Kant: El principio categórico

El presente texto de Kant tiene por objeto la formulación del imperativo categórico así como su fundamentación. Imperativo, mandato o precepto es una clase de juicio práctico que pertenece por definición al campo de la moral.

Las principales obras de Kant que tienen como asunto los problemas éticos o morales son tres: Crítica de la razón práctica, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, a la que pertenece el presente texto, y Metafísica de las costumbres. En todas ellas, pero especialmente en las dos primeras, se trata de descubrir el fundamento supremo de la obligación moral. Kant defiende a este respecto que aquél no ha de buscarse ni en la naturaleza del hombre, ni tampoco en las circunstancias que le rodean, sino que debe tratarse de un fundamento total y enteramente a priori.

En efecto, supongamos que un hombre se ve en la obligación de ayudar a otro por motivos tan distintos como la amistad, la compasión o simplemente el deseo de la felicidad ajena. En todos estos casos la obligación de ayudar adquiere validez únicamente por el fin que se persigue con ella, de donde se desprende que su validez no puede ser más que relativa, nunca universal o absoluta. Digamos que el valor de la obligación de ayudar está limitado o condicionado por determinadas circunstancias, como son el tratarse de un amigo o nuestra naturaleza humana compasiva y bondadosa. Para que un mandato o imperativo tenga validez universal no puede estar sujeto a condicionantes empíricos de ninguna clase. La obligación moral de ayudar a otro tiene que llevar consigo una necesidad absoluta, la cual solo se produce cuando actuamos porque es nuestro deber. El auténtico valor moral de una acción no reside, por tanto, en los fines que pretenden obtenerse a su través, sino en el respeto al deber.

Kant distingue entre imperativos hipotéticos y categóricos, según que nuestros actos se produzcan o no por la exigencia del deber. La obligación de actuar por respeto al deber es la principal diferencia existente entre los dos imperativos mencionados. Los imperativos hipotéticos prescriben una acción bajo determinadas condiciones, como cuando decimos, por ejemplo, que hay que ayudar a otro si se trata de un amigo o si queremos sentirnos bien. Los imperativos categóricos, por el contrario, no estipulan condición alguna, pues la necesidad de ayudar se apoya únicamente en el respeto al deber.

El imperativo categórico, según se desprende de la fórmula contenida en el texto, no prescribe ninguna acción concreta. Se limita a señalar el criterio conforme al cual hemos de ajustar nuestras acciones si queremos que éstas adquieran valor moral.

Kant apuesta claramente por la superioridad de una ética basada en principios morales de esta última clase frente a éticas como la aristotélica que defienden principios morales hipotéticos. Las teorías morales del primer tipo reciben el nombre de éticas formales, mientras que estas últimas el de éticas materiales.

El concepto kantiano del deber constituye, como se desprende de todo lo anterior, el  centro neurálgico de la obligación moral. El deber pertenece al sujeto racional humano. Es, en otras palabras, el principio formal de la voluntad, por lo que carece de sentido afirmar que las acciones puedan ser buenas o malas, siendo así que lo único que cuenta a efectos morales es una voluntad buena.

Kant define el deber como la necesidad de una acción por respeto a la ley y esta ley no es otra que la que nos induce a obrar de modo que usemos la humanidad tanto en nosotros como en los demás como un fin y nunca como un medio.

La idea de que el hombre no es una simple cosa o un simple objeto se deriva de nuestra naturaleza racional y de esta última deriva finalmente la prohibición absoluta de tomar a uno mismo y a los demás como un medio. Puede decirse, por tanto, que es en nuestra naturaleza racional donde reside el fundamento último de todo principio objetivo de tipo práctico.


CAPÍTULO 1: Tránsito del conocimiento moral vulgar de la razón al conocimiento filosófico.

Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda pensarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad. El entendimiento, el gracejo, el juicio, o como quieran llamarse los talentos del espíritu; el valor, la decisión, la perseverancia en los propósitos, como cualidades del temperamento, son sin duda, en muchos respectos buenos y deseables; pero también pueden llegar a ser extraordinariamente malos y dañinos si la voluntad que ha de hacer uso de estos dones de la naturaleza (…) no es buena. Lo mismo sucede con los dones de la fortuna. El poder, la riqueza, la honra, la salud misma y la completa satisfacción y el contento del propio estado, bajo el nombre de felicidad, dan valor, y tras él, a veces arrogancia, si no existe una buena voluntad que rectifique y acomode a un fin universal el influjo de esa felicidad y con él el principio todo de la acción ( … )

La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma. Considerada por sí misma, es, sin comparación, muchísimo más valiosa que todo lo que por medio de ella pudiéramos verificar en provecho o gracia de alguna inclinación y, si se quiere, de la suma de todas las inclinaciones. Aun cuando, por particulares enconos del azar o por la mezquindad de una naturaleza madrastra, le faltase por completo a esa voluntad la facultad de sacar adelante su propósito; si, a pesar de sus mayores esfuerzos, no pudiera llevar a cabo nada y sólo quedase la buena voluntad ‑no desde luego como un mero deseo sino como el acopio de todos los medios que están en nuestro poder‑, sería esa buena voluntad como una joya brillante por sí misma, como algo que en sí mismo posee su pleno valor. La utilidad o la esterilidad no pueden ni añadir ni quitar nada a ese valor     ( … ).

