Definición del Estado. Derecho y violencia
Con el fin de entender bien la relación entre el poder político y los derechos humanos contemplados en las diversas declaraciones de ellos que se han hecho a lo largo de la historia, de las cuales se ha dado una explicación en las páginas anteriores, se estudiará ahora lo concerniente al Estado, para lo cual se harán tres apartados: Definición del Estado, Razón de Estado y Estado de derecho.
Según dice Hobbes en Leviathan, los hombres se hallan en la condición de guerra de todos contra todos cuando no existe una autoridad común que los atemorice a todos. Ese es su estado natural. Que no nace de una casualidad o coincidencia, sino de su propio ser. Dice también a este respecto Spinoza que los hombres son por naturaleza ambiciosos, y que su ambición consiste en desear que todos los demás vivan según su propio criterio, pero que, como tienen todos el mismo deseo, se estorban unos a otros y se odian mutuamente. Que esta, en fin, es su naturaleza.
El Estado nace entonces para mantener la paz y la seguridad que el estado de naturaleza no puede en modo alguno garantizar, pues entonces, al no haber un poder que a cada uno mantenga en su lugar y a todos guarde, tienen derecho a apoderarse de todo aquello que su fuerza, su astucia y su capacidad les permitan. En estas circunstancias, en que lo bueno y lo malo tienen que ver solamente con cada uno de los hombres y se definen solamente por referencia a ellos, no existen paz y ley, sino guerra y desorden. En rigor, no existen nociones de bien o de mal, de justicia o injusticia…, pues estas ideas tienen sentido solamente cuando dejan de referirse a los hombres considerados aisladamente y se las refiere a la globalidad de ellos, globalidad que no existe en el estado de naturaleza.
Pero el significado de guerra y paz no es el ordinario. Guerra no es batalla, sino inclinación a ella cuando no hay garantía de lo contrario. Paz es el tiempo restante. Puesto que los seres humanos no tienen garantía de no ser atacados por otros cuando tienen que valerse solamente de sus propias fuerzas, el estado natural lo es de guerra. Mientras permanecen en él, la violencia para asegurar su propia supervivencia es un recurso al que tienen derecho. No así cuando abandonan ese estado y cada uno de ellos cede su derecho a un tercero, que acumula en sus manos el de todos con el fin de evitar que unos dañen a otros. De este modo nace el estado, que no es sino la reglamentación de la violencia, nace el imperio de la ley y, a partir de ese momento, toda violencia utilizada por un particular es violencia ilegal, pues se ha pactado que solamente el Estado tiene derecho a ella. Debe distinguirse, pues, la guerra que surge cuando existe el Estado, que recluta grandes masas de población a las órdenes de unos cuantos expertos en la eliminación física de las personas y las propiedades, de la violencia individual, que puede ser practicada en el estado natural.
No se deduce de aquí que el Estado consigue su propósito de eliminar todo uso de la fuerza individual. Que ese sea su fin no quiere decir que es su logro. Por el contrario, muchos pueblos que carecen de Estado son extremadamente pacíficos. Algunos incluso no conocen la guerra entre ejércitos, mientras que la violencia interna de Estados Unidos y de otros muchos Estados civilizados es incomparablemente superior a la que tiene lugar en las sociedades tribales de la etnografía o la prehistoria. Es que el Estado no suprime la violencia, sino que la hace ilegal. Y, donde no existe ley, ¿cómo podría ser ilegal? Desde el punto de vista político, un hombre que vive bajo un Estado se caracteriza por estar bajo un gobierno que prohíbe tomarse la ley por su cuenta, procurando así mantener la paz, en tanto que el cazador-recolector de la Edad de Piedra puede, en principio, emplear la fuerza y librar batalla con quien quiera siempre que lo estime necesario. Tampoco quiere esto decir que lo haga realmente a cada instante. La diferencia, pues, reside en que uno tiene derecho legal y el otro no.
