La primera república española
De “ignominiosa insurrección” fue calificada la sucesión de actos que condujo a la proclamación de la primera república española, según Engels. Una proclamación que se produjo el día 8 de junio de 1873, después de que el “primer rey huelguista de la historia, Amadeo de Saboya, harto de la corona de España, abdicara de ella y abandonara el país”.
Acto seguido se levantó el carlismo en las Vascongadas. Luego se eligió una Asamblea Constituyente, se proclamó la República federal, se eligió a Pi y Margall, bajo cuyos auspicios se empezó a redactar una nueva constitución, excluyendo a los intransigentes o anarquistas. Éstos comprobaron que la nueva ley no iba tan lejos como les habría gustado y se dedicaron a desmembrar España en cantones. El éxito les acompañó al principio. Lograron alzarse en Sevilla, Córdoba, Granada, Málaga, Cádiz, Alcoy, Murcia, Cartagena, Valencia, etc. e instaurar un gobierno independiente en cada una de estas ciudades.
Pi y Margall siguió los pasos de Amadeo de Saboya y fue el primer presidente huelguista. Salmerón ocupó su lugar y tuvo arrestos suficientes para enviar tropas contra los insurgentes, en lugar de dedicarse a dialogar con ellos. Dicho sea de paso: afirma Cela que en España son importantes los nombres y que Salmerón no habría podido llegar a primer ministro si se hubiera llamado Salmerín.
Solo Cartagena resistió hasta el final porque era el mayor puerto militar de España, hasta que comprendió que no tenía nada mejor que hacer y se entregó. Esto sucedió el día 11 de enero de 1874. Ese día fue el último de las veleidades de aquellas fechas atrabiliarias.
Sigue diciendo Engels que toda aquella algarada fue en gran parte resultado de las granujadas con que los bakuninistas, según informe publicado por la Comisión de la Haya, pretendieron poner el movimiento obrero al servicio de sus ideas sobre la abolición de la autoridad estatal.
Al escindirse de la Internacional los partidarios de Bakunin constituyeron una Alianza a la que se adhirieron casi todos los obreros españoles. Los aliancistas comprendieron que, contando España con una industria atrasada, era preciso que pasara antes por una serie de fases antes de llegar a la emancipación del proletariado. Pensaron que la República recién instaurada les brindaba una ocasión de oro para acortar etapas y llegar a la tierra prometida antes del tiempo establecido en la sacrosanta doctrina anarquista, para lo cual era imprescindible que el proletariado español interviniera en la política del presente.
Los obreros, continúa Engels, estaban por la tarea. Pero los aliancistas llevaban demasiado tiempo predicando que no debía intervenirse en ninguna revolución que no llevara de inmediato a la completa liberación de la clase obrera, por lo que ponerse de un lado u otro en las luchas políticas partidarias equivalía a reconocer el Estado, el principio maligno de la desventura humana. Con tanto ardor creían en ello que la participación en elecciones era para ellos un crimen peor que el asesinato. De ahí su perplejidad. ¿Cómo salir de ella?
No se podía en ningún caso pensar en dar el poder a la clase obrera. No era aceptable la dictadura del proletariado que venía defendiendo la Internacional, lo que no era a sus ojos otra cosa que ambición política de los marxistas. ¿Qué hacer?
En virtud de esas zozobras y dado que ellos eran internacionales, los aliancistas resolvieron que como organización no podían tomar parte en las luchas políticas de los partidos, pero que en cuanto individuos libres y autónomos –cosa que repugnaba a los internacionales de Marx y Engels- podían inclinarse por el que fuera más de su gusto, aunque sería preferible la abstención.
Era la peor de las salidas, pues la abdicación del rey, la imposibilidad de que los alfonsinos recobraran el poder y la utilización de la guerra por los carlistas como medio para retornar al absolutismo daba al proletariado una oportunidad de oro: entrar en el Parlamento y poder decidir en las votaciones entre los bandos republicanos.
