El hombre no posee medio natural, sino mundo, el cual es producto de su acción, es decir, de sus siempre cambiantes habilidades, experiencias, conocimientos y tendencias. La naturaleza en medio de la cual habita no es la naturaleza sin más, sino la naturaleza transformada, y su naturaleza propia de primate vertical que ha liberado las manos de la locomoción para liberar a la boca para la palabra es asimismo lo que él hace de ella. Su medio natural externo y su propio ser interno son el resultado de su actividad. Siendo así, es inconcebible que el hombre hubiera vivido un solo tipo de vida a lo largo del espacio y del tiempo. Eso es algo que compete a los demás animales, pero no a él. Puede ser, por ejemplo, que las golondrinas hagan sus nidos del mismo modo por todas partes desde hace miles de años, pero lo propio del hombre es construir su habitación de mil modos cambiantes.
Por esto no puede pensarse la cultura como una especie de organismo vivo, compuesto de partes dotadas de funciones coordinadas cuya acción contribuye naturalmente a la estabilidad del conjunto. Es un error que no produce más que confusiones. Quienes la conciben a la luz de esta analogía creen que, igual que el aparato digestivo de un caballo tiene la función de digerir, el respiratorio la de oxidar y así todos los demás, de manera que el resultado final es la existencia de un organismo animal equilibrado y sano, así la institución matrimonial, la religiosa, la política, la económica, y todos los demás sectores de la cultura, están también dotadas de funciones que contribuyen al orden general. La analogía, que está muy extendida, lleva a creer que el estado natural de una sociedad es un estado libre de conflictos, lo que parecería confirmarse cuando suceden cambios traumáticos tales como guerras o revoluciones. Entonces, dicen los seguidores de la metáfora, la sociedad sufre una crisis o, mejor, una enfermedad, que debe superar para recuperar la salud. De esta forma de pensar resulta que, como las crisis y conflictos están siempre presentes, o bien se añora un pasado ya extinguido de paz y felicidad o bien se espera un futuro igualmente feliz y pacífico. Unos, los que se adhieren a lo primero, ponen el equilibrio en el ayer; otros, que se adhieren a lo segundo, lo ponen en el mañana. Y tanto los primeros como los segundos ponen en un tiempo que no existe el modelo del que nunca debería separarse la sociedad. Pueden parecer posiciones contrarias, reaccionaria una y progresista otra, pero las dos coinciden en concebir las culturas como sistemas equilibrados y los cambios que les sobrevienen como accidentes que podrían –o deberían– no haberse producido. La única diferencia entre ellas está en la actitud que sus seguidores adoptan ante esos cambios: para unos son deseables y para otros indeseables, para unos malos y para otros buenos.
Pero las culturas no son caballos ni nada parecido, sino sistemas sumamente inestables. El cambio y el conflicto son tan esenciales para ellas como el orden que resulta de la cooperación de los órganos lo es para un organismo vivo. Puesto que también están dotadas de una cierta estabilidad, dado que sus instituciones suelen resistir durante un tiempo, lo más conveniente es aceptar que se trata de dos fuerzas contrarias cuya acción es constante en el interior de toda cultura y que el resultado de su confrontación es el sistema en que los hombres se encuentran viviendo, pensando y actuando. Así se comprende todo con mayor profundidad y no es necesario recurrir a un pasado o a un porvenir, que la mayoría de las veces es solamente fruto de la imaginación mítica o utópica, para dar razón de los hechos presentes. La convicción de que el cambio y el conflicto son características culturales tan esenciales como el equilibrio y la armonía no significa, sin embargo, que todos los cambios y conflictos sean buenos y deseables. Tampoco lo contrario. Cualquiera de estas opciones equivaldría a volver a una de las dos creencias mencionadas, que obligan a pensar lo presente con coordenadas intemporales. Serán buenos o malos en cada caso concreto, que habrá que analizar minuciosamente para poder adoptar la actitud moral adecuada. No se debe, por ejemplo, saludar con entusiasmo la clonación humana como un hecho moralmente aceptable porque significa un avance de la técnica, ni denostarla porque aleja a la humanidad de un supuesto estado natural de armonía, sino estudiarla detenidamente, explorar sus consecuencias probables, su incidencia en la felicidad o desgracia de la gente… y, solamente después de este estudio, aprobarla o condenarla. Como tampoco se debe aprobar sin más un rasgo cultural cualquiera por el simple hecho de pertenecer a una herencia social determinada. La costumbre de la cencerrada, por ejemplo, tan extendida en muchos pueblos de España, no puede merecer un calificativo moral favorable.
