La elefantiasis del deseo

De cómo un gusto privado se torna principio cósmico

No tiene altares ni himnos, ni clero, ni dogmas explícitos. Pero sí mártires, confesores y un fervor que todo lo impregna. La defensa vehemente de la homosexualidad, tal como se ha venido mostrando desde hace tiempo, se presenta como religión encubierta, mas no de incienso y cruz, sino de estética y disidencia. Como toda fe profunda, nace de un deseo de saber más y ser otra cosa. Se separa del cauce común, del hilo elemental que une al hombre con la mujer, y erige su templo en una secesión deliberada del mundo ordinario.

Oscar Wilde, que lo vivió en carne y palabra, dejó trazados los mandamientos de esta religión sin nombre en una conversación con Frank Harris. Decía que, desde el punto de vista de la belleza, ningún muchacho podía compararse con una mujer. Todo escultor, según él, debía corregir los senos y las caderas, suavizar lo abundante, idealizar lo curvo. El juicio era claro: lo que el mundo llama belleza femenina es, en realidad, deseo masculino mal comprendido. El joven, además, carece de celos, es compañero sin exigencia, presencia sin sombra. No siente envidia ni hostilidad hacia el trabajo del hombre. La mujer, decía Wilde, es un gato. El joven, un hombre. La pasión femenina, según él, degrada, pues busca seducir, no amar; desea el deseo del varón más que al varón mismo. Sigue leyendo

Share
Publicado en Filosofías de (genitivas), Religión | Comentarios desactivados en La elefantiasis del deseo

Los sellos invisibles

La necesidad de sentirse distinto

Desde algún país europeo. Primer tercio del siglo XX. Bajo las luces gastadas de los bulevares de París, mientras los cafés vierten vino y sospechas, se murmura aún hoy sobre la “Federico Barbarroja”, esa supuesta sociedad militar secreta alemana con tres millones de miembros. ¿Fantasía política? Tal vez. ¿Miedo disfrazado de fábula? Más seguro aún. Pero los alemanes conocen bien ese cuento y, en lugar de desmentirlo del todo, prefieren inventar otros.

No los inventan en las novelas, sino en las cervecerías, entre jarros de espuma y colillas, entre manos callosas y miradas serias. Hablan con gravedad de medios misteriosos capaces de hacer caer del cielo a los aviones enemigos, y del “Dingemittel”, esa palabra absurda y mística, ese polvillo secreto que multiplicará las cosechas como lo haría un profeta del Antiguo Testamento. Sigue leyendo

Share
Publicado en Filosofías de (genitivas), Religión | Comentarios desactivados en Los sellos invisibles

Las sombras que rezan

Sobre el lugar de los sacerdotes de la sospecha

Hace ya más de un siglo, en una biblioteca alemana donde el polvo era una capa de siglos y no de días, apareció un libro grueso, pesado como un oráculo y frío como un bisturí. Su autor, Alfred Lehmann, director de un laboratorio donde se diseccionaba la mente humana, se propuso la inusual tarea de atrapar, catalogar y aniquilar el murmullo que vive entre las grietas de la historia. Superstición y Hechicería se llamó la criatura. Y con ella, Lehmann creyó haber cercado el jardín secreto de las religiones encubiertas.

Pero ese jardín profundo, húmedo y resbaladizo no se deja cartografiar tan fácilmente. Porque quien llame “superstición” al fervor que se arrastra por las rendijas de las catedrales caídas no ha entendido nada. El mundo del espíritu, incluso disfrazado con máscaras de sangre y misterio, está más emparentado con la razón que con la necedad. Es su hermano indómito, su sombra luminosa. La verdadera superstición, en cambio, no argumenta, no deduce, no construye, sino que se agazapa. No quiere saber, sino sólo creer. Sigue leyendo

Share
Publicado en Filosofías de (genitivas), Religión | Comentarios desactivados en Las sombras que rezan

Sobre lo importante de las religiones encubiertas

No debe atenderse al delirio, el fraude, el engaño o la mistificación, sino a la fe del creyente.

Antes de examinar las formas concretas que adoptan hoy las religiones encubiertas, formas tales como sectas, cultos, movimientos de apariencia espiritual, ideologías transfiguradas, etc., conviene detenerse en una dificultad preliminar que, sin ser nueva, tiende a empañar el juicio con un velo de simplificación: el problema del fraude.

