Normas de conducta

¿En qué sentido se ocupa la filosofía moral de la conducta? No en el mismo que la psicología, la sociología, la etología, etc., pues no pueden existir conocimientos que se ocupen de lo mismo sin fundirse entre sí.

Aunque los términos “ética” y “moral” parecen referirse a la conducta, lo cierto es que van más allá de ella. Es lo que pasa también con otros conocimientos, como la economía, que debería dedicarse a la administración del hogar si conservara solamente su significado etimológico. De la misma manera que ésta trata de las normas que rigen las actividades industriales, comerciales, etc., así la filosofía moral trata de otras normas que rigen asimismo las conductas humanas, normas que son de tres clases: las que rigen la acción del hombre en su relación

  1. con la naturaleza,
  2. con otros hombres y
  3. con la divinidad.

¿Puede afirmarse sin más que existen dichas normas y no será necesario más bien demostrarlo? La respuesta a esta pregunta no puede ser más que una: aunque la gente acepta en general que existen, el filósofo moral no puede partir de esa convicción común y construir sobre ella su edificio de razones, pues así únicamente conseguiría parecerse a un astrónomo de principios de la Edad Moderna que hubiera fundado su ciencia sobre idea de que la Tierra es inmóvil, como entonces pensaba casi todo el mundo.

La existencia de las normas morales no puede probarse por medio de razones santurronas o mojigatas, sino por medio de razones a secas. Los primeros en darlas fueron los filósofos de la Antigua Grecia. A ellos les era tan natural el estudiar matemáticas, astronomía o filosofía como a nosotros preocuparnos de los coches, el dinero o la televisión. No en vano inventaron esas materias. Seguramente por eso se tomaron muy en serio la idea de que algunas cosas deben hacerse y otras no, la idea de que hay normas éticas y morales que deben ser obedecidas, y procedieron a probar que tales normas son reales.

Si alguno de nosotros hubiera podido acompañar a uno de ellos, Sócrates (Atenas, 470 a.C.- 399 a.C.), que tenía el raro hábito de filosofar haciendo preguntas, habría podido asistir alguna vez a un diálogo parecido a éste:

– Buen hombre ¿para qué sirve un zapato? –pregunta nuestro filósofo a un zapatero.
– Pues para calzarse -responde el otro como quien responde a un idiota.
– Y un zapatero ¿qué es?
– Un hombre que hace zapatos –vuelve a responder con idénticos tono y actitud.
– De dos zapateros ¿es mejor el que los hace buenos o el que los hace malos?
– El que los hace buenos, digo yo.
– Para ello hay que saber antes qué es un buen zapato ¿no?
– ¡Pues claro! –responde el otro.
– Luego un buen zapatero sabe lo que es un buen zapato ¿no es verdad?
– Sí, sin duda.
– ¿Y qué es un buen zapato, buen hombre?
– Pues… -al buen hombre no le viene nada a la cabeza, así que no puede decir qué es; pero si dice que no lo sabe es peor aún, porque alguien podría pensar que no es un buen zapatero. Por miró a Sócrates con cara de pocos amigos y guardó silencio.
– Parece cierto que para trabajar bien en algo hay que saber lo que uno se trae entre manos. También que si uno no lo sabe no podrá hacerlo, y menos aún hacerlo bien, a no ser por casualidad, pero no es de creer que alguien trabaje bien y lo haga por casualidad, ¿no es así?
– Sí, sí -respondió el zapatero, que ya estaba deseando dejar de contestarle.
– Por otro lado, hemos admitido demasiado deprisa que un buen zapatero es el que hace buenos zapatos y uno malo el que los hace malos. ¿No se podría plantear de otra manera? Tanto si los zapatos son buenos como si son malos, un zapatero será bueno si sabe hacer zapatos, lo cual es muy diferente. Nadie puede negar que quien sabe hacer bien una cosa también puede, si quiere, hacerla mal. Luego la clave no está en hacer algo, sino en saber y en querer hacerlo. ¿Hay algún error en esto?
El zapatero no contestó. Se había metido en su taller y en su tarea y no quiso saber nada más de aquel filósofo que había venido tan temprano a importunarle. Pero el filósofo ni siquiera se había dado cuenta de ello y en lugar de incomodarse siguió desgranando razones calle arriba conversando con su daimon:
– ¿No sucede aquí como en geometría, que primero se sabe con exactitud lo que es una circunferencia –línea curva cuyos puntos equidistan de otro llamado centro- y solamente después es posible dibujarla?
– Así debería ser, respondió el daimon.
– Es indudable que no resulta igual de fácil decir con exactitud qué es un buen zapato, un buen barco o una buena espada. Pero que no sea fácil no quiere decir que sea imposible. La dificultad parece que está más bien en nuestra inteligencia que en la cosa misma.
– Sin duda alguna.
– Algo tienen que ser el buen zapato y la buena espada, aunque no haya zapatos o espadas. En caso contrario ¿cómo es que se dice de alguien que es un buen zapatero o un buen herrero? Si estas dos cosas son nada, si no tienen ser, entonces o bien no se sabe lo que se dice y en ese caso sería mejor callar o bien sí se sabe y en ese otro caso debería poderse contestar a quien pregunte. Sin embargo, nadie contesta cuando se le pregunta.
– Luego parece que esas cosas no tienen ser.
– ¿Son no seres acaso? Bien sabes cuál es a mi juicio la naturaleza de los hombres, pues alguna vez te he explicado que nacen en el fondo de una caverna y allí permanecen toda su vida, que se encuentran atados de pies y manos de tal suerte que solamente pueden mirar una pared que hay al fondo, en la que se proyectan las sombras de unas figuras por causa de una hoguera que hay tras ellas, y que ninguno puede darse cuenta siquiera de que las sombras son sombras.
– Los hombres son seres extraños, sin duda alguna, Sócrates.
– Pero es así. Por eso pregunto ahora si lo que hace que alguien sea bueno o malo en algo es una sombra y un no-ser o es, por el contrario, algo real. Lo primero no puede ser. Las cosas no serían largas ni cortas si no existiera la unidad de longitud, con respecto a la cual son ciertamente largas o cortas. Los escribientes no cometerían faltas si no existieran las normas sintácticas, morfológicas, etc., con respecto a las cuales las cometen. Del mismo modo nadie obraría bien ni mal si no existieran normas éticas. Y no habría asesinatos, violaciones, traiciones, ni, en general, existirían el bien y el mal sobre la faz de la tierra. Otra cosa bien distinta es que nos sea fácil saber con exactitud qué son y cuáles son. Pero primero habría que aceptar que son reales para más tarde definir su ser.
– Es verdad.
– Que el bien y el mal existen es una cosa cierta. Que se ha de practicar el primero y evitar el segundo no lo es menos. De otro modo no habría bienes ni males, no podría decirse que alguien es asesino, violador o ladrón, y no sería justo que fuera castigado con multas o penas de prisión.
– Tampoco sería injusto, Sócrates.
– Tienes razón, pues donde no existe norma o criterio de bien y mal, de justicia e injusticia, nada es bueno o malo, justo o injusto, como nada es grande o pequeño si no existe una unidad de medida.

¿Qué decir de esto? Por lo pronto, que no es sencillo responder a las preguntas de Sócrates. Puede decirse lo que es una circunferencia o cualquier otra figura de la geometría, pero no lo que es un zapato, un barco o cualquier otra cosa que no sea una figura geométrica.

Sócrates quería definiciones y es muy dudoso que pueda haberlas en este terreno.

Pero él estaba convencido de que particularmente en este terreno tiene que haber definiciones precisas. Si no las hay, ¿cómo es que la gente utiliza conceptos como el de buen zapatero, buen carpintero, buen estratega, etc.? Una de dos, o no saben lo que dicen, y entonces deberían callarse, o sí lo saben, y entonces deberían decirlo. Si lo primero, entonces hay mucho que aprender de un buen artesano: lo que hace de él buen artesano. Si lo segundo, ¿cómo es que no calla? No hay más remedio que seguir preguntando, pensaría Sócrates.

Ahora bien, lo hace y nadie contesta bien. Sin embargo, no es posible que no exista la definición.

Quizá he cometido un lapsus: si ese criterio existe, no debería existir por casualidad, sino por necesidad, pues si el criterio es casual no parece que pueda ser muy útil. Se podría hacer uso de él según las circunstancias y, también según las circunstancias, dejarlo de lado, si fuera nacido del azar. Pero entonces no sería un criterio. ¿Es posible fijarse un rumbo que a cada instante pueda cambiar sin más ni más?

Otro obstáculo se interpone en nuestro camino, que expondremos valiéndonos de un símil de Platón. Dice este filósofo que los hombres nacemos en el fondo de una caverna, atados de pies y manos y colocados de tal suerte que solamente podemos mirar al frente, a unas sombras que se proyectan sobre la pared del fondo. Tan siniestro es nuestro sino que tomamos las sombras por cosas reales. Calderón también dice algo parecido en La vida es sueño. Por eso nos preguntamos:

¿Sucederá tal vez que lo que hace que alguien sea bueno o malo no sea más que una quimera de nuestra imaginación, sombras de la caverna que tomamos en nuestro desvarío por seres de carne y hueso? ¿No serán lo bueno y lo malo más que ensoñaciones de individuos que toman su locura por razón? Este es un problema tan grave que ahora es preferible soslayarlo hasta estar mejor pertrechados.

