La Moira

El primer determinismo que ha existido ha sido el religioso. Ha recibido siempre el nombre de fatalismo y, dado que las religiones antiguas solían confinarse al ámbito de la familia humana en lugar de referirse al mundo natural, ha comenzado por fijar la dirección de los asuntos humanos, donde ha tejido una red que luego ha extendido a los sucesos naturales. Cierto es, por ejemplo, que la Teogonía de Hesiodo habla primero de los fenómenos naturales, pero para entrelazarlos en redes sexuales, familiares:

En efecto, todos los que de Gea y de Urano nacieron,
los más terribles de los hijos era, y odiosos al padre,
desde el principio, y cada vez que uno de ellos apenas nacía,
lo escondía –y no lo dejaba salir a la luz-
en el seno de Gea, y se alegraba por su obra malvada
Urano. Mas adentro gemía Gea la inmensa
sintiéndose llena, y meditó una treta mala y dolosa[1].

 En Las formas elementales de la vida religiosa Durkheim ha probado de manera suficiente este hecho. Los lazos con que la religiones han relacionado a los hombres son los mismos con que luego se relacionan las cosas del universo físico. La idea de destino es la expresión más antigua de este proceder. En la Grecia Antigua fue la Moira, el hado impersonal que ejercía su reinado sobre los hombres, la naturaleza y los dioses.

La existencia de ese ser impersonal situado sobre los propios dioses era necesaria. Un politeísmo consecuente no puede confiar el orden del mundo a un dios personal porque más pronto o más tarde desembocaría en el monoteísmo. Zeus, el dios que más méritos podría haber alegado para el título de monarca absoluto, no podía irrumpir en la parcela de poder que sus hermanos Poseidón y Hades tenían asignada. Se le podía reconocer, sí, como el poder máximo del momento presente del universo, pero se sabía de la existencia los Titanes, Cronos y otros dioses oscuros, pero tan poderosos como él, dioses a quienes pertenecía el gobierno de otros mundos futuros y había pertenecido ya el de otros áureos tiempos pretéritos.

El orden de la Moira era intangible, inexorable, superior a las divinidades olímpicas. Su presencia es incontestable en los relatos homéricos. Poseidón, por ejemplo, recurre a él en un famoso pasaje de la Ilíada con el fin de resistirse a una orden de Zeus que le ha traído Iris:

Respondióle muy indignado el ínclito Posidón, que bate la tierra:
‑¡Oh dioses! Con soberbia habla, aunque sea valiente, si dice que me sujetará por fuerza y contra mi querer a mí, que disfruto de sus mismos honores. Tres somos los hermanos hijos de Crono, a quienes Rea dio a luz: Zeus, yo y el tercero Hades, que reina en los infiernos. Todas las cosas se agruparon en tres porciones, y cada uno de nosotros participó del mismo honor. Yo saqué a la suerte habitar constantemente en el espumoso mar, tocáronle a Hades las tinieblas sombrías, correspondió a Zeus el anchuroso cielo en medio del éter y las nubes; pero la tierra y el alto Olimpo son de todos. Por tanto, no procederé según lo decida Zeus; y éste, aunque sea poderoso, permanezca tranquilo en la tercia parte que le pertenece. No pretenda asustarme con sus manos como si tratase con un cobarde. Mejor fuera que con esas vehementes palabras riñese a los hijos a hijas que engendró, pues éstos tendrían que obedecer necesariamente lo que les ordenare.[2]

 Si Platón dirigió sus invectivas contra Homero y los poetas fue porque habían contribuido a presentar a los dioses en rebeldía contra aquel orden antiguo que no debía morir, un orden merced al cual se había dividido en partes la sociedad humana y el universo y se había asignado a cada cosa su lugar apropiado. La ley de la Moira abarcaba todo. Los filósofos la desarrollaron más tarde bajo la forma de arjé, cuando la aplicaron a la naturaleza, y de nómos, cuando la aplicaron al Estado.

La revolución monárquica definitiva que hizo caer en olvido el dominio de la Moira tuvo lugar cuando, ya asentada la filosofía, se instauró la idea de un orden universal que podía depender, según los casos, de un dios impersonal, abstracto y alejado de las experiencias humanas ordinarias, y era incapaz por tanto de suscitar un culto religioso genuino. Se trataba de la herencia de la Moira que los filósofos rescataron del naufragio de una religión que aceptaba la existencia de dioses demasiado próximos a los hombres.

De aquel fatalismo anterior a la filosofía han quedado algunos ejemplos egregios en la tragedia. El modelo supremo es Edipo rey, la obra de Sófocles cuyo protagonista no puede escapar del destino horrible que le ha estado aguardando desde el día de su nacimiento, cuando un oráculo había fijado que mataría a su padre con sus propias manos y tendría hijos de su propia madre. Después de conocerlo y poner los medios que creía adecuados para evitarlo, Edipo dio con su destino. La lección de la tragedia de Sófocles es que nadie escapa de la Moira.

Conviene no dejarse llevar de la tensión trágica y observar que Edipo no actúa como una marioneta desprovista de iniciativa, pues el destino oscureció su inteligencia, mas no su voluntad. Él hizo en cada una de las situaciones que le llevan al fracaso final lo que quiso y solo lo que quiso. Cuando se encontró con la comitiva de su padre en el camino deseó matarlo porque lo había humillado y cumplió su deseo. Luego deseó ser rey de Tebas y desposar a Yocasta y también lo consiguió. Cierto es que no sabía que el hombre al que había matado era su padre ni que la mujer con que luego se casó era su madre, pero nada en todo ello sucedió contra su voluntad. La Moira ciega a quien quiere perder, no dirige sus pasos a la fuerza. La víctima del destino se pierde siguiendo su propia voluntad.

(Extraído de Sobre la libertad, versión kindle, Amazon, ASIN: BooL71V6ZO)


[1] HESIODO, Teogonía, versos 154-160.
[2] HOMERO, Ilíada, 106.

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Postulados de la razón pura práctica

Sobre los postulados de la razón pura práctica en general. Éstos se derivan todos del principio fundamental de la moralidad, el cual no es un postulado sino una ley por la que la razón determina inmediatamente la voluntad. La voluntad, precisamente por estar así determinada, como voluntad pura, exige estas condiciones necesarias a la observancia de sus preceptos. Estos postulados no son dogmas teóricos, sino hipótesis necesarias desde una perspectiva práctica. Por tanto no ensanchan el conocimiento especulativo, pero dan realidad objetiva a las ideas de la razón especulativa en general (por medio de su relación con lo práctico) y las justifican como conceptos cuya posibilidad no podría ni siquiera pretender afirmar sin ello.

Estos postulados son los de la inmortalidad, de la libertad, considerada positivamente (como causalidad de un ser en cuanto pertenece al mundo inteligible) y de la existencia de Dios. El primero se deriva de la condición prácticamente necesaria de una duración apropiada al cumplimiento íntegro de la ley moral; el segundo de la necesaria presuposición de la independencia del mundo sensible, y de la facultad de determinar la propia voluntad según la ley de un mundo inteligible, es decir, de la libertad; el tercero, de la condición necesaria de la existencia del supremo bien en ese mundo inteligible, mediante la suposición del supremo bien independiente, es decir, de la existencia de Dios.

La aspiración al bien supremo, necesaria por el respeto a la ley moral, y la presuposición de él derivada de la realidad objetiva de este bien supremo, nos conduce, pues, por los postulados de la razón práctica, a conceptos que la razón especulativa podía presentar como problemas, pero no podía resolver. Así pues:

1.° Conduce al concepto en cuya solución la razón teórica sólo podía hacer paralogismos (a saber, el de la inmortalidad) porque le faltaba el carácter de persistencia para completar el concepto psicológico de un último sujeto, que es atribuido necesariamente al alma en la conciencia de sí misma, para llegar a la representación real de una sustancia, cosa que la razón práctica lleva a cabo por medio del postulado de una duración necesaria para la conformidad con la ley moral en el supremo bien, como fin completo de la razón práctica.

2.° Conduce al concepto a propósito del cual la razón especulativa no contenía sino antinomias, cuya solución sólo podía fundar en un concepto, a decir verdad problemáticamente concebible, pero que ella no podía demostrar ni determinar en cuanto a su realidad objetiva, a saber, la idea cosmológica de un mundo inteligible y la conciencia de nuestra existencia en este mundo, por medio del postulado de la libertad.

3.° Proporciona significación al concepto que la razón especulativa podía pensar, pero debía dejar indeterminado como ideal simplemente trascendental, al concepto teológico del ser supremo (en un sentido práctico, esto es, como una condición de la posibilidad del objeto de una voluntad determinada por esta ley); lo presenta como el principio último del supremo bien en un mundo inteligible, por medio de una legislación moral omnipotente en este mundo.

Pero ¿es nuestro conocimiento de este modo realmente ampliado por la razón pura práctica, y lo que era trascendente para la razón especulativa, es inmanente para la razón práctica? Sin duda, pero sólo en sentido práctico. Pues nosotros no conocemos por ello ni la naturaleza de nuestra alma, ni el mundo inteligible, ni el ser supremo, según lo que ellos sean en sí mismos. Solamente hemos reunido sus conceptos en el concepto práctico del supremo bien, como objeto de nuestra voluntad y completamente a priori, pero sólo por medio de la ley moral y también sólo en relación con esta ley en consideración del objeto que ella ordena. Pero, cómo la libertad sea posible y cómo teórica y positivamente debe representarse este modo de causalidad, es cosa que no se comprende por esto; solamente se comprende que una libertad semejante está postulada por la ley moral y para su conveniencia. Lo mismo ocurre con las demás ideas que ningún entendimiento humano jamás podrá penetrar según su posibilidad; pero tampoco ningún sofisma podrá jamás persuadir, ni siquiera al hombre más vulgar, de que no son verdaderos conceptos.

(Kant, I., Crítica de la razón práctica, Primera parte, 1.2, cap. 2, VI, Losada, Buenos Aires 1977, 40 ed., pp. 140-141)

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Acerca de la autoridad

El que hoy se esfuerce por hablar objetivamente sobre la autoridad está nadando contra la corriente. Pocos conceptos hay tan denostados como éste. Se la hace equivaler a imposición, coerción, despotismo, etc., lo cual no debe extrañar a nadie, pues nuestro presente es deudor en gran medida de las ideas de filósofos como Rousseau, Marx, Lenin, Nietzsche, Freud, etc.

Atendamos a Marx y a Lenin, cuyas doctrinas se pusieron en práctica en Rusia, dando lugar a la restauración por vía despótica del imperio de los zares. En la Enciclopedia filosófica, editada en Moscú el año 1964, la autoridad se entiende lisa y llanamente como poder y el poder como

la aplicación de diversas formas de fuerza, llegando a la intervención militar para conseguir o mantener un dominio económico o político, o para conquistar cualquier otro derecho o privilegio[1]

El poder se entiende únicamente como fuerza física directa aplicada al dominio de unos hombres sobre otros. ¿Quién habrá de negar la necesidad moral de su extinción? Los seguidores de Marx y Lenin no, desde luego. Ellos no deben dejar pasar una sola oportunidad de destruirlo. Puesto que, según creen, la historia de la humanidad enseña que el uso del poder está ligado al dominio de unas clases sociales sobre otras, aquel se esfumará por sí solo cuando desaparezca la fractura o división de la sociedad en clases y todos los hombres pasen a formar parte de una sola totalidad social. Dicha fractura se debe al “poder y el robo, la astucia y el engaño”, añade la mencionada Enciclopedia filosófica, a un manto oscuro de patrañas que oculta la igualdad esencial entre los hombres.

Esta concepción superficial del poder se sustenta sobre una visión utópica y beatífica de la igualdad humana, sobre una visión que a fin de cuentas hunde sus raíces en el cristianismo. No es extraño que, habiéndolo comprendido como una fuerza del mal, los revolucionarios hayan hecho un uso consecuente del mismo cada vez que lo han tenido en sus manos. Engels fue quien dejó sentada la doctrina. El proletariado, dijo, no busca el poder ni se apoya en él para lograr sus fines. Si se ve obligado a hacerlo es porque no tiene otra opción que enfrentarse a las fuerzas opresoras que bloquean la revolución. Son esas clases las que cogen las armas porque ven aproximarse su final y no se resignan a desaparecer. ¿Qué otra cosa puede hacer el proletariado que utilizar la dictadura contra ellas?

La doctrina fue completada y puesta en práctica por Lenin, para quien la esencia de la dictadura del proletariado no consiste fundamentalmente en el poder, sino en la organización y disciplina de su vanguardia, es decir, del Partido Comunista, para aplastar toda resistencia que le impida finalmente destruir el poder.

Este es el motivo por el que el marxismo-leninismo defiende la necesidad de la dictadura desde finales del siglo XIX hasta el hundimiento del Telón de Acero. Otros movimientos de izquierda, como el anarquismo o la socialdemocracia, no han hecho suya esta doctrina, pero sí la concepción pesimista del poder en que reposa. Y hoy dicha concepción, con algún añadido procedente de Freud y algún otro de Rousseau, mezclada con el fuerte hedonismo que potencia la actual sociedad de mercado, se ha extendido a todo el cuerpo social. Hoy se tiene a gala el hecho de carecer de autoridad en todos los órdenes de la vida. Cada uno es autoridad de sí mismo, a pesar de no ser ni siquiera autor de sus propios actos, cuya responsabilidad se esfuerza por endosar a otros. Se trata de un estado de ánimo generalizado que Steiner ha descrito de la siguiente manera:

Yo describiría nuestra época actual como la era de la irreverencia. Las causas de esta fundamental transformación son las de la revolución política, del levantamiento social (la célebre “rebelión de las masas” de Ortega), del escepticismo obligatorio en las ciencias. La admiración -y mucho más la veneración- se ha quedado anticuada. Somos adictos a la envidia, a la denigración, a la nivelación por abajo. Nuestros ídolos tienen que exhibir cabeza de barro. Cuando se eleva el incienso lo hace ante atletas, estrellas del pop, los locos del dinero o los reyes del crimen. La celebridad, al saturar nuestra existencia mediática, es lo contrario de la fama. Que millones de personas lleven camisetas con el número del dios del fútbol o luzcan el peinado del cantante de moda es lo contrario del discipulazgo. En correspondencia, la idea del sabio roza lo risible. Hay una conciencia populista e igualitaria, o eso es lo que hace ver. Todo giro manifiesto hacia una élite, hacia una aristocracia del intelecto evidente para Max Weber, está cerca de ser proscrito por la democratización de un sistema de consumo de masas (democratización que comporta, sin duda alguna, liberaciones, sinceridades, esperanzas de primer orden). El ejercicio de la veneración está revirtiendo a sus lejanos orígenes en la esfera religiosa y ritual. En la totalidad de las relaciones prosaicas, seculares, la nota dominante -a menudo tonificantemente americana- es la de una desafiante impertinencia. Los “monumentos intelectuales que no envejecen”, quizá incluso nuestro cerebro, están cubiertos de graffiti. ¿Ante quién se ponen en pie los alumnos? Plus de Maîtres (¡más maestros!) proclamaba una de las consignas que florecieron en las paredes de la Sorbona en mayo de 1968[2].

En todo este magma de ideas hay un profundo error de análisis. Los revolucionarios bolcheviques de 1917 y la abotargada masa hedonista de nuestros días odian por igual a cualquier hombre que se haya alzado una cuarta por encima de ellos. Todos odian la excelencia. Pero este hecho real no debe oscurecer la verdadera realidad. Y a la verdadera realidad se ha referido siempre la teoría política al distinguir entre auctoritas y potestas, entre autoridad y poder. El poder de mando de un presidente de gobierno va aparejado al cargo que ocupa, pero su valía personal para ese mismo cargo es una cosa muy distinta. El poder ocupar la mesa del profesor y dar clases es también algo que va aparejado al puesto obtenido por oposición, pero el saber que tenga quien ocupa la mesa es asimismo algo muy diferente. Los ejemplos, que se podrían extender a todas las facetas de la vida, mostrarían en cada caso que la autoridad, lejos de ser una losa que hay que soportar estoicamente, es un elemento necesario para la realización personal de los individuos que supeditados a ella.

En lo que sigue se exponen dos ejemplo de autoridad sobresaliente, uno extraído de la obra ya mencionada de Steiner y otro de Clausewitz. El primero guarda relación con la enseñanza y la religión, el segundo con la guerra.

Sócrates y Jesús

No es una hipérbole decir que Sócrates y Jesús están en el eje central de nuestra civilización. Los relatos de la pasión inspirados en sus muertes generan los alfabetos interiores, los reconocimientos cifrados de buena parte de nuestro idioma moral, filosófico y teológico. Siguen siendo trascendentes incluso en espacios en buena medida inmanentes, y han instilado en la conciencia occidental una irremediable pesadumbre y al propio tiempo una fiebre de esperanza. Las semejanzas, los paralelismos, los contrastes entre los dos engendradores han sido motivo de exégesis religiosas y de una hermenéutica moral y filosófica, pero también del estudio de los géneros poéticos y las técnicas dramáticas. Es casi imposible comprender los movimientos del intelecto occidental de Herder a Hegel, de Kierkegaard a Nietzsche y a Lev Chestov sin la determinante presencia de Sócrates y de Jesús. La dual iconografía es igualmente extensa. El dedo levantado de Sócrates en el momento de su despedida y en célebre cuadro de Jacques-Louis David es un deliberado antecedente del de Jesús.

Muerte de Socrates (1787), de Jacques Louis David, en el Metropolitan Museum. Critón ha pedido a Sócrates que huya, pero éste, en medio de la desesperación de sus discípulos, impone sobre ellos su autoridad moral explicándoles que el filósofo debe enfrentarse a todas las circunstacias de la vida, incluso a la muerte, con integridad. Platón dice que él no estuvo presente, pero David lo representa al pie de la cama, como un anciano que reflexiona

Muerte de Socrates (1787), de Jacques Louis David, en el Metropolitan Museum. Critón ha pedido a Sócrates que huya, pero éste, en medio de la desesperación de sus discípulos, impone sobre ellos su autoridad moral explicándoles que el filósofo debe enfrentarse a todas las circunstacias de la vida, incluso a la muerte, con integridad. Platón dice que él no estuvo presente, pero David lo representa al pie de la cama, como un anciano que reflexiona

He centrado mi atención en la enseñanza, en el Magisterio y el discipulazgo; en Atenas, en Galilea y en Jerusalén. El pedagogo itinerante, el virtuoso de la dialéctica que salió de Nazaret, dice a todo el que quiere escuchar que no es nada más ni nada menos que un maestro.

A diferencia de Sócrates, el Maestro galileo elige y recluta a sus discípulos. Su número tiene su lugar en la numerología heredada: en un principio son doce, como las tribus de Israel y los signos del zodíaco. No son los aristócratas ni la juventud dorada de Atenas, sino gen te corriente: “Y se sorprendieron de su doctrina, pues él les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas”.

Mientras que buena parte de la doxa platónica, puesta en boca de Sócrates, se expresa por medio de mitos, el meollo de las enseñanzas de Jesús está contenido en parábolas: una taquigrafía oral encaminada a la memorización. De forma perenne se ha discutido sobre la categoría epistemológica de estos dos modos, su validez y sus “verdaderas funciones”. Una definición cardinal del genio apunta, creo yo a la capacidad de engendrar mitos, de inventar parábolas. Esta capacidad es extremadamente infrecuente. Caracteriza a Kafka más que a Shakespeare, a Wagner más que a Mozart. Los mitos platónico-socráticos, como el de la Caverna y el grano de mostaza o el hijo pródigo -dos parábolas de Jesús-, tienen algunos rasgos comunes. Son abiertos en el sentido de que dan lugar a inagotables multiplicidades y potencialidades de interpretación. Mantienen al espíritu humano en precario equilibrio. Escapan a nuestras paráfrasis y a nuestra interpretación aun cuando nos parezca aprehenderlos (éste es precisamente el modelo heideggeriano de aletheia, de una verdad que se oculta en el momento mismo del descubrimiento). El mito del auriga y la parábola del sembrador están perfectamente delimitados y sin embargo son interminables. La física de la relatividad puede habérselas con esta aparente contradicción. Puede ser que tanto los mitos de Platón como las parábolas de los Evangelios sean, en su núcleo secreto, metáforas que se despliegan. Esta dinámica actúa en la parábola kafkiana, transparente y no obstante insondable, de la Ley. Una analogía pudiera ser la indecibilidad, aplicable y totalmente coherente, de las matemáticas.

Pero ‘analogía’, en sí una noción tan resbaladiza, no nos lleva muy lejos. Como casi ningún otro, los mitos que vuelve a narrar Platón, las parábolas que ofrece Jesús, encarnan -utilizo esta palabra a propósito- lo que es a un tiempo decisivo e inexplicable en el Magisterio, en el arte de enseñar. El hambre de significado que tiene el alma, el intelecto, obliga al discípulo (a nosotros) a volver, una y otra vez, a estos textos. Esta vuelta, siempre frustrada y sin embargo siempre renacida, puede acercarnos cuanto es posible al concepto de resurrección. El cual es también, quisiera aventurar, una metáfora.

Los matices, la economía de referencia y contexto personal, hacen casi imposible llegar a una ordenación sistemática de los alumnos y acólitos de Sócrates. En los Evangelios sinópticos, una técnica bidimensional proporciona una serie de discípulos de Jesús con una incisiva inmediatez. Como las figuras de los mosaicos bizantinos, son planas y a la vez monumentales. No obstante, milenios de invocación y exégesis litúrgica han conferido a un Pedro, a un Andrés, a Simón el Cananeo su individuación. ¿Dónde estarían sin ellos la pintura, la arquitectura de Occidente? Están en los brotes de impaciencia, incluso de violencia, de Jesús. Éstos pueden ser dirigidos a los discípulos. Santiago y Juan son reprendidos. Se predice la traición de Pedro. Se manda a un aspirante que abandone el entierro de su padre: una exigencia que aparta drásticamente a Jesús de Nazaret de la que es casi la obligación más sagrada del judaísmo. La ira del Maestro clama: “Pedro, Simón, ¿duermes? ¿Es que no puedes velar ni siquiera una hora?”. Una vez más, el motivo del insomnio unido a la gran enseñanza.

William Blake, La mujer sorprendida en adulterio

William Blake, La mujer sorprendida en adulterio

No sabemos por qué Platón estuvo ausente en la muerte de Sócrates, con el debido respeto al cuadro de David, o, dicho con más precisión, por qué se excluye él mismo de Critón, donde ser relata su muerte. ¿Acaso el dolor era demasiado grande (Sócrates manda a los discípulos contener sus lamentos)? Pablo de Tarso nunca llegó a ver a Jesús con sus propios ojos. A través de la lengua escrita, ambos discípulos otorgaron a sus Maestros una inmensidad póstuma. La oralidad se publicó y se hizo duradera, pero a un precio que se refleja en la emblemática oposición entre el espíritu y la letra. La enseñanza y la metafísica maduras de Platón se apartan cada vez más de lo que conocemos de Sócrates. Pablo transmuta a Jesús de Nazaret en Cristo. Este proceso de transformación es un elemento recurrente, incluso fundamental, de las lecciones de los Maestros. La lealtad y la traición están estrechamente unidas.[3]


[1] Kernig, C. D., (dir.), Veyme, K. von (dir. serie) Marxismo y democracia, Política 7, trad. de J. S. Guijarro, adapt. bibliográficas de J. G. Fernández, Ediciones Rioduero, de Edica, Madrid, 1975, voz “poder”.
[2] Steiner, G., Lecciones de los maestros, tr. M. Cóndor, Siruela, Madrid, 2003, pág. 172.
[3] Steiner, G., o. c., págs. 40 y ss.

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El genio para la guerra

El genio para la guerra

En opinión de muchos, en la guerra impera necesariamente la fuerza más descarnada. Pero un estudio profundo de la misma, como el que hace Clausewitz en su obra De la guerra, particularmente en el Cap. III, “El genio para la guerra”, enseña que esa opinión está muy lejos de ser cierta. Véase por qué es así según se dice en ese capítulo:



Lo que tenemos que hacer es considerar todas las tendencias combinadas de las fuerzas del espíritu hacia la actividad militar, y considerar entonces a éstas como la esencia del genio militar. Decimos tendencias combinadas, porque el genio militar no consiste en una cualidad única para la guerra, por ejemplo, el valor, al tiempo que pueden faltar otras cualidades del entendimiento o del carácter, o tomar una dirección inútil para la guerra, sino que resulta una combinación armoniosa de fuerzas, en la cual puede predominar una u otra, pero ninguna debe hallarse en oposición.

Si dirigimos nuestra mirada a un pueblo agreste y belicoso, comprobaremos que el espíritu guerrero de sus individuos es mucho más patente que entre los pueblos civilizados, pues en el primero casi todos los combatientes lo poseen, mientras que en los últimos hay toda una multitud de personas que han sido movilizadas tan sólo por necesidad, y de ningún modo por su inclinación interior. En realidad, en los pueblos agrestes nunca encontraremos a un gran general en jefe, y muy raramente lo que podríamos denominar un genio militar, porque esto exige un desarrollo de las fuerzas intelectuales que no puede darse en un pueblo poco civilizado. De más está decir que incluso los pueblos civilizados pueden presentar también una tendencia y un desarrollo más o menos belicosos, y, cuanto mayores sean éstos, con mayor persistencia aparecerá el espíritu militar en los individuos que componen sus ejércitos. Cuando ello coincide con el más elevado grado de civilización, esos pueblos proporcionan un brillante cuadro de realizaciones militares, como lo demostraron los romanos y los franceses. En estos y en el resto de los pueblos famosos por sus empresas guerreras, los grandes nombres surgen siempre tan sólo en épocas de elevado nivel de formación.

De aquí podemos inferir en seguida la importancia de participación que las fuerzas intelectuales tienen en el genio militar superior. Examinaremos esto con más atención.

La guerra implica un peligro, y, en consecuencia, el valor es, por sobre todas las cosas, la primera cualidad que debe caracterizar a un combatiente. El valor puede ser de dos clases: en primer lugar, el que hace acto de presencia ante un peligro contra la persona, y en segundo, el que requiere la existencia de una responsabilidad, ya sea ante el tribunal de una autoridad externa ya ante el de una autoridad interna, que es la conciencia. Nos referiremos aquí únicamente a la primera clase.

El valor ante un peligro personal comporta también dos clases. En la primera, puede consistir en una indiferencia hacia el peligro, debida ya sea a la forma en que está constituido el individuo, ya al desprecio por la muerte o al hábito; en cualquiera de estos casos el valor debe considerarse como una condición permanente. En la segunda, el valor puede proceder de motivos positivos, como la ambición, el patriotismo, el entusiasmo de cualquier naturaleza; en este caso, el valor es más bien una emoción, un sentimiento, antes que una condición permanente.