Para desenvolver el concepto de una voluntad digna de ser estimada por sí misma, de una voluntad buena sin ningún propósito ulterior, tal como ya se encuentra en el sano entendimiento natural, sin que necesite ser enseñado, sino, más bien explicado, para desenvolver ese concepto que se halla siempre en la cúspide de toda la estimación que hacemos de nuestras acciones y que es la condición de todo lo demás, vamos a considerar el concepto del deber que contiene el de una voluntad buena, si bien bajo ciertas restricciones y obstáculos subjetivos, los cuales, sin embargo, lejos de ocultarlo y hacerlo incognoscible, más bien por contraste lo hacen resaltar y aparecer con mayor claridad.

Prescindo aquí de todas aquellas acciones conocidas ya como contrarias al deber, aunque en este o aquel sentido puedan ser útiles; en efecto, en ellas ni siquiera se plantea la cuestión de si pueden suceder por deber, puesto que ocurren en contra de éste. También dejar a un lado las acciones que, siendo realmente conformes al deber, no son de aquellas hacia las cuales el hombre siente inclinación inmediatamente; pero, sin embargo, las lleva a cabo porque otra inclinación le empuja a ello. En efecto, en estos casos puede distinguirse muy fácilmente si la acción conforme al deber ha sucedido por deber o por una intención egoísta. Mucho más difícil de notar es esa diferencia cuando la acción es conforme al deber y el sujeto, además, tiene una inclinación inmediata hacia ella. Por ejemplo: es conforme al deber que el mercader no cobre más caro a un comprador inexperto; y en los sitios donde hay mucho comercio, el comerciante avisado y prudente no lo hace, en efecto, sino que mantiene un precio fijo para todos en general, de suerte que un niño puede comprar en su casa tan bien como otro cualquiera. Así, pues, uno es servido honradamente. Mas esto no es ni mucho menos suficiente para creer que el mercader haya obrado así por deber, por principios de honradez: su provecho lo exigía; (…)

En cambio, conservar cada cual su vida es un deber, y además todos tenemos una inmediata inclinación a hacerlo así. Mas, por eso mismo, el cuidado angustioso que la mayor parte de los hombres pone en ello no tiene un valor interior, y la máxima que rige ese cuidado carece de un contenido moral. Conservan su vida conformemente al deber, sí; pero no por deber.  En cambio, cuando las adversidades y una pena sin consuelo han arrebatado a un hombre todo el gusto por la vida, si este infeliz, con ánimo entero y sintiendo mas indignación que apocamiento o desaliento, y aun deseando la muerte, conserva su vida sin amarla, sólo por deber y no por inclinación o miedo, entonces su máxima sí tiene un contenido moral. ( … )

La segunda proposición es esta: una acción hecha por deber tiene su valor moral, no en el propósito que por medio de ella se quiere alcanzar, sino en la máxima por la cual ha sido resuelta; no depende, pues, de la realidad del objeto de la acción, sino meramente del principio del querer, según el cual ha sucedido la acción, prescindiendo de todos los objetos de la facultad del desear. Por lo anteriormente dicho se ve con claridad que los propósitos que podamos tener al realizar las acciones, y los efectos de éstas, considerados como fines y motores de la voluntad, no pueden proporcionar a las acciones ningún valor absoluto y moral. ¿Dónde pues, puede residir este valor, ya que no debe residir en la voluntad, en relación con los efectos esperados? No puede residir sino en el principio de la voluntad, prescindiendo de los fines que puedan realizarse por medio de la acción (…).

La tercera proposición, consecuencia de las dos anteriores, la formularía yo de‑ esta manera: el deber es la necesidad de una acción por respeto a la ley. ( … ) Una acción realizada por deber tiene que excluir por completo el influjo de la inclinación, y con ésta todo objeto de la voluntad; no queda, pues, otra cosa que pueda determinar la voluntad, si no es, objetivamente, la ley y, subjetivamente el respeto puro a esa ley práctica y, por tanto, la máxima de obedecer siempre a esa ley, aun con perjuicio de todas mis inclinaciones. ( … )

Pero ¿cuál puede ser esa ley cuya representación, aun sin referirnos al efecto que se espera de ella, tiene que determinar la voluntad para que ésta pueda llamarse buena en absoluto y sin restricción alguna? Como he sustraído la voluntad a todos los afanes que pudieran apartarla del cumplimiento de una ley, no queda nada más que la universal legalidad de las acciones en general ‑que debe ser el único principio de la voluntad‑;  es decir, yo no debo obrar nunca más que de modo que pueda querer que mi máxima deba convertirse en ley universal. ( … )

Para saber lo. que he de hacer para que mi querer sea moralmente bueno, no necesito ir a buscar muy lejos una penetración especial. Inexperto en lo que se refiere al curso del mundo, incapaz de estar preparado para los sucesos todos que en él ocurren, bástame preguntar: ¿puedes querer que tu máxima se convierta en ley universal? Si no, es una máxima reprobable, y no por algún perjuicio que pueda ocasionarte a ti o a algún otro, sino porque no puede convenir, como principio, en una legislación universal posible; la razón me impone respeto inmediato por esta universal legislación, de la cual no conozco aún el fundamento ‑que el filósofo habrá de indagar‑. ( … )

CAPÍTULO II: Tránsito de la filosofía moral popular a la metafísica de las costumbres.