A partir de estas ideas, es fácil comprender cuáles son las características básicas de todo Estado:
Autoridad pública oficial.- Existe una autoridad, un conjunto de cargos públicos oficiales que detentan el poder sobre la sociedad. Se trata de un gobierno separado del resto de la población. Las gentes pasan a ser súbditos y el gobierno es soberano por la fuerza que tiene sobre ellas.
División territorial de la sociedad.- La sociedad en general, que es el objeto de dominio de la autoridad, está dividida territorialmente: regiones, provincias, circunscripciones, autonomías… La sociedad tribal se basa en el parentesco, pero la sociedad civilizada se basa en el territorio. No quiere esto decir que las tribus no ocupen y defiendan territorios definidos, sino que las sociedades civiles habitan un espacio que está dominado por un poder soberano. La sociedad se definió como territorio en cuanto apareció el Estado. De hecho, el Estado se organiza en entidades territoriales gobernadas por autoridades públicas y no en agrupaciones de individuos bajo un patriarca, como en el Antiguo Testamento. Se dice, por ejemplo, que Carlomagno es rey de los franceses, en tanto que Luis XIV es rey de Francia. Esa es la diferencia. La soberanía se ejerce directamente sobre un territorio e indirectamente sobre las personas que lo habitan, al revés de lo que sucede en otras sociedades que carecen de Estado.
Monopolio legal de la violencia.- El derecho al control de la fuerza, que es propio de la sociedad en general, pasa a ser privativo del Estado, de tal manera que en adelante nadie está facultado para utilizarla. No existe ahora persona alguna o asamblea que pueda usar legítimamente la fuerza, excepto por delegación del Estado. Así es como la paz es una condición interna del sistema, aunque la violencia siga existiendo realmente.
Población de súbditos.- Las personas y grupos de personas que habitan el territorio sobre el cual se ejerce el dominio del Estado están obligadas a prestarle obediencia y están sometidos a su jurisdicción y coerción, independientemente de su origen.
La razón de estado: racionalidad y política
Tan inmensa es la concentración de poder en manos de unos pocos, porque el conjunto de los hombres se lo han entregado, que, de una u otra manera, siempre se ha procurado mitigar en lo posible sus efectos. Uno de esos intentos es el de la Razón de Estado, que comúnmente se entiende al revés de lo que es, achacando la creación del concepto a Maquiavelo, cuando en realidad pertenece a los teóricos de la filosofía política de la Edad Media. Véase a continuación lo que significa, ateniéndonos ya a lo dicho líneas más arriba.
Puede comenzarse recurriendo a Max Weber, que recurre a su vez a Trotsky, al decir que el Estado «es aquella comunidad humana que dentro de un territorio (el «territorio» es elemento distintivo) reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima» (Weber, M., El político y el científico, Introd. de Raymond Aron, trad. de F. R. Llorente, Alianza Editorial, Madrid, 1979)
La violencia física no es el único medio de que se vale el Estado, pero es su medio específico y esencial. Las demás asociaciones humanas pueden hacer uso de ella sólo en la medida en que él se lo conceda, y las asociaciones políticas, o partidos, se definen por su deseo de alcanzar el poder de disposición sobre dicha violencia, que es, además, legítima, según Weber, lo que remite a algún tipo de justificación capaz de presentarla con un rostro benigno. Una tal justificación tenderá a presentarse a sí misma siempre como racionalidad, lo que no es otra cosa que la Razón de Estado. Hobbes la halló en el interés general, en la protección y seguridad de los hombres, que, temerosos del estado natural, crean un artificio que los defienda de sí mismos. El Estado es, así, una cosa artificial, una convención humana. No cabe mayor oposición al modelo de Aristóteles, que veía la polis como naturaleza.
En las ideas de los pensadores que lo ven nacer, el Estado moderno, que llega hasta nosotros, es efectivamente un artilugio, una máquina autónoma.