Cabe comprender que estas dos clases de valor actúan de forma diferente. La primera es más segura, pues, habiéndose transformado en una segunda naturaleza, nunca abandona al hombre; la segunda, a menudo lo induce a ir más allá. La primera pertenece más a la constancia, la intrepidez, a la segunda. La primera procura más sosiego al entendimiento; la segunda, a veces acrecienta su poder, pero también a menudo le causa perplejidad. Las dos clases combinadas constituyen la forma más perfecta del valor.

La guerra implica un esfuerzo físico y un sufrimiento. Para no verse desbordados por ellos se necesita cierta fortaleza de cuerpo y de espíritu que, de manera natural o adquirida, produzca indiferencia ante uno y otro.

Dotado de estas cualidades, entre las cuales se encuentra el simple sentido común, el hombre puede constituir un buen instrumento para la guerra, y así es como estas cualidades se encuentran muy comúnmente entre los pueblos semicultivados y agrestes. Si ahondamos en las exigencias que la guerra plantea a sus secuaces, encontraremos que predominan en ellas las cualidades intelectuales. La guerra implica una incertidumbre; tres cuartas partes de las cosas sobre las que se basa la acción bélica yacen ofuscadas en la bruma de una incertidumbre más o menos intensa. Por tanto, aquí se precisa, antes que nada, un entendimiento fino y penetrante que perciba la verdad con un juicio atinado.

Una inteligencia normal puede ocasionalmente dar con esta verdad, y por azar, un valor anormal puede, en ocasiones, enmendar un error; pero en la mayoría de los casos el promedio de los resultados revelará siempre un entendimiento escaso.

La guerra es el territorio del azar. En ningún otro ámbito de la actividad humana hay que dejar tanto margen para ese intruso, porque ninguno esta en contacto tan constante con él, en todos sus aspectos. El azar aumenta la incertidumbre que preside todas las circunstancias y llega a trastornar el curso de los acontecimientos.

Debido a esta incertidumbre respecto de todas las informaciones y suposiciones, y a esta continua incursión del azar, el individuo que actúa en la guerra suele encontrarse con que las cosas son distintas de lo que esperaba que fueran. Esto no deja de ejercer influencia sobre su plan, o en todo caso, sobre las esperanzas cifradas en él. Si esta influencia es tan grande como para desbaratar los planes prefijados, por regla general deberán substituirse éstos por otros nuevos; pero a menudo se carece de los datos necesarios para hacerlo al momento, porque, en el curso de la acción, las circunstancias pueden exigir una decisión inmediata y no dejar tiempo para una observación del entorno, y, a veces, ni mucho menos para una atenta consideración. Pero con mayor frecuencia ocurre que la corrección de las premisas y el conocimiento de los elementos azarosos que se han entremetido no permiten que se derrumbe nuestro plan, pero sí hacerlo vacilar. Nuestro conocimiento de las circunstancias ha mejorado, pero nuestra incertidumbre no ha disminuido por ello, sino que se ha intensificado. La razón de esto estriba en que no adquirimos tales experiencias de modo simultáneo, sino por grados, porque nuestras decisiones se ven incesantemente asediadas por ellas y nuestra mente tiene que permanecer siempre «en armas», por así decir.

Si pretendemos permanecer a salvo de este continuo conflicto con lo inesperado, son indispensables dos cualidades: en primer lugar, un entendimiento que, aun en medio de la oscuridad más intensa, no deje de contar con vestigios de una luz interior que conduzcan a la verdad y, en segundo lugar, el valor para seguir los trazos de esa tenue luz. A la primera se la conoce figuradamente por la expresión francesa coup d’oeil; la segunda es la determinación.

El coup d’oeil consiste en un reconocimiento inmediato de la situación física y moral de las tropas, su disposición sobre el terreno, las ventajas e inconvenientes del momento, etc. En cuanto a la determinación,

constituye un acto de valor desplegado en un caso particular, que si se transforma en rasgo característico será un hábito mental. Pero aquí no nos referimos al valor para afrontar el peligro físico, sino al que hace falta para hacer frente a las responsabilidades, o sea, para encarar, en cierta medida, el peligro moral. A esto se le ha llamado con frecuencia courage d’esprit, teniendo en cuenta que surge del intelecto, pero que no por ello es un acto del intelecto, sino del sentimiento. El simple entendimiento no implica todavía valor, ya que a menudo se comprueba que la gente más clarividente carece de determinación. Así, el entendimiento debe despertar primero el sentimiento de valor que él mismo mantendrá y afirmará, porque en un momento de emergencia el hombre es dominado más por sus sentimientos que por sus pensamientos.

Sostenemos que la mera unión de un raciocinio superior y de los sentimientos necesarios no basta para dar lugar a la determinación. Hay personas que poseen una capacidad muy aguda para percibir los problemas más difíciles y que no carecen de valor para afrontar graves responsabilidades, y que, sin embargo, en casos difíciles no saben tomar una determinación. Su valor y su entendimiento permanecen como ajenos al hecho, no se prestan ayuda mutua, y a causa de ello no forman una determinación. Esta sólo surge de un acto del raciocinio, que hace evidente la necesidad de la audacia, y en consecuencia determina la voluntad. Esta dirección completamente particular del entendimiento, que combate y anula todos los otros temores del hombre con el temor a la irresolución o a la vacilación, es la que origina la determinación en las mentalidades fuertes. Por ello los hombres con escaso raciocinio no pueden distinguirse por su determinación, de acuerdo con el sentido que le damos a esa palabra. En situaciones difíciles pueden actuar sin vacilar, pero entonces lo hacen sin reflexión, y un hombre que actúa sin reflexionar no es atormentado por duda alguna. Este desarrollo de la acción puede resultar correcto de vez en cuando, pero consideramos, ahora como antes, que el resultado medio es el que denota la existencia del genio militar.

Creemos, por tanto, que la determinación debe su existencia a una dirección particular del entendimiento, una dirección propia de una mentalidad fuerte, antes que de una brillante. Para confirmar esta genealogía de la decisión, cabe añadir que han habido muchos hombres que han demostrado una gran determinación en escalas inferiores pero que han dejado de tenerla en posiciones más elevadas. Mientras en una ocasión ven la necesidad de obrar con determinación, en otra comprenden los peligros que entraña tomar una decisión errónea y, como no están familiarizados con las cosas que les interesan, su entendimiento pierde la fuerza original, y se vuelven tanto más tímidos cuanto más conscientes sean del peligro de la vacilación que los mantiene como petrificados, y cuanto más sostenida haya sido su costumbre de actuar por impulsos momentáneos.

El coup d’oeil y la determinación nos llevan, por lógica, a ocuparnos de su cualidad hermana, la presencia de ánimo, que debe desempeñar un papel importante en la guerra, como sede que es de lo inesperado; porque no es, en efecto, más que el magno ejemplo de la conquista de lo inesperado.

Mientras los hombres henchidos de coraje luchan con ardor guerrero, su jefe raramente tendrá ocasión de hacer alarde de gran fuerza de voluntad en la prosecución de sus objetivos. Pero en cuanto surgen las dificultades, y esto nunca deja de ocurrir cuando tienen que alcanzarse grandes resultados, las cosas dejan de funcionar como una máquina bien engrasada, sino que esta misma comienza a ofrecer resistencia y, para superar el trance, el jefe tiene que actuar con gran fuerza de voluntad. Tal resistencia no debe interpretarse como si se tratara de una desobediencia o una réplica, aunque éstas se presenten con bastante frecuencia en los individuos, sino que la lucha que debe librar el jefe en su interior es con la impresión general de la disolución de todas las fuerzas físicas y morales y el espectáculo angustioso del sacrificio sangriento, y luego con todos aquellos que, directa o indirectamente, depositan en él sus impresiones, sus sentimientos, sus ansiedades y sus esfuerzos. A medida que los individuos, uno tras otro, van agotando sus fuerzas, y cuando su propia voluntad ya no basta para alentarlos y mantenerlos, la inercia de toda la masa comienza a descargar su peso sobre las espaldas del comandante. Será la fuerza de su aliento, la llama de su espíritu, la firmeza de su propósito las que harán brillar de nuevo la luz de la esperanza en los otros. Sólo en la medida en que sea capaz de hacerlo, el jefe dominará a las masas y seguirá comandándolas. Cuando ocurra un descalabro, y su valor no tenga la fuerza suficiente como para hacer revivir el valor de los demás, las masas lo arrastrarán consigo hacia el abismo, hacia las profundas regiones de la más baja animalidad, en las que se rehuye el peligro y no se concibe vergüenza alguna. Tal es la carga que deben soportar el valor y la fuerza espiritual de un jefe en la lucha si éste desea realizar algo extraordinario. Esta carga aumenta en relación con las masas que se hallan bajo su mando, y, en consecuencia, para que las fuerzas en cuestión continúen igualando el peso que recae sobre sus hombros, deberán aumentar en proporción con el rango que ocupe.

Es evidente que la (presencia de ánimo, fortaleza de espíritu o carácter no se refiere a) la intensidad en la expresión del sentimiento o de la emotividad, porque esto se opondría a todos los usos del idioma, sino del poder de obedecer al raciocinio, incluso en medio de la excitación más intensa, en medio de la tormenta de las más enconadas emociones. ¿Dependerá este poder únicamente de la fuerza del raciocinio? Es dudoso. El hecho de que haya hombres de inteligencia sobresaliente que no saben controlarse a sí mismos no prueba lo contrario, pues cabe decir que esto tal vez requiera una inteligencia más bien de índole fuerte que de un carácter comprensivo; pero tal vez nos acercamos más a la verdad si suponemos que, incluso en los momentos de la expresión más intensa de los sentimientos, la fuerza, para someterse al control del raciocinio, que llamamos dominio sobre uno mismo, hinca sus raíces en el espíritu. Se trata en realidad de otro sentimiento que, en los hombres de espíritu fuerte, equilibra la emotividad desaforada sin destruirla, y sólo gracias a este equilibrio queda asegurado el dominio del raciocinio. Como contrapartida no existe nada más que el sentimiento de dignidad del hombre, ese orgullo excelso, esa necesidad oculta del alma, que actúa siempre como un ser dotado de juicio y capacidad de raciocinio. En consecuencia, puede decirse que un espíritu fuerte es aquel que no pierde su equilibrio ni aun por el impulso de los estímulos más intensos.

Repetimos, pues, que un espíritu fuerte no es simplemente aquel que se muestra capaz de sentir emociones fuertes, sino el que mantiene su equilibrio incluso bajo el peso de las emociones más intensas, de modo que, a pesar de las tormentas que se libran en su interior, la convicción y el entendimiento pueden actuar con perfecta libertad, como la aguja de la brújula en un barco sacudido por la tormenta.

La expresión fortaleza de carácter, o simplemente carácter, significa una tenaz convicción, ya sea ésta el resultado de nuestro propio juicio o el de otros, ya esté basada en principios, opiniones, inspiraciones momentáneas o cualquier otro producto del entendimiento. Pero es bien cierto que esta clase de firmeza no puede manifestarse si los mismos juicios están sujetos a cambios frecuentes. Esta variabilidad no necesita ser el resultado de alguna influencia exterior. Puede surgir de la actividad continua de nuestro propio entendimiento, pero, en ese caso, indica sin duda una inestabilidad peculiar de la inteligencia. No afirmaremos en verdad que un hombre tiene carácter cuando cambia de opinión a cada momento, por mucho que este cambio pueda provenir de su interior. Por tanto, sólo diremos que posee esta cualidad aquel que ponga de manifiesto una convicción muy constante, ya sea porque esté arraigada profundamente, y poco expuesta por sí misma a sufrir cambios, ya porque escasea la actividad mental, como es el caso de las personas indolentes, y por ello se carezca de motivos para el cambio o, por último, porque un acto explícito de la voluntad, proveniente de un principio imperioso del entendimiento, rechaza cualquier cambio de opinión.

En la guerra, más que en ninguna otra actividad humana, ocurren acontecimientos que pueden desviar a un hombre del camino que se ha trazado, haciéndole dudar de sí mismo y de los demás, a causa de las muchas y poderosas impresiones que acosan al espíritu y de la incertidumbre en que se ve envuelto el entendimiento.

El espectáculo desgarrador del peligro y del sufrimiento conduce fácilmente a sentimientos que ganan ascendiente sobre la convicción del entendimiento, y, en medio de las tinieblas que ofuscan todo a su alrededor, la claridad de juicio profundo resulta tan problemático que provoca que el cambio sea más comprensible y disculpable. Se tiene que actuar siempre con conjeturas y suposiciones sobre la verdad. Por esta razón, en ningún otro lugar son tan grandes como en la guerra las diferencias de opinión, y en ella no cesa de fluir la corriente de impresiones que van en contra de nuestras propias convicciones. Ni siquiera la flema del intelecto más intensa sirve para defenderse de ellas, porque tales impresiones son demasiado fuertes y vívidas, y siempre al mismo tiempo contrarias al temperamento.


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Sistemas del lenguaje

a)    Sistema fonológico. Los hablantes de una lengua agrupan los sonidos según sus rasgos constantes, dejando de lado las diferencias existentes entre ellos. No se pronuncia igual el sonido n en andar y angosto, ni el sonido b en batalla y abad, pero esas diferencias reales no impiden que un español agrupe el primer par de sonidos bajo en rótulo n y el segundo bajo el b. Estos rótulos son los fonemas, tipos ideales de sonido que solamente se realizan en formas como las descritas, llamadas alófonos.

Las variantes fónicas de un fonema, o alófonos, no transportan significado, una función que está reservada exclusivamente a los fonemas. Un español reconoce un significado concreto para las palabras “poro”, “caso”, “cuatro”, “mago”, “sarro”, “loro”, “jarra”, etc., sea cual sea el alófono que entre en la pronunciación de cada una. Pero si cambia un solo fonema, dando, por ejemplo, “moro”, “paso”, “cuadro”, “mayo”, “tarro”, “lloro”, “parra”, etc., reconocerá otro significado. Por esto se dice que el sistema fonológico o sistema de los fonemas con que se fabrica el vocabulario de una lengua, es el conjunto de normas que prescriben cómo pronunciar unos fonemas en presencia de otros y qué orden deben guardar entre sí para poder ser portadores de significado.

Los fonemas son, pues, los modelos mentales del sonido que caracterizan a cada lengua, aunque en el habla concreta aparezcan realizados como sonidos diversos. Son los fonemas y no los sonidos las unidades mínimas que se combinan para formar la expresión o significante de las palabras y conseguir así la evocación de significados distintos. Por ello, se consideran los fonemas como unidades distintivas, o sea, elementos que distinguen los significados. (Alarcos, E., Gramática, etc., p. 27)

b)    Sistema morfológico. Del mismo modo que un fonema, carente por sí mismo de significado, es un tipo ideal o categoría que agrupa diversas variantes de sonido, así también un morfema es un son tipo ideal o categoría que agrupa diversas variantes, o morfos, con la diferencia de que éstos sí están dotados de significado. En nuestras gramáticas se ha preferido darles el nombre de monemas, que pueden ser lexemas, si se trata de los radicales de las palabras, y morfemas, si se trata de las desinencias.

La palabra “cántaros”, por ejemplo, se descompone en los siguientes monemas o segmentos significativos: “cántar-”, que evoca un recipiente de barro, “–o–”, que evoca el género masculino, y “–s”, que evoca el número plural. Cada uno de ellos es un monema, tanto si está compuesto de varios fonemas como si está compuesto de uno solo. Incluso podría constar de una “ausencia de fonema”, como sucede cuando el número singular se da por la ausencia de –s o –es, que evoca el plural en nuestra lengua. Así en “cántaro” por oposición a “cántaros”.

El sistema morfológico es el conjunto de normas que indican de qué manera deben constituirse los monemas, cuáles pueden aparecer aislados y cuáles en combinación con otros.

c)    Sistema sintáctico de una lengua comprende el conjunto de normas que indican a los hablantes cómo deben ordenase las palabras en oraciones. Todas las lenguas poseen principios que determinan la ordenación de las partes en que se divide una frase y las variaciones que puede adoptar tal ordenación. El sufijo español “-s”, por ejemplo, cuando, añadido a un sujeto gramatical, denota número plural y tercera persona, obliga a poner asimismo el verbo en plural y en tercera persona: “los sueños son de Júpiter”.

El sistema normativo de la sintaxis española permite modificar el orden de esta frase de varias maneras: “de Júpiter son los sueños”, “los sueños de Júpiter son”. Pero impide otras como: “sueños los Júpiter son de”.

d)    Sistema semántico, o sistema de las denotaciones, de una lengua comprende el conjunto de normas necesarias para seleccionar las palabras que han de usarse para transmitir un significado concreto. Esto exige hallarse en posesión de las categorizaciones impuestas por la lengua a la experiencia. El idioma español permite que se llame con el mismo nombre a la hija del hermano de la madre que a la de la hermana del padre, porque pertenecen a la misma categoría para los hablantes del español. Pero en otras lenguas pertenecen a categorías tan diferentes que en el primer caso se trata de una mujer con la que no puede uno casarse, pues se comete incesto, en tanto que sí es posible hacerlo en el segundo.

Esto es así porque el sistema semántico es el encargado de incorporar la experiencia humana al idioma. A él se debe, pues, el hecho de que la experiencia se exprese por medio de un juego de fonemas, morfemas, formas sintácticas, etc.

e)    El sistema simbólico, o sistema de las connotaciones, comprende el conjunto de normas que determinan los usos evocativos de un idioma. De lo que aquí se trata no es tanto de lo que las palabras dicen cuanto de lo que sugieren. Borges puede decir sobre una espada: “en su hierro perdura el hombre fuerte” (Obra poética, etc., p. 230), sin que esté atribuyendo un significado real a sus palabras, pues la fuerza del hombre que empuña una espada no sobrevive en ella, sino en la memoria de otro hombre, y no como fuerza, sino como recuerdo.

En un idioma existen semejanzas, asociaciones, oposiciones y una larga serie de elementos, y más cuanto más rico sea tal idioma, que permiten a quien hace uso de él con maestría evocar sentimientos y actitudes que la simple enunciación de la realidad empírica no puede evocar. Esta es la base de la poesía y la literatura en general.

Recreamos estos elementos morfológicos al combinar el limitado número de elementos fonológicos según determinados principios. De forma similar, recreamos los conceptos mediante la combinación de elementos morfológicos en palabras y frases, según determinados principios. Recreamos las complicadas disposiciones de estos conceptos, que reflejan situaciones vitales, combinando las palabras y las frases en oraciones, y las oraciones en relaciones descriptivas y narraciones según nuestros principios de la sintaxis y de la construcción narrativa. Al hacerlo, también evocamos los estados subjetivos que las personas han llegado a asociar con estas situaciones de la vida. De este modo, gracias al lenguaje, recreamos la experiencia; y mediante nuestra habilidad para recrearla, también nos habilitamos para crear toda clase de experiencias nuevas e imaginarias. (Goodenough, W. H., “Cultura, lengua y sociedad”, en Kahn, J. S., El concepto, etc., p. 165)

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Sobre la tolerancia

El problema

Suele pensarse que la tolerancia es la virtud democrática por excelencia. Se conecta con la libertad de opinión y se entiende como respeto a la opinión, independientemente de quién sea el opinante. Pero esto es indefendible si se expresa como algo general, como teoría, porque equivale a admitir que todos los individuos se hallan en pleno uso de la razón y, por ende, que todos tienen derecho a expresar su opinión y a que sea tenida en cuenta. Existen muchas personas a las que no se puede conceder al mismo crédito que a otras: el paciente no puede pretender que su diagnóstico sobre la enfermedad que padece sea aceptado en pie de igualdad con el del médico. También es indefendible en la práctica, porque en cualquier diálogo, que por necesidad habrá de contar con un número restringido de personas, tiene que haber turnos, incluso cuando se trata la más sencilla conversación, y no puede haber espacio ilimitado en la prensa, en una editorial, etc., para todo lo que quiera decir cualquiera. Hay siempre factores externos que limitan las posibilidades de manifestar opiniones, factores como la falta de tiempo, la ausencia de público, de lectores, la carencia de espacio en un periódico, en un libro, etc. La libertad de opinión no puede, pues, ser ilimitada en la realidad. Pero es que además hay circunstancias en que el respeto a una persona, que no a sus opiniones, es lo que puede hacer que alguien sienta la obligación de pedirle que se calle, de no permitir que siga exponiendo razones estúpidas o delirantes, como tampoco debería tolerarse seguramente que alguien manifieste sus opiniones, aunque sean verdaderas, sobre mi cojera, mi joroba o cualquier otro defecto físico o intelectual. Por esto no parece que sea absolutamente aceptable tampoco cuando se la liga a la verdad.

En consecuencia, no está claro que la tolerancia sea siempre buena y, por tanto, ética. ¿Habrá que decir entonces que no es una virtud o que no puede ser puesta en práctica? Por lo pronto parece que lo que debe afirmarse es que no es la ética la que debe quedar incluida dentro del concepto general de tolerancia, sino la tolerancia la que debe quedar incluida, o excluida, de la ética. En otras palabras, no se trata de ver si la tolerancia es la medida de la ética, sino de comprobar que la ética es la medida de la tolerancia.

No se debe pensar que tiene que existir un comité de expertos para cada actividad, un comité que dictamine lo que debe y no debe decirse. Pero tampoco que nunca debe haberlo. Quien quiera publicar un libro sobre las andanzas de las brujas o sobre las virtudes curativas de las noches de luna puede hacerlo si lo paga él mismo de su bolsillo o si lo compran los lectores, pero no a expensas de una subvención del Ministerio de Educación. En este punto parece que la tolerancia debe estar relacionada con la verdad, pese a que antes dijimos que en algunos casos no debe estarlo. La conexión con la verdad no es una garantía total de admisión de la tolerancia, como tampoco lo es la conexión con la libertad, pues ésta puede ser inmoral, mala. A veces se parte de la idea de persona como entidad in fieri, atribuyéndole una realidad interna, la libertad, que se supone gratuitamente que debería ser amada por sí misma. Se dice entonces: “Sé quien eres”. Y se cree que la “libertad de indeterminación de una sustancia haciéndose” debe ser amada por sí misma, olvidando que esa sustancia, al tratar de ser lo que es, puede convertirse en un asesino frío y calculador como el de Oklahoma, en alguien que, al realizarse, procurará por todos los medios cegar todo camino a la realización de otras personas. ¿Cómo podría defenderse la libertad de un sujeto de ese calibre? ¿Quién podría decir que es un deber hacerlo? Una tesis tal sólo sería válida en una sociedad ideal, utópica, en la que cada individuo tomara como única meta propia el bien de los otros individuos. Pero su aplicación en una sociedad real, existente, es perniciosa  y trae consigo una cantidad grande de males. En aquella sociedad utópica esta tolerancia sería moral, buena, pero en la sociedad real, es inmoral, mala, en muchas ocasiones.

Pero no en todas, como podría entender el pesimista “realista” frente al optimista utópico. Parece que ni uno ni otro son buenos puntos de partida para nuestra construcción y comprensión del concepto de tolerancia.

Los clásicos

Los clásicos no categorizan la tolerancia como libertad de opinión o acción en cualquier materia, sino sólo en materia religiosa. Podría extenderse el concepto y entonces la tolerancia religiosa quedaría como un caso particular de algo más amplio. Pero en ningún caso debe convertirse en un concepto absoluto, metafísico, porque entonces se vuelve oscuro, oscurantista, pues tiene a oscurecer los límites morales existentes entre lo bueno y lo malo. No debe traspasar las fronteras morales e histórico–culturales. Por esto es conveniente partir de los clásicos. Los conceptos no son eternos. Hay que buscar su nacimiento para ver si el molde que cada uno de ellos ha generado sigue siendo un molde válido para que nosotros podamos verter nuestras realidades actuales y nuestras ideas morales sobre él. Pues bien, el concepto de tolerancia se ha construido en la época de lucha contra el fanatismo religioso. De ahí habría que partir para ampliar el concepto. Una vez comprendido su origen, podría volverse la mirada a periodos anteriores, para ver si en ellos hay prefiguraciones suyas que puedan o deban ser tenidas en cuenta. Una vez acabada la tarea de progreso a partir de una situación y de regreso a situaciones anteriores, estaríamos en condiciones de haber construido un concepto y de ver si podemos identificarnos con él, si vale la pena o no ser tolerantes.

Coordenadas de una historia sistemática del concepto

Como sistema de coordenadas, se toma la doctrina platónica de las virtudes cardinales, ampliada más tarde con la escolástica de las virtudes teologales.

El concepto de justicia, el único que hace referencia en el sistema platónico a otros individuos, implica un ordenamiento social y económico en el que los derechos de los ciudadanos, sobre todo el derecho de propiedad, están definidos en un ordenamiento jurídico. El de caridad, por su lado, que también se refiere a los otros individuos en el sistema escolástico, pretende asimismo desbordar la ciudad antigua y expandirse más allá. La Iglesia es universalista en su proyecto y su pretensión (“id y predicad a todos los hombres”), pero en la realidad histórica del momento es una institución mediterránea. En esto se parece al cosmopolitismo de los estoicos. Recordar a Marco Aurelio: “Como emperador soy romano, como Antonino soy hombre”. Se trata de un nuevo orden social, la Iglesia, que tiende a entenderse bajo las categorías de la familia, ligada, según Aristóteles, por el amor, en tanto que el Estado, la Ciudad, liga a los individuos entre sí por la igualdad y la justicia. A la acción de la Iglesia se le llamó por autores modernos “comunismo del amor”. Sea lo que sea de esta interpretación, lo cierto es que esta agrupación social se acabó soldando con el Estado Romano, aunque en un principio era su contrario. Las capas más altas de la sociedad fueron poco a poco conquistadas por el espíritu de la caridad, mantenido al principio por los esclavos, los parias y los extranjeros, los “desarrapados” que mencionaba Celso. Estos últimos estaban imbuidos de un espíritu apocalíptico. Las capas altas no. Estas estaban asentadas sobre el derecho. Influyeron sobre las otras. El espíritu de caridad llegó así a transformarse en un orden interno, como deber de caridad para con los pobres y los oprimidos. Con el tiempo llegó a transformar el anterior orden de la justicia en un orden propio de una comunidad que se blinda contra la arbitrariedad individual del ejecutor de la ley.

Pero esto es la fraternidad. Brota de la familia, como se ha dicho más arriba. Se concibe a Dios como Padre y a los demás como hijos de Él y hermanos entre sí. Pero trasciende los límites de la familia y se manifiesta como caridad de todos con todos. Es la dialéctica entre la igualdad (isonomía), propia de la sociedad civil, igualdad jurídica y económica en el comercio, por ejemplo, y la fraternidad, propia de la organización doméstica o familiar.

