Sobre la creencia en las cosas

De cuantas verdades habitan en el fondo del entendimiento humano, ninguna parece tan connatural y espontánea como la creencia en que hay cosas. Este asentimiento no se adquiere por silogismo ni se impone por autoridad, sino que se halla en nosotros como el aire en la atmósfera, sin que se sepa muy bien cuándo ni cómo penetró, y sin el cual nos sería imposible respirar la vida.

Con razón ha dicho Ortega y Gasset que no es que el hombre tenga creencias, sino que está en ellas, como quien pisa un suelo sin notarlo. Las convicciones fundamentales no son tanto adquisiciones de la razón cuanto condiciones previas de la existencia. Si el pensamiento filosófico consiste en poner entre paréntesis toda afirmación para someterla a examen, la vida, por el contrario, exige afirmaciones incondicionales sobre las cuales actuar. Sin ellas, la voluntad queda paralizada, y el obrar se disuelve en incertidumbre.

Así se explica que la filosofía, para comenzar su camino, deba antes detenerse a contemplar la base misma sobre la cual camina todo el mundo sin detenerse: la existencia de las cosas. Para el vulgo, el hecho de que haya piedras, árboles, personas, es de una evidencia que no se discute. Pero al filósofo, que no se contenta con lo aparente, le toca preguntar: ¿qué significa que una cosa sea?, ¿y en qué consiste que algo sea cosa?

Aquí conviene distinguir entre ideas y creencias. Las ideas, en cuanto tales, se definen por su claridad lógica y su operatividad intelectual. Las creencias, en cambio, son el humus vital del pensamiento; no se tienen por elección, sino que se padecen. Así como nadie decide respirar, tampoco se decide creer en la realidad de las cosas. La relación entre la hipotenusa y los catetos es idea; el dogma de la Encarnación o la esperanza de justicia son creencias con idea, pero además con peso existencial. En esto radica su poder de mover la vida.

Sin embargo, conviene no despreciar las creencias como irracionales. Antes bien, son ellas el fundamento sobre el cual se levantan las ideas. El edificio del saber necesita cimientos. Si estos se socavan, todo lo edificado sobre ellos se desploma. Una de las creencias más extendidas y persistentes del mundo moderno es la fe en la ciencia. Aunque no todos comprenden sus principios, muchos confían en su autoridad. Se cree en la ciencia como antaño se creyó en el sortilegio, porque promete seguridad, control y explicación.

Ahora bien, no por ser creída debe desestimarse. La ciencia, en especial la físico-matemática, ha penetrado la estructura de la realidad con un rigor y una fecundidad sin precedentes. Desde Galileo hasta Newton y más allá, la razón matemática ha reducido la naturaleza a ley, a número y proporción. Y con ello ha mostrado que el mundo contiene un orden susceptible de ser conocido.

Para esta razón físico-matemática, cosa es aquello que es lo que es, y lo es siempre. Así lo afirma cuando analiza una piedra, un planeta o una partícula: todos son, para ella, realidades que tienen una esencia permanente. Lo que es, es, y no puede no ser, según el principio más antiguo de la metafísica griega. La piedra no es piedra por azar, sino por necesidad; y el trabajo del físico consiste en hallar esa necesidad.

Tal concepción no es moderna, aunque sus métodos lo sean. La idea de cosa como aquello que posee naturaleza, res como natura, es propia de los antiguos. Parménides fue el primero en fijarla: estì gar eînai, “es que el ser es”. Lo que es, es necesariamente; y lo que no es, no puede ni pensarse. A partir de ahí, toda metafísica ha buscado en las cosas aquello que permanece, lo que no cambia, su ser esencial.

Los objetos matemáticos, en este sentido, son paradigma de cosa: son eternos, invariables, no sujetos a la corrupción ni al devenir. No sin razón, la deducción, que opera sobre ellos, fue tenida siempre por el modo más alto de ciencia. Por eso la física, al matematizar la naturaleza, la ha elevado al rango de cosa inteligible.

Con todo, importa recordar que esta razón físico-matemática, aunque poderosa, no agota la realidad. Pues hay cosas que no se dejan encerrar en fórmulas, ni se someten al cálculo. La vida, el dolor, la belleza, la fe, son también cosas, aunque su ser no sea idéntico al de las piedras ni al de los cuerpos celestes.

Sean, pues, estas nociones un preámbulo para cuanto en adelante se ha de tratar. Partimos de la cosa, del ens, no para encerrarnos en ella, sino para preguntar por su fundamento. Si las cosas son, y si su ser es algo más que su mera apariencia, entonces conviene saber qué es ser, y cómo se dice del ente. De este modo, la física nos lleva a la metafísica, y la creencia común a la ciencia más alta.

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Sobre la cosa y el ente

Entre las certidumbres humanas, pocas hay tan arraigadas como la persuasión de que hay cosas. No es esta creencia fruto de un razonamiento o una conclusión demostrativa, sino un asentimiento inmediato, tan constante y eficaz, que no puede no tenerse sin que con ella vacile el mismo fundamento de la vida. El hombre vive entre cosas, de cosas y por medio de ellas; por consiguiente, negar su existencia no es solo absurdo, sino suicida, como si se pretendiese respirar negando el aire.

