Se dice con ligereza que el feminismo es causa, cuando en realidad fue efecto. Un humo que salió de hogueras encendidas en otra parte, más honda y escondida. Las mujeres que marcharon con pancartas y canciones quizá no lo sabían o no quisieron saberlo, pero la semilla no estaba en su grito, sino en el suelo que ya había cambiado.
Todo empezó en los años cincuenta, cuando un pequeño comprimido de color tenue separó el placer del hijo, el abrazo del nacimiento. No fue la píldora lo que prendió la hoguera, sino la voluntad de millones de mujeres que, como una marejada invisible, la recibieron y la hicieron eficaz. Ninguna voluntad se mueve sin un motivo. Tú no te levantarás siquiera de la silla si un motivo no te impulsa. El impulso de aquellas mujeres vino del trabajo y se enfiló, en una suerte de paradoja, al sostenimiento de la familia de siempre.
El mundo había cambiado. La fábrica humeante cedía lugar a oficinas de papeles, teléfonos y teclados. A esos espacios, entre mesas alineadas, fueron convocadas ellas, y fueron camareras, secretarias, maestras, médicas, etc. Al principio los salarios fueron bajos, casi una limosna, según juzgaron muchos. ¿Por qué aceptaron? Porque el hogar crujía. Los precios de los alimentos, de las casas, de la educación de los hijos crecían como una marea oscura que anegaba las viejas certezas. El jornal del padre no bastaba, y los billetes que traían las mujeres se convirtieron en la argamasa de la familia. Sigue leyendo