El ente en la filosofía de Aristóteles

Del origen y propósito de la filosofía aristotélica

Aristóteles, nacido en Estagira el año 384 antes de la venida de Cristo, de profesión médico por ascendencia paterna y por formación filósofo, floreció en la escuela del divino Platón, de quien fue discípulo aventajado y, no obstante, renovador audaz. Criado entre las ciencias naturales y los cuerpos vivientes, no tardó en inclinar su ingenio al estudio de la experiencia, más que a la contemplación de las formas eternas. Fue maestro de Alejandro, el macedonio que habría de conquistar el orbe, mas en su propia empresa filosófica prefirió conquistar el saber desde su raíz.

La filosofía que dejó escrita, por mano y por obra, brota en buena parte del combate entre la doctrina de su maestro y la perspicacia de su mirada sobre las cosas de este mundo. Porque Platón, ensimismado en el esplendor de las Ideas, despojó a la naturaleza —a la physis de los antiguos— de sustancia propia, haciéndola residuo, mera imagen de un modelo invisible. Esta posición, aunque noble en intención, desmerecía a juicio de Aristóteles, por cuanto dejaba sin alma al universo visible, reduciéndolo a sombra efímera de un cielo inteligible.

Pensó Aristóteles que tal negación de lo sensible equivalía a la ruina del filosofar mismo. ¿Cómo entender la naturaleza si no se le reconoce entidad propia? ¿Cómo estudiar el cambio, la generación, la corrupción, si sólo se admiten formas ideales que apenas tocan el mundo como reflejos en agua? La filosofía, dijo, debe comenzar por aquello que está a la vista, y sólo desde ahí remontarse a lo universal. Y si algo no puede negarse, es que el cambio existe, pues el ojo lo ve, la carne lo siente y la mente lo concibe.

Mas no bastaba corregir a Platón: era también preciso revisar a Parménides, quien al afirmar que el ser es uno e inmóvil, había desterrado la pluralidad y el devenir del ámbito de lo pensable. A esta tarea consagró Aristóteles su vigor intelectual: explicar cómo puede haber cambio sin que ello destruya el ser; cómo lo que es puede llegar a no serlo y, sin embargo, seguir siendo; cómo lo múltiple no aniquila la unidad, sino que la realiza por grados.

Fruto de este empeño fue un sistema tan rico en articulaciones como vasto en influencias, que habría de perdurar junto al de Platón y, con el tiempo, ejercer mayor dominio en las escuelas. Si aquel nos ofreció el modelo celeste del saber, Aristóteles nos dio su armazón terrestre, sin el cual ningún saber puede sostenerse.

La metafísica

Entre las obras que legó a la posteridad, hay una que por excelencia merece el nombre de ciencia primera: la que Andrónico de Rodas, editor escrupuloso del corpus aristotélico en el siglo I antes de nuestra era, colocó después de los tratados de física y llamó «Metafísica» —es decir, «lo que viene después de la física»[1]—. El nombre era accidental, pero el contenido no: allí se aborda el estudio del ser en cuanto ser, del ón heón, lo que es por excelencia y sin restricción.

Este ser, que los latinos tradujeron por ens, no tiene traducción exacta al castellano; sería menester forjar formas sustantivas como «siendo» o «siente», de uso poco feliz. Se mantiene pues la voz latina ente, por tradición y por conveniencia. Y este ente no es especie entre otras ni género sometido a diferencias, pues todo lo que existe, de alguna manera, participa de él. De ahí que no pueda definirse como se definen los demás: el ser se dice de muchos modos, pero con una analogía que los ordena.

En el libro IV de dicha obra, se dice que hay una ciencia que considera el ser en cuanto ser y sus atributos esenciales, sin recortar su campo como hacen las demás ciencias particulares[2]. La física, por ejemplo, estudia el ser en cuanto dotado de movimiento; la matemática, en cuanto abstracto y permanente; la teología, en cuanto supremo y perfecto. Pero la ciencia primera se ocupa del ente sin calificación alguna: es ciencia universal, ontología en sentido pleno.

Ahora bien, toda ciencia exige un principio, y el de la metafísica es el principio de no contradicción. Nada puede ser y no ser a la vez y en el mismo sentido. Esta proposición, que parece evidente, es también necesaria: quien la niega, destruye la posibilidad misma de pensar. Aristóteles la formula en dos modos: uno ontológico (“es imposible que el mismo ser sea y no sea a la vez”) y otro lógico (“es imposible que un mismo atributo convenga y no convenga simultáneamente a un mismo sujeto”)[3].

Sobre este principio descansa toda ciencia: sin él no hay definición posible, ni juicio coherente. Si decimos que el triángulo es un polígono de tres lados, entonces no puede no tener tres lados y seguir siendo triángulo. El ser, en cuanto ser, implica necesidad. Pero no toda necesidad es absoluta. Hay cosas que son siempre así, y otras que son así la mayor parte del tiempo. Las primeras se llaman sustancias; las segundas, accidentes. Y de ambas se ocupa la metafísica, pero priorizando las primeras, por ser fundamento de las otras.