Pero los conflictos y cambios de que aquí se trata no son los que entablan entre sí los individuos, sino los que enfrentan a las instituciones, por más que son ellos quienes los sufren ¿Quiénes habrían de sufrirlos si no, puesto que las instituciones no sienten placer ni dolor? Son conflictos que se producen en lo que la gente cree que debería hacerse, en lo que cree que se hace realmente y en lo que realmente se hace, es decir, en los valores institucionalizados, en las visiones compartidas de la acción social y en la acción social misma. Estos tres niveles se interpenetran mutuamente, razón por la que el conflicto puede también producirse entre uno y otro cualquiera de ellos. Sean suficientes los siguientes ejemplos. El primero es el drama de la Antígona de Sófocles, que, en contra de lo que pudiera parecer, no narra el enfrentamiento entre dos personalidades de carácter opuesto, despótica la primera y rebelde la segunda, sino entre el poder creciente del nuevo estado, que absorbe cada vez más funciones del orden social, y el de la familia y la religión tradicionales, que se resisten a perderlas. La protagonista sufre porque ha sido atrapada entre esas dos corrientes contrarias. Un tiempo antes, cuando lo religioso había reinado sobre lo político, o un tiempo después, cuando lo político había ya prevalecido definitivamente sobre lo religioso, tal sufrimiento no podría haber tenido lugar y Antígona no habría existido. Este es el motivo por el que nuestra época liberal e individualista, incapacitada para vivir como los antiguos el choque de las dos instituciones, ha transformado el drama de Antígona en el enfrentamiento entre un déspota y una mujer rebelde. Los siguientes ejemplos, proporcionados por Beattie (Beattie, J., Otras culturas. Objetivos, métodos y realizaciones de la Antropología Social, trad. de A. de Alba, revis. de M. C. G. de Choaqui, F. C. E., México, 1972, pgs. 329 y ss.), tienen que ver con la decadencia de la poliginia y las costumbres seguidas para los enlaces matrimoniales en toda Africa por influencia directa de los misioneros cristianos. En Bunyoro, una tribu de Uganda, un joven había conseguido un trabajo de maestro en una escuela dependiente de la misión y había desposado según el reciente rito cristiano a una mujer, pero posteriormente había desposado a otra siguiendo los ritos tradicionales en el pueblo de sus padres, en cuya propiedad había construido una casa para ella y los dos hijos que ambos habían tenido. Se hallaba por causa de esto en una situación comprometida, porque si sus superiores lo hubieran sabido le habrían obligado a optar por el trabajo o por su segunda esposa. Por otro lado, no se comprende bien que pudiera compaginar dos criterios morales de vida familiar tan contrarios. El conflicto no es menor en otros lugares donde los misioneros han logrado eliminar la antigua costumbre del pago de la dote, lo que ha conducido a una situación no deseada por ellos mismos, toda vez que muchas jóvenes que han contraido matrimonio apenas se consideran casadas precisamente por haber faltado el pago de la dote. Sabiendo que sus padres no tendrán que devolverla, abandonan a sus maridos y se dedican a pasar de hombre en hombre, desembocando en una especie de promiscuidad que escandaliza a los misioneros más que la antigua costumbre de la dote. Para colmo, algunos nativos les culpan además de haber metido las ideas modernas en la cabeza de las jóvenes, induciéndolas a la lujuria y las enfermedades, y se lamentan de que algunas chicas prefieren vivir como prostitutas y “jugar” en los senderos como animales antes que desposar a un hombre, por lo que bastantes varones tienen que vivir solteros.
No todos los cambios son traumáticos. Muchos se mantienen dentro de la estructura existente, sin modificarla, como sucedió a la dinastía visigótica, que subsistía a pesar de que cada monarca solía heredar el trono asesinando a su antecesor. En casos semejantes los cambios se operan en el seno del marco normativo existente, se pueden resolver con los recursos tradicionales y no se convierten en una amenaza para las instituciones existentes. Otros cambios, más radicales, como los casos africanos que acabamos de mencionar, dan al traste con el sistema social vigente. Son conflictos estructurales, que perturban de tal modo alguna o varias instituciones que éstas ya no engranan en las demás. Entonces puede ocurrir que, si la sucesión de desórdenes llega a una nueva fase de estabilidad, se trate ya de una cultura nueva. Habrá ocurrido entonces una revolución. En el otro caso son simples rebeliones que no trastornan el orden cultural. La experiencia política proporciona muchos ejemplos de uno y otro signo.
Diversidad y etnocentrismo
Puesto que el conflicto y el cambio son cualidades estructurales de la vida humana, ésta no podía menos que desenvolverse en un gran número de unidades diferenciadas. Teniendo en cuenta, además, su caracterización biológica, natural, es decir, su ausencia de especialización, se comprende que difícilmente podía originarse un tipo uniforme de vida. Aunque la uniformidad física del hombre es tan alta que muchos expertos se niegan, con razón, a admitir la existencia de razas biológicas, su existencia se caracteriza por una inestabilidad y plasticidad ilimitadas, lo que se ha traducido en una extraordinaria diversidad de mundos humanos, o culturas.
