Rasgos generales de la sociedad moderna

Continuidad y discontinuidad.- Un cometido principal de la filosofía, por más que ella no siempre lo haya percibido, ha sido el de meditar sobre los materiales que cada momento histórico le ha proporcionado. Presa de su tiempo, pero deseosa a la vez de romper las cadenas con que éste la sujeta, la filosofía no cesa de tantear los barrotes de la celda. Sus temas, pues, ni son eternos ni gozan de una independencia y autonomía tan grandes como pudiera parecer. Poseen esas cualidades sólo en cuanto le son otorgadas por el hombre, que es un ser social. Un pensador que en este momento esté considerando la estructura última del universo material y no sepa decidir si ésta es atómica o de cualquier otra índole, quizá parezca estar volviendo sobre las mismas perplejidades a que se enfrentaron otros filósofos hace varios miles de años, lo que parecería indicar que está pensando sobre lo mismo; pero sabemos que no es exactamente así, porque, aun no habiendo llegado seguramente a soluciones definitivas y estando todavía ante dificultades parecidas a las de los filósofos de la Antigüedad, la reflexión de un científico del siglo XX no se situa en el mismo punto que la de un filósofo del siglo V a. d. J. Entre los dos se interpone una larga serie de acontecimientos decisivos que han trastornado profundamente los datos del problema. Es cierto que la reflexión de uno presupone la del otro. También es cierto que la continua y que la distancia entre ambos no es tan larga como demasiado a menudo, por el impulso del etnocentrismo historicista, se cree. Pero no es menos cierto, ha de repetirse, que los hechos que se intercalan entre ellos han sido determinantes.

Hechos nuevos.- El cambio de rumbo de la filosofía con el advenimiento del Cristianismo, el repliegue sobre el sujeto de la Modernidad y el desarrollo de las ciencias de la naturaleza son los más destacables de esos hechos. Pero lo que aquí interesa no es la manera en que han afectado a la cuestión de los componentes últimos del universo físico, sino cómo se han ido entrelazando, esos acontecimientos y otros que habremos de tener en cuenta, para conformar el tipo de estructura peculiar que define a nuestra cultura. Con todo, puesto que tal empeño sería extremadamente ambicioso para las posibilidades de esta introducción, habrá que contentarse con mostrar, expurgando de aquí y de allá las nociones que vienen al caso, unos rasgos de la forma de vida que, inaugurada con los primeros siglos de la Modernidad, es ahora la nuestra.

El capitalismo

Efectos generales.- Es el primero de ellos, el poder más fuerte de Occidente, el que de un modo más palpable ha trastornado la historia de la humanidad. Por su acción han sido nivelados todos los pueblos bajo la misma ley del beneficio y el rendimiento, ha sido explorado el planeta en su totalidad, han desaparecido las diferencias en las técnicas de producción, los artículos de consumo y los modos de vida, se han formado sistemas mundiales de dominación política, han vuelto a surgir migraciones de millones de hombres que parecían exclusivas de la prehistoria y, en fin, las formas de organización política suscitadas por él operan ya a escala mundial[1]. Ha constituido en verdad un ordenamiento de la historia que no admite parangón con nada de lo que haya podido ocurrir en cualquiera de las etapas anteriores y estas consecuencias que se acaban de mencionar son solamente las más obvias, las que de un modo más contundente se imponen a la observación, pero no son las únicas, pues hay otras más recientes, como la polarización de los pueblos y la amenaza que este modo de producción hace pesar sobre el equilibrio ecológico, que, junto con las anteriores, representan el desarrollo de unas potencialidades que la historia no hace más que elucidar. Como el aprendiz de brujo, el hombre moderno ha puesto en libertad fuerzas inmensas que ahora se extienden sin control.

Definición negativa.- Pero estas fuerzas son sólo efectos. Las causas están en otro lado y es necesario sacarlas a la luz para identificar con precisión este fenómeno. La reflexión ingenua suele admitir sin crítica que el capitalismo es en primer lugar explotación de la mano de obra y que todo lo demás brota de esta raíz con naturalidad, sin pararse a pensar que, como advierte Max Weber, han existido sociedades más explotadoras que la Europa capitalista. El esclavo no tenía en Roma derechos legales que exigir a cambio de su trabajo, ni poseía casa, vestido, familia…, y ni siquiera podía decir que fueran suyas su vida y su capacidad de trabajar. Se trataba de una explotación desnuda y pura que no es la que caracteriza alcapitalismo moderno. No cabe duda de que éste también explota, y, en algunas ocasiones, como durante casi todo el siglo XIX, con una brutalidad capaz de hace palidecer al romano más abusón, pero no es ésa su finalidad ni su esencia, de lo cual es una muestra la elevación del nivel de vida de las masas en nuestro siglo. En realidad el capitalismo no tiene como meta la desgracia ni la felicidad de las gentes, y por eso puede producir ambas con la misma indiferencia y probabilidad. Tampoco se le puede identificar con la ambición, que puede darse por igual en los soldados, los piratas, los médicos, las prostitutas, los marqueses y los miembros del Parlamenteo, sin que ninguna de estas actividades valga como definición suya. El afán de lucro y la ambición de poder han podido estar presentes en todos los tiempos y han podido afectar a todos los hombres en mayor o menor medida, pero sólo en algunas épocas y en determinadas circunstancias se ha producido lo que llamamos capitalismo.