De esta distinción brota también la clasificación de las ciencias. Las que tratan de lo necesario son la física, la matemática y la metafísica. Las que versan sobre lo contingente se dividen en prácticas (como la ética y la política) y productivas (como la arquitectura y las artes). Mas todas se ordenan, en última instancia, a la comprensión del ser.

El hilemorfismo

Ahora bien, si el ser se dice de muchos modos, hay uno que por su dignidad y necesidad reclama prioridad: el de la sustancia. Y la sustancia, para Aristóteles, no es ni pura forma ni pura materia, sino compuesta de ambas. Así nace la doctrina que la posteridad llamó hilemorfismo —de hylé, materia, y morphé, forma—[4].

Toda sustancia natural, dice nuestro autor, está sujeta al cambio. Nace, crece, decae, se corrompe. Pero para que haya cambio sin aniquilación, es menester que algo permanezca. Ese algo es la materia, principio de posibilidad, sustrato común de las formas que vienen y van. Pero la materia sola no es nada en acto; sólo se hace algo cuando recibe una forma. Por eso todo cambio implica tres cosas: lo que no se es aún (privación), lo que permite serlo (materia), y lo que finalmente se es (forma)[5].

Piénsese en el joven que ha de ser médico. No lo es aún: hay una privación. Pero posee la capacidad de llegar a serlo: hay materia. Cuando adquiere el arte, lo es efectivamente: hay forma. La sustancia es, pues, acto de un sujeto capaz. Y esa unión de potencia y acto, de materia y forma, constituye la esencia misma del ser natural.

De aquí se sigue que ningún ser sensible es enteramente estable: todo lo compuesto tiende a disolverse. Porque lo que ha sido unido puede ser separado. Sólo sería imperecedero lo que fuera forma pura, sin mezcla de materia: acto sin potencia, ser sin posibilidad. Pero eso, en la naturaleza, no se encuentra.

Y sin embargo, la materia nunca se agota: cuando algo desaparece, sus elementos entran en nuevas combinaciones. Se quema un leño y queda ceniza; se marchita una flor y sus jugos nutren otra. La materia, como posibilidad abierta, está siempre al acecho de una nueva forma. Y así se renueva el mundo.

Pero tampoco la forma existe separada, salvo en el pensamiento. En la realidad concreta, sólo existe el compuesto: materia informada, forma encarnada. No vemos formas puras ni materias sin determinar. Vemos casas, árboles, cuerpos vivos. Y cada uno de ellos es lo que es por su forma, pero sólo existe porque una materia la recibe.

Por eso la sustancia primera no es la forma, ni la materia, sino su compuesto. Este compuesto es el sujeto de los accidentes, el portador de las categorías. Y cuando el cambio afecta a la forma misma, decimos que una sustancia ha perecido y otra ha nacido.

Así, en el hilemorfismo, Aristóteles resuelve la antigua tensión entre lo uno y lo múltiple, entre el ser y el devenir. Muestra cómo el cambio no destruye el ser, sino que lo realiza por grados. Y da a la filosofía una clave para comprender el movimiento sin caer ni en el escepticismo heraclíteo ni en el inmovilismo parmenídeo.

Clases de movimiento y el alma

Toda naturaleza, dice Aristóteles, tiende a un fin. Nada ocurre sin causa ni se ordena al azar. Si el movimiento fuera fortuito, no habría regularidad en los procesos naturales. Pero la hay. Por tanto, todo ser natural actúa con vistas a un término, según su naturaleza y capacidad. Este principio finalista es central en la física aristotélica: el cambio no es mera alteración, sino despliegue hacia una forma determinada[6].

De aquí que no pueda admitirse una física puramente materialista, como la de Demócrito, que atribuía los cambios a choques fortuitos de átomos. Aristóteles sostiene que todo movimiento exige una causa formal, una finalidad intrínseca que guía la actualización de las potencias. Por eso distingue entre movimientos según el tipo de fin que persiguen y el principio que los origina.

Así, en el reino mineral, los cuerpos tienden a ocupar su lugar natural: la piedra cae, el fuego asciende. Este movimiento local es causado por una inclinación interna, aunque no consciente. En el reino vegetal, se añade el crecimiento, la nutrición y la reproducción: funciones que revelan un principio vital, una psiché vegetativa. En los animales, aparece además la sensibilidad, el deseo y el movimiento voluntario: facultades que presupone una psiché sensitiva.

Pero en el hombre, hay una dimensión más alta: la razón, el logos, capaz de deliberar, juzgar y conocer lo universal. El alma racional contiene las potencias de las otras, pero las supera por su capacidad de intencionar lo eterno. En el acto de pensar, el hombre toca lo divino, porque el objeto del pensamiento no es otra cosa que lo permanente e inmutable[7].