Es lo primero que la observación ofrece al estudioso: una inmensa diversidad de normas jurídicas, creencias religiosas, lenguas, tipos de familia y parentesco, formas de autoridad…, tan distintas entre sí que parece que las variables han absorbido a las constantes, como si no hubiera nada en común entre las formas humanas de vida. Aunque debe haber algo universal en las culturas humanas, lo cierto es que, siempre que se olvida la diversidad y se pretende establecer alguna generalización sobre la política, la lengua, el hombre, la mujer…, se logra solamente formular afirmaciones subjetivas, válidas como mucho para la cultura de quien las hace, pero vacías, inútiles o simplemente falsas para el resto. Lo paradójico es que este proceder es universal. A cada hombre le parece natural lo propio, aquello que ha vivido en su tradición, en tanto que lo extraño se le presenta como aberrante o cómico. Pero esto no debe causar extrañeza. Que los modos de vida sean naturales para quienes han nacido y crecido en ellos, y sean convencionales para quienes no, es algo que brota espontáneamente del proceso de aculturación existente por necesidad en todas partes y es, en consecuencia, universal. Si sucediera lo contrario, si esos modos de vida se presentaran a los ojos de quienes los interiorizan y los hacen suyos como formas arbitrarias y convencionales no ancladas en la naturaleza de las cosas, entonces no podría fortalecerse la identidad del yo. La fe en las pautas culturales adquiridas ya desde la infancia es un requisito indispensable no solamente para la existencia y transmisión de dichas pautas, sino también para que cada sujeto sienta que su ser está sólidamente fundado. En caso contrario, la vida amenazaría ruina. Dicho de otra manera: el etnocentrismo, es decir, la creencia firme en la superioridad y en el carácter natural de la propia cultura frente –o contra– las demás acompaña a todos los hombres. Sólo se convierte en un problema cuando se racionaliza, cuando se comprende que es causa de acciones que solamente pueden suceder para mal de otros pueblos, de lo cual son una magnífica expresión, entre otras mil que se podrían traer a colación, las discusiones que los pensadores españoles e indios mantuvieron, cada uno por su lado, en tiempos del descubrimiento y conquista de América. Para los primeros se trataba de averiguar si los indios eran hombres o animales. Para los segundos si los españoles eran hombres o dioses. Puede servir también de ejemplo la consideración de dos formas de gobierno que se llaman a sí mismas democráticas, la ateniense antigua y la occidental contemporánea. Compare el lector lo que se dice sobre la primera en el tercer texto de este tema con lo que él mismo sabe de la segunda, que es la suya propia y suele presentarse como heredera de aquella otra.
Lo cierto es que no podemos hacernos una idea de la variedad real de culturas. Podemos conocer algunas que existen en territorios diferentes del propio, como también podemos conocer saber algo de algunas otras que han existido en el pasado, a través de los documentos escritos que nos han legado, pero sólo para caer en la cuenta de que todas ellas cuentan con una historia de varias decenas de miles de años de la que no ha quedado prácticamente ni una sola huella. No puede satisfacerse el deseo de conocer la totalidad. Tampoco es fácil trazar líneas generales para clasificarla sus partes, porque algunas sociedades cercanas tienen rasgos culturales muy diferentes, en tanto que los de otras más alejadas son muy parecidos, porque unas convergen a un solo tipo desde posiciones contrarias y otras se separan desde posiciones iguales. En el interior de cada cultura intervienen simultáneamente dos corrientes contrarias, una de las cuales tendiera a acentuar lo que la diferencia de las demás y la otra lo que la hace semejante, siendo su resultado una tendencia global a mantener un cierto nivel de diversidad, de manera que parece como si las culturas resultasen perjudicadas tanto al sobrepasarlo como al no llegar a él. Esto es válido no solamente por lo que respecta a la diversidad externa, sino que también lo es para la interna, cuya producción es constante, pues en el seno de cada cultura aparecen sin cesar diferenciaciones de castas, de clases, de profesiones, de ideologías políticas, de clubes, de creencias religiosas, etc…
La diversidad es cambiante porque sus motivos lo son. Unas veces la produce el aislamiento, otras la proximidad, debido a que muchas costumbres nacen del deseo de tener una identidad que no sea la del vecino más cercano, incluso del que vive con uno mismo, de lo cual hay seguramente muchas muestras en la situación política del presente, tanto en Europa como en otros lugares del mundo. Las sociedes aisladas se diversifican, como sucedió con las que cruzaron el Estrecho de Bering hace más de 15.000 años y vivieron en el Nuevo Mundo durante todo ese tiempo, hasta el descubrimiento del siglo XVI. Pero también se diversifican las sociedades que mantienen relaciones entre sí.
Lo verdaderamente extraño es que esta diversidad no haya sido vista como el estado natural que tenía que venir originado por la tendencia al cambio y la inestabilidad propias del animal humano, que brotan en último término de su caracterización biológica, natural. En vez de ello, se ha visto y se sigue viendo como algo a lo que hay que resignarse, si no como una monstruosidad. Lo más corriente es identificar las culturas extrañas como pintorescas, bárbaras, salvajes, primitivas…, una actitud que está presente en todas las sociedades. Solamente algunas de ellas han forjado el concepto de humanidad como algo que se extiende a todos los hombres sin distinción, lo cual ha sido obra de sus creencias religiosas o filosóficas, como el cristianismo, el estoicismo, el islam y el budismo. Las demás sociedades, es decir, casi todas las que existen, siempre han creido que los hombres que no pertenecen a su grupo o a su etnia no son hombres completos. De ahí vino, por ejemplo, la denominación de “bárbaro” que los griegos y los romanos dieron a los que no eran como ellos, seguramente por alusión a unas lenguas extrañas que ellos asimilaban a la época de lalación infantil. De ahí vino también el que los españoles se sintieran autorizados moralmente para esclavizar a los indios de América, porque creían que eran animales sin alma humana, y el que, como contrapartida simétrica, algunos grupos de indios hirvieran en agua a prisioneros españoles para comprobar si eran dioses o no. Lo paradójico de esta forma de concebir a los demás es que cuanto más se empeña uno en distinguirse de una cultura ajena más se le asemeja, pues no otro es el proceder de todas ellas. Lévi–Strauss dice con razón que es bárbaro el que cree en la barbarie.
