Epaminondas y la izquierda

El día seis de julio del 371 a. C. se enfrentaron Tebas y Esparta en Leuctra, de Beocia. Todas las batallas hoplíticas se libraban disponiendo una falange de entre ocho doce filas de profundidad. La falange avanzaba en formación cerrada y compacta para causar el mayor impacto posible sobre el ejército enemigo. Cada guerrero llevaba su lanza en la mano derecha y su escudo en la izquierda, lo que hacía que buscara la protección del escudo de su compañero derecho. Conocedores de esta tendencia, los capitanes colocaban a sus mejores tropas en el ala derecha y a las más débiles a la izquierda.

Epaminondas, el estratega tebano, actuó al revés. Dispuso que su caballería y su mejor infantería se colocaran en el ala izquierda y las lanzó contra el ala derecha del enemigo. Su centro y su derecha, más débiles, retrocedían a cada embestida espartana de tal manera que se iban colocando más a la derecha y en la retaguardia de la avanzada principal, formando una línea oblicua.

El resultado de aquella táctica novedosa fue que el ejército espartano fue barrido y Epaminondas se alzó con la victoria.

Más que la victoria, quiero resaltar que Epaminondas transgredió un principio sagrado: el mayor honor y nobleza de la derecha sobre la izquierda. El historiador Pierre Vidal-Naquet así lo constata. Según él, el general tebano triunfó en la batalla porque recurrió a un poder ilegítimo, el de juntar sus mejores tropas en el flanco izquierdo, despreciando la tradición.

La oposición entre la derecha y la izquierda es una relación política desde hace muy poco tiempo. Es metafísica, cosmológica, antropológica, biológica, histórica, teológica, etc. Sólo desde hace unos doscientos años es política. En las tribus primitivas, en Roma y Grecia, en China, Egipto y otras civilizaciones ha significado el orden frente al caos, el bien frente al mal.

He aquí una simple muestra, extraída del Corán, publicado por la Editora Nacional en 1979 (56, 1-56; 69, 13-37), sobre la salvación y la condenación de los hombres al final de los tiempos:

Los de la derecha —¿qué son los de la derecha?— estarán entre azufaifos sin espinas y liños de acacias, en una extensa sombra, cerca de agua corriente y abundante fruta, inagotable y permitida, en lechos elevados…

Nosotros las hemos formado de manera especial y hecho vírgenes, afectuosas, de una misma edad, para los de la derecha…

Los de la izquierda —¿qué son los de la izquierda?— estarán expuestos a un viento abrasador, en agua hirviente, a la sombra de un humo negro, ni fresca ni agradable.

La oposición adquirió carta de naturaleza política a finales de junio de 1789. El año anterior casi no había habido cosecha. En aquel tiempo se empleaba más del 90% del salario medio sólo en la compra de pan. La causa del hambre fue la meteorología, pero se pensó en causas no naturales, que los mesías políticos, de reciente aparición, tales como Robespierre, Danton, Saint-Just, excitaron, culpando a los malignos acaparadores y a los funcionarios del rey y de los municipios. Apareció la promesa fulgurante: en una nueva Europa habrá felicidad y abundancia. Cuando la promesa de ese futuro encontró años más tarde un presente negro, apareció, como suele acontecer, el tirano Napoleón, que remedió en parte la quiebra de la República con sus guerras de rapiña.

Es una constante de la historia: una revolución es siempre la antesala del despotismo.

La Revolución de 1798, mito fundante del tiempo político, dio origen al carácter sacro de la izquierda. El motivo fue baladí. A fines de junio de 1789, con el fin de ordenar los asientos de los miembros de la Asamblea, se asignó a los partidarios de la reina, defensores de la tradición, el lado derecho de la presidencia, y a los partidarios del Palais Royal, defensores del nuevo orden y del progreso, la izquierda.

Fue un hecho insignificante, pero marcó el rumbo de la era que empezaba, signada por los mesianismos de la igualdad y el progreso, es decir, por las ideologías, un término acuñado precisamente por Napoleón. El concepto de izquierda adquirió categoría universal, significando el bien frente al mal. Han pasado dos siglos y los políticos, artistas, intelectuales, filósofos y gentes del común están convencidos de que lo honorable es ser de izquierdas, un simbolismo que al comienzo carecía de interés, pero que se ha convertido en el mejor exponente del enorme atractivo que sigue ejerciendo la Revolución Francesa, alterando un valor arraigado en lo más profundo del género humano. Es probable que nunca haya habido un cambio similar.