Aportación de Hobbes.- La primera nota que debe presentar necesariamente un acto económico para poder ser denominado capitalista puede extraerse de las reflexiones de Hobbes[2] sobre la naturaleza humana anterior al estado de sociedad. Cuando los hombres viven sin normas y leyes, están en guerra de todos contra todos, aunque nunca se llegue a desatar la batalla efectiva y generalizada. Entonces cada hombre tiene el poder de utilizar toda la violencia de que es capaz contra cualquier otro hombre que obstaculice el camino marcado por su ambición. Y si tiene ese poder y no hay leyes que le impidan hacer uso de él, ¿quién le negará el derecho de usarlo como le convenga? Es una ley fundamental de la naturaleza humana que quien no tiene esperanzas fundadas de obtener la paz se defienda por todos los medios a su alcance. Luego cuando se carece de un poder común que atemorice a todos, no hay ley y, por tanto, no hay nociones de bien y mal, de justicia e injusticia, y las únicas virtudes que pueden invocarse son la violencia y el fraude. La justicia y la injusticia no son cosas que afecten al cuerpo o a la mente del hombre en soledad y, en consecuencia, solamente pueden estar presentes en el estado de sociedad. En el estado natural, por el contrario, no puede negarse a los hombres la posibilidad de valerse de la fuerza y la inteligencia propias, pues no es posible que abriguen esperanzas acerca del futuro. Así, siendo inseguro el resultado de todo cuanto hagan, no habrían de existir en tal estado las artes de la civilización: el comercio, la agricultura, la navegación, el cómputo del tiempo, la construcción, las artes, las letras…, ni, en fin, la sociedad misma.

Cálculo y paz legal.- Este sombrío paisaje fue pintado por Hobbes imaginando una situación que nunca ha existido, que en todo caso es anterior o, mejor, exterior, a toda vida social, pero el modelo que tuvo ante sus ojos no era otro que el juego de pulsiones contrarias que la economía capitalista estaba sacando a la luz. El cometido del Estado no es sofocar los impulsos, sino canalizarlos, para así darles un ímpetu más duradero y eficaz, pues se agotarían por sí mismos con rapidez en la vida natural, donde no hay otra alternativa que aprovechar las ventajas inmediatas que otorgue el momento. La industria humana en general necesita superar ese estado de guerra. En ello consiste la civilización, que niega la violencia haciéndola ilegal, aunque ello no contribuya a borrarla del todo. El capitalismo, una de las formas de la industria humana, es un tipo de producción económica que exige la paz legal, porque reposa sobre la esperanza de obtener beneficios por medio del intercambio de productos. Con esto se transforma, no desaparece, la competencia entre los hombres. El propio capitalismo es capaz de provocar conflictos armados siempre que el libre juego del mercado permita calcular la posibilidad de obtener ganancias. Se objetará tal vez que también la piratería, la guerra de pillaje y el robo de bancos hacen cómputos por anticipado sobre lo que se puede ganar, pero esas actividades usan la violencia, que es ilegal, mientras que el capitalismo, incluso cuando especula con la guerra, se atiene a leyes dictadas expresamente para su actividad.

Definición general.- Estas dos características han existido en muchas partes del mundo antes de que se dieran en nuestra sociedad. El capitalismo propiamente dicho es una actividad racional basada en el cálculo monetario. Este cálculo consiste en una estimación en dinero del valor de los bienes empleados al principio del proceso económico y de los que se espera obtener al final. La cantidad final esperada debe ser superior a la inicialmente invertida, pues en caso contrario el capitalista se inhibe. Y, como es lógico, en una situación ideal esa diferencia debería aumentar incesantemente con la vida de la empresa. La contabilidad puede que se realice por medios rudimentarios o de la forma más avanzada. En ambos casos es lo mismo, pues de lo que se trata es de que el balance final supere al capital invertido. [a]