Por otro lado, la oposición primera se da entre las virtudes reguladoras de la vida individual (la fe y la esperanza, entre las teologales, la prudencia, la fortaleza y la templanza, entre las cardinales) y las reguladoras de las relaciones interpersonales, como la caridad (teologal) y la justicia (cardinal). El concepto de tolerancia solamente puede moverse en el contexto de los de justicia y caridad.

Etapa cero

Es la etapa en que los conceptos que podrían ser vinculados al de tolerancia permanecen alejados del de justicia y del de caridad. No son en realidad prefiguraciones, sino, a lo más, negaciones del concepto de tolerancia. Luego en esta etapa no cabe hablar aún de tolerancia ni de intolerancia. Se trataría de situaciones que podrían ser entendidas retrospectivamente desde el concepto de tolerancia, pero que no fueron así interpretadas por sus actores. Esto es así porque la historia se hace desde algo que ya está hecho, como un edificio, el sistema de los números, la música que se llama clásica, o como el Proyecto Hombre, etc. Como si al hacer una historia de la homosexualidad, porque en nuestro tiempo parece hallarse bien implantada, se incluyeran las costumbres militares de los griegos, que ellos vivían sin concebirlas como homosexuales. La homosexualidad actual podría ser más bien el contrario de aquellos usos. Ahora aparece ligada al pacifismo, a la no violencia, a la indistinción de sexos, a valores que podrían llamarse femeninos. Antes era todo lo opuesto. Se aproximaba a valores viriles. Algo idéntico pasa con la historia de los números. Los griegos y romanos no son los antecesores de los actuales si se piensa que hay continuidad entre aquellos y éstos. Los actuales, más bien, tuvieron que romper con el antiguo sistema de numeración. Por lo mismo las situaciones antiguas que nosotros llamaríamos ahora, con un fuerte anacronismo, situaciones de tolerancia fueron pensadas entonces desde conceptos distintos del de justicia y caridad. Es la época de la filosofía griega y romana. Se extiende hasta el final del helenismo. Durante todo ese tiempo se pensaron aquellas situaciones desde el concepto de prudencia. Pirrón, por ejemplo aconsejaba a sus discípulos que aceptaran cargos, incluso cargos sacerdotales, si contribuían a la tranquilidad de su ánimo. También aconsejaba no discrepar de otras opiniones, aunque fueran falsas, por el mismo motivo. Pero este respeto pirrónico no es tolerancia de algo sino sustracción de algo (tollere). Y lo que Voltaire cita como tolerancia, a saber, ofrecer sacrificios a los dioses de una ciudad sitiada, tampoco lo es. Y no es justicia ni caridad. Es fe, o prudencia, etc. Como no es intolerancia lo que hicieron los soldados de Cortés con el dios Cozumel de los aztecas, que lo derribaron de su sitial y colocaron para colocar en su lugar una imagen de la Virgen, sino falta de fe. Incluso fue respeto por las personas de los seguidores de Cozumel, pues se pensaba que era indigno de personas racionales dar culto a los leños. Más respeto mostraron los soldados de Cortés por los aztecas del que han mostrado otros europeos que han permitido siempre que los indígenas de los países conquistados por ellos siguieran con sus dioses e incluso les han animado a hacerlo, con el fin de servirse de ellos como porteadores. Los soldados de Cortés veían a los indios como hombres, los otros europeos como porteadores (¿citar también a Marías?).

Voltaire confunde constantemente la historia de la tolerancia con la historia del concepto de tolerancia. Se comprende por ello que haya señalado al Cristianismo como uno de los principios de la intolerancia. Y lo fue, en cuanto se ligó al poder político de Teodosio, pero porque la intolerancia es una consecuencia práctica de todo poder político, no porque el monoteísmo sea intolerante y tolerante el politeísmo, pues, como decía Hume, entre los egipcios, que eran politeístas, no podían convivir mucho tiempo los adoradores de los perros con los adoradores de los gatos. Y el Cristianismo es, como se verá, un principio del concepto de tolerancia, aunque lo fue por contraste y oposición de conceptos.

Etapa primera

Llega hasta el Renacimiento y todavía perdura en algunas corrientes de nuestro tiempo. En esta etapa la tolerancia queda fijada a la justicia y la caridad. Indirectamente, también a la prudencia y a la paciencia, que es una virtud subordinada a la fortaleza. Pero la tolerancia es vista en este periodo como un mal y sólo en ciertas circunstancias como un mal menor. La intolerancia, lejos de ser vista como un mal, es comprendida a veces como un bien, como una virtud. La tolerancia es ahora un medio no aceptable para lograr un bien deseable. Desaparecido dicho bien de la perspectiva del actor, aparece aquélla como lo que es, como un mal, como un vicio. Aparece, por ejemplo, como adulación, que es el extremo vicioso de la afabilidad, una virtud subordinada a la justicia. Tolerar opiniones erróneas de alguien es este caso, pues se da a alguien más de lo que le corresponde. Y es imprudencia con respecto a terceras personas, que pueden ser dañadas por el error tolerado. Se comprende así la condena eclesiástica de lo que se llamó en su momento tolerantismo o defensa de la libertad de cultos, ligada a la separación Iglesia–Estado. Se aceptaba la tolerancia como un mal menor, por los males que podían seguirse de la intolerancia, concebida como un bien, si alguna fuerza político–religiosa o civil llegaba a sublevarse. En este contexto tolerancia equivale a permisividad, incluso a impotencia para retirar (tollere) las causas de un mal, o, si no es un mal en el presente, sí en el futuro, por los efectos que podrían luego sobrevenir. Y si es el mal mismo el que se impone ya no cabe hablar de tolerancia. Si la Iglesia Católica ha aceptado el islamismo o el darwinismo ha sido porque éstos han tenido fuerza suficiente para imponerse. Esto no ha ocurrido en el Islam.

La tolerancia no es en sus inicios otra cosa que una forma de engaño de una institución religiosa, o civil, que se piensa a la manera del Dios Omnipotente, pero que tiene que condescender con cosas que, siendo males en sí mismas, tienen tal poder que no hay más remedio que contar con ellas. La tolerancia no consiste en quitar (tollere) los mecanismos causales de lo que se ve como malo, sino en evitar nuestra actitud combativa ante ello.

Luego en el mundo cristiano tradicional sólo hay tolerancia efectiva cuando, pese a ser posible quitar las causas de un mal, se permite que siga existiendo por algún motivo moral. Pero este motivo no puede ser el de la justicia. La justicia es más bien un motivo para la intolerancia: el derecho a la verdad y el bien común puede convertir en un deber, por ejemplo, la delación ante el Tribunal de la Inquisición. ¿Entonces cuándo puede decirse que la tolerancia es un bien? No cuando aparece relacionada con la justicia, sino con la caridad. La virtud o deber de caridad, existe cuando, disponiendo de un poder de erradicación de un mal, se suspende (tollere) por caridad hacia el pecador o el delincuente. Lo que en este caso se tolera o suspende no es el mal, sino la aplicación del castigo al pecador o al delincuente, pudiendo hacerlo y, quizá, teniendo que hacerlo por deber de justicia. He aquí la caridad enfrentada a la justicia. Se suspende la aplicación de la pena hasta que el sujeto corrija su conducta. Predomina entonces la caridad. Si no lo hace, entonces predomina el deber de justicia y el pecador puede acabar en la hoguera, por justicia y por caridad, para salvar su alma. Es evidente que esto solo puede aceptarlo quien cree firmemente en la inmortalidad el alma y la resurrección de la carne.

Esto significa que la corrección fraterna es el lugar en que germina la tolerancia. Pero en su origen no era propiamente tolerancia, sino reprensión. Se toleraba a la persona, no al pecado. Y se la toleraba porque podía redimirse. Se toleraba que un hombre justo hubiera sido pecador y se procuraba mantener la fama de justo. Pero esto la admonición era privada. Pero si la posibilidad de corrección era nula, entonces había que denunciar al sujeto ante el superior.

En todo esto había ambigüedad, ciertamente, porque el superior era padre, hermano y juez en una sola persona. La cuestión que se planteaba, y que los teólogos discutieron largamente, era si un cristiano debe llevar su intolerancia por vía judicial, pública, o por vía de caridad, privada, como corrección fraterna, porque “esta tolerancia era la única forma práctica de tolerancia legítima en el seno de una sociedad inquisitorial que tenía, en general, poder suficiente para ser intolerante y para entender la intolerancia como la forma suprema de la justicia y del amor”.

Segunda etapa

Empieza cuando el poder de la Iglesia se viene abajo por causa de las distintas y opuestas intolerancias aparecidas en su interior, cuyos poderes se entrecruzan además con el poder del naciente Estado Moderno. El caldo de cultivo del concepto de tolerancia es el escepticismo, el individualismo, la religiosidad privada, el recinto particular de la subjetividad inviolable, etc. (recordar cómo algunos alumnos no distinguen bien entre culpa moral y castigo legal: caso de Tamara en clase, etc.), porque es el recinto de la libertad. Esta era la libertad que Dios había dado al hombre en el anterior momento, libertad que llevaba consigo el riesgo del mal, que no había más remedio que tolerar. Ese ser libre, convertido ahora en bueno, en valioso, en fuente de la tolerancia como buena, porque si es libre el sujeto y es bueno que lo sea, entonces sus actos han de ser considerados en sí mismos, en su producción, como valiosos y buenos, aunque moralmente sean malos. Es decir, ha de considerarse que son buenos porque vienen de un ser que es libre, no porque vengan simplemente de un ser. O, dicho de otra manera, es bueno que ese ser libre, el hombre, produzca acciones, sean las de estudiar, drogarse, dormir o asediar a otras personas. Es su libertad y es él quien la administra. Esto no debe dudarse que es bueno, se cree. Otra cosa es que sus acciones resulten buenas.

La libertad ya no es objeto de tolerancia, sino objeto de amor. Hay que desearla por lo que es, por ser libertad. La tolerancia se convierte en virtud. Reprimo mi tendencia a oponer mi intolerancia a lo que se me enfrenta. Puedo hacerlo, pero no lo hago por respeto a la libertad del otro. Este respeto no se funda en que sea evidente que un acto, por ser libre, haya de ser bueno, sino en que es dudoso que, siendo libre, pueda ser malo. Se funda en el escepticismo sobre nuestros códigos morales, acompañado muchas veces de la convicción metafísica según la cual lo que los hombres hacen espontánea y libremente tiene que ser bueno, de la creencia en la bondad natural del hombre. Se puede observar hasta en las películas y los anuncios publicitarios: “haz lo que brota de tu interior”, “obra según te dicta tu instinto”. Esto es ahora la tolerancia: “Puesto que estamos todos llenos de debilidades y de errores, perdonarnos recíprocamente nuestras tonterías es la primera ley de la Naturaleza”, dice Voltaire en el Diccionario filosófico, bajo el vocablo “tolerancia”, Voltaire, que se había burlado de Rousseau después de leer El Emilio, porque, decía, le entraban ganas de andar a cuatro patas.

La tolerancia desplaza a la intolerancia frente al mal. La tolerancia ante el mal, por su parte, se convierte en tolerancia ante el bien en cuanto se cree que ya nada es bueno de una vez por todas o que todo es bueno desde algún punto de vista. Es la tolerancia como concepto contrario de la actitud intolerante. La tolerancia es, por todo esto, una virtud anticristiana, que surge de la negación de la intolerancia efectiva. Y no es tolerancia ante las personas, sino antes sus actos y opiniones, justamente lo contrario de lo que había sido bajo el rótulo de corrección fraterna, incluido bajo la idea de caridad, y no porque sean buenos unos y verdaderas las otras, sino porque son sus actos y sus opiniones. Se piensa incluso que el respeto se les debe: suum cuique tribuere. La tolerancia ya no pertenece al ámbito de la caridad, sino al de la justicia. Un buen ejemplo de esta nueva virtud es D. Quijote liberando a los galeotes porque los llevan forzados en contra de su libertad, pese a que Sancho le advierte que van forzados por sus delitos. Ahí se halla una buena muestra de la nueva conciencia burguesa, que tanto encarece la libertad de conciencia. Contra quien primero se dirige esta actitud es contra el Cristianismo y de paso contra las otras religiones. Se tolera que cada cual practique la religión que libremente elija, como si fuera posible ponerse a creer en lo que uno decide creer. Es la nueva virtud, que empieza siendo libertad de culto y luego se extiende a otras regiones, como la libertad de prensa, de imprenta, etc. El núcleo, por tanto, de la idea es la promoción de la libertad ajena individual en virtud de su propia libertad e independientemente de los contenidos de sus actos. La única limitación de esta libertad, lo único intolerable, será algo externo, lo que se expresa en el artículo VI de la Declaración de los Derechos del Hombre: “La libertad consiste en hacer todo aquello que no perjudique a los demás”.

Pero esto es pensar según los criterios de un optimismo metafísico muy discutible. Es pensar que los hombres viven en un mundo racional en que cada uno es fin e interés primero de los demás, como propugnaba Kant, y no en una economía de mercado.

En conclusión, el concepto de tolerancia aparece primero como reactivo. Se va llenando de contenido según se extiende el concepto de “libertad de conciencia”, según se va llenando de derechos individuales, inviolables, etc. Pero el concepto no se ha mostrado definitivo, cerrado, como el de número. La crisis del capitalismo, las luchas entre naciones, el surgimiento de nuevas clases políticas, sociales, etc., en muchas ocasiones está subordinando la “libertad de conciencia” a cosas como la raza, el proletariado, la razón de estado, la etnia (asesinato de Yoyes). ¿No hay oposición entre la libertad de conciencia, que es individual, y la supuesta libertad de los pueblos, que no lo es? Con el fascismo, el estalinismo y otros sucesos sociopolíticos, la intolerancia frente a las ideas individuales se comprende como una virtud. Vuelve, pues, la intolerancia religiosa. Algunos definirán ciertamente la tolerancia como un logro precioso de la historia, un logro que no debería perderse, pero una crítica más pausada de esa “libertad de conciencia”, que se asienta sobre arenas movedizas, que depende de ciertas formas sociales y culturales, podría probar que el intento de fundarla sobre bases inmutables y seguras, sobre bases ontológicas, es un intento que no puede conducir más que al fracaso.

Idea funcional de tolerancia

El concepto de tolerancia será un concepto moral cuando pueda decirse que es buena o mala moralmente. Será buena si su puesta en práctica abre el camino a valores morales positivos. Y será buena su contraria, la intolerancia, cuando cierre el camino a valores moralmente inaceptables. Es quizá uno de los problemas que en este centro se tienen en cuenta con cierta asiduidad: ¿debe haber tolerancia con la droga? Esta podría ser una situación parecida a la de la Iglesia con respecto al darwinismo. El darwinismo ha sido aceptado por su propia fuerza. Lo mismo podría estar sucediendo con la droga: se tolera legalmente el consumo porque no se puede evitar mediante prohibiciones legales, debido a la fuerza mercantil de la demanda. Ahora bien, una vez tolerado el consumo, la demanda, ¿no es contradictorio tolerar el tráfico? ¿No conduce una cosa a la otra? ¿No equivale a confesar una impotencia? Por otra parte, no parece que una respuesta negativa, intolerante, haya de ser por fuerza una respuesta inaceptable moralmente. Por poner otro ejemplo más, la intolerancia más radical con respecto a la costumbre de la clitoridectomía, que por ser costumbre y tradición en otros lugares no deja de ser mala y reprobable moralmente, parece que es lo que la moral exige sin lugar a dudas.

Para que la tolerancia tenga un significado moral hay que tener en cuenta los parámetros en que se da su concepto. El primer parámetro fue la dogmática religiosa: dentro del monoteísmo apareció la intolerancia, lo que no impidió que, también dentro de él se incubara la figura del ser individual a imagen del Dios libre, el ser al que posteriormente le es debida la tolerancia. Entonces fue la intolerancia lo bueno y la tolerancia lo que, al menos en principio, era malo y, como mucho, representaba un mal menor, querido no por sí mismo, sino por evitar otro mayor. Ahora bien, el desarrollo de aquella misma individualidad gestada en el monoteísmo cristiano, dio lugar a la inversión de valores: la tolerancia hacia cualquier acto de esa individualidad acabó por descalificar a la intolerancia. Y llegamos así a la actualidad, al momento en que la tolerancia medida según parámetros religiosos rebasa sus límites y es medida también según parámetros políticos.

En una sociedad política democrática la tolerancia es la neutralización de la tendencia (tollere) a suprimir la acción de otras personas que mantienen opiniones opuestas. Esa neutralización puede consistir en un poder de represión, como la cárcel o el silencio impuesto, o en un poder de inhibición, como el no tomar en consideración las opiniones opuestas, el permitir que el adversario actúe o hable sin ofrecerle resistencia, el ser paciente con él, aguantarlo sin replicarle, ser indiferente, etc. Mucho de esto puede verse hoy. Por poner un solo caso, es lo que hicieron los nacionalistas periféricos españoles, salirse para no oírlo, cuando Savater intervino en el Parlamento Europeo. La intolerancia es tanto más patente cuanto que en un Parlamento está la gente precisamente para hablar y ser oída.

Esto último no puede ser tolerancia. Esta ha de ser, además, el poder de suspender esa capacidad de neutralización, por represión o inhibición, de las posiciones contrarias a la propia. El que deja hablar a otros y no contesta, se retira o los desprecia, no es tolerante, pues el efecto es el mismo que si les impidiera hablar. El tolerante toma en cuenta al adversario no solamente obedeciendo las normas de la buena educación, sino obedeciendo también las normas de la lógica y rebatiendo las ideas que no cree acertadas. Así pueden servir las ideas contrarias para formar las propias, aunque sólo sea como su contrafigura. Y las propias, si están bien fundamentadas, serán capaces de integrar las contrarias, aunque sea críticamente.

Claro está que no se podrá llamar tolerancia a la neutralización de la tendencia a suprimir acciones que pongan en peligro la seguridad propia o la de los demás, como tampoco se podrá llamar intolerancia a lo contrario, a la represión, incluso represión violenta, de tales acciones. Esto es así porque no toda acción, por el hecho de ser violenta, es intolerante ni merece condena moral, sino, muy al contrario, puede merecer alabanza.

En conclusión, el concepto de tolerancia no puede darse por sentado de una vez por todas. Tiene que ver siempre con supuestos que en cada caso hay que analizar minuciosamente.

(Sinopsis del capítulo V. Sobre la tolerancia, de Bueno, G., El sentido de la vida, Pentalfa, Oviedo, 1996, págs. 279-304)


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Técnica y tecnología

A) Ciencia y precisión de las máquinas

Durante la Revolución Industrial, que había empezado a gestarse en el siglo XVI y continuó hasta finales del XIX, el carbón fue la principal fuente de energía, el hierro el material universal y la máquina el agente productor más importante. A diferencia del caballo que la Edad Media había uncido a los arados o había adosado a las máquinas entonces existentes, el trabajador humano fue un apéndice de los nuevos agentes productores.

Las máquinas, que, a diferencia de los caballos o los bueyes, podían estar funcionando todo el tiempo, impusieron su ritmo. Justamente cuando Kant proponía que todo ser humano fuera tratado como un fin y no como un medio, la industria trataba la mano de obra como un medio y no como un fin, como una energía que debe explotarse, igual que el carbón de una mina, hasta agotarla y finalmente abandonarla.

Convertido en parte del engranaje mecánico, su habilidad perdió todo interés. Había que entrenarse para acoplar la actividad propia al automatismo de la producción. Cuanta más destreza e inventiva se tuviera, menos probabilidades había de ejercer una tarea útil para el conjunto. Adam Smith (1723-1790) supo expresarlo con total precisión en su famoso ejemplo de la producción de alfileres. Trabajando intensamente toda la jornada, escribió en La riqueza de las naciones, un obrero difícilmente puede hacer más de un alfiler al día y desde luego no llegará de ninguna manera a hacer 20. Pero si se descompone el trabajo necesario para hacer un alfiler en una serie de pequeñas acciones aparentemente aisladas resulta que cada diez obreros pueden hacer unos 48.000 alfileres diarios. Uno saca el alambre, otro lo estira, un tercero lo corta en trozos iguales, un cuarto lo afila, un quinto lo esmerila, tres especialistas hacen la cabeza, otro la une, otro lo pule y así hasta que el último lo envuelve en papel. En total son 18 actividades diferentes.

Las máquinas mandaron sobre los obreros, éstos se convirtieron en máquinas y la productividad aumentó asombrosamente. La presión social y política se ejercía sobre las máquinas mecánicas y también sobre las humanas, pero la sufrían solamente estás últimas. Para que esta modalidad de producción irrumpiera con tanta fuerza en Europa era imprescindible no solamente que se utilizaran nuevas fuentes de energía, sino, sobre todo, que la ciencia se aplicara a la creación de máquinas precisas, lo cual sólo pudo suceder en la Edad Moderna.

En la Antigüedad no fue posible porque la ciencia griega era incapaz de hacer una tecnología por carecer de una física y carecía de una física porque no creyó que fuera posible tenerla. La física es la aplicación a lo real de las nociones exactas y precisas de la matemática, lo que era impensable entonces, bien porque los objetos sensibles no pueden en absoluto tratarse como seres matemáticos, como creía Platón, o bien porque las matemáticas son una ciencia abstracta sin relación alguna con la naturaleza física, como creía Aristóteles. Por una razón u otra el pensamiento griego sostuvo obstinadamente la convicción de que la exactitud no es cosa de este mundo infralunar, sino del supralunar, de los ciclos eternamente perfectos de los astros en el firmamento. Pero los astros son distintos de la tierra. La astronomía puede, por tanto, ser matemática, pero no la física, según un griego antiguo.

El dualismo radical del cielo y la tierra se manifiesta con fuerza particular en la noción griega del tiempo, que contenía la idea de que los órgana jrónou (órganos del tiempo) de arriba son perfectamente regulares, pero los de aquí abajo se dividen en días y noches de duración nunca igual. Mas la noción del tiempo es inseparable de la del movimiento, lo que explica que la revolución intelectual que originó la ciencia del XVII no fue otra cosa que el éxito en hacer descender de los cielos las nociones de tiempo y de movimiento y que, cuando esto se logró, se iniciara la tecnología moderna impulsada por la ciencia física exacta y confundiéndose con ella, pues, pese a quienes opinaron que la especulación teórica es fútil en tanto que la práctica es fecunda, lo que entonces tuvo lugar fue la penetración de la teoría en la acción, o, mejor, la posibilidad de una física y una tecnología.

Fue la conversión de la epistéme en téjne, de la ciencia especulativa, teórica, en tecnología, lo que distinguió nítidamente la nueva producción de artefactos y objetos desde el siglo XVII. El proceso fue tal vez lento, porque los hombres no sabían todavía calcular. Habían aprendido a medir y contar las cosas por aproximación, seguían usando las notaciones romanas y, aunque algunos astrólogos y médicos conocían las cifras Gobar árabes, traídas de España, las finanzas, el comercio y la artesanía hacían estas cosas tan mal que no era posible una operación aritmética elemental. Pero tenían motivos para resistirse. Con todo, tenían razón para resistirse, pues ¿qué importa un poco más o un poco menos? A ojo de buen cubero se sabe que este color rojo es más oscuro que aquel, este sonido más grave que el de más allá, una hoguera más viva que otra, un objeto más pesado, etc. ¿No basta con esto? A nadie podía interesar que puede determinarse con exactitud la temperatura del fuego, medir con rigor las vibraciones que llamamos sonido o calcular con precisión la diferente longitud de onda de lo que llamamos color. Si hubieran tenido herramientas exactas no las habrían usado.

La edad del hierro y el carbón es, en conclusión, la edad de la precisión de las máquinas, la edad de la aplicación de la ciencia a la industria en igual o mayor medida que la aplicación de nuevas fuentes de energía.

B ) Técnica y tecnología

Este hecho merece una consideración más detallada, pues con él aparece una clase de individuos cuya actividad es crucial en nuestra forma actual de vida.

Según Ortega y Gasset, la técnica del tercer estadio, propiciada, como acaba de verse, por causas religiosas, económicas, filosóficas y científicas, es la disociación del artesano en sus dos ingredientes, el técnico y el obrero, o, lo que es lo mismo, la separación del plan o método de la actividad y la ejecución del mismo. En el mundo moderno el técnico aparece como figura independiente de cualquier otro oficio. Su misión es inventar. No inventar esto o aquello, objetos predeterminados, como el sastre cosía prendas fijadas por la costumbre, sino inventar cosas que no existen todavía. Esta puesta en práctica de una capacidad ilimitada de producir nuevos seres, dice Ortega, vacía la vida del hombre, porque ser técnico y sólo técnico es ser todo potencialmente y no ser nada de hecho. El tiempo del técnico, nuestro tiempo, es el más vacío de la historia humana.

Al disociar el técnico del obrero, aquel aparece como tecnólogo. La técnica no es otra cosa que la habilidad para transformar una realidad natural en otra artificial. Es un conjunto de recetas operatorias cuyo programa se ha seleccionado específicamente en función de sus resultados. Como el conjunto requiere reglas específicas, hay una técnica de la casa, otra de la navegación, otra del gobierno y así sucesivamente.

De las técnicas específicas han surgido las ciencias universales y cuando éstas han retornado sobre los procesos de transformación técnica, la técnica misma ha sido potenciada y convertida en tecnología. La tecnología es, según Mario Bunge (1919- ), “un cuerpo de conocimientos compatibles con la ciencia coetánea y controlables por el método científico, que se emplean para controlar, transformar o crear cosas o procesos naturales o sociales.” La tecnología, pues, es técnica en sentido estricto, pero en tanto se ha vinculado al sistema de producción industrial y al desarrollo y aplicación de la ciencia.

Lo que el tecnólogo pone de manifiesto es que el ser, o naturaleza de las cosas, no puede ya entenderse como algo sustancial, fijo y estable. En las anteriores concepciones no causaba sorpresa que algo fuera siempre lo mismo. Ni siquiera causaba sorpresa que cambiara de naturaleza. No, por ejemplo, que el carpintero transformara el árbol en mueble. Lo verdaderamente sorprendente es inventar, producir naturalezas nuevas, como si lo existente careciera de ser definido y el hombre hubiera cargado con la misión de dárselo.

Volver a la naturaleza, como aconsejaba el cínico, es hoy para nosotros volver al caos, porque todo cuanto constituye al hombre, al animal y a la planta, su base y sustrato profundo y real, es activo. La materia es en el siglo XX un escenario de actividad tal que habría asombrado a Heráclito, para quien todo fluye y nada permanece. Los pocos individuos que en muchos siglos han sido capaces de conocer esto se han servido de contadores Geiger o cámaras Wilson en lugar de experimentar con sus sentidos “naturales”, con los ojos, los oídos o los dedos, y porque han concebido ciclotrones y han pensado en forma de ecuaciones diferenciales o probabilidades y lo han hecho en términos de los lenguajes artificiales, no de los “naturales”, como el italiano, el inglés o el español. Por estos motivos puede afirmarse que la tecnología afecta de lleno a la ontología.

