

La función de las categorías está perfectamente delimitada. Su campo de aplicación lo constituyen las intuiciones empíricas. Lo que quiere decir que los conceptos a priori del entendimiento no pueden extenderse más allá de los datos de la sensibilidad. Y que sólo puede haber conocimiento de los objetos que nos son dados a través de la experiencia. Cuando lo que se pretende, como ha hecho tradicionalmente la metafísica, es llegar a conocer los objetos absolutos, es decir, las cosas que caen fuera del ámbito de lo sensible, se está haciendo un uso incorrecto de las categorías.

El conocimiento se halla, pues, limitado por esta exigencia: que no podemos traspasar con nuestros conceptos a priori los límites impuestos por la experiencia.

La frontera entre lo que es y lo que no es objeto de conocimiento viene trazada por la distinción kantiana entre fenómeno y noúmeno. Fenómeno es un término que, según manifiesta Cassirer[6], fue tomado del lenguaje de la ciencia. Significa literalmente lo que aparece, pero no es por ello algo opuesto a realidad. Para Kant, el fenómeno es el objeto sensible, lo que aparece ante nosotros en el espacio y en el tiempo. Ello indica que no puede ser algo ilusorio e irreal, sino todo lo contrario, ya que lo que designa es la realidad empírica como tal, la cual representa el único objeto de conocimiento posible.

El noúmeno, o cosa en sí, es aquello que se halla fuera del marco de la experiencia, por lo que no puede ser objeto de ninguna intuición sensible, ni puede obtenerse, en consecuencia, conocimiento alguno de él. La diferencia entre fenómeno y noúmeno corresponde a la distinción platónica entre objetos sensibles e inteligibles, pero Kant no sigue a Platón en la defensa de una doble realidad, sensible por un lado e inteligible por el otro. Los objetos inteligibles no son reales, no tienen existencia empírica. Podemos pensarlos, pero nunca llegar a conocerlos, pues sólo puede conocerse lo que es objeto de una intuición sensible, el único tipo de objeto realmente existente. Objetos inteligibles, no sensibles, son los objetos metafísicos, las virtudes morales, los entes de razón[7]

El noúmeno tiene un uso negativo cuando nos servimos de él para poner límites al conocimiento de los objetos. En palabras de Kant:

 “El concepto de noúmeno no es más que un concepto límite destinado a poner coto a las pretensiones de la sensibilidad. No posee, por tanto, más que una aplicación negativa”[8]

Tendría un uso positivo como objeto posible de una intuición no sensible, es decir, de una intuición intelectual, pero ésta es imposible para el hombre.

La claridad de este texto excluye que pueda hablarse de dos tipos de objetos al referirnos a la distinción entre fenómeno y noúmeno.

La sustitución de los procesos del pensar por el análisis de sus resultados nos sitúa ante la ciencia y la metafísica. Kant afirma que la primera es un saber formado por juicios sintéticos a priori, juicios extensivos, y al mismo tiempo universales y necesarios. En cambio, la metafísica, que tradicionalmente ha sido considerada como la primera de todas las ciencias, no es seguro que lo sea y en consecuencia habrá que indagar si en ella se puede dar esa clase de juicios.

Por eso lo primero es descubrir las condiciones que hacen posibles los juicios sintéticos a priori en las matemáticas y en la física. La matemática es un conocimiento sintético, no analítico, que se apoya en las formas a priori de la sensibilidad, que son el espacio y el tiempo. La física es también un conocimiento sintético, que descansa en los conceptos puros del entendimiento, llamados categorías.

C. Las ideas de la razón.

Fáltanos por saber, una vez concluido el examen de las condiciones que debe reunir un conocimiento para ser científico, si la metafísica es o no un conocimiento de esta índole. Pues en caso de serlo no se entiende por qué se encuentra en una situación tan desfavorable frente a la física, la cual desde Galileo avanza segura y a paso bien firme. La tarea que hay que llevar a cabo es la de examinar si son posibles los juicios sintéticos a priori en la metafísica.

De los dos elementos que hacen falta para que se den estos juicios: categorías e intuiciones, la metafísica carece del segundo. Sus objetos, los absolutos alma, Dios y mundo, jamás pueden sernos dados a través de la experiencia, pues se refieren a la totalidad de ella.

Alma, mundo y Dios son llamadas por Kant ideas trascendentales y no pertenecen al entendimiento, sino a la razón, que es una facultad superior a aquél por cuanto se ocupa de dar unidad a los conocimientos alcanzados por él.

Las ideas son conceptos a priori de la razón, en lo cual no se distinguen de las categorías, pero no se pueden aplicar como éstas a las percepciones, porque no pueden referirse a ningún objeto empírico. “Entiendo por idea -afirma Kant- un concepto necesario de razón del que no puede darse en los sentidos un objeto correspondiente”[9]. El alma es la “unidad absoluta -incondicionada- del sujeto pensante”. El mundo es la “unidad absoluta de la serie de las condiciones del fenómeno”, y Dios es la “unidad absoluta de la condición de todos los objetos del pensamiento en general”[10].

El origen de las ideas está en la disposición natural de nuestra razón, que consiste en hacer inferencias de lo conocido a lo desconocido, es decir, en extraer conclusiones que sobrepasan el campo de la experiencia. Este proceder explicaría el origen del error de atribuir realidad a las ideas. Los silogismos mediante los cuales llegamos a ellas son todos razonamientos sofísticos. Así en el caso del alma se comete el paralogismo de la sustancialidad, que consiste en inferir que el alma es una sustancia porque es el sujeto de todos los juicios que se refieren a nuestra experiencia interna. En el campo de la cosmología se producen antinomias, que son demostraciones correctas pero no prueban nada, porque a cada conclusión que se establezca se opone la conclusión contraria obtenida con la misma corrección que la anterior[11]. Y, por último, las diferentes pruebas para demostrar la existencia de Dios carecen igualmente de validez. La más importante de todas, la prueba ontológica -de San Anselmo y Descartes- descansa en la suposición de que la existencia es una parte del concepto de Dios. Ahora bien, la existencia es una categoría que sólo puede aplicarse a los objetos de la experiencia y Dios no es un objeto perceptible ni puede serlo. Es una idea.

Ahora bien, aunque no puedan representar ningún objeto real, no por eso dejan de estar presentes en el conocimiento de los objetos. Las ideas no son principios constitutivos, porque no sirven para conocer ningún objeto, pero son principios reguladores que sirven para unificar la variedad de conocimientos alcanzados por el entendimiento y darles la máxima unidad.

En resumen, la metafísica no puede ser una ciencia ni son posibles los juicios sintéticos a priori en ella, porque carece de toda referencia empírica. Ha sido necesario proceder al examen crítico de las condiciones del conocimiento científico para descubrir que la pretensión de la metafísica tradicional de obtener el conocimiento de los absolutos es tan imposible como vano el intento de convertir sus objetos en seres reales.

III. El formalismo moral.

Que la Metafísica no sea posible como conocimiento científico no quiere decir que no sea posible en absoluto. La utilidad de la Crítica de la Razón Pura a este respecto no es sólo negativa; también es positiva.

Es negativa porque nos enseña que no podemos obtener conocimiento alguno de los objetos de la Metafísica por medio de nuestra razón especulativa. Pero es también positiva porque si se consigue llegar a ellos por otra vía distinta de aquélla se hallará definitivamente libre de cualquier ataque que pretenda destruirla.. Esta otra vía es la razón práctica. Razón teorética y razón práctica no son dos razones distintas; es una sola razón con distintos usos: el uso teórico es el que se aplica al conocimiento de los objetos que nos son dados en una intuición sensible; el uso práctico de la razón es el uso moral, que va dirigido a la acción. La actividad moral es actividad racional como la teorética, pero no busca conocer sus objetos, sino orientar nuestras acciones con arreglo a leyes racionales de tipo práctico. Los objetos de la moral no son de naturaleza sensible como los de la razón teórica, sino inteligibles; son principios racionales que los hombres utilizamos como reglas de acción.

Las ideas de la Metafísica, tales como la libertad, la inmortalidad del alma y Dios tienen precisamente su lugar en el ámbito inteligible de la moral.

La idea de un mundo moral posee para Kant realidad objetiva en el interior del hombre, pues todos, por el hecho de serlo, tenemos conciencia inmediata de la ley moral. La existencia de la conciencia moral constituye el punto de partida del análisis kantiano de las reglas morales. La Crítica de la Razón Práctica se ocupa, en efecto, de descubrir las condiciones que hacen posible que un principio práctico pueda convertirse en ley moral. Todo principio o regla de conducta tiene la forma de un juicio, de una proposición, pero no expresa una relación que exista de hecho, sino cómo debemos actuar. Son mandatos o imperativos que pueden ser de dos clases:

Imperativos hipotéticos: son aquellos que ordenan ciertas acciones como medios para un fin.

Imperativos categóricos: son aquellos que ordenan acciones no como medios de ningún fin, sino por ser buenas en sí mismas.

De estos dos imperativos sólo el segundo tiene que ver con la moralidad. ¿Por qué los imperativos categóricos son los únicos que pueden elevarse a la categoría de leyes morales? La fórmula kantiana del imperativo categórico reza así: “Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal”[12].

En primer lugar, esta fórmula no prescribe acciones concretas, carece de contenido, lo cual equivale a negar que lo bueno o lo malo residan en las acciones.

Ya se ha dicho que el hecho moral reside en nuestro interior, pero no deriva del sentimiento, como defendía Hume, sino de la razón: razón práctica o voluntad.

Nada hay bueno en el mundo, salvo una buena voluntad, dice Kant. Y la voluntad es buena cuando se halla determinada por el deber. El deber es un concepto central en la ética kantiana. “El deber expresa un fenómeno de necesidad y de vinculación a principios que no se da en todo el ámbito de la naturaleza”[13]. Elemento esencial de la moralidad, el deber se manifiesta en el modo como la ley de la razón práctica dirige nuestros actos. La ley moral se torna en un deber cuando se nos impone como una obligación y como una necesidad, exigiéndonos respeto y sumisión hacia ella. Kant distingue entre acciones conforme al deber y acciones por deber, que corresponden a la distinción existente entre legalidad y moralidad. Los actos legales son aquellos que se ajustan a la ley, pero se llevan a cabo por temor al castigo. Sólo cuando se actúa por respeto al deber adquieren nuestras acciones un valor moral, lo cual es actuar según un imperativo categórico.

Es evidente, por todo lo anterior, que el imperativo categórico, en la medida en que no obliga a realizar ninguna acción en concreto, es puramente formal.

El imperativo categórico no es un medio para un fin, no persigue ningún fin determinado, sino sólo la conformidad de la acción con la ley. Es en esta exclusión de toda finalidad donde reside el carácter esencialmente formal del imperativo categórico, así como su carácter apriórico, que es lo que le da validez objetiva y universal.

El formalismo moral kantiano se opone frontalmente a las teorías éticas materiales que se dedican a establecer sus principios empíricamente y por tanto carecen de toda validez. Estos principios son imperativos hipotéticos porque subordinan la acción a la consecución de un fin: son éticas que prescriben un tipo de acción con vistas a una recompensa, un premio o un castigo.

De lo cual se desprende finalmente que la ética kantiana es una moral autónoma, no heterónoma, como las éticas materiales, porque la voluntad no recibe pasivamente la ley de algo o alguien ajeno a ella misma, sino que se da a sí misma la ley.

La defensa de la autonomía de la voluntad presupone la existencia de la libertad. Sin la idea de la libertad como propiedad de la voluntad la ley moral se derrumba cual castillo de naipes. La libertad es para Kant uno de los postulados de la razón práctica. Los otros dos son la inmortalidad del alma y la existencia de Dios.

Postulados son proposiciones teóricas no demostrables presupuestos necesariamente por la ley moral. La admisión de tales postulados equivale a admitir que Dios, el alma y el mundo, las tres ideas de la Metafísica, tienen existencia. Y es así ciertamente, pero sólo en relación con el ejercicio de la moralidad. Los postulados son ideas, no fenómenos, y en tal sentido no pertenecen a la ciencia, sino que son una cuestión de fe.

 

IV. Texto de I. Kant, Crítica de la razón pura, A50, B74 – A52, B76 , A712, B740 – A726, B754

1. CRÍTICA DE LA RAZÓN PURA,.

DOCTRINA TRASCENDENTAL DE LOS ELEMENTOS.

Segunda parte.

LA LÓGICA TRASCENDENTAL.

INTRODUCCIÓN.

IDEA DE UNA LÓGICA TRASCENDENTAL.

I. LA LÓGICA EN GENERAL.

Nuestro conocimiento surge básicamente de dos fuentes del psiquismo: la primera es la facultad de recibir representaciones (receptividad de las impresiones); la segunda es la facultad de conocer un objeto a través de tales representaciones (espontaneidad de los conceptos). A través de la primera se nos da un objeto, a través de la segunda, lo pensarnos en relación con la rcpresentación (como simple determinación del psiquismo). La intuición y 1 los conceptos constituyen, pues, los elementos de todo nuestro conocimiento, de modo que ni los conceptos pueden suministrar conocimiento prescindiendo de una intuición que les corresponda de alguna forma, ni tampoco puede hacerlo la intuición sin conceptos. Ambos elementos son, o bien puros, o bien empíricos. Son empíricos si contienen una sensación (la cual presupone la presencia efectiva del objeto). Son puros si no hay en la representación mezcla alguna de sensación. Podemos llamar a esta última la materia del conocimiento sensible. La intuición pura únicamente contiene, pues, la forma bajo la cual intuimos algo. El concepto puro no contiene, por su parte, sino la forma bajo la cual pensamos un objeto en general. Tanto las intuiciones puras como los conceptos puros solo son posibles a priori, mientras que las intuiciones empíricas y los conceptos empíricos únicamente lo son a posteriori.

Si llamamos sensibilidad a la receptividad que nuestro psiquismo posee, siempre que sea afectado de alguna manera, en orden a recibir representaciones, llamaremos entendimiento a la capacidad de producirlas por sí mismo, es decir, a la espontaneidad del conocimiento. Nuestra naturaleza conlleva el que la intuición sólo pueda ser sensible, es decir, que no contenga sino el modo según el cual somos afectados por objetos. La capacidad de pensar el objeto de la intuición es, en cambio, el entendimiento. Ninguna de estas propiedades es preferible a la otra: sin sensibilidad ningún objeto nos sería dado y, sin entendimiento, ninguno sería pensado. Los pensamientos sin contenido son vacíos; las intuiciones sin conceptos son ciegas. Por ello es tan necesario hacer sensibles los conceptos (es decir, añadirles el objeto en la intuición) como hacer inteligibles las intuiciones (es decir, someterlas a conceptos). Las dos facultades o capacidades no pueden intercambiar sus funciones. Ni el entendimiento puede intuir nada, ni los sentidos pueden pensar nada. El conocimiento únicamente puede surgir de la unión de ambos. Mas no por ello hay que confundir su contribución respectiva. Al contrario, son muchas las razones para separar y distinguir cuidadosamente una de otra. Por ello distinguimos la ciencia de las reglas de la sensibilidad.132 en general, es decir, la estética, respecto de la ciencia de las reglas del entendimiento en general, es decir, de la lógica.(…).

CAPÍTULO I.

Sección primera.

LA DISCIPLINA DE LA RAZÓN PURA EN.SU USO DOGMÁTICO.

Las matemáticas ofrecen el más brillante ejemplo de una razón que consigue ampliarse por sí misma, sin ayuda de la experiencia. Los ejemplos son contagiosos, en especial de cara a una facultad que de modo natural se precia de poseer en un caso la suerte que ha tenido en otros. En su uso trascendental, la razón espera, pues, conseguir extenderse con la misma solidez con que lo ha hecho en las matemáticas, especialmente si usa en el primer caso el método que tan palpables ventajas ha demostrado en el segundo. Por ello nos interesa mucho saber si el método para obtener la certeza apodíctica, el método matemático, es idéntico al que persigue la misma certeza en filosofía y que debiera llamarse dogmático en este caso.

El conocimiento filosófico es un conocimiento racional derivado de conceptos; el conocimiento matemático es un conocimiento obtenido por construcción de los conceptos. Construir un concepto significa presentar la intuición a priori que le corresponde. Para construir un concepto hace falta, pues, una intuición no empírica que, consiguientemente, es, en cuanto intuición, un objeto singular a pesar de lo cual, en cuanto construcción de un concepto (representación universal), tiene que expresar en su representación una validez universal en relación con todas las posibles intuiciones pertenecientes al mismo concepto. Construyo, por ejemplo, un triángulo representando, sea el objeto correspondiente a este concepto por medio de la simple imaginación, en la intuición pura, sea, de acuerdo con ésta, sobre el papel, en la intuición empírica, pero en ambos casos completamente a priori, sin tomar el modelo de una experiencia. A pesar de que la figura singular trazada es empírica, sirve para expresar el concepto, no obstante la universalidad de éste. La razón está en que esa intuición apunta siempre al simple acto de construir el concepto, en el cual hay muchas determinaciones (por ejemplo, la magnitud de los lados y de los ángulos que son completamente indiferentes: se prescinde, por tanto, de estas diferencias que no modifican el concepto de triángulo.

Así, pues, el conocimiento filosófico sólo considera lo particular en lo universal; las matemáticas, lo universal en lo particular, e incluso en lo singular, pero a priori y por medio de la razón. Por ello, así como este singular se halla determinado por ciertas condiciones universales de la construcción, así también el objeto del concepto, al que dicho singular corresponde como su mero esquema, tiene que concebirse como universalmente determinado.

Es, por tanto, esta diferencia formal lo que distingue esencialmente estas dos clases de conocimiento de razón. La distinción no se basa en la diferencia de su materia o de sus objetos. Quienes pretenden distinguir filosofía y matemáticas diciendo que el objeto de la primera es sólo la cualidad, mientras que el de las segundas es únicamente la cantidad, confunden el efecto con la causa. La causa de que el conocimiento matemático sólo pueda referirse a cantidades es la forma de tal conocimiento, ya que los únicos conceptos que pueden construirse, es decir, representarse a priori en la intuición, son los relativos a magnitudes, mientras que los conceptos relativos a cualidades no son representables en otra intuición que la empírica. El conocimiento racional de las cualidades no es, pues, posible sino a través de conceptos. Por ello no puede nadie obtener una intuición que corresponda al concepto de realidad más que partiendo de la experiencia; nunca puede poseerla a priori, partiendo de sí mismo y antes de tener conciencia empírica de ella. La forma cónica puede hacerse intuible sin ayuda empírica, de acuerdo con el simple concepto, pero el color del cono tiene que haberse dado previamente en una experiencia. No puedo en modo alguno representar en la intuición el concepto de causa en general, como no sea en un ejemplo ofrecido por la experiencia; y lo mismo puede decirse de otros conceptos. Además, la filosofía se ocupa de magnitudes tanto como las matemáticas. Trata, por ejemplo, de la totalidad, de la infinitud, etc. Las matemáticas se ocupan también de la diferencia entre línea y superficie en cuanto espacios de distinta cualidad, así como de la continuidad de la extensión en cuanto cualidad de ésta. Sin embargo, por más que en estos casos filosofía y matemáticas tengan un objeto común, su modo de tratarlo mediante la razón es completamente distinto en una y otra ciencia. La primera se atiene sólo a conceptos universales, mientras que la segunda nada puede hacer con el simple concepto, sino que va inmediatamente en pos de la intuición, en la cual considera el concepto en concreto, pero no empíricamente, sino sólo en una intuición que representa a priori, es decir, que ha construido y en la que aquello que se sigue de las condiciones universales de la construcción tiene que ser también universalmente válido respecto del objeto del concepto construido.

Demos al filósofo el concepto de triángulo y dejémosle que halle a su manera la relación existente entre la suma de sus ángulos y un ángulo recto. No cuenta más que con el concepto de una figura cerrada por tres líneas rectas y con el concepto de otros tantos ángulos. Por mucho tiempo que reflexione sobre este concepto no sacará ninguna conclusión nueva. Puede analizar y clarificar el concepto de línea recta, el de ángulo o el del número tres, pero no llegar a propiedades no contenidas en estos conceptos. Dejemos que sea ahora el geómetra el que se ocupe de esta cuestión. Comienza por construir enseguida un triángulo. Como sabe que la suma de dos ángulos rectos equivale a la de todos los ángulos adyacentes que pueden trazarse desde un punto sobre una línea recta, prolonga un lado del triángulo y obtiene dos ángulos adyacentes que, sumados, valen dos rectos. De estos dos ángulos divide el externo trazando una paralela al lado opuesto del triángulo y ve que surge de este modo un ángulo adyacente externo igual a uno interno; y así sucesivamente. A través de una cadena de inferencias y guiado siempre por la intuición, el geómetra consigue así una solución evidente y, a la vez, universal del problema.

Las matemáticas no sólo construyen magnitudes (quanta), como en la geometría, sino también la mera cantidad (quantitas), como en el álgebra, donde se prescinde totalmente de la naturaleza del objeto que ha de ser pensado según este concepto de magnitud. Esta misma ciencia exige entonces cierta denominación de todas las construcciones de magnitudes en general (números), como adición, sustracción, extracción de raíces, etc., y, una vez que ha designado también el concepto universal de las magnitudes según las diversas relaciones de las mismas, representa en la intuición, de acuerdo con ciertas reglas universales, todas las operaciones producidas y modificadas mediante la magnitud. Cuando una magnitud tiene que ser dividida por otra, la ciencia matemática combina los símbolos de ambas según el signo indicador de la división, etc. Así, pues, logra por medio de una construcción simbólica, exactamente igual que lo hace la geometría por medio de una construcción ostensiva o geométrica (de los objetos mismos), lo que jamás podría conseguir el conocimiento discursivo por medio de simples conceptos.

¿A qué se deberá tan distinta situación de dos artífices de la razón, de los cuales uno utiliza conceptos y el otro intuiciones que representa a priori conforme a los conceptos? La causa es clara a la luz de lo que llevamos dicho en la exposición de la teoría trascendental de los fundamentos. No se trata aquí de proposiciones analíticas que podemos producir por medio de la simple descomposición de conceptos (donde el filósofo poseería indudables ventajas sobre su rival), sino de proposiciones sintéticas y, además, de proposiciones sintéticas que han de ser conocidas a priori. En efecto, no tengo que atender a lo que realmente pienso de mi concepto de triángulo (esto no constituye más que su mera definición). Al contrario, tengo que ir más allá y obtener propiedades que no se hallan en este concepto, pero que le pertenecen. Ahora bien, esto sólo es posible determinando mi objeto de acuerdo con las condiciones de la intuición empírica, o bien de acuerdo con las de la intuición pura. Lo primero nos daría sólo una proposición empírica (por medio de la medición de los ángulos del triángulo) sin universalidad ni, menos todavía, necesidad. Este tipo de proposiciones no constituyen nuestro objeto. El segundo procedimiento es el matemático y, en este caso, la construcción geométrica, mediante la cual añado en una intuición pura, igual que hago en la empírica, la diversidad perteneciente al esquema de un triángulo en general y, consiguientemente, a su concepto; de esta forma tienen que construirse, claro está, proposiciones sintéticas universales.

Seria, por tanto, inútil filosofar, esto es, pensar discursivamente, sobre los triángulos; con ello no lograría en absoluto avanzar más allá de la definición, a pesar de que lo razonable seria empezar por ésta. Hay una síntesis trascendental, efectuada a partir de meros conceptos, que sólo alcanza el filósofo, pero que únicamente se refiere a una cosa en general, en el sentido de cuáles son las condiciones bajo las que la percepción de. la misma puede pertenecer a la experiencia posible. En las cuestiones matemáticas, en cambio, ni se trata de esto ni de la existencia, sino de las propiedades de los objetos en si mismos, pero sólo en cuanto que estas propiedades se hallan ligadas al concepto de tales objetos.

Con el ejemplo expuesto hemos intentado simplemente poner en claro la gran diferencia existente entre el uso discursivo de la razón, por conceptos, y el uso intuitivo de la misma, por construcción de conceptos. La pregunta que surge ahora de modo natural es á qué se debe la necesidad de este doble uso de la razón y bajo qué condiciones podemos saber si sólo tiene lugar el primero o también el segundo.

Todo nuestro conocimiento se refiere en definitiva a intuiciones posibles, pues sólo a través de éstas se nos dan objetos. Ahora bien, un concepto a priori (un concepto no empírico), o bien contiene ya en sí una intuición pura, y entonces es susceptible de ser construido, o bien no contiene más que la síntesis de intuiciones posibles que no se dan a priori. En este último caso, se pueden formular juicios sintéticos a priori a través de él, pero sólo discursivamente, por conceptos, nunca intuitivamente, por construcción del concepto.

De todas las intuiciones la única que se da a priori es la mera forma de los fenómenos, espacio y tiempo. Es posible representarse a priori, es decir, construir, un concepto de estas formas consideradas como quanta, bien sea juntamente con su cualidad (figura), bien sea sólo su cantidad (la mera síntesis de la multiplicidad homogénea) mediante el número. Pero la materia de los fenómenos gracias a la cual se nos dan cosas en el espacio y en el tiempo sólo puede representarse en la percepción y, consiguientemente, a posteriori. El único concepto que representa a priori este contenido empírico de los fenómenos es el de cosa en general, mas el conocimiento sintético a priori de ésta no puede suministrar más que la mera regla de la síntesis de aquello que la percepción puede ofrecer a posteriori, pero nunca proporcionar a priori la intuición del objeto real, ya que tal intuición tiene que ser necesariamente empírica.

Las proposiciones sintéticas relativas a cosas en general cuya intuición no puede darse a priori son trascendentales. En consecuencia, las proposiciones trascendentales no pueden darse mediante la construcción de conceptos, sino únicamente por medio de conceptos a priori. No contienen otra cosa que la regla según la cual hay que buscar empíricamente cierta unidad sintética de aquello (las percepciones) que no puede ser representado intuitivamente a priori. Pero no pueden representar a priori ninguno de sus conceptos en un ejemplo; sólo lo hacen a posteriori, mediante la experiencia, la cual no es posible sino de acuerdo con esos principios sintéticos.

Para juzgar sintéticamente de un concepto hay que ir más allá de él y acudir a la intuición en la que se ha dado, ya que si nos quedáramos en lo que se halla contenido en el concepto, el juicio sería simplemente analítico y no constituiría más que una explicación del pensamiento atendiendo a lo realmente contenido en él. Pero puedo ir desde el concepto a la intuición, pura o empírica, correspondiente a él para examinarlo en concreto desde ella y para conocer a priori o a posteriori lo que conviene al objeto del mismo. Lo primero es el conocimiento racional y matemático mediante la construcción del concepto; lo segundo es el conocimiento meramente empírico (mecánico), que es incapaz de suministrar proposiciones necesarias y apodícticas. Así, podría analizar mi concepto empírico del oro sin ganar nada más que la posibilidad de enumerar lo que realmente pienso con esta palabra. De esta forma introduzco una mejora lógica en mi conocimiento, pero no consigo incrementarlo o añadirle nada. Si ahora tomo la materia que se presenta con este nombre, consigo percepciones que me suministrarán diversas proposiciones sintéticas, pero empíricas. Si se tratara del concepto matemático de un triángulo, lo construiría, es decir, lo daría a priori en la intuición, con lo cual lograría un conocimiento sintético y, además, racional. Si se me da, en cambio, el concepto trascendental de una realidad, de una sustancia, fuerza, etc., tal concepto no indica una intuición, ni empírica ni pura, sino simplemente la síntesis de las intuiciones empíricas (que, consiguientemente, no pueden darse a priori). De este concepto tampoco pueden surgir, por tanto, proposiciones sintéticas determinantes, ya que la síntesis es incapaz. de avanzar a priori y de llegar a la intuición que corresponde al concepto. Lo único que puede surgir es un principio de la síntesis de las intuiciones empíricas posibles. Una proposición trascendental es, por ende, un conocimiento sintético de razón por meros conceptos y, por ello mismo, discursivo, ya que es el que hace posible la unidad sintética del conocimiento empírico, pero no ofrece intuición alguna a priori.

Así. pues. hay dos usos de la razón, los cuales tienen en común la universalidad del conocimiento y el hecho de producirlo a priori pero son muy distintos en su modo de proceder. Ello se debe a que en el fenómeno, que es donde se nos dan todos los objetos, hay dos elementos: la forma de la intuición (espacio y tiempo), que es cognoscible y determinable enteramente a priori, y la materia (lo físico) o contenido; este último indica un algo que se halla en el espacio y en el tiempo, algo que, consiguientemente, contiene una existencia y corresponde a la sensación. Con respecto a la materia, que sólo empíricamente puede darse de modo determinado, no podemos tener a priori sino indeterminados conceptos de la síntesis de sensaciones posibles, en la medida en que pertenezcan a la unidad de apercepción (en una experiencia posible). Con respecto a la forma podemos determinar nuestros conceptos en la intuición a priori creando los objetos mismos en el espacio y en el tiempo mediante la síntesis uniforme y considerándolos como simples quanta. El primero se llama uso de la razón por conceptos, caso en el que no podemos hacer sino reducir fenómenos, de acuerdo con su contenido real, a conceptos que, por este medio, no son determinables sino empíricamente, esto es, a posteriori (pero de acuerdo con aquellos conceptos en cuanto reglas de una síntesis empírica).EI segundo es el uso de la razón por construcción de conceptos, donde estos pueden darse – precisamente por referirse ya a una intuición a priori de modo determinado y a priori en la intuición pura, sin datos empíricos. Considerar si todo lo que existe (una cosa en el espacio o en cl tiempo) es o no un quantum y hasta qué punto lo es; si con ello tenemos que representarnos una existencia o la falta de ésta; en qué medida es ese algo (que ocupa espacio o tiempo) un sustrato primario o una simple determinación; si su existencia guarda relación con otra cosa en cuanto causa o efecto; finalmente, si en lo que se refiere a la existencia, se halla aislado o en interdependencia recíproca con otras cosas; todas estas cuestiones, así como el examen de la posibilidad, realidad y necesidad de esa existencia, o de sus contrarios, pertenecen al conocimiento de razón a partir de conceptos, al conocimiento llamado filosófico.

En cambio, determinar una intuición a priori en el espacio (figura); dividir el tiempo (duración); conocer simplemente el elemento universal de la síntesis de una misma cosa en el espacio y en el tiempo, así como la magnitud a que ello da lugar en una intuición en general (número>; todo esto es tarea de la razón mediante la construcción de conceptos, tarea que calificamos de matemática.

El gran éxito que la razón obtiene con las matemáticas le hace creer naturalmente que también triunfará, si no ella, al menos su método, fuera del ámbito de las magnitudes, ya que reduce todos sus conceptos a intuiciones que puede ofrecer a priori, con lo cual se hace dueña de la naturaleza, por así decirlo. La filosofía pura, en cambio, trata de solucionar los problemas de la naturaleza con conceptos discursivos a priori, sin poder hacer intuible a priori, ni, por tanto, confirmar, la realidad de esos conceptos. Los maestros del arte matemático no parece que carezcan de confianza en sí mismos, como tampoco al público general parecen faltarle expectativas sobre su habilidad, cuando se ocupan de estos problemas. En efecto, como apenas han filosofado jamás sobre sus matemáticas (tarea nada fácil), no caen en la cuenta de la diferencia específica existente entre uno y otro uso de la razón. Por ello consideran como axiomas reglas que son corrientes y de aplicación empírica, reglas que han sido extraídas de la razón ordinaria. No se interesan en absoluto por cuál sea la procedencia de los conceptos de espacio y tiempo de los que (en cuanto únicos quanta originarios) se ocupan. A ello se debe precisamente el que les parezca innecesario el investigar el origen de los conceptos puros del entendimiento, así como el radio de su aplicabilidad. Lo único que les importa es servirse de ellos. Este proceder es perfectamente correcto mientras no rebasen los límites señalados, esto es. los de la naturaleza. Pero, inadvertidamente, pasan del campo de la sensibilidad al terreno inseguro de los conceptos puros e incluso trascendentales, donde ni el suelo les permite sostenerse de pie ni tampoco nadar (instabilis tellus, innabilis unda), sino sólo un paso ligero cuyas huellas quedan completamente borradas por el tiempo. Su marcha por las matemáticas traza, en cambio, un camino real donde podrá andar confiadamente incluso la más remota posterioridad.

Nos hemos impuesto la obligación de determinar con exactitud y certeza los límites de la razón pura en su uso trascendental. Sin embargo, este tipo de aspiración posee la peculiaridad de que, pese a los más enérgicos y claros avisos, sigue dejándose engañar por esperanzas antes de abandonar por completo su empeño de sobrepasar los limites de la experiencia y llegar a los atractivos dominios de lo intelectual. Por ello es necesario desprenderse de la última ancla de una esperanza fantástica, por así decirlo, y mostrar que la práctica del método matemático es incapaz de reportar el menor beneficio en este tipo de conocimiento – como no sea el de revelar tanto más claramente sus debilidades –, que la geometría y la filosofía son dos cosas completamente distintas, por más que se den la mano en la ciencia de la naturaleza que, consiguientemente, el procedimiento de una nunca puede ser imitado por la otra.(…).

DOCTRINA TRASCENDENTAL DEL MÉTODO.

CAPÍTULO II.

EL CANON DE. LA RAZÓN PURA.

Es humillante para la razón humana que no consiga nada en su uso puro y que necesite incluso una disciplina que refrene sus extravagancias y evite las ilusiones consiguientes a las mismas. Por otra parte, el hecho de que ella misma pueda y deba ejercer tal disciplina sin permitir otra censura superior, eleva su ánimo y le da confianza en si misma; igual puede decirse del hecho de que los limites que la razón se ve obligada a poner a su uso especulativo restrinjan, a la vez, las pretensiones sofisticas de todo adversario y de que, consiguientemente, pueda resguardar de cualquier ataque todo cuanto le haya quedado de sus exageradas demandas anteriores. La mayor – y tal vez la única utilidad de toda filosofía de la razón pura es tan solo negativa, ya que no sirve como órgano destinado a ampliar, sino como disciplina limitadora. En lugar de descubrir la verdad, posee el callado mérito de evitar errores.

Sin embargo, tiene que haber en algún lugar una fuente de conocimientos positivos pertenecientes al ámbito de la razón pura, de conocimientos que, si ocasionan errores, sólo se deba quizá a un malentendido, pero que, de hecho, constituyan el objetivo de los afanes de la razón. De lo contrario, ¿a qué causa habría que atribuir su anhelo inextinguible de hallar un suelo firme situado enteramente fuera de los límites de la existencia? La razón barrunta objetos que comportan para ella el mayor interés. Con el fin de aproximarse a tales objetos, emprende el camino de la mera especulación, pero estos huyen ante ella. Es de esperar que tenga más suerte en el único camino que le queda todavía, el del uso práctico.

Entiendo por canon el conjunto de principios a priori del correcto uso de ciertas facultades cognoscitivas. Así, la lógica general constituye, en su parte analítica, un canon del entendimiento y de la razón en general, pero sólo en lo que a la forma concierne, ya que prescinde de todo contenido. La analítica trascendental era igualmente el canon del entendimiento puro, pues sólo él es capaz de verdadero conocimiento sintético a priori. Cuando no es posible el uso correcto de una facultad cognoscitiva, no hay canon alguno. Ahora bien, de acuerdo con todas las pruebas hasta ahora presentadas, la razón pura es incapaz, en su uso especulativo de todo conocimiento sintético. No hay. pues. canon de este uso especulativo de la razón (ya que tal uso es enteramente dialéctico). En este sentido, toda lógica trascendental no es más que disciplina. Consiguientemente, de haber un uso correcto de la razón pura, caso en el que tiene que haber también un canon de la misma, éste no se referirá al uso especulativo de la razón, sino que será un canon de su uso práctico, uso que vamos a examinar ahora.

EL CANON DE LA RAZÓN PURA.

Sección primera.

EL OBJETIVO FINAL DEL USO PURO DE NUESTRA RAZÓN.

La razón es arrastrada por una tendencia de su naturaleza a rebasar su uso empírico y a aventurarse en un uso puro, mediante simples ideas, más allá de los últimos límites de todo conocimiento, a la vez que a no encontrar reposo mientras no haya completado su curso en un todo sistemático y subsistente por si mismo. Preguntamos ahora: ¿se basa esta aspiración en el mero interés especulativo de la razón o se funda más bien única y exclusivamente en su interés práctico?

Dejaré de momento a un lado la suerte de la razón pura en su aspecto especulativo y me limitaré a preguntar por los problemas cuya solución constituye su objetivo final – independientemente de que sea o no alcanzado y en relación con cl cual todos los demás poseen el valor de simples medios. De acuerdo con la naturaleza de la razón, estos fines supremos deberán tener por su parte, una vez fundidos, la unidad que fomente aquel interés de la humanidad que no está subordinado a ningún otro interés superior.

La meta final a la que en definitiva apunta la especulación de la razón en su uso trascendental se refiere a tres objetos: la libertad de la voluntad, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios. En relación con los tres, el interés meramente especulativo de la razón es mínimo; a este respecto sería difícil que se emprendiera una fatigosa labor de investigación trascendental envuelta en obstáculos interminables; sería difícil porque no habría posibilidad de emplear los descubrimientos que pudieran hacerse en ella de forma que se revelara su utilidad en concreto, es decir, en la investigación de la naturaleza. El que la razón sea libre sólo afecta a la causa inteligible de nuestro querer, ya que por lo que se refiere a los Fenómenos por los que se expresa, es decir, a los actos, no podemos explicarlos de otro modo – según una máxima básica e inviolable, sin la cual no podemos emplear la razón en su uso empírico – que como explicamos todos los demás fenómenos de la naturaleza, es decir, de acuerdo con leyes invariables de esa misma naturaleza. En segundo lugar, aun suponiendo que pueda comprenderse la naturaleza espiritual del alma (y, con ella, su inmortalidad), tal comprensión no nos sirve, como fundamento explicativo, ni para dar cuenta de sus fenómenos en esta vida ni de la peculiar naturaleza de su estado futuro, ya que nuestro concepto de naturaleza incorpórea es meramente negativo, y no amplia en lo más mínimo nuestro conocimiento ni ofrece materia para extraer consecuencias, como no sean las que sólo poseen validez como creaciones de la imaginación, creaciones que la filosofía no admite. En tercer lugar, si se demostrara la existencia de una inteligencia suprema, haríamos comprensible lo teleológico en la constitución del mundo, así como el orden en general, pero no nos sería licito derivar de ello ninguna disposición u orden peculiares, como tampoco osar inferirlos donde no fueran percibidos, ya que es una regla necesaria del uso especulativo de la razón el no pasar por alto las causas naturales ni desentenderse de aquello que puede instruirnos mediante la experiencia con la pretensión de derivar algo conocido de algo que sobrepasa enteramente nuestro conocimiento. En una palabra, estas tres proposiciones son siempre trascendentes para la razón especulativa y carecen de todo uso inmanente, es decir, admisible en relación con objetos de la experiencia y, por consiguiente, de todo empleo útil. Consideradas en si mismas, constituyen esfuerzos racionales completamente ociosos, a la vez que extremadamente difíciles.

Por consiguiente, si estas tres proposiciones cardinales no nos hacen ninguna falta para el saber y, a pesar de ello, la razón nos las recomienda con insistencia, su importancia sólo afectará en realidad a lo práctico.

"Práctico" es todo lo que es posible mediante libertad. Pero si las condiciones del ejercicio de nuestra voluntad libre son empíricas, la razón no puede tener a este respecto más que un uso regulador ni servir más que para llevar a cabo la unidad de las leyes empíricas; así, por ejemplo, en la doctrina de la prudencia, sirve para unificar todos los fines que nos proponen nuestras inclinaciones en uno solo, la felicidad, la coordinación de los medios para conseguirla constituye toda la tarea de la razón. De ahí que las únicas leyes que ésta puede suministrarnos sean, no leyes puras y enteramente determinadas a priori, sino leyes prácticas de la conducta libre encaminadas a la consecución de los fines que los sentidos nos recomiendan. Si fuesen, en cambio, leyes prácticas puras, con fines dados enteramente a priori por la razón, con fines no empíricamente determinados, sino absolutamente preceptivos, serían productos de la razón pura. Así son las leyes morales. Consiguientemente, sólo éstas pertenecen al uso práctico de la razón pura y admiten un canon.

Así, pues, en el estudio que llamamos filosofía pura todos los preparativos se encaminan, de hecho, a los tres problemas mencionados. Estos poseen, a su vez, su propia finalidad remota, a saber: qué hay que hacer si la voluntad es libre, si existe Dios y si hay un mundo futuro. Dado que esto sólo afecta a nuestra conducta en relación con el fin supremo, el objetivo último de una naturaleza que nos ha dotado sabiamente al construir nuestra razón no apunta en realidad a otra cosa que al aspecto moral.

Hay que tener, empero, cuidado, al dirigir nuestra atención sobre un objeto extraño a la filosofía trascendental, en no extraviarse en digresiones que lesionen la unidad del sistema. Por otra parte, hay que evitar igualmente faltar a la claridad o a la fuerza de persuasión por hablar demasiado poco acerca de la nueva materia. Espero cumplir ambas exigencias manteniéndome lo más cerca posible de lo trascendental y dejando enteramente de lado lo que pueda ser psicológico, es decir, empírico.

Ante todo señalaré que, de momento, sólo emplearé el concepto de libertad en sentido práctico, prescindiendo del mismo, como ya hemos dicho, en su significación trascendental. En esta última acepción no podemos suponerlo empíricamente, como fundamento explicativo de los fenómenos, sino como un problema de la razón. En efecto, una voluntad que no puede ser determinada más que a través de estímulos sensibles, es decir, patológicamente, es una voluntad animal (arbitriun brutum). La que es. en cambio, independiente de tales estímulos y puede, por tanto, ser determinada a través de motivos sólo representables por la razón, se llama voluntad libre (arbitrium liberum), y todo cuanto se relaciona con esta última, sea como fundamento, sea como consecuencia, recibe el nombre de práctico. La libertad práctica puede demostrarse por experiencia, puesto que la voluntad humana no sólo es determinada por lo que estimula o afecta directamente a los sentidos, sino que poseemos la capacidad de superar las impresiones recibidas por nuestra facultad apetitiva sensible gracias a la representación de lo que nos es, incluso de forma remota, provechoso o perjudicial. Estas reflexiones acerca de lo deseable, esto es, bueno y provechoso, en relación con todo nuestro estado, se basan en la razón. De ahí que ésta dicte también leyes que son imperativos, es decir. leyes objetivas de la libertad, y que establecen lo que debe suceder, aunque nunca suceda, matiz que las distingue de las leyes de la naturaleza, las cuales tratan únicamente de lo que sucede. Esta es la razón de que las primeras se llamen también leyes prácticas.

El problema relativo a si en estos actos por los que la razón prescribe leyes está o no ella misma determinada por otras influencias, así como el relativo a si aquello que se llama libertad respecto de los estímulos sensibles no puede ser, a la vez, naturaleza en relación con causas eficientes superiores y más remotas, no nos importa en el terreno práctico, ya que no hacemos sino preguntar a la razón sobre la norma de conducta. Dichos problemas son cuestiones puramente especulativas de las que podemos prescindir mientras nuestro objetivo sea el hacer o dejar de hacer. A través de la experiencia reconocemos, pues, la libertad práctica como una de las causas naturales, es decir, como una causalidad de la razón en la determinación de la voluntad. La libertad trascendental exige, en cambio, la independencia de esa voluntad misma (en lo que se refiere a la causalidad por la que inicia una serie de fenómenos) respecto de todas las causas determinantes del mundo sensible. En tal sentido, la libertad trascendental parece oponerse a la ley de la naturaleza y, consiguientemente, a toda experiencia posible. Sigue, pues, constituyendo un problema. Ahora bien, éste no afecta a la razón en su uso práctico. Por tanto, en un canon de la razón pura solo tenemos que tratar de dos cuestiones que incumben al interés práctico de la misma y en relación con las cuales tiene que ser posible un canon de su uso, a saber: ¿existe Dios?, ¿hay una vida futura? La cuestión relativa a la libertad trascendental sólo afecta al saber especulativo y, tratándose de lo práctico, podemos dejarla a un lado como enteramente indiferente. En la antinomia de la razón pura se puede encontrar una discusión suficiente sobre ella.

EL CANON DE LA RAZÓN PURA.

Sección segunda.

EL IDEAL DEL BIEN SUPREMO COMO FUNDAMENTO.

DETERMINADOR DEL FIN ÚLTIMO DE LA RAZÓN PURA.

En su uso especulativo, la razón nos condujo a través del campo empírico y, como en él nunca se halla plena satisfacción, nos llevó de ahí a las ideas especulativas, las cuales nos recondujeron, al fin, a la experiencia. Esas ideas cumplieron, pues, su objetivo de forma útil, pero no adecuada a nuestras expectativas. Ahora nos queda por hacer todavía una exploración, la de averiguar si no es igualmente posible que encontremos la razón pura en el uso práctico, si no nos conduce en este uso a las ideas que alcanzan los fines supremos de la misma fines que acabamos de señalar –, si, consiguientemente, esa misma razón pura no puede brindarnos, desde el punto de vista de su interés práctico, aquello que nos niega en relación con su interés especulativo.

Todos los intereses de mi razón (tanto los especulativos como los prácticos) se resumen en las tres cuestiones siguientes:

¿ Qué puedo saber?

¿ Qué debo hacer?

¿ Qué puedo esperar?

La primera cuestión es meramente especulativa. Hemos agotado (así lo espero) todas sus posibles respuestas y encontrado, al fin, una con la que ha de conformarse y con la que tiene incluso razones para estar satisfecha mientras no atienda a lo práctico. Pero nos hemos quedado tan lejos de los dos grandes objetivos a los que en realidad se encaminaba todo el esfuerzo de la razón pura como si, por motivos de comodidad. nos hubiésemos negado desde el principio a realizar este trabajo. Cuando se trata, pues, del saber, queda al menos decidido con seguridad que este no puede sernos jamas concedido en lo que a esos dos problemas se refiere.

La segunda cuestión es meramente práctica. Aunque puede, en cuanto tal, pertenecer a la razón pura, no por ello es trascendental, sino moral. En si misma no puede ser, pues, tratada por nuestra crítica.

La tercera cuestión, a saber, ¿qué puedo esperar si hago lo que debo?, es práctica y teórica a un tiempo, de modo que lo practico nos lleva, sólo como hilo conductor, a dar una respuesta a la cuestión teórica y, si ésta se eleva, a la cuestión especulativa. En efecto, todo esperar se refiere a la felicidad y es, comparado con lo práctico y con la ley moral, lo mismo que cl saber y la ley de la naturaleza comparados con el conocimiento teórico de las cosas. Lo práctico desemboca en la conclusión de que ha¡' algo (que determina el último fin posible) porque algo debe suceder; lo teórico, en la conclusión de que hay algo (que opera como causa suprema) porque algo sucede.

Felicidad es la satisfacción de todas nuestras inclinaciones (tanto extensive, atendiendo a su variedad, como intensive, respecto de su grado, como también protensive, en relación con su duración). La ley práctica derivada del motivo de la felicidad la llamo pragmática (regla de prudencia). En cambio, la ley, si es que existe, que no posee otro motivo que la dignidad de ser feliz la llamo ley moral (ley ética). La primera nos aconseja qué hay que hacer si queremos participar de la felicidad. La segunda nos prescribe cómo debemos comportarnos si queremos ser dignos de ella. La primera se basa en principios empíricos, pues sólo a través de la experiencia podemos saber qué inclinaciones hay que busquen satisfacción y cuáles son las causas naturales capaces de satisfacerlas. La segunda prescinde de inclinaciones y de los medios naturales para darles satisfacción; se limita a considerar la libertad de un ser racional en general y las condiciones necesarias bajo las cuales, y sólo bajo las cuales, esa libertad concuerda con un reparto de felicidad distribuido según principios. En consecuencia, esta segunda ley puede al menos apoyarse en meras ideas de la razón pura y ser conocida a priori.

Mi supuesto es el siguiente: existen realmente leyes morales puras que determinan enteramente a priori (con independencia de motivos empíricos, esto es, de la felicidad) lo que hay y lo que no hay que hacer, es decir, el empleo de la libertad de un ser racional en general; esas leyes prescriben en términos absolutos (no meramente hipotéticos o bajo la suposición de otros fines empíricos); tales leyes son, por tanto necesarias en todos los aspectos. Este supuesto puedo asumirlo razonablemente, no sólo acudiendo a las demostraciones de los moralistas más ilustrados, sino al juicio ético de todo hombre que quiera concebir esa ley con claridad.

Así, pues, la razón pura no contiene en su uso especulativo principios de la posibilidad de la experiencia, a saber, principios de aquellas acciones que, de acuerdo con los preceptos morales, podrían encontrarse en la historia de la humanidad, pero sí los contiene en un cierto uso práctico, esto es, moral. En efecto, si la razón ordena que tales actos sucedan, ha de ser posible que sucedan. Tiene que poder haber, pues, un tipo peculiar de unidad sistemática, a saber, la unidad moral. Fue, en cambio, imposible demostrar la unidad sistemática de la naturaleza de acuerdo con principios especulativos de la razón, y ello debido a que, si bien ésta posee causalidad respecto de la libertad en general, no la posee en relación con la naturaleza entera y a que los principios morales de la razón pueden dar lugar a actos libres pero no a leyes de la naturaleza. En consecuencia, los principios de la razón pura poseen realidad objetiva en su uso práctico. pero especialmente en su uso moral.

Doy al mundo, en la medida en que sea conforme a todas las leyes éticas (como puede serlo gracias a la libertad de los seres racionales y como debe serlo en virtud de las leyes necesarias de la moralidad) el nombre de mundo moral. En tal sentido, éste es concebido como un mundo meramente inteligible, ya que se prescinde de todas las condiciones (fines) e incluso de todos los obstáculos que en él encuentra la moralidad debilidad o corrupción de la naturaleza humana. No es, por tanto, más que una idea, pero una idea práctica, que puede y debe tener su influencia real sobre el mundo de los sentidos para hacer de éste lo más conforme posible a esa idea. Consiguientemente, la idea de un mundo moral posee realidad objetiva, no como si se refiriera al objeto de una intuición inteligible (objeto que no podemos concebir en modo alguno), sino como refiriéndose al mundo sensible, aunque en cuanto objeto de la razón pura en su uso práctico y en cuanto corpus mysticum de los seres racionales de ese mundo, en la medida en que la voluntad libre de tales seres posee en sí, bajo las leyes morales, una completa unidad sistemática, tanto consigo misma como respecto de la libertad de los demás.

La respuesta a la primera de las dos cuestiones de la razón pura relativas a su interés práctico es ésta: haz aquello mediante lo cual te haces digno de ser feliz. La segunda cuestión es: si me comporto de modo que no sea indigno de la felicidad, ¿es ello motivo para confiar en ser también participe de ella? La contestación depende de si los principios de la razón pura que prescriben a priori la ley enlazan necesariamente con esta tal esperanza.

En consecuencia sostengo lo siguiente: que así como los principios morales son necesarios de acuerdo con la razón en su uso practico, así es igualmente necesario suponer, de acuerdo con la razón en su uso teórico, que cada uno tiene motivos para esperar la felicidad exactamente en la medida en que se haya hecho digno de ella; que, consiguientemente, el sistema de la moralidad va indisolublemente ligado al de la felicidad, pero sólo en la idea de la razón pura.

Ahora bien, en un mundo inteligible, esto es, en el moral, en cuyo concepto prescindimos de todas las dificultades de la moralidad (inclinaciones), puede concebirse también como necesario semejante sistema en el que la felicidad va ligada a la moralidad y es proporcional a ésta, ya que la libertad misma, en parte impulsada por las leyes morales, en parte restringida por ellas, sería la causa de la felicidad general y, consiguientemente, los mismos seres racionales serian, bajo la dirección de dichos principios, autores de su propio bienestar duradero, a la vez que del de los otros Pero este sistema de moralidad autorrecompensadora es sólo una idea cuya realización descansa en la condición de que cada uno haga lo que debe, es decir, de que todas las acciones de seres racionales sucedan como si procedieran de una suprema voluntad que comprendiera en si o bajo si todas las voluntades privadas. Ahora bien, la ley moral obliga a cada uno, en el uso que haga de su libertad, aunque otros no se comporten de acuerdo con esa ley. Consiguientemente, ni la naturaleza de las cosas del mundo ni la causalidad de las mismas acciones y su relación con la moralidad determinan cuál es el vinculo existente entre las consecuencias de tales acciones y la felicidad, como tampoco es posible conocer mediante la razón el mencionado lazo necesario entre esperanza de ser feliz e incesante aspiración de hacerse digno de la felicidad, si sólo nos apoyamos en la naturaleza. Unicamente podemos esperar si tomamos como base una razón suprema que nos dicte normas de acuerdo con leyes morales y que sea, a la vez, causa de la naturaleza.

La idea de tal inteligencia, en la que la más perfecta voluntad moral, unida a la dicha suprema, es la causa de toda felicidad en el mundo, en la medida en que ésta va estrechamente ligada a la moralidad (en cuanto dignidad de ser feliz), la llamo ideal del bien supremo. En consecuencia, sólo en el ideal del bien supremo originario puede la razón pura encontrar el fundamento del vinculo que, desde el punto de vista práctico, liga necesariamente ambos elementos del bien supremo derivado, esto es, de un mundo inteligible, o sea, del moral. Como nosotros tenemos necesariamente que representarnos mediante la razón como pertenecientes a ese mundo, aunque los sentidos no nos presenten más que un mundo de fenómenos, tendremos que suponer que el primero es consecuencia de nuestra conducta en el mundo sensible, y, dado que éste no nos ofrece tal conexión, nos veremos obligados a suponer que es un mundo futuro para nosotros. Por consiguiente, Dios y la vida futura constituyen dos supuestos que, según los principios de la razón pura, son inseparables de la obligatoriedad que esa misma razón nos impone.

La moralidad constituye por si misma un sistema. No así la felicidad, a no ser en la medida en que esté distribuida en exacta proporción con la primera. Ahora bien, esto sólo puede suceder en el mundo inteligible, bajo un autor y un gobernante sabio. La razón se ve obligada a suponer este último, juntamente con la vida en ese mundo, que debemos considerar como futuro, o, en caso contrario, a tomar los principios morales por vanas quimeras, ya que el necesario resultado de los mismos resultado que la propia razón enlaza con ellos quedaría ineludiblemente invalidado. De ahí también que todos consideren las leyes morales como mandamientos, cosa que no podría ser si no ligaran a priori a su regla consecuencias apropiadas, esto es, si no implicaran promesas, y amenazas. Pero tampoco pueden hacerlo si no residen en un ser necesario que, como bien supremo, es el único que puede hacer posible semejante unidad teleología.

Leibniz denominaba el mundo, en la medida en que sólo se atendía en él a los seres racionales y a su relación según leyes morales bajo el gobierno del bien supremo, reino de la gracia, distinguiéndolo del reino de la naturaleza, en el que dichos seres se hallan igual mente bajo leyes morales, pero no esperan de su conducta otro resultado que el conforme al curso de la naturaleza constituida por nuestro mundo de los sentidos. Así, pues, desde el punto de vista práctico, constituye una idea necesaria de la razón el vernos en cl reino de la gracia donde nos espera toda felicidad, a menos que nosotros mismos limitemos nuestra participación en la misma por habernos hecho indignos de ella.

Cuando las leyes prácticas se convierten, a la vez, en fundamentos subjetivos de los actos, es decir, en principios subjetivos, se llaman máximas. La valoración de la moralidad, en lo que a su pureza y consecuencias se refiere, se hace de acuerdo con ideas. mientras que la observancia de sus leyes se verifica de acuerdo con máximas.

Es necesario que el curso entero de nuestra vida se someta a máximas morales, pero, al mismo tiempo, es imposible que ello suceda si la razón no enlaza con la ley moral que no es más que una idea de una causa eficiente que determine para la conducta que observe esa ley un resultado que corresponda exactamente a nuestros fines supremos, sea en esta, sea en otra vida. Por consiguiente, prescindiendo de Dios y de un mundo que, de momento, no podemos ver, pero que esperamos, las excelentes ideas de la moralidad son indudablemente objetos de aplauso y admiración, pero no resortes del propósito y de la práctica, ya que no colman enteramente el fin natural a todos y cada uno de los seres racionales, fin que la misma razón pura ha determinado a priori y necesariamente.

