El invierno del resentimiento

Se dice con ligereza que el feminismo es causa, cuando en realidad fue efecto. Un humo que salió de hogueras encendidas en otra parte, más honda y escondida. Las mujeres que marcharon con pancartas y canciones quizá no lo sabían o no quisieron saberlo, pero la semilla no estaba en su grito, sino en el suelo que ya había cambiado.

Todo empezó en los años cincuenta, cuando un pequeño comprimido de color tenue separó el placer del hijo, el abrazo del nacimiento. No fue la píldora lo que prendió la hoguera, sino la voluntad de millones de mujeres que, como una marejada invisible, la recibieron y la hicieron eficaz. Ninguna voluntad se mueve sin un motivo. Tú no te levantarás siquiera de la silla si un motivo no te impulsa. El impulso de aquellas mujeres vino del trabajo y se enfiló, en una suerte de paradoja, al sostenimiento de la familia de siempre.

El mundo había cambiado. La fábrica humeante cedía lugar a oficinas de papeles, teléfonos y teclados. A esos espacios, entre mesas alineadas, fueron convocadas ellas, y fueron camareras, secretarias, maestras, médicas, etc. Al principio los salarios fueron bajos, casi una limosna, según juzgaron muchos. ¿Por qué aceptaron? Porque el hogar crujía. Los precios de los alimentos, de las casas, de la educación de los hijos crecían como una marea oscura que anegaba las viejas certezas. El jornal del padre no bastaba, y los billetes que traían las mujeres se convirtieron en la argamasa de la familia. Sigue leyendo

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Muros contra el desorden

Al liberar el deseo aparece la incertidumbre del futuro

El hombre construye instituciones sociales como otros animales construyen madrigueras, pero las suyas no lo protegen de la intemperie sino de sí mismo. En ellas se guarece contra un desorden que acecha en lo profundo de sí, siempre dispuesto a brotar como mala hierba tras la lluvia. La garrapata, el tigre y el galgo hallan acomodo natural para volcar sus impulsos. Su mundo los llama y ellos responden. El hombre no; él levanta muros y reglamentos para contener un río que no conoce cauce y se abraza a ellos como el niño a la falda de su madre.

Mira, por ejemplo, el matrimonio, que resulta ser un dique erguido frente a la marea pasional. No se limita a ordenar el instinto físico, sino que abraza también los sentimientos que la civilización fue injertando, poco a poco, en el viejo tronco del deseo. Porque el amor, entre nosotros, es menos carne que pensamiento, menos impulso que imagen y promesa. El hombre no busca solo la satisfacción inmediata; quiere además belleza y moral, quiere lo que la mente imagina. Sigue leyendo

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El fuego del hombre

El matrimonio existe para regular la vida pasional y poner límite al torbellino

El instinto puramente animal no existe en el hombre. Si existiera, lo arrastraría como un río desbordado, sin diques ni cauces, hasta perderlo. No podría dominarlo, porque sería difuso, errante, propio de una criatura descentrada, una sombra a la que la evolución darwiniana no dio un lugar bajo el sol. Si obedeciera a las mismas leyes que los otros animales, el animal humano se habría extinguido ya, si es que hubiera llegado a nacer.

Y, sin embargo, sigue vivo. Aprendió a encender hogueras con ese torbellino. Aprendió a domeñarlo, a hacerlo servir como viento que hincha las velas. Allí donde a los otros seres les bastó el azar de la selección natural, el hombre tuvo que levantar artificios, que eran redes de palabras, normas, vínculos, compromisos, rituales, mitos y ceremonias. Sigue leyendo

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Tasas de suicidio en España y Francia

A modo de ejemplo de datos actuales que corroboran la Tasa de suicidio en España (1978–2024)

La ley 30/1981 de julio de 1981, o ley de divorcio, tuvo una reforma clave en la 15/2005, o ley de divorcio exprés. Son dos hitos que jalonan cualquier intento de correlación temporal. Las series de suicidio desde 1980 indican que la mortalidad por suicidio ha crecido de forma moderada a largo plazo, con predominio masculino constante. Un análisis con puntos de inflexión sitúa el paso de 6,7/100.000 (hombres, 1980) a 11,7/100.000 (hombres, 2016) y de 2,2 a 3,8/100.000 en mujeres.