La presencia de los artefactos con que la tecnología ha inundado nuestra vida es una prueba de que la naturaleza ha llegado a un límite que no puede rebasar. Incluso ella misma es un límite, un obstáculo. Contando solamente con ella se está en la situación del alpinista que, una vez que ha llegado a la cima de la montaña, no puede subir más. Pero la situación real es que la actual tecnología empieza justo donde la naturaleza acaba y ésta es el trampolín desde el que aquélla salta en el vacío.

En estas circunstancias cabe preguntarse si el hombre actual tiene alguna finalidad. Una cosa parece clara: su finalidad no es la felicidad ni el bienestar. Estos son fines naturales que la tecnología puede rebasar en cuanto se lo proponga. Ella tiene sus fines propios, que parecen estar más allá del hombre. Incluso puede utilizar al hombre para alcanzarlos.

 Bibliografía:

García Bacca, Juan David, Elogio de la técnica, Barcelona, Anthropos, 1987.
Mumford, Lewis, Técnica y civilización, Madrid, Alianza, 1998.
Ortega y Gasset, José, Meditación de la técnica, Madrid : Santillana, 1997.
Smith, Adam, La riqueza de las naciones, Madrid : Pirámide, 1996.

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Sobre «La ciudad de Dios»

La Ciudad de Dios es un prisma de múltiples caras. En esta obra se refleja la gran cantidad de conocimientos de San Agustín, además de su personalidad fogosa. Puede enfocarse desde una perspectiva metafísica, teológica, filosófica, etc. Para no insistir siempre en lo mismo, yo elegiré aquí dos, ligadas entre sí, que han sido muy fecundas en la historia de Europa y que siguen teniendo gran vigor en el presente: la filosofía política y la filosofía de la historia.

Estamos acostumbrados a pensar en San Agustín como uno de los primeros filósofos de la Edad Media. No se trata de un grave error si se tiene en cuenta la gran influencia que tuvo durante todo el periodo, pero sí si se piensa en que él vivió durante el Imperio de Roma. En realidad fue un ciudadano romano. Más: fue un alto cargo de la administración del Imperio: obispo de una diócesis del mismo. No fue, pues, un medieval, sino un romano y un romano que perteneció en cuerpo y alma a su tiempo. Sobre todo en alma, puesto que todos los pensamientos que su mentor abrigó y desarrolló fueron heredados de la tradición romana. Pensó como un romano, se comportó como tal, etc. Es lo primero que ha de tenerse en cuenta.

1. El derecho natural

Con la muerte de Aristóteles el año 322 a. C. se acaba una era en la historia dela filosofía política y con la de Alejandro un año antes comienza otra en la historia de la civilización europea. Con Aristóteles acaba el hombre como miembro de la ciudad-estado. Con Alejandro empieza el hombre como mero individuo. Un individuo que necesita regular su conducta, para lo que aparecen las filosofía morales –el epicureísmo, el cinismo, el estoicismo, etc.- y sus relaciones con otros hombres, para lo que aparecen nuevas ideas sobre la fraternidad humana. El punto central de esto último fue el banquete conjunto de persas y macedonios celebrado en Opis por Alejandro[1] para unir corazones y fundar una comunidad política.

Había que aprender a vivir solos como nunca antes había sucedido y había que aprender a vivir juntos en una comunidad muy amplia y muy impersonal.

Para lo primero surgieron entonces gran cantidad de filosofías de la conducta, que acabaron convirtiéndose en religiones, y de religiones que prometían la inmortalidad personal. Las estructuras religiosas se hicieron más y más importantes. Ayudaban a no sentirse solos frente al mundo, demasiado débiles ante el inmenso poder político que veían ante sí, un poder que recluía a los hombres en su interioridad. Estos empezaron a pensar en la conciencia de sí, en su alma. El reverso fue pensar en los hombres como seres iguales por todas partes, con una sola naturaleza humana idéntica[2]. Al romper los lazos que habían mantenido unidos a los hombres en la ciudad-estado, éstos quedaron sueltos y hubieron de disponer por sí mismos de sus personas.

(Si, después de romper los toneles que contienen vinos de distintas clases, se derrama su contenido en un estanque, se mezclarán y ya no será posible identificarlos. Un vaso del caldo resultante sabe igual que cualquier otro. Los hombres quedan fundidos en una monotonía universal. Cuando las ciudades-estado desaparecen también desaparece con ellas lo que diferenciaba a los hombres y ya no puede distinguir a un griego de un persa. Solamente se halla el hombre, igual para todos. Se empieza entonces a pensar en la humanidad por primera vez)

Dos son por tanto los nuevos conceptos a los que tiene que enfrentarse el filósofo político: el individuo y la humanidad. El primero está dotado de vida propia, personal, el segundo es la naturaleza humana común. En la ciudad-estado todos tenían algún papel que desempeñar, ya fuera el de juez, guerrero, miembro del Consejo de los 500, etc. En el mundo nuevo uno no cuenta para nada, excepto quizá en las ceremonias religiosas. Un individuo es un ser insignificante. (También ahora, pues somos los herederos de aquel tiempo, por mucha democracia que quiera hacernos ver la propaganda política y por mucho que se nos quiera convencer de que eso de votar una vez cada cuatro años tiene alguna importancia) Pero esta necesidad se puede convertir en virtud. Se puede hacer algo grande de la propia insignificancia. Pensar, por ejemplo, que la vida íntima es la verdadera fuente de todo lo que tiene algún valor y que, en consecuencia, merece un respeto máximo. Se podría exigir el derecho a respetar la propia personalidad. Habría que cargar de sentido ético al individuo. Ahora bien, lo que se concede a uno hay que concederlo a todos, (porque las moléculas que se han derramado en el estanque son indistinguibles) La humanidad considerada como una unión fraterna, como una familia. San Pablo incorporó esta idea, que entonces era una idea común, al cristianismo[3].

La diferencia entre esta comunidad universal, utópica, y la ciudad-estado, parecía ser enorme, pero no lo era tanto. Aristóteles ya había dicho que para ser ciudadano tiene que haber una comunidad de iguales ante la ley, cosa que solo es posible en un grupo pequeño y muy selecto. Lo que hizo la filosofía helenística fue proyectar sobre la humanidad los ideales que habían brotado en el suelo de la pólis igualando a bárbaros y griegos, a libres y esclavos, etc., (lo que era echar el vino en el estanque, diluir las individualidades fuertes del pasado en una comunidad uniforme, comunidad que tenía que ser mística, si se la pensaba desde la religión, o utópica, si se la consideraba desde la actividad política. En los dos casos tenía que ser una proyección más allá del horizonte de la vida actual de los hombres, que se hallan divididos en grupos, sociedades, comunidades políticas, familias (extensas antiguamente, apenas nucleares ahora), etc. El primer impulso es religioso-católico, el segundo es imperial. Y no son incompatibles en modo alguno. El primero iguala a los hombres a los ojos de Dios[4], el otro a los de la ley.

En el terreno político había que idear un nuevo tipo de derecho que implicara una nueva ciudadanía sin diferencias internas y que fuera el soporte de la autoridad del magistrado, de manera que ésta no se sustentara en la fuerza y un hombre no perdiera dignidad al doblegarse a ella. Pero este era un tipo de derecho aplicable a todo el mundo, del que tenían que ser meras aplicaciones las leyes de los estados particulares. Estaba naciendo el derecho natural, (cuyo último vástago es por el momento la Declaración de Derechos Humanos promulgada en Asamblea Solemne por la ONU en 1948, pero antes había sido la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano de la Asamblea Francesa de 1729, y la Bill of rights de 1766 en Virginia, etc.)

Reajustar estas ideas e ideales fue una inmensa tarea a la que tuvo que hacer frente la filosofía política tras la quiebra de la pólis. Lo normal habría sido un fracaso, pero la vitalidad de aquella filosofía era grande y pudo superar la prueba. El resultado fue que, en lugar de una ruptura en la conciencia europea, se produjo un nuevo punto de partida, un nuevo momento tan poderoso que sigue vivo en el presente, -tan vivo que el surgimiento de las naciones modernas, de Francia, Inglaterra, España, etc.- que se produjo por ese impulso, no ha logrado destruirlo. Coméntese, a modo de ejemplo, que la fuerza expansiva a la humanidad en general de los principios revolucionarios de París hubo de detenerse por las fuerzas austríacas en un lado y la posible agresión de las españolas al otro…)

En la moral europea arraigó con fuera la convicción de los derechos del hombre, aun sin especificar cuáles son –como se vio con el servicio sanitario después de la II Guerra Mundial), y el deseo de que la legislación se ajustara a ellos, lo que era el deseo de una legislación universal.

2. El estoicismo

Estas ideas cobraron cuerpo y sistema en el estoicismo, que fue fundado por Zenón de Citio antes del año 300 a. C. El estoicismo no es una escuela griega, sino helenística, lo que es todo un símbolo. El hecho de que su fundador fuera fenicio lo es también. La escuela se desarrolló además cuando Atenas ya había dejado de ser el centro filosófico del mundo. Ya en su tiempo se observaba que tenía relación con la política de Alejandro (Plutarco)

Al principio fue una rama del cinismo. El naturalismo de esta escuela, la primera que predica la vuelta a la naturaleza, pensaba en una humanidad futura viviendo como un solo rebaño, sin tribunales de justicia, sin propiedad, sin familia, sin dinero, etc. Este naturalismo y una dosis excesiva de indecencia que llevaba aparejada, sirvió para que la rama se separara del tronco y adquiriera vida propia, ejerciendo una enorme influencia en los romas cultos del siglo II a. C. y contribuyendo decisivamente a la formación de su jurisprudencia. Pero la herencia utópica procedente del mismo no se perdió nunca, si bien atemperó en ocasiones sus excesos para acomodarse a la realidad y al sentido legal de Roma.

La nueva situación, por otro lado, requería que se prestase más atención a la monarquía, a la que Aristóteles solo veía interés académico. (Había dicho, en efecto, que sería la mejor forma de gobierno si hubiera un hombre perfecto como rey-filósofo de la República de Platón, pero que no había tal y que, en caso de existir alguna vez sería por azar y no es por azar como puede constituirse una pólis) pero los estoicos se encontraron con monarquías efectivas que habían heredado el imperio de Alejandro. Eran los diadocos. Zenón mismo fue amigo de Antígono II de Macedonia y un miembro de la escuela se encargó de educar al hijo de éste. Había que lograr la concordia entre griegos y bárbaros, algo que ya había empezado a hacer el propio Alejandro. Las nuevas monarquías tendían a ser absolutas por ser la única fuerza de cohesión que entonces podía darse. Como aquellos estados estaban compuestos de muchos grupos con una gran variedad de costumbres, se tendió a dejar éstas intactas –ahora se busca borrarlas y se busca el hombre nuevo- y a presentar al rey como símbolo de unidad. Pero ello significaba distinguir entre el derecho regio y el derecho local.

El absolutismo helenístico nunca se justificó en la fuerza militar. En ausencia de ello, se legitimó en la religión, lo que condujo a la divinización de los reyes, empezando por el propio Alejandro. Esta clase de justificación pasó a los emperadores romanos. Este recurso se mantuvo en realidad hasta principios del siglo XIX, particularmente durante los siglos de las monarquías absolutas en Francia e Inglaterra, cuyo poder, según la doctrina política triunfante en el momento era otorgado directamente por Dios al rey. De hecho, los reyes en Europa han estado siempre rodeados de un aura más o menos densa de divinidad. Y todavía hay quien lo sigue creyendo.

No se crea por esto que los súbditos de las monarquías helenísticas o las del posterior Imperio de Roma eran estúpidos. Muchos hombres habían sido elevados a la dignidad divina en ciudades-estado de Grecia. Esto no tenía un significado religioso especial, no más que el que había en torno a Luis XIV en Francia o Jacobo I en Inglaterra, y era un procedimiento bastante eficaz para afianzar la autoridad real y darle continuidad, evitando así los desórdenes[5] que siempre se producen al pasar el poder a otras manos, (como sucedía regularmente en el reino visigodo) Además, el otorgar al rey el título de Salvador o Benefactor podía incluso ser cierto y los súbditos podían estar agradecidos a su buen gobierno por haber salvado la paz y el bienestar de su pueblo. Un rey era divino porque traía la paz a su reino lo mismo que el Dios en que creyeron los últimos estoicos ha traído el orden al universo. Un buen rey tenía una dignidad que no podía estar al alcance de un usurpador, sus súbditos no tenían motivos para pensar que su persona sufría menoscabo alguno y la monarquía no podía, en fin, identificarse con el despotismo, pues estaba fundada sobre principios religiosos y morales.

3. La ciudad universal

A finales del s. III el estoicismo adquirió por obra de Panecio[6] la forma sistemática que conservó hasta su final. Crisipo[7], que escribía en un estilo durísimo, hizo que la doctrina se convirtiese en la convicción firme de todos los hombres de sentido moral, político y religioso. La idea de un Estado mundial y un derecho universal alcanzó con él una forma positiva, diferente de la negación de la ciudad-estado que se había dado con los cínicos.

La finalidad moral de la escuela era la autarquía y el bienestar persona, como en otras escuelas. Pero no llegó a predicar un apartamiento del mundo, por dos razones: porque defendía el fortalecimiento de la voluntad –fortaleza, decisión sentido del deber, superación del placer, etc., eran las virtudes del estoico- y un sentido religioso próximo al calvinismo. La divina providencia tenía para un estoico un poder abrumador. Su vida era la representación de un papel que elle le había asignado, ya fuera importante o no. Era la voluntad de Dios, que ha impreso un orden perfecto en la naturaleza. Había que vivir de acuerdo con la naturaleza con fe en la bondad y la racionalidad del mundo.

El hombre es racional y Dios es racional. El alma del primero es una chispa del fuego divino, lo que le da una posición preeminente sobre todos los demás seres. Los animales se rigen por su instinto, pero los hombres tienen la razón, el lenguaje, el sentido de lo justo y lo injusto. Por eso viven en sociedad. Son hermanos porque son hijos de Dios. Hay que participar en los deberes sociales para contribuir al orden de todo.

Existe un Estado universal del que tanto los hombres como los dioses son miembros. También los dioses, que están por debajo de Dios. En San Agustín aparecen como demonios. La constitución de ese Estado es la recta razón, que enseña lo que se debe hacer y lo que no. Es la ley de Dios, obligatoria para todos los hombres, tanto los gobernados como los gobernantes[8].

En el Estado universal no tienen sentido las distinciones sociales. En una pólis de sabios no hay diferencias entre hombres. La única diferencia es la que hay entre sabios e insensatos. Nadie es esclavo por naturaleza, así que a los esclavos hay que tratarlos con dignidad. La ciudadanía del Estado universal está abierta a todos, al menos en teoría. En la práctica los estoicos se pasmaban de la enorme cantidad de tontos que hay. (Ortega dijo de Madariaga que era tonto en cinco idiomas) La ciudad universal está cerrada a los tontos. El camino es angosto y la puerta estrecha. Pocos pueden encontrarla.

El estoicismo predicó contra las distinciones entre individuos y también a favor de la armonía entre Estados. Todo hombre está sujeto a dos leyes, la de su Estado y la de la razón. La segunda debe ser superior. En ella debe moldearse la primera. Las costumbres pueden ser diferentes, pero la razón es una. Aquellas deben esconder alguna unidad de fin. Es concebible un sistema jurídico mundial con infinitas ramas locales en armonía. Una especie de multiculturalismo. La unión de corazones de Alejandro. Entonces había una gran multitud de localidades más o menos autónomas unidas por un derecho común o regio. Esto implicaba comparar costumbres, apelar a la equidad y promover un derecho común.

Para el derecho romano fue muy importante esta idea estoica de un derecho superior. El estoicismo sostuvo el ideal de la racionalidad y la equidad en una época en que el derecho podía tender a hacerse consuetudinario. A la idea griega de que la ley establece un código moral y una norma general de justicia, los estoicos agregaron la doctrina de los dos derechos, el consuetudinario de la ciudad y el de la naturaleza. La racionalidad y la equidad no podían equipararse al derecho positivo. La ciudad universal de los estoicos se convertiría en la Ciudad de Dios de los cristianos.

4. Panecio y Polibio[9]

El ideal estoico del sabio era excesivamente rígido y exigente para la gente normal. El escéptico Carnéades[10] lo presentó con cierta verdad como una monstruosidad: ¿cómo va a ser posible renunciar a todo sentimiento? Al poder político de Roma, por otro lado, le venía muy bien una teoría filosófica de corte universal que justificara el hecho de que Roma se estaba convirtiendo en una comunidad universal. La conquista era en ocasiones un negocio algo sórdido.

En el segundo cuarto del s. II a. C. Panecio y Polibio, que eran amigos y pertenecían al círculo de Escipión Emiliano, convirtieron el estoicismo en una doctrina humanitarista. En lugar de la autarquía del sabio y su dominio de todo sentimiento, propiciaron el ideal del servicio público, la simpatía, la amabilidad, la justificación de las pasiones nobles, etc., y abandonaron la oposición entre una comunidad ideal de sabios y el pueblo llano. El sabio dejó de ser el ideal. Hay un sentido, decían, en que todos los hombres, dejando de lado sus diferencias de posición social, inteligencia, etc., son iguales y, en consecuencia, tiene que haber un mínimo de derechos de los que todos deberían disfrutar para tener una vida digna. Es de justicia que a todos les sean reconocidos. La justicia, pues, debe estar por encima de los Estados (cita en 322)

A esto se le llamó humanitas en el círculo de Escipión. Copiar de la página 12 cómo el ius gentium se va amalgamando con el derecho natural.

5. Cicerón (106 a.C.- 43 a.C.)

A comienzos del s. I a. C. habían finalizado los procesos políticos comenzados por Alejandro. Todo el mundo mediterráneo pertenecía a una sola unidad política y no existía nada parecido a las naciones políticas actuales. Lo que llamamos naciones étnicas podría rotularse como gentes y eran grupos humanos insertados primero en la República y luego en el Imperio. La pólis ya no existía. Se veía ya que todo el mundo se unificaría bajo Roma, como así sucedió en el s. I d. C. Aun con sentido ético más que jurídico y político, el estoicismo había extendido ya sus ideas de Estado universal, ciudadanía universal y justicia natural. Eran ideas más o menos aceptadas por todo el mundo, no ideas pertenecientes a un sistema filosófico. Pocas veces como entonces la filosofía ha salido de las aulas y se ha extendido con tanto vigor al cuerpo social.

Por esto mismo no eran ideas muy precisas. En ellas se incluía la convicción de que el mundo está sujeto al gobierno de Dios, y que Dios es bueno y racional. No era todavía del Dios cristiano. También que todos los hombres son miembros de una única familia y que su racionalidad los hace semejantes a Dios y semejantes entre sí, aun teniendo en cuenta las diferencias existentes entre ellos por la diferencia de lengua y costumbres. Luego deben existir, se pensaba, algunas normas de moral, justicia y racionalidad en la conducta obligatorias para todos, aunque no consten en el derecho escrito, positivo o acordado por los legisladores. Tales normas son buenas per se, no por haber sido promulgadas por hombres. Por último, también se pensaba que los hombres son sociales, si bien no con la precisión que Aristóteles había dado a este concepto en su Política, para quien el hombre alcanza su perfección en la ciudad-estado.

Estas ideas siguieron una doble senda, político-jurídica y teológica. En cuanto a lo primero, la teoría se separó para siempre de las doctrinas griegas anteriores. Se concibió al Estado como una hechura del derecho, no como una construcción sociológica, por lo que debe verse en términos de competencia jurídica y de derechos. Esta idea ha llegado hasta hoy. En cuanto a lo segundo, el tema de la relación del Estado con lo religioso y de la filosofía política con la teología ha impreso su color a toda la historia europea hasta bien entrada la Edad Moderna. De aquí que los cambios introducidos en estos terrenos durante la etapa anterior a la era cristiana sean fundamentales. Por esto se verán aquí ambas líneas: Cicerón para la primera y Séneca para la segunda. A Cicerón no porque fuera un gran jurista, pues no lo era, sino porque sus ideas, que según confesión propia recogía de otros en sus compilaciones, formaron una parte importante de las convicciones de los jurisconsultos. A Séneca, a quien hay que situar junto a los Padres de la Iglesia en la discusión de estos temas, para comprender que la aparición del cristianismo no trajo consigo una nueva teoría política, sino que continuó la anterior. Su novedad no se sitúa aquí. La oficialización del cristianismo fue la culminación de tendencias anteriores incluso para quienes no abrazaron la nueva fe. Casi todas las ideas políticas de los Padres eran ideas de Cicerón y de Séneca.

Tratemos primero a Cicerón. Lo primero que ha de hacerse constar es que lo que él se propuso fue un completo fracaso. Quería encomiar la tradicional virtud romana del servicio público y la superior calidad del estadista, ambas iluminadas por la filosofía griega, cuando ésta ya no tenía aplicación una vez fenecida la pólis. No pudo retrasar el reloj. No vio la importancia de la revolución del tribunado por Tiberio Graco. Anacronismo. Predicó la forma mixta de gobierno como la mejor y aceptó la teoría de los ciclos. Ambas ideas venían de Polibio y quizá también de Panecio. Si hubiera tenido capacidad filosófica habría culminado una gran obra, pero carecía de ella. Tenía que haber hecho una teoría del Estado perfecto, bajo la forma mixta de gobierno, y haber desarrollado los principios de tal teoría en el curso de una historia de Roma bajo la óptica de la teoría de los ciclos. Habría presentado entonces a Roma como el mejor Estado que la experiencia política hubiera producido.

El ciclo de Polibio se comprendía en las formas de gobierno de Aristóteles: de la monarquía a la tiranía, de ésta a la aristocracia, luego a la oligarquía, luego a la democracia y por fin a la demagogia. (Las mismas cosas van y vienen. Tiempo circular. Polibio inserta las historias particulares en la gran historia de Roma, como los afluentes en el río. Roma sería lo definitivo. Culminación de los tiempos. Ruptura más o menos clara del tiempo circular, del eterno retorno de lo mismo) En Polibio había lógica, aunque las observaciones empíricas no cuadraban bien con la lógica. Cicerón así lo comprendió, pues vio que la historia de Roma no se adecuaba a los ciclos de Polibio. Así que le restó la fuerza lógica que tenía, pero no fue capaz de agregarle otra. Elogió también la forma mixta de gobierno, creyendo que Roma era un ejemplo de ello, pero no supo señalar qué instituciones pertenecía a cada elemento. No sin razón se burló Tácito de este intento, diciendo que era más fácil elogiar la forma mixta que hacerla. El fondo del asunto era que tal teoría no podía hacerse hasta que no se prescindiese de las fuentes griegas, se dejara de lado la pólis y se tuviera en cuenta la historia real de Roma.

¿Dónde está entonces la importancia de Cicerón? En dar a la teoría estoica del derecho natural la expresión por la que ha sido conocida en toda Europa hasta el siglo XIX. De Cicerón pasó a los jurisconsultos y a los Padres. Aunque La República estuvo perdida entre los siglos XII y XIX, sus textos más importantes se siguieron conociendo a través de San Agustín y Lactancio (Cirta, c. 250-Tréveris, 325).

Hay, dice allí, un derecho natural universal nacido de la providencia divina y la naturaleza racional y social humana. Es la constitución del Estado universal, la misma en todas partes, para todos los hombres y todas las naciones (gentes). Una ley que vaya contra él no es ley. Ningún gobernante ni pueblo puede convertir lo justo en injusto ni viceversa:

Existe, pues, una verdadera ley, la recta razón congruente con la naturaleza, que se extiende a todos los hombres y es constante y eterna; sus mandatos llaman al deber y sus prohibiciones apartan del mal. Y no ordena ni prohíbe en vano a los hombres buenos ni influye en los malos. No es lícito tratar de modificar esta ley, ni permisible abrogarla parcialmente, y es imposible anularla por entero. Ni el Senado ni el pueblo pueden liberarnos de su imperio, ni se requiere nadie que la explique o interprete. No es una en Roma y otra en Atenas, una ahora y otra después, sino una ley única, eterna e inmutable, que obliga a todos los hombres y para todos los tiempos: y existe un maestro y gobernante común de todos, Dios, que es el autor, intérprete y juez de esa ley y que impone su cumplimiento. Quien no la obedezca huye de sí mismo y de su naturaleza de hombre, y por ello se hace acreedor a las penas máximas, aunque escape a los diversos suplicios comúnmente considerados como tales. (Cicerón, República, 22)

Esta ley hace a todos iguales. No en saber, en riqueza –ni siquiera es conveniente intentarlo-, etc., sino en razón y en su actitud general ante lo que es digno y justo. Si esto no sucede es por causa del error, los vicios y las opiniones falsas:

De todo aquello sobre lo que versan las discusiones de los filósofos, nada tiene más valor que la plena inteligencia de que nacemos para la justicia y de que el derecho no se basa en la opinión, sino en la naturaleza. Ello es evidente si considera la sociedad y unión de los hombres entre sí. Pues si nada es tan igual, tan semejante a otra cosa, como cada uno de nosotros a los demás. Por ello, si la depravación de las costumbres, la vanidad de las opiniones y la estupidez de los ánimos no retorciesen las almas de los débiles y las hiciesen girar en cualquier dirección, nadie sería tan semejante a sí mismo como cada uno de los hombres a todos los demás” (Las Leyes)

Ningún cambio en la teoría política como el que indica este texto ha sido tan profundo desde Aristóteles. Esta forma de razonar es opuesta a la del Estagirita. Para éste los hombres no son iguales y como la vida superior, la vida política, solo puede ser entre iguales, debe hacerse entre grupos pequeños y muy selectos. Para Cicerón los hombres son iguales porque están sometidos a una misma ley y son de hecho conciudadanos, lo mismo que puede decir un cristiano. Esto no implica la democracia. Un esclavo, por ejemplo, no es una herramienta animada, como había dicho Aristóteles, sino un trabajador contratado de por vida, como había dicho Panecio (¿?). O, como dijo Kant mucho tiempo más tarde, un hombre siempre es fin y nunca solo medio. Crisipo y Cicerón están más cerca de Kant y de nuestro tiempo que de Aristóteles.

Un Estado no puede perdurar, concluye Cicerón, o solo puede hacerlo en malas condiciones si no se basa en el reconocimiento de los derechos que unen a sus ciudadanos. El Estado es “cosa del pueblo”, re publica. Los ingleses dicen commonwealth. Si el Estado no existe para fines éticos y está unido por vínculos morales es un bandidaje a gran escala, como recuerda San Agustín a propósito de la anécdota habida entre el pirata y Alejandro Magno.