Esta convicción, pues, no está en el hombre como algo que él posea, sino que más bien le posee. No es tanto una opinión que se tenga, sino una evidencia que nos tiene. Y ni siquiera el filósofo, cuando se recoge en su gabinete para interrogar la estructura de lo real, puede desprenderse de ella sin violencia. Mas, dado que su oficio es precisamente indagar, ha de suspender por un instante el asentimiento espontáneo para examinar aquello mismo en lo que todos convienen sin saber por qué.

Entonces advierte que la voz “cosa” es, en efecto, universal. Denomina el leño y el pensamiento, el suceso y el afecto, el cuerpo visible y el espíritu invisible. Puede referirse a lo tangible y también a lo que meramente se imagina o recuerda. Así, lo mismo se dice de un mueble que de una idea, de un accidente que de un hijo. Tal elasticidad semántica hace preciso depurar su significado.

Pasando de la lengua común al entendimiento filosófico, se repara en que una cosa se distingue de otra por su ser propio. Un cántaro no es un árbol, ni el árbol un monte, aunque todos existan. Tal es el principio de individuación que ya enseñaban los antiguos: unumquodque est individuum quia est in se indivisum et ab aliis divisum. Pero ¿es esta distinción tan evidente como parece?

Consideremos un ejemplo: un prado en cuyo borde fluye un arroyo, al fondo una montaña, y en medio un cordero que pace mientras un hombre repara la cerca. He aquí una diversidad manifiesta: tierra, agua, animal, hombre. Sin embargo, la hierba se nutre de la tierra y el agua; el cordero, de la hierba; el hombre, del cordero. Hay, pues, una continuidad en la sustancia, una cadena de transformaciones. No en vano pensó Anaxágoras que en todas las cosas hay una porción de todas las demás.

Esta observación nos impele a preguntarnos si las cosas que distinguimos por el lenguaje y la percepción son en realidad seres diversos o solo apariencias diversas de una misma realidad. La necesidad de afirmar las diferencias no ha de hacernos olvidar la posibilidad de una unidad profunda. Afirmemos, con todo, que cosa es lo que se distingue de otra cosa por algún principio de identidad, y que la individualidad consiste en esta distinción.

Pero la historia de la filosofía ha oscilado entre extremos. Para Demócrito, lo único verdaderamente individual son los átomos, realidades últimas, indivisibles y materiales. Para Espinosa, por el contrario, no hay más que una sustancia, infinita y única, de la cual todo lo demás son modos o afecciones. En ambos casos, lo que percibimos como cosas distintas son meras configuraciones del entendimiento o de los sentidos, no realidades autónomas.

Ahora bien, estas doctrinas no provienen de la experiencia común, sino del uso de la inteligencia. Porque el intelecto humano opera por dos movimientos: análisis y síntesis. Analiza cuando descompone lo complejo en elementos más simples, y sintetiza cuando compone los elementos en un todo inteligible. Esta operación, que es doble, constituye el juicio, y es en el juicio donde reside la verdad o la falsedad.

Un concepto aislado, como el de centauro, no es ni verdadero ni falso. Solo adquiere verdad o error cuando se le une a otro en una proposición, como “Quirón fue sabio” o “Quirón existió”. Lo mismo acontece en la especulación ontológica: Demócrito descompuso lo real hasta hallar los átomos; Espinosa lo unificó todo en una sustancia. Ambos emplearon el juicio, aunque en dirección contraria.

En lo que sigue, nuestra intención no será presuponer la existencia de las cosas como verdad incontestable, sino tomar tal supuesto como punto de partida para su examen. Procederemos, pues, según el consejo de Platón, que instaba a elevarse desde las cosas al ente, y del ente a su naturaleza. El presupuesto se compone de dos afirmaciones: que hay cosas, y que esas cosas son algo. Ambas serán objeto de análisis.

Y como es costumbre en la buena filosofía, sustituiremos desde ahora la palabra “cosa” por el término más riguroso de “ente”, conforme al uso de la tradición escolástica, sin incurrir por ello en neologismos innecesarios. Aclararemos su sentido en cuanto convenga, y nos serviremos de él para plantear dos preguntas fundamentales: una acerca de la existencia, y otra acerca de la esencia.

Estas dos cuestiones, una que versa sobre el que “hay” y otra sobre el “qué es”, abrirán por necesidad la senda hacia otras muchas, que iremos desgranando a medida que se presenten. Tal será el modo de proceder de este tratado, humilde en sus comienzos, pero riguroso en sus fines, conforme al arte que los antiguos llamaron philosophia prima, y nosotros, más llanamente, ciencia del ente en cuanto ente.

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De la primacía del ente en la especulación filosófica

Así como en la ciencia médica se parte del cuerpo vivo y sentido, y no de meras quimeras ideales, del mismo modo en filosofía ha de comenzarse por aquello que de suyo se presenta a la mente como ineludible: el ser. No hablo aquí del ser supuesto en fórmulas, ni del ser lógico, ni tampoco del ente matemático abstraído de la extensión o la figura, sino del ser en cuanto tal, esto es, en cuanto presupuesto común de toda cosa, de toda experiencia, de todo conocimiento, de toda praxis humana. Y, por eso mismo, la indagación sobre el ente no puede hacerse bajo el dictado de ningún sistema preconcebido, sino que debe intentarse sine præjudicio, como dicen los jurisconsultos, es decir, sin juicio anticipado.