Frente a los individuos, incapaces de valerse y existir por sí mismos, es una verdadera sustancia. Autores como Maquiavelo y Spinoza no necesitaron recurrir, para la comprensión de la realidad de esta sustancia, a razón alguna susceptible de justificar su existencia. Vieron en ella la plasmación de la violencia y la imposición del miedo, lo que permitió al segundo descubrir que quienes han dejado atrás el miedo y la esperanza pasan automáticamente a habitar más allá de las fronteras del Estado, incluso a ser enemigos suyos.
La razón de Estado no es, pues, una formulación de Maquiavelo. Habría sido incongruente con el espíritu que anima sus escritos. Nació en la escolástica medieval, donde no tenía el carácter cínico que ahora se le atribuye. Allí servía para justificar la dominación en que consiste toda manifestación entonces conocida de lo político, recurriendo a una norma trascendente que no era otra cosa que la salvación del género humano. De ahí que, desde entonces, toda legitimación del Estado viene a ser herencia más o menos directa del criterio soteriológico cristiano. Se sigue de ello también el que podamos ahora catalogar a Maquiavelo y Spinoza como pensadores políticos ateos.
Siendo esto en general cierto para todos los Estados, se concibe que cualquiera de ellos tenga siempre razón: se adueña de un supuesto interés general, que no es el interés de persona alguna concreta, y en nombre de él genera derecho y norma, arrojando al exterior lo que no se ajuste a su dictamen. A esto suele llamarse razón. Con ella se pretende hacer más tolerable, presentar con rostro más «humano», lo que no es sino exigencia con éxito para sí de la violencia, según las palabras de Weber. Legitimidad y razón aluden, pues, a lo mismo.
Por todo esto no puede pensarse que la obediencia existe por el consenso habido entre iguales, sino que es una respuesta del miedo y la esperanza. En consecuencia es básica, originaria. El consenso es otra cosa: manifestación de los deseos y las opiniones, a través de las urnas o de los acuerdos entre partidos u otras instituciones. La existencia de la primera se demuestra por la simple existencia de la codificación de la violencia en que consiste el Estado. La del consenso es una de las fuentes legitimadoras que hay en nuestros regímenes parlamentarios y no excluye el disenso de unos u otros, sino que lo engloba dentro de sí. A aquella obediencia debería llamársele consentimiento para distinguirla del consenso. El vocablo puede ser, es verdad, inapropiado, pues consentir es permitir, lo que no es el caso cuando se obedece.
El discurso -ideología en el sentido de Marx- que pretende fundar la legitimidad del Estado y justificar así la violencia no ha sido siempre el mismo. Su primera fuente fue la Iglesia medieval. Luego, cuando el Estado moderno ocupó su lugar, pretendió convertirse a sí mismo en instancia definidora de lo justo, lo recto y la verdad. Surgió entonces la oposición entre legalidad y legitimidad, por el abandono de los ideales del Medievo. A salvar esa oposición vinieron los intelectuales laicos, que así heredaron a los clérigos, produciendo grandes sistemas de valores: los de la Ilustración y los de las grandes ideologías políticas del siglo XIX. Posteriormente, con el advenimiento de la democratización, que está siendo en realidad patrimonialización del Estado por los partidos políticos, los intelectuales han sido relevados por la opinión pública. Esto hemos podido verlo recientemente en nuestro país.
Pero, aparte de que puede dudarse de que exista una cosa llamada opinión pública y no sea una mera respuesta ocasional a los requerimientos de los encuestadores, la propuesta de que la verdad de lo político repose sobre la opinión es inadmisible, pues se trata de términos distintos, si no antitéticos. Por el contrario, los argumentos de quienes dicen que las ideas no son respetables en sí mismas son incontestables desde cualquier perspectiva filosófica que se adopte, porque lo que cada cual sostiene, las opiniones, no pueden ser aceptadas ni respetadas si antes no se las hace pasar por el fuego del razonamiento y la prueba.