Así pues, dijo el Africano, la república es la cosa del pueblo y el pueblo no es el conjunto de todos los hombres reunidos de cualquier modo, sino reunidos por un acuerdo común respecto al derecho y asociados por causa de utilidad. (República, I, 25)

Luego la res publica existe para un gobierno justo. Su poder surge del pueblo. Un pueblo es una organización autónoma que tiene los poderes necesarios para perseverar en la existencia. Y si el poder se ejerce con rectitud es en realidad el pueblo el que lo ejerce. (Santidad del pueblo. Dios en la tierra). El Estado y sus leyes están sometidos a la ley de Dios o ley natural y moral, que está por encima de las instituciones humanas. La fuerza solo se justifica cuando hay que dar eficacia a los principios de justicia.

Porque, como las leyes gobiernan al magistrado, gobierna el magistrado al pueblo, y puede decirse que el magistrado es la ley que habla o la ley un magistrado mudo. (Las leyes, m, I, 2)

Estas ideas alcanzaron aceptación casi universal ya en tiempos de Cicerón y han seguido siendo aceptadas durante muchos siglos. (De ellas echaron mano Suárez y Belarmino en el XVI en contra de las nacientes monarquías absolutas de los Borbones y los Estuardo)

(Hoy hay cambios importantes. Hace dos o tres años se preguntaba a Zapatero si el Parlamento no puede legislar sin restricción alguna sobre todo lo que estime conveniente:

El presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, considera una «reliquia ideológica» la aspiración de la Iglesia católica de que hay una «ley natural por encima de las leyes que los hombres se dan». En una entrevista publicada en el número de abril de la revista Claves de Razón Práctica, Zapatero afirma: «La democracia exige un Estado aconfesional y una cultura pública basada en valores laicos. La Iglesia católica puede mantener algunas posturas que evocan todavía la aspiración a que las leyes eclesiásticas estén por encima de las leyes de la polis, pero creo que esa actitud es ya una reliquia ideológica». (El País 11 de abril de 2006, referido a Claves de la Razón Práctica. Nº 161 de Abril de 2006)

(Observación: llamar pólis a las unidades políticas actuales es un sinsentido. Pretende así ligarlas a las formas griegas, que, por cierto, eran, tanto en Esparta, como en Atenas, Corinto, etc., comunidades de desiguales)

No hay, pues, freno a su poder. Nada por encima de él. Es la ley suprema. Pero esto no lo hacen nuestros gobernantes sin contradicciones. ¿O no dicen que los inmigrantes son iguales a los ciudadanos del Estado? ¿Por qué, si no es porque creen que hay algo superior a las leyes del Estado, que en principio solamente rigen para los que caen bajo ellas por pertenecer a España? Además, cuando se apoyan en los derechos humanos promulgados por la ONU el año 1948 están aludiendo al derecho natural)

Estas ideas, pese a ser aceptadas generalmente, no llevaban consigo acuerdos profundos sobre su aplicación. Por ejemplo: aunque todos estaban de acuerdo en que una tiranía es una ofensa al pueblo, no concordaban en los medios de que hay que hacer uso para su eliminación. Tampoco lo había sobre quién debe gobernar en nombre del pueblo, ni quién es el pueblo en nombre del cual gobierna el gobernante. Cuando, para defender las actuales formas de gobierno representativo se echa mano de estas antiguas ideas, no se hace sino (echar vino viejo en odres nuevos. O al revés: vino nuevo en odres viejos.)

El periodo clásico de la formación del Derecho Romano fue el siglo I y II. Los escritos de los jurisconsultos fueron compilados en el Digesto o Pandectas ordenadas por Justiniano y publicadas el 533. Las ideas de Cicerón son el armazón de esa compilación. La filosofía de aquellos jurisconsultos no era realmente filosofía. Ellos no encontraron forma de utilizar ideas de epicúreos, excépticos o cínicos, así que recurrieron al estoicismo bajo la forma que le había dado Cicerón. Ellos reconocían tres tipos de derecho: el ius civile¸ius gentium y ius naturale. El primero es derecho consuetudinario de un estado particular o derecho positivo interno. El segundo y el tercero se confundían. Pero eso era indiferente. Ningún jurista dudaba de la existencia de un derecho superior al civile, un derecho que era racional, universal, inmutable y divino. Por ello no emanaba de un cuerpo legislativo. Esto es una idea muy reciente y novedosa. Cicerón la tuvo en cuenta para condenarla.

El derecho positivo es ajuste constante el derecho perfecto, que es natural. Como dice Ulpiano, que cita a Celsio:

La justicia es la voluntad constante y perpetua de dar a cada uno su derecho. Los preceptos del derecho son éstos: vivir honestamente, no dañar a otro y dar a cada uno lo suyo. La jurisprudencia es el conocimiento de las cosas divinas y humanas, la ciencia de lo justo y de lo injusto. (Digesto, 1, 1, 10)

El seguimiento de la filosofía del derecho natural condujo a conceptos como la igualdad ante la ley, la fidelidad a los compromisos, la importancia dada a la intención sobre las palabras, la protección de los que carecían de capacidad jurídica, el reconocimiento de derechos basados en el parentesco, etc. Se rompió el control absoluto del padre sobre los hijos, las mujeres casadas adquirieron derechos iguales a los de sus maridos en lo tocante al manejo de la propiedad, se protegió a los esclavos de la crueldad de los amos, se facilitó la manumisión, etc. Es la gloria del derecho de Roma, una gloria que no se debió al cristianismo. Este procuró más bien lograr la situación jurídica de la Iglesia o llevar a cabo políticas de Iglesia: derecho a heredar bienes por testamento, reconocimiento de tribunales eclesiásticos, derogación de leyes contra el celibato, promulgación de leyes contra herejes, etc. Además, el derecho romano cristalizó la teoría de que la autoridad procede del pueblo:

Lo que place al príncipe tiene fuerza de ley, porque el pueblo, mediante la lex regia, le ha transferido y conferido su imperium y su potestas. (Digesto, 1, 4, 1)

La idea que subyace a estas palabras es que el derecho es bien común de un pueblo. Está presente en la idea de que el derecho consuetudinario tiene el consentimiento del pueblo, pues la costumbre solo existe en la práctica común, y en las diferentes leyes y disposiciones que puede dictar el senado, la asamblea, un magistrado y cualquier órgano del gobierno, pues en todo caso se hace por representación del pueblo.

A la vez se ha conservado la idea de que la obediencia al derecho es compatible con la dignidad de una persona, en tanto que la sumisión a un tirano, aunque sea benigno, es degradante: “Todos somos siervos de la ley para poder ser libres” (Pro Cluentio, 53, 146). Este ideal que penetró en el derecho fue un factor determinante de la civilización europea, destilado de la antigua pólis.

6. Séneca (Córdoba, h. 4-Roma, 65)

Aunque la igualdad del género humano no era una idea presente en la antigua ciudad-estado, algo sí perduró de ella en los autores que estamos tratando: la convicción de que fundar o gobernar Estados es la tarea en que un hombre se muestra más divino y es la cumbre de la realización humana. Esto está presente en Cicerón tanto como en Platón. El Estado es la institución superior. En esta convicción no entraba la idea de otra institución que pudiera competir con el deber cívico que ésta merece. No había contraste entre la ciudad terrena y la celeste. El contraste aparece en Marco Aurelio, el gobernante más escrupuloso de la época: su fatiga sirviendo en el puesto que Dios le había asignado y su deseo de una vida más plena muestran lo lejos que había llegado el alma pagana desde los tiempos en que Cicerón veía en su sueño de Escipión que el cielo estaba preparado para los buenos hombres de Estado. El fruto maduro de la actitud de Marco Aurelio fue una Iglesia que se presentó como portadora de una espiritualidad superior a todos los bienes de la tierra.

Esto es ya muy evidente en Séneca, que pertenece a los primeros días del Imperio, como Cicerón pertenece a los últimos de la República. Siendo ambos estoicos, la diferencia en este punto no puede ser mayor. Para los dos es la naturaleza humana un patrón moral superior, para los dos es la República el momento de la madurez política de Roma, pero mientras Cicerón sueña con la vuelta a los tiempos ya pasados, Séneca es consciente de que algo así no sucederá, porque Roma ha caído en la vejez, la corrupción y la decadencia inexorable. Ya no se trata de si debe o no haber un gobierno despótico, sino de quién debe ser el déspota. Y aun esto es mejor que depender del pueblo, que es tan vicioso y está tan corrompido que es más despiadado que un déspota. En estas condiciones, una carrera política no es deseable para un hombre bueno. Y tampoco hay gran diferencia entre las formas de gobierno. Es tan mala una como otra, pues ninguna puede conseguir gran cosa.

Pero no por esto debe el sabio apartarse de la sociedad. Su deber moral es ofrecer sus servicios. El servicio en que piensa Séneca no implica desempeñar un cargo público. Esto rompe con la tradición estoica de las dos ciudades. La república mayor es para él una sociedad de lazos morales y religiosos más que políticos y jurídicos. El hombre que por su virtud llega a ser maestro de la humanidad ocupa un lugar más noble que el gobernante político. Lo que piensa Séneca es que la adoración a Dios es un verdadero servicio humano.

El estoicismo de Séneca, como el de Marco Aurelio un siglo más tarde, es una fe religiosa que ofrece consuelo en este mundo pero, sobre todo, se orienta a la contemplación espiritual. La separación de lo mundano y lo espiritual, del cuerpo como “cadenas y oscuridad para el alma” y del alma que “tiene que luchar continuamente contra la carga de la carne”, es algo propio de la sociedad pagana final que luego se desarrollaría en el cristianismo. Era una necesidad espiritual que situó a la religión por encima de otras realidades, una necesidad que llegaría a encarnar en una institución propia, a representar en esta tierra los intereses de los miembros de la Ciudad Celestial. Tal institución, que estaba ya tomando la forma de la Iglesia Católica, tenía que establecer una lealtad del hombre hacia ella que no pudiera juzgar el Estado. Esto es un paralelo sorprendente entre las ideas de Séneca y las de San Pablo. Por algo surgió la leyenda de una correspondencia entre ambos.

Otros dos aspectos de la personalidad de Séneca. El primero fue su intensa conciencia de la maldad de la naturaleza humana y el segundo su tendencia al humanitarismo propia de la stoa nueva. Aunque repite una y otra  vez, como los antiguos estoicos, que el sabio se basta a sí mismo, han desaparecido de su persona el orgullo moral y la dureza antigua. La maldad no puede desarraigarse. La virtud es más bien una lucha inacabable por salvarse, más que una salvación efectiva. Esta conciencia de la miseria y el pecado humanos es seguramente lo que ha imbuido en su alma el humanitarismo, la caridad, la amabilidad, etc. La paternidad de Dios toma ahora el aspecto de amor a todos los hombres y de compasión y simpatía por sus vidas y destinos. A medida que retroceden las virtudes cívicas y políticas, se adelantan las de la compasión y el humanitarismo, la tolerancia y el amor. En el derecho romano clásico se pueden observar estos efectos. Ahí se ve cómo aumenta la protección de la mujer, de los esclavos, se da un trato mejor a los criminales, se protege a los desamparados, etc. No deja de ser sorprendente que estas virtudes aparecieran acompañadas de un hondo sentido de la corrupción moral de la especie. Esto no sucedía en la Antigüedad.

Esto se debió seguramente a una actitud más contemplativa, que había venido a reemplazar la vieja idea de que el mejor hombre es el que sirve bien al Estado. Este alejamiento de la convicción de que la culminación de una vida humana reside en la pólis se muestra con gran claridad en la descripción que hace Séneca de la Edad de Oro, una edad que habría precedido a la actual humanidad. En su epístola XC describe a los hombres como seres felices porque viven una vida sencilla, sin los lujos ni las cosas superfluas que ha traído la civilización. Son hombres viviendo en estado de inocencia, si sabios ni morales, en estado de naturaleza, sin propiedad privada, ese gran instrumento de la codicia. La avaricia fue en verdad lo que destruyó aquel estado feliz. Tampoco tenían gobierno ni leyes. ¿Para qué? Obedecían por propio impulso a los más sabios de entre ellos, que no se convertían por ello en sus gobernantes, y llevaban así una buena vida. ¿Para qué habrían de querer jueces, tiranos, leyes, milicia armada y todo lo demás que viene con la civilización por haber dejado que se corrompiera la primitiva humanidad? Esto sucedió cuando se dejaron llevar de la ansiedad por poseer cosas. Entonces convirtieron a aquellos sabios en tiranos y necesitaron que se les dictara leyes que los mantuvieran a raya, leyes que ya no obedecieron por gusto, sino por coacción. Fue la única manera de contener la corrupción. El gobierno es, pues, un mal, pero un mal que la maldad humana ha hecho necesario.

Rousseau no podría haberlo descrito mejor. Aquella descripción de un estado idílico anterior a la actual humanidad sumida en la corrupción y el pecado ha tenido una larga trayectoria en la historia de Europa. (Llega hasta el marxismo, pasando por los movimientos milenaristas de tiempos de San Agustín y posteriores –Joaquín de Fiore, etc.-, e incluso el nazismo, los movimientos hippies de vuelta a la naturaleza…) Para Séneca la Edad de Oro es la contrapartida de la decadencia de Roma en tiempos de Nerón. Los jurisconsultos no podían estar de acuerdo con él en que en el estado de naturaleza no hubiera propiedad privada, porque para ellos ésta es algo propio del derecho natural. Sí podían asentir con la idea de que la esclavitud no era de derecho natural, porque ellos mismos la concebían emanada del ius gentium. La concepción senequista del derecho como simple contención del pecado era contraria a la de Ulpiano, que lo presentaba como ars boni et aequi. Sin embargo los teólogos cristianos sí podían aceptar esta idea del estado de naturaleza, porque la creencia en un periodo de felicidad anterior a la actual humanidad estaba implícita en su relato del Paraíso, por lo que entre los cristianos llegó a ser superior la pobreza que la riqueza y el monacato que la vida secular.

Con todo, hay que destacar que ni en Séneca ni en (casi ninguno de) los teólogos cristianos constituía esta doctrina un ataque a la propiedad privada ni al derecho o al gobierno. Ni uno ni otros alentaron la subversión. Para todos ellos se trataba únicamente de presentar estas cosas como ideales éticos de menor rango y de hacer ver que en una sociedad perfecta serían innecesarias. Ahora bien, tal sociedad es imposible por causa de la maldad humana, por lo que la propiedad privada y el derecho apoyado en la fuerza son instituciones útiles e incluso indispensables. No era difícil en estas circunstancias aceptar que el derecho surge de la maldad humana y es al mismo tiempo un instrumento puesto por Dios para corregir las tendencias perversas derivadas de la misma. Luego debe ser obedecido porque Dios así lo ha dispuesto. Esta fue la creencia cristiana más extendida (lo que no evitó nunca que se extrajeran otras consecuencias de esa idea y se formaran movimientos subversivos que tendieran a transformar de arriba abajo el orden social)

La forma de presentar el gobierno como remedio más o menos artificial a los males humanos, tal como lo hace Séneca, indica que se ha operado un enorme cambio en la opinión moral de aquellos tiempos (y que las viejas convicciones estaban perdidas para siempre) No solo se perdió la actitud moral de los griegos, sino también la que había defendido el propio Cicerón. No sería fácil hacer concordar a Séneca con la doctrina aristotélica sobre la superioridad moral de la vida política o civilizada. La posición de Séneca sobre la función del estado como contención de la maldad humana junto con la posición de Cicerón sobre la igualdad minaron definitivamente la valoración de la política de los antiguos. La ciudadanía como valor supremo (pese a Zapatero, que no entiende que lo defendido por él bajo ese nombre es en verdad el despotismo, porque el despotismo exige como primera condición que se corten las espigas más altas), que es válida solamente para unos pocos iguales, fue relevada por la igualdad común de todos los hombres, y el estado como órgano positivo de perfección humana fue relevado por un poder coactivo que hiciera posible la vida. Era un cambio revolucionario en la escala de los valores. (Maquiavelo, Hegel, Nietzsche y otros han sido plenamente conscientes de ello)

7. La obediencia cristiana

A este cambio en la escala de los valores morales acompañó otro: la aparición y consolidación de la Iglesia con capacidad para juzgar asuntos espirituales humanos con independencia del estado. Nunca antes había sucedido nada igual. No significa esto que las ideas políticas de los cristianos fueran distintas de las sostenidas por los tratadistas del momento. En absoluto. Son en general las mismas. Los intereses cristianos eran religiosos y el cristianismo era una doctrina de salvación, no una doctrina política, ni un movimiento político. Ellos podían creer en el derecho natural igual que los estoicos, en el gobierno providencial del mundo, en la obligación de obedecer el derecho positivo, en la igualdad de todos los hombres ante Dios, en la necesidad del gobierno, etc. En esto no había distinción entre cristianos y no cristianos. Cuando San Pablo dijo que “en él vivimos, nos movemos y existimos, como han dicho algunos de vosotros: “Porque somos también de su linaje.” (Hechos, 17, 29), no estaba diciendo nada que un romano culto no pudiera aceptar. Lo que no aceptaba era la resurrección de la carne, pero esto es otra cosa. Tampoco negaba la igualdad explícita en “ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gálatas, 3, 28) (Algo semejante a Danton –o a quien corresponda: ya no hay corso ni normando: todos franceses)

Los Padres estaban de acuerdo con Cicerón y Séneca en lo tocante al derecho natural, la igualdad humana y la necesidad de justicia en el estado. La creencia en la revelación no era un obstáculo. Lo obligación de obedecer la ley estaba ya dictada en aquella frase de Jesús: “al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mateo, 22, 21 Marcos, 12, 17 y Lucas, 20, 25). San Pablo, en Romanos, 13, 1-7, añadió:

1 Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas.
2 De modo que, quien se opone a la autoridad, se rebela contra el orden divino, y los rebeldes se atraerán sobre sí mismos la condenación.
3 En efecto, los magistrados no son de temer cuando se obra el bien, sino cuando se obra el mal. ¿Quieres no temer la autoridad? Obra el bien, y obtendrás de ella elogios,
4 pues es para ti un servidor de Dios para el bien. Pero, si obras el mal, teme: pues no en vano lleva espada: pues  es un servidor de Dios para hacer justicia y castigar al que obra el mal.
5 Por tanto, es preciso someterse, no sólo por temor al castigo, sino también en conciencia.
6 Por eso precisamente pagáis los impuestos, porque son funcionarios de Dios, ocupados asiduamente en ese oficio.
7 Dad a cada cual lo que se debe: a quien impuestos, impuestos; a quien tributo, tributo; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor.

Tal vez este pasaje se escribió para combatir algunas tendencias anarquizantes que tuvieran lugar en el seno de la Iglesia primitiva. Si así fue, consiguió su propósito. Pero lo importante es que estas palabras se convirtieron en doctrina cristiana aceptada que ninguna autoridad eclesiástica negó nunca. Puede que San Pablo, como Séneca, creyera que la necesidad del estado procediera del pecado humano y que por ello corresponde al magistrado reprimir el mal y fomentar el bien. Sea como fuere, el respeto a los gobernantes se convirtió en deber de conciencia y la obediencia un deber impuesto por Dios. Esto pudo suponer un cierto giro respecto a la doctrina estoica sobre el poder como algo que procede del pueblo. La idea cristiana se debió fortalecer con la lectura del Antiguo Testamento, donde el rey es investido por Dios y a él debe su autoridad. El derecho divino estuvo siempre más o menos presente en la concepción cristiana del poder. Pudo entrar en colisión con la moderna doctrina constitucional, que vuelve a hacerle proceder del pueblo (pero no es así si se considera la interpretación dada por filósofos y teólogos juristas como Suárez y Belarmino en el siglo XVII, que defendieron la idea de que es Dios quien lo da al pueblo y éste al monarca, por lo que puede destronarlo si no cumple sus deberes, lo que implicaba que el monarca es responsable en esta vida ante el pueblo y en la otra ante Dios, como cualquier otro súbdito) En todo caso, la raíz profunda de las dos teorías, la de los estoicos del derecho natural y la de los Padres sobre el derecho divino, es la misma. Para San Pablo y los cristianos se trata de respetar el oficio. Si el que lo desempeña es injusto habrá que considerarlo como un castigo de Dios. Para los jurisconsultos la elección por parte del pueblo daba respaldo jurídico al magistrado. Una teoría era teológica, la otra jurídica, pero las dos podían convivir sin problema alguno.

8. División de la lealtad

Ningún cristiano negaba el deber de respetar la autoridad legítima. Pero existía a la vez para todo cristiano un deber desconocido en la antigüedad pagana: dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios y si había un conflicto entre ambos debía optar por el segundo. La posibilidad del conflicto estaba presente en cualquiera que, como Séneca, colocara los deberes cívicos en segundo lugar. Probablemente Séneca no se dio cuenta de ello, pero el cristiano sí lo veía con claridad. También lo vio con claridad Marco Aurelio, un gran emperador bajo cuyo dominio floreció la persecución. El vio el contraste entre en cristianismo y la virtud romana, que obligaba ilimitadamente a un ciudadano. El cristiano se debía a una verdad superior a la del estado, a una verdad revelada por el mismo Dios para guiarle a una salvación superior a la salvación del estado. Era una versión religiosa de la antigua teoría de las dos ciudades. Pero la aplicación era nueva, pues para el cristiano el estado más importante no es la humanidad estoica, sino un reino espiritual, la vida eterna. La religión estaba dejando de ser algo incluido en el estado. La Iglesia no pertenecía al estado, sino que se situaba al lado de él. Esto era lo nuevo.

Pero lo religioso era simultáneamente el único lazo político para un imperio universal como el romano entre gentes y pueblos que carecían de un vínculo como el de la moderna nacionalidad. Ya Alejandro se había dado cuenta de ello y Roma siguió su camino. De ahí vino la práctica de deificar a los emperadores, tanto en vida como después de morir. En Roma no se pudo hacer durante la República, por su legislación restrictiva, pero se empezó a poner en práctica conforme iba decayendo aquélla. Con Diocleciano[11] y el mitraísmo Roma se convierte en algo parecido a un califato oriental. Pero no tuvo éxito. Con el aumento de poder temporal de la Iglesia esa práctica tuvo que desaparecer poco a poco. No se requería una religión como parte de un estado, sino una organización eclesiástica autónoma puesta a su lado e incluso como superior en lo que tocaba a los intereses espirituales y morales. Otra cosa no era admisible para el cristiano. Ahora bien, una vez que el poder político renuncia a su pretensión de ser tribunal de última instancia en todos los asuntos, incluidos los espirituales, el cristiano podía ser un leal servidor del estado. Podía servir como fiel ciudadano y buen soldado. La Iglesia podía entonces colaborar con lo político, enseñar las virtudes del buen ciudadano y predicar la obediencia al poder constituido.

La posición cristiana era novedosa al creer que hay en el hombre una doble naturaleza, espiritual y temporal. Esto generaba un problema que hasta entonces no había existido. En tiempos anteriores esto habría sido visto como traición por el político, en tanto que el político habría sido visto por el cristiano como irreligioso. Para el primero toda obligación moral y religiosa confluía en el estado y simbólicamente en la persona del emperador. Para el cristiano había que establecer una dualidad de obligaciones que le hacía intolerable la injerencia del poder político en asuntos morales y religiosos. Tenía, pues, que negarse a dar culto al emperador, pues eso equivalía a renegar de dicha dualidad. Había que distinguir la Iglesia del estado. A continuación había que deslindar lo que pertenecía a las obligaciones que derivaban de su ciudadanía de las que derivaban de su pertenencia a la Iglesia.

Entretanto la Iglesia se había fortalecido, tanto en doctrina como en organización social, antes de ser reconocida como oficial. Ese fortalecimiento la convirtió en algo muy valioso para la organización estatal. Mientras aquella era débil e incluso ilegal, no fue necesaria ninguna doctrina que aclarara sus relaciones con el estado, pero sí después. Por otro lado, ningún sabio cristiano pensó nunca que no debieran relacionarse ambas instituciones. Eran, como el cuerpo y el alma, inseparables. Lo corriente llegó a ser pensar que, aun debiendo ser independientes, debían ayudarse mutuamente, pues ambos eran instrumentos designados por Dios para gobernar la vida humana, uno en este mundo el otro en el venidero. Esto lo entendió también Constantino, que actuó sabiamente al declarar el cristianismo como religión oficial del Imperio, pues vio con claridad que la disciplina eclesiástica prestaba un gran auxilio al orden del Estado (orden que es un bien en sí y debe ser conservado) Por eso estaba interesado en purificar y mantener su doctrina, protegiendo a la Iglesia en todo cuanto fuera necesario. Actuaba en aras de la paz social y actuaba bien.