Pero los bakuninistas siguieron finalmente su evangelio y se negaron a entrar en la lucha política. En todo caso, se abstuvieron como grupo y dejaron a sus miembros libertad de voto, en lugar de disciplinarlos y ponerlos a las órdenes de una organización obrera poderosa. La consecuencia fue que votaron a los demagogos que más alto gritaron, a los que se presentaban como los más radicales.
Ante la ridícula situación en que se hallaron, los miembros de la Alianza tuvieron que buscar algún medio con el que poder demostrar a todos que no se habían resignado a ver cómo pasaban los acontecimientos ante ellos sin tratar de encauzarlos hacia alguna parte. Entonces se les ocurrió la solución: la huelga general, el instrumento bakuninista para la revolución social.
¿En qué consistía la solución? En que un buen día no acudiera a su trabajo ni uno solo de los obreros del país y, si posible fuera, del planeta entero. Si fueran capaces de sostener su actitud durante un mes, las clases burguesas tendrían que aceptar su derrota o tratarían de someter a los huelguistas por la fuerza. Si sucediera lo segundo, entonces éstos estarían en todo su derecho de defenderse y de derribar la estructura capitalista de opresión.
“La idea, añade Engels, dista mucho de ser nueva; primero los socialistas franceses y luego los belgas se han hartado, desde 1848, de montar este palafrén, que es, sin embargo, por su origen, un caballo de raza inglesa.”
La huelga general como método de lucha obrera sucedió quizá por primera vez el año 1839. Se le llamó mes santo y debía ser un paro nacional. Más tarde, en 1873, en el Congreso habido en Ginebra el día 1 de septiembre, los anarquistas de Bakunin la consagraron como método definitivo para la extirpación del Estado y el sometimiento de los capitalistas. Había un inconveniente del que fueron conscientes desde aquel mismo día: que había que contar con una buena organización de los trabajadores y con una caja de resistencia bien nutrida. En aquel entonces, como es bien sabido, el Estado no financiaba a los que luchaban contra el Estado.
Pero, como también es sabido, los gobiernos no estaban entonces dispuestos a permitir una cosa ni la otra. Con todo, si los revolucionarios hubieran contado con ellas, no habrían necesitado hacer una huelga para destruir el Estado. Les habría bastado destruirlo directamente. Es la crítica que les hicieron los marxistas.
Sea como fuere, los gerifaltes españoles del anarquismo pusieron en práctica el experimento para no tener que convertirse en políticos. Así que se pusieron a convencer a todo el mundo de los milagros que se habrían de derivar de la puesta en marcha de la huelga general y se propusieron comenzar por Barcelona y Alcoy.
La situación política se había ido pudriendo mientras tanto. Castelar y compañía cedieron el poder a un socialista, Pi y Margall, el cual pensaba que la república tenía que buscar un soporte obrero, por lo que presentó de inmediato un programa de gobierno favorable a los trabajadores, pensando llegar por ese camino a la revolución social.
Los bakuninistas, partidarios del internacionalismo y de la abstención, tenían que rechazar todas las medidas que procedieran del Estado, por muy favorables que fueran para la clase trabajadora. Cualquier cosa era preferible antes que apoyar a un ministro del gobierno.
Surgió con fuerza el cantonalismo. Hubo levantamientos en Andalucía,
anarquistas de aquella primera generación no supieron hacer otra cosa que declarar la huelga general, que a nadie favorecía, ni a los socialistas de Pi y Margall, ni a los obreros, ni a los convocantes, y solo servía para aumentar la confusión general.
Invitaron a los obreros barceloneses, trabajadores en su mayoría del centro fabril que “tiene en su haber histórico más combates de barricadas que ninguna otra ciudad del mundo”, dice Engels, a enfrentarse al Estado, no con armas, sino con el paro, que es en realidad más opuesto a las fábricas que al Estado. Los marxistas, cuyo número era irrelevante en España, habrían preferido con mucho el enfrentamiento armado con el fin de tomar el poder y organizar la dictadura del proletariado. Así se comprende que su enemigo directo ya desde entonces era el anarquismo y no el gobierno ni los otros partidos políticos. La enemistad, lejos de desaparecer, se enconaría más tarde, durante la guerra civil de 1936-1939.