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El proceso de Galileo

Un 22 de junio, como hoy, pero de 1633, se dictó sentencia condenatoria contra Galileo. Ha llegado a ser el “caso Galileo”, una prueba, según muchos, de la oposición entre la ciencia empírica y la fe católica. Los marxistas, llevados de su peculiar filosofía de la historia, vieron en él un efecto de la lucha de clases y el punto de no retorno en la desaparición del cristianismo, iniciada por el copernicanismo.

Lo cierto es que Galileo fue siempre un católico piadoso y que Copérnico era canónigo. También es cierto que la condena no fue el fin de las investigaciones del primero; ni siquiera las entorpeció. 

Copérnico no pensó que el Sol fuera el centro del sistema solar. En su construcción teórica era una hipótesis, que, una vez aceptada en calidad de hipótesis, simplificaba los cálculos que había que hacer para conocer las posiciones, velocidades y trayectorias de los planetas, cosa que ya se venía haciendo con pulcritud siguiendo la construcción ptolemaica, que fue, en verdad, una de las más altas cumbres del intelecto humano.

La propuesta de Copérnico fue quizá el primer ejemplo de positivismo de la ciencia y la filosofía modernas. Los matemáticos la aceptaron en cuanto la conocieron. ¿Qué importa si el Sol está realmente en el centro o no lo está? Lo que importa es calcular de la manera más simple posible. Abandono de la realidad en aras del cálculo. En eso consistió la propuesta. 

No obstante, cabe pensar que Copérnico sí pensó que su modelo correspondía a la realidad, pese a que en el prólogo de su libro advertía de su carácter hipotético, un prólogo escrito por Osiander, su editor. Pero si lo pensó fue por motivos místicos más que matemáticos. Puesto que era pitagórico, debió pensar que al astro rey le corresponde el lugar más digno del sistema y a los demás girar alrededor de él, como cuerpos celestes de inferior categoría y nobleza.

Galileo abandonó la hipótesis, se convenció de la realidad del copernicanismo y no tuvo en cuenta ninguna idea mística. Eso sucedió de forma evidente hacia el año 1610, cuando habían transcurrido más de sesenta años desde la publicación de De revolutionibus orbium coelestium, de Copérnico, en 1543. Él no disponía de pruebas indiscutibles a favor, pero sí las tenía contra el anterior sistema aristotélico-ptolemaico.

El copernicanismo estaba, y está, en contra de la experiencia. Nadie nota que el suelo se mueve y todos comprueban día a día que el Sol se mueve, de modo que la concepción de Galileo iba contra la experiencia. Lo cual no es un argumento contra él, sino una prueba de la grandeza de su sistema físico y, de paso, una muestra de que no es la experiencia directa lo que guía a la ciencia.

Fue entonces cuando levantó sospechas. En 1615 fue denunciado ante el Santo Oficio de Roma, cuyos procedimientos eran secretos. Se trataba del derecho inquisitorial, anterior al de ahora, que es garantista. El juez que juzgaba era el mismo que iniciaba la instrucción, lo cual, según se piensa hoy con acierto, viciaba el proceso. Ahora bien, quien descalifique este procedimiento comparándolo con el actual, debe pensar que es como si descalificara el viaje de las carabelas de Colón, que duró varios meses, comparándolo con un viaje intercontinental en un avión de Iberia, que dura menos de diez horas y es incomparablemente menos incómodo.

