Del origen y propósito de la filosofía aristotélica
Aristóteles, nacido en Estagira el año 384 antes de la venida de Cristo, de profesión médico por ascendencia paterna y por formación filósofo, floreció en la escuela del divino Platón, de quien fue discípulo aventajado y, no obstante, renovador audaz. Criado entre las ciencias naturales y los cuerpos vivientes, no tardó en inclinar su ingenio al estudio de la experiencia, más que a la contemplación de las formas eternas. Fue maestro de Alejandro, el macedonio que habría de conquistar el orbe, mas en su propia empresa filosófica prefirió conquistar el saber desde su raíz.
La filosofía que dejó escrita, por mano y por obra, brota en buena parte del combate entre la doctrina de su maestro y la perspicacia de su mirada sobre las cosas de este mundo. Porque Platón, ensimismado en el esplendor de las Ideas, despojó a la naturaleza —a la physis de los antiguos— de sustancia propia, haciéndola residuo, mera imagen de un modelo invisible. Esta posición, aunque noble en intención, desmerecía a juicio de Aristóteles, por cuanto dejaba sin alma al universo visible, reduciéndolo a sombra efímera de un cielo inteligible.
Pensó Aristóteles que tal negación de lo sensible equivalía a la ruina del filosofar mismo. ¿Cómo entender la naturaleza si no se le reconoce entidad propia? ¿Cómo estudiar el cambio, la generación, la corrupción, si sólo se admiten formas ideales que apenas tocan el mundo como reflejos en agua? La filosofía, dijo, debe comenzar por aquello que está a la vista, y sólo desde ahí remontarse a lo universal. Y si algo no puede negarse, es que el cambio existe, pues el ojo lo ve, la carne lo siente y la mente lo concibe.
Mas no bastaba corregir a Platón: era también preciso revisar a Parménides, quien al afirmar que el ser es uno e inmóvil, había desterrado la pluralidad y el devenir del ámbito de lo pensable. A esta tarea consagró Aristóteles su vigor intelectual: explicar cómo puede haber cambio sin que ello destruya el ser; cómo lo que es puede llegar a no serlo y, sin embargo, seguir siendo; cómo lo múltiple no aniquila la unidad, sino que la realiza por grados.
Fruto de este empeño fue un sistema tan rico en articulaciones como vasto en influencias, que habría de perdurar junto al de Platón y, con el tiempo, ejercer mayor dominio en las escuelas. Si aquel nos ofreció el modelo celeste del saber, Aristóteles nos dio su armazón terrestre, sin el cual ningún saber puede sostenerse.
La metafísica
Entre las obras que legó a la posteridad, hay una que por excelencia merece el nombre de ciencia primera: la que Andrónico de Rodas, editor escrupuloso del corpus aristotélico en el siglo I antes de nuestra era, colocó después de los tratados de física y llamó «Metafísica» —es decir, «lo que viene después de la física»[1]—. El nombre era accidental, pero el contenido no: allí se aborda el estudio del ser en cuanto ser, del ón heón, lo que es por excelencia y sin restricción.
Este ser, que los latinos tradujeron por ens, no tiene traducción exacta al castellano; sería menester forjar formas sustantivas como «siendo» o «siente», de uso poco feliz. Se mantiene pues la voz latina ente, por tradición y por conveniencia. Y este ente no es especie entre otras ni género sometido a diferencias, pues todo lo que existe, de alguna manera, participa de él. De ahí que no pueda definirse como se definen los demás: el ser se dice de muchos modos, pero con una analogía que los ordena.
En el libro IV de dicha obra, se dice que hay una ciencia que considera el ser en cuanto ser y sus atributos esenciales, sin recortar su campo como hacen las demás ciencias particulares[2]. La física, por ejemplo, estudia el ser en cuanto dotado de movimiento; la matemática, en cuanto abstracto y permanente; la teología, en cuanto supremo y perfecto. Pero la ciencia primera se ocupa del ente sin calificación alguna: es ciencia universal, ontología en sentido pleno.