Estado de derecho
El poder absoluto del Estado
Otra noción ligada a la anterior -razón de Estado- es la de Estado de Derecho, por más que en nuestro vocabulario actual parezcan antitéticas. Examinemos a continuación la segunda, que es uno de los grandes ideales del siglo XX, para cómo se ha ido haciendo lo posible, a través de la historia, para disminuir la enorme presión a que el Estado puede someter a la población.
Lo que el Estado de Derecho tenga de realidad, sea poca o mucha, no brota espontánea y naturalmente de la acción política de los hombres, ni siquiera de la de los europeos, cuya historia parece haberlo alumbrado, porque en ellos habite alguna idea clara de justicia que los encamine hacia la consecución de ese modelo organizativo; antes al contrario, ha sido preciso un largo transcurso de siglos a cuyo través se han ido entrecruzando las ideas y los actos, ofreciendo no pocas veces estos últimos la más descarnada faz del dominio de unos hombres sobre otros y mostrando aquéllas las dificultades que conlleva no ya sólo el tratar de entender la maquinaria que rige el poder, sino además el procurar conducirla o justificarla, resumiéndose en estos tres verbos, entender, justificar y conducir, y en la poco menos que imposible distinción práctica de significado entre ellos la tarea de los pensadores de la política. Acaso pueda decirse sin temor a error que si en algún lugar han solido confluir la teoría y la práctica ha sido en el del asombro: la segunda, según le corresponde, mostrando erguido el colosal cuerpo de una bestia capaz de fascinar hasta la demencia a los hombres, tal como narra Ferlosio de aquellos conquistadores que, vueltos de hacer las Américas a su hacienda y su familia, pero no sabiendo ya vivir en paz consigo mismos privados de la fascinación de la guerra y el poder después de haberlos vivido una vez, no tenían más remedio que volver allí de nuevo, para seguir ejerciendo el dominio, y la primera sintiendo con pasmo cuán inmenso es el poder del hombre cuando se concentra en unas pocas manos y tratando, en consecuencia, ya que no de arrancarle los colmillos, sí al menos de limárselos, para suavizar las dentelladas que no puede menos que inferir en aquellos de quienes ella se alimenta. Esta es una trama de razón y acción cuyos comienzos hay que retrotraer a los tiempos del medievo, durante los cuales, junto a la pura concepción, ideada mas no alcanzada jamás, de la humanidad entera como una comunidad natural de seres iguales, que habían heredado de la Antigüedad Romana al lado del derecho natural, siguieron administrándose más o menos conforme a los criterios burócratas con que lo habían hecho también los romanos. Heredaron asimismo de Roma la noción del origen divino del poder que ejerce el soberano, pero, a diferencia de los antiguos, que habían cifrado en la sentencia voluntas regis legis habet vigorem su concepción del poder como un don que, si bien cedido por la divinidad, pertenece en exclusiva a quien lo ejerce, el cual no viene por ende obligado a rendir cuentas a nadie por su buen o mal uso, excepto a la divinidad misma, le añadieron la teoría de los pacta conventa, a tenor de la cual se entendía que la legitimidad del soberano existe merced a los acuerdos suscritos entre él y su pueblo. En la Edad Media reapareció, pues, la idea de legitimidad del poder político, volviendo así a la sacrosanta tesis platónica de que en el Estado sólo puede haber justicia cuando el soberano supremo es la ley.