El hecho de la diversidad es, en suma, tan abrumador que incluso las grandes filosofías y religiones que han proclamado la igualdad esencial de los hombres y la obligación consecuente de portarse fraternalmente unos con otros se equivocan cuando inducen la creencia en que la humanidad se realiza en un hombre abstracto, en un hombre que no es francés, español, sioux o bantú, porque con ello tienden a borrar los límites que distinguen a las culturas. Así sucede también cuando, imbuidos de la creencia en la universalidad de la naturaleza humana, muchos hombres cultos de nuestro tiempo adoptan un evolucionismo cuyo único resultado es eliminar mentalmente las diferencias, pues tratan cada uno de los estados culturales como etapas de un desarrollo único que arranca de un punto fijo y convergen en otro.
El evolucionismo darwiniano no puede ser puesto en duda al referirlo a la estructura biológica del hombre, pero sí al referirlo a su mundo cultural. Cuando las capas superpuestas del terreno muestran diferencias en el esqueleto del caballo, no es inadecuado ordenar éstas según una secuencia que va del animal más antiguo al más reciente, porque estamos seguros de que un caballo nace directamente de otro caballo. Pero cuando las capas del terreno muestran diferencias en la piedra tallada no es aceptable establecer secuencias del mismo modo, porque un hacha de piedra no nace directamente de otra. La aplicación de estos procedimientos a los demás sistemas culturales engendra todavía mayor confusión, porque las relaciones de procedencia entre éstos no son tan simples. Muchas ideas políticas y jurídicas del presente proceden del Cristianismo, pero muchas ideas del Cristianismo proceden de la filosofía estoica, que a su vez procede de la antigua filosofía griega, una parte importante de la cual se origina en la mitología olímpica, etc… ¿Cómo generalizar tales secuencias para aplicarlas a otras culturas? Sin embargo, este proceder está tan extendido y parece tan sólido que son pocos los que se paran a examinar sus fundamentos y a reflexionar si lo que parece evolución y progreso no es un defecto de perspectiva.
Clases de historia
Se presenta a veces el caso de las sociedades americanas, que cruzaron el Estrecho de Bering hace cerca de 20.000 años y colonizaron después todo el continente de manera sistemática y continua, como un caso claro de progreso. Como además contribuyeron de forma importante, una vez que fueron de nuevo descubiertas y colonizadas por los europeos en el siglo XVI, a los cambios que tuvieron lugar en Occidente, es fácil considerar que han tenido progreso. Por un lado exploraron todos los recursos naturales del Nuevo Mundo, domesticaron las más variadas especies animales y vegetales para su manutención, incluso aprovecharon sustancias venenosas, como la mandioca, para alimento, promovieron la cerámica, el tejido, los metales preciosos, etc… Por otro, contribuyeron de modo importante al desarrollo del Viejo Mundo aportándole el tabaco, la coca, la papa, el hule, el maíz, el cacahuete, el cacao, el tomate, varias especies de algodones y de cucurbitáceas, etc… Conocían además el cero, que es la base de la aritmética moderna y fue desconocido por griegos y romanos, su calendario era más exacto que el de Europa por la misma época, algunos regímenes políticos, como el de los mayas, habían sido socialistas, según creen unos, o totalitarios, según creen otros, pero en todo caso parecían haber representado una anticipación de lo que después ha sucedido en extensas regiones europeas…
Dadas estas premisas, resulta difícil no conceder que las sociedades americanas representan un caso claro de progreso. Pero cabe dudar si este reconocimiento se debe, antes que a cualidades objetivas de aquellas sociedades, a nuestra propia visión cultural subjetiva. Si los adelantes mencionados no lo hubieran sido en el sentido de acercarse a nosotros, ¿estaríamos igualmente dispuestos a reconocer que esas sociedades progresaron? Si, en lugar de haber cambiado en una dirección parecida a la nuestra, lo hubieran hecho en otra distinta, si hubieran desarrollado otros valores que en nada interesaran a nuestra observación, ¿habríamos aplicado igualmente la calificación de progresiva a la historia americana? Esa calificación, al igual que su contraria, dependen de la perspectiva en que se sitúa en historiador más que de las propiedades intrínsecas de la cultura observada. Toda cultura que cambie en una dirección parecida a la de él es progresiva, en tanto que las demás son estacionarias, sociedades detenidas en el tiempo, pero no por serlo realmente, sino porque su desarrollo no tendría significado alguno para él. La historicidad real de las culturas no es, en principio, una propiedad intrínseca suya sino de los intereses en que nosotros estamos comprometidos.