Así, el alma no es una sustancia separada ni un huésped del cuerpo, como pretendían los pitagóricos, sino la forma de un cuerpo natural que tiene vida en potencia. El alma es, por tanto, el acto primero de un cuerpo organizado[8][8]. No es un motor externo, sino principio inmanente de vida. Cada tipo de ser tiene su alma, conforme a su naturaleza: planta, animal u hombre.

Y las facultades del alma no están separadas realmente, sino sólo en la razón. Se distinguen por sus funciones, pero se unen en un sujeto. Como decía Aristóteles, no es el ojo el que ve, sino el hombre mediante el ojo.

El primer motor inmóvil

El mundo, en su admirable regularidad, no puede explicarse por sí solo. Aunque cada ser natural tenga en sí su principio de movimiento, este principio no basta para rendir cuenta del conjunto. Porque todo lo que se mueve, se mueve por otro, y si la cadena de causas motoras fuera infinita, nunca habría comenzado el movimiento. Es necesario, por tanto, admitir un primer motor inmóvil, causa última de todo movimiento, que no se mueve a su vez por nada[9].

Este motor, por ser inmóvil, no actúa como causa eficiente, como un empujón inicial, sino como causa final: es aquello que todo desea, el fin supremo hacia el cual tiende el universo. Y como fin, es acto puro, sin mezcla de potencia, sin cambio, sin deficiencia. No puede ser cuerpo, porque todo cuerpo tiene partes y, por tanto, potencialidades. Debe ser inmaterial, simple, eterno.

Mas si es acto puro, ¿en qué consiste? En pensamiento. Y no en cualquier pensamiento, sino en el más alto: el pensamiento de lo más perfecto. Pero lo más perfecto es él mismo. Por tanto, se piensa a sí mismo. Es pensamiento de pensamiento, intelección de intelección[10]. No conoce por pasos ni por razonamiento discursivo, sino en un solo acto eterno y perfecto. No hay en él diferencia entre el que entiende y lo entendido: es uno y el mismo.

Este ser, que Aristóteles llama Dios, no crea el mundo ni lo gobierna con providencia, como más tarde sostendrán los teólogos, pero lo mueve como el amado mueve al amante. Es causa final del cosmos, principio de orden, centro de atracción. Por él gira la esfera de las estrellas fijas, y por su influjo se organizan las esferas inferiores.

Así, el universo entero, con sus cielos eternos y su región sublunar corruptible, se ordena en torno a un principio puramente actual. El primer motor inmóvil es la cima del ser, la medida de toda perfección. Y en él culmina la filosofía primera, que comenzó preguntando por el ente en cuanto ente y concluye reconociendo que el más perfecto de los entes es un acto eterno de intelección.

Conclusión

Tal es, en compendio fiel, el edificio doctrinal que erigió Aristóteles, estagirita ilustre, sobre los cimientos del asombro filosófico y la experiencia del mundo. Con ojo atento a la naturaleza, pero sin abdicar del rigor lógico, quiso reconciliar el cambio con el ser, la multiplicidad con la unidad, el movimiento con la inteligibilidad. Donde Platón separaba radicalmente lo sensible y lo inteligible, Aristóteles los articuló por medio de la potencia y el acto, de la materia y la forma, del ente en sus múltiples acepciones.

Desde su metafísica, ciencia del ser en cuanto ser, que a la vez es ontología y teología, hasta su física, que reconoce fines y causas formales en las cosas naturales, pasando por su hilemorfismo y su doctrina de las categorías, todo en él busca un orden, una explicación, una unidad que no niega la diversidad, sino que la integra. Por eso no rehuyó la distinción entre sustancia y accidente, ni entre lo necesario y lo contingente, ni entre los modos diversos de ser que se predican analógicamente. Y al coronar su sistema con el primer motor inmóvil, acto puro, pensamiento pensante, dio término —no sin noble ambición— a la empresa de comprender el universo como un cosmos racionalmente inteligible[11].

Su filosofía no fue ni negación de la experiencia ni mero empirismo, sino un saber que, partiendo de lo que aparece, asciende a lo que permanece. No se contentó con señalar las sombras, sino que buscó las causas. Así, el pensamiento humano, al mirarse a sí mismo, descubre que su luz no le viene sólo de su propia lumbre, sino de aquello que todo lo mueve sin moverse: la suprema actualidad, el ser necesario, eterno, que no desea otra cosa sino conocerse a sí mismo, y en cuyo pensamiento resuena el orden del mundo.

Por esto la obra del Estagirita no es solo un sistema entre otros, sino una forma eminente de sabiduría, donde el entendimiento se ejercita según su naturaleza más alta y donde el hombre —animal racional y político— encuentra la vía para contemplar lo divino y regir lo humano. Tal fue el intento del Filósofo, como lo llamarán las edades futuras: dar razón de lo que es, y hacerlo con la fidelidad del observador y la precisión del geómetra, pero también con la elevación de quien sabe que la verdad no se opone a la belleza ni el conocimiento al asombro.