Mas no se infiera de aquí que la ontología sea cronológicamente la primera entre las disciplinas. Así como el niño siente antes de entender, y vive antes de reflexionar, también el filósofo ha vivido y sentido, ha creído y ha obrado antes de reducir a examen los principios de su saber. Lo que se exige en el ejercicio ontológico no es una tabula rasa, sino más bien una remoción de las imágenes y opiniones particulares, a fin de elevarse a una mirada más general, capaz de abarcar el conjunto de lo real sin perder la distinción de sus partes.

Fue, a mi entender, yerro notable de Descartes el haber querido establecer un fundamento del saber en la pura autoconciencia del sujeto pensante, dudando de todo lo demás, porque así como el ojo no se ve sino en el reflejo de otro, tampoco la mente puede pensarse sino en la medida en que piensa algo. No hay pensamiento sin objeto, ni conciencia sin término al que referirse. Pensar es siempre pensar algo, y querer pensar en la mente misma, como si fuese el primer objeto, es caer en un círculo o, peor aún, en el vacío.

La misma experiencia demuestra que allí donde cesan los estímulos externos o internos, como sucede en el sueño profundo, la anestesia o ciertos estados mórbidos, cesa también la conciencia de uno mismo. Pues el yo no se experimenta sino entre las cosas, entre luces, sonidos, figuras, resistencias, y si se priva de ellas, se extingue como luz sin materia que la reciba. Ser sujeto, por tanto, es estar entre otros entes, y no al margen de ellos. Y quien quiera ser centro, ha de tener en torno una periferia, pues lo uno se define por lo otro.

Todo obrar humano, toda deliberación, todo juicio práctico o teórico supone una cierta experiencia del ser, ya sea como medio, como obstáculo o como fin. No hay voluntad que no se mida con las cosas, ni inteligencia que no se oriente por ellas. Hasta las ideas más abstractas, como las de número, justicia o infinito, requieren del entendimiento una cierta conversión hacia lo concreto, hacia imágenes sensibles, sin las cuales se torna estéril su especulación. El entendimiento humano indiget phantasmate, decía el Aquinate, y con razón.

Así, lo primero en el orden del conocer no es el concepto, ni la conciencia de sí, ni tampoco una estructura a priori del entendimiento, sino la sensación viva, el encuentro con algo que no soy yo, y que sin embargo me afecta. De ahí que los primeros entes conocidos sean entes sensibles, concretos, determinados. Solo a partir de ellos se eleva el alma humana, por un proceso de abstracción, a los universales, a las esencias, a los géneros y especies, y finalmente al ser en cuanto ser.

Mas si se pretende un saber verdaderamente universal, no puede fundarse sino en aquello que se dice de todo ente en cuanto ente. Lo que hay de común entre el árbol y la casa, entre el dolor y la memoria, entre el número y el hombre, no es sino esto: que son. Y sobre esto trata la ciencia que Aristóteles llamó filosofía primera y nosotros llamamos ontología.

Erró, pues, no solo Descartes, sino también sus sucesores modernos: el inglés que todo lo remitió a la experiencia interior; el alemán que hizo del sujeto trascendental el origen de los objetos; el otro que divinizó la Idea, y aquellos que en nombre de la existencia, de la vida o del arrojo al mundo, quisieron abolir la primacía del ser. Todos, a su modo, derivan de aquella inversión primera por la cual el yo se antepuso al ente. Pero todos, también, han de reconocer que incluso su yo, su vida, su existencia o su voluntad, en tanto son, participan de ese ser que pretendían relegar.

Por eso, y para concluir como conviene, digamos con el antiguo Eleata: hay el ser. Que haya un algo, eso es lo primero. Y todo lo demás, sea pensar, dudar, querer o vivir, no hace sino suponerlo. Así lo comprendió ya el Tomás de Aquino antes que Descartes formulase su célebre ego cogito, ego sum: nadie puede pensar que no existe y aceptarlo. Nadie puede pensar que no existe sin ser. Y con esto basta para comenzar de nuevo, no por la ruta del yo, sino por la del ente.

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Del origen de la duda ontológica, y de cómo nace de ella la filosofía

No hay en el común de los hombres perplejidad sobre el ser de las cosas, ni agitación del ánimo al oír decir que hay números reales, partículas elementales, almas espirituales o naciones soberanas. Cada cual discurre por su arte y profesión, y si sabe mucho o poco, lo tiene por suficiente. Mas cuando un espíritu de índole más contemplativa tropieza con ciertas dudas primeras, que no se resuelven en la experiencia ni en los métodos propios de las ciencias particulares, entonces se despierta en él una sospecha —tan antigua como Sócrates— de que acaso lo esencial le es desconocido. Tal es el nacimiento del filósofo que se pregunta por la realidad.

En ese momento, oye nuestro hombre al matemático discurrir sobre infinitos, al físico razonar sobre protones, al gramático ponderar desinencias, al teólogo hablar de ángeles, y al político del cuerpo místico de la nación. Y de todo ello se pregunta: quid est quod vere est? ¿Qué es lo que verdaderamente hay? ¿Qué es lo que, al margen de las disciplinas y sus convenciones, existe con entidad real?

