No debe atenderse al delirio, el fraude, el engaño o la mistificación, sino a la fe del creyente.
Antes de examinar las formas concretas que adoptan hoy las religiones encubiertas, formas tales como sectas, cultos, movimientos de apariencia espiritual, ideologías transfiguradas, etc., conviene detenerse en una dificultad preliminar que, sin ser nueva, tiende a empañar el juicio con un velo de simplificación: el problema del fraude.
Carl Christian Bry lo expresa con meridiana claridad: se suele comenzar el estudio de estas religiones preguntando si son auténticas o falsas, si sus líderes son visionarios sinceros o meros estafadores. Esta pregunta, que parece la principal, y que acaso sea la única para muchos, encierra el riesgo de subestimar la cuestión misma por reducirla a una pesquisa moral o penal, con lo que se niega, sin desearlo, la posibilidad de comprender lo que se juzga. Y eso, en el fondo, es un modo de inmunizarse contra la inquietud y el estudio objetivo de este asunto.
Un ejemplo puede ser suficiente para mis lectores españoles. El socialismo no es, como muchos creen en España, el sanchismo. Si se reduce a él, no se entiende el socialismo. Éste es el número de adeptos irredentos de esa fe, que no la abandonarán aunque se pruebe sin lugar a dudas que sus dirigentes son delincuentes. Lo que seguramente habrá de suceder es que se fortalezca justamente por ese motivo.
Es cierto que en el ámbito de lo encubierto abundan el engaño, la exageración y la mistificación. Pero lo más inquietante no es la existencia del fraude, sino que rara vez se presenta como fraude consciente. Hay en estas doctrinas una mezcla difícil de separar entre la fe, el error y la astucia. La credulidad convive con la convicción, la mentira, con la revelación y el observador externo, como usted o como yo, es decir, cualquiera que no forme parte de la comunidad de creyentes, no puede decidir con certeza si lo que tiene ante sí es ingenuidad, delirio o cálculo deliberado.
Pero incluso este análisis, que se quiere prudente, yerra si convierte la sospecha en punto de partida. Porque lo verdaderamente problemático no es el embaucador, sino el creyente que persiste en su fe aun cuando el engaño se ha hecho manifiesto para todos los demás. No basta demostrar que un maestro ha mentido, ha manipulado o ha explotado a sus fieles. El creyente no se retracta porque su guía haya sido desmentido; al contrario, cuanto más atacado sea, más fervoroso será el seguimiento.
Aquí radica la esencia de estas religiones. No en el truco, ni siquiera en la doctrina, sino en el núcleo inextirpable de creencia que sobrevive al escándalo, a la refutación y a la evidencia. Reírse de Rudolf Steiner, seguidor del ocultismo y fundador de la antroposofía, porque bebía vino con sus discípulos no desacredita su enseñanza. Más bien, como observa Bry con ironía, si hubiera sido capaz de bromear sobre sus propios misterios, eso le habría acercado a la humanidad común. Pero justamente la dificultad está en que no bromea. Y entonces el dilema se agrava, porque si no es un estafador, sino un creyente sincero, el problema es mucho más profundo de lo que puede parecer.
Al estudiar estas religiones, pues, no hay que detenerse en el impostor ni en el seguidor pasivo, sino en los convencidos. En quienes creen con una fe que no necesita pruebas ni teme refutaciones. Porque, como en las religiones propiamente dichas, lo que está en juego no es el discurso, sino el asentimiento. Lo que importa detectar es la entrega vital.
No pretendo convencer a nadie con estos artículos. No argumento contra el teósofo, el comunista o el ocultista, porque sería. Lo que trato de hacer es resumir un fenómeno que no para de crecer, trazar un mapa a escala muy reducida de esas formas nuevas de creencia que, bajo ropajes seculares, siguen ocupando el lugar del misterio antiguo.
¿Es justo juzgar estas doctrinas por el efecto que producen en sus seguidores? Eso es lo que muchos hacen. Hay quienes, como he pensado yo mismo casi siempre, creen que el mejor argumento en contra de estas religiones es el comportamiento de sus adeptos, que muy a menudo son insoportables, arrogantes e impermeables al diálogo. Pero incluso ese juicio, que apela al proverbio evangélico, “por sus frutos los conoceréis”, es insuficiente.
Goethe, Bismarck y otros espíritus grandes y toscos, también eran difíciles de tratar, y nadie los llama impostores por ello. El adepto de una religión encubierta suele alegar que ha recibido una iluminación que lo ha convertido en un nuevo ser. Y como nosotros no la hemos recibido, no tenemos forma de refutarla desde fuera. Solo queda entonces examinar lo que esa iluminación produce, qué valores genera y qué sentido da a la vida y al mundo.
Es cierto que muchas veces lo que se presenta como revelación es fantasía, superstición o delirio, pero no siempre es así. Por eso no basta con negar la luz, sino que hay que mirar el haz que proyecta y el lugar que alumbra.
Es arduo considerar aquí todas las religiones encubiertas. Para mí es una tarea imposible, lo confieso. Además, ni todos sus seguidores son verdaderos creyentes ni todos viven en mundos ficticios. Depende de lo que esperan y anhelan.
Hay un obstáculo casi insalvable para clasificarlas y es que, debido a la capacidad casi infinita de sus fieles para establecer conexiones inesperadas, toda división queda pronto rebasada por los hechos y resulta arbitraria. Estimo que es mejor inclinarse por un criterio de intensidad, que consiste en ir desde las formas más leves de misticismo ritual, hasta los lenguajes esotéricos, las doctrinas del “nuevo hombre” y, por último, el ocultismo en su acepción más radical, que aspira a fundar religiones nuevas, totalizantes.
Confío en seguir esta línea en los comunicados siguientes. Si no fuera así, sería porque se han cruzado consideraciones imprevistas o hechos nuevos.
Procuraré dedicar a cada una de estas corrientes una atención sobria, sin condenas sumarias ni gestos indulgentes, y no con el fin de desenmascararlas, sino con el de tomarlas en serio, porque su fuerza no reside en la razón, sino en el deseo, en el anhelo de sentido, de salvación, de pertenencia y de transformación. Y ese es un deseo real incluso cuando se disfraza.
Siempre, por supuesto, iré cogido de la mano de Carl Christian Bry, al que agregaré otros filósofos cuando sea preciso. En ese camino es usual que se agreguen peregrinos conforme se avanza.