[1] Andrónico de Rodas, según relata Diógenes Laercio (Vidas y opiniones de los filósofos ilustres, V, 1), agrupó los tratados aristotélicos y colocó los libros sobre el ser tras los de física, de donde vino el nombre metafísica.

[2] Aristóteles, Metafísica, IV, 1, 1003a21-24.

[3] Ibid., IV, 3, 1005b19-24. Cf. también Metafísica, Gamma.

[4] El término hilemorfismo no es de Aristóteles, sino de la escolástica medieval, que sistematizó su doctrina en latín técnico. Véase Tomás de Aquino, De ente et essentia, cap. 2.

[5] Aristóteles, Metafísica, IX, 7, 1049a1-25; Física, I, 7, 190a13-23.

[6] Aristóteles, Física, II, 8, 199a8-32.

[7] Aristóteles, De anima, III, 4, 429a18-24..

[8] Ibid., II, 1, 412a20-21.

[9] Aristóteles, Física, VIII, 5, 257a10-25.

[10] Aristóteles, Metafísica, XII, 6-7.

[11] Véase Metafísica, XII, 10, 1075a11–1076a4; cf. Tomás de Aquino, In Metaphysicam Aristotelis, lib. XII, lect. 11.

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Cosas y conceptos, según Platón

Aunque a muchos parezca cosa de su mero entender y juicio lo que piensan y conciben, no por eso dejan los conceptos de estar firmemente encajados en un orden que excede a la mente humana. Y fue Platón, entre los antiguos, el primero que entendió que no se puede alcanzar el orden del mundo sin antes haber esclarecido los movimientos y leyes de la razón[1]. Porque, como decía, más importa indagar cómo pensamos que saber qué pensamos, pues lo uno es principio de lo otro.

No quiso Platón seguir el camino de Tales y de otros físicos antiguos[2], los cuales, sin reparar en la contradicción, intentaron sacar la multitud de las cosas de una sola, como si fuera lícito pasar sin más de la unidad a la pluralidad, siendo ambas contrarias y no mediando razón que lo permita. Pusieron, pues, la física antes que la lógica, lo cual juzgó Platón gran yerro, y por tanto ordenó que se empezase por la lógica, esto es, por los conceptos, que permanecen estables aun cuando las cosas muden[3].

Porque un concepto bien formado contiene en sí el ser determinado de la cosa. Así, si decimos que el triángulo es un polígono de tres lados, comenzamos por señalar el género, polígono, que comprende no sólo triángulos, sino también cuadrados, pentágonos y otros. Mas, añadiendo la diferencia específica, tres lados, excluimos los demás y llegamos al concepto propio, el cual no se muda aunque se dibujen mil triángulos diversos[4].

De esta suerte, el verdadero saber de una cosa se alcanza partiendo de un universal más alto y añadiéndole lo que le es propio, lo cual engendra la especie, esto es, la naturaleza o esencia de lo tratado. Y este concepto permanece firme, aunque los individuos que lo encarnan pasen y muden[5].

De un lado está, pues, el universal, el concepto de triángulo, y del otro los triángulos particulares que se ven en las pizarras, en las señales de caminos o en las artes. ¿Dónde está el ser del triángulo: en el universal o en lo particular?

En el universal, responde Platón sin vacilar[6]. Y añade que no es éste una mera abstracción de la mente, sino una entidad verdadera, sin la cual no podría hacerse juicio alguno[7]. Porque todo juicio supone aplicar un universal a un caso particular; y si no hay universales verdaderos, no podrá decirse que el triángulo es un polígono ni que el hombre es un animal ni que el tigre es felino. Suprimido el universal, nada quedará que decir ni que entender. El universal da, pues, el ser a los particulares.

Sirva la geometría de ejemplo para entender lo dicho. Cuando decimos que ciertos objetos son circulares, lo hacemos por la semejanza que guardan con la forma de círculo, pero esta forma no se halla entre ellos. Así tampoco se halla en la naturaleza forma perfecta de esfera, de línea recta o de cilindro. Y si sólo existiesen tales cosas imperfectas, la geometría carecería de objeto[8]. Mas un saber sin objeto es saber vano. Así, forzoso es admitir que existen las formas perfectas, que no son sensibles, sino inteligibles[9].

Estas formas, que Platón llama Ideas, no son los particulares, sino aquello por lo cual los particulares pueden ser conocidos. Ellas fundan la necesidad que hay en toda definición verdadera[10]. No se podrá decir con verdad qué es el triángulo si se atiende solamente a los triángulos que se ven, pues éstos nunca alcanzan la perfección de la Idea. El mundo natural, sujeto al devenir, no alcanza la plenitud del ser. Sólo aquello que es necesario, inmutable, siempre idéntico a sí, merece el nombre de ente en sentido propio. Las cosas mudables que se nos ofrecen en los sentidos habitan el tiempo y el espacio; las Ideas, en cambio, están fuera de ambos, pues su naturaleza es fija, determinada y sin mezcla[11].

