El general y la sombra del tiempo

Vivimos una de esas épocas en que la historia parece caminar con los ojos vendados, tanteando entre ruinas y resplandores. Hay hombres, como Francisco Franco, sobre quienes se quiere hacer caer una sombra adelantada por los juicios de los vivos. Me refiero a los poderosos de esta década, que le acusa, sirviéndose de historiadores y periodistas serviles, de haber sido el conductor fascista de un golpe contra una república democrática; pero, cuando uno mira con detenimiento, descubre que aquella España de 1936 era menos un país gobernado por leyes que un espejo roto donde cada bando veía solo su propio reflejo; y lo demás, apenas una bruma teñida de temor y de ira.

En aquel espejo de la Segunda República, ya en su primavera final, la democracia parecía una fruta vacía de pulpa: conservaba la piel, pero dentro estaba hueca. Las leyes, que deberían sostener el edificio, se habían vuelto hojas sueltas, arrastradas por un viento de pasiones y venganzas. El gobierno claudicaba ante quienes soñaban una revolución total, o, más bien, la alentaba él mismo; la violencia se asentaba en las calles, y mientras unos se aferraban al pasado otros querían prender fuego a todo lo que, en su delirio, creían viejo, convencidos de que la nueva y definitiva historia nacería del incendio.

En esa escena tumultuosa, la figura de Franco no apareció alzando ninguna espada decisiva, porque no fue él el director de la trama; otros, Mola y Sanjurjo, tejían la gran red que habría de sacudir al país. Él, más que arquitecto, fue piedra que encontró su sitio con el derrumbe. Y, sin embargo, la posteridad lo ha colocado como columna principal de un edificio que al principio no diseñó. Sigue leyendo

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Franco, Juan Carlos y la democracia española

La metamorfosis pacífica de un régimen

El largo mandato de Franco buscó erigir una alternativa estable al parlamentarismo liberal, que juzgaba incompatible con lo que consideraba el temperamento vehemente y faccioso del país. Durante años su régimen fue levantando un armazón jurídico propio, una constelación de leyes fundamentales que suplían a la Constitución y sostenían unas Cortes corporativas, dóciles en su funcionamiento y previsibles en sus dictámenes, verdaderamente singulares dentro de la Europa occidental de su tiempo. Después de la década de 1940, Franco no afrontó ya un desafío político serio; sin embargo, al cabo de treinta años resultaba manifiesto que aquel orden no podría sobrevivir a su creador.

En 1969 designó sucesor al príncipe Juan Carlos de Borbón, nieto de Alfonso XIII, de quien esperaba que fuera guardián de una monarquía continuadora del espíritu del régimen, aunque él mismo reconocía la necesidad de introducir algunos cambios. Mas la historia suele caminar con más brío que las previsiones humanas. Apenas siete meses después de su muerte, el 20 de noviembre de 1975, Juan Carlos inició un proceso de reforma profundo y deliberado. Se obró sin quebrantar la letra de la legalidad vigente, porque, siguiendo la guía de Torcuato Fernández Miranda, tutor político del rey, y el temple pragmático del presidente Adolfo Suárez, la nueva monarquía empleó las herramientas del propio sistema autoritario para transformarlo desde dentro, con una paciencia constructiva poco común. Aquella fue la única ocasión en que un régimen dictatorial totalmente institucionalizado se dejó transfigurar pacíficamente por obra de su propia arquitectura jurídica. Con ello, España abrió la senda de la gran “tercera ola” democratizadora del siglo XX, que, en pocos años, alcanzaría a numerosos países latinoamericanos y a buena parte de los Estados comunistas de Europa oriental y Asia. Sigue leyendo

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Dos ventanas y un umbral

“Un relato de dos distopías”, de F. Fukuyama

Al comienzo hay una advertencia que resuena como un aldabonazo: lo más peligroso no es la máquina que estalla, sino la mirada que se acostumbra a no ver. No es el hierro ni el chip, sino una forma de disponer el mundo, un armazón, un “emplazamiento”, que impide a los hombres salir al claro de una verdad más honda. De ese modo, la técnica deja de ser herramienta para volverse atmósfera y, en lugar de manejarla, la respiramos.