A pesar del secreto, Galileo conoció la acusación que se le hacía y fue a Roma con el fin de impedir la condena del copernicanismo. Vano empeño, pues consiguió lo contrario. Se pidió un dictamen a once teólogos y los once coincidieron en que es absurdo y contrario a la fe cristiana creer que el Sol es el centro inmóvil del mundo y que la Tierra se mueve. Tal dictamen no fue un acto del Magisterio. El 26 de febrero de 1616, Roberto Belarmino, jesuita, cardenal, arzobispo e inquisidor, llamado ‘martillo de herejes’ por su defensa de la fe católica en los tiempos convulsos de la reforma luterana y la Guerra de los Treinta Años, que colaboró en el Ratio Studiorum o plan de estudios de la Compañía, cuyos libros, junto con los de Francisco Suárez, ordenaron quemar los reyes de Francia e Inglaterra en la plaza pública de París y Londres por negar el derecho divino de los reyes, que fue nombrado doctor de la Iglesia en 1931 y cuyo nombre da título a una cátedra cardenalicia desde Pablo VI, siendo titular de la misma Jorge Mario Bergoglio, también jesuita, elegido Papa en 2013; Roberto Belarmino, digo, dio una amonestación privada, pero oficial, a Galileo el 5 de marzo de ese año 1616, instándole a dejar el copernicanismo como realidad. El libro de Copérnico fue prohibido ese mismo año. Galileo obedeció.

Siete años más tarde, en 1623, Urbano VIII, admirador y amigo de Galileo, fue nombrado Papa. Galileo se confió y publicó nueve años más tarde su Diálogo sobre los dos grandes sistemas del mundo. Los dos grandes sistemas eran el ptolemaico y el copernicano. En el libro discutían tres individuos: Simplicio, un aristotélico defensor del geocentrismo, Salviati, un copernicano, y Sagredo, el moderador. Galileo fue acusado por este libro de faltar a su promesa de 1616, aunque no estaba claro que él se inclinara por el heliocentrismo; quizá fue justamente por eso, porque no estaba claro. Que el personaje llamado Simplicio, que siempre queda mal en el libro, pareciera representar al Papa no debió ayudarle mucho y menos aún el propio nombre, pues parecía tacharlo de simple.

Hay quienes dicen que la promesa de 1616 no existió, pero el mismo acusado deja constancia de ella cuando, el 12 de abril de 1633, dijo en un interrogatorio que Belarmino le había informado de que la opinión de Copérnico sólo se podía sostener como hipótesis, tal como había hecho el mismo Copérnico, y que de ninguna manera podía sostenerse como realidad de las cosas. En junio, el día 22, se dictó sentencia, Galileo fue condenado y tuvo que leer su retractación ante el tribunal. Dicho sea de paso: no es verdad que al acabar su lectura dijera por lo bajo: eppur si muove (“a pesar de todo se mueve”) Esto es una leyenda que nació unos cincuenta años más tarde, cuando ya se estaba gestando el mito.

No fue condenado a muerte, ni quemado por la Inquisición, ni sufrió tortura o cárcel. Murió de muerte natural a los 78 años. Fue, sí, condenado a prisión, pero no entró en ella ni antes ni después del juicio. Al llegar a Roma se alojó en el Palazzo Firenze, mansión del embajador de Toscana, que existe en la actualidad. Durante la celebración del juicio ocupó las habitaciones de un oficial del tribunal y se le llevaba diariamente la comida desde la embajada de Toscana. La condena a prisión fue conmutada por arresto domiciliario, que cumplió en la Villa Medici, una de las mejores villas actuales de Roma, que también era propiedad del gran duque de Toscana. Luego se trasladó al domicilio de Ascasio Piccolomini, arzobispo de Siena y gran amigo suyo, más tarde a Siena y, por último, a Gioiello, en Florencia, donde siguió trabajando. A esta última época pertenece su Discursos y demostraciones en torno a dos nuevas ciencias, que publicó en 1638 y es su obra más importante.

No sufrió tortura ni cárcel, pero sí graves inconvenientes. Ir a Roma con sesenta y nueve años para ser juzgado no era, desde luego, un buen trato. Es seguro que Galileo sufrió. Llegó a estar muy desmejorado, aunque se pudo recuperar. Sobre él no se descargaron los severos métodos judiciales propios de la época.