Así como el sabio de la antigüedad, empujado por la aporía, buscaba los principios de todas las cosas, así también este moderno filósofo se distancia de las certidumbres vulgares y se dispone a examinar los fundamentos últimos de los saberes. Y no por vana curiosidad, sino por necesidad de rigor en el pensamiento.

Dícese comúnmente que la filosofía es amor al saber. Mas tal definición, si se toma al pie de la letra, lleva en sí una nota de impotencia, pues, como enseñó Sócrates en el Banquete, solo se ama lo que no se posee. Y así, los filósofos, por amorosos del saber, serían perpetuos indigentes de él.

Añaden otros que la filosofía quiere abarcar el todo. Pero ¿puede acaso existir un saber que no se delimite por un objeto propio? La medicina trata de la salud, la astronomía de los astros, la jurisprudencia de las leyes. Un saber que pretendiera ocuparse de todo sería un monstruo, un arca de Babel en la que se mezclarían la química y la política, la psicología y la retórica, sin orden ni concierto.

Mejor nos será seguir a los sabios antiguos y recordar la parábola de Pitágoras, referida por Cicerón en sus Tusculanas, cuando, interrogado por el tirano de Fleunta acerca de su oficio, respondió que no era ni político ni mercader, sino filósofo, es decir, amante del conocimiento por sí mismo, sin apetencia de utilidad ni poder. Estos hombres raros y nobles —decía— no buscan ni el lucro ni la gloria, sino que desean conocer la naturaleza de las cosas, lo que son y si realmente son.

No se detienen las ciencias particulares a averiguar si aquello de lo que tratan existe realmente o no; lo dan por supuesto. El geómetra no se pregunta si el espacio es real, ni el teólogo si Dios es, ni el jurista si la ley tiene existencia fuera del acuerdo social. Presuponen sus objetos, como se presuponen los cimientos de un edificio, y sobre ellos construyen teorías.

Pero ocurrió en el siglo XIX que ciertos matemáticos insignes —Bolyai, Lobachevsky y otros— descubrieron que el espacio euclidiano, tenido por verdad inconcusa desde los tiempos de Euclides, podía ser reemplazado por otros espacios igualmente coherentes, pero de estructura distinta. ¿Qué venía a decir esto sino que lo que se creía realidad era, tal vez, pura construcción de la razón?

Y si esto sucede en la geometría, ciencia tenida por modelo de certeza, ¿qué no sucederá en las demás? En todas ellas se apoya el saber en creencias tácitas: que hay espacio, que hay tiempo, que hay alma, que hay sociedad. Pero una cosa es creer y otra saber. Todos creen; pocos saben. Y esos pocos son los filósofos en el sentido primero y más digno de la palabra.

La filosofía, entendida rectamente, no posee principios propios como los tienen las ciencias; su principio es examinar los principios de los demás saberes. De aquí nace su carácter crítico, y a veces destructivo, como quien prueba la firmeza de una estructura forzándola hasta sus límites. No es que desprecie la creencia —la vida humana es imposible sin fe en el prójimo, en el médico, en el arquitecto—, sino que se reserva el derecho de poner a prueba tales creencias cuando el entendimiento se aplica con rigor.

Esta operación se verifica, como enseñó Sócrates, en dos tiempos: primero la ironía, que consiste en mostrar que no se sabe lo que se creía saber; luego la mayéutica, que procura extraer una definición verdadera y universal. Porque todo conocimiento digno de tal nombre ha de ser universal, y no mera experiencia de un caso.

No trata aquí la filosofía, al menos en su primer momento, de los dioses ni de las almas ni de las leyes políticas, sino del ser mismo de las cosas. Tal como lo enseñó Pitágoras, el filósofo busca la natura rerum, la estructura inteligible de cuanto es. A esta empresa se ha llamado ontología, que no es otra cosa que el esfuerzo por conducir lo real hasta la inteligencia, y de discernir si aquello que damos por existente lo es en verdad, y en qué consiste su ser.

Aquí se halla la raíz de toda ciencia, la fuente de todo entendimiento y el fundamento de cuanto puede llamarse saber. Y quien a ello se consagra, bien puede ser tenido por filósofo en el sentido más alto y venerable que conocieron los antiguos.

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El ente en la filosofía de Aristóteles

Aristóteles, nacido en Estagira el año 384 antes de la venida de Cristo, de profesión médico por ascendencia paterna y por formación filósofo, floreció en la escuela del divino Platón, de quien fue discípulo aventajado y, no obstante, renovador audaz. Criado entre las ciencias naturales y los cuerpos vivientes, no tardó en inclinar su ingenio al estudio de la experiencia, más que a la contemplación de las formas eternas. Fue maestro de Alejandro, el macedonio que habría de conquistar el orbe, mas en su propia empresa filosófica prefirió conquistar el saber desde su raíz.

