Dad una oportunidad a la guerra

En julio de 1999, Edward N. Luttwak publicó en la revista Foreign Affairs un artículo de título provocador: Give War a Chance («Dale una oportunidad a la guerra»). Su tesis, audaz y desconcertante a primera vista, sostiene que la intervención humanitaria o diplomática prematura en los conflictos armados puede, lejos de resolverlos, perpetuarlos. Desde una visión netamente realista y despojada de sentimentalismos, Luttwak aboga por dejar que ciertos conflictos lleguen a su desenlace natural, aunque esto implique permitir la continuidad de la violencia durante un tiempo. El autor argumenta que sólo una victoria definitiva puede imponer una paz verdadera, mientras que las treguas impuestas desde fuera a menudo congelan tensiones y prolongan el sufrimiento.

El autor parte de una constatación histórica: muchas guerras han terminado de modo estable solo cuando una de las partes ha sido completamente derrotada (como sucedió con la victoria del ejército de Franco en el año 1939, una vez aniquilada toda la capacidad militar del enemigo; ese año se instauró una paz que dura hasta el presente -86 años-, pese a que algunos pretenden ahora reivindicar a los vencidos). La intervención internacional, con fines humanitarios o diplomáticos, detiene los combates, pero no resuelve las causas profundas del conflicto. Al interrumpir la lógica interna de la guerra, estas intervenciones impiden que se consolide una nueva estructura de poder que pueda garantizar el orden. Así, las treguas impuestas suelen derivar en conflictos congelados o en reanudaciones esporádicas de la violencia.

El caso de Bosnia es un ejemplo paradigmático. La intervención occidental detuvo la guerra, pero dejó intactas las tensiones étnicas y religiosas. No hubo un vencedor ni una paz verdadera, sino una suerte de equilibrio forzado. Para Luttwak, este tipo de soluciones superficiales prolongan el sufrimiento y hacen ilusoria la paz.

Desde esta perspectiva, la guerra es vista como un proceso violento, sí, pero necesario en ciertos casos para llegar a un nuevo orden. En consecuencia, propone una suerte de «realismo moral»: antes que condenar la guerra por principio, debemos considerar cuál es el desenlace más estable y duradero para los pueblos implicados.

Luttwak representa una voz clara del realismo político contemporáneo. La tradición clásica (Platón, Aristóteles, santo Tomás, etc.) no niega que haya guerras necesarias, pero exige siempre que estas sean ordenadas a la paz verdadera, no al dominio o al equilibrio del miedo. La guerra, si ha de ser justa, debe ser el último recurso, y su curso debe ser limitado por principios racionales y morales.

Luttwak no tiene en cuenta la justicia ni la “paz verdadera”. En su lugar, pone sobre la mesa una verdad incómoda: que muchas veces la paz superficial es peor que la guerra decidida. Su diagnóstico prescinde de consideraciones sobre lo bueno o lo malo. Su denuncia del fracaso de ciertas formas de intervencionismo occidental es certera y pone de relieve los errores de un pacifismo superficial.

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Mosca: las oligarquías

Entender la realidad política observando el oleaje diario es tarea imposible, porque los movimientos profundos permanecen ocultos. Entenderla con los conceptos otorgados por las ideologías de los que contienden por el poder no es otra cosa que apoyar uno mismo sus intereses sin participar de sus ganancias. Para ir tras la verdad efectiva de la cosa hay que fijar la mirada en otro lado.

Es preferible, con mucho, hacer uso de los conceptos elaborados por Gaetano Mosca (1858-1941), jurista, politólogo e historiador italiano, una figura clave de la teoría elitista del poder. Su obra, Elementi di Scienza Politica (1896), expone su teoría de la clase política, que se inserta en una tradición sociológica que enfatiza la inevitabilidad del gobierno de las oligarquías.

La tesis central de Mosca es que, en cualquier sociedad organizada, el poder no es ni puede ser ejercido por el pueblo en su conjunto, sino por una minoría organizada que él denomina “clase política”. Esta minoría, por su cohesión, disciplina y acceso a los recursos, domina a la mayoría desorganizada y dispersa. Las ideas democráticas yerran en este punto, porque la igualdad política es una ilusión: en toda sociedad, incluso en aquellas con regímenes democráticos, pues también en éstas el poder está siempre en manos de un grupo reducido de individuos, de una oligarquía.