Estas Ideas son, en verdad, la esencia de las cosas[12]. Y como cada grado del ser depende de otro superior, es menester que haya un término último que no dependa de otro, sino que sea por sí y en sí. Si no lo hubiera, nos perderíamos en una cadena infinita sin fundamento, y ningún juicio sería posible[13]. A este término último Platón lo llama la Idea del Bien, que es el ser en su grado sumo y absoluto, principio de todo entendimiento y medida de toda realidad[14].

De ella reciben todas las cosas su ser y su posibilidad de ser conocidas. Pero el Ser mismo, según Platón, no tiene esencia como los otros, ni existe como los demás, sino que trasciende a todos[15]. No es un ente entre los entes, sino su principio y su raíz.


[1] V. Fedón, 96a–100b; República, VI, 509d–511e.

[2] Tales de Mileto propuso que todo era agua (Aristóteles, Metafísica, I, 3, 983b).

[3] Platón discute la prioridad de los conceptos sobre las cosas sensibles en Fedón, 65d–66a.

[4] La división conceptual que se propone sigue el método dialéctico desarrollado por Platón en Sofista y Político.

[5] V. República, VII, 518c–520a, donde se contrapone el mundo inteligible al mundo visible.

[6] Fedón, 74a–e: “las cosas bellas participan de la Belleza en sí”.

[7] Parménides, 132d–134e, donde se examina la necesidad ontológica del universal para que sea posible la predicación.

[8] Fedón, 73a–d; República, VII, 527a–530c.

[9] Fedón, 78d–79a; República, VI, 510e–511b.

[10] Cratilo, 389a–c; Menón, 72c–76e.

[11] Timeo, 27d–29d, donde se describe el mundo sensible como copia de un modelo inteligible.

[12] Fedro, 247c–d: las Ideas son “lo que verdaderamente es

[13] Parménides, 132b–135b. Esta objeción está tratada también en Aristóteles, Metafísica, I, 9.

[14] República, VI, 509a–511e: la Idea del Bien como causa del ser y del conocer.

[15] República, VII, 517b: el Bien está “más allá del ser, superándolo en dignidad y poder”.

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Del ser y del no ser, y de cómo Parménides impugnó a Heráclito y a la común opinión de los hombres

Parménides, varón de agudo ingenio y no menor severidad en el juzgar, contradijo a los sabios que le precedieron, y entre todos a Heráclito, que afirmaba que todo cuanto es, muda y se transforma. Mas Parménides, buscando asentarse sobre principios firmes e inconcusos, no consintió tal sentencia, pues vio que en ella se encerraba contradicción manifiesta e intolerable al entendimiento recto.

Porque si el ser es mudanza, y mudarse es dejar de ser lo que se es para comenzar a ser lo que no se es, síguese que en todo cambio se da que el ser no es, lo cual repugna al sentido primero y más universal del entendimiento. Si lo que es deja de ser, es porque ya no es; y si comienza a ser otra cosa, es porque antes no era eso otro. De manera que, al admitir el cambio como naturaleza del ser, se afirma a un tiempo que el ser es y no es, lo cual es absurdo y contrario a razón.

Estableció, pues, Parménides un principio segurísimo y sin tacha: que el ser es y no puede no ser, y que el no ser no es y no puede ser. Esta sentencia no puede ser violentada por ninguna hipótesis, pues es fundamento de todo discurrir humano. El pensamiento no puede concebir sino lo que es; y querer pensar el no ser es no pensar en absoluto, pues pensar es pensar algo, y el no ser no es algo, sino nada.

Propuso, pues, tres caminos al entendimiento:

El primero, que es el del ser, afirmando que solo el ser es y puede ser pensado.
El segundo, que es el del no ser, que queda vedado por la misma razón.
El tercero, que pretende juntar el ser con el no ser, lo cual ni la mente ni el habla pueden soportar, pues entre ser y no ser no hay medio ni término intermedio. Tertium non datur, decían los antiguos.

Así, rechazado el tercero por imposible, y el segundo por contradictorio, queda solo el primero como digno de asentimiento.

Parménides razonaba así: si afirmamos que algo no es, no decimos nada inteligible, a no ser que con tal negación señalemos otra afirmación. Decir que algo no es agua, no es vino, no es ave ni número par, no es sino indicar que es tierra, aceite, gato o número impar. Toda negación presupone alguna afirmación. Por tanto, el hablar del no ser no es hablar propiamente, sino abusar del habla; y el pensar en el no ser, no es pensar, sino vaciar el pensamiento de objeto. De ahí que Parménides concluyese: ser y pensar son lo mismo, pues solo lo que es puede ser pensado.