No se me alcanza a comprender un procedimiento que se haya mostrado más eficaz para mitigar siquiera un poco la peligrosidad del poder que éste de concebirlo como algo que emerge de los de abajo, lo que obliga a rendirles cuentas por su uso. Ya que no es posible, ni siquiera para el régimen más democrático que quepa pensar, elegir entre tener a alguien que gobierne o no tener a nadie, acéptese, parece decirse, que obedecer al rey es obligado para los súbditos siempre y cuando él también venga obligado a obedecer los pactos suscritos con esos mismos súbitos. Este es un acto de fe que no borra de un golpe la evidencia del dominio, antes al contrario puede contribuir a presentarlo entre penumbras y, por eso mismo, a volverlo más opresivo todavía, pero, sobre todo si es el gobernante quien acepta esa ficción sobre la naturaleza del poder, al convertir a todos en iguales en cuanto obedientes con respecto a algo, una ley natural a cuyo cumplimiento se orienta el pacto, que está situada por encima de todos, da otro color al escabroso asunto del dominio, porque ahora se gobierna por un bien común. Pero esa es la apariencia de las cosas, lo que los hombres acaban creyendo de ellas, mas no es lo que las cosas son, si bien es de esperar que la apariencia contamine algo a la realidad. Como muchas creencias, también ésta es autodemostrativa: la historia de los historiadores, cuya función primordial ha sido, es y será la legitimación de las ideologías dominadoras del presente, contribuye a este fin presentando a bombo y platillo casos particulares que avalen la teoría en cuestión, como la abdicación forzada del rey Jacobo II de Inglaterra en 1.688, por haber faltado al pacto entre él y el pueblo, pretendiendo así que la realidad se ajuste a la idea, cuando lo ordinario es que la niegue y contradiga.
Sobre el iusnaturalismo
Pues bien, en el terreno de la idea debe mucho la actualidad a Santo Tomás de Aquino, precisamente el patrón intelectual de la enseñanza media que han querido sustituir algunos por un carpintero, oficio respetable donde los haya, pero que nada tiene que ver con ella, salvo que esos que han querido quitar su patrocinio confundan las azuelas, los serruchos y los martillos con los conceptos de la filosofía, el derecho y la teología. El de Aquino, pues, buey mudo como era, no logró tal vez que Europa entera se asombrara de sus mugidos, como dijo San Alberto Magno que ocurriría en cuanto se diera a conocer, pero sí contribuyó poderosamente a derrocar de su sitial supremo el antes mencionado principio –voluntas principis legis habet vigorem-, que hacía donación al gobernante de la irresponsabilidad en el uso del poder. Existe, según el decir de Santo Tomás, un orden justo que es obligación del monarca respetar y, si así no lo hace, libera con ello a sus súbditos de la obediencia debida, quedando al arbitrio de éstos la desobediencia, la rebelión e incluso el derrocamiento del tirano. Aunque tal orden justo no es fácil de definir y aunque, aun habiéndolo logrado, siempre cabe que los aparatos legitimadores del poder, que son los que ordinariamente detentan o aspiran a detentar la capacidad de discernir lo que es justo y lo que no lo es, aprovechan su definición para mostrar cómo la realidad de los hechos se adecua a ella, con el Aquinate queda al menos abierta la posibilidad de ver en el que gobierna un tirano: lo será aquel que no se ajuste al orden natural.
Así es como el derecho, encarnación del poderoso, adquiere una cualidad humanitaria inesperada tal vez para quien, dejándose guiar por la apariencia de las cosas, estima como algo inconcebible que aquél hubiera de aceptar de buen grado cualquier limitación del ámbito sobre el que recae el peso de su fuerza, pero no para quien, sabiendo que dicho ámbito es también el que la alimenta, como sucede con el campo bien ordenado y roturado con respecto al cereal, adivina detrás de ese humanitarismo la astucia -otros la llaman prudencia-, siempre despierta y atenta a todo lo que pueda perjudicar su soberanía, del detentador del imperium. Pero baste por ahora con lo dicho, que tal vez más adelante volveremos sobre esto mismo.