La filosofía que dejó escrita, por mano y por obra, brota en buena parte del combate entre la doctrina de su maestro y la perspicacia de su mirada sobre las cosas de este mundo. Porque Platón, ensimismado en el esplendor de las Ideas, despojó a la naturaleza —a la physis de los antiguos— de sustancia propia, haciéndola residuo, mera imagen de un modelo invisible. Esta posición, aunque noble en intención, desmerecía a juicio de Aristóteles, por cuanto dejaba sin alma al universo visible, reduciéndolo a sombra efímera de un cielo inteligible.

Pensó Aristóteles que tal negación de lo sensible equivalía a la ruina del filosofar mismo. ¿Cómo entender la naturaleza si no se le reconoce entidad propia? ¿Cómo estudiar el cambio, la generación, la corrupción, si sólo se admiten formas ideales que apenas tocan el mundo como reflejos en agua? La filosofía, dijo, debe comenzar por aquello que está a la vista, y sólo desde ahí remontarse a lo universal. Y si algo no puede negarse, es que el cambio existe, pues el ojo lo ve, la carne lo siente y la mente lo concibe.

Mas no bastaba corregir a Platón: era también preciso revisar a Parménides, quien al afirmar que el ser es uno e inmóvil, había desterrado la pluralidad y el devenir del ámbito de lo pensable. A esta tarea consagró Aristóteles su vigor intelectual: explicar cómo puede haber cambio sin que ello destruya el ser; cómo lo que es puede llegar a no serlo y, sin embargo, seguir siendo; cómo lo múltiple no aniquila la unidad, sino que la realiza por grados.

Fruto de este empeño fue un sistema tan rico en articulaciones como vasto en influencias, que habría de perdurar junto al de Platón y, con el tiempo, ejercer mayor dominio en las escuelas. Si aquel nos ofreció el modelo celeste del saber, Aristóteles nos dio su armazón terrestre, sin el cual ningún saber puede sostenerse.

Entre las obras que legó a la posteridad, hay una que por excelencia merece el nombre de ciencia primera: la que Andrónico de Rodas, editor escrupuloso del corpus aristotélico en el siglo I antes de nuestra era, colocó después de los tratados de física y llamó «Metafísica» —es decir, «lo que viene después de la física»[1]—. El nombre era accidental, pero el contenido no: allí se aborda el estudio del ser en cuanto ser, del ón heón, lo que es por excelencia y sin restricción.

Este ser, que los latinos tradujeron por ens, no tiene traducción exacta al castellano; sería menester forjar formas sustantivas como «siendo» o «siente», de uso poco feliz. Se mantiene pues la voz latina ente, por tradición y por conveniencia. Y este ente no es especie entre otras ni género sometido a diferencias, pues todo lo que existe, de alguna manera, participa de él. De ahí que no pueda definirse como se definen los demás: el ser se dice de muchos modos, pero con una analogía que los ordena.

En el libro IV de dicha obra, se dice que hay una ciencia que considera el ser en cuanto ser y sus atributos esenciales, sin recortar su campo como hacen las demás ciencias particulares[2]. La física, por ejemplo, estudia el ser en cuanto dotado de movimiento; la matemática, en cuanto abstracto y permanente; la teología, en cuanto supremo y perfecto. Pero la ciencia primera se ocupa del ente sin calificación alguna: es ciencia universal, ontología en sentido pleno.

Ahora bien, toda ciencia exige un principio, y el de la metafísica es el principio de no contradicción. Nada puede ser y no ser a la vez y en el mismo sentido. Esta proposición, que parece evidente, es también necesaria: quien la niega, destruye la posibilidad misma de pensar. Aristóteles la formula en dos modos: uno ontológico (“es imposible que el mismo ser sea y no sea a la vez”) y otro lógico (“es imposible que un mismo atributo convenga y no convenga simultáneamente a un mismo sujeto”)[3].

Sobre este principio descansa toda ciencia: sin él no hay definición posible, ni juicio coherente. Si decimos que el triángulo es un polígono de tres lados, entonces no puede no tener tres lados y seguir siendo triángulo. El ser, en cuanto ser, implica necesidad. Pero no toda necesidad es absoluta. Hay cosas que son siempre así, y otras que son así la mayor parte del tiempo. Las primeras se llaman sustancias; las segundas, accidentes. Y de ambas se ocupa la metafísica, pero priorizando las primeras, por ser fundamento de las otras.

De esta distinción brota también la clasificación de las ciencias. Las que tratan de lo necesario son la física, la matemática y la metafísica. Las que versan sobre lo contingente se dividen en prácticas (como la ética y la política) y productivas (como la arquitectura y las artes). Mas todas se ordenan, en última instancia, a la comprensión del ser.

Ahora bien, si el ser se dice de muchos modos, hay uno que por su dignidad y necesidad reclama prioridad: el de la sustancia. Y la sustancia, para Aristóteles, no es ni pura forma ni pura materia, sino compuesta de ambas. Así nace la doctrina que la posteridad llamó hilemorfismo —de hylé, materia, y morphé, forma—[4].

Toda sustancia natural, dice nuestro autor, está sujeta al cambio. Nace, crece, decae, se corrompe. Pero para que haya cambio sin aniquilación, es menester que algo permanezca. Ese algo es la materia, principio de posibilidad, sustrato común de las formas que vienen y van. Pero la materia sola no es nada en acto; sólo se hace algo cuando recibe una forma. Por eso todo cambio implica tres cosas: lo que no se es aún (privación), lo que permite serlo (materia), y lo que finalmente se es (forma)[5].