De esto se siguen estas necesarias consecuencias:

Primera. Si se dijere del ser que fue o que será, y no simplemente que es, se estaría admitiendo que hubo tiempo en que no era, o tiempo en que aún no es, lo cual lo hace depender del no ser, lo que ya se vio ser imposible. Luego el ser es sin tiempo, presente eterno, instante que no corre, perfección sin mudanza. El tiempo, propiamente hablando, no le toca.

Segunda. Fuera del ser no puede haber cosa alguna. Si se dijere que hay algo fuera de él, sería o ser o no ser. Si es ser, ya está contenido en él. Si no es ser, entonces no es nada. Luego el ser es único, sin segundo.

Tercera. El cambio se da cuando lo que es se transforma en otro. Pero ¿en qué podría transformarse el ser? ¿En otro ser? No, pues ya es. ¿En no ser? Imposible. Luego el cambio es ilusión, no realidad.

Cuarta. Lo limitado es aquello que halla otro que lo contiene o lo excluye. Pero el ser no puede hallar fuera de sí nada que lo limite, pues nada hay fuera de él. Lo que no es no puede limitar lo que es. Luego el ser es sin límite, entero, perfecto, uno.

De esta manera dejó sentado Parménides, con rigor y sin concesión a los sentidos ni al vulgo, que el ser es eterno, uno, inmóvil e ilimitado. Y, lo que es más, que tales atributos no fueron afirmados a la ventura, sino por vía de reducción al absurdo, mostrando que todo cuanto se niega del ser conduce a contradicción.

Dirá alguno que tal doctrina se aparta de la vida y la experiencia; y así es. Porque, como decía el filósofo, los sentidos engañan, y el común de los hombres, que vive por ellos, ve mil cosas que vienen y van, que nacen y mueren, que mudan sin cesar. Mas esto, para Parménides, no es más que apariencia y confusión. La verdad está fuera del teatro del mundo sensible. Allí todo es mezcla de ser y no ser, de verdad y de engaño. Por eso los hombres, atrapados entre lo que ven y lo que piensan, son como aquellos de dos cabezas, que miran con una a lo contrario de lo que con la otra contemplan.

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De si hay algo que verdaderamente sea

Lo primero que se pregunta el filósofo cuando pone mano a su arte y comienza a discurrir es si hay algo que verdaderamente exista y que tenga ser tal que se pueda conocer qué es. Y aunque a muchos tal pregunta les parezca necia, como si fuese desatino propio de hombre desvariado y falto de juicio, no por eso se ha de dejar de considerar con gravedad. Porque, dirán algunos: ¿Cómo puede dudarse de que hay cosas reales, estando como estamos rodeados de montes, de ríos, de ganados, de árboles, de personas, casas y otras mil cosas que a cada paso vemos y tocamos? ¿Es esto tiempo de preguntar si hay algo? ¿No basta abrir los ojos para saber que lo hay?

Pero sucede que el filósofo no se contenta con ver que hay cosas, sino que quiere saber qué son, y si son de verdad, o si acaso su ser es prestado y no propio, como el resplandor de la luna, que no es suyo, sino que lo recibe del sol. Porque bien pudiera ser que muchas de las cosas que vemos sean, en realidad, cosas compuestas, hechas de otras más primeras, y que su ser les venga de aquellas. Y si es así, razón será juzgar que no todas las cosas son reales del mismo modo, sino que unas lo son en plenitud y otras por participación, como el discípulo que sabe porque el maestro le enseñó.

Y por esto se ha de considerar que unas cosas preceden y otras siguen; unas son origen y otras derivación. Así como enseña la física que todos los cuerpos están compuestos de ciertos principios llamados átomos, así también en la filosofía se busca si hay algo primero, simple y no compuesto, de lo cual proceda lo demás. Y si así fuere, habremos de decir que aquello primero es lo verdaderamente real, y que lo demás no es sino apariencia de ser.

Esto mismo pensó el primero de los filósofos de quien se tiene memoria, que fue Tales de Mileto, el cual dijo que el agua es el principio de todas las cosas, y que todo lo que hay no es otra cosa que agua mudada de forma. Que el río, la piedra, la bestia, el hombre y el árbol no son sino agua transformada en esta o en aquella figura. Y así como para Tales todo es agua, hay hoy quien dice que todo es materia, o que todo es química, sin saber que en esto no hacen sino repetir la doctrina del sabio de Mileto.