Definición del capitalismo europeo.- El tipo de capitalismo anteriormente mencionado ha estado presente en muchas otras partes del mundo. El cálculo basado en la diferencia entre el dinero conseguido y el dinero aportado ha existido en China, la India, Babilonia, Egipto, Grecia e incluso la Edad Media. Pero hay un rasgo que es exclusivo del capitalismo europeo: “La organización racional-capitalista del trabajo formalmente libre”[3], que no ha sido en lo fundamental sino un desarrollo de la necesidad de calcular que acompaña a todo capitalismo. Como ha dejado escrito Marx, el trabajo es una interacción entre el hombre y la naturaleza por la que el primero, al poner en movimiento sus músculos y su cabeza, fuerzas que pertenecen a su cuerpo, activa las potencias naturales para humanizarlas y apropiarse de ellas, de paso que regula y controla su propio metabolismo con la naturaleza[4]. Este uso primitivo de la actividad humana es el trabajo desnudo de toda consideración social, tal como se presenta en sí a la consideración del filósofo. Pero no es el trabajo real que los hombres ejecutan. En Occidente se ha logrado aislar su valor de cambio, de manera que, como sucede con cualquier otra mercancía, puede acudir al mercado y someterse a las leyes que rigen en él. Antes ha sido necesario transformar a su propietario en un hombre formalmente libre a quien la ley no puede obligar a vender su actividad, por más que la realidad no le deje otra alternativa que hacerlo. Por esta vía se han eliminado las eventualidades debidas al azar. El trabajador ha sido declarado dueño de su persona, de su tiempo y de su familia, y el capitalista, al percibir en él solamente el valor monetario de su trabajo, puede poner en funcionamiento una actividad económica más sujeta a control.

El Estado.

Funcionarios públicos.- Como consecuencia de las dos notas que venimos comentando, a la vez que como rasgo distintivo que las acompaña, el Estado moderno, organización política nacida al tiempo que el capitalismo, se caracteriza por la peculiar trabazón con que liga al funcionario público especializado, otra creación de la Modernidad, con el Derecho. No es necesario extendernos ahora en los procedimientos de que hace uso esta institución, que tiene a su cargo ordenar racionalmente la vida de los hombres por medio de la fuerza y la prudencia, para superar el derecho a la violencia de que la naturaleza les ha dotado, ni en la manera en que canaliza los impulsos humanos. Baste señalar[5], que toda la existencia de los hombres de Occidente discurre por los estrechos cauces de una compleja red de funcionarios, de cuya actividad y control dependen los actos más importantes de la vida social, y que, a su vez, la conducta de éstos se rige por normas y leyes positivas emanadas de un derecho racional.

El pensamiento

La ciencia.- Pasemos a considerar un aspecto fundamental de nuestra civilización: el del pensamiento, entendiendo por tal todas las formas mentales, ya sean científicas o ideológicas, que produce la sociedad moderna. Respecto a las ciencias, baste señalar que el empuje que han experimentado en Occidente las hace desconocidas en cualquier otra parte del mundo, de modo que, aunque, en la India, China, Babilonia, Egipto e incluso la Edad Media, habían aparecido ya conocimientos profundos y observaciones de carácter empírico muy desarrolladas, y aunque la astronomía, el álgebra y la ciencia natural no son exclusivas del mundo moderno europeo, ha sido Europa la única región del mundo que ha sabido relacionar los distintos ingredientes de la ciencia hasta darle el aspecto que hoy presenta. A partir del Renacimiento, gracias a la sabia recuperación del material conceptual de los griegos y a la manera en que los hombres de genio del siglo XVII supieron plantearse nuevamente los antiguos problemas, la ciencia empírica y sus aplicaciones técnicas experimentaron un desarrollo tan acelerado que pronto contribuyeron de manera decisiva a la transformación de la forma de vida de los europeos, en particular porque las investigaciones naturales exactas, de base matemática y experimental, hicieron posible la racionalidad de la economía política capitalista. Bien cierto es que el principal impulsor del cambio fue la economía, pero ésta no habría presentado la faz que hoy tiene si las posibilidades técnicas de hacer cálculos exactos, que es esencial para ella, no hubieran sido ofrecidas por la ciencia, aunque también ha de decirse que la ciencia y la técnica difícilmente se habrían originado y desarrollado si el capitalista no hubiera puesto en ellas sus ojos por el provecho que prometían.

Pero la historia de la racionalidad científica y técnica ofrece todos los pormenores de esta evolución, por lo que, tras haber hecho esta obligada mención de su importancia, nos detendremos en lo que, en términos generales y a falta de mejor denominación, suele entenderse bajo el término de ideología, que es el campo más confuso de todos y donde más difícilmente se puede llegar a acuerdos claros entre los estudiosos, pues a él pertenecen vastos aspectos de nuestra vida diaria, tales como la religión, el pensamiento ético y político, las convenciones de sentido común…, de todo lo cual no es posible dar más que los lineamientos esenciales, la trama que da textura a todo este tejido mental.