Ahora bien, toda ciencia exige un principio, y el de la metafísica es el principio de no contradicción. Nada puede ser y no ser a la vez y en el mismo sentido. Esta proposición, que parece evidente, es también necesaria: quien la niega, destruye la posibilidad misma de pensar. Aristóteles la formula en dos modos: uno ontológico (“es imposible que el mismo ser sea y no sea a la vez”) y otro lógico (“es imposible que un mismo atributo convenga y no convenga simultáneamente a un mismo sujeto”)[3].
Sobre este principio descansa toda ciencia: sin él no hay definición posible, ni juicio coherente. Si decimos que el triángulo es un polígono de tres lados, entonces no puede no tener tres lados y seguir siendo triángulo. El ser, en cuanto ser, implica necesidad. Pero no toda necesidad es absoluta. Hay cosas que son siempre así, y otras que son así la mayor parte del tiempo. Las primeras se llaman sustancias; las segundas, accidentes. Y de ambas se ocupa la metafísica, pero priorizando las primeras, por ser fundamento de las otras.
De esta distinción brota también la clasificación de las ciencias. Las que tratan de lo necesario son la física, la matemática y la metafísica. Las que versan sobre lo contingente se dividen en prácticas (como la ética y la política) y productivas (como la arquitectura y las artes). Mas todas se ordenan, en última instancia, a la comprensión del ser.
El hilemorfismo
Ahora bien, si el ser se dice de muchos modos, hay uno que por su dignidad y necesidad reclama prioridad: el de la sustancia. Y la sustancia, para Aristóteles, no es ni pura forma ni pura materia, sino compuesta de ambas. Así nace la doctrina que la posteridad llamó hilemorfismo —de hylé, materia, y morphé, forma—[4].
Toda sustancia natural, dice nuestro autor, está sujeta al cambio. Nace, crece, decae, se corrompe. Pero para que haya cambio sin aniquilación, es menester que algo permanezca. Ese algo es la materia, principio de posibilidad, sustrato común de las formas que vienen y van. Pero la materia sola no es nada en acto; sólo se hace algo cuando recibe una forma. Por eso todo cambio implica tres cosas: lo que no se es aún (privación), lo que permite serlo (materia), y lo que finalmente se es (forma)[5].
Piénsese en el joven que ha de ser médico. No lo es aún: hay una privación. Pero posee la capacidad de llegar a serlo: hay materia. Cuando adquiere el arte, lo es efectivamente: hay forma. La sustancia es, pues, acto de un sujeto capaz. Y esa unión de potencia y acto, de materia y forma, constituye la esencia misma del ser natural.
De aquí se sigue que ningún ser sensible es enteramente estable: todo lo compuesto tiende a disolverse. Porque lo que ha sido unido puede ser separado. Sólo sería imperecedero lo que fuera forma pura, sin mezcla de materia: acto sin potencia, ser sin posibilidad. Pero eso, en la naturaleza, no se encuentra.
Y sin embargo, la materia nunca se agota: cuando algo desaparece, sus elementos entran en nuevas combinaciones. Se quema un leño y queda ceniza; se marchita una flor y sus jugos nutren otra. La materia, como posibilidad abierta, está siempre al acecho de una nueva forma. Y así se renueva el mundo.
Pero tampoco la forma existe separada, salvo en el pensamiento. En la realidad concreta, sólo existe el compuesto: materia informada, forma encarnada. No vemos formas puras ni materias sin determinar. Vemos casas, árboles, cuerpos vivos. Y cada uno de ellos es lo que es por su forma, pero sólo existe porque una materia la recibe.
Por eso la sustancia primera no es la forma, ni la materia, sino su compuesto. Este compuesto es el sujeto de los accidentes, el portador de las categorías. Y cuando el cambio afecta a la forma misma, decimos que una sustancia ha perecido y otra ha nacido.
Así, en el hilemorfismo, Aristóteles resuelve la antigua tensión entre lo uno y lo múltiple, entre el ser y el devenir. Muestra cómo el cambio no destruye el ser, sino que lo realiza por grados. Y da a la filosofía una clave para comprender el movimiento sin caer ni en el escepticismo heraclíteo ni en el inmovilismo parmenídeo.