Mas no todos los filósofos estuvieron conformes con él. Heráclito de Éfeso, varón agudo y profundo, vio que cada uno afirmaba una cosa: Tales decía que era el agua; Anaximandro, que era algo sin determinación, a lo cual llamó ápeiron; Anaxímenes, que era el aire; los pitagóricos, que era el número. Y él, como más sutil, vino a decir que todos tenían parte de razón y ninguno la tenía del todo; pues ninguna cosa permanece siendo lo que es, sino que todas mudan y se hacen otras. Y así como el humo se desvanece o el río corre sin detenerse, así también todas las cosas pasan. No es el ser lo que hay, sino el devenir. No hay cosa que sea, sino que todo va siendo. Y así pronunció su sentencia: “Todo fluye, nada permanece”.

Y cosa semejante dijo San Agustín cuando quiso entender qué cosa sea el tiempo. En el libro undécimo de sus Confesiones, capítulo catorce, declara que el tiempo se divide en pasado, presente y futuro. Mas el pasado ya no es, porque si fuese, sería presente; y el futuro aún no es, porque si fuese, también sería presente. El uno está solo en la memoria, y el otro en la imaginación. De modo que no tienen ser fuera de nuestra alma. Solo el presente parece tener algo de ser, y aun éste huye de nuestras manos, porque en cuanto se dice “ahora”, ya es “entonces”. Y concluye que el tiempo es ser que tiende a no ser, o no-ser disfrazado de ser.

Y así como para San Agustín es el tiempo, así para Heráclito es toda la realidad: cosa que se desvanece, que nunca se fija ni se asienta, como sombra que se estira en el suelo al pasar el día. Y si esto se entiende bien, vendrá el lector a entender también por qué el filósofo, cuando comienza a filosofar, no pregunta si hay cosas, sino si hay algo que sea de veras, sin mezcla de mudanza ni apariencia. Y en esto está toda la sabiduría.

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Dad una oportunidad a la guerra

En julio de 1999, Edward N. Luttwak publicó en la revista Foreign Affairs un artículo de título provocador: Give War a Chance («Dale una oportunidad a la guerra»). Su tesis, audaz y desconcertante a primera vista, sostiene que la intervención humanitaria o diplomática prematura en los conflictos armados puede, lejos de resolverlos, perpetuarlos. Desde una visión netamente realista y despojada de sentimentalismos, Luttwak aboga por dejar que ciertos conflictos lleguen a su desenlace natural, aunque esto implique permitir la continuidad de la violencia durante un tiempo. El autor argumenta que sólo una victoria definitiva puede imponer una paz verdadera, mientras que las treguas impuestas desde fuera a menudo congelan tensiones y prolongan el sufrimiento.

El autor parte de una constatación histórica: muchas guerras han terminado de modo estable solo cuando una de las partes ha sido completamente derrotada (como sucedió con la victoria del ejército de Franco en el año 1939, una vez aniquilada toda la capacidad militar del enemigo; ese año se instauró una paz que dura hasta el presente -86 años-, pese a que algunos pretenden ahora reivindicar a los vencidos). La intervención internacional, con fines humanitarios o diplomáticos, detiene los combates, pero no resuelve las causas profundas del conflicto. Al interrumpir la lógica interna de la guerra, estas intervenciones impiden que se consolide una nueva estructura de poder que pueda garantizar el orden. Así, las treguas impuestas suelen derivar en conflictos congelados o en reanudaciones esporádicas de la violencia.

El caso de Bosnia es un ejemplo paradigmático. La intervención occidental detuvo la guerra, pero dejó intactas las tensiones étnicas y religiosas. No hubo un vencedor ni una paz verdadera, sino una suerte de equilibrio forzado. Para Luttwak, este tipo de soluciones superficiales prolongan el sufrimiento y hacen ilusoria la paz.

Desde esta perspectiva, la guerra es vista como un proceso violento, sí, pero necesario en ciertos casos para llegar a un nuevo orden. En consecuencia, propone una suerte de «realismo moral»: antes que condenar la guerra por principio, debemos considerar cuál es el desenlace más estable y duradero para los pueblos implicados.

Luttwak representa una voz clara del realismo político contemporáneo. La tradición clásica (Platón, Aristóteles, santo Tomás, etc.) no niega que haya guerras necesarias, pero exige siempre que estas sean ordenadas a la paz verdadera, no al dominio o al equilibrio del miedo. La guerra, si ha de ser justa, debe ser el último recurso, y su curso debe ser limitado por principios racionales y morales.

Luttwak no tiene en cuenta la justicia ni la “paz verdadera”. En su lugar, pone sobre la mesa una verdad incómoda: que muchas veces la paz superficial es peor que la guerra decidida. Su diagnóstico prescinde de consideraciones sobre lo bueno o lo malo. Su denuncia del fracaso de ciertas formas de intervencionismo occidental es certera y pone de relieve los errores de un pacifismo superficial.

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Mosca: las oligarquías

Entender la realidad política observando el oleaje diario es tarea imposible, porque los movimientos profundos permanecen ocultos. Entenderla con los conceptos otorgados por las ideologías de los que contienden por el poder no es otra cosa que apoyar uno mismo sus intereses sin participar de sus ganancias. Para ir tras la verdad efectiva de la cosa hay que fijar la mirada en otro lado.