Igualdad, libertad e individualismo

Igualdad.- El igualitarismo es uno de los valores más importantes, si no el más, de nuestra moderna civilización. Pero este valor no existe solo. Una sociedad que se define como igualitaria se distingue a sí misma de otras cuyo ideal de vida, o cuya realidad diaria, está basada sobre el ideal de la jerarquía. La mayor parte de las sociedades pertenece a este tipo. La nuestra, por el contrario, es probablemente la única cuyo ideal supremo es la igualdad. Pero aquí se habla de ideales tan sólo. No debería ser necesario recordar que la igualdad no es ni ha sido nunca un hecho en nuestra vida occidental. Por todas partes existen desigualdades reales, tan marcadas o más que en otras culturas: padre-hijo, profesor-alumno, hombre-mujer, gobernante-gobernado, empresario-asalariado, rico-pobre… Frente a ellas los terrenos en que hay igualdad real son más bien una excepción.

Aristocracia.- Comprender la ideología igualitaria exige comparar nuestra actual sociedad democrática con otras que por oposición se llaman aristocráticas. En la sociedad aristocrática jerarquizada del antiguo régimen lo que a un particular le es dado percibir de sí mismo es que forma parte de una cadena cuyo primer eslabón empieza en el campesino y, ascendiendo, acaba en el rey. Comprende así que hay unos hombres por encima de él, de los que puede solicitar protección a cambio de prestaciones, y otros por debajo, de los que puede solicitar prestaciones a cambio de protección. Las familias suelen permanecer en el mismo estado, de modo que lo que haya de ser de un hombre, su status, oficio, obligaciones.. le viene dado en herencia de sus mayores. Un individuo cualquiera tiene que sentir que sus descendientes prolongarán lo que él ha sido, como él prolonga lo que han sido sus antecesores. Es inevitable que las generaciones se crean unidas, aunque no existan ya los abuelos o no existan todavía los nietos. Como también es inevitable que haya una moral de grupo, en virtud de la cual la responsabilidad por las acciones de una persona puede perfectamente recaer sobre otra distinta. Unos hombres se sienten solidarios de otros y la mayor desgracia que les puede sobrevenir es quedarse aislado, sin hijos, sin esposo… De hecho, sobre los individuos recluidos y solitarios solían recaer en el Medievo acusaciones de brujería, sospechas de malas acciones…, y no fueron pocas las hogueras en que ardieron estos marginados. La solidaridad trasciende el ámbito familiar, pues las instituciones aristocráticas impiden que las diferentes clases sociales se confundan, obligando a que cada cual permanezca en el seno del grupo en que ha nacido. El efecto de esto es que los hombres se sienten vinculados entre sí en el interior de su clase, con unos lazos que, si les privan de libertad, les dan en cambio seguridad. Sabiéndose, pues, incluidos dentro de la propia familia y rango, por encima y por debajo de otros, con las obligaciones y derechos antes mencionados, los hombres de los tiempos aristocráticos no podían apenas pensar en sí mismos como seres separados de sus iguales, autónomos e independientes. Lo cual no excluía la noción de semejanza o igualdad entre hombres, sino que hacía que ésta se concibiera de forma confusa. Ningún grupo social concibe al resto de los hombres como animales, expulsándolos de la humanidad, pero hay sociedades que no se cuestionan la pertenencia de todos los seres humanos a la misma especie. La aristocrática es una de ellas.

Sociedad igualitaria.- Una sociedad que hace de la igualdad su norma e ideal de vida borra las distinciones entre clases y convierte a todos los hombres en seres pertenecientes al mismo nivel. Si antes había unos grupos sobre otros, ahora se mezclan y confunden. Mientras que las familias antiguas perduraban en el tiempo, las actuales envejecen en poco tiempo, se hunden en la nada y constantemente están brotando otras nuevas. El lazo que antes unía a las generaciones a través del tiempo se ha roto. Los hombres no heredan a sus abuelos ni dejan herencia a sus nietos. La misma noción de tiempo social ha variado. Pero tampoco con respecto a los contemporáneos hay apenas nada que recuerde los antiguos compromisos. Todos los hombres son iguales, se hallan incluidos en el mismo nivel, no se deben nada unos a otros, no les cabe exigir o esperar nada de nadie, por lo que quedan libres todos entre sí, lo que dificulta o hace imposibles los lazos de solidaridad. Llegan a creer de buen grado que su destino depende de ellos, de su trabajo y esfuerzo personales, de su carácter. Así es como la igualdad hace a los hombres libres y la libertad los aisla en su subjetividad. El sistema democrático “rompe la cadena y separa todos los eslabones”[6]; “vuelve (al hombre) continuamente hacia él únicamente y amenaza con encerrarle al fin por completo en la soledad de su propia intimidad”[7].