Una persona que viaja en un tren creerá ver que la velocidad de los otros trenes es mayor o menor según se alejen o se acerquen a él mismo. Incluso le parecerá que uno que circule en su misma dirección y a la misma velocidad permanece inmóvil. Con las culturas sucede justamente lo contrario. Aquella en que nos hemos criado nos impone un sistema de referencias desde el cual juzgamos a las demás y por este motivo estaremos dispuestos a creer que la que lleva una dirección distinta de la nuestra no se mueve y que la que se desarrolla en el mismo sentido sí lo hace. Además, lo mismo que el viajero del tren obtiene el máximo de información de otro tren que lleve su misma dirección y velocidad, pues puede ver incluso las caras de los viajeros, examinar sus vagones, calcular la longitud que tiene, etc…, y obtiene el mínimo de otro que cruza en dirección contraria, del que sólo percibe un borrón confuso y veloz, también el viajero de una cultura se halla en posesión de más conocimientos sobre aquellas otras que cambian como la suya y menos de las que llevan otra dirección. Pero, así como el viajero hará bien en pensar que el exceso o el defecto de información se deben a que el otro tren lleva su misma dirección o a que lleva la contraria, el viajero cultural haría bien preguntándose si el escaso desarrollo que atribuye a una sociedad cualquiera se debe más bien a su falta de información que a la realidad objetiva.
La distinción entre sociedades que evolucionan y sociedades que están detenidas resulta del enfoque con que se las comprenda. Podría, por ejempo, adoptarse el criterio de los medios técnicos que la civilización occidental está produciendo a gran escala desde hace dos siglos para extraer de la tierra una enorme cantidad de energía. En ese caso habría que fijarse en la cantidad de energía disponible per capita, lo que situaría a la cabeza a los Estados Unidos, después a Europa, después a Japón, etc…, y al final quedaría una masa confusa de sociedades asiáticas y africanas que no guardan entre sí ninguna relación, pero que serían clasificadas bajo un mismo rótulo. Pero entonces se estarían pasando por alto los demás sistemas que forman la cultura: el social, el cognoscitivo y los demás, que no permiten pensar como semejantes sociedades que muy poco tienen que ver entre sí. Lo importante no es que Fenicia haya inventado la escritura, China la pólvora, la brújula y el papel, la India el vidrio y el acero, y así sucesivamente, lo que dejaría a muchas culturas fuera de nuestra consideración, sino el modo en que cada cultura integra, absorbe o excluye estos elementos. Todos los hombres poseen artes, lenguaje, conocimientos positivos, creencias religiosas, organización política que configuran conjuntos más o menos integrados. Lo que importa es el conjunto, no los rasgos separados.
Sobre el evolucionismo cultural
Para examinar más detenidamente esta cuestión del progreso, aceptaremos provisionalmente la usual clasificación de culturas:
- Culturas primitivas prehistóricas.
- Culturas primitivas actuales.
- Culturas civilizadas actuales.
El grado de conocimiento del primero de estos grupos, compuesto de sociedades cuya existencia llena el Paleolítico y el Neolítico, es casi nulo. En Europa han existido hombres –varias especies de Homo Sapiens al principio– que tallaron primeramente herramientas de piedra. Después hubo otros que afinaron el tallado y posteriormente otros supieron pulimentar el hueso y el marfil. Más tarde todavía llegó la alfarería, el tejido, la metalurgia, la cerámica, la construcción de ciudades, la agricultura y el pastoreo. De ellos solamente ha quedado alguna pequeña porción su sistema material, junto con algunos fósiles óseos encontrados por los paleontólogos, pero prácticamente nada de sus sistemas de comunicación, social, de conocimientos o de valores. Cuanto se pretenda reconstruir con tan escasos materiales será siempre dudoso y nunca estará libre de controversia.
Es lo que pasa, entre otros casos, con el llamado culto del oso que supuestamente habría practicado el hombre de Neanderthal. Los datos empíricos en que se basa la suposición son varios cráneos de oso hallados en arcones de piedra, en Suiza, algunas osamentas ordenadas a lo largo de las paredes, en varios sitios diferentes, un cráneo colocado en un nicho, en Austria, cráneos en cuyos orificios nasales parecían haberse introducido huesos, en Ehrenberg, cráneos cubiertos por un montoncillo de arcilla, una sepultura de oso, en Dordogne, y cráneos que parecen colocados intencionalmente en el suelo, en Yugoslavia. Al construir el culto del oso con estas pruebas suele pasarse por alto que todas pueden explicarse por la conducta del propio animal. Millares de osos de las cavernas hibernaron en ellas fuera de la zona iluminada, donde la temperatura se estabiliza. Allí parían las hembras y cuidaban a los oseznos durante los primeros meses de vida. Algunos de ellos, adultos o pequeños, murieron en el mismo sitio. Puesto que esto sucedió durante muchos miles de años, tuvo que haber un número grande de osos que circularon y escarbaron entre los huesos de otros muchos animales muertos anteriormente, modificando su disposición original. De hecho, casi nunca se han encontrado huesos seguidos del mismo esqueleto. Los osos se introducían por todas partes. Sus patas arrinconaban algunas piezas más voluminosas, junto con piedras, en las fisuras de las paredes, por lo que éstas tuvieron más posibilidades de resistir el paso del tiempo, hasta el hallazgo actual de los cráneos por los buscadores. Que algunas falanges se deslizaran entre los cráneos es normal y no ha de invocarse por ello una voluntad humana consciente. Por otro lado, cuando el oso cavaba su refugio hacía una selección entre las osamentas y se procuraba una superficie lisa y despejada, dejando una orla de arcilla o de pequeños montículos, en la que se habían acumulado los cráneos y huesos largos apartados por el animal, por lo que tampoco vale apelar a la actuación religiosa del hombre de Neanderthal para explicar el hallazgo de los supuestos “túmulos” funerarios, ni es forzoso imaginar la escena de un hombre que ha practicado un círculo de huesos de oso alrededor de sí para invocar su espíritu.