Carl Christian Bry lo expresa con meridiana claridad: se suele comenzar el estudio de estas religiones preguntando si son auténticas o falsas, si sus líderes son visionarios sinceros o meros estafadores. Esta pregunta, que parece la principal, y que acaso sea la única para muchos, encierra el riesgo de subestimar la cuestión misma por reducirla a una pesquisa moral o penal, con lo que se niega, sin desearlo, la posibilidad de comprender lo que se juzga. Y eso, en el fondo, es un modo de inmunizarse contra la inquietud y el estudio objetivo de este asunto. Sigue leyendo

Share
Publicado en Filosofías de (genitivas), Religión | Comentarios desactivados en Sobre lo importante de las religiones encubiertas

Desmesuras ideológicas

Era una época de ideas con patas largas y cabezas sin rostro, donde los pensamientos no nacían, sino que eran lanzados como fuegos artificiales a un cielo saturado de chispas intelectuales. A cada chispa le correspondía un grito, una proclama, un “yo también existo” en el gran mercado de las ideas, donde lo que no tenía silueta aguda moría antes de haber respirado. Era el tiempo de los pensamientos esculpidos con cuchilla, de los perfiles tan afilados que podían cortar incluso a quien los pensaba.

Porque nadie quería moldear ideas, eso llevaba mucho tiempo, calor, esfuerzo, sino perfilarlas con bisturí, como se perfila un cadáver antes de embalsamarlo. No era el amor por la verdad lo que movía al autor, sino el horror al olvido. Y así, cada pensamiento debía llevar sombrero, bigote y pancarta. Si no lo hacía, quedaba como un náufrago sin isla. Si el autor no se perfilaba, el editor lo haría, o sus fieles, o sus enemigos. Era el arte de brillar en un océano donde cada ola ya estaba iluminada por mil luces que reclamaban ser sol. Sigue leyendo

Share
Publicado en Filosofía práctica, Moral, Política | Etiquetado , | Comentarios desactivados en Desmesuras ideológicas

El salero invisible

Antes de ser símbolo, fue cosa, y antes de ser condena, fue recipiente de sal

En cada calle, detrás de cada ventana, junto a cada lámpara de noche que vela los sueños de los hombres, vive un pensamiento único, un filamento incandescente que se ha tragado el mundo. Así empiezan las religiones encubiertas: con una sola vela ardiendo en la oscuridad, convencida de que basta su llama para iluminar el universo entero.

Son monomanías necesitadas de tratamiento, sin duda, pero vestidas con la túnica del profeta, el disfraz de lo absoluto. Cogen una verdad, una sola, una chispa de certeza, y la inflan como un globo aerostático hasta que cubre el firmamento entero, y todo lo demás se vuelve sombra, o alimento para la llama. Su magia no está en su mentira, sino en su media verdad. Eso las hace funcionar. Y eso las hace peligrosas. Sigue leyendo

Share
Publicado en Filosofías de (genitivas), Religión | Comentarios desactivados en El salero invisible

Las nuevas religiones del Sol

De las sectas ideológicas

¿Puede capturarse un torbellino? ¿Puede embotellarse la niebla? Se ha intentado. Spengler, por ejemplo, con sus páginas anchas como océanos y tan imprecisas como nubes. Y sin embargo, si se quiere pensar en serio, y no sólo flotar a la deriva con las corrientes de moda, hay que buscar algo más. Algo concreto. Una llanura donde plantar un telescopio y medir el vaivén de las estrellas que nos perturban la conciencia.

Esa llanura existe. Es amplia como el mundo y tan antigua como el deseo humano de entender lo que no puede ver. Se llama religión encubierta. No es un templo con campanas ni un pastor con Biblia. Es un parque lleno de yoga matutino, un cuarto oscuro de tarot, una sala de espera donde se recitan mantras de autoayuda y se prescribe homeopatía junto a un café con leche de avena.