La igualdad, la libertad y el individualismo son, a tenor de lo dicho, las ideas que mejor definen los valores que nuestra sociedad quiere poenr en práctica. Tal vez la igualdad sea el fundamento de los otros, pero en todo caso son inseparables. Concebir al hombre como individuo es concebirlo como entidad en la que se concentra la humanidad, al revés de lo que sucede en sociedades en que el concepto de humanidad se aplica al conjunto y no a los elementos. En ellas los límites de la humanidad son los límites del grupo y fuera de éste no se es hombre. Entre nosotros es el grupo lo que no tiene entidad propia. Es visto solamente como algo secundario, como el resultado de la suma de los individuos. Lo primario son los particualres. Puesto que a cada uno de ellos, cerrado dentro de sí, se aplica el concepto de hombre, todos son iguales. En realidad es la concepción del individuo la que acarrea las otras de igualdad y libertad.

Hechos y valores.- Pero los hechos no avalan estos valores. Es costumbre creer en ellos, pero la dependencia es mayor que en otras épocas y otras sociedades. Basta pensar por un instante en el enorme entramado de relaciones que engendra nuestro sistema económico. Ni una sola acción económica se ejecuta en solitario, por más solitario que esté quien la ejecute. Cualquiera de ellas, ya sea la del panadero, el joyero, el hombre de empresa, el transportista, el agricultor… necesita que existan otras muchas, puestas en acción por personas cuya existencia ignora absolutamente. En este registro no hay independencia ni aislamiento individual, por más que la propiedad privada produzca la ilusión contraria. Tampoco existe igualdad y, lo que es peor, resulta difícil pensar cómo podría darse en la realidad. Las doctrinas de los filósofos han oscilando entre Aristóteles y Rousseau. El primero veía tan inalcanzable la igualdad que justificó la desigualdad en la naturaleza: “Es, pues, manifiesto que unos son libres y otros esclavos por naturaleza, y que para éstos últimos la esclavitud es a la vez conveniente y justa”[8]. Rousseau, por su parte, hallaba la causa en la sociedad: “El hombre ha nacido libre y por todas partes se encuentra encadenado”, “si hay, pues, esclavos por naturaleza es porque ha habido esclavos contra naturaleza. La fuerza ha hecho los primeros esclavos; su cobardía los ha perpetuado”[9], pero a veces parece opinar que la igualdad es un ideal político introducido para compensar la inevitable desigualdad económica

Individualismo económico.

Economía y política.- Tras el contraste entre unas sociedades que dicen realizar la igualdad y otras que se atienen a la jerarquía, hay otro: el de unas que se conciben como un todo y otras que distribuyen esta noción entre los particulares[b]. El origen inmediato de esta disociación es económico. Mientras que en las tradicionales la posesión de riqueza material inmueble viene a coincidir con el poder político, en las democráticas la riqueza de los bienes muebles es más importante que cualquier otra y se desliga de cualquier poder político. La sociedad feudal da más relevancia a la posesión de la tierra que a la de cualesquiera otros objetos; pero los derechos sobre la tierra no son fines, sino medios, para la organización política de los hombres, cuyos derechos y deberes sociales dependen de su papel en la explotación de la tierra. Los contemporáneos, por el contrario, desdeñan la posesión de bienes inmuebles, que se han vuelto inútiles para la organización política, y convierten en superior la riqueza de bienes muebles, que pasa a convertirse en un fin en sí misma: el ideal es poseer para poseer más todavía. Es el capitalismo, que niega el disfrute de los bienes materiales y su utilización para fines interpersonales. Por causa de esto se conciben la política y la economía como si fueran distintas. La ideologia liberal que acompaña al capitalismo predica que los individuos pueden disponer libremente de su propia riqueza sin que el poder político interfiera en su actividad. En esto consiste básicamente la conquista de la independencia frente al poder político, en la capacidad personal para disponer que uno socialmente es, de la propiedad económica. Estas convicciones desvían a los hombres de preocupaciones sobre lo general y los encamina hacia las preocupaciones sobre sí mismos. Hegel sentía alarma al ver el contraste entre la participación espontánea en la actividad política por parte del ciudadano griego y el aislamiento en que se ve sumido el cristiano por haber conquistado la subjetividad interior y la libertad económica. Rousseau decía que el creyente cristiano es un mal ciudadano y proponía la creación de una nueva religión civil. Y, antes que ellos, Maquiavelo, al que no interesaba la libertad económica, sino la política, afirmaba que los hombres de hoy aman la libertad menos que los de antaño.