Por sí sola, la felicidad está lejos de ser el bien completo de la razón. Esta no la acepta (por mucho que la inclinación la desee) si no va unida a la dignidad de ser feliz, esto es, al buen comportamiento ético. La moralidad sola y, con ella, la mera dignidad de ser feliz, se hallan igualmente lejos de constituir el bien pleno. El bien será completo si quien no se ha comportado de manera indigna de la felicidad puede confiar en ser participe le ella. Ni siquiera una razón libre de toda finalidad privada que se pusiera en lugar de un distribuidor de toda la felicidad de los demás, prescindiendo del propio interés, podría juzgar de otro modo, ya que ambas cosas se hallan esencialmente unidas en la idea práctica, si bien de forma que es el sentido moral el que, en cuanto condición, hace posible participar de la felicidad, no la perspectiva de ésta la que hace posible el sentido moral. En efecto, en este último caso no sería sentido moral ni, consiguientemente, digno de aquella felicidad plena que no conoce ante la razón otras limitaciones que las debidas a nuestra propia conducta inmoral.

Es, pues, la felicidad en exacta proporción con aquella moralidad de los seres racionales gracias a la cual estos se hacen dignos de la primera lo que constituye el bien supremo de un mundo en el que debemos movernos en total conformidad con los preceptos de la razón pura práctica. Ese mundo es, claro está, de carácter meramente inteligible, ya que, por una parte, el sensible no nos promete semejante unidad sistemática de los fines respecto de la naturaleza de las cosas y, por otra, la realidad de ese mundo inteligible no puede tampoco fundarse en otra cosa que en el supuesto de un bien supremo y originario en el que la razón 144 P.14 autónoma, provista de toda la suficiencia de una causa suprema, funda, mantiene y sigue el orden de las cosas de acuerdo con la más perfecta finalidad, orden que, aunque para nosotros se halle muy oculto en el mundo de los sentidos, es universal.

Esta teología moral tiene la ventaja peculiar, frente a la teología especulativa, de conducirnos inevitablemente al concepto de un ser primario uno, perfectísimo y racional, un ser al que la teología especulativa no podía remitirnos, ni siquiera partiendo de fundamentos objetivos, no digamos ya convencernos de su existencia. En efecto, ni en la teología trascendental ni en la teología natural encontramos – por muy lejos que en ellas nos lleve la razón fundamento alguno significativo para suponer un ser antepuesto a todas las causas de la naturaleza, un ser del que, a la vez, pudiéramos decir con motivos suficientes que tales causas dependían de él en todos sus aspectos. En cambio, si desde el punto de vista de la unidad moral, como ley necesaria del mundo, consideramos cuál es la única causa que puede dar a esa ley el efecto adecuado y, consiguientemente, fuerza vinculante para nosotros, vemos que tiene que ser una voluntad suprema que comprenda en si todas esas leyes, pues ¿cómo íbamos a encontrar una completa unidad de fines bajo voluntades distintas? Esa voluntad tiene que ser omnipotente, de modo que toda la naturaleza y su relación con la moralidad en el mundo le estén sometidas; omnisciente, a fin de que conozca lo más recóndito de los sentimientos y su valor moral; omnipresente, de modo que se halle inmediatamente cerca de toda exigencia planteada por el bien supremo del mundo; eterna, para que en ningún momento falte ese acuerdo entre naturaleza y libertad, etcétera.

Pero tal unidad sistemática de los fines en ese mundo de inteligencias – mundo que, si bien en cuanto mera naturaleza es sólo mundo sensible, en cuanto sistema de la libertad puede llamarse inteligible, esto es, moral (regnum gratiae)conduce también de modo inevitable a la unidad teleológica de todas las cosas que constituyen ese gran todo según leyes universales de la naturaleza (del mismo modo que la primera es una unidad según leyes universales y necesarias de la moralidad), con lo cual enlaza la razón práctica con la especulativa. Hay que representarse el mundo como surgido de una idea si se quiere que concuerde con aquel uso de la razón sin el cual nosotros mismos nos comportaríamos de manera indigna de la razón, es decir, con su uso ético, que, en cuanto tal, descansa enteramente en la idea del bien supremo. Toda la investigación de la naturaleza cobra así una orientación que apunta a la forma de un sistema de fines, convirtiéndose, en su mayor amplitud, en una fisicoteologia. Pero, como ésta ha partido del orden moral considerado como unidad basada en la esencia de la libertad, y no establecida casualmente en virtud de mandamientos externos, enlaza lo teleológico de la naturaleza con fundamentos que tienen que estar inseparablemente unidos a priori a la interna posibilidad de las cosas, con lo cuál nos conduce a una teología trascendental. Esta adopta el ideal de la suprema perfección ontológica como un principio de la unidad sistemática que enlaza todas las cosas de acuerdo con leyes naturales necesarias y universales, ya que todas esas mismas cosas proceden de un único ser primordial.

¿Qué uso podemos hacer de nuestro entendimiento, incluso en relación con la experiencia, si no nos proponemos fines? Ahora bien, los fines supremos son los de la moralidad y sólo la razón pura puede dárnoslos a conocer. Una vez provistos de ellos y situados bajo su guía, sólo podemos emplear adecuadamente el conocimiento de la naturaleza respecto del proceso cognoscitivo cuando es la misma naturaleza la que ha puesto la unidad de propósito. En efecto, sin esta unidad, careceríamos incluso de razón, ya que no tendríamos ninguna escuela para ella, como tampoco ningún cultivo de la misma a través de objetos que suministraran la materia de esos conceptos. Aquella unidad de propósito es necesaria y se funda en la esencia de la voluntad misma. Consiguientemente, esta segunda unidad, que contiene la condición de su aplicación concreta, tiene que sedo también. De esta forma, la ampliación trascendental de nuestro conocimiento racional no sería la causa de la intencionalidad práctica que la razón nos impone, sino que sería solo su efecto.

Ello explica igualmente que descubramos en la historia de la razón humana que, antes de que los conceptos morales fueran suficientemente depurados y determinados y antes de que la unidad sistemática de los fines fuera comprendida de acuerdo con ellos y a partir de principios necesarios, ni el conocimiento de la naturaleza ni aun un considerable grado de cultura de la razón en el terreno de otras varias ciencias, pudieran producir más que toscos e imprecisos conceptos de la divinidad, o bien dejaran una asombrosa indiferencia acerca de esta cuestión. Una mayor elaboración de ideas éticas se hizo necesaria en virtud de la purísima ley moral de nuestra religión. Tal elaboración aumentó la agudeza de la razón con respecto a ese objeto debido al interés que se vio obligada a mostrar por él. Sin que a ello contribuyeran ni el mejor conocimiento de la naturaleza ni los conocimientos trascendentales correctos y fidedignos (de los que siempre hemos carecido), las ideas morales dieron lugar a un concepto de ser divino que consideramos ahora acertado, no porque la razón especulativa nos convenza de su corrección, sino porque está en perfecto acuerdo con los principios morales de la razón. En definitiva, pertenece, pues, exclusivamente a la razón, aunque solo en su uso práctico, el mérito de relacionar un conocimiento que la mera especulación solo puede imaginar, pero al que no puede conceder validez con nuestro supremo interés, así como el de convertirlo de esta forma no en un dogma demostrado, pero si en un supuesto absolutamente necesario para los fines más esenciales de la razón.

Sin embargo. una vez que la razón práctica ha alcanzado esta elevada cima, a saber, el concepto de un primer ser único en cuanto bien supremo, no debe pensar que se ha colocado por encima de todas las condiciones empíricas de su aplicación o que se ha elevado a un conocimiento inmediato de objetos nuevos para partir de ese concepto y derivar de él las leyes morales mismas. En efecto, ha sido precisamente la interna necesidad práctica de estas leyes la que nos ha llevado al supuesto de una causa necesaria o de un sabio gobernador del mundo que las haga efectivas. No podemos, pues, considerarlas a la inversa, como accidentales en virtud de ese sabio gobernador y como derivadas de su voluntad, sobre todo tratándose de una voluntad de la que no tendríamos concepto alguno si no lo hubiésemos formado de acuerdo con dichas leyes. En la medida en que la razón práctica tiene el derecho de guiamos, no consideraremos los mandamientos como obligatorios por ser mandamientos de Dios, sino que los consideraremos mandamientos de Dios por constituir para nosotros una obligación interna. Estudiaremos la libertad bajo la unidad teleológica conforme a los principios de la razón y sólo creeremos proceder de acuerdo con la voluntad divina en la medida en que observemos santamente la ley moral que la misma razón nos enseña partiendo de la naturaleza de los actos; solo pensaremos servir a esa voluntad fomentando en nosotros mismos y en los otros el bien supremo del mundo. La teología moral no posee, por tanto, más que un uso inmanente, a saber, el de recomendarnos que cumplamos nuestro destino en el mundo adaptándonos al sistema de todos los fines y que no abandonemos exaltadamente, o incluso limpiamente, la guía de una razón moralmente legisladora respecto de la buena conducta, pretendiendo enlazar inmediatamente esa guía con la idea del ser supremo. Esto nos permitiría un uso trascendental, pero que, de la misma forma que la mera especulación, tergiversaría y haría inútiles los últimos fines de la razón.

V. Comentario de texto.

A. Presentación

El sistema kantiano ha recibido en muchas ocasiones el nombre de filosofía crítica o, más escuetamente, de criticismo, por haber examinado las posibilidades de la razón y haber puesto límites a su afán de conocer la realidad más allá de toda experiencia. La obra en que el autor procede a ello es la Crítica de la razón pura, de la que se han extraído varios textos que se comentan a continuación. El libro fue publicado en 1.781. En él se establece una distinción entre proposiciones que ya había sido tenida en cuenta por otros autores. Por un lado están las proposiciones analíticas, del tipo “un caballo blanco es un caballo”, cuya verdad no puede ser puesta en duda, pues lo contrario de ella es contradictorio; basta analizar el primer concepto, “caballo blanco”, para ver en él el segundo, “caballo”. Las proposiciones sintéticas, por otro lado, son del tipo: “este caballo es blanco”. Aquí no es posible hallar el predicado en el sujeto, pues ser caballo no implica necesariamente ser blanco. La unión de ambos conceptos procede de la experiencia.

Las proposiciones del primer tipo son universales y necesarias, en tanto que las de segundo son particulares y contingentes. Así al menos lo habían creído otros filósofos, como Leibniz y Hume. La tesis de Kant, por el contrario, es que existen proposiciones sintéticas que no proceden de la experiencia, es decir, que son a priori y no a posteriori.

El desarrollo de esta idea lleva a Kant a descubrir que en el sujeto existen formas a priori de la sensibilidad -el espacio y el tiempo-, que permiten la formación de proposiciones sintéticas a priori en la matemática, y conceptos a priori del entendimiento -las categorías-, que posibilitan la formación de dichas proposiciones también para el conocimiento de la naturaleza. En ambos casos se trata de la construcción de juicios científicos, porque son juicios acerca de experiencias y percepciones, si bien la universalidad y necesidad que hay en ellos no procede de las experiencias y las percepciones: “aunque todo nuestro conocimiento empiece con la experiencia, no por eso procede todo él de la experiencia”[14].

El problema surge cuando un hombre pretende conocer cosas que no se dan en la experiencia, como la libertad, la inmortalidad, el origen y destino del universo, la existencia de Dios… El máximo esfuerzo de la razón ha sido siempre el de alcanzarlos, dice Kant, pero eso es imposible, pues todo conocimiento debe empezar por la experiencia. De ahí que no haya más remedio que admitir que la metafísica, una tendencia natural inextinguible, es un completo fracaso.

¿Habrá entonces que resignarse a una razón que cumple lo que promete solamente en el conocimiento científico y nos deja a la intemperie precisamente en aquello que más esperanzas ha suscitado siempre en nosotros? La tesis de Kant no conduce a este final pesimista. Al final de la Crítica de la razón pura, anticipa la solución que después habría de desarrollar en la Crítica de la razón práctica, publicada en 1.787. En ésta última obra se demuestra que los imperativos y normas que deben regular la acción de los hombres no pueden proceder de la experiencia, pues serían particulares y contingentes, sino de la razón. Pero no de la razón especulativa, aplicada al conocimiento empírico, sino de la razón práctica. Ambas son la misma, dice el autor, y sólo se diferencian por el uso que se hace de ellas. Hay principios o presupuestos racionales sobre los que se fundamenta la normatividad de la acción moral de los hombres. Pero son presupuestos, no conclusiones. Estos son justamente los objetos que la razón no llegaba a alcanzar en su uso especulativo: la libertad, la inmortalidad del alma…

Los textos de la Crítica de la razón pura que han sido seleccionados y comentados en las páginas siguientes recogen y concretan todas las ideas generales presentadas en este apartado, como podrá comprobar por sí mismo el lector.

B. Comprensión de términos y expresiones.

A posteriori.- Se dice del conocimiento empírico o de los juicios que determinan su validez a partir de la experiencia. Equivale a empírico.

A priori.- Dícese del conocimiento cuya validez universal y necesaria es obtenida al margen de la experiencia o percepción sensible. Equivale a puro.

Analítico.- Aplícase al juicio teórico cuyo predicado se halla contenido en el sujeto. La verdad de este tipo de juicios se establece de conformidad con las leyes lógicas de identidad y contradicción.

Autonomía.- Se dice que la voluntad es autónoma cuando extrae de sí misma la ley que regula la acción moral.

Categoría.- Kant denomina con este nombre a los conceptos puros del entendimiento, a través de los cuales se realiza la síntesis de las intuiciones empíricas.

Concepto.- Representación de carácter general que pertenece al entendimiento, capacidad por medio de la cual pensamos el objeto de la sensibilidad. Los conceptos son de dos clases: puros y empíricos. Se diferencian entre sí por la presencia, en el caso de los conceptos empíricos, de algún elemento sensible.

Deber.- Es un tipo de necesidad no natural que se impone a las acciones para que puedan denominarse acciones morales. “No podemos preguntar qué debe suceder en la naturaleza, ni tampoco qué propiedades debe tener un círculo, sino que preguntamos qué sucede en la naturaleza o, en el último caso, qué propiedades posee el círculo”[15].

Entendimiento.- Capacidad del sujeto que le permite pensar el objeto de la sensibilidad por medio de conceptos.

Fenómeno.- Es el objeto sensible, es lo que aparece clara y manifiestamente ante nosotros en el espacio y el tiempo. Designa el tipo de objetos que tienen realidad empírica y constituyen por ello el objeto de conocimiento científico.

Formas.- Son reglas de carácter apriórico conforme a las cuales se realiza la actividad cognoscitiva.

Heteronomía.- Se dice que la voluntad es heterónoma cuando extrae del exterior de sí la ley que ha de regular la acción.

Idealidad.- Se refiere a las intuiciones puras de espacio y tiempo, que reúnen en sí la doble condición de funciones del sujeto y reglas que hacen posible la existencia del objeto.

Ideas.- Son conceptos a priori de la razón, es decir, las representaciones más generales usadas por ella para dar unidad a los conocimientos obtenidos por el entendimiento, y son básicamente tres: alma, mundo y Dios.

Imperativos.- Son juicios o principios prácticos que ordenan la acción humana, y, en cuanto tales, no expresan lo que es, sino lo que debe ser. Los imperativos pueden ser hipotéticos y categóricos. Los primeros son aquellos en que los fines que se buscan son los que determinan la acción. Estos no dan carácter moral a las acciones, pues sólo valen en virtud de esos fines particulares. Los segundos expresan la obligatoriedad universal e inapelable de la ley moral, pues dicen que algo debe hacerse porque está bien hacerlo y no porque se persiga un fin, sea la felicidad o cualquier otro.

Intuición.- Clase de representación que pertenece a la sensibilidad, facultad que nos permite obtener sensaciones de los objetos. Se diferencia del concepto en que es una representación de carácter singular y concreto y se refiere a los objetos de un modo inmediato.

Las intuiciones son de dos tipos: puras y empíricas. Puras son el espacio y el tiempo, que son las condiciones de la sensibilidad que permiten la unificación de lo dado en la experiencia. Empíricas son las intuiciones que contienen algún elemento sensible.

Materia.- Designa el carácter múltiple de las sensaciones que nos son dadas por el objeto.

Noúmeno o cosa en sí.- Es el objeto de una intuición no sensible, sino intelectual, y carece por ello de realidad empírica. Constituye el límite de lo que podemos llegar a conocer empíricamente.

Objetivo.- Este término designa, por una parte, una cualidad del objeto, y, por otra, el conocimiento que tiene validez necesaria y general y se obtiene por la aplicación de los principios aprióricos de la sensibilidad y el entendimiento.

Objeto.- Término que designa todo aquello sobre lo que recae la actividad cognoscitiva del sujeto.

Postulados.- Son proposiciones no demostrables de la razón en su uso práctico, que constituyen el fundamento de la moralidad. Son tres: la libertad de la voluntad, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios.

Razón.- Capacidad del sujeto, a la que se hallan subordinados el entendimiento y la sensibilidad. Tiene dos usos: teórico y práctico. El primero se aplica al conocimiento de los fenómenos. El segundo a la acción moral.

Representación.- Designa de un modo general el producto de la actividad cognoscitiva del sujeto en cualquiera de los tres niveles, es decir, sensibilidad, entendimiento y razón.

Sensibilidad.- Capacidad del sujeto que le permite obtener representaciones sensibles de los objetos.

Sintético.- Es un juicio cuyo predicado no pertenece al sujeto. Hay juicios sintéticos cuya verdad se determina a priori. Estos son los científicos. La verdad de los otros se determina a posteriori. En este caso se establece empíricamente, mientras que en el primero la validez es independiente de la experiencia y deriva de los a priori de espacio, tiempo y categorías, que son los medios de que se vale el sujeto para obtener un conocimiento objetivo de la realidad empírica.

Subjetivo.- Este término se refiere, por una parte, a una cualidad del sujeto, y, por otra, se aplica al conocimiento que carece de validez general porque es expresión del estado momentáneo del individuo.

Sujeto.- Término que designa el agente racional que realiza la acción de conocer.

Trascendental.- Kant llama “trascendental a todo conocimiento que se ocupa, no tanto de los objetos, cuanto de nuestro modo de conocerlos, en cuanto que tal modo ha de ser posible a priori”[16]

Voluntad.- Es la razón en su uso práctico (ver “razón”)

C. Breve resumen del contenido del texto.

A. La lógica en general (Sobre la revolución copernicana de Kant)

El empirismo y el racionalismo, viene a decirse en este texto, coinciden en ser filosofías metafísicas, por seguir pensando que existe una realidad que es preciso conocer. Por esto no sobrepasan las antiguas filosofías griega y medieval, aunque preparan el terreno para su superación definitiva por poner más énfasis que aquéllas sobre el sujeto. Ahora es Kant quien, como Copérnico en la astronomía -con quien empezó en verdad la gran revolución moderna del pensamiento-, se pone frente a toda la filosofía anterior para preguntarse si no habrá que enfocar las cosas de un modo diametralmente opuesto al acostumbrado. ¿No será el objeto el que debe regirse por las facultades de la sensibilidad y el entendimiento y no al revés?

Sensibilidad y entendimiento son imprescindibles para conocer. Una cualquiera de ellas sin la otra sólo puede darnos conocimientos desordenados o ideas sin contenido.

B. La disciplina de la razón pura en su uso dogmático (Sobre la distinción entre la filosofía y la matemática).

El giro copernicano hacia la razón significa que en ésta se hallan las condiciones que hacen posible un conocimiento universal y necesario. Pero la razón a que alude Kant no es la subjetividad del empirismo, sino los principios que, manifestándose de hecho en las ciencias existentes, hacen de ellas un conocimiento objetivo.

El contraste entre la matemática y la filosofía es interesante para captar por qué la matemática es una ciencia con pleno derecho, en tanto que la filosofía no puede siquiera pretenderlo. El ejemplo que pone Kant -el del teorema que dice que la suma de los ángulos de un triángulo vale dos rectos- es determinante para la comprensión del texto. Con él se muestra claramente por qué es la geometría un conocimiento obtenido por construcción de conceptos, lo que le permite ser independiente de la experiencia. La representación imaginaria de un objeto matemático con arreglo a las normas dadas por el concepto de dicho objeto, es decir, con arreglo a los dictados de la razón, no se atiene a la experiencia, sino que se impone a ella. La representación misma es ciertamente particular, pero no es a posteriori. No podría ser entonces universal.

El conocimiento filosófico no alcanza a tanto. Sus conceptos no están hechos para ser llenados de intuiciones a priori, sino empíricas, lo que la condena al particularismo o, si pretende alcanzar un conocimiento absoluto, a la vaciedad. No hay un punto de apoyo exterior al mundo desde el que moverlo, como tampoco es posible sustraerse a la experiencia para dominarla. El filósofo, al contrario que el matemático, no puede ir más allá del mero concepto. Su disciplina vale para el análisis y la definición, pero, por carecer de intuiciones intelectuales que den contenido a sus conceptos, no valen para el conocimiento.

C. El canon de la razón pura.

Que no valga para el conocimiento no quiere decir que no valga para otra cosa. Kant pretende lo contrario de lo que podría parecer: más que cerrar a la filosofía el camino de la ciencia, se trata de cerrar a la ciencia el camino de la filosofía. Para la ciencia queda lo condicionado y lo relativo, para la filosofía lo absoluto. No hay un canon de la razón, dice Kant, para su uso especulativo, pero sí para su uso práctico. Aquí, en el horizonte de la moral, amanece lo absoluto. Pero este absoluto, objeto imposible de la búsqueda nocturna del conocimiento, se impone ahora con toda la fuerza de lo que ni requiere ni permite demostración.

Solamente es de todo punto necesario especificar con claridad que existen juicios morales, como existen juicios científicos. Que su formación exige también ciertas condiciones previas, independientes de la experiencia. En primer lugar, la libertad. Que la libertad no exista en el mundo sensible nos obliga entonces a aceptar uno inteligible, so pena de rechazar lo que ya hemos aceptado: la existencia de juicios morales. Así se coloca el deber, la norma que obliga a una voluntad racional y libre, por encima del ser, como ya hizo Platón cuando situó la idea de Bien por encima de todas las otras.

Pero no hay posibilidad de conocer lo inteligible. El único mundo real para nosotros es el sensible, que ha sido delimitado por la razón especulativa. El otro es fin al que tiende en la acción moral, no objeto existente que pueda conocerse.

Sección segunda. El ideal del bien supremo como fundamento determinador del fin último de la razón pura.

Pero el ser del hombre se muestra sólo parcialmente en el registro especulativo. Todavía es necesario contestar a las tres preguntas célebres que Kant exhibe en esta parte del texto:

¿Qué puedo saber?.- La respuesta ya está dada en la parte anterior[17]

¿Qué debo hacer?.- No aquello que te haga feliz, pues la acción moral no puede tener esa finalidad subjetiva, sino aquello que te haga merecerlo, es decir, las normas morales no pueden depender del tiempo, del lugar o de la inclinación personal, pues en ese caso solamente serían válidas para algunos, pero no para todos. De ahí que deban ser categóricas y no hipotéticas.

El deber no depende de la experiencia moral, sino que es la condición de su existencia.

¿Qué puedo esperar?.-  Que el haberte hecho digno de ser feliz no se quede en el aire, sino que se desenvuelva en felicidad real. Pero esto significa nada menos que la existencia de Dios, que es la unión de lo ideal y lo real.

Esquema del texto:.

La lógica en general (Sobre la revolución copernicana de Kant)

La disciplina de la razón pura en su uso dogmático (Sobre la distinción entre la filosofía y la matemática).

El canon de la razón pura.

Sección primera. El objetivo final del uso puro de nuestra razón.

Sección segunda. El ideal del bien supremo como fundamento determinador del fin último de la razón pura.

Explicación de las respuestas.

 

D. Desarrollo del esquema del texto.

1. La lógica en general (Sobre la revolución copernicana de Kant)

Toda la filosofía antigua había sido esencialmente ontología: estudio de lo real. Solamente en segundo lugar había sido teoría del conocimiento, o estudio de los medios de que dispone el sujeto para apropiarse de la realidad, o de la manera en que una cosa del exterior se convierte en una cosa del interior. Cierto es que el racionalismo y el empirismo habían invertido esta tendencia al poner el acento en el sujeto, pero habían permanecido fieles a la antigua metafísica, por seguir pensando que hay una realidad y que la tarea propia del sujeto es asimilarla. Diferían en su concepción de los medios por los que el sujeto llega a este fin, pero coincidían en ese punto fundamental.

La novedad introducida por Kant en la filosofía es la superación definitiva de la ontología y su sustitución por un estudio del espíritu, una crítica de la razón, que ahora no se pregunta qué es el ser sino qué hay dentro de nosotros acerca del ser. El empirismo solamente había puesto de manifiesto que hay una “facultad de recibir representaciones (receptividad de la las impresiones)”, pero había chocado con el grave problema de justificar la universalidad y necesidad de nuestros conocimientos. El racionalismo, creyendo que solamente con los conceptos del entendimiento, sin ayuda de la sensibilidad, es posible alzarse hasta un conocimiento universal y necesario, había asignado a la intuición intelectual un poder de que el espíritu carece. Sólo la intuición sensible, dice Kant en el texto, es útil para conocer. Los conceptos puros y las intuiciones puras, sin mezcla de datos de la sensibilidad, están vacíos de contenido y no aportan, en consecuencia, conocimiento alguno. Pero no basta que exista el contenido empírico, pues, una vez que se ha producido, es necesario todavía pensarlo por medio de un concepto. Luego el conocimiento es, como mínimo, la unión o síntesis de un concepto y una impresión sensible:

“Los pensamientos sin contenido son vacíos; las intuiciones sin conceptos son ciegas. Por ello es tan necesario hacer sensibles los conceptos (es decir, añadirles el objeto en la intuición) como hacer inteligibles las intuiciones (es decir, someterlas a conceptos)”.

El racionalismo y el empirismo estaban en un error. El primero porque pensó que el entendimiento intuye algo, el segundo por creer que basta la experiencia sensible para pensar. “El conocimiento únicamente puede surgir de la unión de ambos”. Lo que llamábamos “objetividad” creyendo que era una cualidad del ser externo, es una determinada combinación de los contenidos de la conciencia. Pero no de cualesquiera contenidos, sino de los que Kant dice que proceden de las facultades que él distingue con los nombres de sensibilidad y entendimiento, facultades que operan según sus propias reglas.

Este es el sentido de la revolución copernicana que Kant emprendió en filosofía. Antes de Copérnico, las trayectorias de los planetas y las estrellas eran casi inexplicables. La novedad que él introdujo en astronomía fue probar a pensar que no es el observador quien está quieto en el centro del sistema, girando todo él en derredor suyo, sino, al revés, que el sistema está inmóvil y es el observador quien se desplaza. A continuación todo se hizo más fácil de entender. Lo mismo sucede en filosofía, pensó Kant. Después de muchos siglos de creer que es el sujeto quien debe girar alrededor del objeto para extraer algún conocimiento universal y necesario de él, Kant hace que sea éste el que deba regirse por nuestras facultades para, de ese modo, obtener algún conocimiento de ese tipo por la acción de éstas.

2. La disciplina de la razón pura en su uso dogmático (Sobre la distinción entre la filosofía y la matemática).

El giro copernicano lo es hacia la subjetividad, que no debe entenderse como lo individual y arbitrario, sino como la ley general de la razón. No es la subjetividad de la naturaleza humana tal como la entendían Locke y Hume, sino los principios de la razón que se manifiestan en las ciencias objetivas. Abandonando aquel dogmatismo que pretendía autorizarla a ser ontología, la filosofía es ahora metafísica de las ciencias o filosofía trascendental. Disciplina de segundo grado, su cometido es estudiar las distintas clases de conocimiento, sean las matemáticas o la física, la religión, la historia, o el derecho…, para ver cómo se hace patente en ellas la objetividad, pero nunca para alcanzar la cosa en sí al margen de estos conocimientos, porque carece de juicios sintéticos a priori. La comparación entre la filosofía y la matemática, a que se dedica este segundo texto, es extremadamente útil para aclarar su papel, y de paso para romper con la tradición de tomar la matemática como modelo de la filosofía, tradición que se remonta hasta el pitagorismo.

La primeras líneas ya presentan el problema a dilucidar: si la razón ha conseguido extender su dominio en las matemáticas, donde no es necesaria la ayuda de la experiencia, pues de otro modo no habría podido alcanzar un conocimiento necesario y universal, es decir, a priori, ¿no podría lograr lo mismo en la filosofía?

La respuesta a esta cuestión exige saber antes en qué consisten el método matemático y el filosófico. El primero, se dice textualmente, “es un conocimiento obtenido por construcción de los conceptos. Construir un concepto significa presentar la intuición a priori que le corresponde. Trátese, por ejemplo, del triángulo. Para extraer conclusiones acerca de él, el geómetra debe representárselo en la imaginación o dibujarlo en un papel, pero en ninguno de los dos casos procederá al buen tuntún, sino siguiendo estrictamente lo que su razón le dicte con el concepto de triángulo. En el primer caso -imaginar la figura- será una intuición pura y el segundo -dibujarla sobre el papel- empírica, pero en los dos el objeto es construido por la razón. Ella no ha tenido que aguardar a que la experiencia presente unas cualidades determinadas. Muy al contrario, la experiencia presenta las que la razón ha entendido previamente que debe poseer todo triángulo. Por último, la razón extrae conclusiones sobre todos los triángulos, reales o posibles, y no sobre el que ha sido imaginado o dibujado: “las matemáticas (conocen) lo universal en lo particular”.

El conocimiento filosófico, por el contrario, “es un conocimiento racional derivado de conceptos”, por causa de lo cual “sólo considera lo particular en lo universal”. Esto es decir que la filosofía no puede construir conceptos, pues no es capaz de presentarlos en una intuición a priori.

Esta es la distinción entre la filosofía y la matemática, una distinción formal, no material o de contenido. Quienes creen que la diferencia es material porque la segunda se ocupa de la cantidad y la primera de la cualidad no caen en la cuenta de que el hecho de que esto sea así se debe precisamente a la forma de cada uno de los dos conocimientos. Los únicos conceptos que pueden construirse son los de la magnitud, pues son los únicos que permiten ser representados mediante intuiciones a priori, como el triángulo. Pero la cualidad, que se refiere a cosas como el color, la causalidad, la realidad… no permite la construcción de conceptos, pues la única manera de representarlos es mediante una percepción dada en la experiencia y no producida a priori:

“No puedo en modo alguno representar en la intuición el concepto de causa en general, como no sea en un ejemplo ofrecido por la experiencia; y lo mismo puede decirse de los conceptos”.

Esto significa que no hay para los conceptos de la filosofía una sola intuición pura, como para los de las matemáticas; que si se los hace depender de una intuición empírica, o percepción sensible, no serán universales y necesarios; y que, en definitiva, están condenados a ser vacíos si siguen siendo conceptos.

¿Para qué sirven entonces? Para el análisis. No es posible formar con ellos síntesis a priori, al contrario que en matemáticas. Luego lo propio de la filosofía son las proposiciones analíticas y de la matemática las sintéticas a priori, lo cual conduce a una única conclusión: que el matemático puede ir, más allá del mero concepto, a su representación intuitiva, para captar en ella cualidades que pertenecen a aquél, en tanto que el filósofo queda encerrado en sus conceptos y tiene que limitarse a las definiciones de ellos. Véase esto mismo con el ejemplo que pone Kant. Al contrario que el filósofo, que, por no contar más que con el concepto de triángulo, con el entendimiento de la figura, no puede sacar ninguna conclusión nueva, el geómetra hace intervenir inmediatamente, además del entendimiento, la imaginación, en donde no se contenta con el puro concepto, sino que traza líneas en un sentido y otro hasta llegar a conclusiones nuevas no contenidas en él:

                    

Explicación del ejemplo de Kant:

Si en el triángulo ABC de la figura se traza por el vértice B una paralela EF al lado AC se observará que se forman los tres ángulos consecutivos 1, 2 y 3, tales que obligan a aceptar que:

ángulo 1 + ángulo 2 + ángulo 3 = dos rectos, porque son la suma de ángulos consecutivos formados sobre una línea recta. Ahora bien:

ángulo 1 = ángulo A, por alternos entre paralelas;

ángulo 3 = ángulo C, por la misma razón;

ángulo 2 = ángulo B, pues es el mismo ángulo;

Una vez que se procede a la sustitución de unos por otros se obtiene que:

ángulo A + ángulo B + ángulo C = dos rectos, o más brevemente:

A + B + C = dos rectos.

Así va el matemático más allá del mero concepto. Luego, pese a Descartes, el análisis no acaba en la intuición intelectual, en la aprehensión por una mente pura y atenta de la relación necesaria entre dos seres. Nada nuevo hay bajo el sol de esta razón analítica: el conocimiento tiene que conformarse con lo ya sabido, sin poder dar un paso adelante. Cerrada sobre sí y sus conceptos, la razón halla lo particular en lo universal cuando opera analíticamente. Puede observarse nuevamente el ejemplo del triángulo o bien puede examinarse este otro:

Si todos los hombres son mortales y
si Sócrates es hombre

entonces Sócrates es mortal,

donde se parte de una proposición universal (A) y se desemboca en una particular (I) contenida previamente en ella. Esto es proceder meramente por conceptos.

¿Por qué sucede esto? ¿A qué obedece que la razón proceda unas veces según “un conocimiento racional derivado de conceptos” y otras según “un conocimiento obtenido por construcción de los conceptos”? ¿Cómo sabremos cuándo opera de uno u otro modo?.

La respuesta es la siguiente: conocer es sintetizar (para lo cual debe haber una síntesis entre un concepto y una intuición que lo represente, como en el caso del triángulo) y pensar no lo es.

Todos los fenómenos de la experiencia han de presentarse en el espacio y en el tiempo. Un objeto percibido tiene que estar al lado, encima, debajo, detrás… de algún otro. Esto es estar en el espacio. También tiene que suceder antes, después o al mismo tiempo que algún otro, lo cual es estar en el tiempo. Sólo así es posible, además, percibirlos. Por eso dice Kant que el espacio y el tiempo son la forma a priori de todos los fenómenos, una condición indispensable para que sean fenómenos, es decir, para que aparezcan a una intuición sensible como es la nuestra. Otra cosa distinta es su materia, que es a posteriori: que un fenómeno cualquiera sea árbol o persona, tenga este o el otro color… es algo que solamente sabremos por una percepción a posteriori. Únicamente sabremos de antemano acerca de él que es una cosa, pero no qué cosa es. Ahora bien, este concepto a priori de cosa no nos ofrece más que la “mera regla de la síntesis de aquello que la percepción puede ofrecer a posteriori, pero nunca proporcionar a priori la intuición del objeto real”. Pero si no hay intuición no hay síntesis de intuición y concepto y, en consecuencia, no hay conocimiento. ¿Qué es lo que queda en ese caso?

Queda el uso discursivo de la razón, conocimiento filosófico que, como se ha visto, no es tal conocimiento y que se distingue del matemático en que éste sí puede sintetizar un concepto con una intuición a priori, sea la del espacio para hacer geometría, sea la del tiempo para hacer aritmética. Ahora comprendemos la distinción entre un proceder y el otro. Ante un concepto cualquiera pueden darse dos opciones:

La primera es quedarse en el mero concepto para producir, por ejemplo, una definición suya. En este caso tendremos un juicio analítico, que sirve para explicar lo que ya se sabe, pero no para saber más. Es lo que Kant llama “conocimiento sintético de razón por meros conceptos y, por ello mismo, discursivo”

La segunda es ir más allá del concepto, hasta una intuición que lo represente, en cuyo caso todavía pueden darse dos opciones:

Que la intuición sea pura. Entonces habrá un juicio sintético a priori, un conocimiento racional genuino. Esta es la construcción de conceptos propia de la matemática

Que la intuición sea empírica. Entonces habrá un juicio sintético a posteriori, que será sólo un conocimiento de hecho, pero desprovisto de universalidad y necesidad.

En el fenómeno, en lo que nos aparece, hay materia y forma. Esta última puede ser tratada sin la primera, pero no al revés. Ni puedo conocer un objeto fuera del espacio y el tiempo ni éste puede existir sin ellos. La forma es una condición indispensable de mi conocimiento de los objetos y lo es también de la existencia de éstos. Por ese motivo puedo pensar el espacio y el tiempo sin objetos, sin esperar a la experiencia de ellos. Propiamente hablando, puedo imaginarlos o, como dice Kant, tener de ellos una intuición pura, no empírica, en la que se abarca y agota todo su ser. ¿Qué puedo tener, por el contrario, de los fenómenos, de los objetos de la sensación, antes de que se me aparezcan? Sólo “indeterminados conceptos de la síntesis de sensaciones posibles”. Puedo saber a priori si todo lo que existe es o no una cantidad y hasta qué punto lo es, si ha de ser causa o efecto de alguna otra cosa, si será independiente o dependiente… Pero todo esto, que es el conocimiento filosófico, permanecerá indeterminado hasta tanto no sea determinado por una intuición sensible, lo que no sucede al matemático, que puede perfectamente prescindir de la materia empírica y atender solamente a la forma: para saber que un triángulo vale dos rectos no necesito saber que hay triángulos, como para saber que dos veces cinco es la mitad de veinte no necesito saber que hay cosas como peras o manzanas que puedan sumarse o dividirse. Pero sí sé de antemano en qué habrá de consistir necesariamente un triángulo, de tal manera que lo que una experiencia cualquiera pueda añadirle, como que es grande o pequeño, de un color u otro…, no es relevante en absoluto.

Ahí radica el éxito obtenido desde siempre por las matemáticas. Por no depender de la experiencia sensible, no corren el riesgo de la contingencia y la particularidad, que es lo único que puede esperarse de ella. La filosofía, en cambio, creyendo que esos triunfos de la razón en la matemática podrían extenderse también a lo que ella hace con tal de aplicar el mismo método, ha caído en el error una y otra vez, desde Platón hasta Descartes. Ella trabaja con conceptos a priori que no puede trocar en intuiciones a priori para confirmar su realidad. No puede hacerlos reales, al contrario que la matemática, y, sin embargo, ha sido una tendencia constante en ella el destinarlos a un uso que no es el suyo: querer hablar a través de ellos de las cosas del mundo. Y ha tardado en caer en la cuenta de que solamente había logrado que los conceptos hablen entre sí, pero no del mundo de las cosas.

Pero este error ha sido cometido con más frecuencia por maestros de la matemática cuando han querido hacer incursiones en la filosofía. Han utilizado bien la razón ordinaria en el campo de las cantidades, cuyas condiciones a priori son el espacio y el tiempo. Han pensado bien sobre ellas, pero no se les ha ocurrido pensar su origen y los límites de su aplicabilidad, sino que, lejos de ello, han pretendido aplicar sus procedimientos más allá del campo de la sensibilidad, que es el suyo propio,

“al terreno inseguro de los conceptos puros e incluso trascendentales, donde ni el suelo les permite sostenerse de pie ni tampoco nadar (instabilis tellus, innabilis unda), sino sólo un paso ligero cuyas huellas quedan completamente borradas por el tiempo. Su marcha por las matemáticas traza, en cambio, un camino real donde podrá andar confiadamente incluso la más remota posteridad”.

Pero la filosofía debe guardarse de estas pretensiones poniéndose al abrigo de las tentaciones del método matemático. Este versa sobre los objetos de la sensibilidad. Es su ámbito y a él no tiene más remedio que limitarse. La filosofía tiene otro.

3. El canon de la razón pura.

La primera utilidad de una crítica de la razón es la de poner límites a su deseo de ampliar por sí misma el conocimiento. La misma razón se rodea de un vallado para contener su ímpetu. Es su labor primera: “en lugar de descubrir la verdad, posee el callado mérito de evitar errores”. Pero esta labor tiene otra virtud: la de no permitir, una vez que se ha completado, otro censor por encima de sí misma. Eliminadas por su propia acción negativa las pretensiones excesivas que antes había abrigado, las pocas que ahora le quedan están bien protegidas de todo ataque ulterior.

La razón adivina la existencia de objetos que son para ella del máximo interés. Pero, como el agua a través del mimbre de la Nereida, éstos huyen cuando pretende conocerlos. Forzoso es admitir que esta vía es imposible, pero el anhelo, dice Kant, sigue siendo inextinguible. ¿No habrá más suerte en la razón práctica?

Si por canon ha de entenderse el “conjunto de principios a priori del correcto uso de ciertas facultades cognoscitivas”, entonces hay canon cuando nuestras facultades se destinan al conocimiento y no lo hay en caso contrario. Puesto que la razón pura es incapaz de todo conocimiento sintético, no hay canon para ella. Luego el único canon posible ha de ser el de su uso práctico, a cuyo examen dedica Kant las páginas siguientes.

a)Sección primera. El objetivo final del uso puro de nuestra razón.

Quede para la matemática y la ciencia de la naturaleza el conocimiento empírico. Ocúpense ellas de todo lo referido a los objetos de la intuición, reino del entendimiento y la sensibilidad, donde los objetos valen de un modo condicionado. La razón todavía tiene para sí una ocupación propia: la de los objetos cuyo valor no depende de ninguna otra cosa, pues es absoluto. De ella es el pensar, del entendimiento el conocer. De ahí deriva una conclusión, que lo es de toda la Crítica de la razón pura: lo absoluto, llámese Dios o como quiera, no se puede conocer objetivamente, ni le está permitido a la razón contar con él como si fuera objeto real; tampoco es explicable con el puro pensar, no es racionalizable…, pero no es posible dejar de pensar en él. Queda lejos del conocimiento, que no puede afirmarlo, mas tampoco negarlo. Y es su abismo propio, en donde la razón no puede dejar de hundirse, aunque sólo sea para dar razón de la limitación, el orden y la finalidad de los objetos del conocimiento, que son, para nosotros, los objetos del mundo.

Esta tendencia de la razón no admite excusa: “no encontrar reposo mientras no haya completado su curso en un todo sistemático y subsistente por sí mismo”.

El texto da un viraje sorprendente. Dejemos ahora, dice, el interés teórico de la razón y vayamos al práctico, porque en él se halla el fin supremo de toda ella, un absoluto:

“la unidad que fomente aquel interés de la humanidad que no está subordinado a ningún otro interés superior”.

Aquí, en el mundo inteligible de las ideas, reina sola la razón. Tales ideas son “la libertad de la voluntad, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios”, cuya investigación en modo alguno sirve para el conocimiento científico. Que la voluntad sea libre es un problema insoluble desde la comprensión de las cosas del mundo, sujetas todas ellas a leyes invariables. Que el alma sea inmaterial y, por ello mismo, inmortal, no puede servir de fundamento explicativo para los objetos de la naturaleza, que no lo son. Que, por último, exista una inteligencia suprema serviría ciertamente para aceptar que hay orden y finalidad en el universo, pero no nos estaría permitido verlo en ninguna parte concreta de él, pues ello equivaldría a saltarse las causas naturales, las únicas que debe tener en cuenta el conocimiento empírico. Estas tres cosas no pertenecen al mundo fenoménico. Por eso no son propiamente cosas, sino ideas. No sirven para el saber, pese a lo cual la razón no prescinde de ellas, porque sirven para la práctica. ¿Qué es la práctica?

No toda acción es práctica, sino sólo aquella “que es posible mediante libertad”, dice Kant. Pero las acciones mediante libertad no acontecen en el mundo empírico, el único al que nos es dado aplicar la categoría de realidad. Entrarían en contradicción con el conocimiento científico si pertenecieran a él. ¿Luego vuelve a desdoblarse la realidad en una parte sensible y otra inteligible, como en Platón? No es exactamente así, pero en esta parte del sistema kantiano emerge el mismo ímpetu primordial que animaba a aquél. Recuérdese “que el platonismo es, en lo fundamental, un sistema ético y político”[18]. Platón insistía en que jamás será bien gobernado un estado en el que falte un gobernante que participe de las ideas, lo que muchas veces sirve para tachar su filosofía moral de proyecto irrealizable, lo que equivale a no entender lo fundamental. El mérito de Platón en este aspecto no es otro que el de destruir todo intento de extraer reglas morales de la experiencia. Esta, la experiencia, dice Kant ahora, es la fuente de la verdad en lo tocante a la realidad natural, pero es inadmisible que lo sea en lo tocante a los principios morales: ¿cómo podría extraer lo que debo hacer de lo que realmente hago?

Pero no hay un mundo inteligible puesto aparte de este sensible, al que pueda accederse por una intuición intelectual privilegiada. El único mundo al que puede llamarse real es aquel del que se ha ocupado la filosofía trascendental, donde toda afirmación relativa a una cosa encontraba su fundamentación y justificación en una función originaria de la razón”[19]. Este mundo inteligible, el de las ideas antedichas, es un punto de vista necesario para la razón. ¿Sólo existen voluntades que se dejan llevar de sus impulsos y deseos empíricos o también hay otras que se representan lo que es bueno y provechoso prescindiendo de tales impulsos y deseos?

A diferencia de las leyes de la naturaleza, que se extraen de lo que sucede, las de la moral, que dicen qué es lo que debe suceder, aunque de hecho nunca suceda, se extraen de otro lado: de una razón práctica que no es de este mundo empírico, porque no se deja determinar por “lo que estimula o afecta directamente a los sentidos”. Esta es la voluntad libre, que dicta las leyes morales.

Como aquí no se trata de conocer, sino de actuar o dejar de actuar, no nos importa si hay o no realmente alguna clase de determinación superior y más remota. Esto sería volver a plantear la discusión en el terreno empírico, del que se ha ocupado la filosofía trascendental, la razón en su uso teórico. Es indudable que en ese terreno la libertad es un problema, pues choca con la causalidad natural, que no hay más remedio que admitir. Pero el problema no se da en el uso práctico de la razón, porque en él se inquiere por la norma y no por cualquier otra cosa. Y la norma presupone la libertad. Esta es, pues, un presupuesto, no una existencia que hay que demostrar. Prescíndase de esto y se hundirá ante nosotros todo el edificio de la moral. Si preguntáramos por la cosa, si quisiéramos saber qué es una voluntad libre, es decir, si volviéramos, para tratar estos asuntos, al uso teórico de la razón, hallaríamos solamente un concepto vacío, algo que podemos pensar, pero a lo que no podemos adjudicar intuición alguna. No es que el uso puro de la razón nos proporcione ahora una cosa, accesible por un atajo diferente al del conocimiento. Lo que nos da es un fin, una misión: la voluntad libre, un noúmeno. Aquí, tratándose únicamente del interés práctico de la razón, sí tiene sentido el problema de si existe Dios y hay una vida futura. Pero Dios y la vida futura son también cosas pensadas, no conocidas, fines de la razón práctica que justifican todo el orden moral y, como tales, presupuestos necesarios suyos.

b) Sección segunda. El ideal del bien supremo como fundamento determinador del fin último de la razón pura.

Ahora vemos el propósito de la Crítica de la razón pura. Que este libro, cuya traducción española consta de 661 páginas, diga en la 629 que el interés de la razón no se satisface en su uso especulativo o teórico, al cual se han dedicado casi todas las páginas precedentes, indica hasta qué punto anticipa otros contenidos distintos de los gnoseológicos. Es legítimo esperar de las ideas de la razón un papel mucho más importante que el que cumplen en lo concerniente al conocimiento: algo que la razón nos niega en su uso especulativo y que debe brindarnos en su uso práctico. Veamos qué.

Todos los intereses de la razón se resumen en tres:

¿Qué puedo saber? Este es meramente teórico o especulativo. Todo cuanto cabe decir a su respecto está ya dicho: es todo lo referido a la teoría del conocimiento.

¿Qué debo hacer? Es un interés práctico que, perteneciente también a la razón pura, no es del ámbito trascendental, sino del moral.

¿Qué puedo esperar? Es práctico y teórico a la vez. Lo que se espera es siempre la felicidad, independientemente de que acabe o no de llegar. Esa esperanza es, con respecto a las acciones, lo que la ley de la naturaleza con respecto a la ciencia, pero en un sentido algo diferente: en el primer caso “hay algo porque algo debe suceder”, en el segundo “hay algo porque algo sucede”.

En otras palabras:

Hay algo porque algo debe suceder.- Que algunas acciones deben ser hechas es indudable. De ahí se desprende que dichas acciones tienden a un fin supremo que las determina.

Hay algo porque algo sucede.- También es indudable que algunos hechos suceden, de donde se desprende que algo opera como causa suprema suya. El algo de los dos casos es el mismo, sólo que en el primero opera como fin de lo que debe hacerse y en el segundo como principio regulador de lo que sucede de hecho.

Explicación de las respuestas.

¿Qué debo hacer?.- A esta pregunta se responde: “Haz aquello mediante lo cual te haces digno de ser feliz”, para lo que ha de tenerse en cuenta solamente lo moral, lo que debe ser, no lo que es.

Para empezar, debe caerse en la cuenta de que una cosa es ser feliz, lo cual corresponde a la experiencia, pues solamente en ella se encuentran las inclinaciones que hay que satisfacer, y otra bien distinta merecer la felicidad o ser digno de ella. Es obvio que para tratar esta segunda cuestión hay que dejar de lado la experiencia particular, la que nos dice cómo es feliz cada cual, pues en ella no se puede hallar ninguna universalidad. Es además la que corresponde, no a este o aquel hombre, sino “a un ser racional en general”. Sólo ésta es una cuestión a priori.

Según Kant, ese “ser racional en general” dispone de leyes morales puras que le dictan lo que debe y lo que no debe hacer. Pero no se lo dictan de manera condicional. No le dicen, por ejemplo, “si no quieres padecer contratiempos vive oculto”, pues una norma así sólo vale bajo la condición de no querer sufrir contratiempos, en tanto que una ley moral pura, o universal, no dicta lo que ha de hacerse en tales o tales circunstancias, sino lo que ha de hacerse siempre, incondicionalmente. Si una ley moral está sujeta a condiciones podrá valer para un hombre u otro, pero no para el ser racional en general. Por eso las auténticas leyes morales “prescriben en términos absolutos (no meramente hipotéticos o bajo la suposición de otros fines empíricos); tales leyes son, por tanto, necesarias en todos los aspectos”.

Este es el uso práctico de la razón, distinto del especulativo, pero no contrario a él. Y, lo que es más importante, es superior, pues es ahí donde la razón alcanza el máximo de unidad sistemática a que su naturaleza le impulsa. En su actividad teórica, o especulativa, la razón pura contiene los principios de posibilidad de lo que es. En su actividad práctica, o moral, la razón pura contiene los principios de posibilidad de lo que debe ser. Ahí radica la diferencia. Aunque en el mundo de los hombres no exista un sólo justo, sigue siendo indudable que los hombres deben ser justos. Esto es real, pero no sigue a la experiencia, como tampoco la seguían los principios a priori del conocimiento, sino que se impone a ella. Así son posibles los juicios sintéticos a priori también en lo moral.

“Así pues, la razón pura no contiene en su uso especulativo principios de la posibilidad de la experiencia, a saber, principios de aquellas acciones que, de acuerdo con los preceptos morales, podrían encontrarse en la historia de la humanidad, pero sí los contiene en un cierto uso práctico, esto es, moral. En efecto, si la razón ordena que tales actos sucedan, ha de ser posible que sucedan. Tiene que poder haber, pues, un tipo peculiar de unidad sistemática, a saber, la unidad moral. Fue, en cambio, imposible demostrar la unidad sistemática de la naturaleza de acuerdo con principios especulativos de la razón, y ello debido a que, si bien ésta posee causalidad respecto de la libertad en general, no la posee en relación con la naturaleza entera y a que los principios morales de la razón pueden dar lugar a actos libres, pero no a leyes de la naturaleza. En consecuencia, los principios de la razón pura poseen realidad objetiva en su uso práctico, pero especialmente en su uso moral”.

Estas palabras reflejan toda la importancia que da Kant a la razón pura práctica. Nuestra facultad de conocimiento, que no se contenta con repasar uno a uno los fenómenos de la experiencia sensible, procura remontarse por encima de ella y hallar objetos reales. Esto sólo es posible en lo moral, donde impera la libertad. En lo fenoménico reina la causalidad, merced a la cual existen leyes de la naturaleza. Por ese motivo la libertad no puede ser un fenómeno, un objeto de experiencia sensible, pero tiene también su propia causalidad. Ella es el principio de las acciones buenas que, aun no existiendo en la experiencia, pueden, sin embargo, existir si los hombres actúan libremente de acuerdo con los preceptos morales.

Está en poder de cualquier hombre adormecer el tribunal interior que llamamos conciencia y no ser honrado. Pero sigue siendo cierto que incluso un hombre así debe actuar de una manera y no de otra. De su conducta no puede proceder el concepto de virtud o deber que le obliga. Es cierto que no hay en ella, ni en la de ningún otro hombre, modelos de conducta, como tampoco de conocimiento. Si acaso es posible encontrar alguna ilustración, siempre imperfecta, en los seres humanos particulares. ¿Puede considerarse a Sócrates como un modelo permanente de comportamiento? No, pues las normas a que él se atuvo estaban sujetas al momento y lugar en que vivió. Como todos los demás mortales, Sócrates, por muy elevados que hayan sido su ideal de vida y su conducta, es un caso más de la experiencia.

La relación que el deber mantiene con el fenómeno es la de ser su condición de posibilidad: sólo si existe aquél podremos tener experiencia del bien. Él es el fundamento de nuestros juicios morales. ¿Cómo podríamos decir o pensar que un hombres es injusto si no fuera porque sabemos que no debe serlo? Luego la razón ordena que sucedan ciertas cosas. Y, si las ordena, éstas pueden suceder, aunque no se den de hecho. Esto es lo propio de la razón. En su uso especulativo encuentra cómo son las cosas merced a los principios a priori que ella impone. En su uso práctico encuentra cómo deben ser, merced a otros principios a priori que ella también impone: la libertad de la voluntad y el deber.

Un mundo que no se limitara a ser como es, sino que fuera como debe ser, sería un mundo moral, un mundo inteligible y no sensible. ¿Significa esto volver al platonismo? En gran medida sí, pues se trata de una idea que “puede y debe tener su influencia real sobre el mundo de los sentidos para hacer de éste lo más conforme posible a esa idea. Consiguientemente, la idea de un mundo moral posee realidad objetiva, no como si se refiriera al objeto de una intuición inteligible (objeto que no podemos concebir en modo alguno), sino como refiriéndose al mundo sensible, aunque en cuanto objeto de la razón pura en su uso práctico y en cuanto corpus mysticum de los seres racionales de ese mundo, en la medida en que la voluntad libre de tales seres posee en sí, bajo las leyes morales, una completa unidad sistemática, tanto consigo mismo como respecto de la libertad de los demás”.

¿Qué puedo esperar?.- Esta pregunta no puede contestarse sin antes determinar si hay conexión necesaria entre los principios racionales que imponen la ley moral y la esperanza cierta de la felicidad. Kant está seguro de que es así: “el sistema de la moralidad va indisolublemente ligado al de la felicidad, pero sólo en la idea de la razón pura”.

En el mundo inteligible al que antes nos referimos existe la “moralidad autorrecompensadora”: la libertad, sujeta a leyes morales, como causa del bienestar propio y del de los demás en una medida proporcional. Es un mundo ideal que, como tal, tiene que ser realizado, y sólo lo será en la medida en que “cada uno haga lo que debe”, como si todos formasen una sola voluntad. Dicho sea de paso: el hecho de que los demás desobedezcan no exime a uno mismo de la obligación de obedecer. Ese lazo entre la “esperanza de ser feliz” y la “incesante aspiración de hacerse digno” de ello no es un lazo sensible o natural, sino suprasensible. En el mundo de las cosas no es posible hallar un vínculo indiscutible entre felicidad y conducta moral, pero no por eso se extingue la esperanza, que apunta entonces al ideal del bien supremo: Dios. Nuestra conducta sucede en el mundo sensible, donde no es posible que se dé tal vínculo, pero nuestra razón no puede renunciar a presentarnos un mundo inteligible que, ajeno al mundo presente de los sentidos, debe pensarse para el porvenir. Luego Dios y la vida futura son inseparables de la obligación moral.

O los principios morales son ensueños o existe un Ser capaz de hacer que la felicidad se siga de la moralidad y, para nosotros, una vida en que esto mismo sea real. No hay otra opción. De esa alternativa deriva el hecho de que los hombres “consideren las leyes morales como mandamientos”, porque ligan a ellos promesas y amenazas que emanan de un Ser que puede cumplirlas.