Actuando de modo parecido a éste, es decir, con un material empírico muy escaso, bastantes prehistoriadores ordenan sus hallazgos dándoles el sentido de una evolución y presentan unos como pertenecientes a culturas inferiores y los otros a culturas superiores. Hace años resultaban unos esquemas atractivos por su simplicidad: 1) la edad de la piedra tallada, 2) la de la piedra pulimentada, 3) la del cobre, 4) la del bronce, 5) la del hierro, etc… Pero hoy se sabe que a veces el tallado de la piedra ha convivido con el pulimentado, que las etapas del Paleolítico –Inferior, Medio y Superior– coexistieron en varias ocasiones, que el Levalloisiense, que cayó entre el 250.000 y el 70.000 a. d. J., alcanzó una perfección en el tallado de la piedra que solamente se alcanzaría unos 250.000 años más tarde, etc…
No se debe negar la existencia de progresos, sino comprender que éstos se resisten a ser fácilmente ordenados en una serie regular continua. Es más prudente admitir que han sucedido por saltos y no siempre en la misma dirección ni cada vez más lejos, que el progreso humano no es como subir una escalera, siempre hacia delante y hacia arriba, sino como jugar a un juego en que unas veces se gana y otras se pierde y en que todo depende de las combinaciones que salgan.
El segundo grupo está compuesto de sociedades actuales cuyas técnicas son tan rudimentarias como las del Paleolítico. De estas sociedades conocemos con cierta precisión, como mucho, una décima parte, y ya no es posible saber más, porque casi todas han desaparecido ya y las que quedan han cambiado tanto que no es posible reconocer cómo eran antes de su contacto con Occidente. Sin embargo, en lugar de admitir esa irremediable ignorancia, se suele ceder a la tentación de asimilarlas a las sociedades de la Prehistoria. Como no tienen electricidad, teléfono, vehículos motorizados, ni ninguno de los adelantos de las sociedades industriales de Occidente, y algunas de ellas pintan además sus figuras en las paredes rocosas, se acepta sin más que son sociedades detenidas en el tiempo, similares a las de Altamira. Por este procedimiento, que es el de pasar del parecido de algunos aspectos al parecido de todos ellos, se olvida lo más fundamental: que se trata de culturas contemporáneas. Es un procedimiento cómodo, pero que carece de lógica. Es indudable que hay alguna similitud entre el tallado de la piedra de algunas tribus primitivas actuales y el del Paleolítico, pero ahí acaba todo. De hecho, los prehistoriadores no usan lo que se conoce de lo primero para extraer conclusiones sobre lo segundo. No se sabe a ciencia cierta qué utilidad tenían las herramientas líticas antiguas, y menos todavía puede saberse algo sobre el lenguaje, la organización social, los conocimientos y los valores de entonces.
Admitir que unas sociedades son etapas del desenvolvimiento de las otras es admitir que unas cambian y las otra no, lo cual es un error, pues no existen pueblos sin historia, sino solamente pueblos que no han conservado registros de ella. En todas las sociedades ha habido hombres que han luchado, trabajado, gozado, sufrido, etc…, durante decenas y aún centenas de miles de años. No hay pueblos atrasados o infantiles, detenidos en el tiempo, sino pueblos que no conservan recuerdo del pasado y otros que sí lo conservan, pueblos sin historia conocida, pero no sin historia real, y pueblos con ella. Mientras unos han dejado pasar su tiempo sin acumular hallazgos y novedades para construir civilizaciones poderosas, otros sí lo han hecho; mientras unos han puesto en la quietud su ideal de vida otros lo han puesto en el cambio. Pero no ha existido ninguno que no haya cambiado.
El grupo tercero es el de las sociedades industrializadas de Occidente, que están rompiendo la tendencia imperante en todo el mundo hasta el siglo XVI. La tendencia a una historia igual, si existió, fue obstruida eficazmente obstruida hasta ese siglo por la diversidad, pero a partir de entonces Europa no solamente abrió las compuestas a la tendencia sino que halló en ella, en la generalización de su ser propio, el fundamento de una historia verdaderamente universal movida por mecanismos iguales. Por esto es lícito preguntarse si los últimos siglos de Occidente no desmienten cuanto hemos dicho en las páginas anteriores. ¿No es cierto que la industrializacón occidental se está extendiendo por todo el mundo y que lo que las otras sociedades procuran reservar contra este avance es solamente su sistema de valores y creencias, lo que Marx llamaba la superestructura ideológica, que es lo más frágil y que puede suponerse que será barrido más pronto o más tarde? ¿No es cierto también que se está extendiendo hasta los últimos rincones del planeta la misma indumentaria, el mismo gobierno, la misma forma de pensar en lo político, lo religioso y lo moral, los mismos gustos musicales, las mismas diversiones e inclinaciones, etc…?