La religión y la idea de ser personal

La idea de persona.- Los tres autores están en lo cierto. Sin el Cristianismo no habría tenido lugar una transmutación de valores tan profunda como la que se ha operado en el mundo occidental. Así ha sucedido con uno de los conceptos básicos que estamos analizando, el de persona, que no se encuentra en la Grecia presocrática y en Roma fue sólo el equivalente de personaje jurídico, sujeto de derechos, y ello cuando con los levantamientos de la plebe se adquirió el derecho de ciudadanía para todos. Fue sobre todo la moral voluntarista y de tipo personal de los estoicos la que aportó la idea de que el individuo consiste en ser algo íntimo, no transmisible e irrepetible, a lo que añadieron las notas de consciencia, independencia, libertad y responsabilidad. Faltaba la fundamentación metafísica, que fue añadida por el Cristianismo. Éste se halló enfrentado desde el principio a tres problemas teológicos de difícil solución. El misterio de la Trinidad, en primer lugar, obligaba a los creyentes a aceptar la existencia de una unidad divina en tres personas diferentes. En segundo lugar estaba el de la naturaleza de Jesucristo si es Dios y hombre, ¿no serán en el fondo dos seres distintos? En tercer lugar, los hombres, compuestos de cuerpos y alma, ¿consisten esencialmente en lo primero o en lo segundo? La solución de los tres provino de la idea de persona, que se definió como unidad sustancial indivisible y racional. Los tres seres que componen la Trinidad pueden entonces entenderse como el mismo Dios, pero sin confundirse, pues se trata de individuos autónomos y diferentes. Los otros dos problemas se solucionaban también asignando a Cristo, como a los humanos una sola unidad irrepetible e independiente.

Pero las cosas no pararon ahí. Algunos filósofos empezaron a concebir el yo humano como algo fundamentalmente racional, capaz de pensar. Muchos cristianos se inclinaron por entenderlo como alma espiritual para así justificar su retirada del mundo. Otros empezaron a pensar si el yo es por sí mismo una sustancia o más bien descansa en una sustancia, lo mismo que el color del mar no es una cosa que exista sin el mar. No faltaron quienes se inclinaron por esta segunda alternativa, como Spinoza. También hubo quien se preguntó si lo que el hombre realmente es consiste en el yo sustancial o hay algo más, pues resulta posible pensar que antes de nacer, mientras vivimos y después de morir, vamos siendo entidades distintas. Si hubiéramos de juzgar sólo por lo quevemosy oimos, esta solución sería quizá la más aceptable. Es lo que dice Hume: que después de penetrar en sí mismo no encuentra más que sentimientos fugaces. Otrosproblemas queentraña este extraño concepto son el de si el yo es ciertamente indivisible y uno o divisible y muchos, si es libre para decidir sus acciones o si, por el contrario, está predestinado en todo cuanto hace.

La religión y el espíritu capitalista

Pero la religión ha ejercido también una notable influencia sobre el actual modo de producción económica. El carácter moral capitalista no surgió de la nada, sino que fue una de las variantes de la religión cristiana, el calvinismo, la que proporcionó sus elementos más importantes. Las líneas que siguen son una explicación de tal carácter moral, tal como lo explica Mas Weber[10] en Weber, M., La ética protestante y el espíritu del capitalismo.

El burgués, el hombre nuevo del nuevo sistema de producción, no es alguien que, entregado a la sensualidad y al ocio, busca su propio placer. Tampoco es el hombre sin escrúpulos, dominado por el ansia de poseer y dominar a través de sus posesiones a los demás. Esta imagen ha sido fomentada muy recientemente. El empresario capitalista ideal de los siglos XVI y XVII desprecia la ostentación, aborrece los signos visibles de poder, es modesto y austero y se dedica en cuerpo y alma a cumplir rígidamente los deberes de su profesión. En la mayoríade los casos se siente justificado por la idea de que su trabajo es imprescindible para racionalizar el abastecimiento de bienes materiales y se cree, en consecuencia, cumpliendo una función social ineludible. La dedicación abnegada al trabajo profesional es una de las características de la civilización capitalista que, como antes he dicho, procede directamente del calvinismo.

No es que los fundadores de esta creencia religiosa tuvieran el propósito de crear una moral económica. No suelen suceder así las cosas en la historia. Se trata más bien de un fenómeno no buscado, que tiene su origen remoto en el hecho de que el Cristianismo ha potenciado siempre, de modo más o menos consciente según épocas y lugares, el dogma de que la redención humana va unida a la seguridad de que no es la acción de los hombres, sino un poder objetivo extraño a ellos, su causante. Esta es una idea que se ha hecho sentir en los espíritus de más ardiente y activa religiosidad. En Calvino fue un dogma fundamental. Su doctrina convierte a Dios en un ser sumamente trascendente, de una manera más extremada que cualquier otra tendencia de la religión cristiana; los designios de Dios están tomados desde la eternidad y la acción de los hombres no puede modificarlos en nada. [c]. Pero esto no es exclusivamente religioso, al menos en su origen. Fue el pensamiento científico heleno el que le prestó apoyo conceptual. Una de sus notas dominantes fue también su gradual alejamiento de este mundo. Unas veces desde el punto de vista científico-natural, aludiendo a entidades no sensibles para explicar este mundo sensible, y otras desde una perspectiva moral, como cuando Sócrates o las escuelas del helenismo predicaron el abandono del mundo, el pensamiento griego trazó una nítida división entre lo sensible y lo inteligible, división que sirvió después a la teología cristiana para organizar sus creencias. La filosofía griega fue fiel al ideal metafísico de reducir la diversidad a unidad para entenderla, en lo que la ciencia moderna, que viene a ser una demostración “empírica” de que el trasmundo metafísico es el verdaderamente real, siguió sus pasos. ¿Cómo entender si no que el espacio, entidad intangible por principio, y casi impensable de tan abstracta como es, se convierta en el upnto de partida de la nueva física, hasta el punto de que sólo cuando se le tematizó con una relativa claridad pudo ésta nacer?