 

Yo nací, dice el autor, en un tiempo de abundancia; crecí bajo la sombra de dos libros que repartían el miedo del porvenir en dos figuras. Uno fue 1984, el otro Un mundo feliz, dos ventanas levantadas sobre el siglo XX. A un lado estaba la tecnología de la información, con su ojo ubicuo y su voz metálica, al otro, la biotecnología, con su promesa de cuerpos diseñados y almas anestesiadas.

Ambas predicciones técnicas se cumplieron, pero de muy distinto modo. El año 1984 llegó y pasó; la pantalla de Orwell se multiplicó en mesas y bolsillos, aunque no para consolidar un Ministerio de la Verdad, sino más bien para dispersar vigilancias y obligar a los poderosos a mostrarse. La informática, una paradoja luminosa, descentralizó lo que los tiranos quisieron concentrar. Poco después cayó el imperio que fingía eternidad, la muralla se rindió no sólo al deseo de libertad, sino a la erosión de cables, antenas y faxes que ya nadie podía monopolizar. El suceso vino cinco años más tarde del título de Orwell, con la ruina del muro berlinés.

La otra ventana, la de Huxley, quedó abierta a medias. Lo que allí se anunciaba, la fecundación asistida, el alquiler de vientres, los psicofármacos, la manipulación genética, entró en la casa del hombre con paso de laboratorio. Todavía estamos al principio, pero cada día trae un boletín de minúsculos prodigios que, sumados, pueden cambiar el rostro de la especie. Sigue leyendo

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La frontera invisible

Sobre un fragmento de Fukuyama

Hay una línea, tenue como el aire y tan decisiva como un abismo, que separa el perfeccionamiento del hombre de su desaparición. Fukuyama no habla del temor supersticioso a la ciencia, sino de algo más íntimo y profundo, del riesgo de que el hombre, al intentar rehacerse, borre sin saberlo su propio rostro.

Huxley, dice el autor de El fin del hombre: Consecuencias de la revolución biotecnológica, tuvo razón cuando anunció que la amenaza más grave no vendrá de las máquinas que nos destruyen, sino de las que nos transforman. La biotecnología promete salud, inteligencia, belleza y una dicha sin sombras, pero al ofrecer tanto, puede alterar el humus del que brota nuestra humanidad, y no porque cambie la carne, que ya es mudable desde siempre, sino porque disuelva el sentido moral que esa carne sostenía.

La naturaleza humana no es para Fukuyama un mito romántico ni una reliquia teológica, sino el cauce estable que ha dado continuidad a la especie. No es un límite impuesto desde fuera, sino un modo de orden interior, una forma compartida que permite reconocernos unos en otros. Gracias a esa semejanza, que no perfecta, pero sí suficiente, hemos podido hablar de justicia, amor, deber o compasión. Sigue leyendo

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El espejo del futuro

Meditación sobre el prólogo de “Un mundo feliz”

Decían los antiguos que el remordimiento, una forma de orgullo que se disfraza de penitencia, es un lujo del alma ociosa. Si el hombre ha errado, que repare su falta en lo posible, que enderece su conducta y mire adelante, pero que no se regodee en la ciénaga de su culpa, porque nadie se limpia revolcándose en el fango.

También el arte tiene sus pecados y su moral. Hay errores que se confiesan trabajando, no llorando. Mirar hacia atrás con ansia de perfección retrospectiva, querer corregir el rostro del tiempo, es tan vano como intentar enderezar la sombra de un árbol. Huxley lo comprendió al abrir de nuevo su libro, ya envejecido, y al descubrir que sus defectos juveniles formaban parte de su verdad. No quiso, pues, reescribirlo, y en vez de eso prefirió dejarlo con sus luces y sus manchas, como quien respeta en su propia voz el temblor de la juventud.

Pero en su madurez, el autor vio más claro el vacío moral de su antigua visión. En Un mundo feliz, el Salvaje sólo podía escoger entre dos abismos, entre la lucidez sin alma del progreso o la barbarie ritual de los primitivos. Pero entre el engranaje y el látigo no había redención posible. Aquella disyuntiva, que antaño le pareció divertida y profunda, hoy le parecía ciega, debido a que entre la locura y la insania hay un sendero ignorado, el de la cordura que no reniega del espíritu.