Pero este seguimiento del modo occidental de vida es menos una decisión libre de las sociedades no occidentales que una imposición forzada a la que se han visto sometidas. Europa ha perturbado por todas partes los modos de vida tradicionales interviniendo directa o indirectamente en las sociedades salvajes, enviando soldados, misioneros y funcionarios que han cambiado drásticamente su herencia social. Así lo explica Marx, que refiere el cambio a las variables económicas:
Las viejas industrias nacionales se vienen a tierra, arrolladas por otras nuevas, cuya instauración es problema vital para todas las naciones civilizadas; por industrias que ya no transforman como antes las materias primas del país, sino las traídas de los climas más lejanos y cuyos productos encuentran salida no sólo dentro de las fronteras, sino en todas las partes del mundo. Brotan necesidades nuevas que ya no bastan a satisfacer, como en otro tiempo, los frutos del país, sino que reclaman para su satisfacción los productos de tierras remotas. Ya no reina aquel mercado local y nacional que se bastaba a sí mismo y donde no entraba nada de fuera; ahora la red del comercio es universal y en ella entran, unidas por vínculos de interdependencia, todas las naciones. Y lo que acontece con la producción material, acontece también con la del espíritu. Los productos espirituales de las diferentes naciones vienen a formar un acervo común. Las limitaciones y peculiaridades del carácter nacional van pasando a segundo plano, y las literaturas locales y nacionales confluyen en una literatura universal. (Marx, K., y Engels, F., El manifiesto comunista, trad. de W. Roces, Ayuso, Madrid, 1977, página 27)
La superioridad occidental parece un hecho objetivo, pero si se debe, como parece probable, a que se ha conseguido acrecentar la energía disponible, entonces hay que conceder que Occidente no es la única sociedad que lo ha logrado, porque han existido otras, a las que nuestra inclinación etnocéntrica incluiría entre las primitivas, que han hecho los avances más decisivos en este mismo terreno. Las culturas del Neolítico, que descubrieron la alfarería, la agricultura, la metalurgia y el tejido, adelantos de los que somos todavía deudores, no son tan distintas de la nuestra en ese aspecto, salvo que pensemos, como a veces se ha hecho, que aquellos descubrimientos se hicieron por casualidad y los nuestros por inteligencia, lo cual es una aberración inadmisible. Cuando se miran los avances técnicos de los dos últimos siglos, y aun los del Neolítico, a la escala de la humanidad, se sospecha que la tendencia a comprender nuestro mundo como el centro del devenir humano es una ilusión sin fundamento. Durante la mayor parte de su existencia los hombres se han servido de alimentos silvestres; la agricultura representa solamente un 2% del tiempo que lleva existiendo el hombre, la metalurgia un 0,7%, la creación del alfabeto y la escritura un 0,35%, la física de Galileo un 0,033%, la teoría darwiniana de la selección natural un 0,009%, etc… Sigue siendo cierto que, en lo tocante al desarrollo tecnológico, la civilización occidental ha acumulado más inventos que las demás, que, después de un estancamiento de más de 2.000 años, ha sabido hacer crecer el germen de la Revolución Neolítica agregándole inventos como la escritura y la matemática, y que en nuestro tiempo se presenta como el centro de una revolución inédita en la historia humana. Pero estos mismos hechos deben inspirar cierta modestia en el hombre occidental. La Revolución Industrial apareció en el oeste de Europa, pasó después a Estados Unidos, después a la Unión Soviética, más tarde a Japón, últimamente al Suroeste Asiático, y es harto probable que pronto surja en otros lugares. Algo semejante sucedió también con la Revolución Neolítica, que brotó en la cuenca del mar Egeo, en Egipto y el Cercano Oriente, pasó luego al Valle del Indo y a China, apareció más tarde en el Nuevo Mundo, seguramente de manera independiente… No tiene sentido preguntarse en qué valle apareció primero aquella revolución, probablemente con una diferencia de doscientos o trescientos años, como tampoco lo tiene el pensar que fue el genio europeo el que dio nacimiento a la actual, pues podemos estar seguros de que si no hubiera aparecido en Europa habría aparecido en algún otro lugar del globo y de que, conforme se vaya extendiendo a todas las naciones, cada una de éstas habrá de imprimir en ella características que no poseía en su origen.