Aquel juicio no debió celebrarse. ¿Por qué se hizo? El proceso podría haberse evitado, pues la Iglesia admite que el texto bíblico, contra alguna parte del cual podría entenderse que atentaba el copernicanismo, debe interpretarse según la cuestión que se esté tratando y porque Dios no pretende desvelar conclusiones de la ciencia antes de que ella las descubra por sus propios medios. Eso lo sabía bien el propio Galileo, que, en carta de 1613 a Benedetto Castelli, un benedictino amigo suyo, y a Cristina de Lorena, gran duquesa de Toscana, en 1616, sigue a san Agustín al decir que la Sagrada Escritura y la naturaleza proceden de Dios por igual, una dictada por el Espíritu Santo y la otra como obra que ejecuta los mandatos divinos, y añade que hay que penetrar en el auténtico sentido de los textos sagrados, pero que el deseo de las Escrituras no es desvelar teorías físicas.

Si ésta es una tesis teológica correcta, ¿por qué hubo proceso? Hay quienes responden que los enemigos de Galileo aprovecharon su carácter impetuoso para destruirlo, otros que Urbano VII pudo sentirse ofendido por su libro Diálogo sobre dos nuevas ciencias. A lo que se une la peligrosa situación del momento, por causa de la Reforma de Lutero y la Guerra de los Treinta años por motivos religiosos, lo que pudo hacer que las autoridades mirasen con extrema suspicacia a quien osara interpretar las Escrituras por su cuenta. Sin embargo, eso no parece explicar que once teólogos se pronunciaran de forma unánime contra su sistema.

Hay en todo este caso una ironía: que Galileo argumentó como teólogo mejor que sus contrincantes teólogos y que éstos argumentaron como científicos mejor que él. Belarmino le pidió una prueba científica que mostrara el movimiento de la Tierra, lo que llevaría a admitir sin inconveniente alguno, por ejemplo, que en el pasaje de Josué, no fue el Sol el que se paró, sino la Tierra la que detuvo su giro hasta que acabase la batalla, y él fue incapaz de proporcionársela. Bien cierto es que tal prueba llegó varios siglos más tarde con el Péndulo de Foucault. Galileo no podía dar tanto.

La ciencia física continuó, pese a todo, y el juicio no fue un obstáculo. El propio Galileo, Descartes, Newton y otros siguieron adelante con sus estudios e investigaciones.

Para acabar, conviene saber que, considerando la realidad de las cosas, ni el Sol ni la Tierra están en reposo ni están en el centro. Los movimientos son relativos, como nos ha enseñado la física que comenzó con Galileo. Sin embargo, para el estudio del sistema solar es preferible considerar al Sol en el centro inmóvil y a los planetas, con la Tierra, moviéndose alrededor de él.

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Otra vez el antisemitismo

Jorge Semprún en 2009

En el prefacio al libro de Poliakov, Europa suicida, Jorge Semprún comienza diciendo que el antisemitismo no es sólo aberrante, sino el síntoma del Mal absoluto y que hay que extirparlo, sea cual sea el ropaje con que se disfrace. No se trata de un hecho que ya sucedió y que, como otros hechos deleznables de la historia, hay que lamentarlo e ir a otra cosa, dejándolo en el rincón oscuro como algo que pasó porque los antiguos, los nazis, los malvados, cometieron esas atrocidades que nada tienen que ver con nosotros; Auschwitz, que fue espantoso, es cosa del pasado. No existen ya esos tipos antiguos, nazis, malvados, y menos en la izquierda. Nec nominetur inter vos. ¡Ni se le ocurra pensarlo; la izquierda es y siempre será la negación del nazismo!

Pero Semprún, que no está de acuerdo, cita a Adorno: Auschwitz es un hito de la historia universal. Un paradigma de nuestra civilización.

Los que negaron aquella realidad son los llamados negacionistas, un atributo que ahora se aplica a cualquier cosa, lo que indica su desvalorización. Pero los negacionistas no son un problema en comparación con lo que ahora está pasando. Fueron y son seres miserables, pero su influjo es menor. Han mutado. León Poliakov expone un hecho siniestro, repetido: el carácter proteico del antisemitismo.

En Crónicas marcianas presenta Bradbury el negativo de ese ser proteico que es el racismo antijudío. De todos los que habían dejado este planeta turbulento para aposentarse en Marte, nadie había visto nunca un marciano, hasta que apareció uno, hasta que en el mes de agosto se hizo visible a dos viejos que habían perdido a su hijo. Caía la lluvia en los largos canales. Las montañas se alzaban azules en el horizonte. La vieja vio a su hijo. El viejo vio también a su hijo. Después, cada uno de los que lo vieron veían a un ser querido dejado atrás. El marciano adoptaba la figura, la sonrisa, el calor del abrazo del ser querido que había fallecido tiempo atrás.