Piénsese en el joven que ha de ser médico. No lo es aún: hay una privación. Pero posee la capacidad de llegar a serlo: hay materia. Cuando adquiere el arte, lo es efectivamente: hay forma. La sustancia es, pues, acto de un sujeto capaz. Y esa unión de potencia y acto, de materia y forma, constituye la esencia misma del ser natural.

De aquí se sigue que ningún ser sensible es enteramente estable: todo lo compuesto tiende a disolverse. Porque lo que ha sido unido puede ser separado. Sólo sería imperecedero lo que fuera forma pura, sin mezcla de materia: acto sin potencia, ser sin posibilidad. Pero eso, en la naturaleza, no se encuentra.

Y sin embargo, la materia nunca se agota: cuando algo desaparece, sus elementos entran en nuevas combinaciones. Se quema un leño y queda ceniza; se marchita una flor y sus jugos nutren otra. La materia, como posibilidad abierta, está siempre al acecho de una nueva forma. Y así se renueva el mundo.

Pero tampoco la forma existe separada, salvo en el pensamiento. En la realidad concreta, sólo existe el compuesto: materia informada, forma encarnada. No vemos formas puras ni materias sin determinar. Vemos casas, árboles, cuerpos vivos. Y cada uno de ellos es lo que es por su forma, pero sólo existe porque una materia la recibe.

Por eso la sustancia primera no es la forma, ni la materia, sino su compuesto. Este compuesto es el sujeto de los accidentes, el portador de las categorías. Y cuando el cambio afecta a la forma misma, decimos que una sustancia ha perecido y otra ha nacido.

Así, en el hilemorfismo, Aristóteles resuelve la antigua tensión entre lo uno y lo múltiple, entre el ser y el devenir. Muestra cómo el cambio no destruye el ser, sino que lo realiza por grados. Y da a la filosofía una clave para comprender el movimiento sin caer ni en el escepticismo heraclíteo ni en el inmovilismo parmenídeo.

Toda naturaleza, dice Aristóteles, tiende a un fin. Nada ocurre sin causa ni se ordena al azar. Si el movimiento fuera fortuito, no habría regularidad en los procesos naturales. Pero la hay. Por tanto, todo ser natural actúa con vistas a un término, según su naturaleza y capacidad. Este principio finalista es central en la física aristotélica: el cambio no es mera alteración, sino despliegue hacia una forma determinada[6].

De aquí que no pueda admitirse una física puramente materialista, como la de Demócrito, que atribuía los cambios a choques fortuitos de átomos. Aristóteles sostiene que todo movimiento exige una causa formal, una finalidad intrínseca que guía la actualización de las potencias. Por eso distingue entre movimientos según el tipo de fin que persiguen y el principio que los origina.

Así, en el reino mineral, los cuerpos tienden a ocupar su lugar natural: la piedra cae, el fuego asciende. Este movimiento local es causado por una inclinación interna, aunque no consciente. En el reino vegetal, se añade el crecimiento, la nutrición y la reproducción: funciones que revelan un principio vital, una psiché vegetativa. En los animales, aparece además la sensibilidad, el deseo y el movimiento voluntario: facultades que presupone una psiché sensitiva.

Pero en el hombre, hay una dimensión más alta: la razón, el logos, capaz de deliberar, juzgar y conocer lo universal. El alma racional contiene las potencias de las otras, pero las supera por su capacidad de intencionar lo eterno. En el acto de pensar, el hombre toca lo divino, porque el objeto del pensamiento no es otra cosa que lo permanente e inmutable[7].

Así, el alma no es una sustancia separada ni un huésped del cuerpo, como pretendían los pitagóricos, sino la forma de un cuerpo natural que tiene vida en potencia. El alma es, por tanto, el acto primero de un cuerpo organizado[8][8]. No es un motor externo, sino principio inmanente de vida. Cada tipo de ser tiene su alma, conforme a su naturaleza: planta, animal u hombre.

Y las facultades del alma no están separadas realmente, sino sólo en la razón. Se distinguen por sus funciones, pero se unen en un sujeto. Como decía Aristóteles, no es el ojo el que ve, sino el hombre mediante el ojo.

El mundo, en su admirable regularidad, no puede explicarse por sí solo. Aunque cada ser natural tenga en sí su principio de movimiento, este principio no basta para rendir cuenta del conjunto. Porque todo lo que se mueve, se mueve por otro, y si la cadena de causas motoras fuera infinita, nunca habría comenzado el movimiento. Es necesario, por tanto, admitir un primer motor inmóvil, causa última de todo movimiento, que no se mueve a su vez por nada[9].

Este motor, por ser inmóvil, no actúa como causa eficiente, como un empujón inicial, sino como causa final: es aquello que todo desea, el fin supremo hacia el cual tiende el universo. Y como fin, es acto puro, sin mezcla de potencia, sin cambio, sin deficiencia. No puede ser cuerpo, porque todo cuerpo tiene partes y, por tanto, potencialidades. Debe ser inmaterial, simple, eterno.