NOTAS


[1] En septiembre del 331 a. C., el rey macedonio Alejandro Magno venció a Darío III en la Batalla de Gaugamela, y probablemente se apoderó de Opis cuando tomó Babilonia. Pocos años después, Alejandro, tras el motín del río Hífasis (ahora, Beas), se vio obligado a dar la vuelta tras la larga campaña de la India, y su ejército se rebeló en Opis (otoño del 324 a. C.). Para hacer que sus súbditos macedonios y persas convivieran en armonía, hizo un juramento de fraternidad ante 9000 persas y macedonios en Opis, se casó con Estatira (hija de Darío) y llevó a cabo miles de uniones matrimoniales entre sus oficiales y nobles persas en Susa, poco antes de llegar a Opis. (Wikipedia)
[2] «Tengo una ciudad y una patria. En tanto que Antonino, soy romano, pero en tanto que hombre soy ciudadano del universo». (Meditaciones, II, 3)
[3] 4 Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; 5 diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo; 6 diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios que obra en todos. 7 A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común, 8 Porque a uno se le da por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia según el mismo Espíritu; 9 a otro, fe, en el mismo Espíritu; a otro, carismas de curaciones, en el único Espíritu; 10 a otro, poder de milagros; a otro, profecía; a otro, discernimiento de espíritus; a otro, diversidad de lenguas; a otro, don de interpretarlas. 11 Pero todas estas cosas las obra un mismo y único Espíritu, distribuyéndolas a cada uno en particular según su voluntad. 12 Pues del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo. (Corintios, 12)
[4] No hay Judío, ni Griego; no hay siervo, ni libre; no hay varón, ni hembra: porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. (Gálatas, 3, 28)
[5] “Sin la virtud de la justicia, ¿qué son los reinos sino unos execrables latrocinios? Y éstos, ¿qué son sino unos reducidos reinos? Estos son ciertamente una junta de hombres gobernada por su príncipe la que está unida entre sí con pacto de sociedad, distribuyendo el botín y las conquistas conforme a las leyes y condiciones que mutuamente establecieron. Esta sociedad, digo, cuando llega a crecer con el concurso de gentes abandonadas, de modo que tenga ya lugares, funde poblaciones fuertes, y magnificas, ocupe ciudades y sojuzgue pueblos, toma otro nombre más ilustre llamándose reino, al cual se le concede ya al descubierto, no la ambición que ha dejado, sino la libertad, sin miedo de las vigorosas leyes que se le han añadido; y por eso con mucha gracia y verdad respondió un corsario, siendo preso, a Alejandro Magno, preguntándole este rey qué le parecía cómo tenía inquieto y turbado el mar, con arrogante libertad le dijo: y ¿qué te parece a ti cómo tienes conmovido y turbado todo el mundo? Mas porque yo ejecuto mis piraterías con un pequeño bajel me llaman ladrón, y a ti, porque las haces con formidables ejércitos, te llaman rey. (La ciudad de Dios, Capítulo IV. “Cuán semejante a los latrocinios son los reinos sin justicia”)
[6] Lindos, Rodas, c. 185-Atenas, c. 110 a.J.C.) Filósofo griego. Fue director de la escuela estoica (129), que enlazó con el platonismo. El equilibrio afectivo (enthymia) era para él virtud primera.
[7] (Soli, c. 281-?, 208 a.J.C.) Filósofo estoico griego. Discípulo de Zenón de Citio y notable dialéctico, escribió más de 700 tratados, de los que se conservan sólo algunos fragmentos
[8] Texto de Crisipo en 119
[9] (Megalópolis, hoy desaparecida, actual Grecia, h. 200 a.C.-?, 118 a.C.) Historiador griego. Desempeñó diversos cargos en la Liga Aquea. Durante su primera estancia en Roma entró en el círculo de Escipión, en el que dominaba la influencia estoica. Realizó numerosos viajes a Hispania, Galia y África, y acompañó a Escipión en los sitios de Cartago (146 a.C.) y de Numancia (133 a.C.). Su estancia en la península Ibérica le sirvió para estudiar la geografía, los pueblos y las costumbres de Hispania. Tras la destrucción de Corinto (146 a.C.), y gracias a su popularidad en Roma, se le encomendó establecer las bases de la futura provincia de Acaya. Se conserva la mayor parte de su obra, escrita con un método riguroso que se basa en una estricta documentación y en su presencia en el lugar de los hechos que describe. Su extensa Historia general contaba con 40 volúmenes. Otras obras citables son Tratado de táctica y La guerra de Numancia Además, con Tucídides, fue uno de los primeros historiadores en excluir la acción divina entre las causas materiales y sus consecuencias.
[10] (Cirene, c. 215-Atenas, c. 129 a.J.C.) Filósofo griego. Es el más célebre de los académicos nuevos y fue gran orador. Fundó el probabilismo, en oposición al sensualismo estoico. No se le conocen escritos y su pensamiento fue transmitido por Clitómaco.
[11] Cayo Aurelio Valerio Diocleciano Augusto,[2] en latín: Gaius Aurelius Valerius Diocletianus Augustus) (c. 24 de diciembre de 244[3] – 3 de diciembre de 311[4] )


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El papel de los sentidos

Materia, vida y mente

La mayoría de los filósofos admite la existencia de tres clases de entidades: materia inorgánica, seres vivos y mundo mental. Admiten también que su orden de aparición en el ser ha sido el de esta misma enumeración, pero sin haber seguido regularidad alguna. Si la teoría del big bang es acertada, la materia inerte tal como ahora la conocemos existe como mínimo desde hace 15.000 millones de años. Incluso puede tener una antigüedad de 20.000 millones. Dicha teoría no tiene posibilidad de retroceder más en el tiempo, lo cual significa que no le es posible negar ni afirmar una antigüedad mayor, pues carece de pruebas que se puedan contrastar. Por eso no es aventurado conjeturar que la materia tal vez sea eterna, pues ello no contradice esta doctrina de la ciencia física. Sea como fuere, una cosa al menos es cierta: que existe como mínimo desde hace una enorme cantidad de años y que su primera aparición, cuya causa es para nosotros profundamente misteriosa, podría incluso remontarse a un número infinito de ellos. Pero dejaremos este asunto por ahora para ocuparnos del resto, pues es mejor empezar por lo que parece tener respuesta y no por lo que es tan oscuro que tal vez nunca podamos atisbar una solución aceptable.

Respecto a la vida, sabemos que emergió en nuestro planeta hace poco más de mil millones de años. Por ahora se ignora que haya existido antes en otros astros y ni siquiera es posible afirmar con algo de verosimilitud que pueda darse en otro lugar que no sea la Tierra. En todo caso, dados nuestros conocimientos sobre la vastedad del Universo al que pertenece este planeta, existe entre los entendidos una especie de acuerdo por el que se proclama que lo más sensato por ahora es aceptar que sólo en éste existe vida, sobre todo vida mental. Que al menos así es a efectos prácticos, pues el hallazgo de seres vivos inteligentes es tan sumamente improbable que es preferible no tenerlo en cuenta.

Lo que llamamos mente, por último, tal vez no tenga una antigüedad superior a un millón de años, lo cual es un lapso de tiempo que tiende a cero si se lo compara con el de las otras clases de cosas existentes.

Pero no puede tratarse de tres reinos aislados. La materia viva necesita de la inerte y la mente sólo puede existir si hay seres vivos con sistema nervioso central. En el hombre confluyen los tres. Mejor dicho, él es la confluencia de los tres, un microcosmos o compendio de todos los estratos del ser. Para comprenderlo, piénsese, por ejemplo, en su cerebro. Este órgano, un prodigio inigualable de ingeniería natural, es una masa de materia gelatinosa cuyo peso suele oscilar entre 1.300 y 1.500 gramos, está compuesto de unos 30.000 millones de células nerviosas y es una máquina complicada y sutil que sigue las leyes de la física y la química, lo que no le impide ser el origen de la risa y el llanto, del abatimiento, la melancolía y el placer, el instrumento con que se adquiere el juicio, el saber, la vista y el oído, las nociones de bien y mal, los sabores dulce y amargo, la locura, el delirio, el terror, el desasosiego, la torpeza y la alegría, etc. Hipócrates decía11que estas cosas las sufrimos y las gozamos desde el cerebro. ¿No hay aquí una conjunción indiscutible de materia, vida y pensamiento?

El dualismo y el riesgo del escepticismo.

Si el dualismo estuviera en lo cierto, si fuera verdad que unas cosas son estrictamente materiales y otras estrictamente espirituales, ¿cómo se entendería entonces que un órgano fisiológico, material, pueda ser la causa de funciones biológicas, psicológicas y morales tan distintas como las que le atribuyó Hipócrates en la antigüedad? Muchas personas no se paran a pensar en este obstáculo. El dualismo impregna fuertemente sus convicciones acerca de la vida, la constitución del hombre, el universo, Dios, etc., de tal manera que para ellas la realidad está irremediablemente dividida en dos grandes sectores: el espiritual, que es el de la libertad y los altos ideales morales, y el material, que es el de la causalidad mecánica. Suponen sin apenas fundamento que debe haber algún tipo de relación entre ambos reinos, pero no saben cuál es, y así se hallan convencidos de algo que nunca cuestionan seriamente. Y cuando lo hacen es sólo para rechazar una de las partes en que han dividido la realidad y entregarse en alma y cuerpo a la otra: o bien aceptan en ese caso que todo es materia y desprecian lo espiritual como algo engañoso o bien, al revés, que lo material es indigno y sólo vale lo espiritual.

Estos tres sistemas, el dualismo, el materialismo y el espiritualismo, son creencias adoptadas por la gente en la vida diaria y mantenidas gracias a sus inclinaciones religiosas y políticas o a sus conocimientos científicos. Pero antes son sistemas filosóficos cuya confrontación, pese a que se inició hace muchos siglos, sigue siendo actual. Habrá, pues, que comprender las razones en que se apoyen, las dudas que resuelven y los problemas que dejan abiertos para ver si es conveniente aceptar alguno de ellos o si es preferible optar por otro distinto.

Para empezar, no debería discutirse que, en lo tocante al conocimiento de los sentidos, tiene que haber alguna continuidad entre lo material y lo psíquico. Que un sentido cualquiera informe de algo significa que han sucedido básicamente tres hechos:

Ha existido algún estímulo físico: onda luminosa, alteración aérea en la atmósfera circundante, presión de algún objeto sobre la piel, etc.

Este estímulo ha excitado un terminal nervioso situado en la retina, la membrana del tímpano, la piel, etc., desde donde un impulso eléctrico ha debido recorrer un canal nervioso hasta el cerebro.

El impulso eléctrico, o nervioso, ha llegado a un centro cerebral, donde ha sido interpretado. Entonces se produce la visión, la audición, la sensación de frío o calor, etc.

En resumen, hay estímulos físicos, impulsos nerviosos y estados conscientes. Si estos últimos no tienen nada que ver con los anteriores, entonces ¿cómo es posible que exista el conocimiento sensible? Y si, pese a ello, este último existe ¿cómo puede ser conocimiento del exterior? Está claro que si los estímulos proceden del mundo material, deberían servir para representarlo. Pero, si se quedan a las puertas de la percepción porque no tienen nada que ver con los impulsos nerviosos que han activado, y si éstos tampoco guardan relación alguna con los estados conscientes, entonces ¿con qué derecho decimos que las percepciones representan la realidad material? Para conocer algo debe haber alguna similitud entre el conocedor y lo conocido. Luego no debería admitirse la barrera que el dualismo interpone entre lo material y lo mental, pues no se deja otra escapatoria que el escepticismo.

En efecto: puesto que de una cosa no puede surgir su contraria, lo material, que es extenso, no puede producir los pensamientos de la conciencia, que no lo son. ¿O aceptaremos que una idea tiene peso, longitud, altura, etc.? ¿Puede un pensamiento medir cinco centímetros y pesar 20 gramos? El sólo hecho de plantear esta posibilidad es absurdo. Luego la materia no puede enviar representaciones de sí misma a la mente. ¿Serían representaciones materiales? No, pues la mente no podría captarlas. ¿Mentales tal vez? Tampoco, porque la materia no podría producirlas. Ni siquiera los sentidos del organismo humano, que son también materiales, pueden relacionarse en modo alguno con la mente si se acepta la tesis dualista. ¿De dónde vienen entonces las ideas que una persona tiene acerca de la realidad externa? No de esa realidad, desde luego. En consecuencia, deben proceder de la propia persona que las piensa, lo cual parece absurdo. La relación entre lo que piensa una conciencia que produce sus propias ideas y el exterior no es diferente de la que hay entre lo que lograría plasmar en un lienzo un ciego de nacimiento que pretendiera pintar un paisaje y el paisaje mismo. Una conciencia así entendida está completamente sola con sus ideas, como el ciego con sus ensoñaciones. No otra cosa es el escepticismo solipsista.

Para no caer en estas conclusiones, el pensador cuya filosofía inauguró el dualismo en la edad moderna, recurrió a Dios como garantía de que las ideas de la mente representan verdaderamente la realidad. Si de ésta no pueden venir, decía, y la conciencia tampoco las ha producido, habrá tenido que ser otro espíritu quien las haya introducido en ella. Dicho espíritu es Dios, que, siendo bueno, no puede mentir. Gracias a Él es posible estar seguro de que las ideas sobre el mundo son su representación fiel.

El recurso cartesiano a Dios no es satisfactorio y ha sido abandonado por la filosofía. Aparte de que sería necesario probar racionalmente su existencia, su bondad y su veracidad, no es plausible que nuestra representación de las cosas de este suelo tenga que dar ese rodeo por el cielo.

No es preciso decir más para percibir con claridad el callejón sin salida a que conduce el dualismo en la teoría del conocimiento. Pasemos ahora a la siguiente posición filosófica.

El materialismo

Esta doctrina defiende que no hay cosa alguna que no sea material. Para las modernas ciencias de la materia fue también Descartes su iniciador. Por influencia de su filosofía se aceptó incluso que la comprensión de la vida debe también hacerse en términos físicos y químicos, atendiendo sola y exclusivamente a leyes que expliquen el comportamiento de la materia inerte. No otra cosa es el mecanicismo, que, de ser cierto, obligaría a convertir a la biología en un apartado de la física. Pero tal cosa no ha sucedido todavía ni es previsible que suceda en un futuro próximo.

Sin embargo, puesto que esto último podría ser un estado transitorio en las ciencias de la naturaleza y cabría entonces pensar que alguna vez se habrá de lograr una visión materialista coherente sobre la totalidad de los seres materiales, podría parecer que la filosofía, si ha de ser fiel al sentido de la ciencia, no tiene más remedio que volverse materialista.

Esto no es cierto en modo alguno. La filosofía procura entender el conocer humano. También se esfuerza por entender al propio ser que conoce, al hombre. Aunque ambos estudios deben emprenderse por separado, se cometería una grave incongruencia si lo que en uno de ellos se descubre se encuentra negado en el otro, por las consecuencias que se puedan extraer de él o por los fundamentos en que reposa. Los dos tienen que implicarse mutuamente. Al segundo, o antropología, pertenece la constatación de que el organismo biológico es la base imprescindible sobre la que se levanta un universo de ideas, conocimientos, realizaciones estéticas, principios morales, ordenaciones jurídicas, etc. Sin embargo, dicho organismo es en todo similar al de los otros animales. Esto interesa ya al segundo, o epistemología, pues podría ser que los canales por donde se entra en contacto con los medios externo e interno fueran única y exclusivamente corporales. En otras palabras, podría suceder que el materialismo antropológico fuera verdadero, y en ese caso la mente no tendrá otra vía que la material para alcanzar conocimientos sobre la realidad. Pensemos, pues, en ello.

Fisiología de la sensación.

Según lo dicho más arriba, la materia inerte, la vital y la mente confluyen en el hombre. Dicha confluencia se establece de varias maneras, una de las cuales es el procedimiento seguido por el organismo para producir sensaciones y percepciones que habitualmente se atribuyen al mundo externo o al interno, como si fueran simples reflejos suyos. Sirva de ejemplo el caso del sonido. Cada vez que oigo algo, han tenido antes que producirse fuera de mi organismo algunas alteraciones del aire, u ondas sonoras, de las que han chocado unas cuantas partículas contra la membrana del tímpano. Dicha membrana es el tambor del oído. A ella llegan las vibraciones atmosféricas canalizadas por el meato auditivo externo y la hacen vibrar. La recepción mecánica de esa vibración es transmitida a lo largo de tres huesecillos: martillo, yunque y estribo. El último de ellos transmite a su vez la vibración a la membrana que se halla en la ventana oval, por cuya causa se producen diferencias de presión en el líquido -perilinfa- que llena el tubo envolvente, o rampa vestibular. Las oscilaciones de presión de la perilinfa hacen que la membrana vestibular oscile y haga oscilar la endolinfa, o líquido que llena la rampa media, lo que a su vez hace que también vibre la membrana basilar y, por último, la membrana de la ventana redonda. En la membrana basilar se hallan unas células mecanorreceptoras que, en un número aproximado de 70.000, poseen unos cilios sensitivos capaces de estimularse y originar diversos impulsos en las fibras del canal nervioso que se desarrollan sobre sus bases. Es entonces cuando el impulso vibratorio se transforma en impulso nervioso, o eléctrico, y es conducido al cerebro, no sin antes detenerse en cuatro estaciones intermedias: núcleo coclear, núcleo olivar, collículo inferior y cuerpo geniculado medial. En ellas el mensaje auditivo es elaborado, filtrado, etc. El reconocimiento de patrones auditivos se completa en la corteza, destino final del impulso nervioso. Es entonces cuando las señales se convierten en sensaciones.

Solamente después de haber sucedido todo esto oigo el sonido. Lo que parecía una experiencia sencilla, espontánea y directa, es realmente el resultado de la actividad de un mecanismo biológico complejo activado por una energía ambiental. Y lo mismo que se ha dicho de la sensación auditiva puede decirse en general de todas las demás, si bien cada uno de los sentidos posee características propias. Junto con el del oído, que es el órgano rey de los mecanorreceptores, el sentido de la vista es el más importante de los que poseen los animales mamíferos. Así es el caso especialmente en el hombre, en quien lo sobrepasa ampliamente, pues aproximadamente un 90 por ciento de la información que su cerebro recibe del medio exterior lo recibe a través de ella.

Veamos de manera resumida el funcionamiento de unos cuantos sentidos más, para hacernos una idea cabal del modo en que un sujeto recibe información, tanto del exterior como del interior de su organismo. En primer lugar la vista. La retina posee unos 150 millones de células específicas capaces de reaccionar a los estímulos luminosos. Los impulsos generados por ellas pasan a través del nervio óptico hasta el centro del cerebro, el llamado núcleo geniculado del tálamo. Desde allí siguen hasta la corteza, donde existen mecanismos neuronales que los pueden interpretar. En particular, la corteza occipital posee áreas específicas que pueden reconocer colores, formas, movimientos, etc.

En cuanto al olfato, las encargadas de reconocer los estímulos volátiles externos, hasta un número aproximado de 1.000 compuestos diferentes, son las células olfatorias situadas en las zonas superior y lateral de la nariz. El sentido del gusto, con el que colabora el del olfato para reconocer la enorme gama de matices de la cocina, posee unos 10.000 receptores alojados en la superficie de la lengua con el fin de reconocer sabores. Por sí mismo, sin ayuda del olfato, percibe casi solamente lo salado, lo soso, lo amargo y lo dulce. El sentido del tacto, por último, posee distintas clases de receptores, cuya misión es detectar las estimulaciones del dolor, el frío, el calor, la presión, el tacto, lo liso, lo rugoso, etc. Así, los bulbos terminales de Krauze están especializados en la recepción del frío, los corpúsculos de Ruffini en la del calor, etc. Como ocurre en los demás sentidos, cada receptor envía al cerebro una señal que corresponde al estímulo recibido y allí es reconocida, interpretada…, para, en último lugar, tomar conciencia de la sensación correspondiente.

En todos los casos se da el mismo esquema, que presenta siempre los tres niveles siguientes:

a.- Nivel físico. A él pertenece el estímulo, que es en cada ocasión una cierta cantidad de energía ambiental capaz de provocar alguna reacción propia en algún receptor nervioso, de donde se deduce que esa energía solamente es estímulo si estimula: quod recipitur, ad modum recipientis recipitur. Así, los rayos ultravioleta, los infrarrojos, los sonidos que alcanzan más de 20.000 vibraciones por segundo, etc., no son estímulos para nuestro aparato sensorial, pero no por sí mismos, sino porque carecemos de órganos adecuados para recibirlos y reaccionar frente a ellos.

b.- Nivel fisiológico. Es el funcionamiento propio del sistema nervioso. Empieza en los neurorreceptores capaces de excitarse ante un estímulo, continúa en los canales nerviosos aferentes, que son los encargados de transmitir los impulsos eléctricos al cerebro, y culmina en el córtex, donde dichos impulsos son por lo general analizados e interpretados. Los canales eferentes son los que transportan la información desde el cerebro o la médula espinal hasta un músculo, para que éste ejerza algún movimiento.

c.- Nivel psicológico. Es el de la sensación propiamente dicha: la experiencia de la visión de colores y formas, de la olfación de olores, de la audición de sonidos, etc. Éstas no se presentan al hombre más que después de haber tenido lugar los dos procesos anteriores. Normalmente él no lo sabe ni lo siente. No es consciente de esta maquinaria biológica merced a la cual obtiene sensaciones que, en su fuero interno, representan la realidad, y cuyo funcionamiento se ha empezado a descubrir sólo después de arduas investigaciones científicas. Antes bien, está convencido de que el conocimiento es fruto de un contacto directo entre el sujeto y el objeto y, en su vida consciente, lo biológico no actúa como un intermediario. Sin embargo, la causa real de sus conocimientos es fisiológica.

Necesidad de la percepción. La sensación pura como entidad abstracta

Ahora bien, las sensaciones no se presentan una a una a la conciencia. No existen de manera aislada para el sujeto, que no puede experimentarlas si no vienen incluidas en organizaciones complejas. Sería una manera simplista, además de equivocada, de considerar este asunto el creer que recibimos primero separadamente las cualidades sensoriales y después las utilizamos como utiliza el albañil los ladrillos para construir la casa. No vemos formas ni colores separados, no oímos sonidos o gustamos sabores, etc., sino que vemos árboles, personas, calles, etc., oímos canciones, coches, etc., o degustamos el vino, la carne, los dulces, etc. En el psiquismo humano las unidades básicas del conocimiento sensible no son los datos de la sensación, sino las percepciones, a cuyo través se capta la energía estimulante como mundo, es decir, como realidad compuesta de cosas relativamente estables y ordenadas. Mejor dicho, ellas son la captación de cosas ordenadas y estables. No existen los ladrillos antes de la casa, al menos no para los hombres y no en este terreno. Nuestra experiencia es experiencia de objetos, no de la infinidad de datos sensoriales que los componen. Los objetos sensibles son totalidades de las que, por un esfuerzo de abstracción del intelecto, podemos después separar mentalmente cualidades como el olor, la forma, el color, etc. Pero estas cualidades son producto de la abstracción intelectual y no están en el origen de la experiencia consciente, sino al final de ella, después de que el análisis científico, haya ejercido su tarea de aislamiento y escisión con el fin de definir las unidades originales del conocimiento sensible. Por seguir con la metáfora de la albañilería, el conocimiento es una casa prefabricada, hecha de bloques previamente definidos, no de unidades sin sentido. Si no fuese así, si hubiéramos de ser conscientes de los átomos de la sensación cada vez que percibimos algo, entonces la sencilla percepción de un gato, por ejemplo, que consta como mínimo de la visión supuestamente continuada de su forma, color y movimiento, y de la audición de sus gruñidos, sería un mosaico de datos sin relación entre sí, una sucesión irregular y desordenada de un cúmulo tan ingente de informaciones sensoriales que su unificación en un solo ser, al que diéramos el nombre de gato, sería un milagro imposible. En el breve lapso de un minuto he podido verlo diez veces, en situaciones distintas, desde diferentes ángulos y con distinto grado de atención, lo he oído quizá otras diez veces, pero en cada una de ellas su sonido venía acompañado de matices distintos, y tanto cuando lo veía como cuando lo oía los afectos que yo llamo interiores acompañaban a esas sensaciones en las formas variadas en que son capaces de fluir mis sentimientos durante esos veloces sesenta segundos, etc. ¿Con qué derecho reúno tantos fugaces estados de conciencia en un solo ser? ¿Por qué ha de ser el mismo el gato que veo durante un segundo y el que veo durante el segundo siguiente? ¿No se trata acaso de dos sensaciones distintas, o, dicho con más exactitud, de dos inmensos grupos distintos de sensaciones? ¿Por qué entonces una sola entidad?

Si, en lugar de admitir esa única entidad que agrupa tantas sensaciones diferentes, admitiéramos solamente la existencia de dichas sensaciones, tendríamos que caer en la cuenta de que todos los objetos deberían poder reducirse a datos sensoriales y sus nombres a nombres de datos sensoriales. Pero ambas cosas son imposibles. Los datos recibidos por los sentidos entre un momento y el que le sigue son tantos y tan variados que no podemos percatarnos de ellos y menos aún recordarlos. Ante nosotros se producen como la espuma de la catarata y como las innumerables formas del fuego. Las diferencias entre dos sensaciones cualesquiera son tan acusadas que no hay modo humano de reflejarlas. ¿Es alguien capaz de describir objetivamente las distintas impresiones que producen al tacto la madera de haya y la de cedro? ¿Y las que se captan a través del olfato, ese órgano que, aun siendo uno de los más romos del hombre, es sin embargo tan fino que con él pueden detectarse hasta diez mil esencias?

Ocurre aquí como con la constitución del mundo físico. No creemos espontáneamente que éste esté hecho de partículas indivisibles e infinitesimales de materia, a las que llamamos átomos, sino de objetos mucho mayores, que son los propios de la experiencia cotidiana. Sólo después de múltiples teorías e investigaciones, y de haber argumentado que hay a su favor una cierta necesidad lógica, el pensamiento científico admite la existencia de dichas partes mínimas de la materia. Por motivos lógicamente semejantes se admite la existencia de las sensaciones, que serían no más que los átomos del conocimiento sensible. Pero se admiten porque se piensa que debe poderse separar cada una de las demás, no porque se tenga experiencia separada de cada una de ellas. En efecto, en un mismo objeto la visión de la forma no es lo mismo que la visión del color, y la de un cierto matiz de un color particular es a su vez diferente de la de aquel otro, etc., por lo que se acaba suponiendo que debe haber sensaciones visuales que sean completamente irreductibles a todas las demás. Así se llega al atomismo sensorial, a la aceptación de que lo existente de veras es un cúmulo inacabable de partículas sensitivas discretas y de que con ellas construimos nuestro conocimiento. Pero esta doctrina es, como puede observarse, elaboradamente conceptual; es una doctrina filosófica a la que estamos obligados por imperativos más lógicos que empíricos.

Del desorden más que probable en que nos veríamos sumidos si sólo hubiera sensaciones nos salvan las percepciones. Es evidente que no podríamos vivir en un mundo de sensaciones puras, como tampoco podríamos conocerlo contando solamente con ellas. Las percepciones son imprescindibles, tanto porque el organismo necesita una configuración precisa del mundo, una estructuración en objetos determinados, para sobrevivir en él, cuanto porque el sujeto no puede adquirir conocimiento si no hay orden en su mundo. La percepción significa, en consecuencia, la primera e indispensable necesidad de orden. Adviértase bien: la percepción responde también a la exigencia de orden por parte del sujeto. Después de esta exigencia, el sujeto lo encuentra cuando sus sentidos recorren la realidad. Tal vez la ésta esté ordenada independientemente de nuestro conocimiento sensible. Tal vez no. En todo caso, éste no es ahora nuestro problema. Lo que nos interesa es que hemos descubierto que el conocimiento sensible propio de los humanos exige, impone, la existencia del orden, lo cual es también ya una interpretación filosófica que nos aleja de lo que habitualmente se piensa acerca de este asunto.

Contra el sentido común

Una conclusión indiscutible de todo lo que se ha dicho en este tercer capítulo es que, si éste está en lo cierto, el sentido común tiene que estar entonces profundamente equivocado. Para las personas que no se han enfrentado nunca a estas dificultades existe una seguridad natural acerca de lo que es el conocimiento: la captación por la mente del sujeto de una realidad existente por sí y estructurada independientemente de él. Conocer no es más que reproducir la realidad tal como es y la reproducción será tanto mejor cuanto con más fidelidad la repita. La mente es un espejo y su cometido no es otro que el de reflejar lo que está fuera. El paralelismo entre el ser y el pensar es perfecto e incuestionable para esas personas, al menos en principio. Sucede, sí, que de cuando en cuando se percibe lo difícil que le resulta al segundo apoderarse de la totalidad del primero, pero esto sólo suele servir para convencerse más aún de que es posible hacerlo progresivamente, justo porque se parte de aquel convencimiento originario. Éste último, lejos de cuestionarse, se confirma con más fuerza en esta dificultad. Según esta manera de ver las cosas, la capacidad cognoscitiva del hombre, su mente, es un órgano pasivo que se limita a reflejar los objetos y sus cualidades. Éstos en cambio modifican su forma y características, son activos. Ella solamente se limita a reproducir lo que tiene ante sí. No cabe suponer que pone algo de su parte en el conocimiento de las cosas porque si tal sucediera, piensa la conciencia común, dejaría de ser fiable, ya que habría un fundamento para acusarla de presentar la realidad como es para ella y no como es en sí.

