La memoria

La memoria es una facultad tan importante que cuando se pierde completamente no es posible siquiera saber uno quién es. Luego está directamente relacionada con la experiencia íntima de la identidad personal. Es el registro del pasado el que proporciona al hombre esta experiencia. Pero la expresión es incorrecta: no se registra el pasado, sino sólo sus rastros. Por lo mismo, tampoco es posible revivirlo. Solamente se pueden revivir las señales, las trazas, del pretérito. Es lo mismo que sucede en otros terrenos, donde se tiene en cuenta algún tipo de memoria, como la arqueología y la historia. Estas ciencias son capaces de dar una noción del pasado echando mano de restos fósiles, herramientas halladas en yacimientos antiguos, obras arquitectónicas, documentos escritos…, vestigios en suma de tiempos anteriores, pero no puede trasladarse a esos tiempos anteriores. La memoria, en un caso como en el otro, no es reproducción de lo vivido, sino de las huellas imprimidas por la experiencia de lo vivido. Esto es evidente y no vale la pena siquiera discutirlo.

Lo que interesa, pues, es descubrir cómo tiene lugar este hecho de memoria, es decir, cómo almacena un organismo vivo estas huellas de una experiencia que se vive a lo largo de toda la vida. Puesto que está claro que dicha experiencia no es heredada genéticamente, el preguntarse por su fijacíón es lo mismo que preguntarse cómo se aprende o cómo funciona la base neuronal durante los procesos de aprendizaje.

Para precisar conceptos, es conveniente mencionar las investigaciones de Pavlov (1849–1936) sobre los reflejos. Este autor cita en su libro Fisiología y psicología[1] dos experiencias. La primera: verter una solución débil de ácido en la boca de un perro. La reacción es inmediata: bruscos movimientos de cabeza para rechazarlo, salivación abundante para limpiar la boca… La segunda: repetir lo mismo en varias ocasiones inmediatamente después de producir un cierto sonido. En poco tiempo se logra el mismo resultado: movimientos de cabeza y salivación abundante como respuesta al sonido.

Estas dos experiencias muestran la diferencia entre un reflejo condicionado y otro incondicionado. El segundo es la conexión permanente entre un estímulo incondicionado –el de la primera experiencia– y la respuesta del organismo. El primero es la conexión temporal entre un estímulo condicionado –el sonido de la segunda experiencia– y la misma respuesta del organismo.

Los reflejos incondicionados son conductas heredadas por los organismos. Los condicionados son aprendidos. Cuando éstos últimos tienen lugar, los animales, sobre todo los inteligentes, no son siempre tan pasivos como creía Pavlov. Cuando se utiliza un estímulo incondicionado (EI) doloroso, como una descarga eléctrica, los animales inteligentes aprenden pronto a dar una respuesta condicionada (RC) capaz de evitarlo. Dicha respuesta no es, pues, de la misma clase que decía Pavlov. Todo indica que los organismos animales son capaces de reaccionar de un modo no impuesto por la herencia genética a estímulos que tampoco han sido previstos por ella, sino a señales suyas. En el caso del hombre la situación es más compleja, pues posee un segundo sistema de señales, el lenguaje articulado, que es también capaz de influir en su organismo.

Las respuestas condicionadas en que el sujeto no se limita a ser pasivo dependen de la corteza cerebral mucho más que las otras, sobre todo en los vertebrados superiores y los mamíferos. Luego la cuestión, más precisa ahora, vuelve a ser la de cuál es el funcionamiento de esta base cerebral para que el organismo sea capaz de aprender a dar respuestas adecuadas al medio externo o interno. Y, para plantear del modo más exacto posible el problema, ha de tenerse en cuenta que el almacenamiento de información no puede proceder siempre del mismo modo. ¿Cómo si no se explicaría que en algunas ocasiones se aprende algo para olvidarlo inmediatamente después, como al memorizar por un corto instante un número de teléfono que no volvemos nunca a recordar después de haberlo marcado, mientras que en otras ocasiones tenemos aprendido algo de lo que no hacemos uso más que cuando queremos, como es el caso de una película vista hace tiempo? La primera memorización dura unos cuantos segudos, hasta que se borra definitivamente. La segunda parece estar permanentemente borrada, pero aflora en cuanto la voluntad lo ordena. Son dos clases distintas de fijación de lo aprendido. Hay otras además. Hay veces en que no podemos recordar algo que con toda certeza sabemos, como una canción, una fecha, el nombre de un personaje importante… Sin embargo, en un momento inesperado, nos viene sorprendentemente a la memoria. Otras veces, como han demostrado muchos experimentos de hipnotismo, el sujeto recuerda sin dificultad datos de su pasado que no puede volver a representarse cuando han pasado los efectos de la hipnosis. De aquí es posible concluir que en nuestra memoria hay datos almacenados a los que no podemos llegar jamás, lo que nos conduce forzosamente a distinguir entre memoria y recuerdo. La primera tiene que consistir en algún tipo de transformación en la estructura u ordenación de las células cerebrales, y el segundo en una localización, dependiente en ocasiones de la voluntad, pero no en otras, de dicho cambio.