No otra cosa es la espera de quien ajusta su voluntad racional a principios morales, la espera en un mundo que Leibniz llamó reino de la gracia, distinguiéndolo del de la naturaleza en que en este último el resultado de las acciones es conforme a la naturaleza y no conforme a nuestra esperanza. Kant acepta esta tesis de Leibniz, añadiéndole que el reino de la gracia es una idea necesaria de la razón en su uso práctico, no en el especulativo, pues éste sólo tiene como contenido la naturaleza.

Si se prescindiera de Dios y de ese mundo que no podemos ver ni dejar de esperar, la moralidad entraría en una vía muerta, pues le faltarían los resortes que mueven la acción. Quien se conduce moralmente se siente con derecho a esperar algo de su acción, por más que sepa con toda evidencia que nunca le será dado en esta vida. Este desgarramiento es la fuente del reino de la gracia.

La felicidad por sí misma no vale tanto como para ser la máxima aspiración de la razón práctica. Es preciso además saber que uno tiene derecho a ser feliz. La conjunción de ambas cosas es lo máximo que cabe esperar. No es posible tener una idea distinta en este punto. Pero no es la perspectiva de ser felices lo que nos hacer ser morales, sino, al revés, el ser morales nos hace dignos de ser felices. Actuar con vistas a la propia felicidad no es, en rigor, una actuación según principios morales.

Ese bien supremo del que hablamos es, pues, “la felicidad en exacta proporción con aquella moralidad de los seres racionales gracias a la cual éstos se hacen dignos de la primera”. Este es el orden inteligible de los fines, un orden universal que, aunque oculto a nuestros sentidos, impone la máxima unidad sistemática a que aspira la razón. Sólo ahí se satisface ésta.

Pero todo esto no es una demostración de la existencia de ese “ser uno, perfectísimo y racional” que llamamos Dios. La razón teórica no puede dar una tal demostración y, en consecuencia, ni la teología especulativa, ni la trascendental o la natural pueden llevarnos mediante pruebas hasta un “ser antepuesto a todas las causas de la naturaleza”. El camino es otro: “si desde el punto de vista de la unidad moral, como ley necesaria del mundo, consideramos cuál es la única causa que puede dar a esa ley el efecto adecuado y, consiguientemente, fuerza vinculante para nosotros, vemos que tiene que ser una voluntad suprema que comprenda en sí todas esas leyes, pues ¿cómo íbamos a encontrar una completa unidad de fines bajo voluntades distintas?”. El camino es, piensa Kant, el de la teología moral. Ella nos dice que el sentirnos obligados a la ley moral que hay dentro de nosotros, como hay fuera de nosotros un cielo estrellado, no puede ser por otro motivo sino porque hay un ser omnipotente, omnipresente, eterno…

Ahora bien, esta unidad de los fines en que consiste el mundo inteligible se extiende también al sensible, lo que significa el enlace de la razón práctica con la teórica y el predominio de aquélla sobre ésta. Si el mundo natural existe por mero azar y no ha surgido de una idea, entonces no es posible que concuerde con el uso ético de la razón. Puesto que somos seres morales, estamos admitiendo lo contrario.

Así tiene que ser. Habitante de dos mundos, el de la ciencia y el de la moral, el hombre no puede menos que armonizarlos. No le es posible vivir y pensar dividido en dos secciones. Que la armonía provenga, además, de la razón práctica y no de la teórica es también plenamente justificable, aunque sólo sea por el hecho de que la obligación moral concierne a todos, en tanto que la ciencia es solamente el adorno de unos cuantos.

Pero armonía no es mezcla. Permítaseme una breve digresión antes de encarar los últimos párrafos del texto. Ello es que en el análisis de los principios a priori del conocimiento aparecieron ya las ideas de la razón como noúmenos, como cosas a cuyo descubrimiento no puede aventurarse la razón sin riesgo de caer en tinieblas. Ahora emergen las mismas ideas, no ya como límites del conocimiento, sino como presupuestos necesarios de la acción. Esto no las convierte en verdades demostradas, sino en objetos de una fe racional de índole moral. Es como si una luz iluminase la tiniebla, pero sólo mientras dura el acto moral. Dicho acto es un intento de adecuación de la voluntad a una ley moral, pero una adecuación total no le es posible en un tiempo finito. Pese a ello, la acción se produce: la libertad y la inmortalidad son su condición necesaria. Ahora bien, el ser y el deber ser siguen siendo distintos. En el primero reina la causalidad. El segundo, si se cumpliera, sería la realización de la libertad. Mas las barreras que se interponen entre ambos son infranqueables y no nos está permitido dejarnos llevar de la ilusión. Sin embargo, también sigue siendo cierto que los actos morales son posibles por la convicción de que ambas series pueden llegar a ser una sola. A esta fusión da Kant el nombre de “Dios”, un concepto en el que se incluye el fin último de la acción moral -la felicidad y el derecho a ella- y la realización progresiva de ésta en el mundo empírico. Prescíndase del contenido de este nombre y los actos morales carecerán de sentido.

Pero el sujeto humano no puede prescindir del sentido. Si careciera de fines ¿qué utilidad podría aplicar incluso al conocimiento de la naturaleza? Sin embargo, no hay otros fines que los acabados de mencionar, y, entre ellos, el más alto de todos es la unidad de las dos series, la natural y la moral.

Luego es la sola elaboración de las ideas éticas lo que nos permite un concepto preciso de la divinidad. Hasta que este paso decisivo ha tenido lugar, ninguna ciencia ha podido “producir más que toscos e imprecisos conceptos de ella”. Son las ideas morales las únicas capaces de alcanzar un concepto exacto suyo, pues sólo ellas pueden mostrar uno que esté “en perfecto acuerdo con los principios morales de la razón”. La razón práctica no desemboca “en un dogma demostrado, pero sí en un supuesto absolutamente necesario para los fines más esenciales de la razón”.

Pero esto no es conocer un objeto nuevo, situándose por encima de las condiciones empíricas de todo conocimiento. No se trata de la demostración de la existencia de Dios y, a su través, de la fundamentación de las obligaciones morales. No sabremos que las leyes morales son buenas y obligatorias para nosotros porque Dios las haya mandado, sino que sabremos que Dios las ha mandado porque hemos descubierto que son buenas y obligatorias para nosotros. “El firmamento estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí” no son seres sumergidos en la oscuridad, sino directamente relacionados con la conciencia que tengo de mi propio ser. El primero empieza en el sitio que yo ocupo en el mundo sensible y me hace sentir que pertenezco a un espacio de mundos sobre mundos y a un tiempo sin fronteras. El segundo “arranca de mi yo invisible” y me hace sentir que pertenezco a un mundo infinito con el que yo me identifico y que es sólo accesible por el entendimiento[20].

La teología debe ser moral, servir para indicarnos la obligación de cumplir “nuestro destino en el mundo adaptándonos al sistema de todos los fines” y no para hilar conceptos que desemboquen en la existencia de Dios.

Concepción González Pérez, en Varios autores, Historia de la filosofía, Proyecto Sur de Ediciones, Granada, 1996, páginas 237-254


Notas


[1] Citado en Cassirer, E., El problema del conocimiento en la filosofía y en la ciencia modernas. II., trad. de W. Roces, F.C.E., México, 1986, página 572.

[2] Kant, I., Crítica de la razón pura, prólogo, trad., notas e índice de P. Ribas, Ediciones Alfaguara, Madrid, 1978, página 65.

[3] Citado en Cassirer, E., o. c. página 644..

[4] Kant, o. c., página 93.

[5] Kant, ibidem.

[6] V Cassirer, E., o. c., página 685.

[7] V. García Morente, La filosofía deKant (Una introducción a la filosofía), Espasa – Calpe, Madrid, 1975, página 110.

[8] Kant, I., o. c., página 272.

[9] Kant, I., o. c., página 318.

[10] Kant, I., o. c., página 323.

[11] V. García Morente, o. c., página 121.

[12] Kant, I., Fundamentación de la metafísica de las costumbres, trad. de M. García Morente, Austral, Madrid, 1980, página 72.

[13] Citado en Hirschberger, J., Historia de la Filosofía. II, Edad Moderna, Edad Contemporánea, presentación, trad. y síntesis de historia de la filosofía española por L. M. Gómez, Herder, Barcelona, 1972, página 211.

[14] Kant, I., Crítica de la razón pura, página 42

[15] Kant, I., o. c., página 472.

[16] Kant, I., o. c., página 58.

[17] El texto a que se hace referencia pertenece a la segunda parte de la Crítica de la razón pura: II.- Doctrina trascendental del método. La primera parte se denomina I.- Doctrina trascendental de los elementos y está dividida en 1ª parte: La estética trascendental, y 2ª parte: La lógica trascendental. Esta última se halla subdividida a su vez en: 1ª división: La analítica trascendental y 2ª división: La dialéctica trascendental.

[18] V. Tema I, “Etica y política”.

[19] Cassirer, E., Kant, vida y doctrina, trad. de W. Roces, F. C. E., México, 1968, página 300.

[20] V. Cassirer, E., o. c., página 314.


 

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Locke y Hume

A. Crítica al innatismo y al concepto de causa

1) Contra el innatismo

a) John Locke

Locke nace en 1.632, cerca de Bristol. Vive uno de los períodos más turbulentos de la historia de Inglaterra, cuando tuvo lugar la sustitución de la dinastía de los Estuardo por la de los Orange. Estudió filosofía, medicina y ciencias naturales en Oxford. Intervino en la redacción de la Constitución de Carolina (E.E.U.U). Participó en la creación del Banco de Inglaterra. Sus obras principales son: Ensayo sobre el entendimiento humano, los dos tratados Sobre el gobierno civil -publicados después de su exilio en Holanda- , Carta sobre la tolerancia -publicada en Holanda, en latín-. Murió en Oates, Essex, en 1.704.

Lo mismo que Descartes, Locke deja a un lado las cosas para dedicarse a escrutar la fuerza de la razón, pues cree que el impulso de la filosofía no llegará a buen término si se permite que los pensamientos se pierdan en “el vasto océano del Ser”, en la posesión ingenua y confiada de certezas sobre la naturaleza, sea la del alma o la del mundo. Más sensato y más prometedor habrá de ser el examen de los pensamientos, que, aun siendo de muy variada índole, se producen todos en el interior del hombre. Todos coinciden en ser fenómenos psíquicos, y mientras no se sepa cómo se originan, cuál es la certeza que cabe esperar de ellos y hasta dónde se extienden los límites de su acción, no será posible tener una ciencia acabada, tan perfecta como le es posible al hombre conseguirla, sobre lo que más interesa conocer: la moral, que es la “ciencia propia y el negocio de la humanidad en general”[i].

Proponer a la investigación estos tres temas hace que Locke ocupe un lugar crucial en la historia de la filosofía:

El origen del conocimiento es algo propio del empirismo, corriente británica que ya había tenido sus antecesores en Bacon y Hobbes.

La certeza del conocimiento es la herencia cartesiana.

El estudio de sus límites es iniciado por Locke y continúa hasta Kant, el autor que trata con más rigor este problema y en quien culmina la teoría del conocimiento de la Edad Moderna.

Origen del conocimiento.- Si se aceptara sin más la existencia de ideas innatas se estarían abrazando a ciegas, por el camino de la fe, unos principios que no habrían sido esclarecidos por el trabajo de la razón, lo cual sería incompatible con la decisión de someter a juicio los contenidos de conciencia.

A esto se debe la larga refutación lockeana del innatismo. No hay en los hombres, desde su nacimiento, nociones especulativas o prácticas, dice Locke. No existen ideas innatas, pues las tendrían los niños y los tontos y, en consecuencia, no habría que empeñar tanto esfuerzo en enseñárselas. Y no vale oponer a esto, como muchas veces se ha hecho, que tales ideas innatas estarían ocultas en el alma y se manifestarían en la edad adulta, cuando los hombres entran en la razón. Algunos autores han aducido como prueba de esto último la certeza incuestionable con que se presentan los razonamientos matemáticos. Así Sócrates en el Menón[ii], cuando pretendió demostrar que el alma del esclavo había albergado desde siempre, aun sin él saberlo, la conclusión geométrica a que él mismo le había conducido mediante preguntas bien dirigidas. Locke aduce que una cosa es que una proposición sea evidente, como sucede en la matemática, y otra que sea innata. Que en el espíritu de los hombres no se hallan desde siempre verdades, principios o normas de conducta y que, a lo más, hay en ellos una facultad natural para reconocer como evidentes algunos pensamientos.

Pese a lo que ha solido creerse, esta crítica no va dirigida contra Descartes, pues él tuvo por innatas las ideas que su razón había encontrado evidentes sin ayuda externa, lo que no equivale a admitir que se hallan por igual en todos los hombres, incluidos los necios, los locos y los niños. Fue más bien el pensamiento antiguo el que, con unas pocas excepciones, se inclinó por el innatismo. La teoría platónica de la reminiscencia, que combinaba elementos órfico-pitagóricos con la intención de distinguir el verdadero saber de la opinión, y la teoría agustiniana de la iluminación ejercieron una profunda influencia durante toda la Edad Media y gran parte de la Edad Moderna. El innatismo se refería también a la moralidad, por cuanto se consideraba que las normas básicas que rigen la conducta humana están presentes por igual en todos los hombres. Esto era generalmente admitido en tiempos de Locke, por lo que su refutación iba dirigida contra la creencia general. Como parecía un ataque a la moral, produjo un fuerte impacto que en el presente, lejos ya de esa creencia, resulta difícil de entender.

Si la crítica es certera, si el alma es un papel en blanco, ¿de dónde vienen entonces tantas representaciones como los hombres tienen sobre la vasta maquinaria del universo y las leyes que la rigen, sobre el inmenso cúmulo de los sentimientos y las pasiones, sobre los miedos, temores y esperanzas? La respuesta de Locke es simple y contundente: de la experiencia, aplicada a los objetos sensibles del exterior o a las operaciones mentales del interior. La experiencia, fuente de todo el pensar, es doble: sensación y reflexión. Por la primera adquirimos conciencia de las cualidades que afectan a los objetos externos, como son el color, el peso, la dimensión… Por la segunda nos damos cuenta de que dudamos, razonamos, pensamos, recordamos…

Certeza del conocimiento.- La experiencia sensible es el origen de la idea, entendida como aquello en que la mente se emplea cuando piensa. El empleo de este término no debe confundir, pues hay una antigua tradición que, desde el platonismo, le asigna significados muy diferentes. Locke, fiel en esto al nuevo rumbo de la filosofía, insiste en que la idea no es otra cosa que lo que de manera inmediata y directa hay en la mente cuando ésta piensa y que, por tanto, sólo existe mientras es pensada. Su ser no es, en consecuencia, comparable al de la venerable Idea platónica, que existe fuera de toda mente y de toda materia. También es netamente distinta del objeto, que se piensa a su través. En definitiva, la mente conoce ideas, no seres reales. Éstos son recibidos a través de aquéllas, que, en consecuencia, tienen que poseer algún valor representativo para poder ocupar su lugar en la mente. Su mayor o menor acierto en la representación es precisamente lo que les da el ser más o menos verdaderas.

Como la casa se hace con ladrillos, así el conocimiento se construye con ideas. Sólo podrá comprenderse si es veraz atendiendo a esos componentes, que, según Locke, son de dos clases:

Ideas simples: son el color, sabor, sonido, calor, frío, figura, movimiento, reposo, extensión del cuerpo, deseo, deducción, recuerdo, dolor, disgusto, fuerza, unidad… Pueden proceder de un solo sentido o de varios a la vez, pueden proceder también de la reflexión y, por último, de la sensación y la reflexión simultáneamente.

Ideas complejas: son las que resultan de la combinación, comparación o repetición de las ideas simples. De aquí se desprende que el entendimiento es incapaz de producir una sola idea nueva. Un hombre puede pretender elevarse por encima de las estrellas con sus fantasías e imaginaciones, pero es en vano, pues no hay una sola de sus representaciones, por formidable u original que a él y a todos los demás parezca, que no haya sido antes una o varias ideas simples de su experiencia, y después una combinación de ellas por la acción de su memoria.

Esta clasificación es coherente con la negación del innatismo, a la que añade un argumento más.

Si, como se ha dicho más arriba y afirma explícitamente Locke en el libro IV del Ensayo sobre el entendimiento humano, la mente no conoce las cosas inmediatamente, sino por la intervención de las ideas que de ellas tiene, entonces ¿dónde se halla la garantía de que unas se correspondan realmente con las otras? Descartes se había enfrentado a la misma cuestión cuando, al querer demostrar que la materia existe, hubo de recurrir a un Dios bueno incapaz de engañarle. Por el mismo motivo echa mano Locke de un recurso habitual en su época: el principio de causalidad.

Este principio dice que todo efecto tiene una causa, o que todo lo que empieza a existir tiene una causa eficiente realmente distinta de sí. Su aceptación es inevitable para que la mente no quede encerrada en sí, con sus ideas, sin acceso al mundo externo. Es decir, para no caer en el solipsismo, amenaza que se cierne sobre toda la filosofía moderna. Esta inició el camino de la introversión a la conciencia, renunciando provisionalmente -así lo creyeron los filósofos del momento- a la naturaleza de las cosas. No podía se de otro modo una vez que se aceptó que la mente no piensa cosas, sino ideas, y que aquéllas sólo son tenidas en cuenta cuando son representadas en éstas. Ahora bien, esto exige aceptar también una concepción que se remonta a los filósofos griegos: que solamente lo semejante es conocido por lo semejante. Luego tiene que haber similitud entre objeto externo e idea interna. ¿De dónde le viene tal similitud? Según Locke, del objeto mismo, que es la causa de la idea. Las ideas simples no son producto de la fantasía, sino de las cosas externas. El acomodo entre unas y otras ha sido así ordenado por la suprema sabiduría del Hacedor. Ésta es la solución de Locke. No deja de causar sorpresa que también él, como antes Descartes, se vea obligado a recurrir a Dios para asegurar la certeza del conocimiento. El respaldo del principio de causalidad y del divino Hacedor le permite además concluir que tales ideas simples, directamente relacionadas con los objetos, son todas veraces, y que, en virtud de tal dependencia causal, ninguna de ellas es innata.

Límites del conocimiento.- Luego la mente no puede ir más allá de tales ideas simples, ante las cuales es tan pasiva como un espejo, que no puede hacer otra cosa que reflejar lo que tiene delante. Los edificios que la razón levanta combinando dichas ideas simples y formando otras complejas, alejada ya en consecuencia de su contacto con la realidad, pueden no corresponderse con ésta. La mente es completamente pasiva en el primer caso, pero es activa en el segundo. Cuando no hace nada hay garantía de que no pone nada de su propio interior, pero cuando interviene en la combinación de ideas simples -cosa que no puede menos que hacer, pues éstas, como átomos mentales, tienen que ser combinadas en construcciones mayores- se acrecienta la posibilidad de que los resultados de su acción no se correspondan con la naturaleza.

No se crea, sin embargo, que todas las ideas simples reproducen con la misma fidelidad y exactitud las propiedades reales de los objetos. Unas son cualidades primarias, que ofrecen a la mente propiedades inseparables de los cuerpos: dureza, extensión, figura, movimiento, reposo y número. Las otras con cualidades secundarias, que si bien son útiles para discernir cómo afectan las cosas al espíritu, no están presentes en ellas más que virtualmente: son los colores, sonidos, sensaciones del gusto… y otras semejantes a éstas. Las cualidades primarias son, pues, imágenes directas de los objetos, pero nada hay en éstos que se parezcan exactamente a las secundarias.

b) David Hume

Hume nació en Edimburgo, Escocia, en 1711, donde murió en 1776. Entre 1734 y 1737 permaneció en Francia, en La Fléche, el colegio donde había estudiado Descartes. Movido por su afán de celebridad literaria, que era su pasión dominante, pero no tanto como para hacerle infeliz si no la satisfacía, escribió allí el Treatise of human nature, que, según él mismo dijo, nació muerto de la imprenta. Sus escritos de moral, política e historia sí lograron éxito, lo que le animó a revisar el Treatise y publicarlo nuevamente bajo otro título: en 1748 apareció Philosophical essays concerning human understanding, en 1751 An Enquiry concerning human understanding y An enquiry concerning the principles of morals. Sus Dialogs concerning natural religion fueron publicados después de su muerte, por deseo expreso suyo. Tuvo estrechas relaciones con los enciclopedistas franceses y con Rousseau, que se alojó en su casa en una ocasión y con quien rompió por el difícil carácter de éste. Pretendió varias veces una cátedra Edimburgo, sin lograrlo, pese a los buenos oficios de su amigo Adam Smith.

Hume fue el encargado de corregir definitivamente la dirección general que el empirismo inglés había iniciado desde sus comienzos, haciéndolo volver a una nueva concepción del innatismo. Sobre ese presupuesto logró una explicación sistemática y coherente, indiscutible desde los principios empiristas, sobre el modo en que se produce y construye la experiencia. Estudiaremos seguidamente esa explicación, pero no antes de exponer, como ya hicimos con Locke, los principios empiristas básicos de que arranca la filosofía de Hume.

A todos los seres que habitan en la imaginación, todas las fantasías, recuerdos, razonamientos, experiencias, sentimientos… aplica Hume ahora el nombre de percepciones, que pueden dividirse en dos grupos:

Impresiones, que inciden sobre la mente con un alto grado de fuerza y viveza: son las sensaciones, pasiones y emociones.

Ideas, copias débiles de aquéllas, que están presentes cuando pensamos, recordamos, imaginamos…

Cualquiera que perciba la diferencia entre sentir y pensar, dice el autor, se dará cuenta de la que existe entre una impresión y una idea, y añade como ejemplo de ello que la visión de la letra impresa y el papel son impresiones y que las imágenes, razones, recuerdos… que se van suscitando a lo largo de la lectura son ideas. Es verdad que algunas veces, cuando se padece una fiebre alta o una pesadilla, hay ideas que se perciben con tanta fuerza que parece que se estuvieran viviendo realmente, como también sucede en ocasiones lo contrario, que algunas impresiones nos afectan tan débilmente que parecen ideas. Pero, exceptuando estos pocos casos, lo habitual es que ambas se distingan nítidamente, por lo que es de esperar, dice el autor, que nadie tenga serios motivos para oponerse a esta división.

Ideas e impresiones pueden además ser simples o complejas. Las primeras no admiten separación o división ulterior, pero sí las segundas. El olor y el color de la rosa no son lo mismo, aunque pueden presentarse juntos. Esto debe tenerse en cuenta porque Hume defiende que las ideas proceden de las impresiones como reproducciones atenuadas suyas. Es indiscutible que pueden construirse en la fantasía reinos nunca vistos ni oídos. Pero sí proceden de las impresiones de los sentidos los componentes simples de que hace uso la imaginación para producir esos grandes entramados irreales[iii].

Sin embargo, no pueden presentarse argumentos a favor de la procedencia de las impresiones de otra cosa que no sea ellas mismas. Ni el mundo externo, ni un Ser omnipotente que no pudiera engañarme, ni siquiera la misma conciencia, pueden invocarse como su origen. En las impresiones se muestra algo, pero no se sabe qué, a alguien, pero no se sabe a quién. Eso es todo. Éste es el fenomenismo de Hume, una tesis sobre el origen de la experiencia que niega rotundamente la crítica que Locke había hecho al innatismo. Las ideas son copias de las impresiones, pero éstas brotan inmediatamente de la naturaleza humana. Son, pues, innatas, en contra de lo que había opinado Locke. Pero, en contra de lo que había opinado Descartes, las ideas no son innatas, pues proceden de las impresiones.

Como derivaciones de esta posición del autor, a la vez que como prueba o aclaración de lo que él entiende por innatismo, véanse las argumentaciones siguientes sobre cada una de las sustancias en que Descartes había dicho que se cifra la realidad. De paso podrá percibirse el profundo escepticismo de su filosofía.

Los objetos externos.-  En la mente sólo hay percepciones y sólo en ellas se ejerce: ver, oír, recordar, juzgar, amar, imaginar, odiar… y todo cuanto pueda descubrirse en su interior. De ahí que no pueda admitirse la existencia independiente de los cuerpos materiales, con los que ella no tiene relación alguna. El supuesto de que existen cuerpos obedece a la razón o a los sentidos. Pero éstos últimos no pueden convencernos pues, para saber si las impresiones que vienen de ellos se parecen a los objetos externos, deberían presentarnos al mismo tiempo los originales y las copias, lo que es inconcebible. Tampoco puede hacerlo la razón, porque no es posible inferir los objetos de las impresiones. Una tal inferencia sería causal y, para ser válida, deberíamos poder observar la constante conjunción de objetos y percepciones, lo que no nos es dado.

Ni los sentidos ni la razón tienen fuerza suficiente para persuadirnos de la existencia de objetos materiales. ¿Por qué entonces seguimos creyendo en ellos? Por la memoria, asegura Hume, que nos presenta una gran cantidad de datos similares después de interrupciones considerables, nos convence de que son los mismos y nos obliga a conectarlos entre sí por medio de la hipótesis de la existencia de los cuerpos. Pero la memoria es una facultad de la mente y su poder no alcanza a traspasar los límites de ésta. En consecuencia, no hay motivos suficientes para que la filosofía acepte que lo que la memoria nos impone sea realmente así.

La mente.- No es menos dudosa la existencia de la misma conciencia que recibe las impresiones. Muchas personas se figuran que lo que llaman su yo es algo de lo que son íntimamente conscientes. Creen firmemente en su continuidad, identidad y simplicidad, pero no se percatan de que sostenerla es contra toda experiencia. La idea del yo debe derivar, como todas las demás, de alguna impresión, que debería ser invariablemente idéntica a lo largo de toda la vida, pues así se supone que existe la conciencia. Sin embargo, no hay ninguna impresión que cumpla esos requisitos. En nuestro interior se suceden el dolor y la alegría, las pasiones y las sensaciones, el amor y el odio, la luz y la sombra… Cada vez que uno penetra dentro de sí mismo halla alguna de esas percepciones, pero jamás encuentra su yo al margen de ellas Puesto que es posible distinguir a cada una de ellas de todas las demás, debe aceptarse que pueden existir por separado y no necesitan de cosa alguna que las mantenga en la existencia. Quien no lo acepte, que piense qué es lo que queda de sí mismo cuando todas ellas han sido suprimidas, por ejemplo, en un sueño profundo, y que piense también si ese estado no es idéntico a aquél en que, aniquilado su cuerpo tras la muerte, ya no puede sentir, pensar, ver…

Dios.- Respecto a la existencia de Dios, Hume niega que pueda probarse con argumentos a priori. Una demostración a priori, dice, solamente es posible cuando su negación es contradictoria. Pero todo lo que podemos pensar que existe podemos también pensar que no existe, sin que en ninguno de los dos casos se halle contradicción alguna. Luego si no hay ningún ser cuya inexistencia implique contradicción y, en consecuencia, no hay ninguno cuya existencia sea demostrable.

Los argumentos a posteriori, apoyados en la experiencia, no bastan para demostrar que Dios es uno, bueno, providente, perfecto…

2, Contra la causalidad

a) Locke

Locke había ya advertido que la relación causal es una relación entre ideas y no entre objetos, lo que no le impidió hacer reposar sobre ella la coherencia de las ideas. Siempre se perciben los mismos verdes valles en Inglaterra. Si la mente transforma las percepciones en objetos ¿a qué se deben esta regularidad y repetición? Las ideas son siempre otras y los valles siempre los mismos… Si hay orden en éstos es porque tiene que haber algún orden en aquéllos, pues de otro modo la naturaleza sería para nosotros un libro ilegible. Locke, como Descartes antes que él, habíaaceptado que ese orden se fundamenta en Dios y en la causalidad, pero no los sometió a una crítica más rigurosa.

b) Hume

Hume produndizó en la crítica de la causalidad hasta donde es posible hacerlo. Para ello empezó mostrando que no es un principio racional que deba ser aceptado necesariamente, pues sólo es aceptable de ese modo aquello cuyo contrario encierra contradicción, lo que no se aplica al mencionado principio ya que no hay contradicción alguna en pensar que algo empiece a existir sin que algo lo genere. Si todas las ideas distintas son separables y las de causa y efecto son evidentemente distintas, entonces es posible concebir que un objeto no existe en un momento dado y sí en el siguiente, sin venir obligados por ello a pensar la idea de causa o principio productivo. Luego se pueden imaginar por separado la idea de causa y la de comienzo de la existencia y no hay obligación de admitir un tal principio, pues la razón no es capaz de dar una demostración irrefutable[iv].

¿Habrá que aceptar el principio en cuestión por imposición de la experiencia? Parecería que sí, pero primero hay que analizar esta situación. Si imaginamos a Adán recién salido de las manos de Dios, en plena posesión de sus facultades intelectuales, pero desprovisto completamente de experiencia, deberemos aceptar que de la simple visión del agua no podría deducir que puede axfisiarle ni de la observación del fuego que puede reducirle a cenizas. Tendría que comprobarlo por experiencia. Pero su experiencia no le dice que una rama arde porque le aplica el fuego, sino que primero le aplica el fuego y después arde. No le enseña una relación, sino una sucesión. También le enseña que hay contigüidad en el espacio y en el tiempo: arde la rama que él ha puesto al fuego y no cualquier otra, y arde a partir del momento en que él la pone y no antes o mucho más tarde. Por último, puede comprobar que esto mismo se repite tantas veces como lo haga en las mismas o parecidas circunstancias. Nada más que esto encontrará en la experiencia:

Sucesión temporal,

Contigüidad espacio-temporal y

Repetición constante.

Por más vueltas que se le dé a esta cuestión, a esto se reduce todo cuanto la experiencia puede aportar. ¿De dónde procede entonces el hecho de que nuestra mente sea llevada más allá de los sentidos cuando, teniendo en cuenta el pasado, prevemos el futuro? ¿Cómo es que sabemos de antemano lo que va a suceder cuando aplicamos el fuego a alguna cosa que sea combustible? La razón no sirve de ayuda, porque la suposición de que el futuro es conforme al pasado reposa sobre el convencimiento de que la naturaleza sigue un curso regular, lo cual no es una verdad necesaria y evidente, pues es posible pensar lo contrario sin caer en contradicción y, en consecuencia, no hay obligación alguna de aceptar una tal regularidad. En otras palabras: no existe la conexión necesaria que acostumbramos a pensar que hay entre el objeto que denominamos causa y el que llamamos efecto. Pero razonamos causalmente en todas las cuestiones de hecho. Luego la impresión que da origen a una tal conexión necesaria está en la mente: la memoria almacena la forma en que se han sucedido dos hechos en el pasado, los sentidos presentan uno de ellos y la imaginación salta de inmediato al otro, haciendo que tenga tanta fuerza ante la conciencia como si se tratara de una impresión. Por eso lo acepta. Luego la causalidad es un principio mental que brota de la acción combinada de los sentidos, la memoria y la imaginación y que funciona con la suficiente regularidad como para que el mundo de los hechos, de la vida y de toda ciencia que no consista en relaciones de ideas tenga el orden requerido para poderlo conocer y vivir en él[v]. Así lo expresa Hume:

“La eficiencia o energía de las causas no está ni en las causas mismas, ni en la divinidad, ni en la concurrencia de estos dos principios, sino que pertenece por entero al alma, que considera la conexión de dos o más objetos en todos los casos pasados. Aquí es donde está el poder real de las causas, a la vez que su conexión y su necesidad”[vi].

La misma noción de realidad es obra de la creencia. Si solamente las impresiones o las ideas influyeran sobre la voluntad y los actos, nuestra vida sería un desastre, porque aquéllas no las podemos evitar y éstas son demasiado cambiantes. Afortunadamente hay esa vía intermedia de la causalidad, merced a la cual se levanta un sistema ordenado que abarca todos los recuerdos como presentes a los sentidos externos e internos, distinguiéndolos de las ficciones de la imaginación, y los conecta entre sí. No otra cosa es para nosotros la realidad.

Así es la causalidad, un mecanismo especial de la mente que ordena el mundo de las impresiones, una costumbre humana de la que no es posible prescindir. La costumbre es el verdadero guía de nuestra vida como seres pensantes, no la razón, como creían los antiguos, que definieron al hombre como animal racional. La razón es valiosa para dar argumentos demostrativos, pero, en cuanto tal, queda forzosamente confinada a las relaciones de ideas, que no tienen importancia para la práctica y nada nos dicen sobre la vida. La experiencia pasada actúa sobre nosotros de un modo insensible, pero irresistible. Se nos impone antes incluso de darnos tiempo a reflexionar, haciéndonos ver los objetos tan inseparables que no empleamos tiempo ni razonamientos en pasar de unos a otros. Así produce la experiencia todos nuestros juicios de causas y efectos mediante una operación secreta y suprime toda duda acerca de que los casos de los que ya hemos tenido experiencia son necesariamente semejantes a aquellos otros que no hemos podido experimentar todavía[vii]. No hay demostración posible de que esto sea necesariamente así, pero no podemos dejar de admitirlo, pues no podemos evitar ser como somos. Es nuestra condición de hombres, que es anterior y más importante que la de filósofos. Si nos dejáramos guiar de la filosofía, de los conocimientos poseídos por intuición o por demostración, no podríamos vivir. Antes que filósofo hay que ser hombre.

B. Origen y constitución de la experiencia

a) Locke

El empirismo, tanto el de Locke como el de Hume, tenía que conducir a un desplazamiento de la ontología por la psicología. Las diferencias entre ambos son las que derivan de sus respectivas actitudes ante el innatismo. Locke, que negó todo contenido innato en la conciencia, pudo todavía respetar latesis según la cual existe un conocimiento de objetos externos, si bien a costa de una incongruencia: si el espíritu sólo trata con ideas y si conocer es percibir el acuerdo o desacuerdo entre ellas, como él mismo dice, ¿no habrá de verse el mundo externo como un producto de la fantasía? La respuesta es que las ideas o cualidades simples, producidas por las cosas sobre el espíritu, valen como imágenes suyas, pero que las complejas, excluida la de sustancia, son creadas por la mente y, en consecuencia, no reflejan nada ajeno a ellas. Luego la idea compleja de sustancia y las simples de color, cantidad, peso, sonido… pueden representar el mundo externo. ¿Cómo saberlo?

Hay que partir de una definición básica, citada más arriba: que el conocimiento es la percepción del acuerdo o desacuerdo entre ideas. Será conocimiento intuitivo siempre que dichos acuerdo o desacuerdo se perciban inmediatamente entre dos ideas, sin ayuda de ninguna otra. Será demostrativo siempre que se haga necesario recurrir a otras como pruebas suyas. Que el color blanco no es el negro es un conocimiento intuitivo. Que Carlomagno fue rey de los francos es demostrativo, pues requiere pruebas laboriosas. De aquí se desprende que el primero es mucho más seguro que el segundo. Por último, está el conocimiento producido por una sensación actual.

En aplicación de estas precisiones, Locke dice que nuestro yo nos es conocido por intuición, Dios por demostración y los objetos externos por sensación.

b) Hume

La solución de Hume es diferente por causa del fenomenismo que él postula. Las ideas se reducen a impresiones y las impresiones son subjetivas. Luego no hay más acuerdo o desacuerdo con el mundo externo. Sólo restan las posibles combinaciones entre ideas. A este respecto dice el autor que hay entre ellas una fuerza de atracción suave, pero que siempre prevalece, para unirlas en conjuntos mayores relativamente bien ordenados, y que esa fuerza actúa según los tres principios siguientes:

Asociación de ideas por semejanza. Nuestra imaginación pasa con facilidad de una idea a otra que guarde algún parecido con ella. Esto hace que una pintura nos lleve al objeto representado.

Asociación de ideas por contigüidad en tiempo y lugar. Lo mismo que los sentidos pasan de unos objetos a otros que les son cercanos en el espacio y en el tiempo, la imaginación también recorre tiempos y lugares contiguos cuando representa sus objetos.

Asociación de ideas por causalidad. Como más arriba se ha visto, la relación entre causa y efecto no es otra cosa que la sucesión regular de dos sucesos en el espacio y el tiempo[viii].

La acción combinada de estos tres principios ordena todos los objetos de la razón y la investigación humana, produce las ciencias y las artes, la técnica, las leyes, la oratoria… En suma, permite a la mente tener conocimientos, que, según Hume, pueden ser de dos clases:

Relaciones de ideas: “las ciencias de la geometría, Álgebra y Aritmética y, en resumen, toda afirmación que es intuitiva o demostrativamente cierta. Que el cuadrado de la hipotenusa es igual al cuadrado de los dos lados es una proposición que expresa la relación entre estas partes del triángulo. Que tres veces cinco es igual a la mitad de treinta expresa una relación entre estos números. Las proposiciones de esta clase pueden descubrirse por la mera operación del pensamiento, independientemente de lo que pueda existir en cualquier parte del universo. Aunque jamás hubiera habido un círculo o un triángulo en la naturaleza, las verdades demostradas por Euclides conservarían siempre su certeza y evidencia”[ix].

Cuestiones de hecho: “Lo contrario de cualquier cuestión de hecho es, en cualquier caso, posible, porque jamás puede implicar una contradicción, y es concebido por la mente con la misma facilidad y distinción que si fuera totalmente ajustado a la realidad. Que el sol no saldrá mañana no es una proposición menos inteligible ni implica mayor contradicción que la afirmación saldrá mañana. En vano, pues, intentaríamos demostrar su falsedad. Si fuera demostrativamente falsa, implicaría una contradicción y jamás podría ser concebida distintamente por la mente”[x].

Las relaciones de ideas son verdaderas cuando su negación lleva implicada una contradicción. En caso contrario son falsas. Su validez, pues, es a priori, necesaria. No sucede lo mismo con las cuestiones de hecho, cuya verdad sólo puede descubrirse por la experiencia. Todas las leyes de la naturaleza, todos los acontecimientos de la historia y, en suma, todos los conocimientos que los hombres llegan a adquirir, si se exceptúan unos pocos, como la lógica, la aritmética, el álgebra y la geometría, son de esta clase. Hume afirma además que estos conocimientos se apoyan en la relación causa-efecto, por lo que el análisis de ésta nos da la clave de la actuación de nuestra mente en todos esos casos, que son todos los de la vida y el conocer.

C. El emotivismo moral en Hume

Como sucede en el mundo físico, donde los hechos están relacionados según las leyes de la mecánica, y nadie está dispuesto a prestar atención a argumentaciones que no procedan de la experiencia, así sucede también el mundo de los hombres, cuyas conductas son también algo establecido y previsible. Los hombres reciben estímulos a los que reaccionan de una manera que no es esencialmente diferente de la de lo movimientos físicos. Sabemos de antemano, dice Hume a modo de ejemplo, que si se pierde una bolsa de dinero en Charing Cross no durará allí más de una hora. El determinismo reina por igual a ambos lados de la realidad.

Pese a lo que podría parecer, esto no es, a juicio del autor, un ataque a la creencia en el libre albedrío. Coacción no es lo mismo que causación. No puede decirse que no es libre una persona que actúa siguiendo su voluntad, aunque, al inclinarle a una acción en lugar de otra, esa voluntad esté causada. Es más, si las acciones de los hombres fueran totalmente arbitrarias, si no hubiera modo alguno de preverlas, la convivencia entre ellos sería imposible. ¿Es posible acaso vivir tranquilos cuando no se sabe si nuestro vecino seguirá siendo un hombre normal o un loco iluminado? Si libre albedrío es lo mismo que ausencia de causas, entonces ciertamente la moralidad no presupone la libertad y ésta no debe ser admitida. Pero si no es así, si la libertad consiste en que los hombres pueden hacer lo que desean y no hacer lo que no desean, por más que no sean ellos quienes determinen sus deseos, entonces debe admitirse que existe la libertad. Puesto que, por último, la existencia de la libertad es un requisito indispensable para aceptar que existen el bien y el mal morales, estamos también obligados a aceptar que la moralidad existe igualmente.

Pero todavía falta saber en qué consiste. ¿Qué es lo que permite que a una acción particular pueda aplicársele el calificativo de buena o mala? Unos creen que lo bueno y lo malo están en la razón, otros que en las acciones. Luego son una relación de ideas o una cuestión de hecho. Hume, por el contrario, cree que no son una cosa ni la otra.

La moralidad no es una relación de ideas.- Que no son lo primero, un asunto de la razón, está claro en cuanto se considere que las acciones pertenecen a la cadena causal de los hechos y la razón no está antes de dicha cadena para producirla o para impedirla. Lo moral no puede, pues, residir en una libre toma de decisiones que siguiera a una deliberación racional.

Hay quienes arguyen todavía que, siendo la razón nuestro carácter esencial de seres humanos, es por ella por lo que somos buenos o malos, y que es esto lo que impide que pueda decirse lo mismo de los animales. Sea un ejemplo particular de inmoralidad: el incesto. Los que defienden el carácter racional de la moralidad dirán que los animales, aun cometiéndolo, son inocentes porque no tienen suficiente razón como para darse cuenta de lo que hacen, mientras que los hombres, por tenerla, son culpables, y que, siendo ella la que determina la diferencia entre un caso y otro, en ella residen lo moral y lo inmoral.

Hume responde que el argumento no es correcto. Admitir que los animales son inocentes por no darse cuenta del mal que hacen es admitir que dicho mal es un objeto sobre el que la razón piensa, pero no un efecto suyo, y equivale a defender, en consecuencia, que está en los actos y no en la razón.

La moralidad no es una cuestión de hecho.- ¿Luego la moralidad es una cuestión de hecho? Tampoco, dice el filósofo, porque, siguiendo con la anterior argumentación, habría que aceptar que, puesto que el hecho es el mismo, igual que es rechazable el incesto cometido por hombres, también lo es el cometido por animales. Por lo tanto, deberían existir deberes morales para unos tanto como para otros.

Si no se quiere caer en este absurdo hay que aceptar que las acciones no son buenas ni malas. Para comprender mejor esta conclusión a que llega Hume, puede pensarse en algo que seguramente nadie dejará de rechazar, el asesinato intencionado. Se examine como se examine y se mire desde donde se mire, en él no concurren otras cosas que “ciertas pasiones, motivos, voliciones y sentimientos”, acciones, objetos…, encadenados todos ellos en una sucesión fatal. Ninguno de esos hechos, internos o externos, aislados o en conjunto, es, propiamente hablando, el hecho inmoral.

La moralidad está en el sentimiento.- Así pues, la moralidad no está en los hechos ni en la razón. Aquéllos pertenecen a la red causal y ésta es útil para formular juicios fríos sobre la aritmética o la física, pero la ternura de la pasión o la belleza del verso no provocan razonamientos sino placer, que es algo bien distinto: un sentimiento. Es lo que sucede también en el terreno moral. Cuando un hombre ha sabido de un asesinato encuentra dentro de su pecho un sentimiento de repulsa. Ahí está lo moral y en eso consiste. Como los sonidos, el frío y los colores, es una percepción del interior del hombre.[xi]

Los sentimientos de aprobación y desaprobación inscritos en la naturaleza humana son el origen de las virtudes y los vicios, pues nos indican qué clase de cualidades suscitan, por encima de cualesquiera otras, la estima propia y la de los demás. También nos indican qué clase de defectos son rechazables. Dichos sentimientos son la medida de lo que es agradable y útil, para nosotros mismos tanto como para los demás:

Son agradables para uno mismo: la alegría, la grandeza de alma, la dignidad de carácter, el valor, el sosiego, la bondad…

Son agradables para los demás: la modestia, la buena conducta, la cortesía, el ingenio

Son útiles para uno mismo: la fuerza de voluntad, la diligencia, la frugalidad, el vigor corporal, la inteligencia…

Son útiles para los demás: la justicia, la benevolencia…[xii]

Ética utilitarista.- En el agrado y la utilidad coinciden todas las acciones que originan los sentimientos de aceptación o repulsa, por lo que es legítimo concluir que ellos son el fundamento último de la moralidad y que, por tanto, la ética de Hume es utilitarista. Lo cual no significa una vuelta al utilitarismo egoísta que Hobbes veía como única ética posible, porque, según él creía, el hombre es asocial. Hume piensa, por el contrario, que la utilidad ha de referirse a los demás en no menor medida que a sí mismo. Sea el sentimiento de la justicia. Éste nace en unas condiciones particulares a la especie humana. Si, como sucede con el aire, del que cada hombre puede disponer según sus necesidades, sucediera con todos los demás bienes, de manera que nadie careciera de nada ni tuviera que preocuparse por el futuro, entonces no podría siquiera brotar en el corazón de los hombres ese sentido de la distribución y uso equitativo de los bienes que solemos llamar justicia. Además, nadie siente lo mismo en relación con los animales, pese a que, por vivir entre nosotros, forman con nosotros alguna suerte de comunidad. En consecuencia, la justicia existe con vistas a algo útil, que es mantener la sociedad de los seres humanos. Ella es el fundamento de la máxima virtud política de los gobernados, la obediencia a sus gobiernos, los cuales, o bien porque los particulares no se dan cuenta de los intereses que los unen a sus semejantes o bien porque no disponen de fuerza de voluntad suficiente para mantenerse por sí mismos fieles al interés general, se han vuelto indispensables para la vida en comunidad.

El hombre se mueve por el interés, pero su interés no es esencialmente egoísta. Aunque muchos no se hayan parado a pensarlo, a los hombres les resulta difícil, si no imposible, ser felices mientras ven que los demás son desgraciados. La felicidad de los demás promueve la propia. ¿Cómo desear entonces la una sin la otra? En conclusión, la moral no es una dama rigurosa vestida de negro que sólo sabe de austeridades, trabajo y humillaciones, sino una actividad agradable, provechosa y, en la mayoría de las ocasiones, alegre, que únicamente impone una molestia: preferir siempre la mayor felicidad y procurar alcanzarla.

D. Texto de David Hume, Compendio de un tratado de la naturaleza humana, Ed. Teorema, Valencia

PREFACIO

Mis expectativas, en esta breve contribución, pueden parecer un tanto extraordinarias cuando declaro que mis intenciones son hacer que una obra más extensa resulte, al abreviarla, más inteligible para todo el mundo. Es cierto que, aun así, quienes no están acostumbrados al razonamiento abstracto, son propensos a perder el hilo del argumento cuando su trama logra grandes proporciones y cada una de sus partes se refuerza con toda clase de argumentaciones, salvaguardada contra todo tipos de objeciones, y se ilustra con todos los puntos de vista que vienen a la mente del escritor cuando considera diligentemente su tema. Estos lectores aprenderán más fácilmente una serie de razonamientos que sea simple y concisa, en que sólo las principales proposiciones estén atadas entre sí, ilustradas mediante unos ejemplos sencillos y confirmadas por un número escogido de los argumentos de mayor fuerza probatoria. Al encontrarse las diferentes partes más próximas entre sí, pueden compararse mejor y trazar más fácilmente la conexión desde los primeros principios hasta la última conclusión.

La obra, cuyo extracto presento aquí al lector, ha sido tildada de oscura y de difícil comprensión; tiendo a pensar que es debido a la extensión y no al carácter abstracto de la argumentación. Si hubiera logrado remediar de alguna manera este inconveniente, habría logrado la finalidad que inicialmente me había propuesto. El libro, creo, tiene un cariz de singularidad y novedad suficientes para llamar la atención del público, especialmente si se reparase en que, como el autor parece insinuar, en caso de que fuese aceptada su filosofía, sería necesario alterar la mayor parte de las ciencias desde los fundamentos. Tan atrevidas tentativas, son siempre ventajosas en la república de las letras: porque liberan del yugo de la autoridad, acostumbran a las personas a pensar por sí mismos, ofrecen sugerencias nuevas que los hombres de ingenio pueden llevar adelante y, por su actitud de fuerte oposición, iluminan puntos que antes nadie había ni siquiera sospechado que presentaran ninguna dificultad.

Es preciso que el autor se resigne a esperar pacientemente un cierto tiempo antes de que el mundo de los entendidos se ponga de acuerdo acerca de su propuesta. Su mala fortuna estriba en el hecho de que no puede apelar al pueblo, que en todas las materias dependientes de la razón común y de la elocuencia ha resultado ser siempre un tribunal infalible. Debe ser juzgado por unos pocos, el veredicto de los cuales está más dispuesto a corromperse por la parcialidad y el prejuicio, especialmente porque nadie que no haya pensado a menudo en estos temas no puede ser un juez adecuado. Estos pocos tienden a formar por sí mismos sistemas propios que no están dispuestos a abandonar. Espero que el autor me excusará de hacer de mediador en este asunto, puesto que mi propósito sólo es incrementar su público, despejando algunas dificultades que han impedido captar su significado.

He elegido un argumento muy simple, diseñado cuidadosamente del principio al fin. Este es el único punto que he procurado desarrollar. El resto se reduce a indicaciones de pasajes particulares que me han parecido curiosos y notables.

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Extracto de un libro, publicado recientemente, intitulado «Tratado De La Naturaleza Humana»

Este libro parece haber sido escrito conforme al mismo plan que otras varias obras que han gozado de gran boga durante los últimos años en Inglaterra. El espíritu filosófico, que tan grande impulso ha recibido en toda Europa en estos últimos ochenta años, ha sido llevado tan lejos en este reino como en cualquier otro. Nuestros escritores parecen incluso haber iniciado un nuevo género de filosofía, que promete más para el entretenimiento y el provecho del género humano que cualquier otro con el que el mundo haya hasta ahora trabado conocimiento. La mayoría de los filósofos de la antigüedad, que trataron de la naturaleza humana, han mostrado más una delicadeza de sentimiento, un justo sentido de la moral, o una grandeza de alma, que una profundidad de razonamiento y reflexión. Se han contentado con representar al sentido común del género humano a la luz más vívida y con los más felices giros de pensamiento y expresión, sin seguir regularmente una cadena de proposiciones, o reunir las diversas verdades en una ciencia regular. Pero vale la pena, al menos someter a ensayo si la ciencia del hombre no admitirá la misma precisión que tan aplicable ha resultado ser a diversas partes de la filosofía natural. Parece asistirnos toda la razón del mundo al imaginar que esta ciencia puede ser llevada hasta el máximo grado de exactitud. Si, al examinar diversos fenómenos, hallamos que todos ellos se resuelven en un principio común, y podemos retrotraer éste a otro principio, llegaremos finalmente a aquellos pocos principios simples de los que todo el resto depende. Y aunque nunca podamos alcanzar los últimos principios, es una satisfacción proseguir tan lejos como nos permitan nuestras facultades.

Éste parece haber sido el propósito de nuestros últimos filósofos, y, entre ellos, el de este autor. Él se propone hacer la anatomía de la naturaleza humana de una manera regular, y promete no sacar conclusión alguna sino allí donde le autorice la experiencia. Habla con desdén de las hipótesis; e insinúa que aquellos de nuestros compatriotas que las han desterrado de la filosofía moral han prestado al mundo un servicio más notable que Milord Bacon, a quien nuestro autor considera como el padre de la física experimental. Menciona, con este motivo, al Sr. Locke, a Milord Shaftesbury, al Dr. Mandeville, al Sr. Hutchison, y al Dr. Butler, quienes, si bien difieren entre sí en muchos puntos, parecen todos estar de acuerdo en fundamentar enteramente en la experiencia sus precisas disquisiciones sobre la naturaleza humana.

Junto a la satisfacción de haber trabado conocimiento con lo que más íntimamente nos atañe, puede afirmarse con seguridad que casi todas las ciencias están comprendidas en la ciencia de la naturaleza humana y son dependientes de ella. El solo fin de la lógica es explicar los principios y operaciones de nuestra facultad de razonamiento y la naturaleza de nuestras ideas; la moral y la crítica se ocupan de nuestros gustos y sentimientos; y la política considera a los hombres en tanto que unidos en sociedad y dependientes entre sí. Este tratado de la naturaleza humana, parece, por tanto, haber sido concebido con vistas a un sistema de las ciencias. El autor ha llegado a término en lo que concierne a la lógica, y ha puesto los cimientos de las otras partes en su tratamiento de las pasiones.

El celebrado Monsieur Leibniz ha observado un defecto en los sistema comunes de lógica: que son muy prolijos cuando explican las operaciones del entendimiento en la construcción de demostraciones, pero son harto concisos cuando tratan de probabilidades y de aquellas otras medidas de evidencia de las que dependen enteramente la vida y la acción, y que son nuestras guías incluso en la mayor parte de nuestras especulaciones filosóficas. Bajo esta censura él incluye The essay on human understanding, La recherche de la verité y L’art de penser. El autor del Treatise of human nature parece haber advertido este defecto en esos filósofos, y se ha esforzado, en la medida de su capacidad, por salvarlo. Como su libro contiene un gran número de especulaciones muy nuevas y notorias, sería imposible dar al lector una noción cabal de la totalidad de ellas. Nos confinaremos, por lo tanto, principalmente, a su explicación de nuestros razonamientos por causa y efecto. Ello pudiera servir si logramos hacerlo inteligible al lector, como una muestra de la totalidad de la obra.

Nuestro autor comienza con algunas definiciones. Llama percepción a cualquier cosa que pueda presentarse a la mente, sea que empleemos nuestros sentidos, o que nos impulse la pasión, o que ejercitemos nuestro pensamiento y reflexión. Divide nuestras percepciones en dos géneros, a saber, impresiones e ideas. Cuando sentimos una pasión o emoción de cualquier género, o tenemos las imágenes de objetos externos transmitidas por nuestros sentidos, la percepción de la mente es lo que él llama una impresión, que es una palabra que emplea en un nuevo sentido. Cuando reflexionamos sobre una pasión o un objeto que no está presente, esta percepción es una idea. Impresiones, por lo tanto, son nuestras percepciones vívidas y fuertes; ideas son las más pálidas y débiles. Esta distinción es evidente; tan evidente como la que hay entre sentir y pensar.

La primera proposición que anticipa, es que todas nuestras ideas, o percepciones débiles, son derivadas de nuestras impresiones, o percepciones fuertes y, que nunca podemos pensar en cosa alguna que no hayamos visto fuera de nosotros, o sentido en nuestras propias mentes. Esta proposición parece ser equivalente a aquella que tanto esfuerzo le costó establecer al Sr. Locke, a saber, que no hay ideas innatas. Sólo cabe observar, como una inexactitud de ese famoso filósofo, que comprende todas nuestras percepciones bajo el término de idea, en el cual sentido es falso que no tengamos ideas innatas. Pues es evidente que nuestras percepciones más fuertes, o impresiones, son innatas, y que la afección natural, el amor a la virtud, el resentimiento, y todas las demás pasiones, surgen inmediatamente de la naturaleza. Estoy persuadido de que quienquiera que considerase la cuestión a esta luz, sería fácilmente capaz de reconciliar todas las partes. El Padre Malebranche se encontraría en un atolladero para señalar un pensamiento de la mente que no representase algo antecedentemente sentido por ella, o bien internamente, o por medio de los sentidos externos; y tendría que admitir que aun cuando podamos componer, y mezclar, y aumentar, y disminuir nuestras ideas, todas ellas son derivadas de estas fuentes. El Sr. Locke, por otra parte, reconocería fácilmente que todas nuestras pasiones son un género de instintos naturales, no derivadas sino de la constitución original de la mente humana.

Nuestro autor piensa,«que ningún descubrimiento podría haberse hecho más felizmente para decidir todas las controversias relativas a las ideas que éste: que las impresiones son siempre los precedentes de ellas, y que toda idea con que sea equipada la imaginación, hace primeramente su aparición en una correspondiente impresión. Estas últimas percepciones son todas tan claras y evidentes, que no admiten controversia; si bien muchas de nuestras ideas son tan oscuras, que es casi imposible incluso para la mente, que las forma, decir exactamente su naturaleza y composición». De acuerdo con ello, cuando una idea es ambigua, nuestro autor apela siempre al recurso a la impresión, que ha de tornarla clara y precisa. Y cuando sospecha que un término filosófico no tiene idea alguna aneja a él (como es harto común) pregunta siempre ¿de qué impresión se deriva esta idea? Y si no puede aducir impresión alguna, concluye que el término carece de significado. De esta manera es como examina nuestra idea de sustancia y esencia; y sería de desear que este riguroso método fuera más practicado en todos los debates filosóficos.

Es evidente que todos los razonamientos concernientes a cuestiones de hecho están fundados en la relación de causa y efecto, y que no podemos nunca inferir la existencia de un objeto a partir de otro, a menos que estén conectados entre sí, o bien mediata o inmediatamente. Con el fin, por lo tanto, de entender estos razonamientos, hemos de estar perfectamente familiarizados con la idea de causa; y con este fin, hemos de buscar en torno a nosotros para hallar algo que sea la causa de otra cosa.