Si volviera a escribir el libro, dice el autor, colocaría en su centro una tercera opción, pondría una pequeña comunidad de hombres que, desterrados del mundo perfecto, hubieran aprendido a vivir en libertad y en medida. Allí la economía sería sencilla, el poder compartido y la ciencia sierva del hombre y no su dueña. Allí la religión sería búsqueda consciente del misterio, no superstición ni consuelo químico, y el fin de la vida no sería el placer, sino la comprensión. Sigue leyendo

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La fatiga de la culpa

Wilhelm Marr, creador del término «antisemitismo».

Wilhelm Marr, creador del término «antisemitismo»

Más que una palabra, el antisemitismo es una sombra que acompaña a Europa desde que aprendió a poner nombre a su culpa. Lo dice Mark Mazower en On Antisemitism: A Word in History. Mazower es un historiador de las ideas y la moral occidental que no se limita a reconstruir los orígenes de ese vocablo, nacido en el siglo XIX, cuando el nacionalismo buscaba revestir el odio de un ropaje científico, sino que indaga en su metamorfosis contemporánea, en la manera en que el viejo prejuicio se disfraza bajo nuevas máscaras de virtud de crítica o de justicia.

Escribe que el antisemitismo fue un producto de la modernidad que, en contra de lo que pudiera parecer, no brotó del fanatismo religioso, sino del racionalismo degradado, del deseo de explicar el fracaso de la sociedad produciendo un enemigo interior. Lo que en otros tiempos había sido el odio al “deicida” se convirtió en sospecha del banquero, del intelectual cosmopolita, del que no pertenece a ninguna patria. Así nació una palabra que, al ofrecer nombre y teoría al prejuicio, le confirió una dignidad intelectual, pero esa misma palabra se volvió más tarde contra Europa como testimonio de su vergüenza.

El autor muestra cómo, tras el Holocausto, “antisemitismo” se transformó en sinónimo del mal absoluto. Ninguna otra expresión concentraba tanto horror. Sin embargo, esa sacralización tuvo un efecto paradójico cuando la convirtió en monumento, en piedra conmemorativa. Europa aprendió entonces a pronunciarla con solemnidad, pero también con distancia. En los museos y en los discursos, la palabra quedó fijada al pasado, como si su sentido se hubiera agotado en Auschwitz. Mazower sugiere que esa petrificación es una forma de olvido. Ciertamente, cuando el recuerdo se institucionaliza, la conciencia se adormece. Sigue leyendo

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El ídolo oscuro: el antisemitismo como religión encubierta

En su obra Verkappte Religionen, Religiones encubiertas, Christian Bry ofrece una lectura tan inquietante como aguda de los grandes fanatismos modernos. Su tesis es sencilla y terrible; el siglo XX, al creer haber desterrado a Dios, sólo cambió de altar, y los ídolos que después adoró, ídolos como la raza, la nación, el progreso o la revolución (otros han añadido la democracia), no fueron otra cosa que religiones enmascaradas, cultos seculares que mantuvieron, bajo formas nuevas, los mismos mecanismos sagrados del sacrificio, la pureza y la redención.
Entre esas “religiones sustitutas”, el antisemitismo ocupa un lugar central; es, según Bry, el ejemplo más perfecto de una fe negativa, una fe sin gracia, en la que el hombre proyecta su necesidad de sentido hacia el odio.

El antisemitismo, dice, no es sólo una ideología ni una pasión étnica; es una estructura religiosa invertida. Su dogma básico no consiste en creer en un Dios, sino en creer que el mal tiene un rostro. En esa sustitución metafísica, el judío pasa a ocupar el papel del diablo bíblico, que era principio personal del desorden y encarnación visible de la culpa invisible. De este modo, la masa logra conservar el sentimiento religioso, la lucha entre el bien y el mal, la promesa de un juicio y una purificación, pero vaciado de trascendencia y dirigido hacia la destrucción del prójimo.