A nadie se le habrá pasado por alto que un estado marxista, una dictadura del proletariado, está forzado a eliminar toda resistencia anarquista y, de paso, sindicalista. ¿Cómo habría de aceptar la destrucción del Estado que propugna el anarquismo mediante la huelga general y la existencia de sindicatos que pretendan representar a la clase obrera cuando el representante por antonomasia de la misma sería el propio Estado? Ni siquiera sería posible una solución intermedia como la que puso en práctica el franquismo con su sindicato vertical. La idea de abrigar, mantener y financiar incluso a los sindicatos sería adoptada más tarde por los socialdemócratas.
El único resultado encomiable de la actividad anarquista de la Alianza fue que Barcelona no se declarara cantón independiente y no cayera con ello en el ridículo histórico en que cayeron todas las ciudades que lo hicieron. Su revolución permanente, un concepto que luego pasaría al falangismo, sirvió para que embrollaran permanentemente las cosas sin sacar nunca nada en limpio.
Como en Barcelona, también en Alcoy habíase declarado la huelga general. Entonces era una ciudad de unos 30.000 habitantes, con un centro fabril importante. Los obreros eran proclives al socialismo. Allí recaló la Comisión bakuninista, que empezó requiriendo al alcalde para que en veinticuatro horas reuniera a los patronos y les presentara las reivindicaciones de los proletarios. El alcalde, un hombre que al parecer sabía lo que hacía, entretuvo como mejor pudo a los comisionados mientras solicitaba a las autoridades de Alicante que le enviaran tropas. De paso aconsejó a los patronos que no cedieran a las reclamaciones de los anarquistas.
Corría el mes de julio del año 1873. Cuando los peticionarios cayeron en la cuenta de las artimañas de su alcalde le hicieron saber que o se mantenía neutral en la huelga o tenía que dimitir. La respuesta se hizo esperar poco: la fuerza pública disparó antes de que la comisión fuera recibida. Así dio comienzo la lucha. La población se aprovisionó de armas.
Las partes enfrentadas consistían en treinta y dos guardias civiles del lado del Ayuntamiento y cinco mil obreros del de los huelguistas. Había además algunos francotiradores en casas cercanas, que fueron quemadas por el pueblo.
La lucha duró poco tiempo, pues a los guardias civiles se les agotaron las municiones y hubieron de capitular. En la refriega murió el alcalde. Las bajas no pasaron de diez por el pueblo y de quince por las fuerzas del orden y gentes afines. Fue la primera batalla librada por los aliancistas: cinco mil hombres contra treinta y dos guardias y algunos otros espontáneos armados. Ello no da pie a pensar que hubo excesos de heroísmo por parte de los que alcanzaron la victoria.
Una vez que los vencedores se hicieron dueños de la situación se constituyó un Comité de Salud Pública, o sea, un gobierno revolucionario, lo que no podía ser más que una engañifa si uno se atiene al ideario anarquista de los constituyentes. La fundación de un gobierno, fuera del signo que fuera, no podía ser más que un perjuicio para el proletariado. Pese a todo, el Comité de Salud Pública salió adelante.
La primera tarea gubernamental para lograr la emancipación del proletariado consistió en prohibir que los hombres salieran de la ciudad de Alcoy y permitir que lo hicieran las mujeres que tuvieran salvoconducto. No hicieron nada más.
Como no sabían qué hacer y como el general Velarde venía desde Alicante al mando de tropas con las que sofocar la revuelta, pero sin hacer demasiado ruido, según la consigna del Gobierno, el Comité de Salud Pública cedió sus poderes, el general entró en la ciudad sin encontrar resistencia, se prometió una amnistía general y finalizó la brava revuelta de los huelguistas en Alcoy.