He aquí una bola de billar quieta sobre la mesa, y otra bola que se mueve hacia ella con rapidez. Las dos chocan; y la bola que anteriormente estaba en reposo adquiere ahora un movimiento. Ésta es una tan perfecta instancia de la relación de causa y efecto como cualquier otra que conozcamos, sea por sensación o por reflexión. Examinémosla por tanto. Es evidente que las dos bolas entraron en contacto antes de que fuese comunicado el movimiento, y que no hubo intervalo alguno entre el choque y el movimiento. La contigüidad en tiempo y lugar es, por lo tanto, una circunstancia requerida para la operación de todas las causas. Es evidente similarmente, que el movimiento que fue la causa es anterior al movimiento que fue el efecto. La prioridad en tiempo es, por lo tanto, otra circunstancia requerida en toda causa. Pero esto no es todo. Probemos con otras bolas del mismo género en una situación similar y siempre hallaremos que el impulso de la una produce movimiento en la otra. Hay aquí, por lo tanto, una tercera circunstancia, a saber, la de una conjunción constante entre la causa y el efecto. Todo objeto similar a la causa, produce siempre algún objeto similar al efecto. Más allá de estas tres circunstancia de contigüidad, prioridad y conjunción constante, nada puedo descubrir en esta causa. La primera bola está en movimiento; toca a la segunda; inmediatamente la segunda se pone en movimiento; y cuando pruebo el experimento con las mismas o semejantes bolas, en las mismas o semejantes circunstancias, encuentro que al movimiento y contacto de una de las bolas, sigue siempre el movimiento de la otra. Por más giros que le dé a este asunto, y por más que lo examine, no puedo hallar nada más en él.

Así es cuando lo considerado causa y lo considerado efecto, los dos, están presentes a los sentidos. Veamos ahora en qué se funda nuestra inferencia cuando de uno de ellos concluimos que lo otro ha existido o existirá. Supóngase que veo una bola moviéndose en línea recta hacia otra; inmediatamente concluyo que chocarán, y que la segunda se pondrá en movimiento. Ésta es la inferencia de la causa al efecto; y de esta naturaleza son todos nuestros razonamientos en la conducta de la vida; en ella se basa toda nuestra creencia en la historia; y de ella se deriva toda la filosofía, con la sola excepción de la geometría y la aritmética. Si podemos explicar esta inferencia a partir del choque de dos bolas, podremos dar cuenta de esta operación de la mente en todas las instancias.

Si un hombre, tal como Adán, hubiese sido creado con el pleno vigor del entendimiento, pero sin experiencia, nunca podría inferir el movimiento de la segunda bola a partir del movimiento y el impulso de la primera. No es cosa alguna que la razón vea en la causa, lo que nos hace inferir el efecto. Una tal inferencia, si fuera posible, equivaldría a una demostración, al estar fundada meramente en la comparación de ideas. Pero ninguna inferencia de la causa al efecto equivale a una demostración. De lo cual hay esta prueba evidente. La mente puede siempre concebir que un efecto cualquiera se siga de una causa cualquiera, y también que cualquier evento se siga de otro; todo lo que concebimos es posible, al menos en un sentido metafísico; pero dondequiera que tiene lugar una demostración, lo contrario es imposible e implica una contradicción. No hay ninguna demostración, por lo tanto, para una conjunción de causa y efecto. Y éste es un principio que es generalmente admitido por los filósofos.

Hubiera sido necesario, por lo tanto, que Adán (de no estar inspirado) hubiese tenido experiencia del efecto, que se siguió del impulso de estas dos bolas. Tuvo que haber visto, en varias instancias, que cuando una de las bolas chocaba contra la otra, la segunda siempre adquiría movimiento. Si hubiera visto un número suficiente de instancias de este género, cuando quiera que viese una bola moviéndose hacia la otra, habría concluido siempre sin vacilación que la segunda adquiría movimiento. Su entendimiento se anticiparía a su visión, y formaría una conclusión adecuada con su pasada experiencia.

Se sigue, pues, que todos los razonamientos relativos a la causa y el efecto están fundados en la experiencia, y que todos los razonamientos que parten de la experiencia están fundados en la suposición de que el curso de la naturaleza continuará siendo uniformemente el mismo. Concluimos que causas similares, en circunstancias similares, producirán siempre efectos similares. Puede valer la pena detenerse ahora a considerar qué es lo que nos determina a formar una conclusión de tan inmensa consecuencia.

Es evidente que Adán, con toda su ciencia, nunca hubiera sido capaz de demostrar que el curso de la naturaleza ha de continuar siendo uniformemente el mismo, y que el futuro ha de ser conforme al pasado. De lo que es posible nunca puede demostrarse que sea falso; y es posible que el curso de la naturaleza pueda cambiar, puesto que podemos concebir un tal cambio. Más aún, iré más lejos y afirmaré que Adán tampoco podría probar mediante argumento probable alguno, que el futuro haya de ser conforme al pasado. Todos los argumentos probables están montados sobre la suposición de que existe esta conformidad entre el futuro y el pasado, y, por tanto, nunca la pueden probar. Esta conformidad es una cuestión de hecho, y si ha de ser probada, nunca admitirá prueba alguna que no parta de la experiencia. Pero nuestra experiencia en el pasado no puede ser prueba de nada para el futuro, sino bajo la suposición de que hay una semejanza entre ellos. Es éste, por lo tanto, un punto que no puede admitir prueba en absoluto, y que damos por sentado sin prueba alguna.

Estamos determinados sólo por la costumbre a suponer que el futuro es conforme al pasado. Cuando veo una bola de billar moviéndose hacia otra, mi mente es inmediatamente llevada por el hábito al usual efecto, y anticipa mi visión al concebir a la segunda bola en movimiento. No hay nada en estos objetos, abstractamente considerados, e independiente de la experiencia, que me lleve a formar una tal conclusión; e, incluso después de haber tenido experiencia de muchos efectos repetidos de este género, no hay argumento alguno que me determine a suponer que el efecto será conforme a la pasada experiencia. Las fuerzas por las que operan los cuerpos son enteramente desconocidas. Nosotros percibimos sólo sus cualidades sensibles, y ¿qué razón tenemos para pensar que las mismas fuerzas hayan de estar siempre conectadas con las mismas cualidades sensibles?

No es, por lo tanto, la razón la que es la guía de la vida, sino la costumbre. Ella sola determina a la mente, en toda instancia, a suponer que el futuro es conforme al pasado. Por fácil que este paso pueda parecer, la razón nunca sería capaz, ni en toda la eternidad, de llevarlo a cabo. Éste es un descubrimiento muy curioso, pero que nos conduce a otros que son más curiosos aún. Cuando veo una bola de billar moviéndose hacia otra, mi mente es inmediatamente llevada por el hábito al usual efecto, y anticipo mi visión al concebir la segunda bola en movimiento. Pero ¿es esto todo? ¿No hago nada sino concebir el movimiento de la segunda bola? No, a buen seguro. También creo que se moverá. ¿Qué es, entonces, esta creencia? Y ¿en qué difiere de la simple concepción de cualquier cosa? He aquí una nueva cuestión impensada por los filósofos.

Cuando una demostración me convence de una proposición, no sólo me hace concebir la proposición, sino que también me sensibiliza al hecho de que es imposible concebir una cosa contraria. Lo que es por demostración falso, implica una contradicción; y lo que implica una contradicción no puede ser concebido. Pero en lo que respecta a una cuestión de hecho, por rigurosa que pueda ser la prueba extraída de la experiencia, puedo siempre concebir lo contrario, aunque no siempre pueda creerlo. La creencia, por lo tanto, establece alguna diferencia entre la concepción a la cual asentimos y aquella a cual no asentimos.

Para dar cuenta de esto hay solamente dos hipótesis. Pudiera decirse que la creencia añade alguna idea nueva a las que podemos concebir sin prestarles nuestro asentimiento. Pero esta hipótesis es falsa. Primero, porque ninguna idea tal puede ser producida. Cuando concebimos simplemente un objeto, lo concebimos en todas sus partes. Lo concebimos tal como podría existir, aunque no creamos que exista. Nuestra creencia en él no descubriría nuevas cualidades. Podemos dibujar el objeto entero en nuestra imaginación sin creer en él. Podemos ponerlo, de cualquier manera, ante nuestros ojos, con toda circunstancia de tiempo y lugar. Éste es el verdadero objeto concebido tal como podría existir; y cuando creemos en él, nada más podemos hacer. En segundo lugar, la mente tiene la facultad de poner juntas todas las ideas que no envuelven una contradicción; y por lo tanto, si la creencia consistiese en alguna idea que añadiésemos a la simple concepción, estaría en el poder del hombre, mediante la adición de esta idea a la concepción, el creer cualquier cosa que él pudiera concebir.

Puesto que, por lo tanto, la creencia implica una concepción, y sin embargo es algo más; y puesto que no añade ninguna nueva idea a la concepción; se sigue que es una diferente manera de concebir un objeto; algo que es distinguible por el sentimiento, y que no depende de nuestra voluntad, como dependen todas nuestras ideas. Mi mente discurre por hábito desde el objeto visible de una bola que se mueve hacia otra, al usual efecto del movimiento en la segunda bola. No sólo concibe ese movimiento, sino que siente en la concepción de él algo diferente de un mero ensueño de la imaginación. La presencia de este objeto visible, y la conjunción constante de ese efecto particular, hace que esta idea sea diferente, para el sentimiento, de aquellas ideas vagas que llegan a la mente sin introducción alguna. Esta conclusión parece un tanto sorprendente; pero hemos sido llevados a ella por una cadena de proposiciones que no admiten ninguna duda. Para facilitar la memoria del lector, las resumiré brevemente. Ninguna cuestión de hecho puede ser probada si no es a partir de su causa o efecto. De nada puede saberse que es la causa de otra cosa si no es por la experiencia. No podemos aducir razón alguna para extender al futuro nuestra experiencia del pasado; pero estamos enteramente determinados por la costumbre cuando concebimos que un efecto se sigue de su causa usual. Mas también creemos que se sigue un efecto, del mismo modo que lo concebimos. Esta creencia no añade ninguna idea nueva a la concepción. Solamente varía la manera de concebir, imponiendo una diferencia al sentimiento. La creencia, por lo tanto, surge en todas las cuestiones de hecho sólo de la costumbre, y es una idea concebida de una manera peculiar.

Nuestro autor procede a explicar esta manera o sentimiento, que hace a la creencia ser diferente de una concepción vaga. Parece estar percatado de que es imposible describir con palabras este sentimiento, del que cada uno debe ser consciente en su propio corazón. Lo llama a veces una concepción más fuerte, y otras una concepción más vivaz, más vívida, más firme o más intensa. Y, ciertamente, cualquiera que sea el nombre que podamos dar a este sentimiento, que constituye la creencia, nuestro autor piensa que es evidente que ejerce un efecto más vigoroso sobre la mente que la ficción y la mera concepción. Y esto él lo prueba por la influencia de dicho sentimiento sobre las pasiones y sobre la imaginación; las cuales son movidas solamente por la verdad o por lo que es tomado por tal. La poesía, con todo su arte, nunca puede causar una pasión semejante a la experimentada en la vida real. Muestra una deficiencia en la concepción original de sus objetos, que nunca se sienten de la misma manera que aquellos que gobiernan nuestra creencia y nuestra opinión.

Nuestro autor, presumiendo haber probado suficientemente que las ideas a las que asentimos son diferentes, para el sentimiento, de las otras ideas, y que este sentimiento es más firme y vivaz que nuestra concepción común, se esfuerza a continuación por explicar la causa de este sentimiento vivaz mediante una analogía con otros actos de la mente. Su razonamiento parece ser curioso; pero difícilmente podría resultar inteligible, o al menos probable, para el lector, sin la ayuda de una larga digresión, que excedería los límites que me he prescrito a mí mismo. Similarmente, he omitido muchos argumentos que el autor aduce para probar que la creencia consiste meramente en un sentimiento peculiar. Mencionaré solamente uno; nuestra experiencia pasada no es siempre uniforme. A veces, se sigue un efecto de una causa, y a veces otro. En cuyo caso creemos siempre que existirá aquél que es más común. Veo una bola de billar que se mueve hacia otra. No puedo distinguir si se mueve sobre su eje, o fue impulsada para pasar rasando a lo largo de la mesa. En el primer caso, sé que no se detendrá después del choque. En el segundo, puede detenerse. El primero es el más común, y por lo tanto, me dispongo a contar con ese efecto. Pero también concibo el otro efecto, y lo concibo como posible, y como conectado con la causa. Si no fuera una concepción diferente de la otra en el sentimiento, no habría diferencia alguna entre ellas.

En la totalidad de este razonamiento nos hemos confinado a la relación de causa y efecto, tal como se descubre en los movimientos y operaciones de la materia. Pero el mismo razonamiento es extensivo a las operaciones de la mente. Ya sea que consideremos la influencia de la voluntad en el movimiento de nuestro cuerpo, o en el gobierno de nuestro pensamiento, puede afirmarse con seguridad que nunca podríamos predecir el efecto, sin experiencia, partiendo meramente de la consideración de la causa. E incluso después de que tengamos experiencia de estos efectos, es la costumbre solamente, no la razón, la que nos determina a hacer de ella el canon de nuestros futuros juicios. Cuando la causa está presente, la mente, por hábito, inmediatamente pasa a la concepción y creencia del efecto usual. Esta creencia es algo que es diferente de la concepción. Sin embargo, no le añade ninguna nueva idea. Sólo hace que sea sentida de modo diferente, tornándola más fuerte y vívida.

Tras haber despachado este extremo material concerniente a la naturaleza de la inferencia por la causa y el efecto, nuestro autor vuelve sobre sus pasos, y examina de nuevo la idea de esa relación. En la consideración del movimiento que una bola comunica a otra, no podríamos hallar nada sino contigüidad, prioridad en la causa y conjunción constante. Pero, junto a estas circunstancias, se supone comúnmente que hay una conexión necesaria entre la causa y el efecto, y que la causa posee algo a lo que llamamos poder, o fuerza, o energía. La cuestión es: ¿Cuál es la idea aneja a estos términos? si todas nuestras ideas o pensamientos se derivan de nuestras impresiones, este poder tiene que manifestarse o bien ante nuestros sentidos, o bien ante nuestro sentimiento interno. Pero tan escasamente se manifiesta poder alguno ante los sentidos en las operaciones de la materia, que los cartesianos no han tenido el menor escrúpulo en afirmar que la materia está totalmente desprovista de energía, y que todas sus operaciones son ejecutadas meramente por la energía del Ser supremo.

Pero aún vuelve a surgir la cuestión: ¿Qué idea tenemos de la energía o del poder incluso en el Ser supremo? toda nuestra idea de una Deidad (de acuerdo con aquellos que niegan las ideas innatas) no es más que una composición de las ideas que adquirimos al reflexionar sobre las operaciones de nuestras propias mentes. Ahora bien, nuestras propias mentes no nos brindan más noción de energía de la que brinda la materia. Si consideramos nuestra voluntad o volición a priori, haciendo abstracción de la experiencia, nunca seríamos capaces de inferir de ella efecto alguno. Y si recurrimos a la ayuda de la experiencia, ésta sólo nos mostrará objetos contiguos sucesivos, y en conjunción constante. En suma, pues, o bien no tenemos en absoluto idea alguna de fuerza y energía, y tales palabras son por completo carentes de significado, o bien no pueden significar otra cosa que esa determinación del pensamiento, adquirida por hábito, a pasar de la causa a su efecto usual. Pero todo el que quiera entender a fondo esta cuestión deberá consultar al propio autor. Me contento con hacer que las gentes instruidas se percaten de que hay cierta dificultad en el caso, y que quienquiera que resuelva esta dificultad habrá de decir algo muy nuevo y extraordinario; tan nuevo como la dificultad misma.

Por todo lo que se ha dicho, el lector percibirá fácilmente que la filosofía contenida en este libro es muy escéptica, y tiende a darnos una noción de las imperfecciones y estrechos límites del entendimiento humano. Casi todo razonamiento es aquí reducido a la experiencia; y la creencia, que acompaña a la experiencia, es explicada como no otra cosa que un peculiar sentimiento, o concepción vívida producida por el hábito. Mas ni siquiera es esto todo: cuando creemos en una cosa cualquiera de existencia externa, o suponemos que un objeto existe un momento después de no ser ya percibido, esta creencia no es nada más que un sentimiento del mismo género. Nuestro autor insiste en otros varios tópicos escépticos; y concluye en suma que asentimos a nuestras facultades y empleamos nuestra razón sólo porque no podemos remediarlo. La filosofía nos convertiría por entero en pirrónicos, si la naturaleza no fuese demasiado fuerte para impedirlo.

Pondré fin a las disquisiciones de este autor comentando dos opiniones que parecen serle peculiares, como, por lo demás, lo son casi todas sus opiniones. Afirma que el alma, en la medida en que podemos concebirla, no es sino un sistema o serie de percepciones diferentes, como las de calor y frío, amor y odio, pensamientos y sensaciones; todas ellas reunidas, pero carentes de una perfecta simplicidad o identidad. Descartes mantenía que el pensamiento era la esencia de la mente; no este o aquel pensamiento, sino el pensamiento en general. Lo cual parece ser absolutamente ininteligible, puesto que todo aquello que existe es particular. Y, por lo tanto, han de ser nuestras diversas percepciones particulares las que compongan la mente. Digo que componen la mente, no que pertenecen a ella. La mente no es una sustancia, en la que inhieran las percepciones. Esta noción es tan ininteligible como la noción cartesiana de que el pensamiento o la percepción en general es la esencia de la mente. No tenemos idea alguna de sustancia de ningún género, puesto que sólo tenemos ideas de lo que se deriva de alguna impresión, y no tenemos impresión de sustancia alguna, sea material o espiritual. No conocemos nada sino cualidades y percepciones particulares. En lo que se refiere a nuestra idea de cuerpo, un melocotón, por ejemplo, es sólo la idea de un particular sabor, color, figura, tamaño, consistencia, etc. Así, nuestra idea de mente es sólo la idea de percepciones particulares, sin la noción de cosa alguna a la que llamamos sustancia, sea simple o compuesta.

El segundo principio que me propuse comentar se refiere a la Geometría. Habiendo negado la infinita divisibilidad de la extensión, nuestro autor se encuentra obligado a refutar los argumentos matemáticos que han sido aducidos en favor de ella; y tales argumentos son, ciertamente, los únicos de algún peso. Lleva a cabo la refutación negando que la Geometría sea una ciencia lo suficientemente exacta como para admitir conclusiones tan sutiles como las relativas a la divisibilidad infinita. Sus argumentaciones pueden explicarse así. Toda la Geometría está fundada en las nociones de igualdad y desigualdad, y por lo tanto, según que poseamos o no poseamos un canon exacto de esa relación, la propia ciencia admitirá o no admitirá una gran exactitud.

Ahora bien, existe un canon exacto de la igualdad si suponemos que la cantidad está compuesta de puntos indivisibles. Dos líneas son iguales cuando el número de los puntos que las componen es igual, y cuando cada punto de una se corresponde con un punto de la otra. Pero aunque este canon sea exacto, es inútil; puesto que nunca podemos calcular el número de puntos de una línea. Además, está fundado en la suposición de la divisibilidad finita, y por tanto jamás podrá proporcionar una conclusión que vaya contra ella. Si rechazamos este canon de igualdad, no disponemos de ningún otro que tenga la menor pretensión de exactitud. Encuentro dos de los que comúnmente se hace uso. Dos líneas que superen una yarda, por ejemplo, se dice que son iguales cuando contienen una cantidad inferior, por ejemplo una pulgada, un número igual de veces. Pero éste es un razonamiento circular. Porque se supone que la cantidad a la que llamamos una pulgada en una de las líneas es igual a la que llamamos una pulgada en la otra: Y la cuestión continúa siendo, ¿por qué canon nos guiamos cuando juzgamos que son iguales?; o, en otras palabras, ¿qué significamos cuando decimos que son iguales? Si tomamos cantidades inferiores aún, continuamos in infinitum. Éste no es, por tanto, canon alguno de igualdad.

Cuando se les pregunta lo que quieren decir por igualdad, la mayor parte de los filósofos responden que la palabra no admite definición, y que es suficiente colocar ante nosotros dos cuerpos iguales, tales como dos diámetros de un círculo, para hacernos comprender ese término. Ahora bien, esto es tomar la apariencia general de los objetos como canon de esa proporción, y convertir a nuestra imaginación y sentidos en los jueces definitivos de ella. Pero un tal canon no admite exactitud alguna, y no puede proporcionar jamás una conclusión contraria a la imaginación y a los sentidos. Que las gentes instruidas juzguen si esta cuestión es o no es justa. Sería ciertamente de desear que se diese con algún expediente para reconciliar la filosofía y el sentido común, que con respecto a la cuestión de la divisibilidad infinita han librado entre sí las más crueles batallas.

Deseamos ahora proceder a dar cuenta del segundo volumen de esta obra, que trata de las pasiones. Este volumen es de más fácil comprensión que el primero; pero contiene opiniones que en conjunto no son menos nuevas y extraordinarias. El autor comienza con el orgullo y la humildad. Observa que los objetos que excitan estas pasiones son muy numerosos, y aparentemente muy diferentes entre sí. El orgullo o autoestima puede surgir de las cualidades de la mente: talento, buen sentido, cultura, valor, integridad; de las cualidades del cuerpo: belleza, fortaleza, agilidad, buen porte, destreza en la danza, en la equitación, en la esgrima; de ventajas externas: país, familia, hijos, parientes, riquezas, casas, jardines, caballos, perros, indumentaria. Procede después nuestro autor a buscar aquella circunstancia común en la que concuerdan todos esos objetos y que es causa de que operen sobre las pasiones. Su teoría se extiende igualmente al amor y el odio, y a otras afecciones. Como estas cuestiones, aunque curiosas, no podrían resultar inteligibles sin un dilatado discurso, las omitiremos aquí.

Puede que, tal vez, agrade más al lector que se le informe de lo que nuestro autor dice sobre el libre albedrío. Los fundamentos de su doctrina quedaron sentados al tratar de la causa y el efecto, como anteriormente se ha explicado. «Es universalmente reconocido que las operaciones de los cuerpos externos son necesarias, y que en la comunicación de sus movimientos, en su atracción y mutua cohesión, no hay la menor traza de indiferencia o libertad»… «Por tanto, todo lo que en este respecto esté en pie de igualdad con la materia, ha de reconocerse que es necesario. Con el fin de saber si tal es lo que sucede con las acciones de la mente, podemos examinar la materia, y considerar en qué se funda la idea de necesidad en sus operaciones, y por qué concluimos que un cuerpo o una acción es la causa infalible de otro.»

«Ya se ha observado que no hay una sola instancia en la que sea susceptible de ser descubierta la conexión última de objeto alguno, o bien por nuestros sentidos o por la razón, y que jamás podemos penetrar tanto la esencia y construcción de los cuerpos como para percibir el principio en que se funda su mutua influencia. Es sólo con su unión constante con lo que estamos familiarizados; y es de la unión constante de donde surge la necesidad, cuando la mente se determina a pasar de un objeto a su acompañante usual e infiere la existencia de uno a partir de la del otro. He aquí, pues, dos particulares que vamos a considerar como esenciales para la necesidad, a saber, la unión constante y la inferencia de la mente, y allí donde descubramos a éstos hemos de reconocer una necesidad.» Ahora bien, nada es más evidente que la unión constante de acciones particulares con motivos particulares. Si todas las acciones no están constantemente unidas con sus motivos propios, esta incertidumbre no es distinta de la que puede observarse a diario en las acciones de la materia, en donde por razón de la diversidad e incertidumbre de las causas, el efecto es con frecuencia variable e incierto. Treinta gramos de opio matarán a cualquier hombre que no esté acostumbrado a él; mientras que treinta granos de ruibarbo no siempre lo purgarán. De la misma manera, el temor a la muerte hará siempre que un hombre se aparte veinte pasos de su camino; mientras que no siempre le hará cometer una mala acción.

Y como se da con frecuencia una conjunción constante de las acciones de la voluntad con sus motivos, la inferencia de las unas a los otros es a menudo tan cierta como cualquier razonamiento respecto a los cuerpos: y siempre hay una inferencia proporcionada a la constancia de la conjunción. En esto se funda nuestra creencia en testimonios, el crédito que damos a la historia, como también todos los géneros de evidencia moral, y casi la totalidad de nuestra conducta en la vida.

Nuestro autor pretende que este razonamiento pone toda la controversia bajo una nueva luz, al proporcionar una nueva definición de la necesidad. Y, con entera certeza, los más celosos abogados del libre albedrío tendrán que admitir esta unión y esta inferencia con respecto a las acciones humanas. Sólo negarán que toda la necesidad se reduzca a esto. Pero entonces habrán de mostrar que tenemos una idea de alguna otra cosa en las acciones de la materia; lo cual, de acuerdo con el razonamiento que antecede, es imposible.

A través de todo el curso de este libro se hallan grandes pretensiones de nuevos descubrimientos en filosofía; pero si algo puede dar derecho al autor a un nombre tan glorioso como el de inventor, es el uso que hace del principio de la asociación de ideas, que interviene por doquier en su filosofía. Nuestra imaginación tiene una gran autoridad sobre nuestras ideas; y no hay ideas, que siendo diferentes entre sí, ella no pueda separar, y juntar, y componer en todas las variedades de la ficción. Pero pese al imperio de la imaginación, existe un secreto lazo o unión entre ciertas ideas particulares, que es causa de que la mente las conjunte con mayor frecuencia, haciendo que la una, al aparecer, introduzca a la otra. De aquí surge lo que llamamos el apropos del discurso: de aquí la conexión de un escrito: y de aquí ese hilo, o cadena de pensamiento, que un hombre mantiene incluso en el más vago reverie. Estos principios de asociación son reducidos a tres, a saber:
Semejanza; un cuadro nos hace pensar naturalmente en el hombre que fue pintado.
Contigüidad; cuando se menciona al St. Dennis, ocurre naturalmente la idea de París.

Causación; cuando pensamos en el hijo, propendemos a dirigir nuestra atención hacia el padre.

Será fácil concebir cuán vasta consecuencia han de tener esos principios en la ciencia de la naturaleza humana, si consideramos que, en cuanto respecta a la mente, ellos son los únicos vínculos que reúnen las partes del universo, o nos ponen en conexión con cualquier persona u objeto exterior a nosotros mismos. Porque como es tan sólo por medio del pensamiento como opera una cosa sobre nuestras pasiones, y como estos principios son los únicos lazos de nuestros pensamientos, ellos son realmente para nosotros el cemento del universo, y todas las operaciones de la mente precisan, en una gran medida, depender de ellos.


E. Comentario de texto

Hume publicó en 1740 este Abstract de su libro primero (An Abstract of A Treatise of Human Nature), que había proyectado, según sus palabras, a los 14 ó 15 años, planeado antes de los 21 y compuesto antes de los 25, pero nació muerto de la imprenta. El libro en cuestión, publicado en tres volúmenes entre 1739 y 1740, es la obra cumbre del empirismo inglés. El solo título (Treatise of Human Nature: being an attemp to introduce the experimental method of reasoning into moral subjects. Vol. I. Of the understanding, Vol. II. Of the passions, Vol. III. Of morals) indica la intención del autor: introducir en el estudio de la naturaleza humana, de los “asuntos morales”, el mismo método que tanto éxito había demostrado en el de la naturaleza material, el método empírico. También indica una división de todos los temas en tres clases, el conocimiento, las pasiones y la moral. El Abstract, sin embargo, no hace referencia al tercero, lo que no significa que sea menos importante. Muy al contrario, las ideas sobre la moralidad son, en el ánimo de su autor, la finalidad y culminación de todas las que se hallan en las dos primeras partes. Y no sólo es una parte superior en la intención de Hume, sino que además, cuando posteriormente se convirtió en un libro independiente, bajo el nombre de Investigación sobre los principios de la moral, él sintió que era su mejor obra.

La escasa fortuna del libro le obligó a elaborarlo de nuevo, buscando una terminología algo diferente para sus razonamientos, resumiendo gran parte de su contenido, ampliando algunos capítulos… Así resultó, en 1748 y 1758, la Investigación sobre el conocimiento humano, que repite y simplifica el primer volumen, en 1751 la Investigación sobre los principios de la moral y en 1756 De las pasiones. Hume llegó a pensar que el Treatise había fracasado por causa del atolondramiento y precipitación propios de los pocos años que tenia al escribirlo, razón por la que deseó incluso que esa obra se estimara menos representativa de su pensamiento que las demás. Éstas son, fuera de las ya citadas: Diálogos sobre la religión natural (1779), que por deseo suyo se publicó después de morir, Ensayos morales y políticos (1748), Discursos políticos, Historia de Inglaterra, De la inmortalidad del alma, Del suicidio

Hume estuvo equivocado en el juicio que se hizo sobre el Treatise, pues las revistas filosóficas de Europa no lo dejaron pasar desapercibido, si bien hubo de ser Kant, años más tarde, quien vio su verdadera importancia. Y tampoco estuvo en lo cierto al ponerla por debajo de sus otros escritos, pues éstos suelen extraer de ella gran parte de sus ideas. En definitiva, el libro es la obra más importante del autor y del momento filosófico en que vio la luz.

El punto de vista desde el que ha de abordarse su lectura no puede ser más fácil, pues se explicita en el Abstract, cuyo cuarto párrafo acaba así: “Como su libro contiene un gran número de especulaciones muy nuevas y notorias, será imposible dar al lector una noción cabal de la totalidad de ellas. Nos confinaremos, por lo tanto, principalmente, a su explicación de nuestros razonamientos por causa y efecto. Ello pudiera servir, si logramos hacerlo inteligible al lector, como una muestra de la totalidad de la obra”.

El tema de la causalidad se trata exhaustivamente en el primer libro del Treatise, que se halla dividido en cuatro partes:

De las ideas, su origen, composición, conexión, abstracción…

De las ideas de espacio y tiempo.

Del conocimiento y la probabilidad.

Del escepticismo y otros sistemas de filosofía.

Las dos primeras preparan la discusión sobre la causalidad. Las dos últimas extraen las consecuencias de esa discusión. De modo semejante, el Abstract dedica los siete primeros párrafos a preparar la crítica al concepto de causa. Falta, como puede observarse, el análisis de las ideas de espacio y tiempo, un asunto por el que Hume fue progresivamente perdiendo el interés. Las consecuencias tienen que ver sobre todo con la constatación de los límites de la razón y con la fundamentación de la creencia, que la sustituye, en la costumbre humana. También tienen que ver con la negación del carácter sustancial del alma y con el escepticismo.

A continuación se describe con rapidez el contenido del libro II, De las pasiones. Si la libertad es entendida como independencia absoluta de motivos para la acción, viene a decirse ahí, no hay más libertad. Si, por el contrario, es entendida como libertad de coacción, entonces sí debe admitirse su existencia. La conjunción entre causas y acciones es en la conducta humana una conjunción del mismo estilo que la que reina en el resto de la naturaleza. Así se anticipa la cuestión moral del libro III, del cual ya no se habla en el Abstract.

1. Comprensión de términos y expresiones.

Asociación de ideas.- Ni siquiera en las fantasías más extravagantes o los sueños más ilógicos deja la imaginación de seguir un orden en la sucesión de las ideas. Es el orden de la asociación, de cuyo descubrimiento se siente Hume tan orgulloso que lo estima suficiente para merecer por él el título de inventor. La asociación de ideas es, como la fuerza gravitacional descubierta por Newton, una fuerza de atracción suave, pero irresistible, merced a la cual una idea es seguida siempre por otra de manera natural. En esa fuerza consiste la actividad de la imaginación y gracias a ella se construyen todos nuestros conocimientos.

Costumbre.- La costumbre no es en la filosofía de Hume un simple hábito de conducta, sino una manera de conocer característica de los seres humanos. En el Treatise se dice: “Llamamos custom a todo lo que procede de una repetición pasada, sin ningún nuevo razonamiento o conclusión”[xiii]. Las experiencias pasadas, cuando son semejantes, van dejando un sedimento en la memoria, el cual, a modo de resorte natural, y sin que medie reflexión o razonamiento algunos, hace que la imaginación nos haga creer en lo que todavía no ha sucedido.

Creencia.- Es un nuevo grado de conocimiento, que acompaña a la costumbre. Desde la filosofía griega se venía distinguiendo entre opinión y conocimiento verdadero. Platón había situado la creencia en la opinión, como su grado más alto. Por su tendencia a tomar la conciencia de sí como fundamento de la actividad filosófica, la Edad Moderna ha visto en la creencia algo subjetivo, haciéndola depender de la voluntad. Así Hume, que la convierte en la raíz del asentimiento que se da a la relación entre la causa y el efecto. Pero, si creer es asentir con la voluntad a algo y el principio de causalidad, atribuido antes a la razón, es ahora cosa de la creencia y de la voluntad, entonces la seguridad del conocimiento baja un grado: del conocimiento verdadero a lo opinable, de la razón a la voluntad. Únicamente habría que corregir la antigua distinción platónica para poner la creencia por encima de la opinión y por debajo del conocimiento absoluto, metafísico, que es para Hume una quimera.

Fenomenismo.- El término “fenómeno” es de origen griego. Significaba “aparecer” o “apariencia”. Fue ya utilizado por Platón que lo contraponía a los seres reales, tá ónta (de donde “ontología”). El fenomenismo sería, en consecuencia, la doctrina que defendiera que no hay ser alguno más allá de lo que aparece, que si lo hay no es posible llegar a él o bien que es indiferente que haya o no realidades distintas de los fenómenos, pues para nosotros éstas no son más que construcciones mentales a partir de ellos[xiv].

Gran parte de los sofistas y los escépticos del mundo antiguo eran fenomenistas, como también lo son, el moderno, Hobbes, Berkeley y Hume. El fenomenismo de este último deriva del carácter innato de las impresiones sensibles y de la negación consecuente de las sustancias corporales. Si aquéllas son producidas por la sola naturaleza humana, de éstas no podemos tener noticia o conocimiento seguro. Es más, el fenómeno no es aparecer de algo, como será después en Kant, sino solamente presencia de sí mismo en la conciencia.

Idea.- Hume define las ideas como copias de las impresiones: “las imágenes débiles de las impresiones cuando pensamos y razonamos”. Estas no son conceptos de una inteligencia superior, como en la filosofía escolástica, ni modelos ejemplares, como en Platón, ni resultados de la abstracción del intelecto, como en Aristóteles… Son imágenes, lo que eleva la imaginación al rango de facultad mental suprema. Tanto es así que, según Hume, sus principios son el fundamento de cuanto pensamos y hacemos y su ausencia llevaría a nuestra naturaleza a la ruina y la destrucción.

Impresión.- En el Abstract se define como la percepción que se produce “cuando sentimos una pasión o emoción de cualquier género, o tenemos las imágenes de objetos externos transmitidas por nuestros sentidos” y que éste es un sentido nuevo que el autor da al término, por lo que ve con claridad la importancia del concepto. Esta es debida a que es una pieza clave de la teoría del conocimiento de Hume, que nos coloca a las puertas mismas de su fenomenismo.

Por ser simples, las impresiones se parecen a las ideas simples de Locke y continúan la trayectoria propia de toda la filosofía moderna desde Descartes, la de conceder la primacía a lo simple frente a lo compuesto. Pero Hume les añade otras dos notas: que son la materia original de nuestro conocimiento y que, frente a las ideas, son vivaces. Las impresiones son sentidas, las ideas pensadas. Las primeras son además los elementos de que se construyen las cuestiones de hecho, que abarcan casi todo nuestro conocimiento.

Percepción.- Es todo aquello en que se ocupa una conciencia: sentir, pensar, recordar, amar, odiar, imaginar… Es un término genérico con el que Hume se refiere a dos clases de contenidos de conciencia: las impresiones y las ideas.

Principio de causalidad.- La palabra “principio” encierra un significado similar al de “arché” de la filosofía griega. Entonces era el elemento al que se reducen todos los demás, como el agua para Tales de Mileto. Pero también puede referirse a una razón que indica por qué las cosas son lo que son. En el primer caso, es un principium essendi o principio del ser. En el segundo es un principium cognoscendi o principio del conocer.

Respecto al de causalidad, existen varias formulaciones diferentes, pero destacan estas dos:

 “Todo efecto tiene su causa”. Es verdadera, pero tautológica, pues el predicado no añade nada al sujeto, pese a lo cual se usa por la brevedad del enunciado.

“Cualquier cosa que empieza a existir tiene una causa eficiente realmente distinta de sí misma”.

Esta es la formulación que Hume parece tener presente siempre en su crítica. Pero en su ánimo predomina el principium cognoscendi sobre el principium essendi, que es negado como tal. Desaparece, pues el carácter ontológico de la causalidad, que es sustituido por el gnoseológico.

Razón.- No parece ser distinta de la imaginación y sus principios de conexión de las ideas.

2. Interpretación del texto.

a) Breve resumen del contenido del texto.

Hume mismo resumió así, en un espacio muy breve, el contenido del Abstract:

(El autor) “propone anatomizar la naturaleza humana de un modo regular y promete no deducir más conclusiones sino allí donde esté autorizado por la experiencia (…) Como su libro contiene un gran número de especulaciones muy nuevas e interesantes, será imposible dar al lector una justa noción de todas ellas. Por lo tanto, nos limitaremos principalmente a exponer la explicación que da nuestro autor de nuestros razonamientos de causa y efecto. Si logramos hacer esto inteligible al lector, ello podrá servir como muestra de todo lo demás. Nuestro autor comienza con algunas definiciones. Llama percepción a todo aquello que pueda estar presente en la mente… Divide nuestras percepciones en dos clases, a saber, impresiones e ideas (…) Las impresiones, por tanto, son nuestras percepciones más vivas y fuertes; las ideas son las más borrosas y débiles (…). Nuestro autor piensa que ningún descubrimiento podría haber sido más feliz para decidir sobre todas las controversias acerca de las ideas, que éste: que las impresiones siempre las preceden, y que cada idea de que se provee la imaginación primero hace su aparición en una impresión (…). Y cuando el autor sospecha que un término filosófico no está aparejado a ninguna idea (como es muy común) siempre pregunta ¿de qué impresión se deriva esta idea?; y si no puede remitirse a ninguna impresión, concluye que el término en cuestión carece de significado. De esta manera examina nuestra idea de sustancia y esencia; y sería de desear que este método riguroso se practicara más a menudo en todos los debates filosóficos.

Es evidente que todos los razonamientos que se refieren a los asuntos de hecho están fundados en la relación causa y efecto (…). Por lo tanto, para entender estos razonamientos debemos estar perfectamente familiarizados con la idea de causa, y para ello debemos mirar en torno nuestro a fin de encontrar algo que sea la causa de otro algo.

He aquí una bola de billar sobre el tapete, y otra bola moviéndose hacia ella con rapidez. Las dos chocan; y la bola que en un principio permanecía en reposo, adquiere ahora movimiento. Es este un ejemplo de la relación de causa y efecto… Examinémoslo… La contigüidad en el tiempo y en el espacio es, por tanto, una circunstancia requerida para la operación de todas las causas… La prioridad en el tiempo es, por consiguiente, otra circunstancia requerida en cada causa… Hay aquí, por tanto, una tercera circunstancia, a saber, la conjunción constante entre la causa y el efecto (…) Veamos ahora en qué se funda nuestra inferencia cuando concluimos de uno que el otro ha existido o existirá (…).

No hay cosa alguna que la razón vea en la causa que nos permita inferir el efecto (…). Se sigue, pues, que todos los razonamientos referentes a la causa y al efecto están fundados en la experiencia; y que todos los razonamientos de la experiencia están fundados en la suposición de que el curso de la naturaleza continuará uniformemente igual (…). Estamos determinados solamente por la costumbre al suponer que el futuro se conforma al pasado (…). Así pues, no es la razón la guía de la vida humana, sino la costumbre. Esta sólo determina a la mente, en todos los casos, a suponer que el futuro se conforma al pasado (…) Es éste un curioso hallazgo, que, además, nos llevará a otros aún más curiosos. Cuando veo una bola de billar moviéndose hacia otra, mi mente es llevada inmediatamente por el hábito al efecto usual, y se anticipa a mi vista al concebir el movimiento de la segunda bola. Pero ¿es esto todo?; ¿me limito a concebir el movimiento de la segunda bola? Desde luego que no. Yo también creo que esa segunda bola se moverá. ¿Qué es, pues, esta creencia? (…) La creencia, por tanto, se origina solamente en la costumbre y es una idea concebida de una manera peculiar. (…) Al considerar el movimiento que una bola comunica a otra, sólo podemos encontrar la contigüidad, la prioridad de la causa y la conjunción constante. Pero, además de estas circunstancias, se suele suponer que hay una conexión necesaria entre la causa y el efecto y que la causa posee algo que llamamos poder, o fuerza o energía. La cuestión es ¿qué idea va unida a estos términos? (…) Resumiendo, o bien no tenemos en absoluto idea alguna de fuerza y energía y entonces estas palabras carecen por completo de significado, o bien sólo significan esa determinación del pensamiento, adquirida por el hábito, que consiste en pasar de la causa al efecto usual (…) Por todo lo que se ha dicho hasta ahora, el lector advertirá fácilmente que la filosofía que se contiene en este libro es muy escéptica y está dirigida a darnos una noción de las imperfecciones y los estrechos límites del entendimiento humano…”.

b) Estructura del texto:

Sobre el libro primero: el conocimiento.

Propósito y finalidad del Treatise of human nature.

Crítica del principio de causalidad.

Conclusiones.

La creencia.

Otras consideraciones.

La idea de poder.

Dos opiniones: sobre el alma y la geometría.

Sobre el libro segundo: las pasiones.

El orgullo y la humildad.

La libertad.

Conjunción de los motivos y las acciones.

Contra los defensores de la libertad como independencia de motivos.

Final.

c) Desarrollo.
(1) Sobre el libro primero: el conocimiento.

a) Propósito y finalidad del Treatise of human nature.

Propósito general del libro.- Hume advierte cuál es el propósito general de su Treatise of human nature: aplicar a la filosofía el mismo espíritu de la física de su tiempo para alcanzar también en el conocimiento del hombre los mismos logros que ella. Este objetivo, según él, no ha sido tenido en cuenta hasta el momento. Los antiguos han dado grandes muestras de sentido moral, grandeza de ánimo y penetración…, pero no de razonamiento, en lo tocante al estudio científico de la naturaleza humana. Es preciso, en consecuencia, examinar los fenómenos que la distinguen para hallar en ellos algún principio común desde el cual componer la ciencia entera del hombre. El hallazgo de un solo principio capaz de servir de punto de partida para todo el conocimiento fue un ideal que, recuérdese, había sido seguido también por Descartes. Luego es claro que su influencia sigue viva.

El método.- Está fuera de toda duda, cree Hume, que el método que ha de aplicarse también a este caso es el empirista y que todos los razonamientos, hipótesis y conclusiones que se propongan para entender al hombre han de estar respaldados por la experiencia, pues ha sido ella la que ha posibilitado los avances tan espectaculares de las ciencias de la materia. Éste es, además, el convencimiento firme que tienen todos los autores respetables del momento: Locke, Shaftesbury…

La antropología (ciencia del hombre) como sistema de todas las ciencias.- Puesto que la ciencia de lo humano comprende y fundamenta todas las demás, tiene que ser útil también para unificar y poner orden en el conocimiento científico en general, una finalidad que viene persiguiéndose desde Descartes, si bien no siempre por la vía del empirismo estricto. Hume está satisfecho de haberlo logrado en todo lo referente a la lógica. En todo lo demás, la acción y las pasiones, cree haber puesto al menos unos cimientos suficientes.

Coincidencia con Leibniz.- El autor se muestra de acuerdo con Leibniz en censurar que los sistemas de lógica de su tiempo hayan encontrado la perfección en todo cuanto se refiere a las relaciones de ideas -“operaciones del entendimiento en la construcción de demostraciones”-, pero no en lo que tiene que ver con la vida y la acción, que ocupa no sólo lo más importante de la vida humana, sino también de las especulaciones filosóficas. De ahí que él mismo se dedique sobre todo al análisis de la causalidad, que es el principio sobre el que reposan todos nuestros conocimientos, a excepción de los que dependen de las relaciones de ideas, y casi todas las razones que usamos en la vida ordinaria.

b) Principio empirista o fenomenismo de Hume.

Definiciones de percepción, impresión e idea.- Percepción es todo cuanto se presenta a una mente: un sonido, un color, un dolor, una idea… Si es de algo que está presente, ya sea en el interior o en el exterior, es una impresión. Si no está presente, es una idea. Es la diferencia “que hay entre sentir y pensar”.

Principio de copia. Innatismo.- Todas las ideas que puede un hombre tener vienen de las impresiones, pero éstas son innatas. Locke, que llamó ideas a todas las percepciones, erró en este punto, pues dijo que no existen ideas innatas, cuando lo cierto es que las “percepciones más fuertes, o impresiones… surgen inmediatamente de la naturaleza” humana, y no de los objetos o de la divinidad.

Importancia del principio de copia.- La utilidad de este principio se muestra en que con él es posible siempre decidir sobre la validez de las ideas. Cuando a una idea como la de sustancia, esencia…, no pueda asignársele la impresión de que procede, habrá que aceptar que tal idea es irrelevante. Este método debería aplicarse siempre en filosofía, dice Hume, como él lo aplica seguidamente al análisis del principio de causalidad.

c) Crítica del principio de causalidad.

Conexión causal en todos los razonamientos sobre cuestiones de hecho.- Puesto que todos los razonamientos acerca de cuestiones de hecho conectan entre sí los objetos como causas y efectos, es necesario estudiar qué es una causa.

Un ejemplo: el de las bolas de billar.- Del estudio de este ejemplo Hume dice que sólo es posible extraer las siguientes características generales, aplicables a todos los casos de causalidad:

Prioridad temporal de la causa sobre el efecto.

Contigüidad espacio-temporal entre ambos.

Conjunción constante: “todo objeto similar a la causa, produce siempre algún objeto similar al efecto”.

Inferencia no empírica del efecto a partir de la causa o viceversa.- ¿Qué es lo que permite pasar de una impresión presente a los sentidos a una idea y admitir que ésta es verdadera? ¿Por qué sé yo que la segunda bola de billar se moverá si todavía no lo he visto? Es evidente que lo que permite este salto por encima de la experiencia es la inferencia de la causa al efecto.

La razón, fundamento insuficiente.- Un hombre sin experiencia, como Adán, no podría demostrar que de un objeto se sigue otro, porque es posible pensar que no es así, sin caer en contradicción. Pero sólo es posible demostrar aquello cuyo contrario encierra contradicción.

La experiencia, recurso imprescindible.- Si no es la razón, entonces tiene que ser la experiencia lo que permita el paso: Adán ha tenido que ver un número suficiente de veces que una cosa sigue a otra para que, ante la impresión de una de ellas, su entendimiento pase a la otra.

d) Conclusiones.

Primera.- La causalidad reposa sobre la experiencia y los razonamientos que parten de la experiencia reposan sobre una suposición, que el curso de la naturaleza es regular. Pero ¿es demostrable esto último?

No, porque puede pensarse sin contradicción que la naturaleza no es regular y, en consecuencia, es posible que sea así, aunque tal cosa no suceda de hecho.

Segunda.- Que la naturaleza es regular no es cosa del razonamiento sino de la costumbre.

Ella es la guía de la mente y de la vida humanas.

e) La creencia.

Pensar y creer.- En las cuestiones de hecho un hombre no se limita a pensar lo que pasará como efecto de lo que está viendo, sino que además cree que pasará.

La creencia, distinción entre concepciones.- En las demostraciones no es posible concebir sin contradicción lo contrario de lo que ha sido demostrado. En las cuestiones de hecho, por el contrario, siempre es posible hacerlo, pero no siempre es posible creerlo. Puedo pensar que el Sol saldrá mañana y también que no saldrá, pero esto último no puedo aceptarlo. La creencia es por tanto lo que distingue ambas concepciones.

Contra los argumentos que pretenden demostrar la existencia de algo a partir de su idea.

Creer que algo es real no añade nada al objeto que simplemente es pensado. Creer que Don Quijote existe no añade nada nuevo a lo que ya sabíamos de él por la lectura de la novela. Esto destruye el argumento cartesiano según el cual la existencia de Dios añade una perfección a la idea que tenemos de él. Luego con él no se demuestra lo que se pretende.

Imposibilidad de dominar las creencias.- Puesto que las creencias no son ideas que podamos dominar según nuestra voluntad, debe aceptarse que nadie cree aquello que quiere creer.

La creencia es un sentimiento.- Luego la creencia, que no es una idea ni una impresión, es un sentimiento. El haber percibido juntos dos objetos como causa y efecto hace que, ante la presencia de uno de ellos al sentido, la mente sienta que el otro es tan real como él y no se limita a concebirlo como una ensoñación de la fantasía. Esta conclusión resume todo lo lo anterior, que Hume sintetiza del modo siguiente:

En todas las cuestiones de hecho hay una relación causal.

Sólo por experiencia puede saberse si una cosa es causa o efecto de otra.

La costumbre es la base de la regularidad que se atribuye a la experiencia.

De la costumbre surge también la creencia, que no es una idea, sino una manera especial de concebir una idea.

¿Descripción de este sentimiento?.- Es verdaderamente difícil describir este sentimiento, “del que cada uno debe ser consciente en su propio corazón”. Pero una cosa parece cierta: que mueve al hombre con una fuerza muy superior a las ficciones de la fantasía. La lectura del Quijote puede provocar placer y otras pasiones, pero nada pasa dela ficción, en tanto que la del Evangelio impulsa la conducta del creyente. Esa es la diferencia.

f) Otras consideraciones.

Exclusiones.- Entre otras cosas, Hume omite explicar aquí por qué tenemos este sentimiento de la creencia. Las dimensiones de este escrito no permiten otra cosa.

Nuevo resumen de las argumentaciones anteriores.- A pesar del poco espacio de que dispone en un escrito que es solamente un resumen de un libro mucho mayor, menciona algo digno de tenerse en cuenta:

La experiencia pasada no es del todo uniforme, pues unas veces se sigue un efecto de una causa y otras otro.

De los dos efectos, la mente se inclina por el más común, aunque perciba la posibilidad del otro.

Lo que distingue a ambos es el sentimiento, que la hace inclinarse por el más común.

Conclusión general.- Todo lo dicho acerca de la causalidad en lo referente al sentido externo -“operaciones de la materia”- vale también para el interno -“operaciones de la mente”-. Lo que pueda aducirse sobre la manera en que la voluntad mueve el cuerpo y los pensamientos tiene que ser por recurso a la causalidad, pero esto sólo puede hacerse acudiendo a la experiencia y la costumbre, no a la razón.

g) La idea de poder.

El poder, un principio mental.- En la relación entre la causa y el efecto no suele aceptarse solamente que hay lo ya mostrado anteriormente, a saber, “contigüidad, prioridad de la causa y conjunción constante”, sino que se supone que hay además una conexión necesaria entre ambos, “y que la causa posee algo a lo que llamamos poder, o fuerza, o energía” para producir el efecto. Es evidente que este supuesto poder no es observable dentro ni fuera de nosotros mismos. Por eso Descartes dijo que la materia carece totalmente de él y es inerte. A esta cuestión se suma otra, más general: “¿Qué idea tenemos de la energía o del poder incluso del ser supremo?”.

Nuestra noción de ese poder no puede ser más que una composición de ideas. Es obvio: a Dios, por ejemplo, no se le ve ni se le oye… Tampoco podemos observar poder alguno en la causa sobre el efecto.

Ni en la voluntad ni en la experiencia se encuentra la impresión de poder o energía, de la que pueda proceder la idea correspondiente.

Luego tal idea no existe o está en esa determinación del pensamiento a pasar de la causa al efecto cada vez que aquélla se presenta.

h) Un libro escéptico.

Hume presenta su filosofía como escéptica. Los límites del entendimiento, dice, son muy estrechos. Casi todo se reduce a la experiencia y la creencia que la acompaña. Con el entendimiento no es posible afirmar casi nada, a excepción de las relaciones de ideas.. La filosofía nos haría pirrónicos si la naturaleza humana, origen de nuestras costumbres, experiencias y creencias, no lo impidiera.

i) Dos opiniones: sobre el alma y la geometría.

El alma.- Descartes decía que la mente es, no este o aquel pensamiento, sino el pensar en general. Pero esto es absurdo, dice Hume, pues no hay un tal pensar en general, sino sólo pensamientos particulares. En ellos y solamente en ellos consiste la mente. Según Descartes, el alma es la sustancia de la que brotan las ideas; pero ¿de qué impresión puede proceder esa idea desustancia? Únicamente tenemos impresiones de cualidades particulares, pero no de sustancias al margen de ellas. Luego no hay necesidad de admitir que hay un alma distinta de sus ideas. En consecuencia, decimos nosotros, Descartes no consiguió probar que existe el alma, sino los pensamientos.

La geometría.- En la esta ciencia son fundamentales las ideas de igualdad y desigualdad, de donde se sigue que si estas nociones no pueden definirse con exactitud la geometría misma no será tan exacta como se ha solido creer. Ahora bien, es imposible hacer tal cosa. Se admitirá que dos líneas son iguales cuando, teniendo el mismo número de puntos, cada uno de la primera corresponde a otro de la segunda. Mas este criterio será perfectamente inútil si se admite que es infinito el número de puntos de ambas, pues nunca los podremos calcular. ¿En qué queda entonces la exactitud de que hace gala la geometría, pues es imposible saber a qué atenerse para juzgar acerca de la igualdad de dos cosas? Decir que el término en cuestión no admite ser definido y que basta con mirar dos objetos iguales para entenderlo es lo mismo que tomar la apariencia como criterio de igualdad y convertir a los sentidos en juez de ella, dejando en la inexactitud el criterio.

Sobre el libro segundo: las pasiones.

a) El orgullo y la humildad.

Estos capítulos están dedicados al estudio de los objetos que provocan el orgullo, el amor, el odio… Piensa Hume que estas páginas son más fáciles de seguir que las del libro I, pero no menos provechosas ni originales.

b) La libertad.

Sobre las acciones de la mente, donde se supone que reside el libre albedrío, habrá que ver si es posible decir lo mismo que sobre las de los cuerpos. Estos están sujetos a una red causal y nada hay en ellos que pueda llamarse libertad.

¿Sucede lo mismo con la mente? La necesidad y consecuente ausencia de libertad en la materia se reducen para nosotros a una unión constante entre los objetos, por la que la mente se determina a pasar de uno cualquiera a su acompañante habitual. Ahora bien, en las personas sucede lo mismo: que hay una unión constante entre las acciones y los motivos. Que a veces dicha unión se altere no es una razón en contra de esto, pues también sucede en la materia. “Treinta granos de opio, dice Hume, matarán a cualquier hombre que no esté acostumbrado a él; mientras que treinta granos de ruibarbo no siempre lo purgarán. De la misma manera, el temor a la muerte hará siempre que un hombre se aparte veinte pasos de su camino; mientras que no siempre le hará cometer una mala acción”.

c) Conjunción de los motivos y las acciones.

Luego entre lo que la voluntad decide y lo que la impulsa, entre las acciones y los motivos, hay también una conjunción constante. Casi toda nuestra vida se funda además en ella.

d) Contra los defensores de la libertad como independencia de motivos.

Los que defienden la existencia del libre albedrío no pueden menos que aceptar que existe esta conjunción y que, en virtud de ella, hacemos predicciones sobre la conducta humana. Si no están de acuerdo en que la necesidad consiste en esto y no en otra cosa, tendrán que negar los argumentos del libro primero, lo cual no parece que pueda hacerse.

e) Valoración final.

Hume se enorgullece de haber descubierto el principio de la asociación de ideas, un principio que se opone a la fuerza de la imaginación. Esta facultad apenas ha sido tenida en cuenta por los filósofos anteriores, y, cuando se atendió a su poder e influencia, fue solamente para menospreciarla, como tejedora de fantasías engañosas. Eso hizo Descartes, entre otros muchos. Hume no se diferencia gran cosa de él. En contra de su poder, dice, está el hecho de que nuestros pensamientos suelen enlazarse por sí solos según su semejanza, su contigüidad o su causación. Esas relaciones entre las ideas son las que dan unidad y coherencia al universo entero, que, de otro modo, aparecería desordenado e ininteligible.

