Seres vivos

El uso común del lenguaje establece que un cuerpo tiene vida cuando puede poner en marcha actividades propias de un ser animado tales como alimentarse, crecer o reproducirse, y que la ha perdido y se ha convertido en un cadáver cuando ya no es capaz de ellas, pero no quiere decir que la vida se pierde a la manera en que se descuida un objeto valioso que luego se puede volver a encontrar, porque eso querría decir que la vida emigra a otra parte y si fuera así no se entiende qué es lo que entonces estaría vivo, sino a la manera en que una esfera de cristal deja de tener forma de esfera cuando se rompe y ya no es posible que la vuelva a recuperar. La vida no existe si no es en un cuerpo, pero no es el cuerpo, pues hay cuerpos con vida y cuerpos sin ella. Si existiera fuera de él no se sabe qué es lo que viviria, pero si no se distinguiera de él no podría morir. Luego la vida es cosa del cuerpo sin ser el cuerpo mismo, es para él algo parecido a lo que es la esfera para el cristal, que tampoco puede existir sin él, pues de otro modo habría una esfera sin nada que fuera esférico, pero esto sería perfectamente ininteligible.

Estas elementales distinciones, presentes por otro lado en el sentido común, se oponen frontalmente a quienes creen que la vida es incorpórea, separada de toda materia, como si se tratara de un ser estable y hasta inmortal, que entra y sale de los cuerpos a capricho, y que éstos, reducidos a recipientes ocasionales, no pasan de ser habitáculos vacíos por sí mismos, inútiles entidades inertes, más cercanas a los minerales que a las plantas. Cuantas más diferencias se pretendan introducir entre la vida y el cuerpo más inanimado y muerto habrá que concebir a éste. No otro fue el camino elegido por el antiguo reencarnacionismo de la religión órfica y de su contrapartida filosófica, el pitagorismo y el platonismo, que cultivaron la fantástica idea de que el alma habita sucesivamente en cuerpos distintos, abandonándolos y volviéndolos a ocupar en una rueda que sólo la purificación puede detener, lo cual dio pie a que Empédocles, cuyo acmé debió caer hacia el 444 a. d. C., dijera con una naturalidad que todavía produce asombro que él podía recordar varias vidas anteriores:

Yo fui en otro tiempo muchacho y muchacha, arbusto, ave y mudo pez marino (Kirk, G. S. y Raven, J. E., 494)

La creencia, según cuenta Heródoto, procede de la religión egipcia:

Los egipcios son además los primeros en sostener la doctrina de que el alma del hombre es inmortal y que, cuando el cuerpo perece, se introduce en otro animal que esté naciendo entonces; después de recorrer todos los animales de tierra firme, los de mar y los volátiles, se introduce de nuevo en el cuerpo de un hombre en nacimiento y su ciclo se completa en un periodo de tres mil años. Hay griegos que adoptaron esta doctrina, unos antes y otros más tarde, como si fuera de su propia invención; aunque conozco sus nombres, no los escribo. (Kirk, G. S. y Raven, J. E., 313–314)

Aun a riesgo de desbaratar la belleza de las palabras de Empédocles, que habría vivido el fuego cuando fue muchacho o muchacha, la tierra cuando arbusto, el aire cuando ave y el agua cuando pez, es decir, la realidad toda tras haber pasado por sus cuatro elementos, debería entenderse que él no fue propiamente ninguno de esos seres, sino que estuvo sucesivamente en cada uno de ellos, como quien se aloja en una posada tras otra durante su viaje.

El lector ya debe estar sospechando que, pese a haber tenido un amplio seguimiento en las tradiciones religiosa y filosófica occidentales, estas doctrinas presentan un serio inconveniente, toda vez que cuando insisten en que hay en el hombre cosas corporales y cosas incorpóreas no pueden dar una explicación convincente del tipo de relación que hay entre ellas, y menos aún cuando, tras haberse instaurado la línea filosófica de Descartes, el dualismo radical de su sistema, se establece que el alma es personal e inextensa, porque entonces, concibiendo a ésta como un jinete sobre su caballo, que no otra cosa sería el cuerpo, al que debe gobernar y dirigir, se entiende menos aún que pueda hacerlo, debido a que ya no es posible concebir contacto alguno entre lo que no ocupa lugar y lo que sí. El jinete tiene al menos una ventaja sobre el alma, y es que puede conducir al caballo con las riendas, las espuelas o las rodillas, pero ¿con qué guiará el alma inextensa al cuerpo extenso? Las metáforas que presentan a aquélla como un principio vital autónomo y al cuerpo como un envase dispuesto para recibirlo carecen de contenido real. La mayoría de las personas que dice aceptarlas no se paran a pensar en ellas detenidamente. Sin hacerse jamás cuestión de ello, viven convencidas de que la realidad está dividida en dos sectores, uno de los cuales es el de la libertad y los altos valores morales y el otro el de la causalidad mecánica. Suponen que debe existir alguna relación entre ambos, pero no saben responder cuando se les pregunta cuál es y así se hallan convencidos de algo que en realida ignoran. Y si alguna vez deciden pensar despacio en estas cosas es solamente para negar uno de los cuernos del dilema y quedarse con el otro, para rechazar una de las partes en que han dividido lo real y entregarse en cuerpo y alma a la otra, pues o bien aceptan que todo es materia y desprecian el espíritu como algo engañoso o bien, por el contrario, que la materia es indigna y sólo vale el espíritu, lo cual no es dar razón de una ni de otro.

Más coherente hay en la posición de quien sostiene que la vida es algo que no existe sin el cuerpo ni se reduce exactamente a él, y que, no siendo un cuerpo, es sin embargo una función suya que, por serlo, no puede residir en cualquier trozo de materia, sino solamente en aquél que sea capaz de ejercerla. Si es propio de la vida el nacer, el crecer o el morir, la materia inorgánica, que es corporal, no puede, simplemente por ser materia, tener vida, pues no es capaz de nacer, crecer o morir, pero sí la materia orgánica, porque en ella pueden darse esas actividades. Lo cual podría servir de paso para encauzar convenientemente las actuales discusiones acerca de si los ordenadores piensan, ven, oyen, sienten, etc…, discusiones que no pueden ser menos que inacabables cuando lo que se pretenda dilucidar es si tienen alma o no, y serían por ello mismo idénticas a las que mantuvieron durante un cierto tiempo los filósofos españoles sobre los indios al principio de la conquista de América, por lo que habría que acaberse preguntando si, en caso de tener alma, se les debería bautizar, pero que se podrían acabar en cuanto volvieran sobre la cuestión de si están o pueden estar construidos con una materia apta para ejercer apropiadamente esas funciones y por ahora parece que no, o que no son capaces de ejercer todas ellas.

Esto nos permite reconocer como algo obvio que las plantas son seres vivos, pues son organismos, o, lo que es lo mismo, están dotadas de órganos cuya finalidad es colaborar conjuntamente al mantenimiento y reproducción de la vida, que consiste para ellas en nacer, alimentarse, crecer, reproducirse y morir. Los minerales, por el contrario, sólo tienen centros y campos de fuerza que la física se encarga de explicar convenientemente, pero no pueden tener vida y cuando en alguna ocasión se dice de alguno de ellos, como de una roca, que crece o que muere ha de entenderse que se dice solamente en sentido figurado.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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