La épica aliancista continuó en Sanlúcar de Barrameda, donde el alcalde cerró el local de la Internacional, amenazó, según informes de la Alianza, a los obreros y provocó su ira hasta el punto de que éstos reclamaron la reapertura del local, cosa a la que accedió Pi i Margall, aunque luego no lo hizo, por lo que, al comprobar de qué manera eran objeto de burla y escarnio, destituyeron a las autoridades de la ciudad, pusieron a otras y lograron por fin que se abriera el local, declarando a continuación triunfalmente que el pueblo se había hecho dueño de la situación en Solidarité révolutionnaire. Luego se entregaron a vanas discusiones y alcanzaron acuerdos no menos vanos, hasta que el general Pavía envió unas cuantas compañías a Sanlúcar, donde entraron sin encontrar resistencia y llegó también a su fin la heroica acción de los promotores de la huelga general revolucionaria.
Después de las hazañas de las dos ciudades mencionadas los radicales se levantaron en toda Andalucía. Pi y Margal, que todavía ocupaba el poder, se enzarzó en negociaciones con ellos con el fin de formar un ministerio nuevo. La puesta en práctica de la República Federal era una esperanza segura de hacerse con una ingente cantidad de cargos que de otro modo no se podrían conseguir. Está visto que los españoles siempre hemos sido capaces de romper la tarta en mil partes con tal de que nos toque una.
La necesidad de cargos condujo a proclamar cantones soberanos por todas partes. A lo cual se unieron con ardor los bakuninistas con su prédica de la huelga general revolucionaria. Como la revolución desde arriba era para ellos algo casi criminal y había que hacerla desde abajo, no tardaron en asimilar el principio de la autonomía cantonal. Así colaboraron con los radicales republicanos. La recompensa les llegó en forma de balas.
Los mismos bakuninistas que unos pocos meses antes en Córdoba habían tomado como una traición y un engaño contra el movimiento obrero la atomización de España colaboraron luego en la atomización y formaron parte en todos los gobiernos revolucionarios que fueron naciendo por toda Andalucía. Pero, como eran los últimos en llegar, estuvieron siempre tras los radicales, que tuvieron las manos libres para hacer lo que mejor les pareciera.
Como pánfilos que eran, no hicieron otra cosa que estar a las órdenes de los radicales. Estos solo tenían que hacer de cuando en cuando alguna proclama en favor del proletariado, pero sin mover luego ni un dedo en el sentido de la proclama. Luego, cuando las cosas se pusieron feas y tuvieron que hacer frente en Sevilla a las tropas del Gobierno, no tuvieron reparos en disparar también contra ellos.
Así organizados, se apoderaron de toda Andalucía. En cada una de sus ciudades se nombró una Junta revolucionaria de gobierno. Sucedió lo mismo en Valencia, Murcia y Cartagena. En Salamanca estuvieron a punto de lograrlo. En poco tiempo tenían en su poder casi todas las ciudades de España, excepto Madrid y Barcelona. Si esta última ciudad se hubiera unido al movimiento el triunfo habría sido casi seguro, pero la declaración de huelga general por los seguidores de Bakunin, lo que fue más un pretexto que una medida de presión revolucionaria, la dejó fuera de juego.
Engels cree que, a pesar de la forma descabellada en que se dirigió el movimiento revolucionario español, a pesar de la huelga general como método de lucha y de las componendas habidas entre intransigentes republicanos y anarquistas bakuninistas, la insurrección podría haber tenido éxito. Podrían haber actuado al menos igual que los pronunciamientos militares que habían estado teniendo lugar en España: una guarnición se subleva, marcha a la plaza vecina, la arrastra y consigue que se una a ella, y así, formando un alud, llega hasta la capital. Pero no. A los insurrectos les faltó incluso esta clase de inteligencia. El federalismo y su aliado circunstancial, el bakuninismo, dejaba que cada cantón actuase por su cuenta. La fragmentación había sido en Alemania un mal inevitable que permitió a las fuerzas del Gobierno aplastar la sublevación. En España era la máxima expresión de sabiduría política.
El resultado de todo esto fue que Pi y Margall dimitió y Castelar tomó las riendas, ordenando de inmediato a Pavía que formara una división contra Andalucía y a Martínez Campos que formara otra contra Cartagena y Valencia. Cada una pudo contar con un máximo de 3.000 hombres. Pero fue suficiente. Córdoba fue la primera en caer. Le siguieron Sevilla, Cádiz, Sanlúcar, San Roque, Tarifa, Algeciras, Málaga, Granada, etc. El sometimiento de Andalucía duró unos quince días y la resistencia fue casi nula.