Final: el progreso
Parece claro por todo lo dicho que las culturas que han conseguido formas extremas de progreso nunca han sido culturas aisladas, sino culturas que por varios medios, como las migraciones, las guerras, los intercambios comerciales y otros, han logrado combinar los elementos necesarios para realizar un avance significativo. El Renacimiento europeo del siglo XVI era el resultado de una confluencia peculiar de elementos que procedían del mundo griego y el romano, del árabe y el chino, de la tradición germánica y la anglosajona, elementos que se articularon hasta producir la revolución intelectual y tecnológica que se abrió paso en el siglo XVII. No hay sociedades que por sí mismas sean más avanzadas que otras, pues si existieran en soledad no habrían logrado nunca sus avances. He aquí lo que dice un filósofo sobre la lengua española:
Lo que implica el español, como lengua, es una visión del mundo, pero una visión universal precisamente porque es un producto de muchos siglos de incorporación y asimilación de innumerables culturas (como ha ocurrido también con las músicas y los ritmos hispánicos, cuya vitalidad no tiene parangón con los de otras naciones: su sincretismo es un efecto más de «espíritu católico» integrador de culturas: peninsulares, africanas, americanas). La diferencia del español respecto de las lenguas vernáculas, cuya «visión del mundo» ha de ser necesariamente primaria, rural (no por ello menos interesante, desde el punto de vista de la etnolingüística), reside en este mismo punto. Es por su historia, desde que el romance primerizo tuvo que asimilar las traducciones de la filosofía griega a través del árabe, hasta que, ya en su juventud,tuvo que incorporar en su «organismo» los vocabularios jurídicos, políticos, técnicos que necesitaba precisamente como «Lengua del Imperio», sin contar el importante conjunto de conceptos tomados de las mismas lenguas americanas. Por ello, el español es un idioma filosófico «por constitución»: es imposible hablar en español sin filosofar. No hay que atender sólo, por tanto, a la población de cuatrocientos millones que hoy lo hablan, y que va en ascenso, sino a la estructura, riqueza y complejidad desde la que esos cuatrocientos millones lo hablan. Y todo esto, sin duda, es herencia del Imperio. Resulta verdaderamente cómico escuchar a quienes hablan, de vez en cuando, del español en tono de reproche indefinido, calificándolo como «idioma del Imperio». ¿Acaso si no hubiera sido por el Imperio se hablaría hoy el español por tantos millones de personas, y, sobre todo, tendría el español la complejidad, riqueza y sutileza que le son propias? ¿Por qué el latín se extendió por toda Europa? ¿Por qué el inglés por todo un mundo? ¿No fue también a consecuencia del «Imperio»? Quienes, desde posiciones antiimperialistas, «democráticas» o populistas, se refieren críticamente al español en el que hablan como «idioma del Imperio», recuerdan a aquella señora inglesa que, durante el te de las cinco, sin duda, en el que se comentaban las nuevas teorías de Darwin, decía: «Será verdad que descendemos del mono, pero por lo menos que no se entere la servidumbre”.
Siempre que hay algún progreso es por alguna coalición de culturas, que hace confluir, con intención o sin ella, con violencia o sin ella, con conocimiento de lo que está sucediendo o sin él, una serie de probabilidades de cada una de ellas. La confluencia es más rica cuanto más diversificadas son las culturas que entran en contacto, pero este hecho da también lugar a una especie de paradoja, puesto que cada vez que sucede resulta una homogeneización de las culturas participantes y, con ella, una menor probabilidad de que vuelva a suceder. Una solución a este problema podría ser que cada una de las culturas diera lugar a diversificaciones internas, como ocurrió precisamente en las dos grandes revoluciones mencionadas más arriba, la Neolítica y la Industrial. En la primera aparecieron desigualdades sociales desconocidas hasta el momento: los estados, las castas y las clases. Con la segunda apareció el proletariado y la explotación del trabajo humano. El progreso técnico de los dos o tres últimos siglos ha estado acompañado, pues, de la explotación del hombre por el hombre, lo que debe servir para atemperar el orgullo que sienten quienes ven en esto un progreso moral de la humanidad. Otra solución podría consistir en introducir diversificaciones externas, lo que ha ocurrido con la expansión colonial europea del siglo XIX. En ambos casos se trata de lo mismo, de volver a la diversificación original. Pero las dos soluciones son sólo temporales, porque no puede haber explotación si no es en el interior de una sola unidad social, a la que pertenecen el explotador y el explotado, como tampoco puede mantenerse la diferencia entre colonizador y colonizado si no es también en el interior de la misma coalición, por lo que las cosas tendrán que ir inevitablemente en el sentido de la homogeneización, es decir, de la desaparición paulatina de la diversidad. Puede también suceder, como tercera alternativa, que surjan regímenes políticos contrarios, que procuren a su vez mantener la separación entre grupos…
Luego el progreso parece que exige, por un lado, que los hombres mantengan una cierta colaboración que surge de la diferencia, colaboración que, por el otro, tiende a desaparecer cuando llega su turno a la homogeneización. Se trata de una contradicción irreparable, pero quien quiera conservar el espíritu de los dos cuernos del dilema se sentirá obligado, por una parte a defenderse de un particularismo que atribuiría a una cultura o a una raza la supremacía sobre las demás, y, por otra, a tener siempre presente que las soluciones de una parte de la humanidad no valen para el conjunto de ella, que una humanidad homogénea es una monstruosidad. Pero esto significa que debe salvarse la diversidad, no el contenido histórico que haya podido dársele, contenido que no puede sobrevivir de modo natural más allá de un corto tiempo.