El calvinismo expresó de un modo original la anulación del mundo sensible que ya tenía tras de sí una larga historia. Vio a Dios infinitamente lejos de este mundo, que por sí no vale nada. El cristiano había dejado ya de ser un ciudadano de este mundo en los tiempos del Imperio Romano y con Calvino se lleva al extremo esta tendencia: alejado de Dios, cuya voluntad no puede granjearse ni siquiera con la plegaria, alejado de las criaturas de Dios, que carecen de valor, el calvinista se retira a lo más profundo de su interioridad para pensar en su salvación. Pero no puede hacer nada por alcanzarla. Cree en la predestinación; por eso sabe que está salvado o condenado desde la eternidad. Puede hacer lo que quiera, que no logrará cambiar su destino. Sus acciones no sirven para dar gloria a Dios ni para comprar su felicidad después de la muerte. Únicamente puede aspirar a saber si pertenece al grupo de los condenados o al de los elegidos para la felicidad eterna. Ahí sí valen sus acciones.

Las religiones de tipo práctico, como la judía y la cristiana, pueden mostrar una tendencia mística, que es la búsqueda de la unión directa con Dios escapando de la acción sobre el mundo, o la ascética, que busca la perfección mediante la actuación sobre el mundo. El calvinismo es una tendencia ascética, pues tiene en cuenta la acción del hombre. Pero no, como el católico, para el que la salvación es algo que se le debe en estricta justicia a cambio de sus buenas acciones: si el balance final del libro de cuentas que se abrirá el Día del Juicio arroja saldo positivo, es decir si los actos moralmente malos quedan por debajo de los buenos, entonces habrá merecido el cielo. Por si fuera poco, puede anular los mals mediante la confesión. El calvinista, por el contrario, no acepta los consuelos del sacramento de la penitencia, pues no cree en él. Tampoco que se puedan ir acumulando acciones meritorias aisladas con las que adquirir la salvación de su alma. Solamente tiene la angustia de una alternativa: ¿salvado o condenado? ¿Para qué vale la acción en estas circunstancias? No desde luego para comprar con ella premios eternos. Tiene otra utilidad. Si es un instrumento de Dios, creado por Él para su propia gloria, entonces se hallará en estado de gracia y estará salvado. Sabrá que es así si su buena conducta así lo revela, lo cual exige un continuo autocontrol, una perpetua domesticación de los propios impulsos para ser un instrumento adecuado en manos del Señor. Carece de todo interés no solamente la preocupación por conseguir el cielo, sino el preguntarse por el mismo sentido de la vida, que no sirve para nada, pues el que alguien decida hacer una cosa en lugar de otra no acrecienta sus posibilidades de salvación ni aumenta la gloria de Dios, único fin de todo lo creado.

Este tipo de moral produce por fuerza hombres cuya tarea más urgente es la de eliminar el goce despreocupado de la vida y racionalizarla sistemáticamente. Alejados del mundo, al que menosprecian, estos hombres comprenden que es la acción en medio de él lo único que puede darles señales ciertas de su felicidad o de su condenación, por lo que no descansan en la riqueza[d], no aceptan el ocio, la dilapidación del tiempo, la contemplación inactiva y perezosa robada al trabajo profesional, renuncian al placer sexual como una forma sensual de placer, predican siempre en favor del trabajo duro y continuado. Saben queDios ha asignado a cada cual una profesión quedeben conocer y desarrollar, lo que lleva consigo unas consecuencias decisivas en punto a la organización social, porque el cumplimiento estricto de las obligaciones profesionales conduce a un equilibrio relativamente estable dentro de la sociedad. “El goce desenfrenado de la vida, tan alejado del trabajo profesional como de la piedad, era el enemigo del ascetismo racional, ya se manifestase aquél como deporte “señorial” o como lafrecuente asistencia al baile y la taberna por parte del hombre vulgar”[11]. Esta moral puritana, que dio origen al espíritu capitalista luchaba contra la deslealtad y la sed meramente instintiva de riquezas, estrangulaba el consumo con su austeridad y veía en la acumulación de ganancias la mano de Dios y la promesa del cielo. Como no se podía gastar para disfrutar, estas conductas se tradujeron en obligación de ahorrar, lo que conducía a su vez a la formación cada vez mayor de capital, que, al no poder ser consumido inútilmente, debía ser invertido de nuevo para producir más. Por último, cuando se aplicaban al trabajador, ensalzando el trabajo fiel, que actua sin pensar en la ganancia, movido tan sólo por afanes religiosos de glorificación de la divinidad mediante el cumplimiento de los deberes profesionales, estas consignas tenían la virtud de legalizar moralmente la explotación. Con esta moral se puso en funcionamiento la máquina económica que denominamos capitalismo.