Mas si es acto puro, ¿en qué consiste? En pensamiento. Y no en cualquier pensamiento, sino en el más alto: el pensamiento de lo más perfecto. Pero lo más perfecto es él mismo. Por tanto, se piensa a sí mismo. Es pensamiento de pensamiento, intelección de intelección[10]. No conoce por pasos ni por razonamiento discursivo, sino en un solo acto eterno y perfecto. No hay en él diferencia entre el que entiende y lo entendido: es uno y el mismo.

Este ser, que Aristóteles llama Dios, no crea el mundo ni lo gobierna con providencia, como más tarde sostendrán los teólogos, pero lo mueve como el amado mueve al amante. Es causa final del cosmos, principio de orden, centro de atracción. Por él gira la esfera de las estrellas fijas, y por su influjo se organizan las esferas inferiores.

Así, el universo entero, con sus cielos eternos y su región sublunar corruptible, se ordena en torno a un principio puramente actual. El primer motor inmóvil es la cima del ser, la medida de toda perfección. Y en él culmina la filosofía primera, que comenzó preguntando por el ente en cuanto ente y concluye reconociendo que el más perfecto de los entes es un acto eterno de intelección.

Tal es, en compendio fiel, el edificio doctrinal que erigió Aristóteles, estagirita ilustre, sobre los cimientos del asombro filosófico y la experiencia del mundo. Con ojo atento a la naturaleza, pero sin abdicar del rigor lógico, quiso reconciliar el cambio con el ser, la multiplicidad con la unidad, el movimiento con la inteligibilidad. Donde Platón separaba radicalmente lo sensible y lo inteligible, Aristóteles los articuló por medio de la potencia y el acto, de la materia y la forma, del ente en sus múltiples acepciones.

Desde su metafísica, ciencia del ser en cuanto ser, que a la vez es ontología y teología, hasta su física, que reconoce fines y causas formales en las cosas naturales, pasando por su hilemorfismo y su doctrina de las categorías, todo en él busca un orden, una explicación, una unidad que no niega la diversidad, sino que la integra. Por eso no rehuyó la distinción entre sustancia y accidente, ni entre lo necesario y lo contingente, ni entre los modos diversos de ser que se predican analógicamente. Y al coronar su sistema con el primer motor inmóvil, acto puro, pensamiento pensante, dio término —no sin noble ambición— a la empresa de comprender el universo como un cosmos racionalmente inteligible[11].

Su filosofía no fue ni negación de la experiencia ni mero empirismo, sino un saber que, partiendo de lo que aparece, asciende a lo que permanece. No se contentó con señalar las sombras, sino que buscó las causas. Así, el pensamiento humano, al mirarse a sí mismo, descubre que su luz no le viene sólo de su propia lumbre, sino de aquello que todo lo mueve sin moverse: la suprema actualidad, el ser necesario, eterno, que no desea otra cosa sino conocerse a sí mismo, y en cuyo pensamiento resuena el orden del mundo.

Por esto la obra del Estagirita no es solo un sistema entre otros, sino una forma eminente de sabiduría, donde el entendimiento se ejercita según su naturaleza más alta y donde el hombre —animal racional y político— encuentra la vía para contemplar lo divino y regir lo humano. Tal fue el intento del Filósofo, como lo llamarán las edades futuras: dar razón de lo que es, y hacerlo con la fidelidad del observador y la precisión del geómetra, pero también con la elevación de quien sabe que la verdad no se opone a la belleza ni el conocimiento al asombro.


[1] Andrónico de Rodas, según relata Diógenes Laercio (Vidas y opiniones de los filósofos ilustres, V, 1), agrupó los tratados aristotélicos y colocó los libros sobre el ser tras los de física, de donde vino el nombre metafísica.

[2] Aristóteles, Metafísica, IV, 1, 1003a21-24.

[3] Ibid., IV, 3, 1005b19-24. Cf. también Metafísica, Gamma.

[4] El término hilemorfismo no es de Aristóteles, sino de la escolástica medieval, que sistematizó su doctrina en latín técnico. Véase Tomás de Aquino, De ente et essentia, cap. 2.

[5] Aristóteles, Metafísica, IX, 7, 1049a1-25; Física, I, 7, 190a13-23.

[6] Aristóteles, Física, II, 8, 199a8-32.

[7] Aristóteles, De anima, III, 4, 429a18-24..

[8] Ibid., II, 1, 412a20-21.

[9] Aristóteles, Física, VIII, 5, 257a10-25.

[10] Aristóteles, Metafísica, XII, 6-7.

[11] Véase Metafísica, XII, 10, 1075a11–1076a4; cf. Tomás de Aquino, In Metaphysicam Aristotelis, lib. XII, lect. 11.

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Cosas y conceptos, según Platón

Aunque a muchos parezca cosa de su mero entender y juicio lo que piensan y conciben, no por eso dejan los conceptos de estar firmemente encajados en un orden que excede a la mente humana. Y fue Platón, entre los antiguos, el primero que entendió que no se puede alcanzar el orden del mundo sin antes haber esclarecido los movimientos y leyes de la razón[1]. Porque, como decía, más importa indagar cómo pensamos que saber qué pensamos, pues lo uno es principio de lo otro.