Aquí convergen las pasiones de nuestro tiempo, todas ellas disfrazadas de bienestar, de ciencia blanda, de revolución cultural o de simple moda. Y no están solas. Las acompaña una legión de creyentes con la fe de mártires antiguos y el ardor de cruzados digitales. Son los nuevos fanáticos, no de Dios ni de la patria, sino de su método para encontrar el centro del universo en su propia respiración.

¿Y qué es exactamente esta religión sin nombre? Es muchas cosas. Es numerología y sionismo, antisemitismo y yoga, amor fati y varillas de zahorí, vegetarianismo y leyendas de la Atlántida. Es una enciclopedia del sinsentido con prólogo de buena intención y notas al pie escritas con incienso. Cada letra del alfabeto tiene su rito y cada rito su pequeño altar en algún rincón de Internet.

El esperanto está allí. También la gimnasia rítmica, la oración por la salud, el superhombre nietzscheano, la reinterpretación de Fausto, la abolición de la servidumbre por intereses, la creencia de que Shakespeare fue Bacon, el antialcoholismo, el odio a los masones, la adoración de los extraterrestres, el movimiento juvenil, la danza expresionista, la genialidad como locura y la lectura cabalística del horóscopo de hoy.

¿Son sectas? Algunas. ¿Son estafas? No todas. ¿Son peligrosas? Tal vez. ¿Son reveladoras? Sin duda. Porque allí, en ese terreno movedizo, algo esencial de nuestra época se revela sin pudor. No pensamos: creemos. No juzgamos: nos dejamos llevar por el estado de ánimo. Y no buscamos la verdad: buscamos pertenecer.

Estas religiones modernas nacieron en catacumbas, sí, como los misterios de antaño. Pero ya no se contentan con lo subterráneo. Hoy se yerguen con orgullo al sol, aunque no sepan muy bien qué hacer con la luz. Reivindican su lugar no como ocultas, sino como evidentes. No como alternativas, sino como la verdadera realidad. No como metáforas, sino como salvación. “Tú puedes”, “tú mereces”, “tú eres luz”.

Y algunas han sido aceptadas por la academia y la ciencia sin más objeción que un bostezo. El psicoanálisis, por ejemplo, ese hijo bastardo entre Sófocles y el diván vienés. O el culto al héroe, que se cuela en discursos políticos, en campañas de publicidad y en los gimnasios donde se forjan titanes de carne y proteína.

Estas religiones del presente no huelen a incienso sino a desinfectante. No bendicen con agua sino con diagnósticos. No prometen paraísos más allá, sino plenitudes aquí, ahora, instantáneas, descargables, biodegradables. Son el zodíaco impreso en una camiseta. Son la vida anterior revelada por una app. Son la salvación en cuotas sin intereses.

Y así seguimos, hijos del torbellino, adoradores de lo que no entendemos pero que sentimos vibrar como una cuerda tensa en el centro del pecho. Quizás no haya un único dios. Pero sí hay una constante: la necesidad de creer, aunque sea en lo que acabamos de inventar.

Como dijo mi amigo, sabio entre ruinas, al leer esta letanía de lo increíble: “parecen catacumbas del pensamiento”. Y yo le respondí: “no, amigo mío… son catedrales del deseo”.

Y en sus vitrales no hay santos ni mártires. Solo nuestros reflejos

Share
Publicado en Filosofías de (genitivas), Religión | Comentarios desactivados en Las nuevas religiones del Sol

De los saberes humanos y su fundamento filosófico

Que no hay uno solo, sino muchos saberes, lo percibe fácilmente quien se detiene a contemplar con juicio recto el estado presente del entendimiento humano. Bien se engañan los que, inflados de presunción, dan al saber científico el lustre de una revelación moderna, y le tributan reverencias propias de la religión más acendrada. ¡Cuán temerario es suponer que la ciencia, con mayúscula, como si de una divinidad se tratase, ha abrazado ya el orbe entero del saber, y que no hay rincón del mundo que no haya sido alumbrado por su claridad!

Tal convicción, por más que se revista de lenguaje técnico y se presente con el ropaje de la exactitud, no deja de ser creencia ciega, fe del carbonero, o peor aún, idolatría racionalista de nuevo cuño, más supersticiosa por pretenderse ilustrada.