En resumen, la acción de la religión sobre el sistema económico consistió en extraer de la vida monástica normas para la acción mundana, en convertir a los ascetas de los monasterios en ascetas dentro del mundo. Fue una de las formas en que el ascetismo pretendió transformar el mundo y realizar en él unos ideales religiosos. El resultado fue que la riqueza mercantil adquirió una potencia como nunca hasta entonces había poseido. En realidad fue una transposición de lo que había sucedido con las órdenes monásticas medievales. El régimen de vida en que vivían sus frailes, su austeridad, su organización comunista de la producción, su dedicación al trabajo, su condena del consumo, su renuncia a la familia…, contribuían a la creación de una riqueza que a la larga acababa siempre por volverse contra losprincipios de pobreza y austeridad que habían regido lacreación de la orden, lo que daba lugar al surgimiento continuo de renovadores que pretendían indefectiblemente volver a los orígenes. Posteriormente, la máquina económica, que en su nacimiento pareció requerir de una justificación moral, funcionó sin necesidad de ella ni de otros apoyos ultraterrenos, volviéndose incluso contra las ideas morales que la habían apoyado y destruyéndolas casi en su totalidad. Hoy resulta verdaderamente difícil sostener que existe alguna justificación moral seria para el capitalismo. En ello estamos.


[1] Chesneaux, J., ¿Hacemos tabla rasa del pasado? A propósito de la historia y de los historiadores, trad. de A. G. del Camino, 210 págs. Siglo XXI, México, 1977, págs. 122-125.

[2] Hobbes, Th., Leviatán o la invención moderna de la razón, ed. preparada por C. Moya y A. Escohotado, trad. de A. Escohotado, introd. de C. Moya, 2ª ed., Editora Nacional, Madrid, 1980, capítulos XIII y XIV.

[3] Weber, M., La ética protestante y el espíritu del capitalismo, trad. de L. L. Lacambra, 4ª ed., 262 págs., Península,Barcelona, 1977, pág. 12.

[4] Marx, K., El Capital. Crítica de la economía política. Libro I, 1, El proceso de producción del capital (vol. 23 de Marx-Engels, werke, Berlín, Dietz-Verlag, 1962), trad. de M. Sacristán, Ediciones Grijalbo, Barcelona, 1976, Sec. 3ª, cap. V, pág. 193.

[5] V. Weber, M., La ética protestante y el espíritu del capitalismo, trad. de L. L. Lacambra, 4ª ed., 262 págs., Península,Barcelona, 1977, págs. 7, 8.

[6] Tocqueville, A. de, citado en Dumont, L., Homo Hierarchicus. Ensayo sobre el sistema de castastrad. de R. P. Delgado, Aguilar, Madrid, 1970. (Homo Hierarchicus, Gallimard, 1967), pág. 2.

[7] Dumont, L., Homo Hierarchicus. Ensayo sobre el sistema de castas,trad. de R. P. Delgado, Aguilar, Madrid, 1970. (Homo Hierarchicus, Gallimard, 1967), pág. 2.

[8] Aristóteles, Política, ed. bilingüe y trad. de J. Marías y M. Araujo, I.E.P., Madrid, 1970, I, V, pág. 9.

[9] Rousseau, J. J., Contrato Social, trad. de F. de los Ríos, Espasa-Calpe, Madrid, 1934, 200 págs. I, II, pág. 15.

[10] Weber, M., La ética protestante y el espíritu del capitalismo, trad. de L. L. Lacambra, 4ª ed., 262 págs., Península,Barcelona, 1977.

[11] Weber, M., La ética protestante y el espíritu del capitalismo, trad. de L. L. Lacambra, 4ª ed., 262 págs., Península,Barcelona, 1977, pág. 235.

[a]EFR: Hacemos obligadamente lo que creemos hacer espontáneamente. Así nos vamos convenciendo de que lo que tenemos es lo que realmente deseamos.

[b]EFR: ¿Idea repetida?

[c]EFR: Calvino representa con toda seguridad el punto culminante del desencantamiento y aborrecimiento del mundo, que empezó con las profecías del Antiguo Testamento y continuó en el Nuevo y en las predicaciones de la Patrística.

[d]EFR: Gran contraste con la alegre mundanidad de Maquiavelo (pág. 13)

Share

Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
Esta entrada fue publicada en Sin categoría. Guarda el enlace permanente.