John Stuart Mill

John Stuart Mill fue un niño prodigio. Fue educado por su padre, que estaba convencido de que la mente es como una tabla rasa en la que no hay nada escrito(tanquam tabula rasa in qua nihil scriptum est) Esta falsa convicción fue aparentemente corroborada sin embargo por su puesta en práctica en la educación de Mill. Sin ir a ningún colegio ni universidad, aprendió griego a los tres años, aritmética poco tiempo después, latín a los ocho, lógica a los doce, economía a los trece. A todo ello se iban juntando largas lecturas de historia. A los trece años había culminado su instrucción según los planes de su progenitor.

Las disparatadas concepciones pedagógicas del padre no surtieron el efecto deseado, al menos en teoría económica. Había enseñado a su retoño las teorías clásicas, que no establecían una neta distinción entre los sistemas productivos y las instituciones de distribución basadas en la propiedad privada. Contra esa idea se acabaría rebelando Stuart Mill. Así fue cuando se convenció de que los sistemas de producción obedecen a leyes estrictas, como las de la física o la química, sin depender por tanto de los hombres, y de que la distribución de los productos es efecto exclusivo de las instituciones humanas. Lo primero venía a ser natural e inmutable, lo segundo cultural y sujeto a la voluntad política. Era posible entonces dejar que la producción siguiera su ritmo propio y diseñar planes de "justicia social" para la distribución.

Esto no era otra cosa que inclinarse por el socialismo del momento, a pesar de que, según el mismo Mill dejó escrito, la puesta en práctica de ese sistema produciría "un espantoso derramamiento de sangre".

El abandono de las ideas primeras y el inicio de la senda hacia lo que hoy llamamos socialdemocracia partió de su nueva concepción de la propiedad privada. Esta solo es justa, dijo, si tiene su origen en el trabajo. Su fundamento no puede ser otro que el derecho de los trabajadores a lo que ellos mismos han producido.

Lo cual conduce de inmediato a la necesidad de suprimir las leyes de herencia. Mill parece que no se atrevió a tanto, pero dio las razones que necesitaban los que sí se atrevieran. Aparte de ello, había que considerar que no es el individuo, sino la sociedad, el propietario de sus habilidades personales, de sus aptitudes, de sus relaciones de amistad –muy útiles habitualmente para la producción de bienes-, de su inteligencia, su capacidad de trabajar, etc. Tampoco de una fuente de riqueza descubierta por él, de un invento suyo, etc. Así es como la sociedad, y, en su lugar, el Estado, se apropia de casi todo y, aun permitiendo su explotación a los individuos, cree estar autorizada a cobrarles impuestos a cambio.

Al ligar la propiedad al trabajo, Mill abrió la puerta a la exacción fiscal y la opresión política. Se trata de un error que nunca debió cometer un defensor de la libertad y la propiedad privada, pues él debió saber que la prosperidad sigue al uso libre de todo lo que los individuos reciben de sus antecesores, de todo lo que descubren, de todo lo que producen y de todo lo que intercambian. En su lugar parece que acabó por abrigar el ideal de una sociedad estancada en la que los individuos se entregan al desarrollo de sus facultades intelectuales, al estudio, a la contemplación del arte, al cultivo de los lazos de amistad, etc. Es extraño que hasta los más refinados intelectos caigan en esas concepciones buenistas de la vida humana.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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