El negativo siniestro del marciano es el judío para el antisemita. Es la figura odiosa en que cada cual proyecta sus propias pesadillas, miedos y odios. Durante un tiempo fue la idea de que el pueblo judío había matado a Jesús. Luego fue que dominaba las finanzas con el fin de adueñarse de las fortunas de todos y empobrecerlos. Más tarde, cuando vinieron las epidemias medievales, fue el que envenenaba el agua. En el siglo XIX y XX pretendía dominar el mundo, tal como explicaba con detalle un panfleto inmundo, de nombre Los protocolos de los sabios de Sión. También las teorías raciales del XIX y el XX. Hoy se viste ropaje ideológico de izquierda, se declara antisionista y defiende “los derechos del pueblo palestino a poseer su propio Estado”. Pero es el mismo antisemitismo de siempre.

El problema de ser judío no es un problema de los judíos, sino de todos. Estos días lo ha sufrido de forma horrible una niña francesa, por ser judía. En ella han proyectado unos antisemitas su rechazo ancestral del Otro. El Otro es siempre una invención de quienes necesitan trazar un círculo en que sentirse ellos. Un círculo imaginario, falso, que hiede a establo. Es una invención antihumana. El antisemitismo es la “forma más acabada del antihumanismo”, acaba diciendo Semprún.

P. S.: Jorge Semprún fue ministro de cultura entre 1988 y 1991 en un gobierno presidido por Felipe González, secretario general del PSOE.

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La Tierra no es plana

Mapa T-O del siglo XII representando el mundo habitado según descripción de san Isidoro en su Etimologías. (cap. 14, de terra et partibus). (Wikipedia)

La Asociación Terraplanista promueve, como es sabido, un mito falso: que la Tierra es plana. Fue fundada por Samuel Shenton en 1956 y dirigida desde 1971 por Charles K. Johnson, que falleció en 2001, para ser reeditada por Daniel Shenton en 2004, así que goza de buena salud. La idea había nacido, según parece un siglo y medio antes, con el excéntrico Samuel Birley Rowbotham, apoyándose en la interpretación literal de ciertos pasajes bíblicos.

Es un desvarío de nuestro tiempo, pero no es eso lo que pretendo resaltar, sino otro desvarío no menor, a saber, que los medievales sostuvieron la misma idea porque habían despreciado el saber de la Antigüedad. Un desvarío que vuela libre no sólo en Internet, sino en algunas historias actuales de la astronomía.

Haga usted la prueba siguiente. Pregunte a cualquier persona medianamente instruida, o incluso con conocimientos superiores a la media, qué pensaron de esto los hombres durante los más de diez siglos “oscuros” que van de la luz clásica greco-romana al Renacimiento, y encontrará que su opinión se sustenta más o menos en este razonamiento: la Iglesia es contraria a la ciencia, de lo cual es un ejemplo el caso de Galileo o el de Darwin; la ciencia ha defendido siempre que la Tierra es esférica; luego la Iglesia, opuesta siempre al pensamiento científico, ha inculcado durante todo ese tiempo en las mentes de los hombres la convicción de que la Tierra es plana.

Pero san Isidoro de Sevilla quiso saber cuánto mide el Ecuador terrestre y concluyó que unos ochenta mil estadios. Esa cifra apenas tiene importancia, aunque no se aleja demasiado de la medida correcta. Importa más comprobar que si se propuso hacerlo es porque sabía que el planeta es esférico. San Isidoro nació el año 556 y falleció el 636.

Antes que él, Orígenes (184-253) y san Ambrosio (340-397) habían mantenido lo mismo. San Agustín (354-430) tuvo sus dudas, pero se inclinó por la tesis de la esfericidad. Supo que Lactancio había creído que el planeta tiene forma de tabernáculo, pero también supo que los griegos habían defendido en su mayoría su esfericidad. Razonó que la tesis de Lactancio, basada en el Antiguo Testamento, no debe tomarse en serio, pues las descripciones bíblicas son muchas veces metafóricas, de modo que se inclinó por la tesis antigua, aunque dejó dicho que para la salvación del alma no importa que tenga una u otra figura.