Clases de movimiento y el alma
Toda naturaleza, dice Aristóteles, tiende a un fin. Nada ocurre sin causa ni se ordena al azar. Si el movimiento fuera fortuito, no habría regularidad en los procesos naturales. Pero la hay. Por tanto, todo ser natural actúa con vistas a un término, según su naturaleza y capacidad. Este principio finalista es central en la física aristotélica: el cambio no es mera alteración, sino despliegue hacia una forma determinada[6].
De aquí que no pueda admitirse una física puramente materialista, como la de Demócrito, que atribuía los cambios a choques fortuitos de átomos. Aristóteles sostiene que todo movimiento exige una causa formal, una finalidad intrínseca que guía la actualización de las potencias. Por eso distingue entre movimientos según el tipo de fin que persiguen y el principio que los origina.
Así, en el reino mineral, los cuerpos tienden a ocupar su lugar natural: la piedra cae, el fuego asciende. Este movimiento local es causado por una inclinación interna, aunque no consciente. En el reino vegetal, se añade el crecimiento, la nutrición y la reproducción: funciones que revelan un principio vital, una psiché vegetativa. En los animales, aparece además la sensibilidad, el deseo y el movimiento voluntario: facultades que presupone una psiché sensitiva.
Pero en el hombre, hay una dimensión más alta: la razón, el logos, capaz de deliberar, juzgar y conocer lo universal. El alma racional contiene las potencias de las otras, pero las supera por su capacidad de intencionar lo eterno. En el acto de pensar, el hombre toca lo divino, porque el objeto del pensamiento no es otra cosa que lo permanente e inmutable[7].
Así, el alma no es una sustancia separada ni un huésped del cuerpo, como pretendían los pitagóricos, sino la forma de un cuerpo natural que tiene vida en potencia. El alma es, por tanto, el acto primero de un cuerpo organizado[8][8]. No es un motor externo, sino principio inmanente de vida. Cada tipo de ser tiene su alma, conforme a su naturaleza: planta, animal u hombre.
Y las facultades del alma no están separadas realmente, sino sólo en la razón. Se distinguen por sus funciones, pero se unen en un sujeto. Como decía Aristóteles, no es el ojo el que ve, sino el hombre mediante el ojo.
El primer motor inmóvil
El mundo, en su admirable regularidad, no puede explicarse por sí solo. Aunque cada ser natural tenga en sí su principio de movimiento, este principio no basta para rendir cuenta del conjunto. Porque todo lo que se mueve, se mueve por otro, y si la cadena de causas motoras fuera infinita, nunca habría comenzado el movimiento. Es necesario, por tanto, admitir un primer motor inmóvil, causa última de todo movimiento, que no se mueve a su vez por nada[9].
Este motor, por ser inmóvil, no actúa como causa eficiente, como un empujón inicial, sino como causa final: es aquello que todo desea, el fin supremo hacia el cual tiende el universo. Y como fin, es acto puro, sin mezcla de potencia, sin cambio, sin deficiencia. No puede ser cuerpo, porque todo cuerpo tiene partes y, por tanto, potencialidades. Debe ser inmaterial, simple, eterno.
Mas si es acto puro, ¿en qué consiste? En pensamiento. Y no en cualquier pensamiento, sino en el más alto: el pensamiento de lo más perfecto. Pero lo más perfecto es él mismo. Por tanto, se piensa a sí mismo. Es pensamiento de pensamiento, intelección de intelección[10]. No conoce por pasos ni por razonamiento discursivo, sino en un solo acto eterno y perfecto. No hay en él diferencia entre el que entiende y lo entendido: es uno y el mismo.
Este ser, que Aristóteles llama Dios, no crea el mundo ni lo gobierna con providencia, como más tarde sostendrán los teólogos, pero lo mueve como el amado mueve al amante. Es causa final del cosmos, principio de orden, centro de atracción. Por él gira la esfera de las estrellas fijas, y por su influjo se organizan las esferas inferiores.
