Meditación sobre el prólogo de “Un mundo feliz”
Decían los antiguos que el remordimiento, una forma de orgullo que se disfraza de penitencia, es un lujo del alma ociosa. Si el hombre ha errado, que repare su falta en lo posible, que enderece su conducta y mire adelante, pero que no se regodee en la ciénaga de su culpa, porque nadie se limpia revolcándose en el fango.
También el arte tiene sus pecados y su moral. Hay errores que se confiesan trabajando, no llorando. Mirar hacia atrás con ansia de perfección retrospectiva, querer corregir el rostro del tiempo, es tan vano como intentar enderezar la sombra de un árbol. Huxley lo comprendió al abrir de nuevo su libro, ya envejecido, y al descubrir que sus defectos juveniles formaban parte de su verdad. No quiso, pues, reescribirlo, y en vez de eso prefirió dejarlo con sus luces y sus manchas, como quien respeta en su propia voz el temblor de la juventud.
Pero en su madurez, el autor vio más claro el vacío moral de su antigua visión. En Un mundo feliz, el Salvaje sólo podía escoger entre dos abismos, entre la lucidez sin alma del progreso o la barbarie ritual de los primitivos. Pero entre el engranaje y el látigo no había redención posible. Aquella disyuntiva, que antaño le pareció divertida y profunda, hoy le parecía ciega, debido a que entre la locura y la insania hay un sendero ignorado, el de la cordura que no reniega del espíritu.
Si volviera a escribir el libro, dice el autor, colocaría en su centro una tercera opción, pondría una pequeña comunidad de hombres que, desterrados del mundo perfecto, hubieran aprendido a vivir en libertad y en medida. Allí la economía sería sencilla, el poder compartido y la ciencia sierva del hombre y no su dueña. Allí la religión sería búsqueda consciente del misterio, no superstición ni consuelo químico, y el fin de la vida no sería el placer, sino la comprensión. Sigue leyendo