Posteriormente se mostraron convencidos de la esfericidad “Alberto Magno, Tomás de Aquino, Roger Bacon y Juan de Sacrobosco, por citar sólo algunos nombres”[1]. En el mismo siglo XIII de Alberto Magno y el Aquinate, dejó escrito Alfonso X el Sabio en su General Estoria: “Sabida cosa es por razón e por natura, e los sabios assí lo mostraron por sos libros, que como el mundo es fecho redondo que otrossí es redonda la tierra”.

La Universidad de Salamanca fue quizá la primera en introducir el heliocentrismo de Copérnico, en el que no es posible una tierra que no sea redonda, en sus planes de estudios. Sin embargo, muchos siguen creyendo que los sabios de aquella Universidad se opusieron a los planes de Colón porque pensaban que un viaje hacia el Oeste llevaría a las carabelas al precipicio del final del disco terráqueo.

De lo cual puede colegirse que el mundo cristiano, incluido el hispánico, no se ha separado nunca de la astronomía griega. En consecuencia, nada hay aquí que deba ser explicado. Lo que sí merece explicación es el mito contemporáneo de la estulticia cristiana medieval, que habría arrastrado a las gentes lejos del saber.

[1] V. Eco, U., Historia de las tierras y los lugares legendarios, trad. M. P. Irazazábal, Lumen, Barcelona, cap. 1.

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Sobre el gnosticismo

El problema del mal es perenne en la filosofía y en la religión y las soluciones son distintas.

Su existencia es necesaria junto al bien para la Stoa, lo mismo que es necesaria la de los números impares junto a los pares, la justicia junto a la injusticia, la bondad junto a la maldad o la inocencia junto al crimen. Cada opuesto es nada sin el otro.

Los pitagóricos hallaron una solución más simple en la reencarnación, creencia de la que eran adeptos; sabiendo que los malos florecen como el laurel en esta vida, hay una compensación en otra futura aunque entonces ellos sean buenos; así se restablece, según ellos, el equilibrio entre bien y mal.

Pero no hay solución más barroca que la gnóstica, que ha reaparecido en nuestros días con ropajes menos vistosos. Un gnóstico antiguo odia este mundo oscuro y trata de escapar de él. A diferencia de la gnosis del presente, apenas está interesado en extender su fe; son pocos los hombres que pueden llegar a la cima del conocimiento salvador, de la gnosis redentora. Los hombres se dividen en tres clases: una mayoría son carnales y casi todos los demás son psíquicos, alzándose por encima de todos ellos unos pocos pneumáticos o espirituales. Los primeros van derechos a la perdición, sin posibilidad de ser redimidos o perdonados, los segundos pueden salvarse si se esfuerzan y a los terceros les basta el conocimiento de los misterios divinos, porque éste es la felicidad y la salvación.

Esto predicaba Valentino, el prócer más notable de este movimiento religioso. Valentino salió de Alejandría y llegó a Roma hacia el año 140. En esta ciudad conoció la filosofía griega, la religión cristiana, la judía y la pagana, se fue adentrando en el panteísmo y la mitología y en su Evangelio de la Verdad, aun pretendiendo permanecer dentro de la Iglesia católica, ideó una dogmática exuberante y altamente poética ajena a ella.

¿A qué obedecía su división de los hombres en carnales, psíquicos y neumáticos? ¿Por qué pensaba que el mundo es malo sin remedio ni cura posibles?

Este mundo existe porque el eón Sofía, o Sabiduría, se rebeló cuando quiso ascender hasta las regiones más elevadas, lo que no le estaba asignado. Fue el último eslabón de una cadena que lleva a la oscuridad y el mal. Todo era muy distinto en el origen de todo, cuando reinaban el bien, la luz y la armonía.

Al principio era el Abismo, que permanecía sumido en el Silencio Absoluto; era el Ser no creado, no corruptible, no material, el Padre Primero, llamado también Eón, que significa eterno.

De Él emanaron, por díadas, otros eones inferiores. La primera fue la Mente y la Verdad. La segunda la Razón y la Vida. La tercera el Hombre y la Comunidad, o Ecclesía.