3. Contextualización.

a) Hechos históricos.

La vida de Hume se inició pocos años más tarde de la Revolución Gloriosa de 1688, que se había saldado con la huida de Jacobo II a Francia y la entronización de Guillermo III de Orange. Poco después de esa fecha, en 1694, se había fundado el Banco de Inglaterra, con la participación de John Locke. En 1707 Inglaterra y Escocia, el país de Hume, habían formado una sola unidad política bajo el nombre de Gran Bretaña. En 1714 comenzó a reinar la Casa de Hannover y entre los años 1721 y 1742 hubo un gobierno whig de Robert Walpole, cuyo mayor mérito es haber pasado a la historia de Gran Bretaña como uno de los más corruptos que hayan existido jamás. Por último, entre 1775 y 1783 se libró la Guerra de Independencia norteamericana, que terminó con el triunfo de los sublevados contra la metrópoli inglesa. En 1776, el año de la muerte de Hume, se había producido la Declaración de Independencia de los 13 Estados americanos, que fue la primera declaración de los derechos del hombre (life, liberty and pursuit of happiness), entre los que se contaba el de resistir a todo gobierno que no los garantizara.

Estos hechos estaban ceñidos al momento, pero vinieron acompañados de otros que trascendieron tiempo y espacio: la participación en el gobierno, por turnos, de la aristocracia terrateniente y la burguesía ciudadana, la Declaration of Rights de 1689 (libertad de imprenta, inamobilidad de los jueces, aprobación de los impuestos por el Parlamento, supresión del ejército permanente…), instauración de la monarquía constitucional, creación de los fundamentos del parlamentarismo del siglo XX (un partido es requerido por el monarca, según los resultados electorales, para gobernar; el ejecutivo responde de sus actos ante el Parlamento), surgimiento de Inglaterra como primera potencia marítima, comercial y capitalista…

Todo esto pasaba en Inglaterra mientras en el resto de Europa, como en la misma Inglaterra, se afianzaba el absolutismo. Era el siglo de la Ilustración, un fruto maduro del racionalismo filosófico y científico del siglo XVII, que no se había limitado al ámbito de las ideas, sino que se manifestaba con fuerza creciente en lo político y lo social.

Las teorías políticas toman al hombre y a la razón como su centro. De ahí que decline inevitablemente la doctrina del origen divino del poder y sea sustituida por otras que conciben el Estado como un hecho artificial, como una convención o contrato entre hombres, en virtud del cual deciden entregar el poder al monarca para que éste los gobierne con el único fin de procurarles la felicidad. Los reyes respondieron a esta obligación con burocracias modernizadas y sistemas jurídicos racionalizados, pero gobernaron según su criterio (“todo para el pueblo, pero sin el pueblo”). Esta contradicción entre la práctica política y las ideas que le daban legitimidad condujeron a la Revolución Francesa de 1789.

En lo social y económico reina sin discusión el racionalismo cientifista y técnico. El entendimiento de la naturaleza como un sistema gobernado por leyes no es una mera afirmación de los libros racionalistas o empiristas, sino que actúa como una fuerza que hace cambiar todo. Las grandes ciudades, las Universidades, las Academias, la fundación de la masonería incluso…, todo contribuye al auge de una nueva clase social, la burguesía, que ha hecho suyo este principio fundamental y, poniéndolo en acción, transforma la realidad como nunca antes había hecho clase alguna.

Es, ya lo hemos dicho, el siglo de la Ilustración, de la que Hume es uno de los mejores exponentes. Como también lo es de la filosofía del momento y, en particular, de la corriente empirista, que, según acuerdo implícito de los manuales de historia de la filosofía, culmina en su sistema.

b) Antecedentes del Treatise.

El primero de los autores cuya huella puede reconocerse en Hume es Francis Bacon (1561 – 1626), de quien ha solido decirse erróneamente que inicia el empirismo. Sí se observa en él una peculiar concepción del saber que tiene ciertos tonos críticos desplegados después magistralmente por Hume. Como los renacentistas, toma la conciencia de sí como el centro de su actividad. Pero en aquéllos existía la creencia en una armonía indiscutible entre el espíritu y la naturaleza, lo que no se manifestó más que en metáforas y arte, pero no en la forja de conceptos rigurosos. Es la misma creencia que, profundamente transformada, tuvieron los científicos y filósofos del siglo XVII. La profundización en los conceptos de la razón, pensaron ellos, y sobre todo en los conceptos matemáticos, es la única manera de acceder al orden real de la naturaleza. Bacon, por el contrario, representa la negación de esta premisa básica. Según él, las formas que produce nuestro propio espíritu se interponen constantemente entre nosotros y la naturaleza, cuyo ser, lejano y hondo, se oculta detrás de ellas. El espíritu es un espejo mágico: no se limita a reflejar lo real, sino que produce por su cuente extrañas imágenes que lo desfiguran.

Esta separación de la realidad y la mente es uno de los problemas más graves de la filosofía moderna, que hizo su aparición justamente como reflexión a partir de la conciencia de sí. Una vez que uno se instala en esa seguridad ya no es posible salir de ahí; éste parece ser el final hacia el que conducen todos los caminos del pensamiento moderno, final que Hume se encargó de exponer con todo la crudeza de su escepticismo.

La filosofía de Hobbes (1588 – 1679) manifiesta una ruptura semejante. En su noción de la naturaleza está ya el germen de ese escepticismo. La naturaleza no es para él, como para Galileo y Descartes, otra cosa que el cuerpo material. Los juicios que nos hacemos sobre ella son relaciones discursivas de la mente, pero el cuerpo es una sustancia absoluta, independiente de nuestros juicios y anterior a todas las cualidades que se muestran en ellos. Las sensaciones conscientes, que son la fuente original del saber, no salvan este abismo entre las cosas y el espíritu, pues son modificaciones de nuestros órganos corporales, debidas, es verdad, a la presión de los objetos externos, pero separadas y distintas de ellos.

Hemos visto también que Descartes se enfrenta conscientemente a este problema. El convierte a la conciencia de sí en el fundamento sólido de su filosofía. Pero es un fundamento interior que le lleva de inmediato a tomar en consideración la validez de las ideas referentes a la realidad externa, validez que Descartes solamente llega a salvar por su recurso a Dios y a la causalidad. Es significativo que sobre ésta última no se ejerza el proceder metódico de la duda, quedando así como un resto del realismo antiguo.

Locke, cuya filosofía conserva también tantos restos del mismo realismo, sí presta atención a la relación causal, para advertir que su noción se origina en las ideas y no pasa de ellas. También presta atención a la idea de sustancia, que es para él un concepto arbitrario por superar los datos de nuestros sentidos. En ambas series de consideraciones, consecuencias de su tesis empirista y de la negación del innatismo, se manifiesta ya con claridad hasta qué punto ha cambiado la idea de razón al pasar de Descartes a Locke. En aquel la razón es una facultad todopoderosa, guía de la vida y del conocimiento, que es, por definición, conocimiento indudable. En éste sigue siendo, pese a sus limitaciones y defectos, la guía de la vida, pero la certeza de sus conocimientos se restringe sobremanera: sólo alcanza a la existencia de Dios, la intuición de nuestro yo y la sensación presente de cosas externas. El resto son suposiciones y conocimientos probables.

Resta solamente mencionar a Berkeley, cuya negación de las cualidades primarias, que todavía Locke reservaba a los objetos externos, y cuyo idealismo consecuente, que sustituye dichos objetos por ideas de la conciencia, se nos presentan retrospectivamente como pasos que necesariamente había de dar el pensamiento una vez que la filosofía moderna decidió adentrarse por los caminos de la conciencia interior.

Así llegamos al final de esta senda didáctica, según la cual Hume cierra todos los problemas abiertos y zanja todas las cuestiones con un escepticismo en el que la razón se ha convertido en creencia y en costumbre.

c) Consecuentes del Treatise.

Pero ¿puede decirse que es una solución de los problemas de la filosofía el mostrar los estrechos límites del entendimiento, como hace Hume? A primera vista, no lo parece. Mas el análisis crítico del poder de la razón, que él comenzó, encontró su continuador en Kant, el filósofo que convirtió la metafísica en la ciencia de los límites de la razón. Es lo más valioso de la doctrina de Hume y es, según dice el propio Kant, la tendencia que él mismo eligió deliberadamente.

Pero el criticismo kantiano no es el final de la estela de Hume. Su ataque a la causalidad presente en el modelo racionalista de explicación del mundo, que es también el de la pujante ciencia del siglo XVIII, sigue vigente. También en esto influyó poderosamente en Kant, que vio necesario defender la ciencia newtoniana de ese ataque, pero admitiendo lo fundamental de él: que no hay confirmación empírica posible de la relación necesaria entre la causa y el efecto, lo que le llevó a convertir dicha relación en un principio a priori, independiente de la experiencia. Pero un autor de nuestro tiempo tan prestigioso como Popper[xv] (1902 – 1994) niega el éxito de tal tentativa y da por válida, sobre ella, la crítica de Hume. Lo mismo hizo Wittgenstein (1889 – 1951) en su Tractatus logico – philosophicus.

Puede decirse que todas las filosofías posteriores que han tomado lo fáctico como su punto de partida, dejando de lado otras consideraciones metafísicas, tienen en Hume su fundamentación. En Hume, que trastornó para siempre la tendencia griega y medieval de convertir la perspectiva de lo intemporal en la base de la vida y del conocimiento y puso por delante de toda otra cosa el tiempo, el hombre y la sensibilidad.

(Emiliano Fernández Rueda en Varios autores, Historia de la filosofía, Proyecto Sur de Ediciones, Granada, 1996, páginas 157-204 )

 

Notas


[i] Citado por Rábade, en Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano, ed. preparada por S. Rábade y Mª. E. García, introd. y notas de S. Rábade, trad. de Mª. E. García, Editora Nacional, Madrid, 2 vols., 1980, pág. 20.

[ii] V. Platón, Menón, 84 y siguientes.

[iii] V. Hume, D., Tratado de la naturaleza humana, ed. preparada por F. Duque, Editora Nacional, Madrid, 1977, 2 vols. Parte 1ª, sec. 1ª: Del origen de nuestras ideas.

[iv] V. Hume, A Treatise I, 183.

[v] V. Rábade R., S., Hume y el fenomenismo moderno, Gredos, Madrid, 1975, página 228.

[vi] Hume, o. c.,, I, 293.

[vii] Hume, o. c.,, I, 216-217.

[viii] Hume, D., o.c., I, 11 y 12.

[ix] Hume, D., Diálogos sobre la religión natural, trad. de E. O'Gorman, prólogo de E. Nicol, 1ª reimpr. de la 1ª ed. de 1942, F. C. E., México, 1978, páginas 47 y 48

[x] Hume, D., ibidem.

[xi] V. Hume, o. c., III, I, I.

[xii] Enumeración extraída de Hirschberger, J., Historia de la Filosofía. II, Edad Moderna, Edad Contemporánea, presentación, trad. y síntesis de historia de la filosofía española por L. M. Gómez, Herder, Barcelona, 1972, página 139.

[xiii] Citado en Rábade, S., o. c., página 229.

[xiv] V. Ferrater Mora, J., Diccionario de Filosofía. Vol. II,  Alianza Editorial, Madrid, 1982, vocablo “fenomenismo”, página 1142.

[xv] V. Poppper, K. R., La lógica de la investigación científica. Trad. de V. S. de Zavala, Tecnos, Madrid, 1977, página 29.


 

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Descartes

1. Presentación

Decir que un filósofo es racionalista porque confía en el uso de su razón, no recurre a intuiciones místicas o a oscuros sentimientos y niega el acceso fácil a lo sobrenatural y a la revelación divina de los misterios, puede satisfacer un sentido superficial de la filosofía, pero no vale para determinar el racionalismo moderno. Esos rasgos pueden atribuirse por igual a pensadores tan diferentes como Aristóteles, S. Agustín, Guillermo de Occam o Descartes. Los racionalistas del siglo XVII han recibido ese nombre por su firme convicción en la existencia de verdades que ni se extraen de la experiencia ni se oponen a ella, sino que son independientes de ella y no necesitan en consecuencia ser puestas a prueba en ella. Son las verdades innatas, que la razón despliega a partir de sí misma hasta abarcar todo lo real[1].. Esto es lo que define al racionalismo moderno. Para muchos es escandaloso: ¿es posible que la razón humana, se preguntan éstos, tenga tanto poder que, creciendo desde su interior, sea capaz de originar un conjunto de verdades con las que entender el mundo a la perfección?

2. Razón y método: el criterio de verdad

René Descartes nació en la Haya (Turena) en 1596. Estudió con los jesuitas en La Fléche. Para ver mundo, se alistó en 1618 en el ejército del príncipe Mauricio de Nassau y en 1619 en el de Maximiliano de Baviera. Vivió en París entre 1625 y 1628, año en que se trasladó a Holanda. Allí residió hasta 1649, cuando fue llamado por la reina Cristina de Suecia. Allí murió en 1650. Sus obras más importantes son: Discurso del método y Meditaciones metafísicas, Reglas para la dirección del espíritu, Los principios de la filosofía.

En la primera parte del Discurso del método, Descartes dice estimar en mucho la elocuencia, estar enamorado de la poesía, reverenciar la teología, admirar las matemáticas…. Pero esta satisfacción se le ensombrecía por la fragmentación y desorden reinantes en el ámbito del saber, y culpaba de ello a la filosofía, la disciplina que, pese a haber sido cultivada por los más grandes genios que han existido, no ofrece nada que no sea objeto de disputas. Sin embargo es el tronco del que brotan todas las ciencias, por lo que sería propio de locos abandonarla a su destino; en lugar de ello hay que reformarla desde lo profundo, para extraer de ella principios intelectuales con los que ordenar y unificar el campo entero del saber. A ese objetivo tiene que servir de modelo la manera en que las razones de las matemáticas adquieren certeza y evidencia:

“Esas largas series de trabadas razones muy plausibles y fáciles, que los geómetras acostumbran emplear, para llegar a sus más difíciles demostraciones, habíanme dado ocasión de imaginar que todas las cosas, de que el hombre puede adquirir conocimiento, se siguen unas otras en igual manera, y que, con sólo abstenerse de admitir como verdadera una que no lo sea y guardar siempre el orden necesario para deducirlas unas de otras, no puede haber ninguna, por lejos que se halle situada o por oculta que esté, que no se llegue a alcanzar y descubrir”[2].

Esto es decir que hay una sola ciencia. Los objetos a los que se aplica son seguramente distintos, pero la ciencia no extrae de ellos sus principios, sino del entendimiento, que siempre es el mismo. Ese procedimiento no consiste en acudir a las cosas a través de la experiencia sensible, para aprender lo que ellas tengan a bien decir, sino en elaborar principios intelectuales ajenos en principio a ellas, para después, como si los principios fueran un cristal, verlas a través de ellos. El conocimiento no es entonces un espejo que refleja el mundo, sino una construcción mental que lo suplanta. Ya no es preciso comprobar si los pensamientos coinciden con él, sino exigir que las cosas se aproximen a los pensamientos.

Esta conclusión puede parecer asombrosa, y ciertamente lo es, pero el camino que conduce a ella es tan liso como la palma de la mano. Una vez que se busca una ciencia perfecta no hay más remedio que desechar las opiniones probables. De todas las ciencias existentes, sólo la aritmética y la geometría son perfectas, porque, de las dos vías que tenemos para conocer, la experiencia y la deducción, la segunda, que es la única que ambas ciencias utilizan, no falla nunca. A su vez, la deducción es posible por un acto mental que Descartes llama intuición: "concepción indubitable de nuestra mente pura y atenta que se origina en la sola luz de la razón", como por ejemplo "que el triángulo está limitado sólo por tres líneas y el globo solamente por una superficie". Luego intuir es ver con la razón que dos cosas, triángulo y limitación por tres líneas, globo y limitación por una superficie…, están conectadas entre sí con necesidad. Esta necesidad no se fundamenta en algo externo a la simple percepción mental de la conexión. Es decir, es lo mismo pensar y percatarse de que no puede ser de otra manera. A esto lo llamó Descartes "evidencia". Así pues, intuir es pensar verdades evidentes. Es el acto inteligente supremo, el que nos presenta, en una especie de fulminación, una verdad como verdad. En esto consiste la luz natural de la razón, si bien con algo divino en ella, que el hombre posee y que el hombre es en lo más profundo de sí mismo.[3]

Lo cual es decir que el espíritu del hombre solamente alcanza conocimientos seguros profundizando en su interior y conduciéndose con acierto. Que la razón es introspectiva y metódica, porque halla en sí, y no fuera de sí, la certeza absoluta, y porque sólo ella, y no la autoridad, la tradición o la experiencia, es la norma de sí misma. Por eso se pone entre paréntesis lo que no es ella, ya se trate del mundo o de los sentidos[4].

Los contemporáneos de Descartes también hablaban de método, pero para ellos era lo mismo que hablar de lógica, y esto era referirse al Organon aristotélico. Como ellos, Descartes estaba convencido de que con las categorías y formas mentales es posible descifrar y entender el mundo, pero en su sistema claudica definitivamente Aristóteles y se impone el modelo matemático. De ahí su método para bien dirigir la mente, que él mismo resumió en las cuatro reglas siguientes:

  1. Evidencia. Por lo que se ha dicho más arriba, es la regla principal, que se opone a la conjetura. Significa que el entendimiento logra conocimientos por intuición, que es lo concebido por una mente pura y atenta y es tan fácil y distinto que no puede haber duda alguna sobre lo que se piensa. En este punto sólo actúa la luz natural de la razón, cuyas notas distintivas son la claridad y la distinción. El entendimiento sólo intuye y deduce.
  2. Análisis. Puesto que en una dificultad cualquiera suelen mezclarse lo verdadero y lo falso, sin que sea fácil a veces distinguir lo uno de lo otro, conviene eliminar las complicaciones superfluas de los problemas y dividirlos en problemas más simples para así entenderlos y resolverlos mejor.
  3. Síntesis. Es un procedimiento geométrico, o inspirado en la geometría: puesto que todo el saber tiene que estar intrínsecamente ordenado, debe ser posible hallar en él un orden deductivo. Si parece que no lo hay, se deben poner a prueba órdenes hipotéticos. En todo caso, se trata de ir pasando de átomos mentales, que son naturalezas simples y absolutas, a seres compuestos, que por eso mismo serán relativos.
  4. Enumeración. Proceder administrativo: revisiones imprescindibles para comprobar que el análisis y la síntesis se han efectuado correctamente.

En suma, éste es el método matemático. La demostración de su utilidad está en el hallazgo de la subjetividad racional del hombre, es decir, en el cogito ergo sum.

3. La duda metódica

Buscando realizar estos ideales, convencido del poder de la razón y poniendo en práctica su método, Descartes se entrega a la construcción de una metafísica que ha de servir de punto de partida para la organización del saber humano. Lo más urgente es hallar alguna intuición intelectual evidente. Después hay que desplegar desde ella razonamientos rigurosos. El conjunto de estas verdades, halladas por intuición y deducción, habrá de formar por sí solo una arquitectura mental tan sólida que nadie en su sano juicio será capaz de poner en duda.

¿Por dónde empezar? No por la información de los sentidos, por supuesto, pues no es evidente. Puesto que alguna vez nos han engañado, podrían estar haciéndolo siempre. Cierto es que no es suficiente motivo para desconfiar totalmente de ellos, pero, tratándose de buscar un enunciado de absoluta verdad, es aconsejable anticiparse a cualquier duda en todos aquellos sobre los que sea posible formularla y rechazarlos como si fueran rotundamente falsos. Todos los enunciados que transportan información sensible se encuentran en estas circunstancias.

Si se piensa despacio, esta exigencia conduce por fuerza a dudar de que existan objetos materiales, de los que tenemos noticia precisamente a través de los sentidos. Es sabido que tales objetos tienen que ser ante todo cuerpos geométricos extensos[5], debido a que es la única manera en que la mente puede pensarlos clara y distintamente. Pero de ahí no se sigue que tengan que existir. Que los ángulos de un triángulo equivalen a dos rectos es algo que la razón comprende con necesidad, pero eso no basta para que haya en el mundo un solo triángulo. Tampoco la imaginación o los sentidos pueden convencernos irrefutablemente de la existencia de las cosas. Es posible imaginar algunos objetos geométricos, pero no todos. Por ejemplo, no soy capaz de distinguir en la imaginación un quiliógono -polígono de mil lados- de un miriágono -polígono de diez mil-, pero sé perfectamente en qué consiste cada uno de ellos. También puedo sentir sonidos, sabores, colores, olores…, y que tengo cabeza, manos, pies, o que mi cuerpo está junto a otros. He notado en ocasiones placer, dolor, hambre, cólera… Atribuidas unas al interior y otras al exterior, siempre he creído que todas estas imágenes y sensaciones son enteramente ajenas a mi mente, independientes y reales. Las que llamo externas las he pensado como propias de los cuerpos, aunque siempre ha estado en mi poder no percibirlas incluso estando ellos presentes. He concluido además que se parecen a los cuerpos que supuestamente las causan, sin tener prueba terminante de ello y, por último, me he forjado la creencia en un universo externo y otro interno. Sin embargo, no he tenido yo muchos motivos para proceder así, pues ¿no me ha parecido a veces cuadrada una torre que yo sabía redonda? ¿No hay hombres que siguen sintiendo dolor en miembros que les han sido amputados? ¿En qué queda entonces la fiabilidad de las sensaciones y las imágenes? Éstas, como las deducciones de la razón, son facultades de la mente, no cualidades de los cuerpos reales.

Todavía se puede llevar este escepticismo más allá, pues, pudiendo tener cuando dormimos los mismos pensamientos que tenemos cuando estamos despiertos y no habiendo nada en ellos que nos indique si dormimos o velamos, podría ser cierto que todo lo que hemos pensado hasta ahora no pasara de ser un sueño al que nada corresponde realmente.

¿No habrán de valer al menos los enunciados de la matemática? ¿No había dicho Platón que son verdaderos incluso en el sueño o la locura? ¿No seguía el modelo matemático el método propuesto por el propio Descartes para conducir la mente con rigor? Parecería que la duda cartesiana yerra en este punto, pero no es así. El modelo matemático, dice, no es evidente, pues a veces se cometen errores y paralogismos en las más simples cuestiones de geometría. Y, cuando no los cometemos, sabemos que podríamos haberlos cometido. Incluso cuando no me engaño todavía puedo preguntarme: ¿quién me asegura de no poder ser engañado? Luego es necesario ir más allá de la matemática para encontrar seguridad.

Por último, podría suceder que un ser todopoderoso me estuviera engañando en todo cuanto pienso. Y si no un ser así, pues no debe atribuirse capacidad de mentir a Dios, que es perfecto, podría haber un genio maligno dotado de la fuerza suficiente para hacerme caer en error en todo lo que yo creo que es cierto, de donde resultaría que todo lo que siempre he tomado por verdadero, ya sean las proposiciones matemáticas, los pensamientos de la vigilia o la información de los sentidos sería absolutamente falso por depender de este genio maligno.

4. La estructura de la realidad: la teoría de las tres sustancias

a) Res cogitans

Pero hay algo contra lo que se estrella toda duda, por hiperbólica que sea: si soy engañado por los sentidos, por la confusión entre el sueño y la vigilia…, es porque pienso, y si pienso tengo que existir. Aun cuando un genio maligno me estuviera engañando sin cesar, de modo que yo anduviera errado en todo cuanto pensara, aun en ese caso sería absolutamente indudable que yo tengo que existir y pensar para poder estar en el error. En esto no cabe engaño posible: pienso, luego existo. Soy una cosa que piensa, res cogitans. Esto es cierto aunque esté soñando que me engaño. Es una relación necesaria entre dos cosas, mente y ser, que ninguna persona de mente cabal puede creer que es falsa. La proposición que la muestra –cogito, ergo sum– es superior a las de las matemáticas, pues incluso éstas se me presentan como ciertas, como mucho, mientras las pienso, pero, una vez que dejo de pensarlas, puedo razonablemente creer que me he equivocado, mas no puedo hacer otro tanto con respecto a ésta del cogito.

Esta es la primera verdad evidente, absolutamente indubitable, hallada por la mente pura y atenta sin ayuda externa, lo que es suficiente para convertirla en el primer principio de la filosofía que buscaba Descartes. Y no sólo eso, sino que además se tiene en ella el modelo perfecto de conocimiento: siempre que la mente clara y distinta conciba alguna relación que deba darse necesariamente entre dos cosas, como se da aquí entre el pensar y el ser, la proposición en que se muestre será también verdadera. Como también habrán de serlo todas aquellas que puedan deducirse de ella, pues, como sabemos, la deducción es una de las operaciones de la mente capaz de proporcionar certeza absoluta, siempre que parta de un principio evidente, que es, como en este caso, proporcionado por una intuición intelectual. En definitiva, el punto de partida de la filosofía es el yo, hallado en un acto racional, y con él se ha encontrado de paso un criterio infalible de certeza. Descartes estuvo tan satisfecho de su descubrimiento que, de no haber sido por su insistencia en la luz natural de la razón, habría parecido que lo recibió como una revelación divina, pues prometió una peregrinación en acción de gracias a la Virgen de Loreto.

b) Res infinita

Sé con toda certeza que soy algo que piensa. Pero lo sé solamente mientras estoy pensando, pues, cuando dejo de hacerlo, ya no estoy seguro, dice Descartes. No es posible aceptar más que esto, porque cualquier otra suposición iría contra la duda metódica formulada anteriormente: si Descartes ha  llegado a decir incluso que podría no tener cuerpo ni estar en lugar alguno, que eso no impediría concebirse como una cosa que piensa, ahora no le es posible volver atrás para salvar algo de aquel naufragio. Luego no debe contarse más que con el yo y sus ideas. Lo demás debe esperar hasta nueva orden. Ahora bien, esas ideas que habitan en la mente son de varias clases:

1.- Innatas, que son, como el cogito, ideas que proceden de la propia razón y que son pensadas por ésta sin ayuda externa.

2.- Adventicias, que me vienen por tener un cuerpo con sentidos e imaginación. Son los pensamientos de los cielos y la tierra, del calor y del frío, de la pena y la alegría… y de todas aquellas cosas en cuya existencia creo porque me lo indican los sentidos.

3.- Facticias, las que yo mismo fabrico por mi cuenta. Son, por ejemplo, los seres de la fantasía, como el Pegaso, el Minotauro y tantos otros que se componen por combinación de ideas más simples, generalmente adventicias.

Es un hecho cierto que se tienen esas ideas. Ya no lo es tanto que corresponden a cosas reales externas. Pero eso no conduce necesariamente al solipsismo, a creer que sólo es segura la existencia de la mente y sus pensamientos. Yo, dice Descartes, no soy perfecto, pues, siendo mejor estar cierto que dudar, estaría cierto de todo cuanto sé si lo fuera. ¿De dónde me ha venido esta idea de perfección? No desde luego de las ideas adventicias, de los pensamientos que hay en mí sobre el cielo, la tierra, la luz, el calor… y otras cosas del mismo orden, pues, no habiendo en ellos nada que los haga superiores a mí, pueden depender de mí. La perfección que haya en ellos obedecerá a la poca perfección que hay en mi naturaleza y su imperfección se habrá producido por los defectos que hay en mí. Lo mismo cabe decir con respecto a las ideas facticias e incluso las innatas. Todas éstas son ideas que se incluyen en cualquiera de las tres categorías y no exigen otra cosa que mi mente para entender su origen. Pero la idea de un ser más perfecto que yo no puede venir de mí, pues no puede admitirse que lo más perfecto procede algo que lo es menos. Luego no soy yo lo único que existe, sino que hay otro ser del que procede toda la perfección que hay en mí. Y este ser es perfecto. Él ha puesto esa idea en mí como innata.

Si así no fuera, si dependiera de mí toda la perfección que yo tengo, yo sería entonces infinito, eterno, omnisciente… Si estuviera en mi poder, yo tendría un conocimiento seguro en lugar de tener dudas. Por esto puedo enumerar algunas cualidades que han de pertenecer por fuerza al ser perfecto. Sé que es peor tener dudas, tristeza, inconstancia… que no tenerlas. Luego en dios no puede haber nada de eso. También sé que soy un compuesto de alma inteligente y cuerpo material, y que, puesto que toda composición denota dependencia, en Dios no hay tal composición, sino que es una sola naturaleza, que forzosamente es inteligente… Y debe tener existencia, porque en caso contrario le faltaría una cualidad y no sería perfecto, lo cual es contradictorio. Esto se fundamenta en la propiedad más esencial de la razón, que es captar la necesidad interna de las cosas y no poder resistirse a ella, siempre que la conciba clara y distintamente. Lo mismo que no se puede negar que la suma de los ángulos de un triángulo equivale a dos rectos una vez que se ha concebido clara y distintamente lo que es un triángulo, no es posible negar la existencia de Dios en cuanto se ha concebido clara y distintamente la naturaleza de un ser perfecto. Esto es tan cierto como cualquier demostración de geometría. Mejor dicho: toda verdad, incluso las de la geometría, se funda en Dios.

c) Res extensa

Estoy seguro de que mi espíritu es indivisible, pues, por más que lo intente, no soy capaz de distinguir partes en mí. Mi cuerpo, por el contrario, sí puede dividirse en partes. Es más no me es posible concebir cosa corporal alguna, por pequeña que sea, que no pueda descomponerse en partes más pequeñas aún. Y si no puedo concebirlo de otra manera es porque no puede ser de otra manera. Un cuerpo puede perder su color, su olor, su sabor, su peso incluso…, hasta el punto de carecer por completo de todas estas cualidades, pero no puede dejar de ser extenso. De ahí que sea divisible, pues no puede concebirse extensión alguna que no lo sea. Y no está dotado de actividad alguna, sea el pensamiento o cualquier otra, al contrario de lo que sucede con el espíritu. Éste puede pensar o no pensar. Puede, por así decirlo, alterar su estado sin ayuda externa. Pero los cuerpos no pueden por sí mismos alterar su estado de movimiento o de reposo, que son los dos únicos en que pueden hallarse. Gracias a esto todo conocimiento físico es medición.

Lo mismo que la definición de un triángulo no conduce sin más a la seguridad de su existencia, por lo que se hace necesario demostrar ésta por otra vía, la existencia de los cuerpos no se desprende del descubrimiento de su naturaleza. Por lo mismo, podría ser cierto que no hay materia. Dios podría haber puesto en mi mente las ideas de las cosas físicas sin que ellas existieran fuera de mí. Sin embargo, sé que esto es imposible, pues Dios, que es perfecto, no me engañará en ningún momento. Luego existe la materia y es como yo la he concebido[6].

5. Conclusiones

a) Triunfo del mecanicismo

Todo lo dicho por Descartes a propósito de la res extensa era una respuesta al profundo problema metafísico abierto desde la revolución copernicana. Se trataba de ver si el universo en su totalidad, con la Tierra dentro de él, tenia una estructura fundamentalmente geométrica, lo que es contrario a todo empirismo y se opone por ello frontalmente a Aristóteles, para quien la cantidad era una más de las diez categorías, y no ciertamente la más importante. Copérnico había continuado a su modo la tradición platónico-pitagórica penetrante en la baja Edad Media[7] inclinándose por una hipótesis matemática que, aparte de facilitar el cálculo más que la de Ptolomeo, respetaba el centro del sistema para su astro rey, el Sol. Descartes, pese a que debe ser sustraído de esa corriente por su extraordinaria originalidad filosófica, permaneció fiel a su influjo más profundo por aceptar y defender vigorosamente que todo conocimiento físico es medición. Guiado por esta convicción, confió en deducir la estructura global del universo copernicano solucionando los problemas más simples que pudiera plantearse respecto al movimiento de los cuerpos. De manera más consecuente aún que Galileo, siguió este proceder hasta formular por primera vez explícitamente el principio de inercia y aplicarlo sin excepción a todos los cuerpos. Galileo había tenido vacilaciones: según creía, el movimiento circular de los planetas es natural. Descartes fue fiel al método que se había propuesto[8], que insistía en llegar por análisis hasta los últimos átomos mentales que cupiera a la mente plantearse para componer con ellos un edificio mental dotado del más rígido carácter deductivo. Tales problemas simples fueron:

  1. ¿Qué movimiento cabe atribuir a un corpúsculo aislado en el vacío?
  2. ¿Qué alteración podría sufrir, si es que sufriría alguna, dicho movimiento como consecuencia de una colisión con una segunda partícula?

Esta forma de pensar la física es propia de Demócrito. Sin ella Descartes no habría podido dar su respuesta a la primera pregunta: un corpúsculo que se halle en reposo en el vacío atomista seguirá en reposo eternamente, y, si se halla en movimiento, continuará siguiendo el movimiento más sencillo de todos, el rectilíneo, pues en un espacio indefinido no hay centro alrededor del cual girar. Su velocidad será constante, porque, no tendiendo un cuerpo hacia nada y estando privado por sí mismo de toda otra cualidad que no sea la extensión, no podría alterar su cantidad de movimiento. Ésta es la ley de inercia. Su razón definitiva es la inmutabilidad de Dios, que puso en movimiento la ingente maquinaria del universo, careciendo éste en consecuencia de poder de transformación. De ahí además la ley de la conservación de la cantidad del movimiento. Luego los indudables cambios de velocidad y dirección que suceden en la naturaleza tienen que obedecer a impulsos y tensiones de otros cuerpos. Es la cuestión que plantea la segunda pregunta, en cuya solución no fue tan afortunado, pues al querer contestarla trasladando las intuiciones anteriores a la descripción efectiva del universo copernicano introdujo el plenum y la teoría de los vórtices, lo que solamente sirvió para enmascarar las bases atomistas de su filosofía con detalles que son erróneos en su mayor parte, razón por la cual no se ha percibido a veces que su concepción general del universo como una gran máquina corpuscular regida por leyes poco numerosas y sencillas nunca se puso en tela de juicio[9].

Era una concepción metafísica del universo material tan perfectamente ordenada y entrelazada como las matemáticas. No otro era el ideal al que había apuntado la ciencia moderna desde su nacimiento. Había sido además conscientemente elevado por Descartes a la dignidad de ideal de todo conocimiento, como hemos tenido ocasión de ver. Y triunfó sin resistencia alguna, pese al empirismo arrollador de Newton y a la derrota de la física de Descartes frente a la de éste. Descartes destruyó los obstáculos que impedían imaginar la naturaleza como un mecanismo tan perfecto y unificado que una sola mente pudiera llevar a cabo la inmensa tarea de captar la totalidad del sistema[10]. Él mismo se sintió animado de este empeño, por cuyo ímpetu aspiró a llevar a cabo él solo toda la revolución científica. Para la consecución de ese objetivo partió de la materia, previamente reducida a extensión, y del movimiento. Desnuda de todas las cualidades atribuidas por el aristotelismo, excepto la más simple de todas, el desplazamiento local, se prestaba maravillosamente al matematicismo. El movimiento se hacía depender de Dios, que es inmutable y lo había impreso de una vez por todas en ella, sin que nada ni nadie tuviera capacidad de alterarlo. Así hacía depender la física de la metafísica. Pero esta dependencia no era en sus manos un recurso al espiritualismo anterior, sino la necesidad de una verdad racional que sirviera de fundamento al sistema. La experimentación habría producido verdades contingentes, sobre las que no es posible levantar nada firme. Por el contrario, una verdad necesaria, como ésta de la conservación de la cantidad de movimiento, respaldada por la invariabilidad divina, permitía razonar por deducción hasta abarcar el vasto dominio de los cielos y el juego general de los elementos. En esto se cifraba la utilidad de la metafísica. Así se reducía de paso el experimento a un papel subsidiario, subordinado, el de mostrar los pormenores de la materia cuando el razonamiento a priori hubiera concluido que las posibilidades de combinación son varias y no una sola[11].

b) El dualismo

Ahora bien, la construcción de una física general capaz de incluir dentro de sí el universo copernicano por deducción a partir de unos cuantos átomos mentales llevó consigo el rechazo de cosas que los hombres juzgan importantes. Una cosmología aceptada como la única posible por la razón matemática, dispuesta a todo trance a mantenerse fiel al principio de que en este terreno todo conocimiento es medición, hubo de excluir de sí las emociones, deseos, aversiones, inclinaciones, libertad, actividad, sabores, sonidos…, cosas todas que, a los ojos del hombre natural, dan color y sabor a la vida y a la naturaleza. Todos estos sentimientos y sensaciones se definieron como cualidades secundarias, pero la ciencia las despreció, dedicándose al estudio de las primarias. La condición de posibilidad de la ciencia misma residió en esta división de las cualidades y en el consiguiente rechazo de las secundarias. Había que evitar a toda costa que lo que el hombre se siente ser en su experiencia directa sirviera de medida de todas las cosas, según decía el viejo aforismo de Protágoras. Había que evitar, inversamente, que el mundo material sirviera de patrón del alma. Ello requería esa distinción tajante entre lo subjetivo y lo objetivo, que, a modo de muralla insuperable, librara a la materia de sentimientos y teleologismos y al alma del mecanicismo materialista. La ciencia fue hija del dualismo. De ahí que lo respetara, aunque posteriormente preparó el terreno para su destrucción. Por la nítida distinción introducida entre la res cogitans y la res extensa, la filosofía de Descartes es una magnífica expresión de este dualismo, que ya se venía anunciando desde el Renacimiento.

Hay algo, empero, en lo que Descartes no fue fiel al espíritu científico, o al menos a lo que vendría a ser posteriormente el espíritu científico. El aceptar que es evidente, más aún que los principios en que se apoya la matemática, una verdad racional intuitiva, la del cogito, significó más bien un paso atrás, pues se vio en la necesidad de adoptar un sujeto personal repleto de cualidades inextensas pero inexplicablemente producidas por la res extensa. ¿Cómo podría una causa producir aquello que no posee?, y, lo que es más grave todavía, ¿cómo pueden aplicarse a un universo extenso los conceptos emanados de un alma inextensa? Es conocido el recurso de Descartes a un Dios que, para mayor falta de coherencia, no es la Causa Eficiente, el Dios relojero que construyó y puso en movimiento el gran reloj del universo, sino la Divinidad medieval que creó el mundo de modo que fuera adaptable a los conceptos de la mente. El Dios de la res cogitans, que asegura la fiabilidad de sus ideas, no es el Dios de la res extensa, que asegura la conservación de la cantidad de movimiento. En gran medida era la restauración del teleologismo clásico en el ámbito del sujeto. El dualismo cartesiano adolecía por ello de una grave incongruencia: por una parte contribuyó a imponer a la perspectiva científica su visión mecanicista, y por otra concedió una enorme importancia en el sistema de su filosofía a la libertad y actividad de la mente.

c) Bifurcación de la ciencia y la filosofía

La filosofía continuó la senda de la res cogitans y la ciencia la de la res extensa. Esta última abandonó definitivamente el teleologismo aristotélico. Pero, para mayor complejidad de toda esta historia, ese abandono se había producido antes, de manera más decidida y más consciente, en la filosofía, como prueba el sistema de Spinoza (1632-1677). Fue el espíritu científico cartesiano, que sobrevivió al naufragio de la física de su autor. La física de Newton lo continuó. Es cierto que ésta adolecía de un excesivo empirismo, pero los sucesores de Newton encontraron fácil atemperarlo y, apoyándose en las sugerencias del maestro acerca de la extensión y la vis inertiae como las más esenciales cualidades de los cuerpos, se dieron al estudio de un mundo hecho de masas trasladándose según variables espacio-temporales, lo que posibilitaba la tarea de formular leyes matemáticas a su respecto.

En principio este hecho fue solamente epistemológico. Pero, por reducir los movimientos de la materia a exactas leyes numéricas, se dio el paso de pensar que los cuerpos son masas a pensar que los cuerpos no son nada más que masas, pudiéndose explicar todo lo demás por factores externos a los cuerpos mismos. En otras palabras, las cualidades no mensurables se hicieron irreales y se llegó a atribuir realidad absoluta a las mensurables, lo que era indudablemente una opción metafísica. Así se utilizaba la metafísica como un instrumento para la matematización del mundo. El rígido mecanicismo de la ciencia del XIX fue una consecuencia necesaria de estos factores[12].

Ahora comprendemos cuán lejos están de este espíritu el pan-psiquismo y la magia del Renacimiento. No es extraño que se resucitase el antiguo atomismo de Demócrito, quien ya había hecho lo posible por expurgar de la materia todo lo que hay de misterioso e ininteligible en las ideas de alma y vida, y había reducido el crecimiento, el movimiento interno de las cosas, a la suma y resta de los átomos corpóreos. Esto parece inclinar la balanza definitivamente por quienes interpretan el Renacimiento no sólo como una pausa del pensamiento teórico, sino como un obstáculo para su desarrollo.

6. Texto para comentario (del Discurso del Método. II, IV, trad. G. Quintás Alonso, Ed. Alfaguara. Madrid. 1981)

SEGUNDA PARTE

            Me encontraba entonces en Alemania, país al que había sido atraido por el deseo de conocer unas guerras que aún no habían finalizado. Cuando retornaba a la armada después de haber presenciado la coronación del emperador, el inicio del invierno me obligó a detenerme en un cuartel en el que, no encontrando conversación alguna que distrajera mi atención y, por otra parte, no teniendo afortunadamente preocupaciones o pasiones que me inquietasen, permanecía durante todo el día en una cálida habitación donde disfrutaba analizando mis reflexiones. Una de las primeras fue la que me hacía percatarme de que frecuentemente no existe tanta perfección en obras compuestas de muchos elementos y realizadas por diversos maestros como existe en aquellas que han sido ejecutadas por uno solo. Así, es fácil comprobar que los edificios emprendidos y construidos bajo la dirección de un mismo arquitecto son generalmente más bellos y están mejor dispuestos que aquellos otros que han sido reformados bajo la dirección de varios, sirviéndose para ellos de viejos cimientos que habían sido levantados para otros fines. Así sucede con esas viejas ciudades que, no habiendo sido en sus inicios sino pequeños burgos, han llegado a ser con el tiempo grandes ciudades. Estas generalmente están muy mal trazadas si las comparamos con esas otras ciudades que un ingeniero ha diseñado según le dictó su fantasía sobre una llanura. Pues si bien considerando cada uno de los edificios aisladamente se encuentra tanta belleza artística o aún más que en las ciudades trazadas por un ingeniero, sin embargo, al comprobar cómo sus edificios están emplazados, uno pequeño junto a uno grande, y cómo sus calles son desiguales y curvas, podría afirmarse que ha sido la causalidad y no el deseo de unos hombres regidos por una razón la que ha dirigido el trazado de tales planos. Y si se considera que siempre han existido oficiales encargados del cuidado de los edificios particulares, con el fin de que contribuyan al ornato público, fácilmente se comprenderá cuán difícil es, trabajando sobre otras realizadas por otros hombres, analizar algo perfecto. De igual modo, me imaginaba que los pueblos que a partir de un estado semisalvaje han evolucionado paulaunamente hacia estados más civilizados, elaborando sus leyes en la medida en que se han visto obligados por los crímenes y disputas que entre ellos surgían, no están políticamente tan organizados como aquellos que desde el momento en que se han reunido han observado la constitución realizada por un prudente legislador. Es igualmente cierto que el gobierno de la verdadera religión, cuyas leyes han sido dadas únicamente por Dios, está incomparablemente mejor regulado que cualquier otro. Pero, hablando solamente de los asuntos humanos, pienso que si Esparta fue en otro tiempo muy floreciente no se debió a la bondad de cada una de sus leyes, pues muchas eran verdaderamente extrañas y hasta contrarias a las buenas costumbres, sino a que fueron elaboradas por un solo hombre, estando ordenadas a un mismo fin. De igual modo, juzgaba que las ciencias expuestas en los libros, al menos aquellas cuyas razones solamente son probables y que carecen de demostraciones, habiendo sido compuestas y progresivamente engrosadas con las opiniones de muchas y diversas personas, no están tan cerca de la verdad como los simples razonamientos que un hombre de buen sentido puede naturalmente realizar en relación con aquellas cosas que se presentan. Y también pensaba que es casi imposible que nuestros juicios puedan estar tan carentes de prejuicios o que puedan ser tan sólidos como lo hubieran sido si desde nuestro nacimiento hubiésemos estado en posesión del uso completo de nuestra razón y nos hubiéramos guiado exclusivamente por ella, pues como todos hemos sido niños antes de llegar a ser hombres, ha sido preciso que fuéramos gobernados durante años por nuestros apetitos y preceptores, cuando con frecuencia los unos eran contrarios a los otros y, probablemente, ni los unos ni los otros nos aconsejaban lo mejor.

            Verdad es que jamás vemos que se derriben todas las casas de una villa con el único propósito de reconstruirlas de modo distinto y de contribuir a un mayor embellecimiento de sus calles; pero si se conoce que muchas personas ordenan el derribo de sus casas para edificarlas de nuevo y también se sabe que en algunas ocasiones se ven obligadas a ello cuando sus viviendas amenazan ruina y cuando sus cimientos no son firmes. Por semejanza con esto me persuadía de que no sería razonable que alguien proyectase reformar un Estado, modificando todo desde sus cimientos, y abatiéndolo para reordenarlo; sucede lo mismo con el conjunto de las ciencias o con el orden establecido en las escuelas para enseñarlas. Pero en relación con todas aquellas opiniones que hasta entonces habían sido creídas por mí, juzgaba que no podía intentar algo mejor que emprender con sinceridad la supresión de las mismas, bien para pasar a creer otras mejores o bien las mismas, pero después de que hubiesen sido ajustadas mediante el nivel de la razón. Llegué a creer con firmeza que de esta forma acertaría a dirigir mi vida mucho mejor que si me limitase a edificar sobre antiguos cimientos y me apoyase solamente en aquellos principios de los que me había dejado persuadir durante mi juventud sin haber llegado a examinar si eran verdaderos. Aunque me percatase de la existencia de diversas dificultades relacionadas con este proyecto, pensaba, sin embargo, que no eran insolubles ni comparables con aquellas que surgen al intentar la reforma de pequeños asuntos públicos. Estos grandes cuerpos políticos difícilmente pueden ser erigidos de nuevo cuando ya han caído, muy difícilmente pueden ser contenidos cuando han llegado a agrietarse y sus caídas son necesariamente muy violentas. Además, en relación con sus imperfecciones, si las tienen, como la sola diversidad que entre ellos existe es suficiente para asegurar que bastantes la tienen, han sido sin duda alguna muy mitigadas por el uso; es más, por tal medio se han evitado o corregido de modo gradual muchas a las que no se atendería de forma tan adecuada mediante la prudencia humana. Finalmente, estas imperfecciones son casi siempre más soportables para un pueblo habituado a ellas de lo que sería su cambio; acontece con esto lo mismo que con los caminos reales: serpentean entre las montañas y poco a poco llegan a estar tan lisos y a ser tan cómodos a fuerza de ser utilizados que es mucho mejor transitar por ellos que intentar seguir el camino más recto, escalando rocas y descendiendo hasta los precipicios.

            Por ello no aprobaría en forma alguna esos caracteres ligeros e inquietos que no cesan de idear constantemente alguna nueva reforma cuando no han sido llamados a la administración de los asuntos públicos no por su nacimiento ni por su posición social. Y si llegara a pensar que hubo la menor razón en este escrito por la que se me pudo suponer partidario de esta locura, estaría muy enojado porque hubiese sido publicado. Mi deseo nunca ha ido más lejos del intento de reformar mis propias opiniones y de construir sobre un cimiento enteramente personal. Y si mi trabajo me ha llegado a complacer bastante, al ofrecer aquí el ejemplo del mismo, no pretendo aconsejar a nadie que lo imite. Aquellos a los que Dios ha distinguido con sus dones podrán tener proyectos más elevados, pero me temo, no obstante, que éste resulte demasiado osado para muchos. La resolución de liberarse de todas las opiniones anteriormente integradas dentro de nuestra creencia, no es una labor que deba ser acometida por cada hombre. Por el contrario, el mundo parece estar compuesto principalmente de dos tipos de personas para las cuales tal propósito no es adecuado en modo alguno. Por una parte, aquellos que estimándose más capacitados de lo que en realidad son, no pueden impedir la precipitación en sus juicios ni logran concederse el tiempo necesario para conducir ordenadamente sus pensamientos. Como consecuencia de tal defecto, si en una ocasión se toman la libertad de dudar de los principios que han recibido, apartándose de la senda común, jamás llegarán a encontrar el sendero necesario para avanzar más recto, permaneciendo en el error durante toda su vida. Por otra parte están aquellos que, teniendo la suficiente razón o modestia para apreciar que son menos capaces para distinguir lo verdadero de lo falso que otros hombres por los que pueden ser instruidos, deben más bien contentarse con seguir las opiniones de estos que intentar alcanzar por sí mismos otras mejores.

            Sin duda alguna habría sido uno de estos últimos si no hubiera conocido más que un solo maestro o no hubiera tenido noticia de las diferencias que siempre han existido entre las opiniones de los más doctos. Pero habiendo conocido desde el colegio que no podría imaginarse algo tan extraño y poco comprensible que no haya sido dicho por alguno de los filósofos; habiendo tenido noticia por mis viajes de que todos aquellos cuyos sentimientos son muy contrarios a los nuestros, no por ello deben ser juzgados como bárbaros o salvajes, sino que muchos de entre ellos usan la razón tan adecuadamente o mejor que nosotros; habiendo reflexionado sobre cuán diferente llegaría a ser un hombre que con su mismo ingenio fuese criado desde su infancia entre franceses o alemanes en vez de haberlo sido entre chinos o caníbales, y sobre todo cómo hasta en las modas de nuestros trajes observamos que lo que nos ha gustado hace diez años y acaso vuelva a producirnos agrado dentro de otros diez, puede, sin embargo, parecernos ridículo y extravagante en el momento presente, de modo que más parece que son la costumbre y el ejemplo los que nos persuaden y no conocimiento alguno cierto; habiendo considerado finalmente que la pluralidad de votos no vale en absoluto para decidir sobre la verdad de cuestiones controvertibles, pues más verosímil es que solo un hombre las descubra que todo un pueblo, no podía escoger persona alguna cuyas opiniones me pareciesen que debían ser preferidas a las de otra y me encontraba por todo ello obligado a emprender por mi mismo la tarea de conducirme.

            Pero al igual que un hombre que camina solo y en la oscuridad, tomé la resolución de avanzar tan lentamente y de usar tal circunspección en todas las cosas que aunque avanzase muy poco, al menos me cuidaría al máximo de caer. Por otra parte,  no quise comenzar a rechazar por completo algunas de las opiniones que hubiesen podido deslizarse durante otra etapa de mi vida en mis creencias sin haber sido asimiladas en la virtud de la razón, hasta que no hubiese empleado el tiempo suficiente para completar el proyecto emprendido e indagar el verdadero método con el fin de conseguir el conocimiento de todas las cosas de las que mi espíritu fuera capaz.

            Había estudiado un poco, siendo más joven, la lógica de entre las partes de la filosofía; de las matemáticas el análisis de los geómetras y el álgebra. Tres artes o ciencias que debían contribuir en algo a mi propósito. Pero habiéndolas examinado, me percaté que en relación con la lógica, sus silogismos y la mayor parte de sus reglas sirven más para explicar a otro cuestiones ya conocidas o, también, como sucede con el arte de Lulio, para hablar sin juicio de aquellas que se ignoran que para llegar a conocerlas. Y si bien la lógica contiene muchos preceptos verdaderos y muy adecuados, hay, sin embargo, mezclados con estos otros muchos que o bien son perjudiciales o bien superfluos, de modo que es tan difícil separarlos como sacar una Diana o una Minerva de un bloque de mármol aún no trabajado. Igualmente, en relación con el análisis de los antiguos o el álgebra de los modernos, además de que no se refieren sino a muy abstractas materias que parecen carecer de todo uso, el primero está tan circunscrito a la consideración de las figuras que no permite ejercer el entendimiento sin fatigar excesivamente la imaginación. La segunda está tan sometida a ciertas reglas y cifras que se ha convertido en un arte confuso y oscuro capaz de distorsionar el ingenio en vez de ser una ciencia que favorezca su desarrollo. Todo esto fue la causa por la que pensaba que era preciso indagar otro método que, asimilando las ventajas de estos tres, estuviera exento de sus defectos. Y como la multiplicidad de leyes frecuentemente sirve para los vicios de tal forma que un Estado está mejor regido cuando no existen más que unas pocas leyes que son minuciosamente observadas, de la misma forma, en lugar del gran número de preceptos del cual está compuesta la lógica, estimé que tendría suficiente con los cuatro siguientes con tal de que tomase la firme y constante resolución de no incumplir ni una sola vez su observancia.

            El primero consistía en no admitir cosa alguna como verdadera si no se la había conocido evidentemente como tal. Es decir, con todo cuidado debía evitar la precipitación y la prevención, admitiendo exclusivamente en mis juicios aquello que se presentara tan clara y distintamente a mi espíritu que no tuviera motivo alguno para ponerlo en duda.

            El segundo exigía que dividiese cada una de las dificultades a examinar en tantas parcelas como fuera posible y necesario para resolverlas más fácilmente.

            El tercero requería conducir por orden mis reflexiones comenzando por los objetos más simples y más fácilmente cognoscibles, para ascender poco a poco, gradualmente, hasta el conocimiento de los más complejos, suponiendo inclusive un orden entre aquellos que no se preceden naturalmente los unos a los otros.

            Según el último de estos preceptos debería realizar recuentos tan completos y revisiones tan amplias que pudiese estar seguro de no omitir nada.

            Las largas cadenas de razones simples y fáciles, por medio de las cuales generalmente los geómetras llegan a alcanzar las demostraciones más difíciles, me habían proporcionado la ocasión de imaginar que todas las cosas que pueden ser objeto del conocimiento de los hombres se entrelazan de igual forma y que, absteniéndose de admitir como verdadera alguna que no lo sea y guardando siempre el orden necesario para deducir unas de otras, no puede haber algunas tan alejadas de nuestro conocimiento que no podamos, finalmente, conocer ni tan ocultas que no podamos llegar a descubrir. No supuso para mi una gran dificultad el decidir por cuales era necesario iniciar el estudio: previamente sabía que debía ser por las más simples y las más fácilmente cognoscibles. Y considerando que entre todos aquellos que han intentado buscar la verdad en el campo de las ciencias, solamente los matemáticos han establecido algunas demostraciones, es decir, algunas razones ciertas y evidentes, no dudaba que debía comenzar por las mismas que ellos habían examinado. No esperaba alcanzar alguna unidad si exceptuamos el que habituarían mi ingenio a considerar atentamente la verdad y a no contentarse con falsas razones. Pero, por ello, no llegué a tener el deseo de conocer todas las ciencias particulares que comúnmente se conocen como matemáticas, pues viendo que aunque sus objetos son diferentes, sin embargo, no dejan de tener en común el que no consideran otra cosa, sino las diversas relaciones y posibles proporciones que entre los mismos se dan, pensaba que poseían un mayor interés que examinase solamente las proporciones en general y en relación con aquellos sujetos que servirían para hacer más cómodo el conocimiento. Es más, sin vincularlas en forma alguna a ellos para poder aplicarlas tanto mejor a todos aquellos que conviniera. Posteriormente, habiendo advertido que para analizar tales proporciones tendría necesidad en alguna ocasión de considerar a cada una en particular y en otras ocasiones solamente  debería retener o comprender varias conjuntamente en mi memoria, opinaba que para mejor analizarlas en particular, debía suponer que se daban entre líneas puesto que no encontraba nada más simple ni que pudiera representar con mayor distinción ante mi imaginación y sentidos; pero para retener o considerar varias conjuntamente, era preciso que las diera a conocer mediante algunas cifras, lo más breves que fuera posible. Por este medio recogería lo mejor que se da en el análisis geométrico y en el álgebra, corrigiendo, a la vez, los defectos de una mediante los procedimientos de la otra.