Mas la verdad es otra. Lo que en efecto hallamos no es una ciencia universal y compacta, sino un enjambre disforme de saberes particulares, cada uno con su objeto, su método y su lenguaje, muchas veces extraños entre sí y hasta incompatibles. ¿Qué afinidad guarda la clonación de la oveja Dolly, realizada por los doctores Ian Wilmut y Keith Campbell en 1996, con los experimentos de alta energía del Gran Colisionador de Hadrones, sito en Ginebra? ¿Podrán los unos comprender la física subatómica de los otros, o acaso intercambiar sus laboratorios sin mengua de resultados?

¿Y qué comunión guardan ambos con los saberes necesarios para fabricar una tableta electrónica, resolver ecuaciones cuadráticas o traducir del árabe el Liber de causis? Son saberes distintos, objetos diversos, y procedimientos que no admiten con facilidad ser sometidos a una regla común.

Cada uno de estos saberes reclama para sí un dominio particular y, una vez posesionado de él, suele intentar extender su imperio sobre otros ámbitos vecinos, si no se le opone resistencia suficiente. En esta pugna, unas disciplinas ceden, otras se expanden, y no pocas veces se ocultan los principios fundamentales sobre los cuales descansan. Pero donde hay choque, hay también límite, y el límite convida a la reflexión filosófica.

No tenemos, pues, ni La Ciencia ni El Mundo, en cuanto totalidad uniforme de entes. Lo que hay son ciencias singulares, que miran a porciones disímiles del ser: átomos, fonemas, almas, movimientos sociales, seres espirituales… Y estas realidades no caben bajo una sola categoría ni pueden ser todas explicadas con un mismo método.

Para intentar semejante hazaña, hallar razón suficiente de todos los entes en cuanto entes, es necesario ascender al terreno de la metafísica, que trata de ideas como la esencia, la existencia, la unidad, la causalidad o la participación. Pero esas razones, por su misma índole, no pertenecen a la ciencia, sino a la filosofía.

La filosofía, y sólo ella, puede decirse saber general, pues busca los principios comunes a todo cuanto es. Las ciencias, en cambio, se ocupan de segmentos concretos del ente: la física del movimiento y la energía, la medicina de la vida y la salud, la matemática de los números, y la teología, cuando es confesional, de las cosas divinas reveladas.

Ahora bien, si una ciencia particular osa extender su explicación a todo el ámbito del ser, deja de ser ciencia y comienza a filosofar. No hay ley que lo prohíba, pues el saber no es feudo de institución alguna; pero sí es justo advertir que tal empresa requiere instrumentos conceptuales robustos, que rara vez se encuentran en los manuales técnicos. Del mismo modo, si el filósofo se aventura a pronunciarse sobre los detalles que corresponden a una ciencia positiva, hace filosofía aplicada, o se extravía en presunción.

La filosofía debe cuidar de no confundirse con las partes que estudia, pero tampoco puede ignorarlas. Su deber es excavar hasta los cimientos de los principios que cada ciencia toma por dados. Porque toda ciencia presupone algo: números, espacio, tiempo, vida, divinidad… pero no se detiene a justificarlo. En cambio, la filosofía lo pone todo en cuestión.

Sirva de ejemplo el matemático, quien obra como si supiese qué son los números y de qué manera existen, aunque nunca se lo haya preguntado. En el instante en que lo hace, en que se pregunta, como Turing lo hizo en su célebre interpelación a Carnap y a Russell, si un número tiene existencia real, está ya en el campo de la filosofía.

Lo mismo cabe decir de la teología. El teólogo revelado parte de una verdad: que Dios existe y que se ha manifestado. Esta verdad la cree por fe, y con ella razona. Mas si se detiene a considerar en qué consiste tal fe, o qué significa que Dios sea, o si puede probarse su existencia, está haciendo teología natural, es decir, filosofía.

Ya Platón en su República (libro VI, 508e1–511e) distinguió con admirable agudeza entre la diánoia, o ciencia, y la nóesis, o dialéctica. Aquélla parte de supuestos, pero no se los cuestiona; ésta, por el contrario, examina los supuestos sin recurrir a la experiencia, sino por el solo juego de las ideas. ¿No es esto la propia ocupación de la filosofía primera?