Así, el universo entero, con sus cielos eternos y su región sublunar corruptible, se ordena en torno a un principio puramente actual. El primer motor inmóvil es la cima del ser, la medida de toda perfección. Y en él culmina la filosofía primera, que comenzó preguntando por el ente en cuanto ente y concluye reconociendo que el más perfecto de los entes es un acto eterno de intelección.
Conclusión
Tal es, en compendio fiel, el edificio doctrinal que erigió Aristóteles, estagirita ilustre, sobre los cimientos del asombro filosófico y la experiencia del mundo. Con ojo atento a la naturaleza, pero sin abdicar del rigor lógico, quiso reconciliar el cambio con el ser, la multiplicidad con la unidad, el movimiento con la inteligibilidad. Donde Platón separaba radicalmente lo sensible y lo inteligible, Aristóteles los articuló por medio de la potencia y el acto, de la materia y la forma, del ente en sus múltiples acepciones.
Desde su metafísica, ciencia del ser en cuanto ser, que a la vez es ontología y teología, hasta su física, que reconoce fines y causas formales en las cosas naturales, pasando por su hilemorfismo y su doctrina de las categorías, todo en él busca un orden, una explicación, una unidad que no niega la diversidad, sino que la integra. Por eso no rehuyó la distinción entre sustancia y accidente, ni entre lo necesario y lo contingente, ni entre los modos diversos de ser que se predican analógicamente. Y al coronar su sistema con el primer motor inmóvil, acto puro, pensamiento pensante, dio término —no sin noble ambición— a la empresa de comprender el universo como un cosmos racionalmente inteligible[11].
Su filosofía no fue ni negación de la experiencia ni mero empirismo, sino un saber que, partiendo de lo que aparece, asciende a lo que permanece. No se contentó con señalar las sombras, sino que buscó las causas. Así, el pensamiento humano, al mirarse a sí mismo, descubre que su luz no le viene sólo de su propia lumbre, sino de aquello que todo lo mueve sin moverse: la suprema actualidad, el ser necesario, eterno, que no desea otra cosa sino conocerse a sí mismo, y en cuyo pensamiento resuena el orden del mundo.
Por esto la obra del Estagirita no es solo un sistema entre otros, sino una forma eminente de sabiduría, donde el entendimiento se ejercita según su naturaleza más alta y donde el hombre —animal racional y político— encuentra la vía para contemplar lo divino y regir lo humano. Tal fue el intento del Filósofo, como lo llamarán las edades futuras: dar razón de lo que es, y hacerlo con la fidelidad del observador y la precisión del geómetra, pero también con la elevación de quien sabe que la verdad no se opone a la belleza ni el conocimiento al asombro.
[1] Andrónico de Rodas, según relata Diógenes Laercio (Vidas y opiniones de los filósofos ilustres, V, 1), agrupó los tratados aristotélicos y colocó los libros sobre el ser tras los de física, de donde vino el nombre metafísica.
[2] Aristóteles, Metafísica, IV, 1, 1003a21-24.
[3] Ibid., IV, 3, 1005b19-24. Cf. también Metafísica, Gamma.
[4] El término hilemorfismo no es de Aristóteles, sino de la escolástica medieval, que sistematizó su doctrina en latín técnico. Véase Tomás de Aquino, De ente et essentia, cap. 2.
[5] Aristóteles, Metafísica, IX, 7, 1049a1-25; Física, I, 7, 190a13-23.
[6] Aristóteles, Física, II, 8, 199a8-32.
[7] Aristóteles, De anima, III, 4, 429a18-24..
[8] Ibid., II, 1, 412a20-21.
[9] Aristóteles, Física, VIII, 5, 257a10-25.
[10] Aristóteles, Metafísica, XII, 6-7.
[11] Véase Metafísica, XII, 10, 1075a11–1076a4; cf. Tomás de Aquino, In Metaphysicam Aristotelis, lib. XII, lect. 11.