Hasta 2006 el INE publicaba, en la Estadística del Suicidio, tablas con estado civil (soltero/casado/viudo/divorciado) y sexo; desde 2007 el sistema cambió y esa desagregación no se difunde de forma continuada en tablas públicas (sí hay microdatos, pero no serie agregada abierta). Ignoro el motivo, que me preocupa poco o nada, excepto si fue para no hacer referencia al posible agravamiento por la ley de divorcio exprés. Nivel más reciente: el INE y Sanidad sitúan 2023 en torno a 4.116 suicidios (≈74 % varones) y apuntan a descenso provisional en 2024, manteniéndose la sobrerrepresentación masculina. Sigue leyendo

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La sombra del divorcio

Donde los divorcios son muchos incluso los casados son más propensos a quitarse la vida

Durkheim recogió más de veinte mil historias de final sombrío y vio en ellas un patrón obstinado: los divorciados se quitaban la vida con una frecuencia tres y hasta cuatro veces mayor que los casados, aun siendo de la misma edad, y más todavía que los viudos, pese a que éstos no eligen su soledad. Tenía que haber, concluía, algo en el acto de divorciarse, un veneno moral o un peso material, que abría la puerta a la resolución última.

El viudo soporta un golpe brutal, la pérdida no buscada y el vacío que le trastorna. Sin embargo, se mata menos. El divorciado, más joven muchas veces, más libre en apariencia, se acerca con mayor facilidad al abismo. En esa paradoja late el secreto: el divorcio no es un simple trámite legal, sino una grieta que abre en el espíritu un corredor hacia la nada. Sigue leyendo

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El aire enrarecido de la modernidad

Cuando el freno se debilita, cada individuo queda expuesto a sí mismo

La palabra anomia, de raíz griega (a-nomos, “sin ley”), no nombra solo la ausencia de reglas externas. En Durkheim designa una fisura en el tejido que sostiene la vida en común, una grieta en el vínculo moral. Es algo mucho más hondo que la falta de normas externas.

La anomia hace su aparición en el tránsito de las sociedades arcaicas, unidas por semejanza, a las modernas, tejidas por la diferencia y la interdependencia, una interdependencia que nunca había sido tan grande como es hoy, por más silenciosa que sea. Es un progreso técnico y funcional, un ascenso, pero no está exento de sombra. Cuando las tareas se fragmentan sin una norma superior que las oriente hacia fines compartidos, la cohesión se afloja y el individuo queda sin brújula. Sigue leyendo

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Placeres de Venus

Exhortación de Pitágoras sobre el amor

Había en las palabras de Pitágoras, recogidas siglos más tarde por Diógenes Laercio, un extraño eco de invierno. Nadie hoy aceptaría su sentencia sobre los placeres de Venus, y sin embargo, ahí está, como si hubiera sido escrita en una tablilla arcaica: “De la Venus se ha de usar en invierno, no en verano; en otoño y primavera, con ligereza; pero en todo tiempo es cosa gravosa y enemiga de la salud.”

Lo dijo como quien dicta la hora de encender el fuego o de segar los frutos, con la misma voz que ordena a los hombres obedecer al ritmo de las estaciones. Y cuando alguien le preguntó en qué momento era más conveniente entregarse al amor, respondió: “Cuando quieras debilitarte a ti mismo.”

Suena como consejo tallado en piedra, duro, sin ternura, y a la vez con un resplandor de fábula que aún resulta hiriente. Porque hay en esas palabras una advertencia que cruza los siglos como un viento frío, recordándonos que incluso en la llama más dulce puede anidar el desgaste de la vida.

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El templo de las musas

Es imposible que los antiguos tuvieran museos

En la Antigüedad se erigieron templos a las Musas, mas no museos. Aquellas divinidades, que en un principio fueron ninfas de fuentes escondidas, pasaron a ser guardianas de la música, la poesía, la tragedia y la historia. Se decía que su culto nació en las cercanías del Helicón beocio, donde un recinto con estatuas guardaba su memoria. Desde allí, un macedonio llevó la devoción a Tespis, donde se celebraban festivales solemnes, mientras el Parnaso les consagraba sus cumbres. Pitágoras les ofreció un templo en Crotona para inspirar concordia, los atenienses levantaron otro junto a la Academia, y hasta los espartanos las invocaban antes de la batalla. Roma acabaría compartiendo su altar con Hércules, como signo de la fusión entre fuerza y palabra.

