Las grandes efusiones revolucionarias de la historia rara vez han brotado de la opresión. Por el contrario, surgen cuando una sociedad experimenta una mejora en sus condiciones de vida y una mayor libertad, pero ve súbitamente frustradas sus expectativas de progreso. Esta tesis, formulada por historiadores como Alexis de Tocqueville en El Antiguo Régimen y la Revolución, desafía la intuición según la cual las revueltas emergen del despotismo insoportable. En realidad, las poblaciones más sometidas suelen resignarse a su destino, mientras que las más libres y prósperas se sublevan cuando advierten que su avance se ha detenido o se ha visto amenazado.
Cuando un pueblo empieza a gozar de mejores condiciones de vida, su horizonte de expectativas se expande. Ya no se conforma con la mera supervivencia; aspira a derechos, participación y una mayor prosperidad. Este fenómeno se observa en la Francia prerrevolucionaria: Luis XVI gobernaba una sociedad mucho más libre y próspera que la de sus predecesores, pero fue precisamente en ese contexto donde estalló la Revolución de 1789. Las reformas fiscales y administrativas del monarca no lograron satisfacer a una población cuya conciencia política había crecido con el auge de la Ilustración y el desarrollo económico.
Otro caso paradigmático es la Revolución Rusa de 1917. Aunque la Rusia zarista era un régimen autocrático, las reformas de principios del siglo XX, como la abolición de la servidumbre y la incipiente industrialización, habían dado a las masas una sensación de ascenso social. Sin embargo, la Primera Guerra Mundial truncó ese proceso y generó un descontento explosivo. De manera análoga, la Revolución Americana no surgió de una colonia oprimida, sino de una burguesía colonial que gozaba de amplios grados de autogobierno y que se indignó cuando la metrópoli británica restringió sus libertades comerciales y políticas.
Las revoluciones no son, pues, una consecuencia mecánica de la miseria, sino del desencanto. Cuando una sociedad que ha progresado de repente encuentra un obstáculo es cuando siente la necesidad de destruir el orden existente. Tocqueville lo describe con precisión: los regímenes en decadencia no caen cuando son más brutales, sino cuando intentan reformarse y no logran colmar las expectativas que han despertado. La Revolución Francesa, por ejemplo, no surgió en el periodo de mayor opresión, sino cuando se vislumbraban mejoras que luego fueron percibidas como insuficientes o amenazadas por reveses económicos.
Este patrón se repite en múltiples contextos históricos. La Primavera Árabe no brotó de los países más pobres o reprimidos de la región, sino de aquellos que habían experimentado cierto desarrollo y vieron truncada su esperanza de futuro. El levantamiento de Tiananmén en 1989 no estalló en la China maoísta del terror rojo, sino en una China en apertura económica, donde los estudiantes y la clase media emergente reclamaban más participación política.
En conclusión, las revoluciones no son el producto de la opresión extrema, sino de la tensión entre el ascenso de las expectativas y su súbita frustración; se mueven entre la esperanza y el desencanto. Cuando las sociedades mejoran sus condiciones de vida, los individuos se vuelven más conscientes de sus derechos y oportunidades. Sin embargo, si esas expectativas se ven traicionadas, el resentimiento se convierte en el motor de la revuelta. Lejos de la imagen simplista de la rebelión como una erupción espontánea de los oprimidos, la historia muestra que es la esperanza frustrada, y no la miseria absoluta, la que pone en marcha la maquinaria revolucionaria.