Socialdemocracia corrupta

En 1918, Rosa Luxemburgo afirmó que la socialdemocracia estaba podrida. Este sistema político había visto la luz en 1875, a partir del Programa de Gotha, que fue una solución de compromiso entre las ideas de Marx, partidario de la violencia revolucionaria para lograr el hombre nuevo socialista, y las de Lasalle, que prefirió la vía pacífica y el progreso lento. Extendida como una mancha de aceite por medio mundo y aceptada luego por los partidos socialistas, y también por muchos no socialistas, esta ideología lo justifica todo en aras del progreso. Cualquier cosa, por delirante que sea, se acepta como buena si se presenta como cosa del mañana. Todo lo que sea progreso es bueno, ignorando que en ocasiones también progresan la maldad y el cáncer.

El modelo original de este y otros partidos semejantes es la socialdemocracia sueca, que llegó al poder en 1932, el año sagrado desde entonces para sus seguidores. Un modelo que despertó gran admiración incluso entre muchos clérigos católicos, que lo vieron nada menos que como la realización de la justicia social. Lo más característico del modelo sueco consistió en suprimir la violencia y poner en su lugar la burocracia para alcanzar el objetivo de transformar la naturaleza humana. Al socialdemócrata le interesa ante todo dirigir y orientar los medios de comunicación de masas y las instituciones educativas, porque sigue a ciegas la escuela psicológica conductista y cree que alterando las condiciones ambientales logrará cambiar las conciencias. Por estos medios promueve un tipo humano semejante al de las utopías de Orwell (1984) y Huxley (Un mundo feliz).

En España es preciso recordar que todavía durante la Segunda República de 1931 y la Guerra Civil de 1936 el Partido Socialista Obrero Español era un partido marxista que defendía la revolución violenta. El partido dejó de existir tras la victoria del general Franco y hubo de ser refundado en los años de la Transición. En mayo de 1979 celebró su XXVIII Congreso, en que Felipe González, entonces secretario general, propuso abandonar el marxismo como ideología oficial del PSOE. Su propuesta no fue aceptada, él dimitió, se nombró una comisión gestora y, después de unos meses de tensión, se celebró en septiembre un congreso extraordinario durante el cual se renunció definitivamente al marxismo y se volvió a elegir a Felipe González como secretario general. A partir de entonces el PSOE se dice socialdemócrata.

La conducta de González tuvo un aspecto democrático indudable, pero detrás se escondía un espíritu dictatorial. Se sometió al juicio de sus seguidores, pero logró reforzar su poder sobre ellos. Como prueba de sus buenos sentimientos, de su dignidad, de su respeto a la mayoría de su partido, renunció a su cargo, pero en cuanto se analiza el hecho con un mínimo detenimiento se descubre que fue un acto del más puro sentido oligárquico, una decisión exitosa de liberarse de la presión de la masa y someterla a su poder, haciendo del partido una estructura férrea. Se comportó más o menos de acuerdo a los principios de la democracia liberal hasta que comprendió que podía perder las elecciones. Entonces satanizó a la oposición y trató de aniquilarla.

Ahora se ha reforzado nuevamente esa estructura. González y sus viejos compañeros, que han esgrimido a veces su derecho a discrepar del jefe, han rendido pleitesía, precisamente en la persona del jefe, a la socialdemocracia de nuevo cuño, que no es en realidad otra cosa que el tipo voluble e insustancial de la socialdemocracia gestada en el laboratorio sueco, un tipo que entiende la libertad como liberación sexual, algo que gusta mucho a las masas, ama el trabajo en grupo y la ayuda social, está predispuesto a la futurología, el ambientalismo y el naturalismo, amplía su cariño a los animales, adopta el feminismo y el homosexualismo, cree que existen demasiado hombres sobre el planeta, vive la política como una nueva religión y la religión como un producto del sentimiento personal, gusta de los cambios lingüísticos para denominar las cosas y todo lo que sea preciso para conservar el poder y no dejar de ser una oligarquía extractiva. El príncipe de Maquiavelo trataba al menos de fortalecer el poder del Estado, pero este nuevo príncipe trata de fortalecer su poder propio.

(Previamente publicado en Minuto Crucial el 21/10/2021)

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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