Es preferible, con mucho, hacer uso de los conceptos elaborados por Gaetano Mosca (1858-1941), jurista, politólogo e historiador italiano, una figura clave de la teoría elitista del poder. Su obra, Elementi di Scienza Politica (1896), expone su teoría de la clase política, que se inserta en una tradición sociológica que enfatiza la inevitabilidad del gobierno de las oligarquías.

La tesis central de Mosca es que, en cualquier sociedad organizada, el poder no es ni puede ser ejercido por el pueblo en su conjunto, sino por una minoría organizada que él denomina “clase política”. Esta minoría, por su cohesión, disciplina y acceso a los recursos, domina a la mayoría desorganizada y dispersa. Las ideas democráticas yerran en este punto, porque la igualdad política es una ilusión: en toda sociedad, incluso en aquellas con regímenes democráticos, pues también en éstas el poder está siempre en manos de un grupo reducido de individuos, de una oligarquía.

Esta oligarquía, o “clase política” es el grupo reducido que gobierna sobre la mayoría y que posee el monopolio de las decisiones estratégicas en la sociedad. Según Mosca, esta clase se distingue por tres factores principales.

En primer lugar, por su capacidad organizativa, que le permite mantenerse en el poder y ejercer el control sobre las instituciones. En contraste con ella, la mayoría de la población es una masa desorganizada e incapaz de tomar decisiones.

En segundo lugar, por su acceso privilegiado a los recursos, tanto económicos como ideológicos y militares. Las oligarquías dominan una gran cantidad de medios económicos, sobre todo en las democracias de masas, en las que una mitad de los recursos del país están en sus manos. Dominan también una parte considerable de los medios de comunicación. Y tienen el mando efectivo sobre la milicia y la policía.

En tercer lugar, por su capacidad para legitimarse, creando sistemas de justificación del poder que refuercen su autoridad. Entre estos sistemas, destaca el ideológico.

La estructura de dominación de las oligarquías permanece inalterable a través del tiempo, no que no quiere decir que se perpetúen los mismos individuos ni los mismos grupos. Antes al contrario, el sistema está en constante transformación: nuevas élites pueden emerger y reemplazar a las anteriores.

Las élites no son estáticas. Con el tiempo, la clase política se renueva, ya sea por la cooptación de nuevos miembros o por desplazamientos internos. No obstante, el sistema de poder no cambia en su esencia: simplemente se sustituyen unas élites por otras. Esto anticipa, en cierto sentido, la teoría de la circulación de las élites de Vilfredo Pareto, otro de los grandes teóricos elitistas.

Para Mosca, las élites no gobiernan sólo ni principalmente mediante la fuerza. El dominio por la violencia es débil en realidad. Necesitan legitimarse a través de ideologías y sistemas de creencias que justifiquen su dominio. Cada sistema político cuenta con una fórmula política, una doctrina o ideología que legitima el poder de la clase dominante y hace que su dominio sea aceptado por las masas. Estas fórmulas pueden variar según la época: en las monarquías absolutas era el derecho divino de los reyes; en las democracias modernas, la soberanía popular.

De todo esto deriva un profundo escepticismo respecto a la democracia en su sentido idealista. Aunque las instituciones democráticas permitan cierta movilidad dentro de la clase política, la dominación de una minoría sobre la mayoría es también inevitable en este régimen. En cuanto al socialismo, fue en tiempo de Mosca una nueva forma de justificación del poder, donde una nueva élite burocrática sustituye a la antigua aristocracia, pero, por mucho que predicara la igualdad política y económica, la realidad es que no alteró, sino que fortaleció, la estructura oligárquica de la sociedad.

La teoría de Mosca ha sido clave para el desarrollo del pensamiento político contemporáneo. Su concepto de la clase política influyó en autores como Robert Michels, que formuló la ley de hierro de la oligarquía, y en la teoría elitista moderna de autores como Joseph Schumpeter. Además, su perspectiva ha sido utilizada en el análisis de regímenes autoritarios y democráticos, mostrando que, incluso en las sociedades más abiertas, el poder tiende a concentrarse en manos de una minoría.

En conclusión, Mosca desmonta el mito de la soberanía popular y muestra que la estructura de poder en las sociedades humanas está dominada por minorías organizadas. Su teoría de la clase política sigue vigente en el análisis del funcionamiento de los sistemas políticos modernos, desde las democracias representativas hasta los regímenes autoritarios.

He aquí, pues, un buen punto de partida para el análisis y comprensión de fenómenos políticos acaecidos en el pasado y que están produciéndose en el presente. Teniendo en cuenta los escritos de Mosca, Michels, Pareto, Schumpeter, Negro Pavón y otros, es posible descubrir los movimientos reales y tener como aparentes los aparentes.

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