La conquista de Valencia duró algo más: desde el 26 de julio hasta el 8 de agosto. Luego le tocó el turno a Murcia, que cayó sin resistencia alguna. Después hubo que marchar sobre Cartagena, una fortaleza bien defendida. El cerco no se hizo esperar, pero sin necesidad de atacarla. Bastó con aguardar la descomposición de las fuerzas del interior, lo que no tardó en llegar.
Y con el final del Cantón independiente de Cartagena se acabó por un tiempo en España la insurrección de los partidarios de la huelga general. Engels dice que los bakuninistas españoles fueron el mejor ejemplo de cómo no debe hacerse una revolución.
La revolución rusa de 1917
La huelga general, de la que se burlaron Marx y Engels cuando fue utilizada en España por los aliancistas de Bakunin, fue sin embargo un medio importante para la conquista del poder por los bolcheviques, según se dice en la Historia de la revolución rusa, de León Trotsky. La diferencia residía en que los anarquistas estaban condenados por sus ideas a no disponer de una organización centralizada y poderosa y los comunistas siempre fueron conscientes de que era imprescindible. Así se puso de manifiesto en la revolución de octubre.
El proletariado ruso, dice Trotsky, se inició en la revolución mediante huelgas ilegales, enfrentamientos con la policía y el ejército, organizaciones clandestinas, etc. Era el resultado, agrega aludiendo a las categorías marxistas, del choque del capitalismo y el absolutismo contra las condiciones de vida de las masas obreras. Si en Rusia triunfó el bolchevismo fue por haber estado durante mucho tiempo amontonados los obreros en las fábricas y haberse hecho insoportable el yugo del Estado. El proletariado ruso era joven, fácil de incendiar y bien dispuesto a las huelgas políticas a las que era mucho más reacio en el resto de Europa. Entre los años 1903 y 1917, dejando de lado las llevadas a cabo en la minería, los ferrocarriles, el artesanado, las pequeñas empresas y la agricultura y contando solo las de las empresas “sometidas a la inspección de fábricas”, la participación en las huelgas políticas fue del siguiente tenor:
Años | Huelguistas |
1903 | 87.000 |
1904 | 25.000 |
1905 | 1.843.000 |
1906 | 651.000 |
1907 | 540.000 |
1908 | 93.000 |
1909 | 8.000 |
1910 | 4.000 |
1911 | 8.000 |
1912 | 550.000 |
1913 | 502.000 |
1914 (primera mitad) | 1.059.000 |
1915 | 156.000 |
1916 | 310.000 |
1917 (enero – febrero) | 575.000 |
La curva de la participación es una medida de la temperatura política rusa ruso durante los años previos a la toma del poder por los bolcheviques y muestra que en las entrañas del proletariado se había gestado la revolución, dice Trotsky.
Cartel soviético dedicado al 5º aniversario de la Revolución de Octubre y IV Congreso de la Internacional Comunista.
Que Rusia estuviera a la cola de los países industrializados, que su proletariado fuera uno de los más reducidos de toda Europa, lo que había sido un serio inconveniente para el amanecer de la revolución según los cánones marxistas, no importó nada a Lenin ni a Trotsky. El movimiento huelguístico era el más importante del mundo y eso bastaba. Además, tenían a su favor una democracia muy débil. Bastaría, agrega el autor finalmente, con haberse fijado en la cifra de 1.843.000 lograda el año 1905 para saber con segurida que la victoria estaba al alcance de la mano.
Por eso era imprescindible que del seno del proletariado surgiera una mano de hierro que lo organizara de tal manera que nunca tuviera que dejarse llevar de la improvisación y supiera lanzar a las masas obreras a la conquista definitiva del poder.
A diferencia de los anarquistas, los comunistas rusos de principios de siglo sabían bien que la organización del partido debía encaminarse a la huelga general y, a través de ella, a la conquista del poder político.