Esta oligarquía, o “clase política” es el grupo reducido que gobierna sobre la mayoría y que posee el monopolio de las decisiones estratégicas en la sociedad. Según Mosca, esta clase se distingue por tres factores principales.

En primer lugar, por su capacidad organizativa, que le permite mantenerse en el poder y ejercer el control sobre las instituciones. En contraste con ella, la mayoría de la población es una masa desorganizada e incapaz de tomar decisiones.

En segundo lugar, por su acceso privilegiado a los recursos, tanto económicos como ideológicos y militares. Las oligarquías dominan una gran cantidad de medios económicos, sobre todo en las democracias de masas, en las que una mitad de los recursos del país están en sus manos. Dominan también una parte considerable de los medios de comunicación. Y tienen el mando efectivo sobre la milicia y la policía.

En tercer lugar, por su capacidad para legitimarse, creando sistemas de justificación del poder que refuercen su autoridad. Entre estos sistemas, destaca el ideológico.

La estructura de dominación de las oligarquías permanece inalterable a través del tiempo, no que no quiere decir que se perpetúen los mismos individuos ni los mismos grupos. Antes al contrario, el sistema está en constante transformación: nuevas élites pueden emerger y reemplazar a las anteriores.

Las élites no son estáticas. Con el tiempo, la clase política se renueva, ya sea por la cooptación de nuevos miembros o por desplazamientos internos. No obstante, el sistema de poder no cambia en su esencia: simplemente se sustituyen unas élites por otras. Esto anticipa, en cierto sentido, la teoría de la circulación de las élites de Vilfredo Pareto, otro de los grandes teóricos elitistas.

Para Mosca, las élites no gobiernan sólo ni principalmente mediante la fuerza. El dominio por la violencia es débil en realidad. Necesitan legitimarse a través de ideologías y sistemas de creencias que justifiquen su dominio. Cada sistema político cuenta con una fórmula política, una doctrina o ideología que legitima el poder de la clase dominante y hace que su dominio sea aceptado por las masas. Estas fórmulas pueden variar según la época: en las monarquías absolutas era el derecho divino de los reyes; en las democracias modernas, la soberanía popular.

De todo esto deriva un profundo escepticismo respecto a la democracia en su sentido idealista. Aunque las instituciones democráticas permitan cierta movilidad dentro de la clase política, la dominación de una minoría sobre la mayoría es también inevitable en este régimen. En cuanto al socialismo, fue en tiempo de Mosca una nueva forma de justificación del poder, donde una nueva élite burocrática sustituye a la antigua aristocracia, pero, por mucho que predicara la igualdad política y económica, la realidad es que no alteró, sino que fortaleció, la estructura oligárquica de la sociedad.

La teoría de Mosca ha sido clave para el desarrollo del pensamiento político contemporáneo. Su concepto de la clase política influyó en autores como Robert Michels, que formuló la ley de hierro de la oligarquía, y en la teoría elitista moderna de autores como Joseph Schumpeter. Además, su perspectiva ha sido utilizada en el análisis de regímenes autoritarios y democráticos, mostrando que, incluso en las sociedades más abiertas, el poder tiende a concentrarse en manos de una minoría.

En conclusión, Mosca desmonta el mito de la soberanía popular y muestra que la estructura de poder en las sociedades humanas está dominada por minorías organizadas. Su teoría de la clase política sigue vigente en el análisis del funcionamiento de los sistemas políticos modernos, desde las democracias representativas hasta los regímenes autoritarios.

He aquí, pues, un buen punto de partida para el análisis y comprensión de fenómenos políticos acaecidos en el pasado y que están produciéndose en el presente. Teniendo en cuenta los escritos de Mosca, Michels, Pareto, Schumpeter, Negro Pavón y otros, es posible descubrir los movimientos reales y tener como aparentes los aparentes.

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Krugman: el mayor robo de la historia

El día 6 de marzo pasado Paul Krugman publicó un artículo de nombre “Trump Is Planning the Biggest Heist in History”, en que lanza una crítica severa y vehemente contra un supuesto proyecto de Donald Trump: la creación de una “reserva estratégica de criptomonedas”, que Krugman ve como un fraude colosal en ciernes.

El tono de alarma abre el artículo: en un contexto ya de por sí sombrío y turbulento, el economista se declara sorprendido de que apenas reciba atención atención mediática lo que, a su juicio, será el mayor robo de la historia moderna. A su entender, lo que está gestándose bajo el paraguas del proyecto trumpista de una «reserva estratégica de criptomonedas» no es otra cosa que un fraude monumental, una operación de estafa sistemática a gran escala, disfrazada de política económica.