La ley es producto de la razón y es frágil como ella. En su relación con el Estado, trata de limitar el poder de éste, que es absoluto, se trate de la clase de Estado de que se trate, pues su coacción, ejercida por la persuasión o por la fuerza, ejerce su imperio por encima del mal y del bien, y es capaz de empujar a la población a los crímenes más abyectos. Este es un hecho para cuya comprobación no es necesario más que repasar la historia sin los tapujos con que suelen ocultarla el bienpensante o el estafador, para extraer una única conclusión irrefutable de su estudio: los pacta conventa, la creencia en las obligaciones que sujetan al gobernante, en la soberanía del pueblo… son refutados ininterrumpidamente en los hechos.
No puede, pues, pasarse por alto el noble objetivo que se propuso cumplir el Aquinate: poner la justicia como fin del derecho. Por eso dividió éste en positivo y natural y situó al segundo por encima del primero. Pensaba, en fin, que si el orden justo es amenazado por el gobernante, éste deviene tirano y sus súbditos adquieren entonces el derecho a la rebelión.
Este pensamiento encierra la necesidad de limitar el poder del Estado, que es de hecho absoluto, según hemos dicho. No viene al caso que Santo Tomás no lo expresara en los términos actuales, pero lo cierto es que su posición, saltando por encima de la de los teóricos del Renacimiento, se continúa hoy en aquellas filosofías que estiman que los fines del Estado no son el propio Estado y que la justificación del gobernante se cimienta sólo en su obligación de realizarlos.
Los nuevos pensadores. El estado de derecho ideal
Estas no son ideas acerca del ser real de las cosas, que es bien distinto, sino acerca del deber ser. Son ideas que se han construido muchas veces al margen de la práctica real, lo que no significa que sean irreales. Cuando un asesino ejerce su oficio, no por ello deja de ser cierto que no debería ejercerlo. La práctica real no elimina la verdad de las ideas. Pero sucedió que al elenco de las nociones de los antiguos se fueron añadiendo, en los moderno, un rico material procedente de la experiencia. Tal fue el caso de Montesquieu, que no sólo estudió la teoría, sino también la práctica inglesas de la división de poderes, teoría y práctica que fueron el modelo de la construcción del Estado Constitucional americano. Simultáneamente se fue imponiendo el principio de la igualdad jurídica propio del common law anglosajón. En unos sitios fue por revolución: Francia. En otros por evolución: Alemania y Austria. En todos ellos se fue abriendo paso el principio de la legalidad de los actos administrativos, que sustituye la toma de decisiones más o menos caprichosas, y más o menos juiciosas, de los funcionarios regios.
Era la paulatina plasmación en la realidad del Estado de derecho. Faltaba, sin embargo, una teoría que lo expusiera y analizara. Pero, en ausencia de ella, a pesar de los esfuerzos de los liberales alemanes de mediados del siglo XIX (Von Mohl, R. Von Guerist, L. Von Stein…), se iban perfilando como condiciones propias del Estado en una sociedad moderna las siguientes:
Imperio de la ley: las instituciones fundamentales del Estado, y muy particularmente los tribunales encargados del ordenamiento jurídico y del control administrativo del mismo, deben ser independientes entre sí y sólo deben estar sometidos a la ley.
Separación del político y las leyes: las leyes se desvinculan de sus creadores en cuanto entran en vigor, para convertirse en la estructura del ordenamiento público general. Esto implica la separación del político, que elabora las leyes, del funcionario, que las pone en práctica. A ello se debe la aparición del funcionario fijo, estable e independiente.
División de poderes: los factores económicos y sociales no deben afectar la división y ordenamiento del Estado.
Así comprendieron los pensadores alemanes citados más arriba que debía ser el Estado. Y así se ha tratado de producir en la realidad, pero ésta, siempre más dispuesta a sorprender a los que tratan de abarcarla, ha acabado dando de sí la situación de nuestro tiempo, que, si no refleja exactamente el ideal, y en muchos casos ni siquiera por aproximación, sí ha dejado asomar en otros algo de él. Sea como fuere, la situación es en esencia la que se expone esquemáticamente más abajo.
