El ente es el dato originario

Así como el médico, antes de tratar las afecciones particulares, ha de conocer el principio vital que las anima, así también el filósofo, antes de descender a los ámbitos especiales de la realidad, la divinidad, la naturaleza, la psique, ha de considerar el fundamento común de todos ellos, que no es otro sino el ser en cuanto ser. Y por esto la ontología es, con razón, la primera puerta de la metafísica.

Dejamos, pues, para su momento propio la teología natural, que se ocupa del ente necesario y perfectísimo; la cosmología racional, que estudia el orden y las leyes del universo físico; y la psicología racional, que indaga la naturaleza del alma. Detenemos ahora nuestra atención en el dato primero, en aquello que no puede tener presupuesto, porque todo lo demás lo presupone.

Importa aquí considerar si ese dato primero pertenece al orden del conocer o al del ser. La filosofía moderna, desde Descartes, ha dado primacía a la conciencia. Por buscar el grado máximo de certeza, se afirmó que debía comenzarse por el cogito, esto es, por el pensamiento que se tiene de sí mismo. No fue él el único: Kant partió de los contenidos a priori de la razón, Hegel de la Idea absoluta, el existencialismo del yo lanzado a la facticidad, el vitalismo de la vida misma como realidad primera. Todos, a su modo, invirtieron el orden ontológico, sustituyendo el ser por la conciencia.

Pero si hay algo que de suyo no admite otra base, será eso lo que se busca como primer dato. Si el lector, como el autor, ha decidido emprender este estudio, ya ha puesto en marcha su capacidad de comprender. Mas, ¿en qué consiste tal acto de comprender? ¿Qué hace la mente cuando quiere entender?

Preguntarse esto es interrogar la mente sobre sí misma. ¿Puede hacerlo? ¿Puede el instrumento de conocimiento volverse sobre sí y ser, a un tiempo, el objeto que conoce y el sujeto que conoce? No parece posible. Para pensar algo, se requiere un objeto. Pensar es pensar cosas. El pensamiento sin contenido es vacío, y la conciencia sin término al que referirse es pura negación.

Ni siquiera la autoconciencia escapa a esta regla. Cuando la mente se sabe a sí, lo hace porque se refiere a algo. No se contempla directamente, sino en su acto. Intellectus reflectitur supra actum suum, enseña Santo Tomás: el entendimiento reflexiona sobre su acto, no sobre su esencia inmediata. Pretender lo contrario sería como pedir a un espejo que se refleje a sí mismo sin otro delante.

De modo que, si se piensa, se piensa algo. Y que se piense algo implica ya la presencia de un ser, real o imaginario. No importa ahora si ese algo es un unicornio o un número; importa que es. Que tiene entidad al menos pensada. La conciencia de sí no es anterior al mundo, sino que se da en medio del mundo. Se siente porque se siente algo.

Este hecho fundamental se presenta de dos modos:

Primero, por una sensación viva. Un leve soplo de aire, el roce de una tela, una luz que hiere los ojos, bastan para poner en marcha la autoconciencia. El sujeto se experimenta como viviente, como supuesto de las acciones del ver, oír, tocar. Lo primero que sabe de sí es que es un ser vivo.

Segundo, por la conciencia del mundo exterior. El sujeto no solo se siente, sino que se siente entre cosas. Unas le pertenecen, como las imágenes, los placeres, los recuerdos. Otras le son exteriores: montañas, ríos, cielos, otros hombres. A las primeras las llamamos subjetivas; a las segundas, objetivas. La distinción, aunque convencional, permite operar con precisión. Pero ambos ámbitos son inseparables. Sin mundo, no hay yo; sin alteridad, no hay identidad.

Este hecho se comprueba fácilmente. Baste recordar que cuando cesan los estímulos externos, sea en un sueño profundo o en la anestesia, también cesa la conciencia. Por mucho que se proclame sujeto trascendental o centro de irradiación ontológica, el hombre depende de la periferia: es centro porque hay entorno.

Todo obrar humano confirma esta dependencia. Quien quiere actuar mide su querer con lo que le rodea. Encuentra medios y obstáculos. El mundo no solo le asiste, sino que también le limita. Esa limitación es triple: física, pues el sujeto es cuerpo entre cuerpos; intelectual, pues conocer requiere tiempo y estudio; y volitiva, pues no siempre se quiere lo que se hace, ni se hace lo que se quiere.

Luego todo se hace contando con el ser. No es la Idea ni el conocer lo primero, sino el ente. Todo lo pensado, sentido o imaginado se presenta como algo: una entidad, aunque solo sea en imagen. El ser, pues, es presupuesto de todo acto mental. Se conoce una cosa cuando está presente, al menos virtualmente, a los sentidos. Lo primero que se conoce son entes sensibles, concretos, determinados. La inteligencia no empieza replegándose en sí, sino abriéndose al mundo.

La inteligencia humana, como observaba Aristóteles, requiere proporción con lo que conoce. Aunque capaz de lo más alto, necesita ascender desde lo más bajo. Su conocimiento se inicia en lo sensible, pero no se agota en ello. Mediante la abstracción, alcanza lo universal.

Sin embargo, la ontología no se detiene en lo particular, como lo hace la ciencia empírica. Ella no se ocupa de esta o aquella cosa, sino de lo común a todas. Cada ser es un “algo” y un “qué”, y en ambos sentidos es un ente. No se trata de piedras, plantas o astros, sino del ser que cada uno posee en cuanto ser. Por eso la ontología, como filosofía primera, trata del ente en cuanto tal.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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