Como antecedente, Krugman menciona un reciente y masivo robo cibernético: el saqueo de monedas Ethereum por valor de 1.500 millones de dólares, perpetrado contra la plataforma Bybit, con sede en Dubai. Se sospecha que detrás del ataque se encuentra el régimen norcoreano. A juicio del autor, este episodio ha merecido muy escasa atención de los medios por el hastío de los periodistas ante la proliferación constante de fraudes y delitos en el ámbito cripto, un sector donde la estafa parece haberse convertido en norma estructural.

Más adelante introduce el concepto de “rug pull” —»tirón de alfombra»— que designa una estafa típica del mundo cripto: se crea una moneda con apariencia prometedora, se estimula su compra entre pequeños inversores, y luego los promotores venden sus participaciones a precios altos, provocando el colapso del valor y dejando a los demás con activos sin valor.

Dos ejemplos ilustrativos de este fenómeno son:

El caso argentino del $Libra, una criptomoneda promocionada por el presidente Javier Milei, que atrajo inversiones masivas y terminó desplomándose tras el retiro oportuno de los inversores privilegiados, y el caso del $Trump coin, lanzado con gran fanfarria en enero. Esta criptomoneda, según Krugman, atrajo miles de millones de dólares de seguidores de Trump (simpatizantes MAGA), para luego perder más del 80% de su valor. Aunque se desconoce si la intención de los “grandes compradores” fue estafar o simplemente ganar influencia política, el efecto fue el mismo: miles de pequeños inversores quedaron arruinados.

El proyecto de una “reserva estratégica de criptomonedas” es, a juicio de Krugman, una versión institucionalizada y a gran escala del mismo esquema fraudulento. Imitando el modelo de la Reserva Estratégica de Petróleo, esta propuesta consistiría en utilizar dinero público para acumular criptomonedas. Sin embargo, Krugman denuncia que estas “reservas” no tienen ningún valor estratégico ni utilidad económica real: se trata, a fin de cuentas, de secuencias digitales fácilmente hackeables, volátiles y sin respaldo real.

Más aún, la única utilidad concreta que Krugman atribuye a las criptomonedas en el mundo real es su empleo en actividades ilegales: lavado de dinero, financiación del crimen organizado, pagos de rescates, etc. En este contexto, el autor se pregunta: ¿para qué destinar dinero de los contribuyentes a este tipo de activo, salvo que el objetivo sea precisamente encubrir prácticas corruptas o beneficiar a redes criminales?

Otro eje importante del análisis es la moneda Tether, una criptomoneda “estable” cuyo valor está vinculado al dólar. Tether, según Krugman, es la favorita de los criminales por su supuesta estabilidad. Su respaldo se basa en bonos del Tesoro estadounidense custodiados por Cantor Fitzgerald, cuyo antiguo CEO, Howard Lutnick, ha sido nombrado secretario de Comercio por Trump. Esta conexión le permite a Krugman insinuar un nexo preocupante entre intereses privados especulativos y la maquinaria estatal bajo la influencia del expresidente.

Krugman califica el proyecto del «crypto reserve» como un ejemplo de manual de “pump-and-dump” institucionalizado, es decir, una operación donde se inflan artificialmente los precios de un activo para que los inversores internos vendan con grandes ganancias antes del desplome. En este caso, dice Krugman, los especuladores no han hackeado ordenadores, sino han hackeado la Administración Trump, para inducirla a anunciar la compra de criptomonedas con fondos públicos, provocando un aumento en su precio… y permitiendo así a los iniciados lucrarse antes del inevitable colapso.

Krugman ironiza sobre las posibles funciones de esa reserva: ¿hacer pagos a mafias?, ¿sobornar a dictaduras?, ¿sostener el valor del dólar mediante activos que carecen de valor intrínseco? En cualquier caso, advierte de que si la confianza en el Estado estadounidense se desplomase al punto de tener que vender criptomonedas para financiarse, estaríamos ante un escenario catastrófico. Sería, en resumen, un suicidio económico.

Krugman concluye con una acusación rotunda: el gobierno de Trump se ha convertido en un régimen al servicio de los estafadores, en el que los pequeños ahorradores pierden y los grandes especuladores ganan, bajo la apariencia de iniciativas políticas patrióticas. La supuesta reserva estratégica no es más que una coartada para robar a los contribuyentes y transferir riqueza hacia los poderosos, disfrazando el fraude de visión de Estado.