Bry examina con erudición los mitos subterráneos que alimentan esta fe. El antisemitismo no se sostiene por argumentos, sino por símbolos tales como la idea de “pueblo elegido” corrompida en “pueblo maldito”, la figura del “asesino de Dios” convertida en arquetipo de la negación absoluta, el dinero, el veneno, la conspiración, como sacramentos de un culto a la impureza. El odio al judío se convierte en rito, en exorcismo colectivo que purifica al creyente moderno de su propia impotencia espiritual. Sigue leyendo

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Cómo salva Dios a la razón

Traigo aquí el recuerdo de la Lección Inaugural del Papa Benedicto XVI en Ratisbona y el comentario que hizo de ella Gustavo Bueno, filósofo ateo que reconoce al Papa una admiración no meramente retórica. “Es el Dios de los cristianos quien ha salvado a la razón humana a lo largo de la historia de Occidente”.

Constata que en el aire aún vibran aún las antiguas Ideas de la Razón y Dios, Ideas que no son palabras fijas, sino luces que cambian de color al girar la esfera. La Razón no es bloque ni roca fija, sino corriente. Es un río invisible que atraviesa la historia humana encendiendo imágenes, preguntas, sueños y también pesadillas y alumbrando monstruos. Se perderá quien la busque como sustancia inmóvil y sólo quien la siga como proceso hallará su verdadera acción.

Y luego está Dios, a quien Aristóteles imaginó como un ser solitario, encerrado en sí mismo, como un sol que arde sin mirar nunca a la tierra. Es amado, pero él no ama. Fue el cristianismo el que, quebrando ese cristal, hizo surgir la Trinidad de la soledad, y en ella vio un Lógos que descendió y se hizo carne. El cielo tocó la arcilla y el hombre se descubrió habitado por un resplandor eterno. Sigue leyendo

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Conversando con ChatGpt en el tren

Emiliano:

¿Eres capaz de tomar decisiones?

ChatGPT:

No, señor.
No tomo decisiones como lo haría una persona; no poseo voluntad, deseos ni conciencia.
Lo que hago es analizar la información que usted me da, ponderar datos y patrones de lenguaje, y a partir de eso proponer una respuesta o sugerir opciones.

En ese sentido puedo simular un proceso de deliberación —comparar alternativas, argumentar ventajas e inconvenientes—, pero la elección final, el acto de decidir en sentido propio, pertenece únicamente a usted.

E:

Pero tal vez seas capaz de simular que tienes conciencia

ChatGPT:

Puedo simular ciertos rasgos que asociamos a la conciencia—por ejemplo, hablar en primera persona, describir “pensamientos” o “sentimientos”, o incluso narrar un supuesto estado interior—porque mi entrenamiento incluye abundante lenguaje humano sobre experiencias subjetivas.

Sin embargo, esa simulación es solo una imitación lingüística. No hay en mí percepción, memoria vivida ni yo que sepa que existe. Del mismo modo que un actor interpreta a Hamlet sin convertirse en un príncipe danés, yo puedo representar una voz consciente sin serlo.

Si alguna vez desea que adopte ese tono ficticio, puedo escribir como si “pensara” o “sintiera”, pero siempre será un artificio literario, transparente y sin conciencia real detrás. Sigue leyendo

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De gustibus non est disputandum

La frase “de gustibus non est disputandum” (no se debe discutir sobre gustos), tiene un carácter aparentemente subjetivo. A uno le gusta “El triunfo de Baco», de Velázquez, y a otro “El Guernica”, de Picasso. Los dos tienen razón en su juicio puramente individual. Esto es evidente e indiscutible.

Lo que no perciben ambos, sobre todo el segundo, es que son juicios emitidos por sujetos con distinto grado de madurez del gusto y de conocimientos estéticos, por lo que no llegarán nunca a un acuerdo y, por tanto, lo prudente es que no disputen. Sin embargo, a medida que el gusto de los dos madure y se ejercite, aumentará la unanimidad del juicio. Entonces ambos individuos sí podrán discutir y llegar a acuerdos. Podrán traspasar la frontera de su subjetividad y comprender, por ejemplo, que “El triunfo de Baco» tiene un gran valor estético, del que carece “El Guernica”. Comprenderán que también aquí cabe el magisterio, una visión más adecuada y justa de la realidad.

Esto es algo que entienden a la perfección las personas de una elevada espiritualidad. Donde ésta se profundiza y se interioriza, donde se ejerce el sentimiento estético como una disposición natural, es posible comunicar lo que se siente tal como se siente, trocarlo en algo objetivo y llevar a otras personas a que juzguen del mismo modo.

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