Ellas son la primera ogdóada, ocho determinaciones divinas en que se cifra el Pleroma, la perfecta vida divina. La Divinidad gozaba en la eternidad de sí en esas emanaciones que habían partido de ella. Entonces no existía ni podía existir el mal.

Pero he aquí que el último de los eones, la Sabiduría, sintió la apetencia de conocer al primero, al Abismo, por lo que emprendió el ascenso hasta lo más alto del Pleroma. Mas su esfuerzo fue inútil y sólo generó confusión e infelicidad. De ese empeño frustrado de la Sabiduría surgió el mundo, que es por eso incompleto, imperfecto, disponible para el llanto y el dolor que causa todo intento que fracasa. De una rebelión de Sofía, que promovió la acción de un Demiurgo, encargado de plasmar este realidad nuestra, nació el universo, donde impera el mal.

Explicando estas ideas dice Tertuliano en Contra los valentinianos, 2, que las tinieblas brotaron de la inquietud y la desazón, de la ignorancia y el miedo, de la tristeza y el llanto, de la malicia y la perversión. Pero sucedió que para restaurar el equilibrio primigenio, roto por el ensueño demente de Sofía, el Primer Padre envió a Cristo, con quien llegó la gnosis a la humanidad, pese a que no toda ella la asumió.

El resultado final fue la división de los hombres en espirituales, que poseen el conocimiento o gnosis salvadora, psíquicos, que siguen los pasos señalados por su alma, y carnales, sometidos a la oscuridad y la materia. Los primeros no pueden ya ser malos, por lo que algunos creen que pueden pecar sin mancharse, los segundos son malos, pero pueden ser buenos, y para los terceros no hay redención ni perdón. Unos son felices, otros pueden serlo, aunque con dificultad, y otros nunca lo serán.

El estudio de las doctrinas gnósticas fue intenso desde el siglo XIX hasta hoy. Hans Jonas les dedicó su célebre La religión gnóstica, cuya lectura inspiró a Voegelin su obra Las religiones políticas, religiones que R. Aron llamó civiles, Dalmacio Negro cataloga varias ideologías como herejías gnósticas, etc., por mencionar solamente algunas señales de las muchas reminiscencias del gnosticismo entre nosotros.

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Procesiones de Semana Santa

“Procesión” es el nombre mejor que puede darse a estos rituales de la Semana Santa. Viene de “proceder”. En teología trinitaria se aplica a acciones que, partiendo de Dios, en Dios quedan, como el Hijo, o Lógos, que viene de Él y queda en Él, y como el Espíritu, que viene de los dos y también queda en la sustancia divina.

Una procesión de Semana Santa procura imitar a la Trinidad a su manera sensible, no intelectual. También imita el nacimiento y muerte de Cristo. Y los nuestros, por la fe. Una procesión sale de un templo, casi siempre por una angosta apertura que pone a prueba la habilidad de los costaleros, como si recordara el parto, y vuelve a él. Es el renacer, pieza fundamental de la actitud religiosa. Así se consuma y cumple la procesión. Luego queda la esperanza de salir del sepulcro.

Una procesión es exaltación de los sentidos por el colorido, la música, los olores, las vestimentas de los cofrades, las imágenes santas que ellos llevan a desfilar por largas avenidas, por calles estrechas del casco viejo, por calles anchas del nuevo, en un ritual del que participa toda la comunidad, tanto la creyente como la no creyente. Esto es, en compendio, una procesión de Semana Santa. Todo es sentir. El intelecto queda en suspenso. La ciudad toda se convierte en templo para escenificar la pasión, muerte y resurrección del Salvador en una obra de arte total, porque el arte antecede, acompaña y señala el camino hacia la espiritualidad. De hecho, las imágenes más seguidas, veneradas y admiradas son las de mayor alcance estético.

Es un camino circular religioso y también cívico, pues involucra a las autoridades políticas. Todo deviene sagrado en la espacio de la ciudad y el tiempo que duran las celebraciones. El orden no visible de la realidad, el más real, se hace visible en la barroca simbología religiosa, proclamación de la necesidad de ajustarse armoniosamente a él.

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