Bajo la pluma de Krugman, la política económica de Trump aparece no como un proyecto ideológico ni como una estrategia racional, sino como una sucesión de engaños deliberados, diseñados para saquear los recursos públicos y premiar a una nueva élite de especuladores cripto. Su advertencia es clara: la mayor estafa de la historia puede estar en marcha, y lo está bajo el amparo de un gobierno que ha sido capturado por los intereses más turbios del capitalismo especulativo.

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El orden económico roto

Mariana Mazzucato, en su artículo «El orden económico roto: Cómo reconfigurar el sistema internacional en la era Trump», analiza las causas y consecuencias de la reelección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos, enfocándose en las deficiencias del sistema económico actual y proponiendo una reestructuración hacia un modelo más equitativo y sostenible.

Pongo a disposición de mis lectores y resumen del artículo:​

La autora señala que la reelección de Trump refleja una profunda insatisfacción económica entre la clase trabajadora estadounidense. Por primera vez en décadas, el candidato demócrata obtuvo más apoyo de los estadounidenses más ricos que de los más pobres. En 2024, la mayoría de los votantes de hogares con ingresos inferiores a 50.000 dólares anuales optaron por Trump, mientras que aquellos con ingresos superiores a 100.000 dólares tendieron a votar por Kamala Harris. Este cambio indica un desencanto con un sistema económico que ha concentrado la riqueza en la cima, ha permitido el crecimiento desmedido del sector financiero y ha desatendido el bienestar de millones de ciudadanos.

Aunque la administración de Joe Biden implementó medidas para abordar el estancamiento salarial y el alto costo de vida, como la reducción de la inflación y el aumento del salario mínimo para empleados federales, estas políticas no resolvieron problemas subyacentes como la desigualdad de ingresos, las altas tasas de deuda personal y el acceso desigual a servicios esenciales. Además, la influencia del sector financiero en la economía y la disminución de la afiliación sindical han perpetuado las desigualdades estructurales.

Las políticas propuestas por Trump, como aranceles elevados y una reducción del sector público, podrían aumentar el coste de vida y limitar la capacidad del gobierno para ejecutar proyectos de gran envergadura. Su enfoque mercantilista podría generar inestabilidad económica a nivel internacional y disminuir la capacidad de Estados Unidos para ejercer liderazgo económico.

A pesar del resurgimiento del nacionalismo económico en Estados Unidos, otros países están explorando agendas económicas ambiciosas. Iniciativas como la de Brasil, que ha adoptado una estrategia industrial orientada a misiones centradas en la seguridad alimentaria, la salud y la transformación digital, ofrecen lecciones valiosas. Líderes de países como el Reino Unido, España y Sudáfrica también han prometido poner a las personas y al planeta en el centro de sus políticas económicas.

Mazzucato enfatiza la urgencia de reformar las instituciones multilaterales para hacerlas más equitativas y eficaces. Propuestas como la Iniciativa de Bridgetown buscan corregir un sistema financiero internacional que niega a muchos países el acceso a financiamiento asequible para proyectos verdes. Además, es esencial que las reglas de la Organización Mundial del Comercio se reformen para no inhibir las políticas verdes de los países miembros ni perjudicar a las naciones de menores ingresos.

En conclusión, la reelección de Trump sirve como advertencia sobre las deficiencias del modelo económico actual. Para avanzar hacia un sistema más equitativo y sostenible, es necesario que los gobiernos adopten medidas audaces, aprendan de las lecciones recientes y prioricen el bienestar de las personas y la salud del planeta. Esto implica una reestructuración profunda de cómo funcionan las economías y a quién benefician.

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Making the World Safe for Criminals

Fukuyama ha publicado con este título un artículo en Persuasion (05/03/2025) donde advierte de que Estados Unidos corre el riesgo de sufrir un serio retroceso, alejándose del modelo de Estado moderno y volviendo a una forma de gobierno en la que el poder es algo que se hereda, se reparte entre amigos y se usa para el beneficio personal. Pero, según el autor, esto no es un problema derivado de la personalidad de Trump o de las circunstancias particulares de los Estados Unidos, sino un fenómeno que se repite una y otra vez en la historia.