Pero esta concepción encierra serias dificultades. Hemos podido comprobar ya que, en el nivel psico-fisiológico que estamos estudiando, el sujeto no puede limitarse a recibir pasivamente los contenidos que le enviaría una realidad externa cerrada sobre sí y completa, sino que, muy al contrario, tiene que organizar, configurar, poner orden, etc., en el cúmulo de sensaciones que percibe, sea del exterior, sea del interior de sí mismo. Llamamos conocimiento al producto de esa actividad sobre datos que primero proceden de fuera en forma de estímulos físicos y después, como impulsos nerviosos, son transformados en y por el sistema nervioso central.

Contra el materialismo

Con esto no queda todo dicho en contra de la postura mantenida por el sentido común. Valga, pues, únicamente como advertencia sobre el riesgo de admitirlo tal como se presenta, que ya habrá ocasión de volver sobre él. Ahora nos dedicaremos a exponer las razones por las que, a nuestro juicio, el materialismo filosófico, y de paso también un cierto materialismo científico radical, no pueden tener razón.

Hay una clase de materialismo, que ha recibido el nombre de craso, grosero o vulgar, según el cual nada hay que no sea materia y, en consecuencia, lo mental no existe. Nada más fácil que negar esta idea. Podría ser verosímil, como se habrá de comprobar dentro de poco, que no exista cosa alguna que pueda ser llamada mente, yo, sustancia pensante, etc., o algo similar, y, en lo que respecta a esto, el materialismo estar en lo cierto, pero, aparte de que de esa inexistencia no se infiere que no haya ideas, sentimientos, percepciones, estados de conciencia, etc., no habría error mayor que negar estas realidades que son evidentes para cualquiera. A decir verdad, esta tesis no ha sido tenida en cuenta por ningún materialista bajo esa forma extrema. Otra cosa sería que se dijera que esas realidades interiores son algo muy distinto de lo que aparentan: objetos materiales, para lo cual habría que definir con claridad el significado de la palabra «materia», no fuera a extenderse artificialmente tanto que fuera válido para todos los seres, por muy distintos que fueran entre sí. Si «material» significa prácticamente lo mismo que «existente», entonces decir que los pensamientos son materiales equivale a decir que existen, lo que es una obviedad que no vale la pena tener en cuenta. Y si lo que se quiere decir es que son cosas tangibles, como los lápices y las monedas, la falsedad de la tesis sería asimismo tan manifiesta que tampoco valdría la pena pararse a discutirla.

Por último, en su forma más defendible, la tesis materialista podría significar, como así sucede de hecho, que lo que existen en el caso del conocimiento sensible son únicamente procesos fisiológicos que, en última instancia, se reducen a procesos físico-químicos similares a los de la electricidad, que, puestos en acción por causas físico-químicas del exterior, tienen lugar en el sistema nervioso central y, más en concreto, en el cerebro. Los materialista de la Antigüedad ya anticiparon una solución de este estilo al decir que la percepción y el conocimiento en general son una peculiar relación entre dos objetos físicos, de uno de los cuales decimos que percibe o conoce y del otro que es percibido o conocido. Según ellos, era que unas partículas mínimas, exhaladas por los objetos, entran en contacto con el sentido, como la luz con el espejo, de manera que el objeto queda reflejado en él. Aristóteles rechazó esto porque, decía, si reflejar es ver, entonces habría que decir que los espejos y las superficies de las aguas también ven. Ampliando a nuestro tiempo la objeción aristotélica, diríamos que lo mismo tendrían que hacer las cámaras fotográficas y los aparatos de radar.

Pero el materialista no es tan ingenuo o superficial, y sería injusto despacharlo con estas rápidas razones. Las palabras dadas en el apartado 3.1 sobre la fisiología de la sensación inclinan a pensar que tal vez no haga falta ninguna otra causa fuera de las aducidas allí para entender lo que es la percepción sensible y, lo que es tan importante o más que ésta, la conducta de las personas.

En aquella explicación estaban involucradas varias ciencias. Primero, la física, porque los estímulos del exterior son ondas de luz, perturbaciones de la atmósfera, etc., es decir, fenómenos físicos. Segundo, la neuro-fisiología, por cuanto los impulsos nerviosos que llevan hasta la central cerebral son neuronales. Tercero, la psicología, puesto que la percepción propiamente dicha parecía de un orden psíquico, distinto de los dos anteriores. Pero aquí no acaba todo, aunque sí sea suficiente para la percepción. Después de que ésta ha tenido lugar, parte del cerebro una orden que, transportada por los canales nerviosos eferentes, mueve los músculos correspondientes con el fin de alterar el medio. Luego nuevamente vuelven a estar involucradas la fisiología y la física. He aquí una cadena de causas y efectos de la que se ocupan varias ciencias. Cabe preguntar: ¿son físicas, es decir, materiales, en el fondo todas las causas que tienen que ver con estos procesos? Si así fuera, todo sería predecible con exactitud. Veamos por qué.

Imaginemos un individuo que ha llevado siempre una vida disoluta. Recibe la noticia de la muerte de su amante e, impresionado por ella, decide ingresar en un convento de cartujos, donde por fin halla una paz de espíritu que le hace vivir en paz consigo mismo el resto de su vida. Según la tesis materialista solamente habría sucedido lo siguiente. Unos cuantos estímulos aéreos han chocado contra la membrana del tímpano de su oído y, después de pasar por un pequeño laberinto (ver 3.1), han sido sustituidos y continuados por corrientes nerviosas que, a la velocidad aproximada de 100 metros por segundo, han llegado a un centro cerebral donde, poniendo en marcha unos complejísimos mecanismos que no comprendemos aún, han impartido órdenes muy concretas que no son solamente responsables del estado de ánimo consiguiente de nuestro personaje, sino que, además, moviendo sus músculos por medio de una intrincada red de hilos nerviosos, como los que mueven las marionetas, han conducido su organismo a la puerta misma del monasterio, etc.,

Todo esto es plausible. Una mínima causa física como un interruptor accionado por un niño puede desencadenar efectos gigantescos. Podría ser que el cerebro humano estuviera dotado de un mecanismo tan sutil que fuera capaz de reaccionar a una mínima diferencia entre dos átomos. En ese caso, bastarían unos impulsos nerviosos, físicos en definitiva, que no duran más que unos cuantos milisegundos, para que de él emanara una serie de órdenes sucesivas, transmitidas velozmente a lo largo de otros canales nerviosos, hacia todas las demás partes del organismo para lograr estados y movimientos que, en nuestro desconocimiento de las verdaderas causas de nuestra conducta, atribuimos normalmente a cosas tales como la voluntad, la conciencia, etc. Un observador extraño que, aparte de buen físico, fuera buen matemático, habría podido calcular de antemano todo lo que iba a decir y hacer esta persona, sin necesidad de conocer su idioma o su religión, etc.

Todo esto podría ser, sí, pero por el momento no pasa de ser una extraña, simple y muy lejana posibilidad. Si fuera real, el fisiólogo y el psicólogo, reducidas sus respectivas ciencias a meros apartados de la física, no tendrían nada que añadir a lo que ésta dictaminara. Hoy por hoy estamos lejos de esa identificación. En tanto llega, el fisiólogo y el psicólogo hacen bien en tratar como causas de otra índole que las físicas los procesos que ellos estudian. Esa es su hipótesis de trabajo, a la que deben permanecer fieles hasta que se demuestre que es falsa.

Pero es que además, del mismo modo que la neurofisiología no es física, o no lo es aún, por más que se presupongan causas físicas como las ondas luminosas o las fuentes de calor, la psicología tampoco es neurofisiología, aunque también necesita postular la existencia de las causas tratadas por ella. Quiero decir con esto que los estados conscientes de una persona no son, hasta nueva orden, procesos fisiológicos, o recogiendo la argumentación de Aristóteles, que reflejar no es ver. Es cierto que los procesos físicos y fisiológicos son la causa de nuestras percepciones. También que sin ellos no existirían éstas. Y que entre el objeto externo y el sujeto hay un nivel físico, otro neurológico y otro psicológico. Pero estos niveles son causas, no percepciones. Pese a ser necesarios, no se comportan como objetos perceptivos. No somos conscientes de su actuación, que no arroja luz en ningún caso sobre el problema que estamos tratando de dilucidar, el de cómo es posible estar seguros de que nuestro conocimiento del mundo, nuestras ideas acerca de él, lo reflejan verdaderamente, y hasta qué grado.

El idealismo subjetivo

Los filósofos que defienden esta concepción aducen que quien habla de la realidad como de algo exterior, compuesto de objetos particulares distintos e independientes, no se percata de que verdaderamente habla sólo de sus visiones, audiciones, sensaciones táctiles, etc. Que éstas son, como mucho, reacciones mentales ante las cosas, pero no son las cosas, que se detienen justamente a las puertas de los sentidos y no penetran al interior. Luego de la realidad exterior no conocemos más que nuestra información acerca de ella. Tanto es así que, contando solamente con el conocimiento sensible, no nos está permitido siquiera hablar con sentido de un mundo existente por sí. Decimos que hay ondas electromagnéticas fuera del sentido de la vista, ondas sonoras fuera de nuestro aparato auditivo, y así sucesivamente, pero nos esforzamos por no caer en la cuenta de que lo que sabemos de todas esas cosas no es más que nuestras propias sensaciones. Sin embargo, es evidente que las sensaciones no son las cosas, sino, a lo más, efectos suyos. Creer además que son sus reflejos fieles carece de toda justificación. ¿Por qué dos seres que son distintos entre sí, como las cosas y las sensaciones de las cosas, tienen que ser tan parecidos que la presencia del primero baste para conocer con exactitud el segundo?

Bastaría con pararse a pensar detenidamente y sin prejuicios la situación en que se halla nuestro conocimiento del mundo para caer en la cuenta de que, por partir todo él de los sentidos, le sucede a la mente lo que a una operadora de una central de información telefónica cuya única relación con los abonados se produjera a través de los cables del teléfono. En rigor, la mente sale perdiendo en la comparación, porque la operadora puede prescindir del teléfono y salir al exterior en cualquier momento que lo desee. Para que la comparación fuera más exacta habría que suponer que ésta ha nacido en la central, que nunca ha salido de ella, nunca podrá abandonarla y nadie podrá hacerle jamás una visita. Es más: como el príncipe Segismundo, no puede siquiera desearlo, pues toma por realidad sus sueños de voces a través de los audífonos y de mensajes transmitidos por los cables. Estará convencida con toda seguridad de que su relación se entabla con personas reales, de lo cual tendrá una confirmación cada vez que recibe o hace una llamada. Y de esta manera tendrá que suceder forzosamente que el universo será para ella un algo que habrá ido construyendo en su imaginación con las noticias que recibe por el teléfono y con las inferencias más o menos congruentes que haya podido extraer de ellas. Creerá saber de la existencia de otras personas con las que habla, conocer sus circunstancias, comportamientos, preocupaciones y problemas; podrá colegir la clase de ocupaciones a que dedican su tiempo, sus horarios, las viviendas que habitan, etc. Puesto que de cuando en cuando le parece que conversa con otras operadoras que tienen supuestamente una ocupación igual que la suya, confirmará con ellas sus propias conjeturas sobre el exterior, que ella tomará por verdadero conocimiento directo. Así producirá una idea sobre un mundo que no experimentará jamás. Al revés que Penélope, que tejía un manto para su esposo, Ulises, de cuya existencia tenía motivos para dudar, pero que acabó presentándose realmente ante ella, aunque bajo otra apariencia, la mujer de la central telefónica teje un vasto conjunto, más o menos coherente, de representaciones de una realidad de cuya existencia no se le ocurre dudar, pues cree que se le presenta sin disfraz, pero que nunca hace acto de presencia.

La comparación es ahora correcta, pues tiene en cuenta lo que la fisiología y la psicología nos dicen saber acerca de nuestra manera de conocer el mundo. Los estímulos físicos corresponden a las personas que usan el teléfono. El sistema nervioso y el cerebro son los cables y aparatos que transmiten el sonido hasta su oído. La mente es la propia operadora. Así que están presentes los dos elementos, material -estímulos y sistema nervioso central- y espiritual -mente- en que, según el dualismo, se resuelve la realidad.

Sin embargo, la analogía de la central telefónica no concluye en el dualismo, sino en una especie difícilmente sostenible de monismo idealista y subjetivista, que fue defendido por Berkeley en el siglo XVII. En las circunstancias de la operadora, el conocimiento no es nada parecido a lo que habitualmente se entiende por tal cosa, es decir, ajuste directo de las informaciones de la mente al mundo real. Encerrada en los extremos neuronales del cerebro, la mente nunca logrará acceder a él. Su comprensión de la realidad, más parecida a la composición de un puzzle por un niño que a una reproducción de sus auténticos caracteres, es en verdad una reconstrucción: con los múltiples informes transmitidos por los terminales nerviosos estará obligada que componer una representación coherente del exterior. La realidad no será para ella otra cosa que un producto de sus sentidos y de su actividad lógica, que no podrá cotejar con un original de cuya existencia aparte de la mente y sus contenidos empieza a ser más que razonable dudar.

He aquí que el mundo deja de ser originario para convertirse en el resultado de la acción mental; que es admisible que esté al final y no al principio. Partiendo de un dualismo estricto, que opone la mente y la materia, resulta, pues, casi inevitable la caída en un monismo que diluye el segundo de los opuestos. Encerrada irremediablemente entre los innumerables barrotes que son las fibras nerviosas por donde se conduce y analiza la información, la mente podría imaginar la posibilidad de prescindir de los datos neuronales para entrar en contacto directo con lo real, como podría la operadora desear abandonar sus teléfonos en cuanto descubriera que la central es realmente su encierro. Vano empeño, sin embargo, pues ¿qué significa esto en verdad? Que, no habiendo para mí más conocimiento que éste de que dispongo merced a un mecanismo biológico incluido en un sistema más amplio, el deseo de salir del encierro equivale a desear otra vida distinta de la única que conozco, o a pensar en la muerte. En efecto, si no hay prisionero, no hay encierro. Pero esto es inadmisible. No hay escapatoria posible: mientras siga siendo como soy, con los datos internos me veo impelido a fabricar un mundo que creo externo. Estoy limitado por los órganos de los sentidos, confinado irremediablemente a una red nerviosa. Cualquier otra posibilidad no pertenece a esta vida que es la mía.

Ahora bien, como demostró Hume de manera convincente, esta argumentación puede ser llevada más lejos todavía, hasta acabar concluyendo lo contrario de lo que parecía pretenderse con ella. Una vez que se ha admitido que la mente no es, como creía Locke, receptiva y pasiva, sino activa, se la puede además considerar sin inconveniente alguno productora de sus propios contenidos de conciencia 14. Ya se ha demostrado que la operadora realmente construye su visión del mundo a partir de los datos obtenidos desde el exterior a través de los cables del teléfono. ¿Pero de dónde extrae ella la convicción de que hay cables y de que en el otro extremo de ellos hay personas que le hablan? Su única y real experiencia consiste en oír sonidos, no en ver los cables del tendido ni a las personas con las que cree que habla. De igual modo, la mente no puede nunca distinguir entre estados de conciencia y cosas: su conocimiento de las cosas es siempre y solamente conocimiento de estados de conciencia, que ella atribuye equivocadamente a las cosas, igual que hace la operadora. Pero de éstas nunca tiene experiencia directa. No parece, pues probado que haya sustancia alguna, material o espiritual, de la que procedan las representaciones de la conciencia.

Pese a lo cual, seguramente se objetará que dichos estados de conciencia están de hecho causados desde el exterior, a lo que responde Hume, con una magistral capacidad analítica, lo siguiente. Todo lo que puede pensarse sin contradicción es posible que suceda realmente, aunque nunca llegue a ocurrir de hecho. Puesto que las ideas de causa y efecto son distintas, son separables entre sí y puede, por tanto, concebirse que algo no existe en un momento dado y sí en el siguiente, sin venir por ello obligados a pensar en la idea de causa o principio productivo. Luego pueden imaginarse por separado la idea de causa y la de comienzo en la existencia, y, en consecuencia, no hay necesidad lógica de aceptar que los estados de conciencia están ocasionados por cosas externas, por lo que lo contrario de ello puede ser verdadero. En otras palabras: puesto que no hay contradicción alguna en pensar por separado los datos de mi conciencia y el mundo exterior, aquéllos podrían darse sin éste. Luego no estoy obligado a aceptar que éste sea causa de aquéllos.

Este argumento exige una explicación más detenida. Según él, si puedo pensar una cosa que no sea contradictoria, dicha cosa puede existir, aunque de hecho no exista nunca. Por ejemplo, no es posible pensar sin contradicción que una persona que nunca miente esté siempre faltando a la verdad. Luego no puede existir una persona así. Pero sí puede pensarse, sin caer en contradicción alguna, que una persona que normalmente no miente resulta haberlo hecho alguna vez, y en consecuencia puede existir alguien así. También es posible pensar sin contradecirse que un racista encabece una protesta contra la segregación racial, por más que se tenga la seguridad de que nunca sucederá tal cosa. Sin embargo, es posible que alguna vez suceda, precisamente porque no es algo contradictorio. Puedo pensar asimismo que los datos de mi conciencia están causados por el mundo exterior, lo mismo que puedo también pensar a continuación que no es así, sin que ninguna de las dos opciones sea contradictoria. En consecuencia, ambas son posibles. Y si es así ¿por qué habría de preferir una sobre la otra?

No se diga que esto no puede aceptarse aduciendo que todo lo que existe debe tener alguna causa, y que, en caso contrario, habría cosas que se producirían a sí mismas, para lo que necesitarían existir antes de existir, lo cual sería absurdo. Este razonamiento no prueba nada, pues el que lo usa está suponiendo que su oponente sigue afirmando implícitamente lo que niega explícitamente, a saber, que tiene que haber una causa. Pero eso es una contradicción.

Luego no es imprescindible que, para que haya estados de conciencia, haya de existir un mundo de cosas que los produzca en la mente. Basta la mente, pero forzosamente concebida de otro modo, como un ser activo y productor de sus propios pensamientos y percepciones. Esto es evidente. Si puede prescindirse de la existencia del mundo, entonces debe aceptarse que nuestro conocimiento no procede de él, sino de la mente.

Por consiguiente, la central telefónica no es diferente de la operadora. Ésta se ha dado cuenta de que es parte de sí. Si no sabe de la existencia de personas y cosas al otro lado de los cables, tampoco sabe de los cables. Los neurorreceptores, los canales nerviosos y el cerebro no muestran más derecho a la existencia que las otras cosas del mundo.

Ésta es la principal conclusión del monismo mentalista, la aceptación de la mente como la única sustancia existente y la reducción de todas las demás a datos cognitivos suyos. De ahí el nombre de idealismo subjetivo con que se suele conocer este sistema.

El fenomenismo

En conclusión, una de las dos realidades del dualismo cede en favor de la otra: la materia queda reducida a ser solamente datos de la conciencia. Ésta afirma su existencia en detrimento de aquélla.

Pero, pese a esta disolución, todavía queda algo firme, se dirá, pues la mente es el foco del conocer de cuya existencia no es posible dudar, como dejó dicho Descartes. Desgraciadamente no es así, como Hume se encargó más tarde de demostrar (v. 394-400).

Muchos filósofos, seguidos en esto por la inmensa mayoría de las personas que no lo son, creen firmemente que nuestro yo es un ser del que somos íntimamente conscientes, que no sólo existe mientras permanece esa conciencia, sino que perdura además en el tiempo durante los intervalos en que ésta se oscurece, como en un desmayo, que no es necesario demostrarlo, pues es evidente, y que si llegáramos a dudar de nuestro yo no habría entonces nada que fuera mínimamente fiable.

Quienes así opinan están profundamente equivocados y las experiencias que aducen en favor de su convicción abogan realmente en contra de ella. El yo no es nunca una experiencia, ni puede serlo. Si solamente debiera aceptar aquello que yo pueda sentir o haya sentido de hecho alguna vez, entonces debería excluirlo sin dudarlo, pues todas mis vivencias son de alegría o tristeza, de miedo, tranquilidad, de frío o calor, amor u odio, etc., aparecen y desaparecen sin cesar, de modo que ninguna de ellas se extiende más allá de un breve plazo. Sólo a ellas las siento, no a mí al margen de ellas. Cuando no las siento en absoluto, como en una anestesia o en un sueño profundo, no sé decir dónde está para mí la diferencia entre esa ausencia de sentir y estar muerto. En ellas, juntas o separadas, no puede consistir mi yo, pues en caso contrario tendría que aceptar que éste está constantemente hundiéndose en la nada y emergiendo de ella, porque ninguna de mis percepciones aisladas es permanente, como tampoco lo son todas ellas tomadas en conjunto.

Esta conclusión es sorprendente, cierto, pero, a tenor de lo dicho, correcta, y, puesto que estamos obligados a ser coherentes con nuestros razonamientos, habremos de admitirla como tal. Luego, provisionalmente al menos, queda puesta en tela de juicio la existencia de un ser espiritual, consistente, siempre idéntico a sí mismo, al que solemos dar el nombre de identidad personal, yo, etc. Con todo, éste tiene a su favor el uso lingüístico. Decimos «yo pienso» «yo siento», «yo recuerdo», etc. Como si hubiera alguien a quien los pensamientos, los sentimientos y los recuerdos se hicieran presentes o de quien emanaran. Ese personaje sería el alma de la religión, la sustancia pensante de la filosofía cartesiana y la persona individual del sentido común. Pero en el fondo tal vez no pase de ser un recurso cómodo, del que no nos es posible prescindir. Sin embargo, con los datos y argumentos de que ahora disponemos no es posible admitir sin más no sólo que haya cosas como nosotros las experimentamos, sino que haya además un ser mental capaz de experimentarlas. Luego si la materia carece de títulos suficientes para requerir la aceptación de la filosofía, tampoco la mente los puede esgrimir en su favor. Las dos vías que el dualismo había abierto conducen, cada una por un lado, a la negación de ambas y, por ende, al resurgimiento, con fuerzas redobladas, del escepticismo.

Pero, aunque puede negarse que existan un sujeto mental que experimenta sensaciones y la realidad exterior reflejada en ellas, de las sensaciones mismas no es posible dudar. Esto no puede menos que causar perplejidad: lo único que puede admitirse en rigor es que hay representaciones de no se sabe qué a no se sabe quién. Lo demás se desconoce. Lo que sí se sabe es que se presentan: que son fenómenos. De ahí el nombre de fenomenismo con que se conoce esta posición filosófica.

Posición filosófica que, por muchas razones que puedan aducirse en su favor, es sin embargo de todo punto inaceptable. Quiero decir que no podemos creer en ella por mucho que nos esforcemos. Incluso es dudoso que sus creadores la aceptaran hasta ese grado. Podemos ciertamente imaginar a Berkeley construyendo laboriosamente sus espléndidos argumentos contra la existencia del mundo material, pero ¿los creería él mismo al mirar los verdes campos de Irlanda? ¿Verdaderamente no vería en ellos más que datos de sus sentidos insuflados en su alma por Dios? Hume, por su lado, no obstante el vigor de sus propias razones a favor de Berkeley y en contra de la existencia de la mente, apeló a la fuerza vital de la creencia, que se sustenta en la costumbre: la filosofía, venía a decir, nos haría escépticos si la vida no se lo impidiera. Somos así y no podemos dejar de serlo, como no podemos saltar por encima de nuestra propia sombra. Nuestras creencias no sólo son anteriores a nuestras razones sino que son además no se pueden desarraigar.

Contra el fenomenismo y el idealismo subjetivo

Para que estas dos teorías explicaran satisfactoriamente la experiencia sensible deberían no solamente servir para mostrar los inconvenientes de aceptar que hay una mente y un mundo externo tales como los presenta el sentido común, sino también para proporcionar una interpretación aceptable de hechos perceptivos concretos. Como la mayoría de las teorías filosóficas, que son grandiosas cuando niegan y no cuando afirman, éstas logran exponer admirablemente que no es necesario aceptar la existencia independiente de la realidad externa ni la de la conciencia personal. Pero ¿son igualmente aptas para una interpretación positiva de experiencias concretas? Para contestar, pongamos a prueba lo que pueden decir sobre un caso particular.

Supóngase que una persona que acaba de despertarse busca a su perro en el jardín para darle de comer. Lo encuentra relativamente inquieto por el hambre, pero sin motivo aparente, pues allí está la comida que dejó para el animal la noche anterior, que éste casi no ha tocado.

El fenomenista y el idealista subjetivo coincidirán en decir que a dicha persona le parece que hay un perro frente a ella, pero que en realidad no es así. Que si lo reconoce no es porque sea el mismo perro, y ni siquiera porque sea la misma percepción. Las experiencias perceptivas son distintas, pero se suceden con regularidad: la de hoy es casi idéntica a la de ayer, y ésta a la de anteayer, etc. La regularidad, pues, no está del lado del animal, cuya existencia no es independiente ni continua, porque existe solamente como percepción y cuando no hay percepción no hay continuidad en la existencia. Así, durante la noche no ha existido. Para el dueño la continuidad no es otra cosa, pese a él mismo, que la semejanza entre las experiencias pasadas y la presente.

El centro de la teoría de ambos filósofos ha sido precisamente la sustitución de la continuidad en la existencia de los seres del mundo exterior por la semejanza entre los estados de conciencia del sujeto. No podía ser de otro modo, pues la experiencia perceptiva no es continua. Ahora bien, esto plantea un problema añadido: ¿cómo es que al dueño le parece que es el mismo perro? O, en otros términos: si las percepciones no pueden ser más que discontinuas y, como mucho, regularmente similares, pero no idénticas, ¿de dónde procede esa seguridad, acaso discutible pero también invencible, de que muchos de los objetos de la percepción son siempre los mismos a pesar de que las percepciones mismas son siempre nuevas?

Son problemas de difícil solución para la explicación del fenomenista. El realista, por el contrario, lo tiene más fácil. Según él, la existencia del perro es ininterrumpida: había estado toda la noche en el jardín y allí seguía cuando llegó su dueño, que por ello puede ver ahora las cualidades que tenía cuando él no estaba y que sigue conservando ahora que él está. No hay novedad en todo esto, salvo la del hecho perceptivo mismo, porque éste sólo se produce cuando ambos, sujeto y objeto, están uno frente al otro. La continuidad está del lado del animal. La discontinuidad depende de la relación del animal y el dueño: cada vez que se encuentren se producirá la percepción y cada vez que se separen dejará de producirse. Esto es todo.

