Desmesuras ideológicas

Era una época de ideas con patas largas y cabezas sin rostro, donde los pensamientos no nacían, sino que eran lanzados como fuegos artificiales a un cielo saturado de chispas intelectuales. A cada chispa le correspondía un grito, una proclama, un “yo también existo” en el gran mercado de las ideas, donde lo que no tenía silueta aguda moría antes de haber respirado. Era el tiempo de los pensamientos esculpidos con cuchilla, de los perfiles tan afilados que podían cortar incluso a quien los pensaba.

Porque nadie quería moldear ideas, eso llevaba mucho tiempo, calor, esfuerzo, sino perfilarlas con bisturí, como se perfila un cadáver antes de embalsamarlo. No era el amor por la verdad lo que movía al autor, sino el horror al olvido. Y así, cada pensamiento debía llevar sombrero, bigote y pancarta. Si no lo hacía, quedaba como un náufrago sin isla. Si el autor no se perfilaba, el editor lo haría, o sus fieles, o sus enemigos. Era el arte de brillar en un océano donde cada ola ya estaba iluminada por mil luces que reclamaban ser sol.

En este mundo de luces, los pensamientos eran exhibidos como productos de feria. Con eslóganes, con jingles. Y esto no era una moda: era una necesidad mecánica. Como si la mente humana hubiera sido sustituida por una centralita de radio, donde cada frecuencia gritaba más alto que la anterior, y los silencios estaban prohibidos por decreto. La publicidad no nació con las universidades ni con las imprentas: nació con  la mente humana, cuando esta aprendió que una palabra dicha con fuerza podía mover más que una dicha con verdad.

La tragedia no era la impostura, sino la necesidad de impostar. La maquinaria del pensar nos había enseñado que, si queríamos que algo viviera, tenía que llegar pintado con colores tan chillones que su esencia se diluía. Lo íntimo, lo sencillo, lo verdadero quedaba aplastado por el clarín. Ya no bastaba con saber. Había que sonar, y sonar alto. Había que emitir aullidos en lugar de meditaciones.

Así, la religión antigua, que subía como un peregrino por escalones de humildad, por la devoción, la parroquia, la iglesia o la confesión, había sido reemplazada por una escalera eléctrica en descenso: religiones encubiertas, libros ininteligibles, tratados de autoayuda, revistas de ciencia pop, panfletos de chiste fácil y, en lo más bajo, oficinas de saber oculto atendidas por funcionarios del misterio.

Y en este carnaval de ideas, la monomanía no era una enfermedad extraña. Era la norma. Pero no cualquier monomanía. No la del loco que ve ángeles o demonios en cada esquina, sino la del intelectual que convierte una mancha de sol en dogma, que ve en una terapia solar no sólo una cura, sino el inicio de la auténtica vida humana. No le bastaba decir que el sol curaba. Decía que sin sol no había historia.

Así, el antisemita no sólo mentía: convertía su mentira en mito fundacional. El psicoanalista no sólo quería curar: quería rehacer al hombre desde el sótano del alma. El baconiano no sólo quería descubrir un nombre detrás de Shakespeare: quería redibujar el linaje de la genialidad, como si la sangre azul llevara tinta literaria en sus glóbulos. Y el pacifista, tan ajeno al ruido, quería crear un ser humano que jamás había existido, un Adán sin dientes, sin puños, sin sombra.

Cada uno de ellos, en su rincón, plantaba un jardín y lo llamaba cosmos. Lo regaban con certezas y lo abonaban con hipérboles. El resultado era siempre el mismo: pensamientos modestos que se inflaban como globos hasta ocultar la luna. El hallazgo de una nueva pestaña en la mosca doméstica se convertía en la clave del reino animal, y de ahí, del universo. El pensamiento original, aquel germen discreto, se perdía bajo capas de grandeza, hasta que nadie recordaba qué lo había originado.

Y como todo globo, no tenía espacio para el humor. Porque el humor necesita contrastes, detalles, sombra. Y eso no lo ve el que sufre de elefantiasis del alma. El que convierte cada cosa en cosmos no puede reír, porque cada broma es un pinchazo, y no hay nada más temido por quien ha inflado su idea hasta que tapa el sol.

En este teatro de sombras inmensas, las religiones encubiertas luchaban no contra personas, sino contra conceptos. El comunista, cuando hablaba del nuevo estado, no se atrevía a señalar nombres y apellidos. No decía: “hay que quitarle el dinero a Fulano, hay que despojar a Mengano”. No. Decía “capitalismo”, decía “el sistema”, decía “la estructura”. Y de pronto, el pensamiento se inflaba como un dirigible y flotaba sobre nuestras cabezas, sin raíz, sin carne y sin tierra.

Así era la época: una catedral de globos. Una feria de pensamientos hipertrofiados que habían olvidado que una idea, antes que cosmos, era semilla. Que el mundo no se cambia desde el megáfono, sino desde la mesa de trabajo. Que el verdadero creador no perfila: cultiva. Y que, tal vez, sólo tal vez, el pensamiento más valioso es aquel que nunca se atreve a proclamarse a sí mismo como el centro del universo.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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