No quiso Platón seguir el camino de Tales y de otros físicos antiguos[2], los cuales, sin reparar en la contradicción, intentaron sacar la multitud de las cosas de una sola, como si fuera lícito pasar sin más de la unidad a la pluralidad, siendo ambas contrarias y no mediando razón que lo permita. Pusieron, pues, la física antes que la lógica, lo cual juzgó Platón gran yerro, y por tanto ordenó que se empezase por la lógica, esto es, por los conceptos, que permanecen estables aun cuando las cosas muden[3].

Porque un concepto bien formado contiene en sí el ser determinado de la cosa. Así, si decimos que el triángulo es un polígono de tres lados, comenzamos por señalar el género, polígono, que comprende no sólo triángulos, sino también cuadrados, pentágonos y otros. Mas, añadiendo la diferencia específica, tres lados, excluimos los demás y llegamos al concepto propio, el cual no se muda aunque se dibujen mil triángulos diversos[4].

De esta suerte, el verdadero saber de una cosa se alcanza partiendo de un universal más alto y añadiéndole lo que le es propio, lo cual engendra la especie, esto es, la naturaleza o esencia de lo tratado. Y este concepto permanece firme, aunque los individuos que lo encarnan pasen y muden[5].

De un lado está, pues, el universal, el concepto de triángulo, y del otro los triángulos particulares que se ven en las pizarras, en las señales de caminos o en las artes. ¿Dónde está el ser del triángulo: en el universal o en lo particular?

En el universal, responde Platón sin vacilar[6]. Y añade que no es éste una mera abstracción de la mente, sino una entidad verdadera, sin la cual no podría hacerse juicio alguno[7]. Porque todo juicio supone aplicar un universal a un caso particular; y si no hay universales verdaderos, no podrá decirse que el triángulo es un polígono ni que el hombre es un animal ni que el tigre es felino. Suprimido el universal, nada quedará que decir ni que entender. El universal da, pues, el ser a los particulares.

Sirva la geometría de ejemplo para entender lo dicho. Cuando decimos que ciertos objetos son circulares, lo hacemos por la semejanza que guardan con la forma de círculo, pero esta forma no se halla entre ellos. Así tampoco se halla en la naturaleza forma perfecta de esfera, de línea recta o de cilindro. Y si sólo existiesen tales cosas imperfectas, la geometría carecería de objeto[8]. Mas un saber sin objeto es saber vano. Así, forzoso es admitir que existen las formas perfectas, que no son sensibles, sino inteligibles[9].

Estas formas, que Platón llama Ideas, no son los particulares, sino aquello por lo cual los particulares pueden ser conocidos. Ellas fundan la necesidad que hay en toda definición verdadera[10]. No se podrá decir con verdad qué es el triángulo si se atiende solamente a los triángulos que se ven, pues éstos nunca alcanzan la perfección de la Idea. El mundo natural, sujeto al devenir, no alcanza la plenitud del ser. Sólo aquello que es necesario, inmutable, siempre idéntico a sí, merece el nombre de ente en sentido propio. Las cosas mudables que se nos ofrecen en los sentidos habitan el tiempo y el espacio; las Ideas, en cambio, están fuera de ambos, pues su naturaleza es fija, determinada y sin mezcla[11].

Estas Ideas son, en verdad, la esencia de las cosas[12]. Y como cada grado del ser depende de otro superior, es menester que haya un término último que no dependa de otro, sino que sea por sí y en sí. Si no lo hubiera, nos perderíamos en una cadena infinita sin fundamento, y ningún juicio sería posible[13]. A este término último Platón lo llama la Idea del Bien, que es el ser en su grado sumo y absoluto, principio de todo entendimiento y medida de toda realidad[14].

De ella reciben todas las cosas su ser y su posibilidad de ser conocidas. Pero el Ser mismo, según Platón, no tiene esencia como los otros, ni existe como los demás, sino que trasciende a todos[15]. No es un ente entre los entes, sino su principio y su raíz.


[1] V. Fedón, 96a–100b; República, VI, 509d–511e.

[2] Tales de Mileto propuso que todo era agua (Aristóteles, Metafísica, I, 3, 983b).

[3] Platón discute la prioridad de los conceptos sobre las cosas sensibles en Fedón, 65d–66a.

[4] La división conceptual que se propone sigue el método dialéctico desarrollado por Platón en Sofista y Político.

[5] V. República, VII, 518c–520a, donde se contrapone el mundo inteligible al mundo visible.

[6] Fedón, 74a–e: “las cosas bellas participan de la Belleza en sí”.

[7] Parménides, 132d–134e, donde se examina la necesidad ontológica del universal para que sea posible la predicación.

[8] Fedón, 73a–d; República, VII, 527a–530c.

[9] Fedón, 78d–79a; República, VI, 510e–511b.

[10] Cratilo, 389a–c; Menón, 72c–76e.

[11] Timeo, 27d–29d, donde se describe el mundo sensible como copia de un modelo inteligible.

[12] Fedro, 247c–d: las Ideas son “lo que verdaderamente es

[13] Parménides, 132b–135b. Esta objeción está tratada también en Aristóteles, Metafísica, I, 9.

[14] República, VI, 509a–511e: la Idea del Bien como causa del ser y del conocer.

[15] República, VII, 517b: el Bien está “más allá del ser, superándolo en dignidad y poder”.

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