Santo Tomás de Aquino, luminar indiscutible de la razón cristiana, enseña lo mismo en su Summa Theologiae (I, q. 1, a. 8): así como ninguna ciencia prueba sus principios, tampoco lo hace la teología revelada con los suyos. Parte de los artículos de fe, transmitidos por profetas y apóstoles, para alcanzar nuevas verdades, como demuestra el Apóstol en 1 Cor. 15, donde parte de la resurrección de Cristo para probar la de todos los hombres.

Ninguna ciencia discute con quien niega sus principios, salvo que éste admita al menos uno de ellos. Así, el teólogo podrá discutir con el hereje, si ambos comparten algún postulado. Pero con quien lo niega todo, no hay debate posible, sino solo defensa frente a sus ataques. Y lo mismo ocurre con la matemática: no se puede demostrar un teorema a quien niega los números.

No obstante, aun frente al escéptico más recalcitrante, puede el filósofo, y con él, el teólogo natural, presentar razones en favor de la fe, razones que sean inteligibles para todos. Por ejemplo, puede intentar mostrar que Dios existe y en qué consiste. Aun si tal demostración no logra abrazar la esencia divina, al menos abre un espacio común de diálogo. Pero esa teología, racional ya, debe evitar el error de querer probar con la razón lo que sólo pertenece a la fe, no sea que debilite el mérito de creer o que dé ocasión al adversario para mofarse de lo más sagrado.

Así se clarifica la distinción entre ciencia, filosofía y teología. Y así se honra la majestad del saber humano, cuando cada saber reconoce su dominio, su límite y su principio. Pues si algo requiere nuestra época, no es la exaltación fanática de una ciencia total, sino la restauración prudente de una filosofía que, con paso firme, interpele los fundamentos y los reconcilie con la verdad.

Share
Publicado en Filosofía teórica, Ontología, Metafísica | Etiquetado , , | Comentarios desactivados en De los saberes humanos y su fundamento filosófico

Sobre el principio de toda religion, según Durkheim

De la edad que precedió a toda escritura, la que los modernos llaman prehistoria, poco, o más bien casi nada, nos ha sido legado por la Providencia del tiempo. Tal es nuestra indigencia en noticias religiosas de los siglos que corren desde los albores del homo hasta las edades del bronce, que más abundan las suposiciones que los testimonios, y más la osadía que la certidumbre. No obstante, acontece entre los modernos que, donde falta la piedra, levantan torre sobre el aire: allí donde no alcanzan los documentos, se alzan con pasmosa seguridad las conjeturas antropológicas. Y así, como dijo Séneca, “hombres hay que se glorían más de imaginar que de saber”[1].

Uno de los que más seriamente trató de alzar cimiento firme para la ciencia de la religión fue Emilio Durkheim, insigne sociólogo francés, cuya doctrina seguiremos aquí con particular atención, tal como la expuso en su obra Las formas elementales de la vida religiosa[2]. Procuraremos mostrar lo más sustancial de su pensamiento, no sin antes advertir que toda religión es, a juicio del autor, un fenómeno compuesto y arduo, no susceptible de aprehensión sin previo desentrañamiento de sus partes esenciales.

La religión, dice Durkheim, no se deja reducir sin violencia a un solo principio. Consta de creencias, de ritos, de fiestas, de dogmas, de mitos, de congregaciones, y de otras piezas menores o accesorios. Pero no todos estos elementos poseen igual dignidad ni peso en la balanza de la ciencia. Es menester, pues, proceder con bisturí filosófico, y separar lo sustancial de lo accidental, lo principal de lo derivado. Así como el médico distingue el humor radical de las efusiones secundarias, así el filósofo de la religión ha de apartar lo que sólo ornamenta de lo que constituye.

Algunas partes pueden desecharse sin mengua. Así el folklore, que si bien entretiene, poco aclara. Muchas supersticiones populares se han incorporado a las religiones positivas, como en el cristianismo ciertos duendes, demonios locales o fiestas paganas de primavera, y aunque Mannhardt y su escuela extrajeron ciencia de tales elementos[3], no por eso deben hacernos perder de vista lo fundamental.