Es un error, dice, llamar “fascista” a Trump. El fascismo es un régimen totalitario, basado en una ideología que lo justifica todo, desde la censura hasta el genocidio. Trump, en cambio, nunca ha demostrado tener una ideología real. No es un pensador ni un estratega político con una visión para transformar el mundo. Es más bien un hombre de negocios acostumbrado a hacer lo que le conviene en cada momento. Por eso, Fukuyama prefiere llamarlo autoritarismo patrimonialista.

¿Qué significa esto? Para explicarlo, mira hacia atrás en el tiempo. Antes de que existieran los Estados modernos, el poder no se basaba en instituciones, leyes o principios de igualdad. El gobernante era el dueño de todo, como si el país fuera su propiedad privada. Así funcionaban las monarquías absolutas, los imperios antiguos y los reinos feudales. Un rey podía regalar provincias enteras a sus hijos o vender privilegios al mejor postor. No existía la idea de que el poder debía servir al bien común.

Con el tiempo, pensadores como Thomas Hobbes y Jean Bodin ayudaron a cambiar esa mentalidad. Propusieron que el Estado debía ser algo separado de la persona del gobernante, una entidad que representara a toda la sociedad y que siguiera unas reglas claras. Fue un cambio revolucionario, que permitió la creación de sistemas políticos más estables y menos corruptos.

El problema es que este modelo de Estado moderno no es permanente ni garantizado. Fukuyama dice que la historia está llena de casos en los que, tras construir un Estado moderno, la sociedad ha vuelto a caer en el viejo sistema patrimonialista. Esto ha pasado en la China de la dinastía Tang, el Imperio Otomano, la Francia del Antiguo Régimen y muchos otros lugares. El patrón es siempre el mismo: un grupo de élites poderosas captura el poder y empieza a utilizarlo en su propio beneficio, desmantelando poco a poco las instituciones que garantizan la igualdad.

Y aquí es donde entra Estados Unidos. Fukuyama argumenta que el gobierno de Trump ha seguido este mismo camino. No es solo que haya tomado decisiones políticas cuestionables, sino que ha destruido deliberadamente los mecanismos que existen para frenar la corrupción y el abuso de poder. Algunas de las señales más preocupantes que menciona son:

  • El despido de inspectores generales encargados de supervisar la corrupción en el gobierno.
  • El uso del poder para beneficiar a sus aliados (como Elon Musk, quien ha recibido tratos favorables en decisiones económicas).
  • La venta de influencias: grandes empresarios como Mark Zuckerberg y Jeff Bezos han buscado el favor de Trump a través de regalos y donaciones: “Titanes tecnológicos como Mark Zuckerberg y Jeff Bezos llegaron a la toma de posesión de Trump con cientos de millones de dólares en regalos, con la esperanza de que el rey los favoreciera. A medida que Trump imponga aranceles a gran parte del mundo, habrá un flujo adicional de suplicantes que pedirán exenciones, que se verán facilitadas por pagos personales adicionales”.

Todo esto, según Fukuyama, no es un caso aislado, sino parte de un proceso global. En el pasado, las dictaduras justificaban sus abusos con ideologías fuertes, como el comunismo o el fascismo. Hoy, en cambio, el enemigo de la democracia no es una idea, sino unas oligarquías organizadas que hacen uso de la política para enriquecerse. No están interesados en imponer una visión del mundo, solo en acumular poder y dinero. “Los gobernantes de Venezuela o de las FARC de Colombia pueden haber comenzado siendo socialistas o marxistas, pero han degenerado en bandas criminales. Corea del Norte está muy involucrada en una serie de actividades delictivas, desde el contrabando de armas y el tráfico de drogas hasta la extorsión”.

Este es el gran peligro. Si el poder deja de estar regulado por instituciones y vuelve a ser algo personal, lo que nos espera no es solo un presidente problemático, sino un cambio estructural en la manera en que funciona el Estado.

En otras palabras, el problema de Trump no es solo Trump. El problema es que su forma de gobernar puede convertirse en la norma. Y si eso sucede, no estaremos simplemente ante un mal gobierno, sino ante algo mucho peor.

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Comisión de Actas y fraude electoral

Las elecciones generales de febrero de 1936 en España marcaron el inicio de una crisis política que culminaría en la Guerra Civil. En medio de una polarización extrema, el Frente Popular y la derecha conservadora se disputaban el control de la Segunda República. Sin embargo, la contienda electoral no se resolvió en las urnas, sino en los despachos, donde la Comisión de Actas (o Comisión de Validación de Elecciones) desempeñó un papel decisivo en la alteración de los resultados, otorgando al Frente Popular una mayoría suficiente para modificar la Constitución sin necesidad de consensos parlamentarios.