Estado de Derecho
Cuando solamente se tenían en mente las relaciones de producción y las unidades familiares, la distinción entre derecho público -la regulación de las relaciones de los individuos con la administración estatal- y derecho privado -de los individuos entre sí- era nítida. Sucedía en el Code Napoleon de 1.804 y en el austríaco de 1.811. Pero no pudo mantenerse, o dejó de ser evidente, cuando sobrevino una nueva situación, caracterizada por estos factores:
Pérdida de control estatal sobre la propiedad: el desmoronamiento de la propiedad de los medios de producción propia del siglo XIX y arrastró la consecuente pérdida de la disposición real sobre ellos.
Aparición de nuevas clases de rectores de la propiedad: la sustitución de los empresarios individuales y de las empresas familiares por sociedades de capital y por organizaciones patronales tiene que ver con lo mencionado en primer lugar, pues ahí ha venido a reflejarse directamente la pérdida de poder sobre la propiedad de las empresas, que ahora depende de los consejos de administración más que de los accionistas, que son sus propietarios legales.
Riesgos para la paz social: la despersonalización del control de los medios de producción, consecuencia de lo dicho en 1. y 2., y la consecuente concentración del poder económico crean nuevas tensiones peligrosas para el mantenimiento de la paz social, lo que ha conducido a que el Estado intervenga en este terreno. La causa de ello es clara: antes de que surgieran las grandes entidades sociales, económicas y políticas actuales, el Estado no podía tener interés en intervenir, pues los conflictos podían mantenerse en un nivel de baja densidad que no hacía peligrar la paz civil. Pero, una vez surgidas éstas, no tiene más remedio que regular la organización interna, la afiliación, la financiación, las funciones… de tales entidades. Estas cosas han adquirido una enorme importancia pública. De hecho influyen no solamente en la adquisición o pérdida de profesiones y puestos de trabajo en general, sino también en la adopción de decisiones políticas. Por si fuera poco, el propio Estado actúa en la vida económica como una entidad más, a través de empresas que son de titularidad pública. ¿Cómo dejar todo esto al arbitrio de decisiones individuales y esperar al mismo tiempo que la vida de los hombres discurra en paz y concordia? Estas son las causas principales de la conversión del derecho privado en derecho público o, al menos, de la indistinción de ambos y del surgimiento de menos dispositivos pensados para poner orden en el flujo de la realidad. Tales dispositivos se agrupan en tres grandes categorías:
Tribunales especiales: control del poder público y privado en todos los campos, con el fin de garantizar la existencia y libertad individuales en una sociedad como la nuestra. Esto se ha plasmado en la creación de tribunales especializados en la protección de los derechos de los obreros frente a los patronos, en la garantía de la seguridad social, en la aparición del ombudsman (defensor del pueblo) para proteger a cualquier individuo que lo requiera de los abusos de poder, injusticia o mal trato por parte de los funcionarios…
Nivelación de los intereses y condiciones de vida de las masas por causa de la industrialización y la urbanización. De estos dos sucesos se ha seguido la necesidad de que las condiciones de la existencia individual se hayan convertido en materia de derecho público.
Agrupación al otro lado del espectro social de los individuos en sindicatos, gremios, asociaciones de consumidores, asociaciones profesionales, de jubilados…, que originan problemas de nueva índole para el Estado.
Intervención del Estado en la economía y la sociedad gestionando servicios comerciales e industriales por sí mismo, creando corporaciones públicas, participando en la distribución de bienes, nacionalizando parcial o totalmente el gas, la electricidad, el transporte, las minas, la banca, los seguros… (Se trata de actividades económicas y sociales, pero, al ser ejercidas por el Estado, pasan a ser de dominio público, son competencia de los tribunales administrativos y, sobre todo, se convierten en materia política, toda vez que, a su través, parece que debe procurar el Estado contribuir a ordenar la existencia de los hombres.