Durkheim concluye que los dos elementos fundamentales son las creencias y los ritos. Las primeras son representaciones del pensamiento; los segundos, manifestaciones de la acción. Ambas se ordenan al objeto común de la religión: lo sagrado. Lo que define a una religión no es tanto el contenido de sus dogmas como la distinción que establece entre lo sagrado y lo profano. Tal escisión es, para Durkheim, el nervio primero de toda experiencia religiosa. No se trata de distinguir por nobleza, por autoridad o por poder, como entre el amo y el siervo, sino por una heterogeneidad radical.

Sagrado puede ser lo más ínfimo: un guijarro, una palabra, un ademán. Profano puede ser lo más excelso en lo civil. La frontera no es fija: muda con los siglos, con las culturas, con los ánimos. No hay esencia perpetua de lo sagrado, sino oposición radical frente a lo común. Y así como en la medicina distinguimos salud y enfermedad, o en la moral bien y mal, sin poder reducir unos términos a los otros, así tampoco lo sagrado puede reducirse
a lo profano.

Esta partición no es sólo mental. Se vive con dramatismo en las ceremonias religiosas: en los ritos de paso, como los de pubertad, ordenación o muerte. En todos ellos el hombre se transforma, no simbólicamente, sino verdaderamente: deja de ser profano y nace como sagrado, como si muriera a una vida y resucitase a otra. Ejemplo notable de esta experiencia discontinua es el monacato, donde el hombre abandona el mundo secular y se entrega de lleno a lo divino; más aún, el suicidio religioso, que lleva al extremo la fuga del
mundo.

Para quien no participa de una religión dada, es difícil, cuando no imposible, discernir esa línea divisoria que separa lo santo de lo vulgar. De ahí que incurra con facilidad en ofensas, al no comprender que lo sagrado no admite roce ni impureza. El creyente no soporta que se mancille lo intocable. Y no se trata de una simple emoción: es un juicio ontológico que estructura su visión del mundo.

De manos de Durkheim, pues, recibimos un criterio no tanto definitorio como metódico: que una religión se reconoce allí donde la realidad es dividida en dos regiones inconmensurables. En eso consistirá el núcleo de lo religioso. No importa qué seres se alojen en una y otra parte, ángeles, santos, rocas o demonios, sino que haya una partición. Martín Velasco, Eliade y otros han aprovechado este criterio para sus estudios contemporáneos[4].

Donde se produce tal escisión, brotan también los demás elementos religiosos: plegarias, congregaciones, jerarquías celestiales, mitologías. Ninguna religión, por austera que sea, puede escapar a esta fecundidad simbólica. El cristianismo, que profesa un solo Dios absoluto, acoge sin reparo a toda una cohorte de bienaventurados, mártires, potestades y criaturas angélicas. Lo mismo puede decirse, mutatis mutandis, de otras confesiones.

Sabemos bien que lo aquí dicho no será del agrado de todos. Los fieles, especialmente, hallarán fría o ajena esta mirada que no brota del fervor ni del dogma. Pero quien se aventura en la espesura de la selva religiosa sin mapa, ha de contentarse con lo que le ofrecen las huellas, las bifurcaciones, las señales parciales. No hemos pretendido decir qué inspira el sentimiento religioso, sino qué principio lo articula: la distinción entre lo que se toca y lo que se venera, entre el barro y la llama, entre el mundo y aquello que lo trasciende.


[1] Seneca, Epistulae Morales, LXXXVIII.

[2] Émile Durkheim, Les formes élémentaires de la vie religieuse, 1912.

[3] Véase Wilhelm Mannhardt, Wald-und Feldkulte, 1875–1877, y la “escuela mitológico-comparativa” alemana.

[4] Cf. Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano, 1957; Juan Martín Velasco, La experiencia mística,  1999.

Share
Publicado en Filosofías de (genitivas), Religión | Comentarios desactivados en Sobre el principio de toda religion, según Durkheim

Lo que no se acaba

Había algo en la muerte que no podía tocarse, no podía encerrarse en un frasco de laboratorio ni encerrarse en un ataúd bien barnizado. Algo que no obedecía ni a los microscopios ni a las autopsias. No era la muerte, pensaba el hombre junto a la ventana, sino mi muerte. Y eso era lo inquietante.