El 16 de febrero de 1936, España acudió a las urnas en un clima de tensión. La izquierda tenía un control significativo de la maquinaria electoral en muchas provincias, lo que permitió que la coalición gubernamental obtuviera una mayoría de dos tercios en el Parlamento. El procedimiento no fue inmediato, sino que se ejecutó a lo largo de semanas mediante la Comisión de Actas, un organismo encargado de revisar los resultados cuestionados. Lejos de ser un ente imparcial, su control estaba en manos del Frente Popular, lo que permitió la invalidación sistemática de escaños obtenidos por la derecha y la adjudicación de otros al Frente Popular.

En teoría, la Comisión de Actas tenía la función de resolver disputas sobre los resultados electorales. Sin embargo, en 1936 se convirtió en un instrumento de alteración del equilibrio parlamentario. Se anularon los escaños de varios diputados conservadores bajo pretextos administrativos o alegaciones de fraude sin pruebas concluyentes, mientras que los escaños disputados por la izquierda fueron confirmados sin examen en su favor.

El resultado de este proceso fue que el Frente Popular obtuvo una mayoría absoluta que le permitió controlar las instituciones sin necesidad de pactos. La derecha denunció esta maniobra como un fraude institucional, alegando que la composición final del Parlamento no reflejaba la voluntad popular expresada en las urnas.

El libro «1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular», de Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa García, ofrece una perspectiva detallada sobre las irregularidades que rodearon las elecciones de febrero de 1936. Los autores sostienen que, además de la manipulación de la Comisión de Actas, existieron prácticas fraudulentas y un clima de violencia que influyeron decisivamente en los resultados electorales.

Según Álvarez Tardío y Villa García, el Frente Popular no solo se benefició de la revisión de actas parlamentarias, sino que también recurrió a la coacción y al fraude durante el proceso electoral. Estas prácticas incluyeron la intimidación de votantes, la manipulación de resultados en mesas electorales y la alteración de actas. Los autores argumentan que estas acciones fueron fundamentales para que el Frente Popular obtuviera una mayoría parlamentaria que de otro modo no habría alcanzado.

El libro también destaca el ambiente de violencia política que imperaba en España en ese momento. Se registraron numerosos incidentes violentos durante la campaña electoral y en los días posteriores a las elecciones, lo que, según los autores, contribuyó a desestabilizar aún más el país y a erosionar la confianza en el sistema democrático. Estas consideraciones aportan una visión más amplia sobre las causas que llevaron a la crisis política de 1936, subrayando que la manipulación de la Comisión de Actas fue solo una de las múltiples estrategias empleadas para alterar la voluntad popular y consolidar el poder del Frente Popular.

La consolidación del poder del Frente Popular mediante la Comisión de Actas tuvo otros efectos importantes. En primer lugar, permitió la destitución del presidente Niceto Alcalá-Zamora, quien había intentado mantener una posición equilibrada entre los bloques en conflicto. Su salida facilitó una radicalización aún mayor del gobierno republicano.

En segundo lugar, la percepción de fraude y abuso de poder intensificó la desafección de la derecha hacia la República, reforzando las conspiraciones militares que desembocarían en el golpe de Estado de julio de 1936. Si bien la insurrección no fue una consecuencia directa del fraude electoral, este contribuyó a erosionar la legitimidad del sistema y a profundizar la división en el país.

En conclusión, las elecciones de 1936 y la posterior manipulación de las actas parlamentarias marcaron un punto de inflexión en la historia de España. Lo que debió haber sido un proceso democrático terminó convirtiéndose en un ejercicio de imposición, socavando la confianza en las instituciones y acelerando la crisis que desembocó en la Guerra Civil. La Comisión de Actas, lejos de ser un mecanismo de justicia electoral, se convirtió en una herramienta de control partidista, contribuyendo al colapso del régimen republicano. Asimismo, las consideraciones de Álvarez Tardío y Villa García refuerzan la idea de que la violencia y el fraude electoral no fueron elementos secundarios, sino factores determinantes en la configuración del escenario político que llevó al conflicto armado. En definitiva, la crisis de 1936 demuestra cómo la manipulación electoral puede convertirse en un detonante de conflictos de mayor envergadura, dejando una lección histórica sobre la fragilidad de la democracia cuando las reglas del juego son vulneradas.

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