            Y como, en efecto, la exacta observancia de estos escasos preceptos que había escogido, me proporcionó tal facilidad para resolver todas las cuestiones, tratadas por estas dos ciencias, que en dos o tres meses que empleé en su examen, habiendo comenzado por las más simples y más generales, siendo, a la vez, cada verdad que encontraba una regla útil con vistas a alcanzar otras verdades, no solamente llegué a concluir el análisis de cuestiones que en otra ocasión había juzgado de gran dificultad, sino que también me pareció, cuando concluía este trabajo, que podía determinar en tales cuestiones en qué medios y hasta dónde era posible alcanzar soluciones de lo que ignoraba. En lo cual no pareceré ser excesivamente vanidoso si se considera que no habiendo más que un conocimiento verdadero de cada cosa, aquel que lo posee conoce cuanto se puede saber. Así un niño instruido en aritmética, habiendo realizado una suma según las reglas pertinentes puede estar seguro de haber alcanzado todo aquello de que es capaz el ingenio humano en lo relacionado con la suma que él examina. Pues el método que nos enseña a seguir el verdadero orden y a enumerar verdaderamente todas las circunstancias de lo que se investiga, contiene todo lo que confiere certeza a las reglas de la Aritmética.

            Pero lo que me producía más agrado de este método era que siguiéndolo estaba seguro de utilizar en todo mi razón, si no de un modo absolutamente perfecto, al menos de la mejor forma que me fue posible. Por otra parte, me daba cuenta de que la práctica del mismo habituaba progresivamente mi ingenio a concebir de forma más clara y distinta sus objetos y puesto que no lo había limitado a materia alguna en particular, me prometía aplicarlo con igual utilidad a dificultades propias de otras ciencias al igual que lo había realizado con las del Algebra. Con esto no quiero decir que pretendiese examinar todas aquellas dificultades que se presentasen en un primer momento, pues esto hubiera sido contrario al orden que el método prescribe. Pero habiéndome prevenido de que sus principios deberían estar tomados de la filosofía, en la cual no encontraba alguno cierto, pensaba que era necesario ante todo que tratase de establecerlos. Y puesto que era lo más importante en el mundo y se trataba de un tema en el que la precipitación y la prevención eran los defectos que más se debían temer, juzgué que no debía intentar tal tarea hasta que no tuviese una madurez superior a la que se posee a los veintitrés años, que era mi edad, y hasta que no hubiese empleado con anterioridad mucho tiempo en prepararme, tanto desarraigando de mi espíritu todas las malas opiniones y realizando un acopio de experiencias que deberían constituir la materia de mis razonamientos, como ejercitándome siempre en el método que me había prescrito con el fin de afianzarme en su uso cada vez más.

CUARTA PARTE

            No sé si debo entreteneros con las primeras meditaciones allí realizadas, pues son tan metafísicas y tan poco comunes, que no serán del gusto de todos. Y sin embargo, con el fin de que se pueda opinar sobre la solidez de los fundamentos que he establecido, me encuentro en cierto modo obligado a referirme a ellas. Hacía tiempo que había advertido que, en relación con las costumbres, es necesario en algunas ocasiones opiniones muy inciertas tal como si fuesen indudables, según he advertido anteriormente. Pero puesto que deseaba entregarme solamente a la búsqueda de la verdad, opinaba que era preciso que hiciese todo lo contrario y que rechazase como absolutamente falso todo aquello en lo que pudiera imaginar la menor duda, con el fin de comprobar si, después de hacer esto, no quedaría algo en mi creencia que fuese enteramente indudable. Así pues, considerando que nuestros sentidos en algunas ocasiones nos inducen a error, decidí suponer que no existía cosa alguna que fuese tal como nos la hacen imaginar. Y puesto que existen hombres que se equivocan al razonar en cuestiones relacionadas con las más sencillas materias de la geometría y que incurren en paralogismos, juzgando que yo, como cualquier otro estaba sujeto a error, rechazaba como falsas todas las razones que hasta entonces había admitido como demostraciones. Y, finalmente, considerado que hasta los pensamientos que tenemos cuando estamos despiertos pueden asaltarnos cuando dormimos, sin que ninguno en tal estado sea verdadero, me resolví a fingir que todas las cosas que hasta entonces habían alcanzado mi espíritu no eran más verdaderas que las ilusiones de mis sueños. Pero, inmediatamente después, advertí que, mientras deseaba pensar de este modo que todo era falso, era absolutamente necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa. Y dándome cuenta de que esta verdad: pienso, luego soy, era tan firme y tan segura que todas las extravagantes suposiciones de los escépticos no eran capaces de hacerla tambalear, juzgué que podía admitirla sin escrúpulo como el primer principio de la filosofía que yo indagaba.

            Posteriormente, examinando con atención lo que yo era, y viendo que podía fingir que carecía de cuerpo, así como que no había mundo o lugar alguno en el que me encontrase, pero que, por ello, no podía fingir que yo no era, sino que por el contrario, sólo a partir de que pensaba dudar acerca de la verdad de otras cosas, se seguía muy evidente y ciertamente que yo era, mientras que, con sólo que hubiese cesado de pensar, aunque el resto de lo que había imaginado hubiese sido verdadero, no tenía razón alguna para creer que yo hubiese sido, llegué a conocer a partir de todo ello que era una sustancia cuya esencia o naturaleza no reside sino en pensar y que tal sustancia, para existir, no tiene necesidad de lugar alguno ni depende de cosa alguna material. De suerte que este yo, es decir, el alma, en virtud de la cual yo soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo, más fácil de conocer que éste y, aunque el cuerpo no fuese, no dejaría de ser todo lo que es.

            Analizadas estas cuestiones, reflexionaba en general sobre todo lo que se requiere para afirmar que una proposición es verdadera y cierta, pues, dado que acababa de identificar una que cumplía tal condición, pensaba que también debía conocer en qué consiste esta certeza. Y habiéndome percatado que nada hay en pienso, luego soy que me asegure que digo la verdad, a no ser que yo veo muy claramente que para pensar es necesario ser, juzgaba que podía admitir como regla general que las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas; no obstante, hay solamente cierta dificultad en identificar correctamente cuáles son aquellas que concebimos distintamente.

            A continuación, reflexionando sobre que yo dudaba y que, en consecuencia, mi ser no era omniperfecto pues claramente comprendía que era una perfección mayor el conocer que el dudar, comencé a indagar de dónde había aprendido a pensar en alguna cosa más perfecta de lo que yo era; conocí con evidencia que debía ser en virtud de alguna naturaleza que realmente fuese más perfecta. En relación con los pensamientos que poseía de seres que existen fuera de mi, tales como el cielo, la tierra, la luz, el calor y otros mil, no encontraba dificultad alguna en conocer de dónde provenían pues no constatando nada en tales pensamientos que me pareciera hacerlos superiores a mi, podía estimar que si eran verdaderos, fueran dependientes de mi naturaleza, en tanto que posee alguna perfección; si no lo eran, que procedían de la nada, es decir, que los tenía porque había defecto en mi. Pero no podía opinar lo mismo acerca de la idea de un ser más perfecto que el mío, pues que procediese de la nada era algo manifiestamente imposible y puesto que no hay una repugnancia menor en que lo más perfecto sea una consecuencia y esté en dependencia de lo menos perfecto, que la existencia en que algo proceda de la nada, concluí que tal idea no podía provenir de mí mismo. De forma que únicamente restaba la alternativa de que hubiese sido inducida en mí por una naturaleza que realmente fuese más perfecta de lo que era la mía y, también, que tuviese en sí todas las perfecciones de las cuales yo podía tener alguna idea, es decir, para explicarlo con una palabra que fuese Dios. A esto añadía que, puesto que conocía algunas perfecciones que en absoluto poseía, no era el único ser que existía (permitirme que use con libertad los términos de la escuela), sino que era necesariamente preciso que existiese otro ser más perfecto del cual dependiese y del que yo hubiese adquirido todo lo que tenía. Pues si hubiese existido solo y con independencia de todo otro ser, de suerte que hubiese tenido por mi mismo todo lo poco que participaba del ser perfecto, hubiese podido, por la misma razón, tener por mi mismo cuanto sabía que me faltaba y,  de esta forma, ser infinito, eterno, inmutable, omnisciente, todopoderoso y, en fin, poseer todas las perfecciones que podía comprender que se daban en Dios. Pues siguiendo los razonamientos que acabo de realizar, para conocer la naturaleza de Dios en la medida en que es posible a la mía, solamente debía considerar todas aquellas cosas de las que encontraba en mí alguna idea y si poseerlas o no suponía perfección; estaba seguro de que ninguna de aquellas ideas que indican imperfección estaban en él, pero sí todas las otras. De este modo me percataba de que la duda, la inconstancia, la tristeza y cosas semejantes no pueden estar en Dios, puesto que a mi mismo me hubiese complacido en alto grado el verme libre de ellas. Además de esto, tenía idea de varias cosas sensibles y corporales; pues, aunque supusiese que soñaba y que todo lo que veía o imaginaba era falso, sin embargo, no podía negar que esas ideas estuvieran verdaderamente en mi pensamiento. Pero puesto que había conocido en mí muy claramente que la naturaleza inteligente es distinta de la corporal, considerando que toda composición indica dependencia y que ésta es manifiestamente un defecto, juzgaba por ello que no podía ser una perfección de Dios al estar compuesto de estas dos naturalezas y que, por consiguiente, no lo estaba; por el contrario, pensaba que si existían cuerpos en el mundo o bien algunas inteligencias u otras naturalezas que no fueran totalmente perfectas, su ser debía depender de su poder de forma tal que tales naturalezas no podrían subsistir sin él ni un solo momento.

            Posteriormente quise indagar otras verdades y habiéndome propuesto el objeto de los geómetras, que concebía como un cuerpo continuo o un espacio indefinidamente extenso en longitud, anchura y altura o profundidad, divisible en diversas partes, que podían poner diversas figuras y magnitudes, así como ser movidas y trasladadas en todas las direcciones, pues los geómetras suponen esto en su objeto, repasé algunas de las demostraciones más simples. Y habiendo advertido que esta gran certeza que todo el mundo les atribuye, no está fundada sino que se las concibe con evidencia, siguiendo la regla que anteriormente he expuesto, advertí que nada había en ellas que me asegurase de la existencia de su objeto. Así, por ejemplo, estimaba correcto que, suponiendo un triángulo, entonces era preciso que sus tres ángulos fuesen iguales a dos rectos; pero tal razonamiento no me aseguraba que existiese triángulo alguno en el mundo. Por el contrario, examinando de nuevo la idea que tenía de un Ser Perfecto, encontraba que la existencia estaba comprendida en la misma de igual forma que en la del triángulo está comprendida la de que sus tres ángulos sean iguales a dos rectos o en la de una esfera que todas sus partes equidisten del centro e incluso con mayor evidencia. Y, en consecuencia, es por lo menos tan cierto que Dios, el Ser Perfecto, es o existe como lo pueda ser cualquier demostración de la geometría.

            Pero lo que motiva que existan muchas personas persuadidas de que hay una gran dificultad en conocerle y, también, en conocer la naturaleza de su alma, es el que jamás elevan su pensamiento sobre las cosas sensibles y que están hasta tal punto habituados a no considerar cuestión alguna que no sean capaces de imaginar (como de pensar propiamente relacionado con las cosas materiales), que todo aquello que no es imaginable, les parece ininteligible. Lo cual es bastante manifiesto en la máxima que los mismos filósofos defienden como verdadera en las escuelas, según la cual nada hay en el entendimiento que previamente no haya impresionado los sentidos. En efecto, las ideas de Dios y el alma nunca han impresionado los sentidos y me parece que los que desean emplear su imaginación para comprenderlas, hacen lo mismo que si quisieran servirse de sus ojos para oír los sonidos o sentir los olores. Existe aún otra diferencia: que el sentido de la vista no nos asegura menos de la verdad de sus objetos que lo hacen los del olfato u oído, mientras que ni nuestra imaginación ni nuestros sentidos podrían asegurarnos cosa alguna si nuestro entendimiento no interviniese.

            En fin, si aún hay hombres que no están suficientemente persuadidos de la existencia de Dios y de su alma en virtud de las razones aducidas por mí, deseo que sepan que todas las otras cosas, sobre las cuales piensan estar seguros, como de tener un cuerpo, de la existencia de astros, de una tierra y cosas semejantes, son menos ciertas. Pues, aunque se tenga una seguridad moral de la existencia de tales cosas, que es tal que, a no ser que se peque de extravagancia, no se puede dudar de las mismas, sin embargo, a no ser que de peque de falta de razón, cuando se trata de una certeza metafísica, no se puede negar que sea razón suficiente para no estar enteramente seguros el haber constatado que es posible imaginarse de igual forma, estando dormido, que se tiene otro cuerpo, que se ven otros astros y otra tierra, sin que exista ninguno de tales seres. Pues ¿cómo podemos saber que los pensamientos tenidos en el sueño son más falsos que los otros, dado que frecuentemente no tienen  vivacidad y claridad menor?. Y aunque los ingenios más capaces estudien esta cuestión cuanto les plazca, no creo puedan dar razón alguna que sea suficiente para disipar esta duda, si no presuponen la existencia de Dios. Pues, en primer lugar, incluso lo que anteriormente he considerado como una regla (a saber: que lo concebido clara y distintamente es verdadero) no es válido más que si Dios existe, es un ser perfecto y todo lo que hay en nosotros procede de él. De donde se sigue que nuestras ideas o nociones, siendo seres reales, que provienen de Dios, en todo aquello en lo que son claras y distintas, no pueden ser sino verdaderas. De modo que, si bien frecuentemente poseemos algunas que encierran falsedad, esto no puede provenir sino de aquellas en las que algo es confuso y oscuro, pues en esto participan de la nada, es decir, que no se dan en nosotros sino porque no somos totalmente perfectos. Es evidente que no existe una repugnancia menor en defender que la falsedad o la imperfección, en tanto que tal, procedan de Dios, que existe en defender que la verdad o perfección proceda de la nada. Pero si no conocemos que todo lo que existe en nosotros de real y verdadero procede de un ser perfecto e infinito, por claras y distintas que fuesen nuestras ideas, no tendríamos razón alguna que nos asegurara de que tales ideas tuviesen la perfección de ser verdaderas.

            Por tanto, después de que el conocimiento de Dios y el alma nos han convencido de la certeza de esta regla, es fácil conocer que los sueños que imaginamos cuando dormimos, no deben en forma alguna hacernos dudar de la verdad de los pensamientos que tenemos cuando estamos despiertos. Pues, si sucediese, inclusive durmiendo, que se tuviese alguna idea muy distinta como, por ejemplo, que algún geómetra lograse alguna nueva demostración, su sueño no impediría que fuese verdad. Y en relación con el error más común de nuestros sueños, consistente en representarnos diversos objetos de la misma forma que la obtenida por los sentidos exteriores, carece de importancia el que nos dé ocasión para desconfiar de la verdad de tales ideas, pues pueden inducirnos a error frecuentemente sin que durmamos como sucede a aquellos que padecen de ictericia que todo lo ven de color amarillo o cuando los astros u otros cuerpos demasiado alejados nos parecen de tamaño mucho menor del que en realidad poseen. Pues, bien, estemos en estado de vigilia o bien durmamos, jamás debemos dejarnos persuadir sino por la evidencia de nuestra razón. Y es preciso señalar, que yo afirmo, de nuestra razón y no de nuestra imaginación o de nuestros sentidos, pues aunque vemos el sol muy claramente no debemos juzgar por ello que no posea sino el tamaño con que lo vemos y fácilmente podemos imaginar con cierta claridad una cabeza de león unida al cuerpo de una cabra sin que sea preciso concluir que exista en el mundo una quimera, pues la razón no nos dicta que lo que vemos o imaginamos de este modo, sea verdadero. Por el contrario nos dicta que todas nuestras ideas o nociones deben tener algún fundamento de verdad, pues no sería posible que Dios, que es sumamente perfecto y veraz, las haya puesto en nosotros careciendo del mismo. Y puesto que nuestros razonamientos no son jamás tan evidentes ni completos durante el sueño como durante la vigilia, aunque algunas veces nuestras imágenes sean tanto o más vivas y claras, la razón nos dicta igualmente que no pudiendo nuestros pensamientos ser todos verdaderos, ya que nosotros no somos omniperfectos, lo que existe de verdad debe encontrarse infaliblemente en aquellos que tenemos estando despiertos más bien que en los que tenemos mientras soñamos.

7. Comentario de texto

El Discurso del método, que traza el camino seguido por el espíritu de Descartes hasta llegar a la construcción de su filosofía, se halla dividido en seis partes, de las que la segunda y la cuarta constituyen el texto seleccionado para el examen de Selectividad. No obstante esta división, el propio autor pensaba que debía leerse sin interrupción para percibir cómo la totalidad de la obra  está atravesada por una sola idea: que el pensamiento no depende de las cualidades personales, sino de la orientación que se le dé o de los objetos a los que se aplique. Pensar bien está al alcance de cualquiera, dice Descartes nada más empezar el libro, porque “el buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo”, y porque el “poder de bien juzgar y de distinguir lo verdadero de lo falso, que es propiamente lo que se llama el buen sentido o la razón, es naturalmente igual en todos los hombres”. Solamente es imprescindible pensar con método.

La primera parte se abre con esa idea directriz. Los espíritus coinciden en lo esencial, dice, pero no puede haber más diversidad en las opiniones y creencias. La razón de esta oposición reside en la ausencia de método para conducir la razón. Únicamente las matemáticas aportan certidumbre. Luego en ellas puede hallarse el ideal a seguir.

La segunda parte pone de relieve los méritos y los inconvenientes de la lógica, el álgebra y la geometría. Las observaciones hechas a propósito de las tres conducen a Descartes a las cuatro reglas del método, aptas, según él, para enlazar entre sí todos los conocimientos que el hombre puede adquirir.

La tercera parte está dedicada a la elaboración de unas reglas de conducta para la vida y la acción, una moral que será por fuerza provisional, hasta tanto se dilucide el saber a que el autor aspira. Pero, como la vida no espera, al contrario del conocimiento, que puede aguardar hasta que el pensador se halle seguro de sí y de su razón, es necesario elaborar unas reglas de acción de las que valerse para ella.

Las reglas en cuestión son las siguientes:

  1. Obedecer las leyes y costumbres de mi país y permanecer fiel a la religión en la que Dios me ha hecho la gracia de instruirme.
  2. Ser lo más firme y resuelto posible en mis acciones.
  3. Procurar vencerme a mí mismo antes que a la suerte y procurar cambiar mis deseos antes que el orden del mundo.

Estas máximas revelan lo que Zubiri ha llamado vida razonable: “fidelidad racional a sí mismo”.

En la cuarta parte se halla la base firme de la filosofía y, con ella, de todo el saber humano: el descubrimiento del yo pensante, desde donde puede iniciarse un orden deductivo que se extiende a todo lo real.

En la quinta parte se encuentran los principios que sirven de origen para la deducción de todo lo que concierne al mundo, de los leyes esenciales de la naturaleza. En consecuencia, esta parte expresa el carácter general de la física cartesiana, ciencia a la que, según su creador, se reducen todos los demás conocimientos de la materia: astronomía, anatomía, fisiología… Aquí resalta el mecanicismo del sistema y, por ello mismo, es el lugar donde emerge el dualismo cartesiano: la diferenciación estricta del alma y el cuerpo: “el alma razonable… no puede ser sacada en modo alguno de la potencia de la materia…, sino que debe ser expresamente creada”. Lo que en las moscas y las hormigas se llama alma nada tiene que ver con la nuestra, que “es de una naturaleza enteramente diferente del cuerpo, y que, consecuentemente, no está sujeta a morir con él”.

La sexta parte es una visión retrospectiva. El método ha dado tanto o más de lo que se esperaba de él. ¿Cómo mantener en silencio sus frutos? No es lícito hurtarlos a los demás. Por eso decide Descartes publicarlos, por si otros se deciden a colaborar en la misma tares y es posible así conducir los conocimientos más allá del lugar en que se encuentran.

a) Comprensión de términos y expresiones

Alma.- Para los griegos el alma solía ser principio vital y principio de conocimiento. Santo Tomás consideró que forma una unidad sustancial con el cuerpo. Descartes rompe ambas tradiciones. El análisis puesto en práctica por su sistema filosófico la despoja de toda otra cualidad que no sea el pensamiento. De ahí que la defina como res cogitans, sustancia pensante. Es pensante porque, para ser ella misma solamente necesita dudar, recordar…, es decir, pensar. Es sustancia porque así ha sido percibida en un acto intuitivo de la razón: para pensar es preciso ser.

Análisis.- Es la primera y más importante de las reglas del método que Descartes se propuso. Consiste en practicar sucesivas reducciones de un contenido mental cualquiera hasta llegar a una idea irreductible. Su puesta en práctica condujo a la definición del alma como res cogitans, de la materia como res extensa y de Dios como res infinita.

Pero, por los resultados del uso de esta regla, comprendemos que es algo más que una simple regla: define una característica de la razón, pues su tarea primordial, aquella para la que está más capacitada, consiste en reducir los contenidos de conciencia a átomos mentales, sobre los cuales se ejerce la intuición (Ver “intuición” y “razón”).

Cuerpo.- Ver “materia”.

Dios.- Ver “infinito”.

Duda.- Habitualmente este término significa “irresolución”, “vacilación”, “incertidumbre”, “reparo”…, lo cual no ha impedido que bastantes filósofos la utilicen metódicamente, con el fin de poner en claro presupuestos iniciales del pensamiento. Entre todos ellos destacan San Agustín (354 – 430) y Descartes. El último la usa para llegar al primer descubrimiento de su filosofía: “pienso, luego existo”. Pero en él es un modo de actuar que está al principio, no al final, pues dudar sirve para dejar de dudar, es decir, para hallar una verdad segura y no permanecer en el escepticismo.

Idea.- Mientras que en Platón la idea era una forma de la realidad (ver glosario del tema I), en Descartes es la realidad en tanto que vista por una inspección simple de la mente. Luego es un concepto del espíritu del hombre que no se confunde con cosa alguna. Concebir de este modo las ideas es lo que conduce de inmediato a indagar su origen y sus clases. Respecto a lo primero, la tendencia del racionalismo en general, y de Descartes en particular, fue admitir que las ideas más importantes, aquellas que brotan de una intuición, o bien han sido puestas por Dios o bien nacen de la propia naturaleza humana, y que las demás vienen de la experiencia sensible. Respecto a lo segundo, es inevitable clasificarlas en claras, confusas, adecuadas, inadecuadas…, pues, siendo representaciones de la mente, podrían no corresponderse con las cosas reales.

Puesto que esta manera de concebir las ideas convierte en un problema el acto de conocer, en ella reside el primer origen de la teoría del conocimiento que caracteriza a la filosofía moderna.

Infinito.- En el sistema cartesiano el infinito es, antes que nada, una noción. Descartes argumenta que un ser finito no podría tener tal noción si un ser infinito no la hubiera depositado en él y que no puede ser materialmente falsa. Pero, al actuar así, su filosofía usa la idea de lo finito para pasar a lo finito, en lugar de seguir la dirección contraria, como habían hecho siempre los medievales. La usa para pasar de la existencia del yo a la de la materia y fundamentar así metafísicamente la nueva ciencia física.

Intuición.- Lo primero que llama la atención en el uso de este término es que el autor no concibe la intuición como una actividad de la imaginación o de la fantasía, sino como una operación de la razón, que consiste en la captación de relaciones necesarias entre objetos mentales. Un ejemplo de tal clase de relación es la que Descartes dice haber entre pensar y ser. Luego el cogito, ergo sum no es, pese a su apariencia, una deducción, sino una idea clara y distinta que se impone a su razón, es decir, una intuición. Existe, pues, una diferencia entre intuición y deducción. La segunda es una sucesión de actos del entendimiento. La primera es un acto único. Según palabras de Descartes, es una representación tan fácil de entender que no puede dudarse de ella y, aunque la deducción no puede hacer errar nunca a los hombres, la intuición es todavía más segura y cierta que ella.

Materia.- El mismo esfuerzo analítico que conduce a reducir al alma a un solo atributo conduce también a reducir la materia a otro, el de la extensión o divisibilidad. Luego, dejadas a un lado todas las otras cualidades, como el color, el olor, el sonido…, los cuerpos se reducen a extensión, que es lo único que no pueden dejar de ser. La certeza de su existencia, sin embargo, no deriva de una intuición, como sucedió en el caso del alma, sino de una deducción llevada a cabo a través de la idea de infinito.

Que el único atributo esencial de la materia sea la extensión es lo que autoriza a Descartes para afirmar que la ciencia encargada de su estudio tiene que ser la geometría. En otras palabras, que la física ha de convertirse en una parte de la matemática.

Método.- Un método es un camino para alcanzar un fin propuesto de antemano. El que Descartes propone se diferencia de otros anteriores en que sirve para “conducir bien la razón y buscar la verdad en las ciencias”. Sirve, en consecuencia, para descubrir verdades no conocidas y no para exponer o demostrar las ya conocidas. Así pues, en la filosofía de Descartes el concepto de método se opone al de demostración.

Otra nota característica es que el método no es personal sino universal. Puede ser usado por cualquier hombre. Sus reglas no dependen de la capacidad de quien las utilice, pese a que algunas personas tal vez las utilicen mejor que otras, lo cual no tiene que ver con el método mismo, sino con las peculiaridades personales.

Razón.- Es un concepto que recibe varias denominaciones en los escritos de Descartes: buen sentido, buen espíritu, buena mente… Todas ellas indican facultades superiores, diferentes de la sensibilidad. Pero, por encima de todos estos rasgos, la razón es metódica y analítica. Metódica porque, siendo una luz natural, y no divina o sobrenatural, como creían los griegos, pertenece por igual a la naturaleza de todos los hombres, hasta el punto de que todos pueden adquirir las ciencias más altas si la conducen como es debido. Es analítica porque el conocimiento de lo simple, que sólo se logra después de descomponer, o analizar, lo que se presenta como compuesto, es el único conocimiento pleno y seguro.

Por último la razón es también, según Descartes, voluntad. Una idea no es por sí misma verdadera o falsa. Sólo resulta serlo cuando la afirmamos o la negamos. De otro modo: el conocimiento conduce siempre a un juicio, pero el asentimiento o la repulsa de ese juicio es cosa de la voluntad y, en consecuencia, ésta es parte de la razón.

Res cogitans.- Ver “alma”.

Res extensa.- Ver “materia”.

Sustancia.- Id quod ita est ut nulla re indigeat ad existendum: lo que existe de tal manera que no necesita de ninguna otra cosa para existir. Luego todo lo que sea una sustancia es un ser independiente, que sólo depende de sí para ser lo que es. Esta definición ha servido a muchos comentaristas para decir que, si se la entiende con rigor, entonces debería admitirse que sólo puede aplicarse a la res infinita, o Dios. También han indicado que Spinoza desarrolló esta concepción, dando lugar al panteísmo.

c) Interpretación del texto

i) Breve resumen del contenido del texto

La segunda parte del Discurso expone la necesidad de unificar todo el saber reconstruyéndolo  a partir de elementos y principios simples. Puesto que tales principios no pueden ser extraídos directamente de la lógica, la geometría y el álgebra, por los inconvenientes que estas tres ciencias ofrecen -demasiadas reglas en la primera, excesos de la imaginación en la segunda, más complicaciones de lo necesario en la tercera-, Descartes crea sus propias reglas, que, piensa él, son capaces de ensamblar entre sí todos los conocimientos posibles.

La cuarta parte muestra las virtudes de su método después de aplicarlo al fundamento de todo saber: la metafísica. Aparece en toda su fuerza el análisis cartesiano, la intención de reducir a lo esencial, y sólo a lo esencial, todo aquello que se presente a la luz natural de la razón, bien conducida y gobernada por el método descrito en la segunda. El hallazgo de que da cuenta este capítulo es no solamente la primera piedra de la filosofía, sino de todo el edificio del conocimiento. Se pasa de la definición del alma como pensamiento a la noción de perfección y de ésta a la esencia y existencia de Dios, que sirve a su vez para probar que existe el mundo, cuya naturaleza ha sido también desentrañada por el análisis. La primera noción –cogito, ergo sum– inicia un orden de deducción que es asimismo el orden de construcción de nuestro saber de lo real.

ii) Estructura del texto

  1. Segunda parte: el método.
    1. Primera intención.
    2. En busca del método.
    3. Las reglas.
    4. El modelo matemático.
    5. Resultados satisfactorios del método.
      1. Primero.
      2. Segundo.
  2. Cuarta parte: la metafísica.
    1. Pienso, luego soy.
    2. La sustancia.
    3. El criterio de verdad.
    4. Esencia y existencia de Dios.
    5. Esencia y existencia de la materia.
iii) Desarrollo del esquema del texto
Segunda parte: el método

Primera intención

Descartes pasó el invierno de 1619 en el ejército del elector Maximiliano de Baviera, durante la Guerra de los Treinta Años. En paz consigo mismo, alejado de las charlas y chismorreos del cuartel, disponía de todo el tiempo para entregarse a sus divagaciones. La primera de que hace mención, que es uno de los motivos centrales de este pequeño tratado, está muy lejos de lo que muchas personas de nuestro tiempo piensan: considerar que hay más orden y belleza en la obra que ha hecho uno solo que aquella en la que han colaborado muchos. Así lo muestran, dice, el caso de la arquitectura, una comparación a la que Descartes recurre frecuentemente, el del urbanismo de las ciudades antiguas, la legislación de los pueblos, la religión… Este último ejemplo es una comparación singular: el estado en que se halla la verdadera religión, que es más perfecto que ninguna institución humana, se debe, más que a no haber dependido de los hombres su nacimiento, a que ha sido solamente Dios, sin concurso de otro ser, quien la ha hecho, porque es mejor lo que hace uno sólo que lo que hacen varios.

Una ambición verdaderamente grande debe ser la que mueve al joven Descartes, que por entonces solamente contaba veintitrés años, para comparar su modo de proceder con la mismísima actuación de Dios al instaurar la religión. Su lenguaje es humilde, pero tras él se esconde algo de cuya grandeza es plenamente consciente.

Tan consciente es de ello que teme pecar de soberbia y, por si algún lector toma al pie de la letra lo que él se propone hacer y lo pone también en ejecución, advierte que no se deben “derribar todas las casas de una ciudad con el único fin de reconstruirlas” de acuerdo con otro plan, aunque éste sea mejor y de que tampoco debe un hombre cambiar el Estado o el cuerpo general de las ciencias, o la pedagogía establecida para enseñarlas…

Si es una insensatez ¿por qué se decide entonces él a afrontar el riesgo? Por la disparidad de las opiniones, dice, una situación filosóficamente escandalosa e inadmisible que le empuja a prescindir de todas ellas para juzgar solamente por su propia razón, por sí mismo, sin ayuda de los libros, de los maestros, de los doctos, de la tradición, de la autoridad… En vez de aceptar pasivamente todos los pensamientos y creencias que recibió desde la niñez, opta por someterlos todos a la luz natural de su razón, con el fin de decidir cuáles son aceptables y cuáles no. Se siente autorizado a hacerlo porque se trata de su propia vida y no de la del Estado, las costumbres o la religión. Reclama su derecho a reparar su propia casa de acuerdo consigo mismo y no exige la destrucción de la ciudad con el fin de levantar otra nueva y más bella.

Y lo reclama sólo para sí, no creyendo que lo que él hace deba servir de modelo para los demás. “Liberarse de todas las opiniones anteriormente integradas dentro de nuestra creencia” no es algo que todos deban llevar a cabo. Por lo general, los hombres son de dos tipos: unos que creen ser más de lo que son y otros que no. Los primeros siempre yerran cuando se apartan de las creencias comunes y los segundos hacen bien en seguirlas, así que ni unos ni otros deben intentar modificarlas.

Descartes se habría contado a sí mismo entre los últimos si no hubiera sido por la vastedad de los conocimientos adquiridos, cuya disparidad le había dejado perplejo. Las controversias entre los sabios, las extravagancias de los libros de filosofía, las diferencias entre los pueblos, los cambios en los gustos… habíanle conducido a no confiar en ningún apoyo sólido desde el que conducir su vida. El libro del mundo y los libros de sus estudios habían introducido en él la desconfianza. Esta ignorancia socrática es nuevamente una causa profunda de la actividad de un filósofo.

En busca del método

Se impone actuar con cautela. En la noche oscura y sola es mejor moverse poco para no caer. Incluso es mejor no abandonar de golpe todo lo que se ha creído hasta que el propio espíritu haya podido hacer la luz.

¿Dónde buscar esta luz? ¿En la lógica, la geometría, el álgebra…? El método de estas tres ciencias es excelente. Pero la primera se ha convertido en un arte farragoso, la segunda depende en exceso de la imaginación y el álgebra se ha vuelto también oscura y confusa. ¿No sería posible aprovechar las ventajas de las tres ateniéndose a un mínimo número de reglas? Lo mismo que la existencia de muchas leyes sirve en los Estados más para el vicio que para la obediencia, la existencia de muchos preceptos en la razón sirve más para andar sin rumbo que con orden y concierto. De ahí que Descartes redujera al máximo el número de reglas necesarias para conducir su razón:

Las reglas.

  1. Evidencia: admitir sólo “aquello que se presentara tan clara y distintamente a mi espíritu que no tuviera motivo alguno para ponerlo en duda”.
  2. Análisis: descomponer las dificultades en sus elementos componentes para examinarlos uno a uno.
  3. Síntesis: componer los conocimientos empezando por los elementos más simples.
  4. Enumeración: revisar tantas veces como fuera preciso todo lo hecho, para estar seguro de no haber omitido nada.

El modelo matemático

Inmediatamente después de exponer estas reglas, Descartes expone su modelo de conocimiento: las matemáticas. No se trata de una coincidencia. Una vez tomada la decisión de volver lavista al entendimiento y no a las cosas, una vez que se está seguro de proceder con más acierto si se empieza por hacer un recuento del instrumental con que contamos para nuestro trabajo, es preciso saber en qué ha de consistir éste. Descartes obra como un artesano que examina minuciosamente sus herramientas, las afina y pone a punto, para mirar después qué es lo que debe hacerse. El artesano es aquí la luz natural de la razón, el entendimiento personal, que todos los hombres poseen por igual, que no depende de nada ni de nadie, sino sólo de sí mismo, para saber qué es verdadero y qué falso. Los libros, la tradición, los sabios… no tienen ante él tanta influencia como la tiene él mismo. Las herramientas son las reglas enumeradas anteriormente. Son pocas y sencillas, de manera que es de esperar que su exacta observancia baste para evitar que la razón caiga en el error. Por último, el trabajo que ha de hacerse es conocer. No hay otro más adecuado para los medios de que se dispone, pues, tal como lo concibe Descartes, el conocimiento no es otra cosa que el despliegue del entendimiento. Tengamos un ejemplo en el que casi con toda seguridad pensó él mismo. En una ecuación está presente la incógnita, la x, que es, en principio, algo desconocido cuyo valor se busca. Sin embargo, no es totalmente desconocido, pues todo lo que la x es lo es en relación con los demás números. La incógnita es una relación. Basta con examinar uno por uno todos los demás elementos de la ecuación para hallarla.

Así es el verdadero conocimiento. Por eso hacen bien quienes se dedican al estudio de las matemáticas, pues acostumbrarán su espíritu a no estar satisfecho más que con verdades demostradas. Sin embargo, no son el final del camino, sino solamente una indicación del procedimiento a seguir y, en cuanto tal, pueden llegar incluso a enmascarar la verdadera investigación. Deben ser tomadas como una preparación para esta última. De ahí que no sea necesario estudiar todas las ramas de la matemática, pues así nos perderíamos en la diversidad y nunca llegaríamos a alcanzar la unidad. Lo indispensable es comprender que todas las variantes de esta ciencia responden a dos únicos elementos, la relación y la proporción, y que el estudio de éstos es el fundamento para el conocimiento de todos los objetos matemáticos.

Resultados satisfactorios del método

  1. Primero.

“La exacta observancia de estos escasos preceptos” y su aplicación al ideal de la unidad del conocimiento, representado provisionalmente por las matemáticas, dio resultados en muy pocos meses: la geometría analítica. Acostumbrada su mente a este proceder, que consiste básicamente en partir de las cuestiones más simples y más generales” para ir remontándose poco a poco a las más complicadas, Descartes tenía la plena seguridad de conocer a la perfección todo aquello a que se aplicó. No es exagerado decir que era perfecto el conocimiento alcanzado. Lo mismo que un niño al que se han explicado las reglas de la suma conoce sobre ella “todo aquello de lo que es capaz el ingenio humano”, él sentía haber llegado también a la perfección en el conocimiento de todo aquello a lo que había aplicado este trabajo.

  1. Segundo.

Pero el verdadero éxito del método no residió en el descubrimiento del análisis, sino en la comprobación de la capacidad de su entendimiento personal. Los resultados obtenidos en el álgebra permitían suponer que podía aplicarse igualmente al examen de otras materias. ¿A cuáles? No a todas aquellas en las que él había encontrado defectos, por supuesto, porque eso iría contra el fin propuesto y el método seguido. El fin es la unidad de todo el conocimiento. El método ya ha sido descrito: partir de los elementos más simples y conducirse con precaución extrema. Por eso debía empezar por la metafísica, pensó Descartes. En ella deben estar los principios más simples y generales de todo el saber, y, aunque por el momento no estuviera en condiciones de proporcionar ninguno, por ella había que empezar la reestructuración de todo el edificio. Sin embargo, pensó que los pocos años con que entonces contaba -veintitrés- exigían retrasar una empresa de tal envergadura. Todavía era necesario adiestrarse más en el método y adquirir más experiencias para sus razonamientos.

Cuarta parte: la metafísica

Pienso, luego soy

En la aplicación de estos principios a la filosofía resalta más que en ninguna otra parte el impulso original que mueve a Descartes: no recurrir a nada ajeno a él y confiar únicamente en lo que su razón le indique. Éste es el sentido de la duda con que se inicia esta cuarta parte del Discurso del método. De la puesta en tela de juicio de todo cuanto el conocimiento haya podido adquirir hasta el momento tiene que brotar, sólida e inquebrantable, la primera verdad de la filosofía, sobre la que repose todo el sistema de las ciencias. La duda es universal:

  1. De los sentidos, pues basta que alguna vez me hayan engañado para sospechar que lo estén haciendo siempre.
  2. De los razonamientos que he tomado hasta ahora por verdaderos, pues hay hombres que yerran incluso en las cuestiones más sencillas y yo soy hombre.
  3. De la posibilidad de distinguir entre el sueño y la vigilia, pues los mismos pensamientos me pueden venir en uno u otro estado.

Solamente de la duda puede brotar la verdad. Y, si la duda es universal, absoluta, la verdad que de ella brote habrá de ser inquebrantable. No hay otro camino para saber que algo es cierto que el de someter todo cuanto se ha tenido por tal al examen crítico, destructivo, de la razón. En un sentido muy profundo, éste es el principio de todo filosofar: la conciencia de la ignorancia, fundamento de la distinción entre lo verdadero y lo falso. ¿Cómo admitir que algo es verdadero si antes no se pensado seriamente que muy bien podría ser falso? Esta es la razón por la que Descartes dice que todo hombre debería dudar al menos una vez en la vida.

Así desembarazado de toda la hojarasca que hasta el momento había tenido por auténtico conocimiento, Descartes encuentra que no es posible conocer ninguna otra cosa mejor ni antes que el propio entendimiento. Lo mismo que la luz hace brotar una diversidad infinita de colores y formas en los objetos, pero ella es siempre la misma, así la razón puede proyectarse sobre los innumerables seres de la ciencia, pero es una sola razón. Esta es la vieja antítesis griega entre la unidad y la diversidad, pero planteada de un modo muy original: si se quiere reducir todo a un solo principio, éste debe ser la propia razón. Lo primero es el pensamiento. Así, la primera verdad que encuentro, dice Descartes, es que yo pienso. En ella está incluido que yo soy. Pienso, luego soy. He aquí una primera relación, entre pensar y ser, que se ha presentado con tanta evidencia que “todas las extravagantes suposiciones de los escépticos no eran capaces de hacerla tambalear”. Este es el primer principio de la metafísica y, en consecuencia, el fundamento de la unidad de todo el saber.

La sustancia

Mas no basta con este descubrimiento, pues todavía es necesario saber qué es lo que ha sido descubierto. Con ese fin Descartes recorre las diversas fases del cambio -que percibe que tiene cuerpo, que se halla en un lugar…- para desecharlas y retener únicamente lo que permanece invariable a través de todas ellas: que yo pienso. Luego el ser de la mente es el pensar, y no necesita de ninguna otra cosa para seguir siéndolo. De aquí su concepción de la sustancia: aquello que existe de tal manera que no necesita de ninguna otra cosa para existir[13]. Esta concepción, fruto del análisis instaurado por el método cartesiano, es aplicable a todo ser, como tendremos ocasión de ver.

El criterio de verdad

Como es aplicable a toda certeza que podamos adquirir el criterio aplicado al cogito ergo sum, que no es otra cosa que la regla de la evidencia descrita más arriba: “que las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas”

Esencia y existencia de Dios

Pero este proceder encierra un grave peligro. Acostumbrados a atribuir realidad objetiva a los complejos de sensaciones que se nos presentan como objetos existentes por sí mismos, sean las cosas ajenas, sea nuestro propio cuerpo, ahora todo esto ha sido reducido a un acto del espíritu. Esperábamos hallar verdades seguras por encima de las incertidumbres del yo pensante, pero cada vez que lo intentamos es para caer nuevamente de lleno en él, que es la única verdad segura. ¿No será posible descubrir alguna idea que lleve en sí la garantía de su objetividad, de la existencia real de lo que en ella se contiene?

Descartes encuentra una, la idea del más perfecto de todos los seres, al que, precisamente por serlo, no puede faltarle una perfección, la de existir, con la que otros seres menos perfectos que él sí cuentan. No podemos pensar, en suma, que Dios no existe sin caer en contradicción, viene a decir Descartes, aduciendo un argumento que recuerda de cerca el que dio San Anselmo en el siglo XII. Esta es la diferencia que hay entre la idea del ser más perfecto de todos y cualquier otra que la mente pueda pensar. Sabemos, por ejemplo, que los ángulos de un triángulo tienen que valer dos rectos, pero de ahí no se deduce que exista realmente un solo triángulo. Por más que se indague, no se hallará una sola noción que lleve en sí la necesidad de su existencia.

Igual que el alma es reducida por el análisis a aquella mínima noción elemental sin la cual ya no es lo que es, la noción de Dios también es reducida a una naturaleza simple: la perfección. Las demás cualidades que Descartes le atribuye, como son la eternidad, la sabiduría, la ausencia de composición…, no las encuentra directamente en la idea de Dios, sino en el contraste entre la idea del ser más perfecto y la de un ser imperfecto, del cual tiene un ejemplar a mano: él mismo. Si duda, siente tristeza, es finito… Dios tiene que ser lo contrario. Así se van añadiendo a la noción del ser perfecto cualidades que son la negación de lo que la mente encuentra en sí misma.

Esencia y existencia de la materia

El mismo proceder se sigue a propósito de la materia. Esta no puede consistir en muchos de los rasgos con que se presenta a nuestros sentidos. Puede no tener color, olor, sonido…, que no por ello dejará de ser materia. Solamente una cosa no puede dejar de ser: extensión. Lo cual es decir divisibilidad. Al entendimiento le resulta imposible concebir un objeto material, por ínfimo que sea, que no pueda dividirse. Esta es, pues, su esencia, concebida como algo tan evidente que no puede ponerse en duda. Algo bien diferente es que exista, pues ya se ha dicho que sólo hay una idea que permita pasar de su esencia a su existencia real.

Salvo que no nos importe ser acusados con motivo de extravagantes, es cierto que no podemos desprendernos de la seguridad moral de “tener un cuerpo, de la existencia de astros, de una tierra y cosas semejantes”. Pero cuando “se trata de una seguridad metafísica” nuestras ideas acerca de esas cosas parecen estar suspendidas sobre el vacío. Es entonces cuando debe aceptarse el presupuesto básico de la existencia de Dios, única garantía de que lo pensado por nosotros con claridad y distinción es verdadero. Ahora comprendemos el valor de la argumentación a favor de la existencia del Ser Supremo. No se intenta, como en la Edad Media, pensar en la salvación del alma ni se intenta hacer teología, sino buscar un fundamento metafísico a la ciencia de la materia. Puede observarse que el hilo conductor ha sido la idea de infinito, que permite asignar al ser perfecto la veracidad de las ideas evidentes y a nuestra imperfección la oscuridad o falsedad de las demás. Toda duda queda así definitivamente disipada.

Contextualización

El año 1637 es el de la publicación del Discurso del método. Descartes, que entonces contaba 41 años, había construido el método para organizar y dirigir su pensamiento a los 23. El mismo cuenta que se había tomado ese intervalo para evitar la precipitación: “habiéndome prevenido de que sus principios (los de las ciencias) deberían estar tomados de la filosofía, en la cual no encontraba alguno cierto, pensaba que era necesario ante todo que tratase de establecerlos. Y puesto que era lo más importante en el mundo y se trataba de un tema en el que la precipitación y la prevención eran los defectos que más se debían temer, juzgué que no debía intentar tal tarea hasta que no tuviese una madurez superior a la que se posee a los veintitrés años, que era mi edad, y hasta que no hubiese empleado con anterioridad mucho tiempo en prepararme, tanto desarraigando de mi espíritu todas las malas opiniones y realizando un acopio de experiencias que deberían constituir la materia de mis razonamientos, como ejercitándome siempre en el método que me había prescrito con el fin de afianzarme en su uso cada vez más”.

d) Hechos históricos

El tiempo de su madurez, a la que él debió considerar haber llegado después de un periplo de 18 años, es el de la Guerra de los Treinta Años, con cuya mención comienza la segunda parte del Discurso. La guerra, que había empezado como un conflicto religioso, acabó como una lucha por la hegemonía en Europa. En Francia reinaba Luis XIII, con la colaboración de Richelieu, quien, precisamente en 1637, empleaba su energía en reagrupar todas sus fuerzas para preparar una ofensiva definitiva. Era la época del inicio de las monarquías absolutas, que tuvieron su fundamento teórico en Bodino (1530 – 1596), Hobbes (1588 – 1679) y Bossuet (1627 – 1704). Las confrontaciones políticas y militares caminaban hacia el final de la hegemonía española en Europa, el surgimiento de Francia, Suecia y Países Bajos como grandes potencias y el Estado secularizado.

e) Relación del Discurso del método con otras obras del autor

Hallándose ya en posesión de sus propias ideas y de su propio método, Descartes pensó que era el momento de dar cuerpo a los elementos de su sistema filosófico en un gran libro, El Mundo, que pensó publicar en 1633. Pero llegó a sus oídos la noticia de la condena de Galileo por el Santo Oficio ese mismo año y decidió esperar tiempos mejores. Por fin apareció en 1637, como introducción de un volumen cuyos apartados eran la Dióptrica, los Meteoros y la Geometría. Y apareció escrito en francés, lo que significaba una verdadera revolución, pues la lengua de la filosofía había sido hasta entonces el latín. Que la obra viniera escrita en una lengua vulgar, abierta por tanto a todo el que quisiera entrar en ella, es coherente con el rechazo de Descartes a la cultura libresca y tradicional de las escuelas, al tiempo que revela su fe en la fuerza natural de la razón, que es igual para todos los hombres. Más tarde desarrolló lo más importante del Discurso en dos obras: Meditationes de prima philosophia (1641) y Principia philosophiae (1644). El Tratado de las pasiones del alma se publicó en 1649.

e) Influencias sobre el Discurso.

El filósofo presenta su propia obra como nacida directamente de su entendimiento, sin el intermedio de lecturas o enseñanzas de otros autores. En ella da muestras de respeto hacia los sabios, antiguos o modernos, pero trata sólo de la construcción de la propia casa, sin concurso ajeno. De hecho, meditó por sí mismo, más que leyó, a partir de los 21 años. Incluso pudo ser antes: los 17. No obstante, aunque, según él manifiesta, concibió la lectura como una conversación entretenida con los antiguos, se hallaba en disposición de un gran bagaje de conocimientos librescos. Conocía especialmente a Montaigne (1533 – 1592), el filósofo escéptico en cuya obra habría que fechar el inicio de la Edad Moderna en filosofía, si no fuera por la originalidad de Descartes y por las consecuencias que tuvieron sus escritos. De las lecturas de ese autor procede sin lugar a dudas la independencia de espíritu de que hace gala con tanta frecuencia Descartes. Mas aunque el espíritu es el mismo, sobrevive una diferencia importante: que Descartes aplica todos sus esfuerzos a la construcción de un sistema contra el que nada puedan las suposiciones de los escépticos[14]. Cuando escribió esto seguramente pensaba en Montaigne.

f) Influencias del Discurso del método

El libro no pasó de ser al principio más que una introducción a un gran tratado de física. Se pensó entonces que la filosofía del autor se hallaba en otras obras: la Meditaciones metafísicas, las Reglas para la dirección del ingenio… Pero más tarde se empezó a comprender su auténtico valor y a verlo como la obra representativa de la verdadera revolución cartesiana, revolución que, por la enorme influencia del pensamiento de Newton, quedó oscurecida durante el siglo XVIII, pero cuya importancia se ha percibido con mayor claridad en los siglos XIX y XX.

Es ahora cuando, mirando hacia atrás, hacia el camino que ha recorrido la historia de la filosofía desde la publicación del Discurso del método, comprendemos que esta obrita, que fue destinada por su autor a ser una simple introducción de otra más amplia, es en realidad una construcción monumental que abre una nueva época. Causa asombro que la narración de unas experiencias personales, que conducen a un pensador a descubrir su pensamiento, inauguren la era más gloriosa, junto a la de los griegos, de la filosofía. Ortega y Gasset dice, tal vez con acierto, que es precisamente el lazo entre las experiencias vivas de un hombre y el resultado teórico a que le condujeron lo único que puede hacernos comprender ese hecho único que es el Discurso. “Si la filosofía fuese lo que debe ser -la ciencia del leer- debería por sí misma, y aparte toda preocupación filosófica, haber llegado a la advertencia de que las tesis ya reconocidamente filosóficas sobre el método carecen de sentido si no se las toma como emergiendo efectivamente de las experiencias vitales que en el hombre Descartes se habían producido, experiencias que, lejos de ser anécdotas individuales, son el precipitado de toda la historia de Occidente”[15].

Y así fue, en efecto. Con Descartes se abandona aquel objetivismo un tanto ingenuo de los antiguos y se obliga a toda la filosofía a partir del subjetivismo, como puede observarse en los filósofos posteriores. También en él muere definitivamente aquel humanismo de los renacentistas, los hombres de la crisis, y se transforma en racionalismo exigente. En racionalismo cuyo centro es una razón que opera more geometrico. Esta es a su vez el resultado de la fundación de su método sobre la evidencia matemática, que le lleva a despojar a la materia de toda noción de fuerza o energía y a no retroceder siquiera ante la idea del animal – máquina. Como la esencia de lo corpóreo es la extensión, la del alma es el pensamiento, lo cual conforma la aceptación de dos sustancias irreductibles, ambas deducidas del análisis filosófico cartesiano. Ambas constituyendo el mundo dual, materia y espíritu, al que sienten pertenecer casi todos nuestros contemporáneos.

(Emiliano Fernández Rueda, publicado en Varios autores, Historia de la filosofía, Proyecto Sur de Ediciones, Granada, 1996, páginas 117-157)


Notas

[1] V. Copleston, F., Historia de la Filosofía. Vol IV, De Descartes a Leibniz, trad. de J. C. G. Borrón, dirección y revisión de M. Sacristán, Ariel, Barcelona, 1975, páginas 13 a 66.

[2] Descartes, R., Discurso del método. – Meditaciones metafísicas, trad., prólogo y notas de Manuel García Morente, Espasa – Calpe, Madrid, 1970, página 40.

[3] Comentario extraído de Ortega y Gasset: La idea de principio en Leibniz, Revista de Occidente-Alianza Editorial, Madrid, 1979, páginas 325 y siguientes.

[4] V. Rábade R., S., La razón y lo irracional, Editorial Complutense, Madrid, 1994, páginas 69 a 72.

[5] Más adelante se explicará esto con más detenimiento.

[6] El Dios de Descartes, a diferencia del de Copérnico, Kepler o Galileo, no se manifiesta en sus obras, de modo que éstas no son signos suyos. Dios es espiritual y sólo guarda semejanza con la mente, no con la naturaleza material.

[7] V. Burtt, E. A., Los fundamentos metafísicos de la ciencia moderna. Ensayo histórico y crítico. Trad. de R. Rojo, Sudamericana, Buenos Aires, 1960, páginas 53 a 57.

[8] V.página. 59 y siguientes.

[9] V. Kuhn, Th. S., La revolución copernicana. Trad. de D. Bergadá, Orbis, Barcelona, 1984. 2 vol., páginas 306 a 312.

[10] V. Descartes, R., o.c., 2ª parte.

[11] V. Butterfield, H., Los orígenes de la ciencia moderna. Versión de L. Castro, Taurus, Madrid, 1971, páginas 155 a 163.

[12] V. Burtt, E. A., o.c., páginas 268 y siguientes, y 332 y siguientes.

[13] Id quod ita est ut nulla re indigeat ad existendum.

[14] V. 4ª parte del Discurso.

[15] Ortega y Gasset, citado por A. R. Huéscar en Descartes, R., Discurso del método. – Reglas para la dirección de la mente, trad. de la 1ª de A. R. Huéscar, de la 2ª de F. de P. Samaranch, Orbis, Barcelona, 1983, página 36.


 

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Renacimiento

1. Precisiones sobre el Renacimiento

Pocas épocas de la historia han logrado que la visión que se forman sobre sí mismas consiga traspasar los límites de su tiempo y convencer a los siglos siguientes. El período que abarca los siglos XV y XVI ha sido una de ellas. Los hombres cultos de ese tiempo tuvieron la plena convicción de estar promoviendo una verdadera resurrección de la vitalidad filosófica, científica, artística… de Grecia y Roma, y para expresarlo asignaron a su edad el nombre de “Renacimiento”, por cuya virtud la vasta extensión de siglos que les separaba de la Antigüedad Clásica quedó relegada a simple etapa intermedia y oscura entre los tiempos clásicos y los modernos. Nunca tuvo un término tanta fortuna, pues así contribuyó a la fijación de un esquema tripartito de edades -Antigua, Media y Moderna-, que todavía perdura.

Pero el hecho de que los que a sí mismos se llamaron renacentistas creyeran vivir en un mundo nuevo no les da sin más la razón. Los Estados, la técnica, la economía, el arte, los modelos de sociedad…, no son cosas que surgen de la nada. Lo mismo puede decirse del humanismo, la ciencia, la filosofía y las relaciones entre ellos, que es el tema que aquí nos trae, a cuyo respecto examinaremos los dos puntos de vista que compiten para explicarlo: el de quienes hacen hincapié en algo indiscutible: el casi total estancamiento del pensamiento filosófico y científico durante el siglo XV y la mayor parte del XVI, que conectan con el humanismo renacentista, y el de quienes sostienen que dicho humanismo propagó el ambiente necesario para el extraordinario desarrollo que la ciencia y la filosofía experimentaron a partir del siglo XVII, el llamado siglo del genio.

Los que defienden la primera posición no dicen que el humanismo de la época sea la causa del declive de la filosofía y la ciencia, porque saben que dicho declive se inició antes del advenimiento del humanismo y que, en consecuencia, la filosofía y la ciencia medievales se debilitaron por sí solas y no por los ataques de las ideas del Renacimiento. Afirman más bien que el humanismo fue un factor negativo por haber significado la pérdida del afán especulativo y teórico. La filosofía y la ciencia habrían sufrido una larga pausa de siglo y medio, que habría sido rellenada por los estudios de humanidades, y lo poco que hubiera quedado de ellas habría perecido bajo las voces de literatos, profesores, retóricos e imitadores de los antiguos, para quienes hacer geometría no era sino traducir a Euclides, estudiar geografía glosar a Ptolomeo, practicar la medicina traducir a Hipócrates o Galeno… Sin poesía ni pensamiento, la etapa renacentista habría sido un período estéril que los historiadores de la filosofía y la ciencia pueden pasar por alto sin remordimiento alguno[i]. A ese factor se habría sumado la influencia ejercida por la escasa filosofía existente en este período, que se preocupó únicamente de dos temas -en realidad uno solo-, la Naturaleza y la Vida. Por causa de ella los renacentistas concibieron la naturaleza entera como un ser vivo: todas las cosas, ya se trate de piedras, metales, aire, fuego…, eran para ellos cosas animadas, y el universo en su totalidad un río eterno bifurcado en corrientes que se entrecruzan y luchan entre sí para venir a parar a un único océano de vida. Fuerza vital que se propaga[ii], la naturaleza estaba muy lejos de ser un sistema lógico de leyes inteligibles. Por todo ello es posible defender que el siglo XVII tiene más cosas en común con la filosofía y la teología del medievo, que rechazaron toda suerte de magia, astrología u ocultismo, que con el espíritu renacentista, que fue enemigo de la religión medieval precisamente en estos puntos. Al menos fue así en pensadores tan representativos del XVII como Descartes y Galileo, pensadores poco o nada interesados por el colorido, bullicio y variedad que presenta la naturaleza y mucho por hallar el orden lógico que la rige.