No hay canto grande que no invoque a las Musas: desde el solemne arranque de la Ilíada hasta Virgilio, Dante, Milton o Shakespeare. Homero fijó su número en nueve; Hesíodo convirtió ese número en dogma poético. Cada una con su dominio, desde la epopeya hasta la astronomía, fueron la personificación de la inspiración. Su alimento eran libaciones de miel y leche, dulzura terrestre ofrecida a lo divino. La Biblioteca de Alejandría, regida en sus últimos años por Hipatia, se erigió cerca de un mouseion, pero ese nombre no designaba aún lo que hoy entendemos como museo. Era un santuario de la memoria poética, no una colección histórica. Sigue leyendo

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El desajuste del hombre

Recurro a la antropología y la sociología para dar más precisión a mis notas. Comienzo poniendo en contraste el ajuste animal con el desajuste humano.

La naturaleza, que en el animal ensambla como un artesano minucioso la pieza exacta en el hueco exacto, parece haber abandonado al hombre antes de tiempo, como si lo hubiera arrojado del taller sin pulir las aristas. Quedó incompleto, abierto y con resortes sueltos que no encajan del todo.

Ese desajuste no se corrige con la edad. El adulto sigue siendo un cuerpo sin compás fijo, atravesado por impulsos que no obedecen a ritmo ni a destino. Su sexualidad, por ejemplo, no se ciñe al orden sencillo del celo animal. En el perro, el deseo llega cuando la hembra lo llama con un signo claro; se cumple el acto y vuelve la calma. El hombre, en cambio, vive en una vigilia perpetua, encendido por cualquier chispa, por mínima que sea; un roce, una mirada, un recuerdo que se alza como un viento tibio en la noche, una vaga esperanza que ha brotado de una mirada, enciende el deseo. No hay llamada externa que ordene su impulso, ni calendario que lo module. Y esa energía, sin cadencia, tiende al desborde. Está condenado a guardarse o a perderse. Sigue leyendo

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El mal del infinito

Un corazón que bebe de mil fuentes siempre vuelve sediento

Hay hombres que, sin saberlo y quizá sin habérselo propuesto, viven en un mapa dibujado con fronteras firmes. En ese territorio acotado que alberga un hogar, un rostro y un vínculo que no cambia, encuentran el equilibrio moral que los mantiene enteros. El esposo que ha aceptado esa determinación del matrimonio no busca otros puertos, porque intuye que romper la línea de su deber sería soltar amarras hacia un mar incierto. Contiene sus deseos como se guarda una lámpara encendida del viento. Y así, esa disciplina se convierte en una extraña bendición. Le obliga a encontrar la felicidad en lo que tiene, y, por esa misma razón, le entrega los medios para hallarla. Si su pasión debe girar siempre en torno a un único sol, ese sol no debe apagarse, porque la órbita es mutua. Sus goces, definidos, también están asegurados, y esa certeza refuerza la coherencia de su espíritu como una piedra pulida por los años.

Pero hay otros que viven en llanuras abiertas. El que nunca ha entrado en el matrimonio o ha salido de él por cualquier motivo, cree encontrarse suelto -soltero-, libre para dirigirse a cualquier horizonte, tender la mano a lo que le plazca; y, por eso mismo, nada lo sacia. Es el mal del infinito, un viento seco que se cuela por todas las rendijas de la conciencia. A veces toma forma sexual, pero podría disfrazarse de cualquier hambre. Cuando nada nos detiene, nada nos gobierna. Después de todos los placeres posibles, se sueñan otros; y cuando se ha tocado casi todo lo que la vida ofrece, se ansía lo imposible, se tiene hambre de lo que nunca existió. Es como el que tiene sed y bebe agua del mar. Sigue leyendo

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