…Y en esta coyuntura, para impedir que caigamos de las alturas de nuestras ideas del deber, para conservar en nuestra alma el fundado respeto a su ley, nada como la convicción clara de que no importa que no haya habido nunca acciones emanadas de esas puras fuentes, que no se trata aquí de si sucede esto o aquello, sino de que la razón, por sí misma e independientemente de todo fenómeno, ordena lo que debe suceder (…); así, por ejemplo, ser leal en las relaciones de amistad no podría dejar de ser exigible a todo hombre, aunque hasta hoy no hubiese habido ningún amigo leal, porque este deber reside, como deber en general, antes que toda experiencia, en la idea de una razón que determina la voluntad por fundamentos a priori.

( … )

El peor servicio que puede hacerse a la moralidad es quererla deducir de ciertos ejemplos. Porque cualquier ejemplo que se me presente de ella tiene que ser a su vez previamente juzgado según principios de la moralidad, para saber si es digno de servir de ejemplo originario, esto es, de modelo; y el ejemplo no puede ser en manera alguna el que nos proporcione el concepto de la moralidad. ( … )

Todos los imperativos exprésanse por medio de un «deber ser» y muestran así la relación de una ley objetiva de la razón a una voluntad que, por su constitución subjetiva, no es determinada necesariamente por tal ley (una constricción). Dicen que fuera bueno hacer u omitir algo; pero lo dicen a una voluntad que no siempre hace algo sólo porque se le represente que es bueno hacerlo. Es, empero, prácticamente bueno lo que determina la voluntad por medio de representaciones de la razón y, consiguientemente, no por causas subjetivas, sino objetivas, esto es, por fundamentos que son válidos para todo ser racional como tal. ( … )

Pues bien, todos los imperativos mandan, ya hipotética, ya categóricamente…   Ahora bien, si la acción es buena sólo como medio para alguna otra cosa, entonces el imperativo es hipotético; pero si la acción es representada como buena en sí, esto es como necesaria en una voluntad conforme en sí con la razón, como un principio de tal voluntad, entonces el imperativo es categórico. ( … )

El imperativo categórico es, pues, único, y es como sigue: obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal. ( … )

La universalidad de la ley por la cual suceden efectos constituye lo que se llama naturaleza en su más amplio sentido…; esto es, la existencia de las cosas, en cuanto que está determinada por leyes universales. Resulta de aquí que el imperativo universal del deber puede formularse: obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por tu voluntad, ley universal de la naturaleza ( … )

En una filosofía práctica donde no se trata para nosotros de admitir fundamentos de lo que sucede, sino leyes de lo que debe suceder, aún cuando ello no suceda nunca ( … ) no necesitamos instaurar investigaciones acerca de los fundamentos de por qué unas cosas agradan o desagradan… no necesitamos investigar en qué descanse el sentimiento de placer y dolor, y cómo de aquí se originen deseos e inclinaciones y de ellas máximas, por la intervención de la razón;… porque si la razón por sí sola determina la conducta… ha de hacerlo necesariamente a priori. (…)

Pero suponiendo que haya algo cuya existencia en sí misma posea un valor absoluto, algo que, como fin en sí mismo, pueda ser fundamento de determinadas leyes, entonces en ello y sólo en ello estaría el fundamento de un posible imperativo categórico, es decir, de la ley práctica.

Ahora yo digo, el hombre, y en general todo ser racional, existe como fin en sí mismo, no sólo como medio para usos cualesquiera de esta o aquella voluntad; debe en todas sus acciones, no sólo las dirigidas a sí mismo, sino las dirigidas a los demás seres racionales, ser considerado siempre al mismo tiempo como fin. (…)

Si, pues, ha de haber un principio práctico supremo y un imperativo categórico con respecto a la voluntad humana, habrá de ser tal que, por la representación de lo que es fin para todos necesariamente, porque es fin en sí mismo, constituya un principio objetivo de la voluntad y, por tanto, pueda servir de ley práctica universal. El fundamento de este principio es: la naturaleza racional existe como fin en sí mismo. Así se representa necesariamente el hombre su propia existencia, y en ese respecto es ella un principio  subjetivo de las acciones humanas. Así se representa, empero, también todo ser racional su existencia, a consecuencia del mismo fundamento racional, que para mí vale; es, pues, al mismo tiempo un principio objetivo, del cual, como fundamento práctico supremo, han de poder derivarse todas las leyes de la voluntad. El imperativo práctico será, pues, como sigue: obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio.

(KANT, I., Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, trad. de M. García Morente, Espasa‑Calpe.1973, pp. 25-108)

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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