Los partidarios del segundo punto de vista[iii] se niegan a ver en el humanismo un fenómeno exclusivamente literario y profesoral opuesto al pensamiento naturalista especulativo de la ciencia y la filosofía. Ven con razón que un contraste como ése sólo sirve para dar por inaugurada la división entre las letras y las ciencias y se esfuerzan por presentar el humanismo como un desplazamiento de los saberes en favor de las entonces llamadas disciplinas lógicas -gramática, retórica, dialéctica…- y morales. La reactivación de la ética como norma para hacerse a sí mismo, de la política como norma para regir el Estado, de la economía como herramienta para administrar la casa…, del pensamiento práctico en definitiva, hicieron que la atención de los humanistas se centrara sobre las técnicas: pintura, arquitectura, ingeniería militar, ingeniería agrícola… Más que el entendimiento de las cosas pareció preocuparles su construcción. No percibieron que ese interés apuntaba directamente a Platón, el diseñador, en el Timeo, de una machina mundi, un modelo del mundo según medida, pero habrían contribuido a socavar la autoridad de Aristóteles oponiéndole el espíritu del maestro.

2. Contra Aristóteles.

Sea suficiente por ahora poner de manifiesto que ambas posturas coinciden en afirmar que el nuevo y flamante pensamiento científico del XVII fue heredero de un espíritu antiguo, el espíritu que veía el mundo como una máquina. De él habían participado Platón y Demócrito, si bien desde perspectivas opuestas, y a él había enfrentado Aristóteles un sistema filosófico consistente. Esta inesperada confrontación, que asocia a Platón y Demócrito contra Aristóteles, es más provechosa que la que opone a los antiguos y a los modernos. Nos atendremos a ella en lo que sigue para comprobar cómo una necesidad interna va engarzando en torno suyo las nuevas ideas de la filosofía y la ciencia. Pero con ello no haremos nada nuevo, pues la contraposición ya existía desde antiguo y nunca se ha extinguido. El genio de Aristóteles, cuya filosofía es el opuesto llamado a ser barrido por el viento de la historia, supo verlo con asombrosa clarividencia[iv].

La alternativa mecanicista concibe los seres, cualesquiera que ellos sean, como compuestos de partes. Un organismo, por ejemplo, consta de órganos, éstos de tejidos, los tejidos de células, las células de otros componentes menores, como al aparato de Golgi o el núcleo, éstos a su vez de moléculas y las moléculas de átomos…, hasta llegar a las partes últimas, más allá de las cuales se espera que la materia ya no sea divisible. Una vez que se ha procedido por este método analítico de sucesivas dicotomías, se pensará el conjunto sólo como la suma de sus elementos y las propiedades de éstos como las únicas condiciones necesarias y suficientes de la estructura de aquél.

Ésta es una concepción materialista, dice Aristóteles, pues equivale a entender la naturaleza desde la materia. Lo que liga a las partes entre sí es una necesidad de la misma índole que la de las matemáticas: “Ya que la línea es lo que es, es necesario que los ángulos del triángulo sean iguales a dos rectos; pero no a la inversa, la verdad de la consecuencia (no) trae consigo la verdad de la hipótesis”[v]. La conexión entre el antecedente y el consecuente es debida a la contingencia, porque no existe por un fin.

La segunda alternativa tiene en cuenta el objeto como una totalidad autónoma dotada de sus propias actividades y funciones y los elementos que lo componen como órganos que deben ser tenidos en cuenta por su aportación al mantenimiento de la totalidad.

Las cosas suceden aquí de manera inversa, según Aristóteles: donde no existe un fin de la acción, ésta sucede sin orden alguno, pero donde sí existe las cosas se van sucediendo en orden a él. La causa final explica los pasos intermedios. Si ésta desaparece del ámbito de la explicación, las partes quedan ligadas entre sí por la contingencia y se retorna al mecanicismo y al materialismo.

3. Ciencia y filosofía.

Aristóteles, que representó siempre la segunda posición, nunca llevó su teoría hasta el extremo de negar la importancia de la necesidad. Simplemente afirmó que la forma “es más naturaleza que la materia, pues cada cosa se dice ser lo que es más bien cuando está en acto que cuando está en potencia”[vi] y que “donde hay finalidad, el efecto no llega a existir sin las cosas que tienen naturaleza necesaria, pero no existe por ellas (si no es a título de materia), sino por un fin”[vii]. El influjo de estas ideas, extendidas desde la biología a la física, fue tan profundo que ninguna explicación de la realidad fue capaz de prescindir de ellas durante muchos siglos. Pero la ciencia moderna se inclinó decididamente por la primera opción, lo que no pudo ocurrir sin enfrentamiento. Galileo comprendió con razón que las nuevas ideas sólo podrían instaurarse una vez que la filosofía de Aristóteles hubiera sido derrotada en todos los frentes. Las resistencias que el pensamiento científico encontró en los albores de la Edad Moderna procedieron sobre todo de su concepción geométrica de la realidad, que no tenía en cuenta la causa final. Descartes habría de ser el filósofo que mejor encarnara esta tendencia.

La ciencia fue conservadora por elegir este camino, pues fue en gran medida una continuación de la filosofía antigua. No pasó lo mismo con la filosofía, que, por centrar prácticamente todo su esfuerzo en las funciones cognoscitivas del sujeto, abrió un camino apenas entrevisto por los antiguos. Se convirtió en teoría del conocimiento. De esta manera continuó una orientación propia del Renacimiento: tomar como punto de partida la conciencia de sí. Ahí reside el más fuerte contraste entre la filosofía moderna. y la griega. Para los filósofos griegos la teoría del conocimiento era una disciplina de la metafísica. Si escribían tratados sobre el alma y sus facultades cognitivas, era solamente después de haberlos escritos sobre el universo, porque concebían las cuestiones sobre la capacidad cognitiva del sujeto como una consecuencia que derivaba de su concepción general sobre la realidad o como un apartado que engarzaba con naturalidad en ella. Pero la filosofía moderna abandona el amplio campo de las cosas para recogerse en el huerto reducido del sujeto, donde la pregunta relevante no es cómo conocemos, sino cómo es que conocemos algo. No debe olvidarse que esta filosofía no comienza propiamente con el racionalismo de Descartes, sino con el escepticismo de Montaigne (1533-1592). Por eso no se escriben libros de filosofía sobre la naturaleza de las cosas, sino sobre el entendimiento o sobre el método. Sólo muy tardíamente se atreverán algunos filósofos, como Hegel en el siglo XIX, a irrumpir en el territorio del ser, pero también sobre ellos pesará de forma muy clara esta nueva orientación. Los auténticos herederos de la vieja metafísica griega son las ciencias, porque ya desde su comienzo evidenciaron su propósito de ocuparse del ser sin preocuparse del sujeto que lo piensa.

El contraste sigue siendo agudo cuando se compara el mundo moderno con la Edad Media, pero en ella hay ya alguna anticipación de lo nueva vía. A lo largo de todo el medievo se cifró la cumbre de todo saber en el ser trascendente, pero ello no fue obstáculo para ir advirtiendo la posible existencia de un contenido inmanente a la conciencia que lucha por adquirir claridad. Cuando este pensamiento general se situó en primer plano puede decirse que dio comienzo la Edad Moderna en filosofía. Sucedió ya con Nicolás de Cusa (1401-1464), ese filósofo colocado como pocos en la raya de dos territorios. El contraste, pues, no fue tan fuerte. El hecho crucial fue no ver las cuestiones sobre el conocimiento como algo secundario y especial dentro de la filosofía, sino transformarlas en un ímpetu creador fundamental sobre el que hacer reposar todo el conjunto intelectual y moral de la época. Es entonces cuando puede decirse con todo rigor que fue alumbrada de pleno derecho la teoría del conocimiento. Ello indica bien a las claras el abandono de aquella ingenuidad natural que pretende ver el espíritu del hombre directamente imbricado en las cosas y, al igual que la reflexión de la luz en los espejos exige una explicación, pues su existencia no es sin más inobjetable, del mismo modo la existencia de un ser que conoce, por más cotidiana y natural que se nos antoje, es un hecho admirable que requiere ahora la mirada atenta del filósofo.

Pero esta vuelta sobre el sujeto no siguió un camino recto. Ya San Agustín (354-430) había descubierto el yo cuando puso la voluntad, el sentimiento y el alma por encima de las cosas relativas al espacio y al tiempo, de los datos de la percepción y del conocimiento objetivo. En esto podría tal vez considerársele un moderno, pero hay una diferencia esencial: la Edad Moderna trata de descubrir el intelecto puro en una naturaleza que previamente ha concebido como una existencia independiente, por lo cual la búsqueda del yo no es netamente distinta del estudio del espacio o el tiempo y de la investigación empírica. Esta tarea sigue la estela del Cusano, ya citado. A ella no es tampoco ajeno el escepticismo de Montaigne, como tampoco lo son el racionalismo y el empirismo. Y, por lo dicho, tampoco es ajena la propia ciencia natural, por más que hayaolvidado posteriormente su origen y, continuando la metafísica antigua, haya vuelto su atención sobre el ser. En los sistemas de Kepler o Galileo no se trata ya de dirimir la confrontación entre el empirismo y el racionalismo, o entre la percepción y la idea, pues su metodología científica supera esta vieja cuestión, sino de algo más profundo, que tiene que ver con un radical cambio de rumbo en la metafísica, aunque pase desapercibido para Kepler y Galileo: si hay que decidirse por una concepción sustancial de la naturaleza, como venía siendo necesario hasta el momento, o por otra relacional. En esos términos expresaron ellos la polémica y por esos cauces discurrió más tarde la filosofía moderna[viii]. Repárese en el ejemplo de la discusión acerca de las manchas solares. Para defender la naturaleza inmutable de los cielos, hubo quien argumentó que las manchas no podían proceder del Sol, pues, siendo éste por naturaleza el más luminoso de los cuerpos, no podía causar lo contrario de la luz, que es la oscuridad. Así se pretendían deducir contrapruebas empíricas de una definición esencial. Galileo replicó que nuestro entendimiento sólo puede discurrir sobre fenómenos, cuyas relaciones forman un conjunto necesario al que es imposible acceder desde las esencias o naturalezas incondicionadas o absolutas de las cosas. En esto consiste la renuncia a la concepción sustancial del universo, renuncia que era en realidad una opción por una cierta clase de conocimiento. Una vez que se entiende la materia como lo concreto, el poder de la razón es nulo para dominar los objetos uno tras otro. Éste es el conocimiento extensivo propio de la concepción sustancialista, que tenía que conducir por fuerza al escepticismo. Pero si lo que se busca es un conocimiento cierto, tiene que ser intensivo, y entonces tenemos en la matemática el ideal, el modelo de certeza absoluta que no tiene siquiera que acudir al tribunal divino para confirmarse. En otras palabras, si buscamos lo absoluto en lo exterior se nos escapará, pues para nosotros no hay conocimiento de lo absoluto, pero si lo buscamos en las verdades fundamentales del espíritu, de las que las matemáticas son un modelo excelente, entonces, aunque no accedamos a lo absoluto, sí habremos adquirido un conocimiento absolutamente cierto[ix]. Se vislumbra con claridad un nuevo concepto de naturaleza, alque no es ajena la razón. Ésta es la diferencia esencial con respecto a San Agustín.

Es coherente con esto el hecho de que no fue la observación lo que hizo que naciera la ciencia moderna. La teoría heliocéntrica tuvo lugar antes de la invención del telescopio. Muchas novedades introducidas por Galileo en la física son deliberaciones sobre lo que ocurriría si se dieran tales o tales otras circunstancias, lo cual, por sustituir el experimento real por el imaginario, es confiar a la fuerza de la mente la conexión entre los datos empíricos. El verdadero cambio tuvo lugar en la mente del científico, porque lo más difícil para el pensamiento es siempre la tarea de manejar un conjunto de datos ya conocido y situarlos en una nueva estructura. Una vez sustituidas las antiguas estructuras por las modernas, éstas devinieron naturales para sus sucesores, hasta el punto de que ahora resulta difícil entender cómo fue posible que las cosas que hoy aprenden los niños en las escuelas pudieron ser en su momento obstáculos casi insuperables para mentes tan poderosas como las de Galileo, Kepler o Descartes. Pero las viejas estructuras se asentaban sobre el enorme engranaje de razones de la filosofía de Aristóteles. Era ante todo la explicación del movimiento local, un hecho natural que, por simple que parezca, es una de las vallas más grandes que se han interpuesto en el camino del pensamiento humano, tanto que es verosímil que Galileo no llegara a superarla del todo. No era tanto un obstáculo por sí mismo cuanto por la filosofía de Aristóteles. Hasta tal punto fue así que hubieron de ser las dificultades surgidas de dicha filosofía las que ocasionaran las nuevas estructuras mentales que hoy aprenden los niños en las escuelas. Examinaremos con algún detenimiento este punto para comprender mejor el alcance y significado de estas afirmaciones, para lo cual no es necesario más que seguir el orden del tiempo:

4. La teoría del impetus

Los físicos del siglo XIV ya habían sentido la necesidad de hallar una solución satisfactoria a las siguientes anomalías de la teoría aristotélica:

  1. Puesto que un cuerpo sólo se mueve cuando es movido por otro y la flecha ya no es impulsada por nada cuando abandona el arco ¿por qué ésta no se detiene inmediatamente? ¿A quo moventur proiecta? Aristóteles había respondido que el proyectil no pierde contacto realmente con el movedor: puesto que el vacío no puede existir, el hueco que la flecha abre en el aire se rellena de inmediato, produciéndose una especie de remolino que la empuja por detrás. La experiencia contradecía esta explicación, pues un hilo que se atase al extremo de la flecha debería ir delante de ella.
  2. ¿Por qué motivo aceleran los cuerpos cuando se mueven en caída libre, pues entonces tampoco hay nada que les empuje? Aristóteles había dicho que la menor distancia al punto de llegada acelera al cuerpo precisamente por hallarse más cerca de su lugar natural, lo cual no cuadraba tampoco con la experiencia, porque, de dos cuerpos que caen, se mueve a mayor velocidad el que se halla más lejos de su punto de partida.

Para dar respuesta a estos problemas, los escolásticos parisinos del siglo XIV idearon la doctrina del impetus. Pensaron que los cuerpos adquieren impetus cuando se les imprime un movimiento, y que, como una barra de hierro calentada al rojo vivo se enfría progresivamente, lo van perdiendo poco a poco, hasta que desaparece totalmente y entonces se detienen. Eso explica que se mueva un proyectil cuando ha perdido contacto con su motor, que los cuerpos aceleren en caída libre, pues en el movimiento hacia abajo el impetus aumenta en lugar de disminuir… También se explica que, puesto que el impetus es mayor cuanto mayor es la densidad de la materia, un objeto más pesado llegue en ocasiones más lejos, y que, por necesitar un cierto tiempo para “calentarse” o coger impetus, un objeto lanzado desde una distancia corta se mueva a menos velocidad que si es lanzado desde una algo más larga y que su efecto destructivo sea mayor…

5. Copérnico.

Nicolás Copérnico nació en Thorn (Polonia) en 1473. Estudió en Cracovia, Bolonia, y Padua. Se doctoró en leyes en Ferrara. En 1512 compuso el Commentariolus, que contenía un bosquejo de su sistema. Circularon sólo algunas pocas copias de él. El De revolutionibus orbium coelestium libri IV se publicó el año de su muerte, en 1543.

Su teoría heliocéntrica vio la luz en 1543, pero no bastó para cambiar los antiguos modos de pensar, porque el espíritu que la animaba era más vecino de ellos que de los de la ciencia moderna, a cuya aparición contribuyó sin embargo tan poderosamente. La personalidad de Copérnico, un canónigo católico de la católica Polonia, incitaba poco a la rebelión, y el universo presente en su De revolutionibus orbium coelestium es antiguo y medieval, pero en modo alguno moderno. Seguía siendo finito, y las viejas estructuras mentales sólo saltarían por los aires cuando se admitiera su infinitud. Debió pensar acertadamente que una entidad material infinita restaba alguna dignidad a Dios. Con todo, la obra de Copérnico suscitó conflictos importantes a finales del XVI. Si no infinito, su universo tenía que ser inmenso[x], pues de otro modo ¿cómo explicar que, si la Tierra se mueve alrededor del Sol, las estrellas no varíen su posición con respecto al observador situado en ella? La magnitud que atribuyó al radio de la esfera universal es muy modesta para nuestros actuales cómputos, pero resultó increíble en su tiempo. Mayor problema ocasionó todavía admitir que la Tierra gira de Oeste a Este, pues cabía objetar que una piedra que se deje caer tiene por fuerza que quedar rezagada, una bala de cañón debe llegar más lejos si se dispara hacia el Este…, lo cual es manifiestamente falso. No fue él quien hubo de hacer frente a todas las objeciones, pues no había dicho que las cosas ocurren realmente como dice la teoría, sino que si se acepta hipotéticamente que ocurren así, entonces todo se explica con más exactitud. Fueron sus sucesores, que encontraban muchos inconvenientes en el sistema aristotélico y ptolemaico, quienes se vieron en la necesidad de abandonarlo y solucionar esas y otras dificultades. Uno de ellos fue Tycho Brahe (1546-1601), que, convencido de que el firmamento no debe observarse sin antes contar con hipótesis, buscó un compromiso entre Copérnico y Ptolomeo que, según creía, podría ser valioso para salvar las apariencias, es decir, los datos de la observación empírica. Propuso la tesis de que algunos planetas giran en torno al Sol, en tanto que éste y su sistema planetario entero lo hacen en torno a la Tierra inmóvil. No fue, por supuesto, esta suposición lo que le hizo merecedor de un puesto en la historia de la astronomía, sino, paradójicamente, el enorme cúmulo de datos empíricos de que hizo acopio.

Aunque su importancia sólo empezó a notarse cincuenta años después de ser promulgada, la teoría de Copérnico ejerció una influencia más honda que la que puede percibirse por la mera enumeración de estos hechos. Hasta entonces la Tierra había sido, en contraste con la perfección inmutable de las esferas celestes, el habitáculo de todo lo despreciable e imperfecto, que sólo el concepto religioso de la redención contribuía a justificar. La visión de la naturaleza colocaba al hombre en el estrato inferior de la realidad. La religión acudía a redimirlo atribuyéndole una posición privilegiada y afirmándolo como un sujeto de fines. Cuando el heliocentrismo se aceptó como la verdadera realidad del firmamento, y no ya como una mera hipótesis, se comprendió que encerraba en su seno un violento contraste con el aristotelismo y, lo que fue más grave aún, con la religión, como supieron ver claramente los que procesaron a Galileo. Esta situación ha sido descrita con fuerza por Goethe: “Tal vez no haya conocido la humanidad una sacudida tan grande. ¡Cuántas cosas se esfumaban y convertían en humo, ante este reconocimiento! Un segundo paraíso, un mundo de inocencia, la poesía y la devoción, los testimonios de los sentidos, la convicción que infundía al hombre una fe poético-religiosa: no era extraño que las gentes se aferrasen a todo esto, que no quisieran verlo derrumbarse, que se opusieran por todos los medios a semejante teoría, que autorizaba e incitaba a quien la profesase a una libertad de pensamiento y a una grandeza de intenciones hasta entonces inauditas e insospechadas”[xi]. Con esa nueva perspectiva se daba al individuo la posibilidad de fortalecer la conciencia moral de sí mismo y de sentirse capaz de comprender todo el orden del universo, pues se le garantizaba la unidad entre éste y su entendimiento. Así lo sintió Pascal (1623-1662) al decir que el hombre no es apenas nada por su cuerpo frente al universo, pero que su por su mente es capaz de abarcarlo en toda su extensión. Esto permite decir que el sistema copernicano no fue una simple descripción de los movimientos planetarios, sino que trastornó profundamente el anterior contenido del conocimiento, renovó el concepto de la naturaleza y cambió incluso las ciencias del espíritu.

6. Kepler.

Johannes Kepler nació en 1571 en Weil (Württemburg). Fue ayudante de Tyho Brahe en Praga. Su obra más importante es Mysterium Cosmographicum, publicada en 1596. Fue el primer astrónomo que defendió el sistema copernicano. Murió en 1630.

Kepler era un extraordinario matemático que había heredado de su maestro, Tycho Brahe, el mayor material empírico de la astronomía de su tiempo. Creía que la Tierra es un gigantesco imán colocado en el centro de un campo magnético, motivo por el que está sometida a un movimiento circular. Había comprobado por sí mismo que la irregularidad del movimiento de los planetas es sólo aparente. Estaba guiado por un fervor casi religioso por conocer la melodía que producen las esferas cristalinas al girar. Por todo esto estaba capacitado como nadie para abandonar la antigua astronomía. Se entregó a la búsqueda de todas las combinaciones armónicas en que pudieran expresarse cumplidamente los pentagramas de la melodía celestial y estaba convencido de que la melodía tenía que poderse escribir en fórmulas matemáticas. Sus tres leyes dan prueba de este espíritu:

  1. Una elipse explica el movimiento de los planetas mejor que un círculo.
  2. Si se traza una línea imaginaria desde cualquiera de los planetas hasta el Sol, la línea describe áreas iguales en tiempos iguales.
  3. Los cuadrados del período de la órbita de un planeta son proporcionales a los cubos de su distancia media al Sol.

Si la primera ley ya es un claro alejamiento de la vieja obsesión por el movimiento circular, las tres juntas revelan el espíritu geometrizante que animaba a su autor. Si había buscado la música de las esferas, lo cierto es que estas tres leyes las difuminaron como por ensalmo. Ya no habría en adelante más esferas de cristal. En su lugar quedarían la geometría y el cálculo. Pero, como antes había sucedido a Copérnico, los problemas suscitados por esta desaparición fueron tan grandes que sólo Galileo, y después Newton, estuvieron en disposición de resolverlos. La creencia en ellas había rendido un beneficio muy grande, pues cuando se piensa que las estrellas se hallan tachonadas a ellas, como adornos en una cúpula, es más fácil entender su revolución ordenada. El suprimirlas deja sin explicar precisamente esto, que es lo más importante. Si solamente quedan el astro y su trayectoria, ¿por qué ésta ha de ser una línea curva, sea una elipse o un círculo? Si los planetas y las estrellas están sueltos en el firmamento vacío, ¿cómo es que no se pierden en él? Kepler no debió dejarse inmutar gravemente por estos interrogantes, porque él estaba firmemente convencido del orden y la armonía de los números en el firmamento. Así se convirtió sin pretenderlo en el apóstol del sistema mecanicista, porque, pese a las otras intuiciones musicales, se había dejado guiar por la convicción de que el universo es semejante a un mecanismo de relojería y creía que descubrir la maquinaria que lo rige era la mejor manera de glorificar al Señor.

7. Galileo.

Galileo Galilei nació en 1564 en Pisa, en cuya universidad estudió e impartió posteriormente clases de matemáticas. También enseñó en Padua. El 4 de Agosto de 1597 manifiesta a Kepler su adhesión a la teoría copernicana. El Santo Oficio dictó una censura el 24 de Febrero de 1616 contra la estabilidad del Sol y el movimiento de la Tierra. Después, el 5 de Marzo del mismo año, condenó la obra de Copérnico De revolutionibus orbium coelestium libri IV: las doctrinas de esa obra solamente podía tomarse ex suppositione y no absolute. Por estimar que el Diálogo sopra i due massimi sistemi del mondo tolemaico e copernicano, publicado por Galileo en 1632, tomaba el copernicanismo en el segundo sentido, fue prohibido en 1633 y Galileo condenado a la cárcel, aunque no cumplió sentencia. Ese mismo año se trasladó a Florencia, donde, pese a vivir relegado, no disminuyó su actividad científica y literaria. Murió en 1642. Otras obras suyas son Il Saggiatore y Discorsi e dimostrazione matematiche intorno a due nuove scienze attenenti alla meccanica & i movimenti locali.

Las ideas de Kepler eran la sentencia de muerte para el sistema de Aristóteles y Ptolomeo. Por si fuera poco, el telescopio que inventó Galileo llenó el cielo, que dicho sistema consideraba perfecto y acabado por definición, de cosas nuevas e inesperadas: había satélites en otros planetas, manchas en el Sol… Los aristotélicos reaccionaron con virulencia, pero no sin razones, y Galileo comprendió que el ataque a Aristóteles debía abrirse en todos los frentes a la vez, pues solucionar uno o dos casos no conducía más que a colocar bien una o dos piezas en un puzzle. Lograr ese objetivo exigía entender el movimiento local desde una perspectiva radicalmente nueva, para lo cual había que esforzarse por analizar el caso más sencillo de todos. Sólo una vez que esto se hubiera logrado sería posible aplicar los principios extraídos de ahí a las órbitas de los planetas, la revolución de las estrellas, la caída de los graves, el desplazamiento de los proyectiles… Galileo aprendió lo que debía hacer de Arquímedes (287-212 a. d. J.), el científico de la Antigüedad que se había esforzado por pensar en el peso de un objeto en el aire, luego en el agua, luego en un medio que no fuera el agua ni el aire…, lo que le llevaba a aceptar que la clase más sencilla de movimiento, la más elemental, no podía ser otra que la que se diera en un lugar donde nada influyera en él.

Galileo comprendió por fin que todo objeto se mueve igualmente en línea recta mientras no intervenga nada que altere su estado. A continuación podían matematizarse todos los problemas de la física, que por todo esto no se diferenciaba esencialmente de la astronomía. Las cosas no son distintas en el cielo estrellado y aquí en la Tierra. Esta manera de pensar tuvo un efecto devastador. Bajo su empuje se desmoronaron de pronto las barreras que separaban el mundo sublunar del supralunar. Cayó por tierra la jerarquía que Aristóteles había establecido entre los seres naturales, aquella jerarquía que atribuía a las esferas celestes el tipo más alto de movimiento: la vida y la inteligencia. Ahora todo movimiento es movimiento local. Las viejas y venerables nociones de acto, potencia, sustancia, entelequia… perdieron su utilidad, pues el movimiento podía ser explicado sin necesidad de recurrir a ellas. Por último, la concepción de Galileo se oponía también frontalmente al naturalismo, al pan-psiquismo y al animismo renacentistas, que quedaban así situados al mismo lado del aristotelismo que se habían esforzado en combatir.

Esto era una manifestación del avance incontenible del pensamiento que se había abierto paso desde las ideas de Copérnico, de la liberación de las trabas impuestas por la autoridad, ya sea la aristotélica o la eclesiástica -si eran realmente diferentes-, de la tradición… e incluso de la experiencia. Debe notarse a este respecto que la clave de estas transformaciones ni siquiera residió en la experimentación. Si así hubiera sido, la ciencia habría nacido mucho antes, pues nadie hacía tantas experiencias como los alquimistas medievales. Y no habría empezado por la astronomía, donde el experimento, al menos en el sentido corriente del vocablo, es imposible. El adelanto más importante de la mecánica, hoy generalmente llamada física, se debió a una transposición mental. Esto no es casual, pues aquellos problemas no podían resolverse en tanto no se supusiera un espacio arquimédico vacío. Era inevitable en gran medida proceder así, pues había que adquirir la visión del geómetra, para comprobar cuáles son los casos susceptibles de cuantificación y prescindir de todos los demás, que se relegaban a la apariencia o al no-ser. Una vez que se instituyó esta manera de ver las cosas pudieron introducirse progresivamente otros factores, como la resistencia del aire, la gravedad…, que la teoría de Aristóteles nunca pudo tener en cuenta. Pero era inevitable que se ocasionara una escisión entre las cosas del sentido común y las de la ciencia. Por atenerse sólo a la forma, al tamaño, a la cantidad y al movimiento, es decir, sólo a los fenómenos capaces de ser etiquetados numéricamente, hubo que abandonar el sabor, el color, el sonido, el olor… Los unos fueron definidos como cualidades primarias u objetivas, pertenecientes realmente a los objetos; los otros como cualidades secundarias o subjetivas, que no existirían si no tuviéramos paladar, ojos, oídos, nariz…

Galileo fue consciente de este profundo cambio. Su postulado materialista, que refería los fenómenos sensibles y multiformes a una materia unitaria y homogénea, no afirma las particularidades sensibles, sino los derechos absolutos de la razón científica. Es el primado del pensamiento sobre la experiencia sensible. El concepto de materia no es en dicho postulado distinto del de necesidad, como ya había comprendido Aristóteles en su momento. Lo mismo había sucedido al materialismo antiguo. Demócrito no empezó pensando que existen átomos para después atribuirles eternidad e inmutabilidad. Éstas cualidades las había ya afirmado sin discusión la razón en el discurso de Parménides. Muy al contrario, interesado por la antítesis entre lo uno y lo múltiple, por el conflicto entre las exigencias del pensamiento y las de la percepción, buscó algún procedimiento que pudiera atribuir a los fenómenos de la sensibilidad algo de eternidad e inmutabilidad[xii]. De ahí extrajo la necesidad de que existan partículas materiales indivisibles. Para Galileo era también primordial el hallazgo de la necesidad en la materia, que tenía que traducirse en relaciones numéricas fijas. Una vez sentada así la verdad de las cosas, el experimento correcto es la prueba de que hay identidad entre lo demostrado a priori y lo hallado en lo concreto. Y si la prueba empírica no llega, no hay motivo para abandonar lo que ha sido correctamente elaborado por el pensamiento, sino sólo para aceptar que en la naturaleza no se encuentra un caso que sea ejemplo de lo pensado[xiii]. Ahora bien, este camino no conduce al estudio de los hechos, sino al establecimiento de los principios sistemáticos generales. La naturaleza es definida, por encima de los cambios que se muestran en la percepción sensible, según un conjunto de reglas necesarias dotadas de validez general. Cuando los casos particulares mostrados por la experiencia no pueden verse como ejemplificaciones concretas de aquellas reglas, tenderán a ser definidos como apariencias. En caso contrario, como entidades reales. En el análisis de estos últimos tienen los conceptos del entendimiento su legítimo campo de acción.

Esto significa un engrandecimiento sin precedentes de la razón humana, que llegó a adquirir una autonomía desconocida en la historia del pensamiento. No es de extrañar que la filosofía estuviera en este tiempo totalmente penetrada de estos ideales, que ella forjó de manera consciente y se esforzó cuanto pudo por llevarlos hasta sus últimas consecuencias.


Notas

[i] V. Garin, E., La revolución cultural del Renacimiento, prólogo de M. A. Granada, trad. de D. Bergadà, Crítica, Barcelona, 1981, pág. 249.

[ii] V. Koyré, A., Místicos, espirituales y alquimistas del siglo XVI alemán, trad. de F. Alonso, Akal, Madrid, 1981, páginas 75 y siguientes.

[iii] V. Garin, E., o.c., páginas 257 a 264.

[iv] V. Aristóteles, Física, II, 534-538.

[v] V. Aristóteles, Física, II, 553.

[vi] V. Aristóteles, o.c., II, 552.

[vii] V. Aristóteles, Ibidem.

[viii] V. Cassirer, E., El problema del conocimiento en la filosofía y en la ciencia modernas. I., trad. de W. Roces, F.C.E., México, 1986, página 368.

[ix] Cassirer, E., o.c., páginas 369-370.

[x] El universo de Aristóteles y Ptolomeo no era tan pequeño y confortable como representaban las figuraciones medievales. Se acepta que debía tener un diámetro de unos 20.000 radios, es decir, aproximadamente 200 millones de kilómetros. El de Copérnico tenía que ser unas 2.000 veces mayor, lo que arroja un diámetro de 400.000 millones de kilómetros. Por comparación con el actual, cuyas distancias entre estrellas se miden en años-luz, ambos, el medieval y el copernicano, son extraordinariamente pequeños. Desde este punto de vista, Copérnico es más medieval que moderno. Kepler y Galileo no estaban muy lejos de él. Descartes fue el primero en pensar seriamente que el universo es infinito.

[xi] Citado en Cassirer, E., o.c., página 403; subrayado nuestro.

[xii] V. Cassirer, E., o.c., páginas 354 a 355.

[xiii] V. Cassirer, E., o.c., página 352.


(Publicado en Varios autores, Historia de la filosofía, Proyecto Sur de Ediciones, Granada, 1996, páginas 101-117)

 

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Sobre la fe en la razón

 


Resumen

Se examina la ley de participación, propuesta por Lévy-Bruhl como criterio con el que diferenciar dos clases de mentalidad: la de los pueblos primitivos, que él llamó prelógica, y la de los civilizados, que muchos creen que es científica. Se encuentra que una ley tal no es consistente porque es contraria al principio de contradicción y se concluye que la racionalidad es propia de toda clase de mentalidad y de todo sistema de signos, ya se trate de una cualquiera de las religiones llamadas primitivas o de una de las ciencias aparecidas en Europa durante el siglo XVII.

Abstract

 This article examines the law of participation, proposed by Levy-Bruhl as criteria by which to differentiate two classes of mentality: that of the primitive peoples (which he called prelogical) and that of the civilized (which many believe is scientific). In the study I find that this law is not consistent, because it is contrary to the principle of contradiction. I also conclude that rationality is inherent in every type of mentality and in any system of signs, whether it pertains to one of the so-called primitive religions, or to any of the sciences that appeared in Europe during the 1600S.


 

 

La antropología social contemporánea ha dejado de creer que hay un abismo entre la sociedad occidental y las demás. Esa creencia fue mantenida antaño por una cierta necesidad de diferenciación procedente de una filosofía de la historia que situaba las sociedades ilustradas occidentales en la cima del progreso, lo que obligaba a expulsar a los pueblos llamados primitivos por causa de esa filosofía al campo de lo no civilizado y lo salvaje. El olvido de aquella creencia ha hecho olvidar ahora algunas ideas importantes que la acompañaban, entre ellas las que Lévy-Bruhl defendió en un momento para luego abandonar, algo que no parece habérsele reconocido, de manera que en el presente se tienen en cuenta las que él mismo dejó de lado y se dejan de lado otras que deberían contarse entre los elementos dispersos que es necesario reunir para configurar el cuadro de una posible teoría del conocimiento en antropología. A pesar de lo cual yo contribuiré quizá a esa injusticia, puesto que trataré de probar que lo que Durkheim llamó categorías colectivas no puede ser algo opuesto al pensamiento racional y para ello no encuentro mejor camino que oponerme a Lévy-Bruhl, porque fue quien mejor expuso la doctrina de que la mentalidad del salvaje y la del civilizado son opuestas. Mi convicción es más específica aún: no creo solo que el pensamiento de los pueblos primitivos no es contrario a la razón, sino que, siendo esencialmente religioso, ni siquiera se opone a la ciencia moderna.

1. Dos sociedades, dos mentalidades

La doctrina de Lévy-Bruhl establece que entre los diversos grupos humanos existe diferencia de naturaleza en lo tocante a modos de pensamiento, intelecto y lógica. No es una doctrina solitaria, pero seguramente es la única que propone un criterio para justificar esa diferencia. Ya en el comienzo de Les fonctions mentales dans les sociétés inferieures dice que hay dos clases de pensamiento, uno caracterizado por la filosofía racionalista y la ciencia positiva y otro regido por la ley de participación, cuyos elementos constituyentes son en parte cognoscitivos y en parte emocionales y motores[1]. Como seguía de cerca las ideas sociológicas de Durkheim, rechazaba la posibilidad de que los hechos sociales pudieran explicarse adecuadamente a partir de los individuos, y como la mentalidad primitiva era considerada también por él como un hecho social, afirmaba que el método de análisis que se le aplique debe ignorar los espíritus particulares y ocuparse exclusivamente de las representaciones colectivas.

Esto indica que no situaba en la naturaleza individual, biológica, la raíz de las diferencias. Un humano era para él lo mismo que cualquier otro.

Su objeto de estudio se definía de manera inversa al de la antropología británica de los tiempos de Frazer y Tylor, que tendían a presentar los sistemas de ideas de otros pueblos como efectos directos de las mentes individuales y de su incapacidad para el razonamiento correcto. La tesis de Lévy-Bruhl, que responde a un método sociológico más consistente, insiste en que un estudio correcto de las representaciones colectivas debe mostrar la naturaleza de los sistemas de creencias, nociones, ideas, etc., que caracterizan a las distintas comunidades humanas.

Cada tipo de sociedad tiene por lo tanto una mentalidad característica, pues cada uno tiene costumbres e instituciones características, que fundamentalmente solo son un aspecto determinado de las representaciones colectivas; son, por decirlo así, las representaciones consideradas objetivamente[2].

A pesar de todos sus esfuerzos, la escuela sociológica francesa, a la que perteneció Lévy-Bruhl, no ha conseguido nunca diferenciarse del materialismo histórico en lo tocante a la idea de que existe alguna especie de nexo causal entre las representaciones colectivas y la estructura social en que nacen y se desarrollan. Es lo que puede detectarse con facilidad también en las anteriores palabras de Evans-Pritchard, que expresan la posición de Lévy-Bruhl. De la seguridad en la existencia de ese hilo causal se puede pasar sin solución de continuidad a la idea de que, prestando atención a los diferentes tipos de mentalidades que son características de diferentes sociedades, es posible encontrar un principio clasificador de las agrupaciones humanas mediante el hallazgo de un orden en sus representaciones. Pero aunque el método resultantes se aplique de un modo muy general, esta seguridad reposa en la equivocación de pensar que los mismos efectos proceden siempre de las mismas causas. Lévy-Bruhl comete este error cuando utiliza como criterio de clasificación de sociedades la presencia o ausencia de racionalidad en las representaciones y divide las agrupaciones humanas en dos grandes bloques: a un lado las civilizaciones surgidas a orillas del Mediterráneo, cuya mentalidad se supone que es lógica y científica, y esto sin pararse a pensar en la necesidad de explicar convenientemente lo que ha de entenderse bajo esta caracterización, y al otro 1as sociedades penetradas de otro tipo de mentalidad básicamente distinta, que él llamó mística en cuanto al contenido, porque sustentan una “creencia en fuerzas, influencias y acciones no perceptibles por los sentidos y sin embargo reales”[3], y prelógica en cuanto a la forma, puesto que el nexo entre las representaciones del primitivo no obedece al principio de contradicción, sino a la ley de la participación.

Lévy-Bruhl no creía, pese a las apariencias, que el salvaje ocupe un lugar semihumano o casi animal por su capacidad de pensar. Aunque más abajo se delimitará con la mayor precisión posible el alcance de los términos ‘mística’ y ‘prelógica’, conviene tener en cuenta desde ahora que el autor no concibe a los individuos de las sociedades primitivas como seres desprovistos de razón. En realidad, su punto de vista al respecto se fundamenta en un profundo cambio de perspectiva si lo comparamos nuevamente con la antropología británica del momento. Los representantes de esta escuela sustentaban una posición que podríamos calificar de realista, consistente en afirmar que la creencia equivocada del primitivo en la magia proviene de un razonamiento incorrecto a partir de lo observado, que es lo mismo para él que para nosotros, en tanto que Lévy-Bruhl mantiene inversamente que el razonamiento incorrecto no se produce por una especie de impotencia constitutiva natural, como se deducía de la tesis de los británicos, sino a causa de estar constreñido y determinado por las representaciones de la sociedad, que son místicas e influyen en la percepción[4].

Ambas tesis pueden ser expresadas de otro modo: según Tylor y Frazer, se da en primer lugar un error en el razonamiento y como consecuencia la creencia en la magia, y, según Lévy-Bruhl, se produce antes la creencia en la magia y por su causa el error en el razonamiento. Es la diferencia básica entre una interpretación psicológica y otra sociológica. La primera mantiene como inexplicada la naturaleza irracional del individuo primitivo, a la vez que dicha naturaleza es concebida como fuente de algo que se interpreta como un efecto social observable, a saber, la creencia en la magia. La segunda opera de un modo simétrico y por ello caerá en el error inverso: mantiene como fondo de explicación de los razonamientos incorrectos la creencia en la magia que los individuos heredan de su medio social, pero no es. capaz de proporcionar un método adecuado de análisis de dicha representación colectiva, contentándose con resaltar solamente sus efectos, es decir, haciendo hincapié casi exclusivamente en lo irracional del primitivo. De ese modo, no es de extrañar que Lévy-Bruhl produzca la impresión de considerar irracionales a los individuos de las sociedades atrasadas.

Esta mentalidad, si se considera más especialmente el contenido de 1as representaciones, será llamada mística, y prelógica, si se consideran más bien las relaciones. Prelógica no debe hacernos creer que esta mentalidad constituye una especie de etapa anterior, en el tiempo, a la aparición del pensamiento lógico. ¿Han existido alguna vez grupos de seres humanos o prehumanos, cuyas representaciones colectivas no hayan obedecido a las leyes lógicas? lo ignoramos: en todo caso es muy poco verosímil. Por lo menos, la mentalidad de las sociedades de tipo inferior, que yo llamo prelógicas, por carecer de una palabra más adecuada, no presenta del todo ese carácter. No es antilógica; tampoco es alógica. Llamándola prelógica solamente quiero significar que no se limita ante todo, como nuestro pensamiento a abstenerse de la contradicción. Obedece a la ley de la participación[5].

Lo que hace que la mentalidad del primitivo sea prelógica son las categorías de que se sirve. Pero el concepto de “prelógico”, pese al sentido especial que Lévy-Bruhl quiere atribuirle, no queda delimitado con claridad. Cierto es que insiste en la escasa posibilidad de que en alguna sociedad hayan existido representaciones colectivas no sujetas a las leyes de la lógica. También en que no hay una barrera natural o psico1ógica, sino social, entre los dos grandes grupos de colectividades humanas que ha distinguido. Si en una se ejercita la abstención de las operaciones lógicas, no es porque la experiencia sensible sea para ella un límite imposible de franquear y esté por ello obligada a realizar desviaciones incongruentes a partir de ella, sino porque se trata de representaciones excesivamente emocionales que dejan poco lugar a las acciones discursivas del intelecto:

Si por consiguiente la mentalidad primitiva evita e ignora las operaciones lógicas, si se abstiene de razonar y de reflexionar, no es por imposibilidad de sobrepasar lo ofrecido por los sentidos, ni tampoco por el interés exclusivo de un pequeño número de objetos naturales[6].

Si no se aplica el principio de contradicción no es por una incapacidad natural, sino por las costumbres y las instituciones sociales. El caso de la lengua es particularmente determinante de estos efectos. En Occidente utilizamos idiomas que una tradición científica y filosófica de siglos ha convertido en instrumentos altamente refinados, en depósitos de abstracciones muy elaboradas, siempre en disposición de ser utilizados de modo fácil y coherente. Sin embargo, las lenguas de otros pueblos no cuentan con esa capacidad. Por tanto, quienes utilicen unos u otros se verán necesariamente constreñidos en los resultados. En concreto, para el salvaje resultará una empresa ardua y casi inalcanzable la práctica de la abstracción.

2. La ley de participación

Ahora bien, es opinión de Lévy-Bruhl que el pensamiento primitivo, aun careciendo grandemente de conceptos y a pesar de que vuelve la espalda al principio de contradicción, lo cual sería suficiente para calificarlo de irracional, no deja por ello de ser sistemático, puesto que su desenvolvimiento no tiene lugar de un modo confuso y anárquico. Lo que ocurre es que las leyes a que se atiene son distintas de las de la ciencia y la lógica modernas, no careciendo sin embargo del carácter de leyes. Básicamente es la participación la que da sistematicidad a esta mentalidad.

No debe pasar desapercibida la dificultad a que se enfrenta Lévy-Bruhl por querer elevar la participación a rango de ley que convierte en sistemáticas las representaciones colectivas, máxime cuando dicha ley ha de estar situada a espaldas del principio de contradicción. Este principio obliga esencialmente a admitir la imposibilidad de que una cosa cualquiera sea ella misma y al mismo tiempo, y bajo el mismo aspecto, algo distinto de ella misma. En consecuencia, cualquier norma que no cumpla estas condiciones posibilitará la confusión en una sola unidad, unidad que es mística en la ley de participación, de aspectos que son lógicamente desiguales. Esta ley no tiene funciones lógicas, no es tampoco un vástago desviado ni un antecedente del pensamiento lógico. Cazeneuve la localiza en el campo de la afectividad como su lugar más adecuado:

…es la referencia a la afectividad lo que expresa del mejor modo el carácter original de la participación y el hecho que no es una función lógica, y no depende, sobre todo, de una particularidad del pensamiento lógico en los primitivos[7].

A continuación señala correctamente que la única relación existente entre la participación y lo racional consiste en que conforme el pensamiento abandona las condiciones que favorecen la experiencia mística, se va sintiendo poco a poco la necesidad de legitimar lógicamente las participaciones, como mostraría, según él, la historia de las religiones y de la metafísica. Ahora bien, esta forma de colocar la sociología del conocimiento de Lévy-Bruhl en una perspectiva evolucionista no debe llamar o engaño, puesto que ello no puede conducir a pensar que se realiza algún tipo de fusión entre una zona lógica y otra que no lo es, ni siquiera que la segunda se transforme con el tiempo en la primera. Se trata más bien de dos caminos nítidamente separados, pues la ley de participación nos sitúa frente a un tipo de pensamiento distinto e irreductible al racional, no en un antecedente de este.

Algún ejemplo puesto por el propio Lévy-Bruhl ayudará a comprender esto. Cuando un nativo que pertenece al clan del leopardo afirma que es un leopardo o que el leopardo que se ha encontrado en el bosque es su hermano, no está hablando metafóricamente, sino poniendo de relieve una particularidad de su modo de pensar que le permite concebirse a sí mismo como leopardo, sin menoscabo de su condición de hombre. Entre el animal y él existe una comunidad mística inexplicable para una mente racional. Igual sucede cuando una horda australiana se piensa identificada con su tierra. Dicha identificación no es tampoco una metáfora ni una prefiguración de la idea de propiedad, sino más bien la noción de que entre los hombres del grupo y la localidad que habitan existe una mutua participación, según la cual el lugar no sería tal sin ellos ni ellos serían lo que son sin él. De ahí que ni siquiera puedan comprender la posibilidad de alejarse de sus parajes, debido a que si lo hacen perderían, por así decirlo, su esencia.

La comprensión de la ley de participación exige que previamente se comprenda el sentido de la mística. Ante todo no debe confundirse con la de tradición occidental. A diferencia de nuestros hábitos mentales, que, según piensa Lévy-Bruhl, nos garantizan la existencia de un mundo pleno de regularidades donde no caben las alteraciones imprevistas, puesto que los efectos y las causas se sitúan en un orden necesario que siempre es el mismo, la práctica intelectual del salvaje, que tras la noción de ‘lo místico’ esconde toda una con concepción sobre el orden del universo, remite a una realidad en la que los factores visibles, empíricos, no están desligados de otros que son invisibles, místicos, de tal modo que el ser presenta a ojos del primitivo una estructura dual en la que no se reconocen niveles distintos para las relaciones de causa-efecto. La vida diaria de un hombre de Occidente se desenvuelve en el seno de una naturaleza intelectualizada por una larga tradición filosófica y científica. Esta naturaleza es para él ordenada y racional. No sucede lo mismo para el primitivo, ante cuyo pensamiento se extiende un mundo entretejido de participaciones y exclusiones místicas. Las palabras de Lévy-Bruhl son elocuentes:

La naturaleza en medio de la cual vive aparece para él bajo otro aspecto. Ahí todos los objetos y todos los seres están implicados en una red de participaciones y de exclusiones místicas; son las que hacen su contextura y su orden. Son por consiguiente las que se impondrán primero a su atención y las únicas que retendrá. Si está interesado por un fenómeno, si no se reduce a percibirlo, digamos pasivamente y sin reaccionar, lo atribuirá a una presencia oculta e invisible, cuya manifestación es este fenómeno[8].

El autor advierte una y otra vez, pese a todo, que la mentalidad primitiva puede no ser racional, pero que es sistemática, lo cual equivale a afirmar que no es un pensamiento caótico. A decir verdad, cabría dudar de que un pensamiento caótico fuera pensamiento. Las categorías mentales del salvaje no pueden permanecer en el desorden, porque sirven como patrón para la comprensión del mundo y para la acción adaptada a él. Por ello, la red de participaciones y exclusiones místicas en que consiste lo real para esta mentalidad debe formar un todo coherente, sin fisuras. Mientras que nosotros hemos apoyado todo nuestro utillaje científico sobre un tejido de causas y efectos que concebimos entrelazados hasta abarcar la totalidad del universo, de suerte que el orden real viene a consistir en la disposición ordenada y regular de los fenómenos en series causales[9], los primitivos, obedeciendo sin duda al mismo instinto mental y anticipando de una manera borrosa el determinismo científico moderno, relacionan todo lo visible con potencias ocultas, de modo tal que en los casos en que nosotros pensaríamos que la causa de cualquier efecto debe ser buscada en el mismo registro temporal y espacial, ellos admitirían con toda tranquilidad que uno de los términos de la relación pertenece a un orden distinto, inalcanzable a la inspección ordinaria y sensible[10]. Todo lo cual revela en el fondo una visión ocasionalista de la causalidad, por cuanto las causas empíricas son solo causas segundas, oportunidades para que las causas sobrenaturales, que son las únicas legítimamente reales, ejerzan su acción. Resulta pues comprensible que la naturaleza física y la sobrenaturaleza formen un solo cuerpo y que en esta mentalidad no haya lugar para la distinción del total en partes separadas, sino que se trate de una sola unidad[11].

De nuevo será útil ilustrar esto con algún suceso citado por Lévy-Bruhl. En cierta aldea, durante una reunión informal en la que estaban presentes varios ancianos, un hombre que luego resultó ser un brujo arrojó una lanza hacia lo alto de un árbol, con tan mala fortuna que en su caída alcanzó accidentalmente a uno de los ancianos, el cual resultó muerto a consecuencia de ello. La creencia de aquella gente obligaba a rendir inmediatamente satisfacciones al espíritu del difunto, pues, si no se le aplacaba, podría causar cualquier tipo de males a los vivos. Como quedaba excluida de antemano la posibilidad de lo que nosotros llamaríamos accidente fortuito, se daba por descontado que existía un criminal sobre el que debería recaer la responsabilidad del asesinato. En consecuencia, se actuó contra esta persona, que, como era de esperar, resultó ser la que arrojó la lanza.

Las justificaciones indígenas para probar la culpabilidad de este individuo fueron del orden siguiente. No se podía admitir que la acción no hubiera sido intencionada, porque en ese caso ¿cómo habría de entenderse el hecho de que la lanza cayera precisamente sobre el cuello de este hombre después de rebotar contra el árbol, y no sobre el de cualquier otro, o bien desviada a tierra? Hubiera sido un cúmulo demasiado grande de coincidencias y nada ocurre por casualidad. Además, resultaba difícil conjugar con la ausencia de intención por parte del homicida el hecho de que éste fuera un brujo. Por si fuera poco ¿cómo estar seguros de que no había en él intención de matar, por más que insistiera en lo contrario? Es posible incluso que esa intención fuera inconsciente, como suele suceder a los brujos. Y, de todos modos, que él defendiera con fuerza su falta de intención no probaba nada, pues ¿qué otra coso puede esperarse que haga quien tiene miedo de la venganza que se avecina?

De manera general, para esta mentalidad no hay azar, y no puede haberlo. Ni aun cuando se la persuade del determinismo riguroso de los fenómenos; por el contrario, como no tiene la menor idea del determinismo, permanece indiferente a la relación causal, y a todo acontecimiento que la afecta le atribuye un origen místico. Las fuerzas ocultas son siempre sentidas como presentes; cuanto más fortuito nos parezca un acontecimiento, tanto más significativo será para la mentalidad primitiva[12].

De esta manera se las arregla el salvaje para no introducir cortes en una realidad concebida como única. Es evidente que el diálogo con el occidental es imposible. Para ello sería necesario que se alejase de sus creencias, las cuales están avaladas por la tradición y el consenso de los restantes componentes del grupo. La experiencia onírica, la creencia en la magia, la brujería y los oráculos, la seguridad sobre la existencia de fuerzas ocultas…, lo místico en definitiva, es tan real como la experiencia de cada día. Incluso forma parte de la experiencia de cada día. Pero, preciso es insistir de nuevo, el mundo suprasensible no deriva del sensible por una especie de confusión mental, como sostenía la escuela animista, sino que es dado de manera directa. La experiencia del mundo suprasensible no es mediata. Es una forma de Weltanschauung vivida como un cuerpo de causas actuando en todos los sentidos, aunque desde luego se las entiende a un nivel absolutamente opuesto a nuestra concepción acerca de la causalidad. Este conjunto de categorizaciones de lo real es a fin de cuentas también el resultado de una lucha contra el desorden, la no aceptación decidida de que los hechos pueden producirse de manera azarosa e imprevisible.

Pero aun así no es suficiente. En realidad esa cosmovisión no es el final de un proceso cognoscitivo ordenador del universo, sino más bien el principio, la malla utilizada para comprenderlo y moverse en él. El ser en su totalidad esta ya dado al inicio. Lo que resta por conocer de él no es esencial sino accesorio. Es indudable que poseer una categorización de este estilo es una ventaja, puesto que facilita la acción humana en el curso de los acontecimientos y al mismo tiempo la transmisión de dicha conducta de unas generaciones a otras en una forma ordenada. Sin ella los nativos del ejemplo anterior habrían tenido que permanecer en la incertidumbre y haberse resignado frente al accidente sucedido. Con ella tuvieron una explicación causal de lo ocurrido y pudieron en consecuencia intervenir en los acontecimientos para evitar su repetición. Cada cosa ocupa el lugar que la corresponde y hay un lugar para cada cosa. Lo insólito, lo desacostumbrado, no produce sorpresa, pues se niega sin más que se deba al azar. La apelación a las potencias ocultas permite que todas las decisiones futuras que deban verse forzados a realizar los hombres estén ya previamente inscritas en la tradición del grupo, en las representaciones colectivas que heredan de sus antepasados y transmiten a sus descendientes[13].

Aunque pudiera parecer que se trata de una categoría cognoscitiva del estilo kantiano o aristotélico, no es lo exclusivamente cognoscitivo lo que predomina en ella. Ni siquiera es lo más importante, de atenerse a lo que dice Lévy-Bruhl. Según él, la generalidad que comportan las representaciones que los primitivos tienen de los poderes invisibles no reside en las ideas. Lo que en sus escritos aparece denominado como categoría afectiva de lo sobrenatural entraña una generalidad más sentida que conocida, la cual "consiste únicamente en la emoción característica que se produce cuando tal categoría entra en acción”[14]. De aquí se puede deducir la posición filosófica que mantiene Lévy-Bruhl. Consiste ésta en un dualismo que ve al hombre dividido en dos reinos, irreductibles el uno al otro. Por un lado está el de la razón y por otro el de los sentimientos. Lo que ha hecho Lévy-Bruhl ha sido aplicar esta concepción al conjunto de las sociedades, y, en lugar de ver que en cada una de ellas se dan probablemente en la misma proporción los elementos racionales y los místicos, lo cual le hubiera conducido con toda seguridad a hipótesis más ricas, se contentó con dividir el total de la humanidad en dos grandes grupos, uno de los cuales esta afectado profundamente por lo prelógico y el otro por lo intelectual.

La experiencia del primitivo es casi fundamentalmente afectiva, en tanto que la nuestra, con la que no se debe confundir, es más bien de índole cognoscitiva. Como tal teoría no puede ser llevada hasta el extremo de admitir que la mente del salvaje sea ciega para las relaciones causales empíricas, hay que creer que realiza observaciones sobre los antecedentes constantes de hechos que le interesan y que sin ellas no podría desenvolverse en el medio que le rodea. Pero esto no es contradictorio. Como ya queda indicado más arriba, sucede que da poca importancia a las causas que pertenecen al mismo nivel que los fenómenos observados. Por ello apenas si revisten interés para la explicación de tales fenómenos. Sin llegar a distinguir dos mundos separados, lo cierto es que divide las causas en dos tipos. Por una parte están las reales, cuyo lugar de procedencia está situado en un reino que trasciende lo que nosotros llamamos naturaleza, en el mundo de los poderes invisibles. Por otra están las causas coadyuvantes, que quedan situadas más acá. Fue un brujo quien realmente ocasionó la muerte del anciano. La lanza, el árbol contra el que rebotó, el hecho de que en ese preciso instante hubiera una reunión a la que asistía precisamente el anciano asesinado y todo lo demás son causas secundarias que no revisten verdadero interés. Si el brujo, consciente o inconscientemente, había forjado al proyecto de asesinar a aquel anciano, ¿qué más da que ejecutase su designio por medio de la lanza, aquel día y durante aquella reunión? De una u otra manera había de matar a aquel hombre. Ante esto, lo verdaderamente importante no es saber que un hombre resultó muerto de un lanzazo, que desde nuestra perspectiva resultaría accidental, sino quién utilizó voluntariamente aquella lanza para cometer un asesinato[15].