¿Cómo se produce todo esto? Más concretamente: “¿Cómo pueden ser convertidos los efímeros flujos de iones de los impulsos nerviosos, que tan sólo duran unos milisegundos, en un rastro que puede durar toda la vida?”. Esos rastros, que, según todos los indicios, tienen que permanecer en el cerebro a disposición de su dueño, reciben el nombre de engramas. Estos deben empezar a formarse cuando, en los momentos en que el sujeto está memorizando, tiene lugar una actividad eléctrica de cierta duración en muchas regiones del encéfalo. Al menos una parte de dicha actividad debe guardar relación con la fijación de la experiencia, es decir, con la memoria propiamente dicha. Se trata de circuitos nerviosos, o anillos neuronales, en los que reverberan los impulsos eléctricos. Si dicha reverberación permanece durante un lapso de unos breves minutos, pasarán por esos anillos varios millones de impulsos. Así se produce la memoria a corto plazo, la que, según el ejemplo dado más arriba, existe cuando se aprende un número de teléfono para olvidarlo inmediatamente después de haberlo marcado.

Pero esto es sólo el comienzo. ¿Cómo se transforma esta memoria a corto plazo, por la que empieza todo aprendizaje, en otra a largo plazo? La respuesta no puede ser otra que suponer que en la corteza cerebral debe quedar necesariamente algún tipo de rastro indeleble, o casi indeleble, después de haber pasado esos impulsos nerviosos. El problema es saber qué clase de rastro puede ser.

Todavía no existe una teoría perfectamente probada sobre este asunto, pero hay múltiples experimentos que parecen apuntar a la siguiente. Según se acaba de decir, es muy probable que la fijación de la memoria se deba a la repetida circulación de impulsos eléctricos en circuitos neuronales. Cuando eso sucede, el intercambio de iones entre células es considerable. Se sabe además que la estructura de las proteínas supresoras poseídas por las células nerviosas puede ser alterada cuando la concentración iónica alcanza un cierto valor crítico, lo que impide inhibir algún gen operador. Este gen, así liberado, puede entonces iniciar una síntesis de una cadena de ARNm, que a su vez programa “la síntesis de proteínas realizada por los ribosomas de la neurona”[2]. De este modo puede alterarse la resistencia de los circuitos nerviosos para la transmisión de impulsos, gracias a esa acción de las “proteínas de la memoria”, provocando un descenso en la resistencia de los circuitos neuronales excitados durante una situación de aprendizaje.

En esos circuitos de baja resistencia del cerebro, y sobre todo del córtex, se almacena información de la experiencia pasada. Es la vida del animal o del ser humano: una red de circuitos. Las nuevas experiencias inciden sobre ellos, pudiendo un sujeto reconocer patrones. Cuando así sucede, se produce una vía hacia una respuesta motora adecuada. Al reconocer el fuego, se retira la mano; al ver la comida se segrega saliva… Así se explica la aparición de reflejos condicionados, es decir, el aprendizaje.

Para terminar, algunas cuestiones importantes. La primera es la capacidad que tenemos los humanos de unir recuerdos a voluntad. No lo hacemos siempre que queremos, por supuesto, pero es indudable que podemos sacar a la luz nuestros recuerdos sin necesidad de que se dé un estímulo externo. Esta actividad debe tener algo en común con la atención selectiva que asimismo poseen los seres humanos, al igual que la totalidad de los animales: prescindir de datos de los sentidos sin importancia biológica. La diferencia entre el hombre y el animal estriba en el hecho de que aquél posee un segundo sistema de señales, en la terminología de Pavlov. Estas señales de segundo orden, capaces de sustituir a las del primero, podrían ser activadas por los mecanismos de atención selectiva en ausencia de tales señales primarias. En esto podría muy bien consistir el pensamiento solitario. A fin de cuentas, el poder de simbolización solamente se ha desarrollado de una manera tan completa en los hombres. Con todo, debe volverse a decir que algunos, o tal vez muchos, puntos de la memoria escapan permanentemente a esta luz de la atención.

La segunda cuestión se refiere a la imaginación creadora. Esta realmente no crea de la nada. Nadie puede hacer tal cosa. Los juegos de libre asociación, que dan lugar al hombre de genio, pueden consistir en la actividad de circuitos cerebrales que disparan, por así decir, la actividad de circuitos vecinos, en la reactivación de recuerdos almacenados por el influjo de imágenes, en su reordenamiento y transmutación en formas nuevas. No hay nada nuevo que no sea viejo. (Esta imaginación procura consuelos en la psicología individual y adelanta la estructura de la realidad en la mente del científico. V. Sebag y algún psicólogo)

(Para ampliar las ideas de este apunte, v. de Smith, C.U.M., El cerebro, trad. de J.O.Klein, Alianza Editorial, Madrid, 1970, págs. 340–370.


 [1]Alianza Editorial, Madrid, 1970, págs. 25 y ss.
[2]V. C.U.M. Smith, El cerebro, pág. 365.


 

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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