Nuevos derechos: nueva definición de los derechos sociales de los individuos en las constituciones. Tales derechos son básicamente de tres clases:
Derecho a la huelga como recurso para la defensa de intereses laborales y a la no discriminación para el trabajo por razones de origen, convicciones políticas, religiosas, morales o filosóficas. Estos derechos se traducen en una obligación para el político: elaborar planes de pleno empleo, dictar disposiciones contra la discriminación, buscar condiciones de igualdad…
Derecho a participar en los beneficios de la empresa por parte de los trabajadores y exigencia de que toda empresa que tenga carácter de servicio público nacional pueda pasar a ser de propiedad colectiva.
Derechos sociales: seguridad social de toda clase, protección legal de la madre y el niño, derecho al tiempo libre y a vacaciones pagadas, a protección legal en caso de catástrofe y guerra y a la instrucción general.
Final
Estas tres categorías de actividades por parte del Estado tienen el objetivo de fortalecer la posición jurídica del individuo, lo que no puede llevarse acabo sin entrar en conflicto con el reconocimiento de otros derechos tradicionalmente reconocidos en la ley. Tal es el caso del de propiedad, según quedó expresado en la Déclaration des droits de l’homme et de citoyen de 1.789. Este sólo exigía ser respetado y, en consecuencia, que el Estado velará por su defensa, es decir, que no interviniera sino para protegerlo. Es lo que se denomina acción negativa. Pero el reconocimiento de los derechos sociales, como el del ocio y el de vacaciones pagadas, y otros que se han enumerado más arriba, imponen una acción positiva. En nuestro tiempo se han incluido los tradicionales y los nuevos en una misma legislación, lo que indica claramente el propósito de tener en cuenta la relación existente entre el grupo social y el individuo, y de inclinar la ley a favor del segundo.
Pero no se concluye con esta idea. Propiamente hablando, los estados actuales no son liberales puros ni socialistas puros. Son una mezcla de ambos: por un lado, protegen la propiedad privada y confían en la función ordenadora del contrato entre individuos, pero, por el otro, hacen esfuerzos para planificar la economía. Para lograrlo, el Estado cuenta con dos medios principales: un cuerpo de políticos, que están dotados de la capacidad excluyente de dictar leyes, órdenes obligatorias para toda la población de su territorio en cuanto sean promulgadas, y un cuerpo de funcionarios especializados en distintos cometidos y no sometidos más que a las leyes. Estas se independizan de los primeros al ser publicadas y constituyen el marco exclusivo de la actividad de los segundos, que a partir de ese instante están obligados a aplicarlas sine ira et studio, dejando de lado su individualidad.
Lo importante es impedir el uso de la propiedad privada en la administración del Estado. En cuanto individuo, el funcionario tiene derecho a sus opciones morales, a sus creencias religiosas, convicciones filosóficas… Tal derecho debe ser consecuentemente protegido. Pero no debe expresarse en su actividad de funcionario público, sea la de policía, juez, profesor, médico o cualquier otra. Sus ideas personales no pueden hacerse valer entonces. Una máxima falta de libertad en el uso privado de las propias opciones cuando se desempeña una función pública no es incompatible con una máxima libertad para el uso y expresión de las opciones personales cuando se actúa como individuo. Ambas son, además, deseables. Es la conjunción de opuestos que, según es evidente a toda razón, debe regir la relación del Estado con los particulares. Puede aducirse un excepción, reconocida también en las constituciones: la libertad de cátedra. El profesor sí goza de un derecho individual a manifestar sus propias preferencias respecto a las materias que tiene la obligación de explicar como funcionario público. Este derecho no puede ser llevado ciertamente hasta el extremo de convertir la clase en adoctrinamiento, pues iría contra uno de los fines para cuya consecución existe la libertad de cátedra.
(Anotaciones están inspiradas en Sahlins, M., Las sociedades tribales, trad. de F. Payarols, 180 págs., Labor, Barcelona, 1972)