Resurrección del cuerpo

Resucitar es levantarse un cuerpo animal caído y corrompido. Es ser promovido a algo más alto. Con la resurrección de Cristo resucitó en primer lugar para nosotros la esperanza en la inmortalidad. La certeza de la fe es la única que enseña que el hecho de que Cristo viva es una señal clara de que yo seré levantado de la tierra en el último día. Esta esperanza está fijada en los pliegues más íntimos del alma del creyente.

Es un alma que tiene por eso motivos más que sobrados para librarse del miedo a la muerte, debido a que su Salvador murió por ella. Siendo fuente de vida para todas las cosas, murió su vida humana, adquirida por propia voluntad, sin que por ello se secara la fuente de la vida. Su muerte destruyó la nuestra de un modo parecido a como el que sufre castigo por un ser querido libra a éste del castigo.

Así es como el hombre, un animal señalado por la “enfermendad original y el germen innato de la muerte”, un ser fatalmente inadecuado en su naturaleza, la cual, siendo mortal por necesidad, se empeña en no serlo, se sobrepuso a su propia naturaleza y la venció.

Por esto hubo de morir el Dios-Hombre. Si no hubiera sido así habría sido vana nuestra fe y nuestra predicación, como dice la Epístola a los corintios. “¿Qué utilidad habría en mi sangre, agrega el salmo 29,10, esto es, en el derramamiento de mi sangre, mientras desciendo, como por unos escalones de calamidades a la corrupción?”, como si se quisiera decir que no hay ninguna.

Las celebraciones de la próxima semana tienen el alto valor pedagógico de servir a los fieles como señal de que los padecimientos, muerte y resurrección de Cristo son la garantía de la resurrección integral de los hombres. Él mismo resucitó en su carne y en su sangre, pues pidió a quienes pensaron que era un espíritu cuando se les apareció que lo tocaran para comprobar que su cuerpo no era fantástico, sino real: “palpad y ved, porque un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo.

Un hombre no es hombre verdadero si es solo espíritu. Un ser tal no existe. Por eso su resurreción tiene que ser corporal o no es resurrección del hombre, sino de un espectro inexistente.

(Leído en La piquera, de Cope-Jerez el 28/03/2012)

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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