Este vasto mundo, tal vez infinito, que otrora llamaron “la creación” los que creyeron en un propósito trascendente, se inició por virtud de un acontecimiento colosal ocurrido hace entre diez mil y veinte mil millones de años. La narración que desentraña su origen no palidece en magnificencia frente a las antiguas cosmogonías: los estoicos, por ejemplo, imaginaron el cosmos avanzando hacia una conflagración suprema, la ἐκπύρωσις, en la cual el universo entero perecería en las llamas, sólo para renacer en un ciclo eterno de destrucción y resurrección. Nuestra cosmogonía moderna, en su lugar, se funda en la teoría del Big Bang, la gran explosión primigenia.
Dicha teoría postula que, hace unos quince mil millones de años, se produjo una explosión descomunal, de proporciones que desafían la comparación con cualquier artificio humano, por más poderoso que sea. Mientras que la explosión de una bomba, obra de manos mortales, acontece en un punto específico, limitada en su radio de destrucción, la explosión primordial abarcó al universo entero, tanto si era finito como si era infinito, y su onda expansiva aún continúa, incapaz nuestra mente de prever los secretos del porvenir.
Mas el intelecto humano se halla también impotente ante el misterio de lo anterior a este origen sin par, si es que hubo algo. Algunos especulan que quizá existió un universo anterior, fruto de ciclos de explosión y contracción, aunque otros tantos lo niegan. La ciencia se detiene a las puertas de este umbral insondable.
Algunos cálculos –rudimentos de la mente humana, según Weinberg– suponen una temperatura de cien millones de millones de millones de millones de millones de grados Kelvin, 1032 apenas pasados 10-43 segundos desde aquel instante seminal. A semejantes temperaturas, lo que llamamos partícula carecía de sentido alguno; y al agotarse el primer centésimo de segundo, la temperatura, aunque descendida a cien mil millones de grados Kelvin, seguía siendo tal que ninguna molécula o átomo habría soportado el abrazo de su propia materia. El universo entero era un campo de partículas elementales: electrones, positrones, neutrinos, protones, neutrones y, sobre todo, fotones, con una luminosidad desbordante. Si alguien hubiera podido contemplar aquel universo sólo habría visto luz. Es decir, no habría visto nada, como la lechuza a medio día de un sol radiante. Mas su existencia era efímera: surgían de la energía pura solo para ser aniquiladas de nuevo, en un flujo constante.
La explosión proseguía, y en el primer décimo de segundo la temperatura bajó a treinta mil millones de grados, alcanzando, a los catorce segundos, unos tres mil millones. A los tres minutos, la temperatura había descendido hasta los mil millones de grados. Los protones y neutrones, al fin, pudieron formar núcleos atómicos, como el del hidrógeno pesado, y unirse en el helio, consolidándose en la materia que, cientos de miles de años después, permitiría la formación de átomos cuando los electrones se pudieron adherir a los núcleos. Así nació el gas primordial, que por acción de la gravedad se fue condensando en galaxias y estrellas hasta constituir el universo en su estado actual, quince mil millones de años después.
El porvenir de este vasto entramado depende de si la densidad cósmica resulta inferior o superior a un umbral crítico. Si es menor, el universo se expandirá eternamente, agotándose toda reacción termonuclear y dejando tras de sí una fría extinción perpetua. Pero si la densidad cósmica supera ese valor crítico, la expansión cesará, dando lugar a una contracción inexorable. La temperatura crecerá conforme el universo decrezca; alcanzará un punto en que las atmósferas planetarias se disolverán, las estrellas se descompondrán y los núcleos se fundirán de nuevo en protones y neutrones. Eventualmente, los cien mil millones de grados serán superados en el último centésimo de segundo, desvaneciéndose toda esperanza de prever el destino final. Quizá, según algunas conjeturas, suceda una vez más una explosión de renacimiento, como ya ocurrió antes, y como podría ocurrir tras cada contracción en una danza sin principio ni fin.
Otros, en su incertidumbre, buscan consuelo en las antiguas mitologías: como en el Edda, donde los dioses y los gigantes combaten en el Ragnarök, el último día, el mundo perece en fuego y agua, pero los hijos de Thor resurgen desde el inframundo, llevando el martillo de su padre y reiniciando el ciclo de la creación. Sin embargo, la ciencia levanta una objeción irrevocable: en cada fase de expansión la proporción de fotones aumenta en detrimento de las partículas nucleares, destruyendo toda esperanza de eternos retornos. Y así, parece llegar a su fin esta historia: un final que el fuego cósmico no repetirá, una creación que languidece en el frío infinito de su destino inexorable.
P. S.: Me he propuesto publicar una serie de artículos que sigan la temática del presente. Si mi inconstancia me lo impide, pediré disculpas a mis probables lectores, que no siempre las cosas se hacen como uno proyecta hacerlas en un momento dado. Por esto les pido que sean indulgentes conmigo.