Supondremos por ahora que no, que lo bueno y lo malo no son ensoñaciones nuestras, como las que creía tener el príncipe Segismundo. Supondremos que hay cosas que se deben hacer y otras que no se deben hacer.

Este es el segundo paso que hemos logrado dar en esta introducción. Resumamos. En primer lugar, queda ya admitido que entre la mayoría de las acciones de los animales y la mayoría de las nuestras hay la diferencia de la deliberación. En segundo lugar, que por causa de ello algunas cosas deben ser hechas y otras no.

Ahora bien, si hay cosas que se deben hacer es porque no están hechas. Démosles un nombre, convenido ya entre filósofos: valores. Se impone una primera constatación: que no son cosas, hechos, o que no lo son en el mismo sentido en que lo son las demás cosas que conocemos, como los átomos, los números, las personas, los partidos políticos, los paisajes… Son cosas que no son, o no son todavía. Una vez que son, o se hacen, ya no son valores. Son hechos, que serán buenos o malos según se hayan ajustado -en su hechura, en la intención de quien los ha ejecutado, o en lo que sea…- a los valores previos. Cuando uno actúa conforme a ellos actúa bien, y mal en caso contrario.

Luego los hombres tienen valores. Esto no significa que actúen bien. Todo lo contrario. Si actúan mal es precisamente porque tienen valores. Entiéndase bien. No es que alguien se comporte mal porque haya valores, sino porque su comportamiento no se ajusta a ellos. Si no existieran, no habría nada a lo que ajustarse, y entonces nadie se portaría bien ni mal y, en consecuencia, no habría buenos ni malos.

Las cosas no serían grandes ni pequeñas si no existiera una medida, como el metro, con respecto al cual miden más o menos. Los escritores no cometerían faltas de ortografía si no existieran las normas ortográficas, que pueden ser conocidas por todos. Más claro todavía: nadie, entre los presentes, puede escribir mal o bien en japonés, porque ninguno conocemos ese idioma. Solamente conociendo sus normas sintácticas, ortográficas, morfológicas, etc., es posible escribir mal o bien en japonés.

Concluyamos diciendo que en general sólo comete errores o aciertos el que sabe, no el que no sabe. A lo cual puede añadirse, por ejemplo, que sólo el hombre puede volverse idiota, pues sólo él es capaz de faltar a las normas de la sensatez. Por lo mismo, para actuar mal, para cometer faltas de moral, es preciso que exista alguna regla. Si no estuviera mal robar-porque lo manda la ley, la conciencia propia, Dios…- nadie podría ser ladrón. Y si no estuviera mal matar nadie sería asesino.

¿Luego estamos obligados de antemano a algo? Eso parece. ¿Existe, pues, normas de conducta? ¿Quién lo negará? ¿No somos libres, por tanto? Esto no se sigue con claridad de lo otro. Pero ahora tampoco se puede resolver este enigma sin apartarnos de nuestro propósito, pero, dada la importancia que tiene y las insensateces que suelen decirse por doquier, vale la pena dar aquí también una opinión acorde con lo que llevamos dicho.

Habida cuenta de que los animales no se rigen por valores, o al menos no tenemos constancia de que así sea, y de que muchos hombres sí lo hacen o dicen que lo hacen, la conducta de animales y hombres no puede medirse por el mismo rasero. Un animal hace lo que quiere cuando puede, si nada se lo impide. O no hace ni bien ni mal, sino que sencillamente se deja llevar del dulce impulso del deseo. Un hombre, sin embargo, hace mal a veces, si se deja llevar del mismo deseo. Otras veces, por el contrario, hace bien. El asesinato me produce tal repugnancia que estoy convencido de que nunca asesinaré a nadie. La pereza me atrae y a veces no trabajo por su causa. Quiero que no haya asesinatos y quiero pasarme la vida sin trabajar. Parece evidente que si hago lo que quiero, entonces unas veces actuaré bien y otras mal. ¿Estará entonces la libertad reñida con la moral, por ser algo semejante a lo que hay entre animales? No, si se entiende que la libertad es hacer lo que se quiere, pero que hay que querer lo que se debe. Y lo que se debe hacer es convertir los valores en hechos.



 

Share

Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
Esta entrada fue publicada en Sin categoría. Guarda el enlace permanente.