Estos hijos de la fantasía han amalgamado la experiencia ordinaria y la mística hasta conseguir un entramado indisoluble, a resultas del cual el mundo verdadero es el que su creencia les dicta y lo que entra por los sentidos no puede contradecirlo porque es percibido en términos de creencia. Lo místico obra al modo de un tejido en el que van siendo engarzados e interpretados los datos de la experiencia. Estas ideas acerca de la mentalidad primitiva, que en verdad incluyen una teoría de la percepción, dan ahora la razón exacta de por qué los salvajes no razonan incorrectamente a partir de lo percibido. En realidad, la percepción viene ocasionada por la creencia y no al revés. Son factores sociales los que determinan los interesas que sirven de base a la realización de la experiencia.

Así lo explica Evans-Pritchard:

No se contenta (Lévy-Bruhl) con afirmar que las percepciones de los primitivos incluyen representaciones místicas, sino que son las representaciones místicas los que suscitan las percepciones. En el flujo de las impresiones sensoriales, solo unas pocas se hacen conscientes. Solo se advierte una pequeña parte de lo que se ve y se oye. Aunque a lo que se atiende es seleccionado por su mayor afectividad. En otros términos, los intereses del hombre son los agentes de su selección, y en gran medida vienen determinados socialmente. Los primitivos hacen caso de los fenómenos en razón de las propiedades místicas de que los han revestido sus representaciones colectivas. Así pues, las representaciones colectivas rigen la percepción y a su vez están fundidas con ella[16].

Al filósofo no le resulta nada fácil dar razones a favor de la existencia de una definición de la experiencia universal y únicamente valedera[17], lo que no obsta para que sea generalmente aceptada como algo indiscutible. Es probable, sin embargo, que la fuerza de convicción en que descansa este postulado sea un efecto de nuestra civilización. De hecho estamos firmemente convencidos de que con nuestra ciencia hemos conseguido un instrumento eficaz para distinguir lo objetivo de lo que no lo es. Lévy-Bruhl acepta sin crítica esta forma de ver las cosas y asigna en consecuencia a nuestras categorías racionales y científicas la función de reflejos objetivos de la realidad, pero cree que las categorías afectivas del primitivo impiden que las cosas percibidas se reduzcan a ser simplemente percibidas. Sucede por ello que las percepciones de éste son la suma de lo estrictamente sensible y los elementos que proceden de las potencias ocultas, de modo que resulta harto difícil distinguir entre lo que procede de los sentidos y lo que le es añadido. Su mundo mental ha de formar un conjunto mucho más rico y variado que el nuestro. No en vano es el resultante de una mezcolanza de factores subjetivos y objetivos indiferenciados.

Es de notar cómo Lévy-Bruhl, que en el estudio de los primitivos se había negado resueltamente a admitir el método que Evans-Pritchard denominó más tarde con la burlona expresión si yo fuera un caballo[18], no fue capaz de resistirse al influjo enorme de la ciencia de su tiempo, hasta el punto de llegar a concebir sus métodos y resultados como universalmente válidos, sin mediar siquiera un intento de definirlos con precisión, de manera que al pensar en el primitivo no pareció encontrar un método mejor que el de imaginar un civilizado sin ciencia y sin razón.

Siguiendo a Lévy-Bruhl, la mentalidad primitiva ha de verse como un cuerpo cerrado en el que todas los componentes están dados de antemano, al contrario de nuestro conocimiento científico, que sin descanso está forzando la formación de conceptos nuevos y el ensanchamiento incesante del saber. Ante nuestra mente se extiende un camino infinito que ella ha de explorar. Ante la del primitivo un territorio limitado que ya está explorado desde el principio. Por efecto del peso de las tradiciones y las obligaciones sociales, las representaciones que conforman su experiencia afectiva pasan a formar parte de cuadros fijos, cuya función viene a ser análoga a la de los esquemas que, según los psicólogos, constituyen los formas en que entran los elementos de la percepción[19]. Este esquematismo sociológico, que por otras razones es el más opuesto al del intelectualista Durkheim, viene a coincidir sin embargo a grandes trazos con este autor él y Mauss preconizaron en De ciertas formas primitivas de clasificación. Sin embargo, dejando de lado que las categorías tratadas en ese escrito tenían un valor diferente al que pretende atribuirles Lévy-Bruhl, las aportaciones de este último añaden algo nuevo: la decisión de explicar el modo en que se asocian los elementos de cada unidad por medio de la participación. En seguida hemos de volver sobre ello.

Unas últimas consideraciones servirán para concluir este apartado antes de pasar a extraer sus consecuencias. Véase antes en un caso concreto presentado por Lévy-Bruhl cómo son utilizados los prenexos de que se sirve la mentalidad primitiva para entender el mundo. La gente de cierta tribu africana sostiene la creencia de que los cocodrilos no son en realidad animales feroces que ataquen a las personas. En consonancia con ello, cuando alguno de estos animales devora a un hombre, ellos extraen de inmediato la conclusión de que se trata de un brujo. ¿Cómo entender si no que, sabiendo ellos que los cocodrilos son animales pacíficos, se haya comportado alguno violentamente? El enigma se resuelve en cuanto se descubre que o bien es el instrumento de un brujo o bien es el brujo mismo que ha tomado esa apariencia para llevar a cabo sus propósitos. Pero el caso es que no es realizando esa operación mental como ellos consiguen esta inferencia. Más que una deducción a partir de una conducta anormal, en esta tribu han asociado previamente tal conducta con un elemento que para nosotros es extraño a ella, el hecho de que sea un brujo su sujeto, de manera que en el cocodrilo no ven al animal sino al hombre que causó el daño[20].

Ante todo esto, ¿qué ventajas pueden ofrecer las operaciones lógicas del intelecto, la deducción de verdades por procedimientos e veces penosos y no siempre seguros? Hay motivos para desconfiar de la visión del mundo siempre mediata propuesta por el razonamiento y preferir en su lugar la visión intuitiva inmediata que da la mística. Es más, una vez que esta última existe y ha probado su valor en el tiempo, la racionalidad podría interferirla y oscurecerla. Si las representaciones emocionales, las consultas a la suerte y a las potencias místicas, los conjuros y previsiones basadas en la magia y la adivinación oracular, proporcionan al nativo los marcos verídicos a los que referir adecuadamente los problemas planteados por la vida diaria, categorías acerca de las cuales no cabe dudar, y si además no importa si son o no fundadas o refutadas por la experiencia[21], ¿a qué preocuparse de los esfuerzos ocasionados por la actividad mental discursiva? Tienen buenas razones para no razonar[22]. Otra cosa muy distinta es que esta mezcolanza indiferenciada resulta insólita para una mente occidental, o que percibamos claramente la imposibilidad de aplicar el análisis a este magma cognoscitivo y emocional en el que, sin orden ni concierto, es decir, sin atenerse al principio de contradicción, se han ensamblado muchas veces representaciones nuevas a otras antiguas, produciendo un agregado que nosotros solo podemos percibir como caótico.

Frente a las representaciones colectivas con que se expresa, de las prerrelaciones que la encadenan, de las instituciones en que se objetivan, nuestro pensamiento lógico y conceptual se siente insatisfecho, como ante una estructura que le es extraña y aun hostil. En efecto, el mundo en que se desenvuelve la mentalidad primitiva solo coincide parcialmente con el nuestro. La red de las causas mediatas, que para nosotros se extiende hasta el infinito, queda para ellos en la sombra y pasa inadvertida, mientras que los poderes ocultos, las acciones místicas, las participaciones de todas clases se mezclan con los datos inmediatos de la percepción para constituir un conjunto donde lo real y el más allá se confunden. En este sentido su mundo es más complejo que nuestro universo[23].

3. Vuelta a la razón

En una crítica de la obra de Lévy-Bruhl resulta harto difícil añadir algo a lo que él mismo dijo. Era un hombre modesto, ajeno a todo tipo de seguridades definitivas, capaz de modificar sus opiniones e incluso de abandonarlas por completo, en particular algunas por las que ha sido escarnecido con especial saña. Por tanto, nada sería más fácil que refutarle con ideas que podrían ser suyas. Pero es que aquí no se trata simplemente de refutar su teoría sobre la mentalidad primitiva, sino de servirnos de ella, y, cuando sea el caso, de su negación, para seguir el hilo de la argumentación que conduce hasta la necesidad de aceptar la existencia de un solo pensamiento humano racional.

Por todo ello, lo que sigue se articulará sobre dos ejes prácticamente indiscernibles. En primer lugar, me esforzaré en mostrar la imposibilidad, que es a mi juicio profundamente filosófica, de dividir la realidad, tanto humana como cualquier otra, en dos zonas entres las que no quepa relación alguna: la racional y la afectiva o irracional. Entiendo que es sobre esta tesis sobre la que Lévy-Bruhl apoya su criterio diferenciador de las agrupaciones humanas. En un segundo momento, que deriva del anterior, me propongo negar que sea posible la existencia de un pensamiento basado en la ley de participación, o, lo que es lo mismo, procuraré erradicar lo emocional de un pretendido primer plano que no le pertenece.

Respecto al primer punto, es necesario hacer algunas precisiones que delimiten su contenido y su alcance. Hay que constatar ante todo la existencia de zonas que por ahora son inaccesibles a una penetración racional. El caso de la filosofía misma, tal como se ha desarrollado a lo largo de su historia, es sintomático. Con ella se está ante una sucesión de sistemas que muchos han juzgado como una prueba definitiva del triunfo constante de los particularismos y las opiniones subjetivas. La convicción de que las distintas doctrinas filosóficas no guardan entre sí más que una relación de contradicción es una convicción sospechosamente común a muchas cabezas; este pensamiento es esgrimido como prueba de que el conocimiento de la verdad, e incluso la misma existencia de ésta, son solo un sueño ilusorio, hasta el punto de que la idea de que la única proposición con alcance universal admisible es que no hay ninguna que tenga alcance universal es un signo de nuestro tiempo. Pero esta idea, estimada paradójicamente como la única capaz de dar razón de todas las demás, debe volver sobre sí misma y destruirse. El que cree que toda la historia de la filosofía es una mera sucesión caótica de doctrinas igualmente válidas, lo que en el fondo es lo mismo que decir que todas son igualmente erróneas, incluye su pensamiento en el campo que condena y debe resignarse a admitir sobre él la relativización que pone en los demás. Tiene además que renunciar a él, pues es falso de toda necesidad. Aun en el supuesto de que tuviera algo interesante que decir, una idea así tiene que ser condenada a la afasia escéptica. ¿Acaso no es esa una enseñanza que se desprende de obras tan distintas como las Hipotiposis pirrónicas de Sexto Empírico y el Tractatus Logicophilosophicus de Wittgenstein? Afirmar que todo es relativo es incluso una contradicción, pues equivale a admitir la existencia de un todo que globalmente solo puede ser pensado como absoluto, aunque se conciban sus elementos en relación unos con otros. En último término la condena al silencio prohíbe que esta tesis escéptica pueda contender con las demás y pretender abarcarlas en una explicación definitiva.

La historia de la filosofía puede haber hecho que algunos se equivoquen sobre la primacía de la razón, lo que ha llevado a que se inclinen por el desorden y la irracionalidad, que han tomado el aspecto del individualismo a ultranza y del reconocimiento único de los particularismos en detrimento de consideraciones más amplias. Llevada al extremo, esta abdicación de la razón ha conducido a que cada cual se vea portador de su propia y exclusiva dosis de verdad, que cree distinta de las demás e incomunicable, a sentirse con derecho a aislarse dentro de sus propias fronteras, perdiendo la visión de lo general. Lo cual ha producido consecuencias desastrosas en muchos terrenos, particularmente en el de la acción política, pues donde falta el sentido del orden hace acto de presencia el afán de mando sin control, como ya se encargó de mostrar Maquiavelo:

... hay tanta diferencia entre como se vive y como se debería vivir, que aquel que deje lo que se hace por lo que debería hacerse marcha a su ruina en vez de beneficiarse; pues un hombre que en todas partes quiera hacer profesión de bueno es inevitable que se pierda entre tantos que no lo son. Por lo cual es necesario que todo príncipe que quiera mantenerse aprenda a no ser bueno, y a practicarlo o no de acuerdo con la necesidad[24].

El príncipe moderno no mira los acontecimientos históricos como inscritos en un plan general que ha de ser defendido, sino como efectos del azar, como elementos inútiles, salvo para él mismo, que los juzgará válidos o no por referencia a su afán de mando.

¿Qué hacer ante esto? Una sola cosa es posible: o bien abandonarse al desorden o bien optar por el orden. No cabe otra opción personal. Sírvanos de guía por un momento el escéptico Hume, quien, pese a dirigir su más acerada crítica contra uno de los pilares de la actividad científica, contra el principio de causalidad, concluyó que no nos es dado prescindir de él, pues la creencia en la regularidad natural está profundamente arraigada en la naturaleza humana[25].

Otro escéptico, Pirrón de Elis, confirma esta tesis. Según cuentan Diógenes Laercio y Eusebio de Cesarea, fue perseguido una vez por un perro y él, que negaba el testimonio de los sentidos y, por ello, afirmaba que la existencia de las cosas no puede ser afirmada ni negada, trepó a lo alto de un árbol para protegerse, pero que al burlarse de él los presentes respondió que resulta muy difícil desprenderse de la naturaleza humana[26].

La crítica de los escépticos no derriba los fundamentos del pensamiento científico y menos aún los fundamentos de la racionalidad en general, por el mero hecho de mostrar que éstos son creencias arraigadas en la naturaleza de los hombres. Y es que la tesis de la racionalidad de lo real, la idea de que el ser está conformado por un orden que le pertenece y puede ser descubierto por la razón, es un supuesto al que no vale la pena buscar justificación, porque no se trata aquí de buscar las bases de la creencia en el orden del mundo, sino de constatar que esta fe sirve necesariamente de apoyo a nuestra actividad cognoscitiva. No es que la creencia no esté fundamentada, sino que ella es el fundamento. Con esta convicción cita Lévi-Strauss a Simpson:

Los sabios soportan la duda y el fracaso porque no les queda más remedio que hacerlo. Pero el desorden es lo único que no pueden ni deben tolerar… En algunos casos podremos preguntarnos si la clase de orden que ha sido forjado es un carácter objetivo de los fenómenos o un artificio creado por el sabio…Sin embargo, el postulado fundamental de la ciencia es que la naturaleza misma está ordenada[27].

En el campo de las ciencias físicas se abunda en lo mismo. La siguientes palabras de Einstein e Infeld constituyen también una verdadera declaración de fe:

Sin la creencia de que es posible asir la realidad con nuestras construcciones teóricas, sin la creencia en la armonía interior de nuestro mundo, no podría existir la ciencia. Esta creencia es, y será siempre, el motivo fundamental de toda creación científica. A través de todos nuestros esfuerzos, en cada una de las dramáticas luchas entre las concepciones viejas y las nuevas, se reconoce el eterno anhelo de comprender, la creencia siempre firme en la armonía del mundo, creencia continuamente fortalecida por el encuentro de obstáculos, siempre crecientes, hacia su comprensión[28].

Por tanto, lo que sucede no es que descubramos que el mundo está equilibrado, regido por la regularidad, sino que así lo exigimos nosotros. Después de la exigencia del orden viene su desvelamiento. Ahora bien, esta exigencia, antes de ser sometida al tratamiento de la razón, no es ella misma racional. ¿Por qué hemos de desearlo así y no de cualquier otro modo? Solo se puede contestar esta pregunta cuando se ha admitido el postulado de la racionalidad. De otra manera no hay respuesta satisfactoria posible, porque ello sería lo mismo que admitir la posibilidad de un acuerdo racional entre la racionalidad y la irracionalidad. La única salida que queda es decidirse voluntariamente por una u otra de las opciones. Cualquier resolución que se adopte es determinante. Tomar el partido de lo inteligible es resolverse por la total y absoluta racionalidad del ser, sin resquicios ni concesiones. Optar por la irracionalidad es situarse en el campo opuesto, negar que sea posible construir un discurso verídico sobre lo que es e incluso que el ser esté regido por alguna norma. Entre el orden y el desorden no valen componendas. O bien el desorden es total o bien lo es el orden. Admitir zonas intermedias para uno y otro es optar por el caos. Así lo dejó dicho Sebag:

El primer paso es el decisivo: ¿qué debo elegir: el discurso o la violencia, el caos efectivo o la razón? Una vez resuelta esta cuestión y ya lo está, puesto que escribo, queda claro lo que de ella se deriva: no hay, desde ahora, otra existencia posible para mí más que aquella que se conforme a la razón. Mi decisión inicial me circunscribe totalmente; implica que mi vida se someterá a un sistema de normas y que estas normas habrán sido explicitadas por un saber[29].

Ahora bien, no todo se puede reducir de inmediato a esta simplicidad de mi elección. No todo es transparente a la razón. Esto es un hecho que no tengo más remedio que admitir. ¿Qué decir, pues, del fárrago de impresiones, sentimientos, particularismos y opiniones que se me impone y no puedo borrar simplemente por haberme tenido que inclinar por una postura en lugar de por otra? El desorden es un dato empírico que también debe ser sometido a la racionalidad. Solamente entonces será eliminado como desorden. Pero si he admitido que lo real solo puede ser racional, una consecuencia importante deriva de ahí, y es que no todo lo que me encuentro puede ser real, que mi pensamiento encuentra obstáculos para llegar al verdadero orden, el cual no puede en modo alguno confundirse con ellos. Esto no es más que la antigua distinción entre lo que es y lo que aparece. En adelante solo interesa como finalidad última encontrar la ley que gobierna lo que verdaderamente es, sometiéndole también las apariencias que, más o menos imperfectamente, dan señales suyas. Esta es una derivación importante para la investigación científica, porque lo que aparece, que siempre es perceptible empíricamente, es ahora concebido como un campo que en última instancia responde a algún orden.

Pero habría que añadir a lo dicho por Sebag que se nace en el orden y la razón, no siendo la opción tomada por un sujeto otra cosa que una decisión personal de la que él solo puede responder, pero que el orden de lo real no depende de esto, sino que es anterior. Es una propiedad ontológica, no solamente lógica.

4. El lugar de la afectividad

Pasemos ahora al segundo punto: ¿puede la ley de participación servir de soporte a un pensamiento que merezca el nombre de pensamiento? Lo primero que se ha de destacar a este respecto es que la confusión en que se vio envuelto Lévy-Bruhl procedía de un doble error, que consistió, por un lado, en admitir una identidad no demostrada entre racionalidad y ciencia empírica, prejuicio que cabe achacar a toda una época y no solo a él, advirtiendo además que incluso en nuestros días se sigue insistentemente admitiendo esta equivocación por part de quienes profesan la fe en el cientificismo, que no suelen comprender lo que es la razón ni lo que es la ciencia empírica, y, por otro lado, en partir de una posición filosófica que postula una irreductible dualidad entre la razón y los sentimientos. Nada resulta más normal entonces que atribuir la irracionalidad a sociedades denominadas inferiores porque no son sociedades científicas y la racionalidad a las superiores porque sí lo son, y ello sin parar mientes en que los sistemas usualmente calificados de irracionales poseen de hecho una lógica interna. El desacierto es mayor si cabe cuando llega a advertirse que también en nuestra culturas pretendidamente científicas existen sistemas similares, al menos en cuanto a sus funciones. Para cerciorarse de ello basta pensar en los núcleos de pescadores, agricultores, pueblos marginados, etc., de nuestras sociedades. Más aún: ¿acaso la actividad política, económica, comercial, etc., se rigen por principios de la ciencia empírica? ¿Se puede admitir que el propio científico organiza su vida según leyes extraídas de su ciencia?

De esta confusión procede en realidad la teoría de Lévy-Bruhl, que hoy nadie puede aceptar. Si la racionalidad se reduce a la ciencia empírica y si la única alternativa posible con respecto a ésta es el terreno afectivo, entonces no hay otra opción que incluir a los grupos sociales que no han llegado a conocer la ciencia en el marasmo cognitivo, en la irracionalidad. Pero la situación cambia radicalmente si se atribuye al pensamiento científico la realidad que la corresponde, que no es otra que ser una manifestación entre otras de una arquitectura racional capaz de engendrar, junto a la ciencia y en pie de igualdad con ella, una pluralidad de construcciones portadoras de un rigor y una coherencia característicos a cada uno de los conjuntos nacidos. Dichas construcciones sistemáticas habrán de ser juzgadas en pie de igualdad con respecto a la ciencia, si no en la función que se les ha encomendado, sí al menos en cuanto a su estructuración básica.

No obstante, Lévy-Bruhl, en su empeño por no conceder al intelecto la primacía que no puede menos que otorgársele, realiza constantes esfuerzos, siempre fallidos, por caracterizar el pensamiento que él llama prelógico:

Llamándole prelógica (a la mentalidad primitiva) solamente quiero significar que no se limita ante todo, como nuestro pensamiento, a abstenerse de la contradicción. Obedece a la ley de la participación…[30].

La precisión de esta cita, a pesar de su expresión en cierto modo titubeante, muestra con claridad meridiana que es el abstenerse o no de la contradicción el instrumento utilizado para caracterizar un pensamiento frente a otro. La ley de participación, pues, que es el supuesto eje en torno al cual gira la mentalidad primitiva, es independiente del principio de contradicción. Así ha de entenderse, a pesar de que en líneas anteriores se afirma la poca verosimilitud de que alguna representación colectiva no obedezca las leyes lógicas. Por tanto, si el principio de contradicción impide fusionar lo que es distinto y opuesto[31], y si la ley de participación escapa a dicho principio, habrá de pensarse que esta ley no prohíbe aquella fusión de elementos heterogéneos:

En virtud de este principio, los seres y los objetos pueden ser, en sus representaciones, a la vez ellos mismos y otra cosa[32].

Así es por necesidad: no abstenerse de la contradicción equivale a confundir conceptos distintos. Explicar la participación por la supremacía de lo afectivo sobre lo intelectual conduce a la confusión, en el seno de un magma que es emocional, de trozos concebidos como separados. Ahora bien, hay que volver a repetir que es preciso optar por la racionalidad o por la irracionalidad, con todas las consecuencias que ello implica, lo que obliga a admitir que la indiscriminación solo puede producirse a partir de factores que en principio están integrados en un sistema. Solo es posible confundir y mezclar elementos previamente separados. Luego la distinción, el orden y el sistema son previos; la confusión solo puede ser posterior a ellos.

El pensamiento simbólico, del cual la mentalidad primitiva es solo un sector, es en primer lugar un sistema construido a partir de la diferenciación y la discriminación de los elementos que lo integran y está construido sobre los cimientos del principio de contradicción. Si ocurriera de otro modo, ello constituiría con toda evidencia la disolución del pensamiento prelógico como tal pensamiento. Cierta idea del propio Lévy-Bruhl apunta también en esta dirección:

¿Han existido alguna vez grupos de seres humanos o prehumanos cuyas representaciones colectivas no hayan obedecido a las leyes lógicas? Lo ignoramos: en todo caso es muy poco verosímil[33].

Pero la expresión es insuficiente. Más que decir que un pensamiento no sujeto a la lógica es algo poco probable, habría que afirmar que ese caso es necesariamente imposible. Un pensamiento independiente de la lógica no es un pensamiento. Esa es la razón profunda por la que el principio de contradicción no puede servir para establecer mentalidades esencialmente diferentes. Todas son sistemas con el mismo derecho; todas realizan la función de definir las equivalencias que son posibles y las que no lo son; todas son asimismo portadoras de un rigor igualmente válido, pues en cualquier otro caso se anularían como sistemas de pensamiento. A lo más que puede llegarse es a la admisión de diferentes tipos de rigor, pero no a la discusión del rigor en sí, que caracteriza a todos por igual.

¿Cuál es entonces la índole general de estos cuadros simbólicos? Para contestar esta pregunta resulta útil acudir a algunas precisiones de las que hace uso la lingüística:

De hecho, corresponde a cada lengua una organización particular de los datos de la experiencia. Aprender otra lengua no es poner nuevos rótulos a objetos conocidos, sino acostumbrarse a analizar de otro modo aquello que constituye el objeto de comunicaciones lingüísticas[34].

Lo propio de la lengua es recortar trozos no significativos de lo real e incluirlos dentro de una estructura que no procede de ahí. Así es como el idioma organiza el dato experimental e introduce la discontinuidad en un campo que, a no ser por la intervención del signo, solo podría ser concebido como continuo. En esto se basa propiamente la arbitrariedad del signo lingüístico: en que el lado significante no es tomado de un campo ya organizado. De ahí deriva forzosamente la contingencia del orden introducido, ya que se yuxtaponen, de un modo no necesario, elementos procedentes del mundo psíquico sobre otros que provienen de lo físico. Una vez que esto ha tenido lugar, cada individuo aprende desde su niñez a relacionar sus contenidos de conciencia[35] con un campo ya estructurado que él recibe. De esta manera se estructuran también sus propios contenidos psíquicos de una forma semejante en los diferentes sujetos, con lo que éstos tienen fácilmente abierta la posibilidad de la comunicación, máxime si se tiene en cuenta que con todo ello se les transmiten los sistemas de valoraciones, ideas y creencias de su sociedad, todo lo cual viene a constituir realmente su pensamiento.

De esto se sigue que el estudio de la lengua no puede realizarse por referencia al sujeto que la utiliza para sus fines, sean éstos de comunicación, comprensión del mundo, dominio o cualesquiera otros. El ser de la lengua no podría ser entendido en su esencia si éste fuera el único procedimiento posible de acercarse a ella, porque dicho ser solamente puede consistir en la articulación sistemática de elementos definidos, articulación que no depende de subjetividad alguna, puesto que en muchas ocasiones le es ajena. En efecto, las palabras aisladas no transportan significado de ningún tipo, pues éste solo puede proceder de relaciones establecidas a priori entre ellas. Consideradas en sí, las palabras son solo un campo de posibilidades que serán o no actualizadas según la conducta de los individuos. Ese campo de posibilidades es lo que constituye el objeto de estudio, no las actualizaciones particulares, siempre inmersas en el curso del tiempo y que solo pueden intervenir a título de ilustración de algo que ellas no son. La historia es el reino de la contingencia. El tiempo no presenta asidero racional. Ese campo de posibilidades forma una organización peculiar. Solo ella define a priori los procesos discriminadores que en la lengua podrán realizar posteriormente los individuos.

La situación para el pensamiento simbólico no es en verdad la misma, pero es en el fondo similar. Trátase primeramente de símbolos, no de signos. Lo que distingue a ambos es que mientras el signo, como ya se ha dicho, toma su cara significante de un campo no organizado, el símbolo se sirve de signos lingüísticos ya constituidos en sistemas. De ahí que la arbitrariedad se reduzca considerablemente, aunque sin llegar a desaparecer en su totalidad. Solamente podría desaparecer en el caso de que se considerasen los términos aislados procedentes de la lengua. Pero ello constituiría una vuelta a otro sistema distinto del mítico, en el cual los términos solo existen por el lugar que ocupan. Podría objetarse que el significado de cada término viene ya determinado por la lengua. Ello es cierto, pero no sin dejar posibilidad de elección. En efecto, el cordero puede ser concebido como animal joven, como hijo de la oveja, puede simbolizar la docilidad, la debilidad, el alimento, su utilidad para convertirse en abrigo, etc., posibilidades proporcionadas, es verdad, por la lengua, pero el mito elige unas y desecha otras, sin que en ello intervenga el sistema lingüístico.

He aquí, por tanto, el motivo de que el mito no pueda ser en principio interpretado como reflejo de situaciones concretas, sean éstas individuales o colectivas. Ambos casos, en efecto, están sumergidos en el mundo de la diacronía y, del mismo modo que sucedía para los individuos con respecto a la lengua, ocurre aquí con los actores del mito con respecto a éste. Toda interpretación cuyo punto de referencia sea lo externo al mito, considerado como conjunto sistematizado en virtud de leyes que le son propias, puede acertar en algunos de los puntos tratados, pero nunca dejará de tener el valor de una asociación de ideas, aceptable solo para determinados casos particulares. Así lo muestra, por ejemplo, la historia de la religión cristiana, cuyas ideas básicas han permanecido prácticamente iguales a través de los siglos y las culturas, lo que no ha impedido que sean aceptadas por gentes cuya práctica social e histórica era diferente, gentes para quienes la religión ha sido siempre capaz de ofrecer, bajo el ropaje de los mismos conceptos, contenidos susceptibles cada vez de expresar satisfactoriamente la vida, los obstáculos, las aspiraciones, etc., de los creyentes. El Cristianismo no podría ser entendido si se lo relacionara con la actuación de tal o cual personaje ilustre o con los avatares propios de un determinado momento histórico, como en muchas ocasiones se ha pretendido. Esto solo valdría para ilustrar la relación que dicho personaje mantenía con su creencia, la forma en que por él era vivida, o bien la utilización o concepción del mito que mantuvo una época concreta, pero nada o muy poco diría sobre lo que es el Cristianismo. Hechos suficientes para apoyar estos razonamientos pueden encontrarse en la descripción que de un campo de estudio moderno, el de los pueblos arcaicos que asisten a la desaparición o destrucción de su cultura en contacto con Occidente, hacen Victorio Lanternari en Movimenti religiosi di libertá e di salvezza dei popoli opressi, y María Isaura Pereira de Queiroz en Historia y etnología de los movimientos mesiánicos. Estos pueblos negros de África, indios de las llanuras americanas, melanesios…han adoptado el Cristianismo, muchas veces traspuesto o traducido a sus propias creencias locales, como expresión en la mayoría de los casos de su repulsa del choque colonizador y como manifestación de una posible escapatoria al caos que ellos ven avecinarse con la pérdida de la tradición. El comentario que Sebag hace sobre esto mismo acaba en unas afirmaciones cuyo sentido queda plenamente incluido dentro de lo que aquí se está tratando:

Nada más sorprendente a este respecto que ver cómo categorías que un largo uso nos ha llevado a considerar como naturalmente asociadas a determinados contenidos psicológicos, emocionales o sociales, se cargan de un valor netamente diferente, al tiempo que conservan una forma idéntica[36].

Es esa forma idéntica la que interesa dilucidar, porque solamente cuando sepamos lo que una cosa es podremos conocer las transformaciones que puede sufrir. Transformaciones que tampoco arraigan en la experiencia vivida, porque ellas permanecen en el plano lógico, en tanto que el contenido es siempre forzosamente imprevisible. En efecto, las alteraciones que el sistema haya de sufrir están ya a priori dadas en el propio sistema como posibilidades. Dinámica estructural e historia no son propiamente lo mismo. El sistema y el modo en que el sistema es vivido son diferentes, y las relaciones que entre ellos pueda haber no son relaciones necesarias sino contingentes y, por tanto, no pueden constituirse en objeto de ciencia.

El mito ha de ser entendido, según lo dicho, como la manifestación de una entidad lógica. Son las categorías intelectuales de una sociedad las que han entrado a constituirse en ideología, categorías que, despojadas de toda la ganga de que han de servirse para expresarse, pueden ser encontradas en el terreno político, religioso, etc. Ellas son la base de la organización de los diferentes discursos. Su existencia amplía hasta puntos no imaginados anteriormente la noción de actividad intelectual.

Podrá extrañar este radicalismo, pero se trata de una consecuencia de lo dicho hasta aquí. ¿Habría que aceptar entonces la inexistencia del sentimiento? En cierto modo, parece haber quedado reducido a pura nada, pero no es del todo cierto. En términos que resultan familiares, podría decirse que el sentimiento no pasa de ser una materia primordial siempre a la espera de actualizar una forma que, en cuanto tal, no le pertenece sino como pura posibilidad. De ésta proceden sus determinaciones concretas, pero el sentimiento por sí solo es apenas un caos de potencialidad irrealizada. Por ello la afectividad no es un objeto racional y las ciencias del hombre no pueden tenerla en cuenta de manera directa. Del funcionamiento de una fábrica no se pueden deducir las características del emplazamiento anterior a la existencia de la fábrica. Del mismo modo, de la organización racional de las ideologías, del mundo del sentido, no se pueden extraer conclusiones acerca de un supuesto cimiento que lo fundamentara, pues éste es ya comprendido en los términos de lo que sobre él se ha levantado. El sentimiento discurre por el cauce de la construcción racional.

Pero nos estamos apresurando. Esto último pertenece a otro problema que no puede ser tratado aquí. Este escrito habrá logrado su propósito si ha mostrado en qué se oponen dos teorías, una que ve a los individuos como seres racionales que pueden ser más o menos constreñidos por la irracionalidad propia de sus representaciones colectivas y otra que los ve como seres privados de razón en cuanto individuos biológicos, pero que advienen a ella por la constricción de dichas representaciones colectivas. La primera, que es errónea, es la defendida por Lévy-Bruhl, la segunda por otros sociólogos, como Durkheim. La cuestión principal estriba en lo que ambas entienden por racionalidad. Parece claro que Lévy-Bruhl piensa que es el pensamiento científico moderno, por lo que su interpretación de la mentalidad primitiva no es más que una proyección sobre el salvaje de una definición perteneciente a un trozo de la cultura occidental. Más acertada parece la posición de quien, como Durkheim y otros, se han mantenido alejados de este estrecho positivismo y han podido extender la racionalidad a otros campos diferentes al de las ciencias naturales.


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[1] V. LÉVI-BRUHL, L., Les fonctions mentales dans les sociétées inferieures, Alcan, (2ª), Paris, 1912, pág. 21.

[2] EVANS-PRITCHARD, E. E., Las teorías de la religión primitiva pág. 131. trad. de M. Abad y C. Piera, Siglo XXI, Madrid, 1976, pág. 131.

[3] V. LÉVY-BRUHL, L., o. c., pág. 30.

[4] V. EVANS-PRITCHARD, E. E., o. c., págs. 140-141.

[5] LÉVY-BRUHL, L., o. c., según traducción de G. Weimberg, pág. 69. Las cursivas son del autor.

[6] LÉVY-BRUHL, L., La mentalidad primitiva, tr. G. Weimberg, La Pléyade, Buenos Aires, 1972, pág.34

[7] CAZENEUVE, J., La mentalidad arcaica, tr. P. Canto, Siglo Veinte, Buenos Aires, 1967, pág. 49.

[8] LÉVY-BRUHL, L., o. c., pág. 37.

[9] La seguridad en esta creencia es tan firme en el hombre común como en el científico, como asegura Popper en POPPER, K. R., La lógica de la investigación científica, tr. V. S. de Zavala, Tecnos, Madrid, 1962, págs. 27 y ss.

[10] V. LÉVY-BRUHL, L., o. c., págs. 84 y ss.

 

[11] V. CAZENEUVE, L. o. c., pág. 229.

 

[12] LÉVY-BRUHL, L. o. c., págs. 44-45.

 

[13] V. LÉVY-BRUHL, L., o. c., págs. 56-57.

 

[14] LÉVY-BRUHL, L., Les carnets de Lucien Lévy-Bruhl, P. U. F., Paris, 1949, pág. 117.

[15] V. LÉVY-BRUHL, L., La mentalidad primitiva, págs. 38 y ss. y 379.

[16] EVANS-PRITCHARD, E. E., o. c., págs. 138-139.

[17] CAZENEUVE,. o. c., pág. 38.

[18] Siguiendo este método, el investigador que quiere conocer la conducta de los caballos imagina ser uno de ellos y a continuación extrae consecuencias de su introspección en lugar de extraerlas de lo que observe en los caballos. Lévy-Bruhl, por su parte, se expresa así: "En lugar de sustituirnos imaginariamente a los primitivos que estudiamos y hacerles pensar como nosotros si estuviésemos en su lugar, lo que no puede conducirnos más que a hipótesis más o menos verosímiles y casi siempre falsas, esforcémonos, por el contrario, en ponernos en guardia contra nuestros propios hábitos mentales y tratemos de descubrir los de los primitivos por el análisis de sus representaciones colectivas y las relaciones entre estas representaciones LÉVY-BRUHL, L., o. c., pág. 34.

[19] CAZENEUVE, J., o. c., pág. 36.

[20] LÉVY-BRUHL, L., o. c., pág. 52 y ss. y 91 y ss.

[21] Cabría decir, en apoyo de Lévy-Bruhl, que la experiencia está radicalmente incapacitada para refutarlas, puesto que el terreno en que ella misma se desenvuelve y la causa que la posibilita dependen en verdad de aquellas.

[22] LÉVY-BRUHL, L., o. c., págs. 182 y ss. y 193.

[23] LÉVY-BRUHL, L., o. c., págs. 384-385.

[24] MAQUIAVEL0, N., El príncipe, tr. J. Merino, Editores Mexicanos Unidos, (2ª), México, 1976, págs. 121-122.

[25] V. HUME, D., A treatise of human nature, Penguin, 1969, 1, III.

[26] DIOGENES LAERCIO, Vitae Philosophorum rec., H. S., Long, 2 voll., Oxonii, E Typografeo Clarendoniano, 1964. IX, 66, y EUSEBIO DE CESAREA, Praeparatio. Evangelica, Oxonii e TYpographeo Academico, MCMIII XIV, 18, 26.

[27] SIMPSON, citado en LÉVI-STRAUSS, C., El pensamiento salvaje, Tr. F. C. Aramburo, F.C.E., México, 1964, pág. 25.

[28] EINSTEIN, A., e INFELD, L., La física, aventura del pensamiento, Tr. R. Grinfeld, Losada, (8ª), Buenos Aires, 1969, pág. 252.

[29] SEBAG, L., Marxisme st structuralisme, Peyot, Paris, 1964, pág. 7 (según la traducción de I R. de Solís en S. XXI)

[30] LÉVY-BRUHL, L., Les foncticns mentales…, pág. 69.

[31] Ens non potest esse simul non-ens, o bien: Impossibile est idem simul esse et non esse, rezan algunas formulaciones latinas de este principio.

[32] En virtud de este principio, los seres y los objetos pueden ser, en sus representaciones, a la vez ellos mismos y otra cosa, afirma CAZENEUVE, J., o. c., 16.

[33] LÉVY-BRUHL, L., o. c., pág. 69.

[34] MARTINET, A., Elementos de lingüística general, Tr. J. C. Ruiz, Gredos, (2ª), Madrid, 1970, pág. 19.

[35] Sería del máximo interés dilucidar si esos contenidos de conciencia son o no producidos en realidad por la propia lengua. Ante la imposibilidad práctica de tomar ahora una decisión sobre esto, es preferible optar por la tesis más realista.

[36] LANTERNARI, V., Movimenti religiosi di libertá e di salvezza dei popoli oppressi, Giangiacomo Feltrinelli Editore, Milán, 1960, y QUEIROZ, M. I. P., Historia y etnología de los movimientos mesiánicos, Tr. F. M. Torner, (2ª) México, 1969.


 

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Un dilema

En el número 200 de la revista Pensamiento (páginas 283 y 284 del volumen 51, publicada en 1.995) cuenta Jon Pérez Laraudogoitia que un profesor de lógica  puso en cierta ocasión a sus alumnos un examen que les obligaba a responder si eran o no verdaderos unos enunciados que en él aparecían; que uno de tales enunciados era el siguiente: “el artículo de Gödel ‘Die Vollständigkeit der Axiome des logischen Funktionen-Kalküls’ en el ‘Monatshefte für Mathematik und Physik’ de 1930 terminaba en la página 361”; que, como era de esperar, los alumnos tardaron menos tiempo en manifestar su protesta del que habían empleado en leerlo; y que, con el fin de proporcionarles alguna aclaración que fuera acorde con sus conocimientos, añadió este otro: “si la respuesta correcta para el enunciado anterior es V (verdadero) entonces la respuesta correcta para éste es F (falso)”, no sin antes recordarles que todo enunciado de la lógica es apofántico, es decir, verdadero o falso, lo que no sirvió para evitar que la respuesta de los alumnos fuera más ruidosa todavía que la de la vez anterior.

Solamente hubo uno que, no dejándose arrastrar de la corriente y la imprudencia, razonó más o menos del siguiente modo:

“Si el primer enunciado -“el artículo de Gödel ‘Die Vollständigkeit der Axiome des logischen Funktionen-Kalküls’ en el ‘Monatshefte für Mathematik und Physik’ de 1930 terminaba en la página 361”- es verdadero, entonces habrá de ser también verdadero el antecedente del segundo -“si la respuesta correcta para el enunciado anterior es V (verdadero) entonces la respuesta correcta para éste es F (falso)”.

Pero si el antecedente es verdadero entonces hay que admitir que es falso el enunciado condicional completo, pues para que éste fuera verdadero tendría que serlo también su consecuente, lo que es absurdo, dado que en ese caso se estaría afirmando simultáneamente que lo mismo es falso y verdadero.

Por otro lado, si el enunciado “si la respuesta correcta para el enunciado anterior es V (verdadero) entonces la respuesta correcta para éste es F (falso)” fuera falso, su consecuente también lo sería necesariamente, puesto que no puede haber un condicional falso cuyos antecedente y consecuente sean a la vez verdaderos.

Mas si fuera falso el consecuente en cuestión habría que concluir que el enunciado completo -“si la respuesta correcta para el enunciado anterior es V (verdadero) entonces la respuesta correcta para éste es F (falso)”- es verdadero. Basta leer dicho consecuente para estar de acuerdo en esto.

En conclusión, no es posible que el enunciado primero -“el artículo de Gödel ‘Die Vollständigkeit der Axiome des logischen Funktionen-Kalküls’ en el ‘Monatshefte für Mathematik und Physik’ de 1930 terminaba en la página 361”- sea verdadero y, en consecuencia, dicho artículo no puede acabar en la página 361”.

El profesor Laraudogoitia acaba la narración de este singular caso diciendo que la realidad no desmintió esta vez a la lógica, pues cuando el alumno consultó días más tarde el ‘Monatshefte für Mathematik und Physik’ de 1930 vio que el escrito de Gödel acababa en la página 360.

Menos dotado seguramente para el razonamiento que aquel sagaz muchacho, procuré sin embargo resolver por mí mismo el problema simplificando el contenido de los enunciados, lo que, según creí, no constituía un obstáculo alguno para obtener el mismo resultado final, pues debía bastar con que fueran apofánticos y expresaran adecuadamente las relaciones lógicas habidas entre ellos.

En lugar del primer enunciado, de tan marcada apariencia teutónica, yo utilicé este otro:

“Son las tres”.

Y, como no podía ser de otro modo, sustituí el segundo por el siguiente:

“Si son las tres este enunciado condicional que ahora escribo es falso”.

A continuación debía probar la verdad o falsedad del primero, para lo cual, teniendo en cuenta que todos los enunciados de la lógica son apofánticos, acepté como una verdad incontestable que tenía que ser verdadero o falso, lo que no tenía otra representación que la siguiente:

“Son las tres o no son las tres”.

Y respeté la forma del segundo:

“Si son las tres este enunciado condicional que ahora mismo escribo es falso”.

Puesto que el consecuente de este último condicional no era en realidad un enunciado simple, sino compuesto, ya que se trataba a su vez de un condicional, me sentí autorizado a desarrollarlo del siguiente modo:

“Si son las tres entonces no es verdad que si son las tres no es verdadero este condicional que ahora mismo escribo”.

Noté que me hallaba en posesión de tres sólidas premisas con las que seguramente podría construir una deducción igualmente sólida y que tal deducción podría adquirir además la forma de un sillogismus cornutus, de un dilema. Seguí razonando:

“Supondré por un instante que es verdadera la primera alternativa de la disyunción, a saber, que son las tres, de lo que se tendrá que seguir de inmediato la falsedad del condicional de referencia y, por tanto, la verdad de su antecedente y la falsedad de su consecuente, porque así lo dicta el arte de la lógica. Sin embargo, el mencionado consecuente afirma que el condicional del cual es parte es falso… Luego éste habrá de ser verdadero, por lo que su antecedente no puede ser verdadero y su consecuente falso, debido a que incurriría en una contradicción manifiesta. Compruebo así que no hay otra salida que admitir que no son las tres, pues esta contradicción brota de la suposición de que sí lo son. Ex contradictione quodlibet.

Si supongo ahora que no son las tres será solamente para llegar a la misma conclusión, porque, una vez aceptada, siquiera sea provisionalmente, esta verdad, no puedo después suponer la negación de la misma, so pena de incurrir en otra contradicción. Luego no son las tres.

En conclusión: ambas opciones conducen a lo mismo: que no son las tres”.

 

En otras palabras:

 

Al llegar aquí miré el reloj. Eran las tres. Me pareció que aquel diminuto artilugio eléctrico prendido en mi muñeca se burlaba de mis desvelos: ¿por qué la realidad dio a aquel alumno la constatación que a mí me negaba?

No pude evitar que al cansancio de la hora tardía se añadiera un sentimiento levemente amargo de frustración. Un instante después, mientras subía al dormitorio, me iba prometiendo no emular hazañas ajenas. Pero, al tiempo que sentía esta desazón y formulaba este propósito, me venía a la memoria la definición de verdad de Tarski: “‘La nieve es blanca’ es verdadero si y sólo si la nieve es blanca”. Mi sueño, más misericordioso que mi vigilia, me confortó aquella noche con la imagen de un bello paisaje nevado y no me forzó a pensar si el sueño mismo era verdadero o falso.

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Choque de civilizaciones

En septiembre de 1.997 publiqué el siguiente comentario del libro de Huntington en una revista electrónica de filosofía, El búho. Como creo que tiene cierto interés, dada la situación presente, lo reproduzco de nuevo aquí por lo que pudiera valer y por si alguien se anima a hacer una lectura sosegada del mismo:

Lo mismo que la guerra civil española no fue meramente una pugna entre dos bandos por el poder, sino el principio de la confrontación entre el fascismo, la democracia liberal y el comunismo, así también la reciente guerra de los Balcanes ha sido una guerra entre la civilización ortodoxa, la católica y la musulmana. “Bosnia es nuestra España”, dice Huntington al respecto, citando a Bernard-Henry Levy (pág. 348). No obstante, algo fundamental las distingue: la guerra española habría sido entre ideologías que se pretendían universales, en tanto que la de la extinta Yugoslavia ha sido entre civilizaciones particularistas y excluyentes. Es que las aguas ideológicas ya no mueven molinos, y donde ellas habitaban antes ha vuelto a brotar ahora la turbulencia antigua de una corriente subterránea. A punto ya de extinguirse aquellas grandes ideologías identificadoras que hallaron primero su cenit en la Segunda Guerra Mundial y enfrentaron después a dos superpotencias, a la vez que, por la presión de éstas últimas, el resto de los Estados se alineó a uno u otro bando durante más de 40 años, las gentes vuelven a identificarse con entidades culturales cuya edad se mide en decenas de siglos. La contienda planetaria de la guerra fría era propiciada desde lo alto, la del nuevo orden mundial bulle desde lo profundo. Un enfrentamiento latente y único, que enfrentó a EEUU y la URSS, es reemplazado por una multiplicidad de conflictos que brotan aquí y allá, cada uno de los cuales gana en extensión lo que gana en intensidad, puesto que cuando el conflicto se recrudece cada uno de los contendientes busca y consigue apoyos y ayudas, lo que refuerza y ocasiona el establecimiento de líneas de parentesco entre civilizaciones.

Lo muestra la guerra de los Balcanes, cuyo preludio fue la declaración de independencia por Eslovenia y Croacia en 1991 y la consecuente petición de apoyo a las potencias occidentales, petición respondida casi inmediatamente por el gobierno alemán, presionado por la jerarquía católica alemana, el Franckfurter Algemeine Zeitung, la televisión y la iglesia católica de Baviera… Poco después asintieron también Austria, Italia, USA… El Papa colaboró definiendo a Croacia como “muralla de la cristiandad -occidental-”, pronunciamiento renovado en 1994, cuando visitó en Zagreb al viejo cardenal Alojzieje Septinac, asociado durante la Segunda Guerra Mundial al fascismo croata que persiguió criminalmente a judíos, gitanos y serbios.

Luego vinieron las armas: de Alemania, Polonia, Hungría, Panamá, Chile, Bolivia, España… (según parece, los envíos de ésta última se sextuplicaron durante ese período y probablemente fueron controladas por el Opus Dei). Llegaron también combatientes voluntarios, deseosos de luchar contra el comunismo serbio y el fundamentalismo islámico, y se silenciaron en Occidente las violaciones de derechos humanos y las limpiezas étnicas, como la practicada contra varios cientos de miles de habitantes de la Krajina, que fueron expulsados por el ejército croata a Bosnia y Serbia con el más que probable asentimiento, colaboración, planificación… de USA y Alemania, en flagrante desobediencia al mandato de la ONU.

Del lado serbio hicieron cuadrilla los países de religión cristiana ortodoxa. Rusos, rumanos y griegos alentaron la resistencia serbia contra el fascismo católico, el extremismo musulmán y el nuevo orden mundial impuesto por Occidente. Las sanciones económicas impuestas por la ONU no impidieron la existencia de un inmenso contrabando de combustible y otros bienes, tal que permitió a Serbia disfrutar de una situación casi normal. Algunas unidades rusas muy probablemente combatieron al lado de sus parientes de civilización, el gobierno rumano colaboró activamente en el contrabando, lo mismo que varias empresas italianas, griegas, albanesas… Rusia no perdió una sola ocasión de oponerse en la ONU a cada una de las medidas que se adoptaron contra Serbia, vetó en el Consejo de Seguridad una resolución que la condenaba por limpieza étnica, impidió que se procesara a Ratko Mladic por crímenes de guerra, le concedió asilo…

Pero el agavillamiento más amplio y efectivo fue el de los países musulmanes para defender a sus correligionarios de Bosnia. De fuentes públicas y privadas les llegaron apoyos, armas, dinero, combatientes… De Irán, Arabia Saudí, Marruecos, Malaisia, Argelia, Turquía, Túnez, Paquistán, Bangladesh… procedieron miles de hombres para el combate, miles de toneladas de armas, miles de millones de dólares, …

Esta guerra entre tres civilizaciones diferentes, con tres religiones diferentes, muestra la misma estructura que han seguido otras en los últimos años: Cachemira, Bosnia, Chechenia, Argelia, Oriente Próximo, Sudán, Sri-Lanka, Chiapas… Unos son los combatientes primarios, que se enfrentan en el campo de batalla, otros los implicados secundarios, parientes próximos de los anteriores, que les ayudan con armas, hombres, suministros, víveres…, pero procuran no formar parte directa del conflicto, por lo que, aparte de ayudar a los del nivel primario, procuran negociar para detener la lucha, y, por último, está el nivel de los implicados terciarios, más lejanos aún, pero con intereses en alguno de los bandos. La actitud de estos dos últimos grupos es necesariamente ambigua, pues su intervención suele ser imprescindible para iniciar la guerra y también para detenerla, lo que les acarrea acusaciones de traición por parte de los suyos, de intereses propios por parte de los contrarios…

Basta hacer memoria para recordar la estructura: en el nivel primario de la guerra de Yugoslavia “el gobierno croata y los croatas combatieron a los serbo-croatas en Croacia, y el gobierno bosnio combatió a los serbo-bosnios y croato-bosnios, que además luchaban entre sí, en Bosnia-Herzegovina. En el nivel secundario, el gobierno serbio promovía una “Gran Serbia” ayudando a los serbo-bosnios y serbo- croatas, y el gobierno croata aspiraba a una “Gran Croacia” y apoyaba a los croato-bosnios. En el nivel terciario, la enorme concentración por civilizaciones incluía: Alemania, Austria, el Vaticano, otros países y grupos católicos europeos y, más tarde, los Estados Unidos a favor de Croacia; Rusia, Grecia y otros países y grupos ortodoxos respaldando a los serbios; e Irán, Arabia Saudí, Turquía, Libia, la internacional islamista y los países islámicos en general a favor de los musulmanes bosnios”. Las respectivas diásporas, cuando las hay, siempre estarán dispuestas a ayudar a los suyos con todos los medios a su alcance.

De estos hechos y de la lectura que hace de ellos deduce Huntington que el mundo que se nos avecina estará regido por la lucha entre civilizaciones y que la pretendida universalización lograda desde Occidente, vista por muchos como la definitiva superación de todas las barreras que antes habían separado a los pueblos, es un espejismo. Occidente es una civilización más, dice. Ha tenido un éxito indiscutible sobre las demás desde el Renacimiento, pero en el momento presente podría hallarse en franca decadencia. Ha sido más proclive que el resto de las civilizaciones a la creación de ciencia, técnica e ideologías, pero no de religiones. La confrontación entre varias ideologías que habían nacido de su interior, particularmente la de las democracias liberales y el comunismo, fracturó el mundo en dos y propagó por todo él la guerra fría, pero ahora, concluido ya aquel conflicto, parece demostrarse que las otras civilizaciones son capaces de apropiarse de la técnica, la ciencia, el libre comercio e incluso de las formas democráticas occidentales de gobierno sin que todo ello sea óbice alguno para que de su interior broten las fuerzas civilizatorias -la lengua y la religión, sobre todo la religión, que ha adquirido un auge sorprendente a lo largo y ancho del planeta en estas postrimerías del siglo XX- que aguardaban su turno . Estos son factores que unen y separan. Unen a muchos hombres que necesitan un elemento de identidad y que, al sentirse unidos bajo su sombra, se sienten distintos y separados de muchos otros. De este modo vuelve a la palestra lo que nunca estuvo realmente ausente de: el fárrago de las civilizaciones china, japonesa, hindú, islámica, occidental, latinoamericana y africana, si bien estas dos últimas acabarán muy probablemente formando parte de Occidente. Y cada una de ellas dispone con más o menos certeza y asentimiento de algún Estado central: USA y el eje franco-alemán, China, Japón, India, Turquía (?)…

Si esta descripción es acertada, los conflictos que sobrevendrán a la humanidad serán cada vez más conflictos entre civilizaciones; y las alianzas establecidas por los contendientes seguirán las líneas establecidas por los parentescos entre civilizaciones… Esta es, en resumen, la línea que traza nuestro destino para el futuro próximo.

Como era de esperar, la tesis de Huntington han provocado una gran polémica mundial; una parte de dicha polémica ha sido la reunión de expertos de todo el mundo en la Universidad de Princeton, con la presencia del propio Huntington, para exponer sus críticas a estas ideas.

Por mi parte diré solamente que el nudo gordiano de esta cuestión está, según creo, en la verdad o falsedad de los tan traídos y llevados conceptos de globalización, universalización, mundialización… y otros, que significan la unión de todos los seres del planeta bajo un mismo sistema fundamental de ideas y fidelidades, o de sus contrarios, la particularización cultural, la fragmentación de la humanidad en unidades distintas e incluso contrarias… Algunos pensadores se muestran convencidos de que lo que se avecina es más bien un mosaico de variedades humanas que constituirá una sola unidad, que el modelo urbano occidental, la adopcion de un solo tipo de Estado, y la generalización de los medios de comunicación de masas, que difunden una sola manera de pensar, comportarse, imaginar, consumir… (¿será cierto que sienten y piensan lo mismo los 2.500 millones de personas que, según estimaciones de alguna prensa, habrán contemplado estos días los funerales de la princesa Diana?) contribuirán indefectiblemente a ello (V. Ignacio Ramonet, Civilisations en guerre ? Le Monde Diplomatique, Juin, 1995). El problema, pues, reside en la idea de cultura y de civilización: en dilucidar si se trata de ideas que arrastran con tanta fuerza a los hombres, en si es verdad o no que la identidad que éstos sienten como real les puede mover a enemistarse hasta tal punto con otros hombres. ¿Pueden las las culturas pueden convivir o son forzosamente contrarias entre sí? Es uno de los problemas de nuestro tiempo.

(Huntington, S. P., El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, trad.: J. P. Tosaus Abadía, Paidós, Barcelona, 1997, 425 páginas)

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