La muerte corporal, esa que desciende como un velo sobre los párpados, que apaga la lámpara y deja solo el zumbido del universo en la distancia, no era todavía la suya. Podía ver cuerpos dejar de moverse, amigos cerrar los ojos para siempre, madres con las manos frías, niños cuyos juguetes no volverían a ser recogidos. Pero eso, por más que doliera, no era su muerte. Era otra cosa. Algo que le ocurría a los otros. A “cualquiera”.

Y sin embargo, se decía mientras las motas de polvo bailaban en el rayo de sol como almas sin dueño, la muerte solo es muerte cuando yo me muero. No hay sustituto, ni metáfora. Ni siquiera el amor alcanza a prestarle un sentido. El amor… ¡Ah! El amor no dejaba morir del todo. Porque si te sigo amando, si aún encuentro tu nombre encendido como una luciérnaga en mi memoria, entonces no estás del todo muerta. Porque, decía Gabriel Marcel, “Toi que j’aime, tu ne mourras pas.” Tú, a quien amo, no morirás.

Esa certeza se aferraba al alma como la hiedra al muro calcinado. Porque la muerte ajena era sospechosamente irreal. La muerte de alguien que fue, para mí, una persona. No un cuerpo. No un historial clínico. Una persona. Esa muerte no encajaba en los pliegues de lo pensable.

Los libros lo habían dicho con otros labios. Heidegger susurraba que “la muerte, en cuanto que es, es mi muerte.” Y Jaspers: “La muerte es impensable.” Como una habitación sin puertas ni ventanas. Como una página en blanco donde no cabe palabra alguna. En el fondo, musitaba el hombre junto al cristal empañado, nadie ha muerto nunca para mí. Solo han desaparecido.

Y sin embargo, allí están los cementerios, los seguros, los hospitales que cosen heridas imposibles con hilo estadístico. Allí están los ritos, los mármoles con nombres, las flores de plástico. Son la forma en que los vivos se blindan contra la pregunta que no saben formular: ¿qué significa morir?

Lo cierto es que la muerte no se representa, no se asoma. Solo se presiente en los temblores del sueño, en el desmayo que nos roba el mundo, en la anestesia que nos convierte en pura materia sin historia. La muerte, en su sentido más íntimo, es perder el mundo. Es quedarse solo. Y no solo sin compañía: solo sin mundo.

Entonces, el cuerpo que antes era puente entre yo y la risa de los otros, entre yo y la calle mojada, entre yo y el árbol, se hace piedra. Ya no brilla. Ya no me lleva a ninguna parte. Se vuelve opaco. O, como decían los antiguos, tenebroso. Se cierra. Y uno se queda allí, en un cuarto sin puertas, sin ventanas, sin relojes. Solo. Eso es la muerte.

Pero aún así, decía el hombre mientras la sombra de la tarde se derramaba sobre sus pies, hay algo que la muerte no puede llevarse: el amor. Porque si yo aún te amo, si todavía me haces falta, si tu ausencia me deja sin aire como un pez sobre la arena, entonces no te has ido. Porque “Sólo a una mujer amaba, / que fue verdad veo yo / en que todo se acabó / y esto solo no se acaba”, como dijo Segismundo al despertar y comprobar que todo había sido sueño. Todo acaba, menos lo que de veras amamos.

Y por eso, ¡oh, misterio intacto!, aún el cadáver tiene dignidad. Lo tocamos como si fuese un relicario. Sabemos que ya no eres tú. Pero es tuyo. Tu forma. Tu signo. Tu presencia deshecha. Es como tocar la ropa de quien ya no vuelve, y, sin embargo, saber que no está vacía del todo.

Por eso Ulises debió volver y enterrar a Elpénor. No por obediencia a los dioses. Sino por respeto al abismo. Porque el cuerpo sin sepultura nos recuerda que hay algo en nosotros que no se deja enterrar.

Así es: la muerte no se experimenta. Solo se imagina. Y en ese imaginar la rozamos. Nos tiembla la piel. Se nos escapa el mundo entre los dedos. Pero todavía no.

Todavía estamos vivos. Y mientras el amor persista, la muerte no será del todo real. A lo sumo, un paréntesis entre dos fogonazos.

Un silencio que aún no ha aprendido a durar.

Share
Publicado en Filosofía teórica, Antropología | Comentarios desactivados en Lo que no se acaba