Para resolver el problema de esta misma posibilidad de la percepción, es decir, para explicar el hecho de que los objetos de la percepción parezcan ser siempre los mismos, el fenomenista echa mano de una complicación añadida: al dueño le parecería ver a su perro cada vez que se dieran las condiciones adecuadas. ¿Pero cómo llegan a darse tales condiciones adecuadas?

Conocemos ya la respuesta del realista. El fenomenista, por su lado, tendrá que recurrir a las regularidades habidas en experiencias pasadas: si alguien ve a su perro y le parece que es el mismo, dirá, es porque ya le ha sucedido tal cosa en el pasado muchas veces. Ahora bien, la apelación a casos similares del pasado corre el riesgo de dejar sin entender el actual. Veamos por qué.

El individuo que bajó a su jardín en busca de su perro, observaría su forma, su tamaño, su color y su movimiento, que son los acostumbrados, pero también oyó sus gruñidos de hambre, pese a que el recipiente para la comida del animal estaba todavía lleno desde la noche anterior. Se pregunta por qué tiene hambre. Responderle que en tales o tales condiciones ha sucedido algo semejante en otros hechos perceptivos no basta, pues lo que él necesita saber es por qué sucede así en esta ocasión concreta. El recurso a casos semejantes oscurece, más que aclara, la cuestión. En conclusión, los partidarios de la reducción de los objetos externos a percepciones subjetivas solamente pueden dar respuestas en términos de regularidades previas, lo cual no es precisamente lo que se pide a propósito de una experiencia particular. Luego, en último término, no parece que puedan dar una buena explicación de ella, en tanto que el realista está en mejor condiciones de hacerlo. Por eso pasaremos ahora a estudiar su posición.

El realismo

Como ya debe ser sabido a estas alturas, el realismo dice que hay objetos, que los habría aunque no hubiera nadie para percibirlos, que poseen cualidades propias, lo que no significa que sean las mismas que se aprehenden en ellos, que continúan en la existencia cuando nadie los está percibiendo, etc. Pero los partidarios de este sistema filosófico discrepan en torno a algunos detalles que son, si no decisivos, sí sumamente importantes. De entre ellos, algunos, dejándose convencer por los argumentos del fenomenismo, creen que hay siempre algo que se interpone entre los objetos físicos existentes y el sujeto que los percibe, un objeto interno, que se llama datos de los sentidos, apariencias, etc. Para demostrarlo, suelen argumentar aproximadamente así. Dos personas que vean el mismo paisaje están sintiendo estados perceptivos diferentes, con diferentes contenidos. El objeto de la percepción de cada una de ellas no es el paisaje mismo, sino los contenidos de sus propios estados perceptivos, a través de los cuales captan aquél, como vemos el televisor, y no a los locutores, cuando atendemos a las noticias del telediario. Así en todas las cosas: no se aprehenden directamente éstas, sino los propios estados perceptivos.

Esta posición no puede apenas defenderse. Quienes mantienen que hay dos objetos y que uno de ellos solamente puede percibirse a través del otro, aceptarán o bien que las propiedades de ambos son las mismas o bien que son distintas. Lo segundo no es posible, pues ¿cómo sabrían ellos que son distintas, si solamente conocen de unas a través de las otras? Lo primero tampoco es posible, pues entonces tendrían que admitir que el color azul que veo en el cielo, que sería un objeto directo, un estado perceptivo mío, se dobla con el color azul que posee el cielo mismo, de donde resultaría haber dos colores azules, uno el directo, que es visible, y otro el indirecto, que no lo es. Pero no pueden existir colores invisibles: no podría saberse si son azules o no, ni podrían siquiera ser colores. No hace falta decir que la situación sería la misma para todos los demás sentidos.

Parece que la percepción tiene que ser directa. Pero no por esto ha de admitirse que las cosas sean transparentes para el sujeto. Que la percepción sea directa no implica necesariamente que no se oculte nada del objeto. Sería entonces infalible y nosotros omniscientes. Ni siquiera implica que el objeto haya de estar presente en el momento en que se dé la percepción de él: las estrellas que vemos no existen como las vemos, y algunas ni siquiera existen ya. Presente no significa aquí tiempo, sino presencia: es la percepción, que se presenta al perceptor. En definitiva, el objeto puede retener la mayoría de las propiedades que vemos que tiene cuando lo percibimos. La mayoría, pero no todas. La cuestión está precisamente en decidir cuáles.

Todas las cualidades percibidas en los objetos pueden ser indiscutiblemente clasificadas en dos grupos: las que pertenecen sólo a ellos, llamadas unas veces primarias y otras objetivas, y las que pertenecen al sujeto, que son las secundarias o subjetivas. Hablando con precisión, éstas últimas no pertenecen propiamente al sujeto, sino que hacen acto de presencia solamente cuando se da una relación de éste con el objeto. Las primarias son la forma, la posición en el espacio, el movimiento, la solidez, etc.; entre las segundas están el sabor, el olor, el color, el sonido, etc.,

Un motivo importante, por el que es preciso aceptar esta clasificación de las cualidades sensibles, es el que deriva del siguiente razonamiento. Se ha dicho antes, al presentar objeciones al fenomenismo y al subjetivismo idealista, que la naturaleza nos empuja irresistiblemente a aceptar como verdadero el mundo de nuestra convicción común. Eso no debe obligarnos, empero, a creer que es real todo lo que se nos presenta y tal como se nos presenta. Asistiríamos entonces a una acumulación incesante y desmesurada de cosas sobre ese mundo. En efecto: ¿existe la selección nacional de fútbol o ésta no es nada aparte de los jugadores?; ¿hubo algo que conocemos con el nombre de «jerarquía feudal» o solamente hubo hombres feudales que obedecieron y otros que mandaron?; ¿la estructura económica de un país es algo real o solamente consiste en los innumerables actos económicos que suceden en un territorio dado?; ¿existen los números o son sólo una mera denominación de otras cosas que sí existen?; donde hay cien caballos ¿existe el cien además de los caballos? Si así fuera, habría 101 objetos: los cien caballos más el número 100. Pero habría 102: debe tenerse en cuenta también el 99. Entonces habría 103, etc.

Guillermo de Occam, un monje franciscano y además filósofo, para no tener que afrontar excedentes ontológicos, llegó a decir que la orden franciscana no es algo real, que sólo son reales los monjes, uno tras otro, como él: sólo existen los individuos. Él dio nombre a la célebre navaja de Occam: Non sunt multiplicanda entia sine necessitate. Esta herramienta filosófica es extremadamente útil. Quienes la usan saben que no deben aceptar que existe algo más que cuando no tienen otra alternativa.

En contra de aquellos que están dispuestos a admitir sin discriminación que existe todo cuanto percibimos en el objeto, el pensamiento científico de nuestro tiempo ha esgrimido la navaja de Occam del siguiente modo. Tanto las cualidades primarias como las secundarias de los objetos de nuestra experiencia común, tales como edificios, puentes, árboles, automóviles o personas, se pueden explicar por las cualidades primarias de los objetos microscópicos que son sus componentes, o sea, que para conocer la forma y el tamaño de una cosa cualquiera nos basta conocer la forma y el tamaño de sus componentes, pero no sucede igual con el color, que depende sólo de unas cuantas cualidades, también primarias, como la posición local del que lo ve, la luz y la incidencia de ésta sobre su retina. Las cualidades primarias del mundo real de la física bastan para explicar no solamente las primarias del mundo de la experiencia común, sino también las secundarias. En consecuencia, no es necesario admitir la existencia de las cualidades secundarias.

Un enigma muy extendido presenta un árbol, no visto jamás por nadie, que es derribado por el rayo en lo profundo del bosque. ¿Hace ruido al caer? Es evidente que no. El árbol cae en silencio, porque el ruido se produce solamente en presencia de un oído cuya membrana del tímpano es percutida por las ondas del aire, etc. Sólo el ingenuo sentido común contestaría que sí. De las doctrinas filosóficas que hemos visto, ni siquiera la realista que estamos presentando ahora estaría de acuerdo con él en esto: no produciría sonido alguno, no tendrían sus hojas color verde ni sus frutos sabor, etc. Tendría, sí, la estructura de la que dependería que alguien que hubiera estado presente oyera el ruido, viera verdes sus hojas o le parecieran dulces sus frutos. Y tendría, claro está, forma, tamaño, posición, etc.

Esta clase de realismo parece que es la interpretación más verosímil de las que hemos estudiado en esta lección. En consecuencia debe ser aceptada en tanto no se presenten tales razones o hechos en favor de otra que hagan que sea preferible.

Conclusión: el sentido de la filosofía.

Habrá tal vez quien crea, por la forma en que trata sus temas la filosofía, que sólo conduce a callejones sin salida. No es cierto. La filosofía tiene en cuenta los métodos específicos utilizados por la ciencia y sus conclusiones. Tampoco deja de lado sin más el sentido común, las habituales seguridades de la gente. Sí descubre, en cambio, que, o bien se trata de certezas poco firmes, en el caso del segundo, o bien que son descubrimientos que no tienen que ver directamente con el asunto que ella se propone dilucidar. No siempre llega, por supuesto, al mismo final: cambiar una conclusión de la ciencia, que parecía definitiva, o una seguridad del sentido común que se presentaba como indiscutible a fuerza de parecer evidente en sí misma, por una simple verosimilitud. Pero está dispuesta a hacerlo cuando es preciso.

Hay que decir que éste no es el proceder del escéptico, si por tal se tiene al filósofo cuya única finalidad es la destrucción de las certezas. Es dudoso que este personaje haya existido alguna vez. El escepticismo auténtico es inevitable para el filósofo, porque éste sabe que las teorías bien fundadas, sean científicas o filosóficas, no nacen, como Atenea de la cabeza de Zeus, bien armadas y firmes, sino que se han construido con la argamasa de las vacilaciones y las inseguridades. La palabra filosofía significa etimológicamente amor a la sabiduría. Ahora bien, si alguien desea a otra persona no es en la medida en que la posee, sino precisamente en la medida en que no la posee. Del mismo modo el filósofo quiere saber porque no sabe. Su pasión propia no es la de quien está satisfecho de lo que ya conoce, sino la de quien está insatisfecho por lo que desconoce. Filosofía es inquietud. Me atrevo a decir también que es madurez mental, porque la valía de un hombre, su vigor intelectual, se mide por la cantidad de duda que es capaz de asimilar, como dijo una vez Ortega. Recuérdese a Platón, que prohibió enseñar filosofía a los jóvenes. Y a Sócrates, que la entendía como un aguijón para no dejar descansar a los hombres en lo que creen saber sin saberlo realmente.

El escepticismo es, pues, el umbral de la filosofía, pero no es la filosofía propiamente dicha. Ésta consiste en un esfuerzo sostenido para que encajen unos con otros los conceptos. No acepta las cosas como parecen o como se presentan, no da por supuesto lo que hay. Sabe que las creencias se necesitan para vivir. ¿Cómo podría uno moverse por las calles, de casa a clase, si dudara realmente de éstas como de los ángeles o los ovnis? Pero no las acepta sin diseccionarlas. Cierto que la disección es intelectual: Primum vivere, deinde philosophare. Por mucho que razone el filósofo, no es posible, o no es fácil muchas veces, tomarse en serio lo que él encuentra ser verdadero o verosímil en su alejamiento con respecto a lo vivido. No es probable que alguien tome realmente al mundo por una colección de pensamientos. Tampoco, dicho sea de paso, que lo vea como una infinita multitud de cargas energéticas desplazándose vertiginosamente por el espacio, como dice la física. Pero no hay que confiarse. La filosofía puede ser también peligrosa. A veces predica que la verdad es otra cosa de lo que esta realidad aparenta y trata de ajustar lo real a lo verdadero. Se convierte en política e incluso se empeña en cambiar el mundo: no en vano Rousseau, Locke, Montesquieu, Marx, etc., eran filósofos.

Aunque fuera cierto que cada cual vive en un mundo propio de sensaciones, sentimientos e imágenes, sin nadie que los sienta y nada que se refleje en ellos, como afirma el fenomenismo extremo, no nos resulta factible evitar la convicción de que cada mundo privado cuadraría con el de al lado. No es fácil dejar de pensar que el mundo es el mismo para todos y que gracias a ello es posible la comunicación entre todos.

El conocimiento puede aceptar cualquier cosa, menos el desorden. Si en ocasiones convive con él es porque no puede evitarlo, porque todavía no ha podido dominarlo, pero su punto de partida, aquello sin lo cual el conocimiento no puede ni siquiera ser pensado, es el orden. Sebag17dice que hay un paso decisivo para el hombre: elegir entre el caos o la razón, entre la violencia o el discurso, pero que ese paso ha sido dado previamente por el que escribe. Esto es cierto. Quien escribe, y asimismo quien estudia o reflexiona ha elegido ya entre el orden y el desorden. En adelante existen para él solamente los seres que se ajusten a la razón. Otra cosa es que todavía no se haya podido conocer cumplidamente toda la realidad, pero eso es un obstáculo que no debe considerarse permanente y no puede remover el convencimiento de que todo lo que es real es objeto de ciencia. Esta actitud es profundamente filosófica. Mejor dicho: sin ella no es posible ser filósofo.

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Dificultades de la metafísica

Las graves dificultades de la metafísica proceden de ella misma, que ha vuelto contra sí desde hace unos doscientos años la capacidad crítica que ha estado afilando durante más de dos milenios. Todas giran alrededor de dos cuestiones principales. La primera consiste en preguntarse si puede haber un conocimiento bien fundado, científico, de los objetos metafísicos. La segunda si tales objetos tienen realidad o son solamente ideas de la razón.

La primera dificultad ha cobrado fuerza en las proximidades del siglo XVIII, al constatar la marcha triunfante de la ciencia y, tras analizar su forma de construirse, oponerla a la metafísica. Existe hoy la convicción generalizada de que fue Kant el filósofo que con más acierto puso de manifiesto esta oposición. Este autor había seguido el esquema wolffiano y había considerado que la metafísica es conocimiento racional por conceptos, distinguiéndola así de la matemática y la física, las ciencias más pujantes del momento. Comprendió que la primera, por un admirable esfuerzo de la mente, postula objetos, como los números y las figuras geométricas, que trata como si estuvieran desligados de la materia sensible, por más que esto no es posible en la realidad. Comprendió asimismo que los de la segunda no se dan sin materia, sin esas realizaciones concretas que los científicos detectan en sus experimentos. Ambos conjuntos de objetos pueden ser comprendidos científicamente y ser reales en la medida en que se presenten envueltos en materia sensible y, por tanto, en espacio y tiempo, ante la sensibilidad humana para ser analizados por la razón.

La matemática y la física, concluye Kant, son conocimiento científico justamente por esto, porque ambas logran una síntesis de la materia sensible particular, presentada por la sensibilidad, y la forma mental universal, ofrecida por un concepto del entendimiento.

Pero la metafísica, que contiene conceptos pero carece de materia sensible en que particularizarlos, no puede lograr síntesis alguna y, en consecuencia, no es un conocimiento científico. Eso parece indiscutible cuando se constata que los seres universales inmateriales no pueden estar en el tiempo ni en el espacio y, en consecuencia, no pueden hacer acto de presencia ante la sensibilidad humana, por lo que no admiten otro análisis que el de la razón. Por esto dijo Kant que la metafísica es conocimiento racional por conceptos y no es posible seguir en ella el procedimiento corriente en las matemáticas y la física.

El análisis metafísico sólo puede ser racional. No así el científico, que, por ejemplo, divide el agua en dos átomos de hidrógeno y otro de oxígeno o el número impar en un par y la unidad, pudiendo a continuación tener presentes ante la sensibilidad o bien los elementos así separados por el análisis o bien los resultados del mismo. Pero el análisis de la sustancia en ser y estar siendo, materia y forma, potencia y acto, etc., nunca produce resultados observables, pues los componentes son tan inmateriales como el compuesto. Será verdad quizá que la sustancia es un ser real como el número particular o la materia física, pero no es posible estudiarla como a ellos.

La segunda dificultad, la de tratar de saber si los objetos metafísicos tienen realidad, ha puesto a prueba la capacidad racional de los mejores filósofos cuando han querido probar mediante argumentos que existe el Ser Uno de la teología. Estos argumentos forman una larga serie discontinua, que comienza con el fundador de la metafísica, con Aristóteles, y, suscitando apoyos en unos y ataques en otros, llega hasta el presente. La serie consta de dos clases principales de pruebas. Unas, llamadas pruebas a priori, se mantienen en el orden de los conceptos, pues parten de una cierta definición de Dios y concluyen en que existe el ser así definido. Otras se llaman a posteriori porque parten de algún hecho sensible y, aplicando el principio de causalidad, desembocan en la necesidad de admitir un primer principio que ha originado el hecho observado.

Un magno ejemplo de demostración a priori es el argumento que San Anselmo (1033-1109) ofreció en su Proslogion, cap. II. Tras definir a Dios como el ser mayor que puede comprender la inteligencia humana, asegura que es necesario admitir que existe, porque en caso contrario podría pensarse otro que existiera y entonces aquél no sería el mayor, lo cual es contradictorio. Luego no es posible decir que Dios no existe sin caer en contradicción.

Una cosa es, pues, que la cosa esté en el entendimiento, y otra entender que la cosa existe en la realidad. Pues, cuando el pintor piensa lo que ha de hacer, lo tiene ciertamente en el entendimiento, pero no entiende que exista todavía en la realidad lo que todavía no hizo. Sin embargo, cuando ya lo pintó, no sólo lo tiene en el entendimiento, sino que también entiendo que existe en la realidad, porque ya lo hizo. El insensato debe convencerse, pues, de que existe, al menos en el entendimiento, algo cuyo mayor nada puede pensarse, porque cuando oye esto, lo entiende, y lo que se entiende existe en el entendimiento. Y, en verdad, aquello cuyo mayor nada puede pensarse, no puede existir sólo en el entendimiento. Pues si sólo existe en el entendimiento puede pensarse algo que exista también en la realidad, lo cual es mayor. Por consiguiente, si aquello cuyo mayor nada puede pensarse, existe sólo en el entendimiento, aquello cuyo mayor nada puede pensarse es lo mismo que aquello cuyo mayor pensarse algo. Pero esto ciertamente no puede ser. Existe, por tanto, fuera de toda duda, algo cuyo mayor nada puede pensarse, tanto en el entendimiento como en la realidad (Proslogion, págs. 56 y 57).

Esta demostración fue sometida a una severa crítica por Santo Tomás. Según este autor, los elementos de la prueba no rebasan en ningún momento los límites del entendimiento: si el concepto de Dios, “aquello cuyo mayor nada puede pensarse”, está en el entendimiento, un elemento suyo, la idea de que existe, no puede estar fuera de él. Esta demostración debería concluir que hemos de pensar que Dios existe, no que existe realmente.

Otro filósofo que ha resaltado la inconsistencia lógica del argumento ontológico ha sido Gustavo Bueno. Quien cree y reza, como San Anselmo cuando presenta su prueba como parte de una oración, no tiene presente la existencia de Dios como un atributo del ser al que dirige sus plegarias. Tal existencia forma un solo concepto con el ser en que se está pensando y no es necesario probarla, antes bien sería absurdo hacerlo. Tal necesidad aparece solamente porque alguien desgaja una parte de otra en el concepto y dice “Dios no existe”. A un insensato semejante hay que probarle que se contradice. Este es el sentido de la prueba: dirigirla contra quien no advierte que no es posible decir “Dios no existe”.

Pero, si en lugar de decir “Dios no existe”, el insensato hubiera dicho que Dios, aquello cuyo mayor nada es posible pensar, es algo que no se puede pensar, porque es un falso predicado, entonces no habría cometido insensatez. Si hubiera dicho “no existe la idea cuyo mayor nada puede ser pensado”, parece que habría privado de validez al argumento anselmiano, pues éste ni siquiera habría podido formularse.

La respuesta de Kant a la argumentación ontológica pasa por ser la definitiva. Se reproduce a continuación en toda su extensión:

(…) Si suprimo el predicado en un juicio idéntico, y conservo el sujeto, resulta de ello una contradicción,  y por ello digo que este predicado conviene necesariamente al sujeto. Pero si suprimo el sujeto al mismo tiempo que el predicado, ya no hay contradicción, pues ya no queda nada a lo que pueda afectar la contradicción. Presentar un triángulo y suprimir sus tres ángulos es contradictorio; pero hacer desaparecer a la vez el triángulo y los tres ángulos no contiene contradicción. Lo mismo ocurre con el concepto de un ser absolutamente necesario. Si le quitamos la existencia, suprimimos la cosa misma con todos sus predicados; ¿de dónde puede venir entonces la contradicción? (…) Dios es todopoderoso: éste es un juicio necesario. La omnipotencia no puede suprimirse si se afirma la divinidad, es decir un ser infinito con cuyo concepto este atributo es idéntico. Pero si decís: Dios no existe, ni la omnipotencia ni ningún otro de sus predicados se da, ya que han sido suprimidos todos juntamente con el sujeto, y no hay la menor contradicción en este pensamiento.

Habéis visto pues que, si suprimo el predicado de un juicio al mismo tiempo que el sujeto, nunca puede resultar de ello contradicción interna, cualquiera que sea el predicado. No os queda otra escapatoria que decir: hay sujetos que no pueden ser suprimidos y que por consiguiente deben permanecer. Pero esto equivale a decir que hay sujetos absolutamente necesarios, suposición de cuya legitimidad precisamente he dudado y cuya posibilidad queréis tratar de mostrarme. Ya que me es imposible formarme el menor concepto de una cosa que, suprimida contados sus predicados, aún da lugar a contradicción; y fuera de ésta, por meros conceptos puros a priori, no tengo ningún criterio de la imposibilidad.

Contra todos estos razonamientos generales, me objetáis un caso que presentáis como una prueba de hecho, diciéndome que a pesar de todo hay un concepto, y en verdad éste solo, cuya coexistencia es contradictoria en sí, es decir, cuyo objeto no se puede suprimir sin contradicción y que este  concepto es al del ser infinitamente real. Tiene, decís, toda realidad, y tenéis derecho a admitir un ser semejante como posible. Ahora bien, la existencia está comprendida en toda realidad; por tanto la existencia está contenida en el concepto de un posible. Por consiguiente, si se suprime esta cosa, también se suprime la posibilidad interna de la cosa, lo cual es contradictorio.

Yo respondo: ya habéis caído en contradicción cuando, en el concepto de una cosa que queréis concebir únicamente desde la perspectiva de su posibilidad, habéis introducido ya el concepto de su existencia, sea cual fuere el nombre bajo el que se oculte. Si se os concede este punto, en apariencia tenéis la partida ganada; pero de hecho no habéis dicho nada, pues habéis afirmado una simple tautología. Os pregunto: esta proposición: esta cosa o aquella (que os concedo como posibles, cualesquiera que sean), existe, ¿es una proposición analítica o sintética? Si es analítica, por medio de la existencia de la cosa no añadís nada a vuestro pensamiento de la cosa; y entonces, una de dos: o el pensamiento que hay en vosotros debe ser la cosa misma, o bien habéis supuesto una existencia como formando parte de la posibilidad, y entonces la existencia está pretendidamente concluida de la posibilidad interna, cosa que no es más que una miserable tautología. (…) Si por el contrario afirmáis, como todo hombre razonable debe razonablemente hacer, que toda proposición de existencia es sintética ¿cómo queréis sostener que el predicado de la existencia no puede ser suprimido sin contradicción, puesto que este privilegio sólo pertenece propiamente a las proposiciones analíticas, cuyo carácter se basa precisamente en ello?

Sin duda podría esperar haber reducido a nada esta vana argucia por medio de una determinación precisa del concepto de existencia, si no hubiese experimentado que la ilusión resultante de la confusión de un predicado lógico con un predicado real (es decir, con la determinación de una cosa) rechaza casi toda aclaración.

Todo puede servir de manera indistinta de predicado lógico, e incluso el sujeto puede servirse de predicado a sí mismo, pues la lógica prescinde de todo contenido. Pero la determinación es un predicado que se añade al concepto del sujeto y lo aumenta. Por tanto no debe estar ya contenido en él.

Ser no es evidentemente un predicado real, es decir, un concepto de algo que pueda añadirse al concepto de una cosa. Es simplemente la posición de una cosa o de ciertas determinaciones en sí. En el uso lógico no es más que la cópula de un juicio. Esta proposición: Dios es todopoderoso, encierra dos conceptos que tienen sus objetos: Dios y omnipotencia; la partícula es no es en sí misma un predicado, es solamente lo que pone en relación el predicado con el sujeto. Ahora bien, si tomo el sujeto (Dios) con todos sus predicados (de los que forma parte la omnipotencia) y digo: Dios es, no añado ningún nuevo predicado al concepto de Dios, sino que solamente pongo el sujeto en sí mismo con todos sus predicados, y a la vez, es cierto, el objeto que corresponde a mi concepto. Ambos deben contener exactamente los mismo, y por consiguiente, nada más puede añadirse al concepto que expresa simplemente la posibilidad, por el mero hecho de que yo conciba (por la expresión: es) el objeto de este concepto como dado absolutamente. Y así lo real sólo contiene lo meramente posible. Cien táleros reales no contienen nada más que cien táleros posibles. Pues, como los táleros posibles expresan el concepto y los táleros reales el objeto y su posición en sí mismo, en el caso en que el segundo contuviese más que el primero, mi concepto no expresaría el objeto entero, y, por consiguiente, no sería el concepto adecuado. Pero yo soy más rico con cien táleros reales que con su mero concepto (es decir, con su posibilidad). En la realidad, en efecto, el objeto no está simplemente contenido analíticamente en mi concepto, sino que se añade sintéticamente a mi concepto, sin que por esta existencia fuera de mi concepto esto sien táleros pensados se vean aumentados en nada.

Así pues cuando pienso una cosa, cualesquiera que sean y por numerosos que sean los predicados por los que la pienso (incluso en la determinación completa), al añadir además que esta cosa existe, no añado absolutamente nada a esta cosa. Pues de otro modo lo que existiría no sería exactamente lo que había pensado en mi concepto, sino algo más, y no podría decir que es precisamente el objeto de mi concepto que existe. Si yo concibo en una cosa toda realidad salvo una, por el hecho de que diga que una tal cosa deficiente existe, la realidad que le falta no se le añade, sino que al contrario, esta cosa existe con el mismo defecto exactamente que la afectaba cuando la he pensado, ya que de otro modo existiría alguna cosa distinta de la que he pensado. Ahora bien, si concibo un ser a título de realidad suprema (sin defecto), queda por saber, sin embargo, si este ser existe o no. Pues aunque a mi concepto no le falte nada del contenido real posible de una cosa en general, falta sin embargo aún algo a la relación con mi total estado de pensamiento, a saber, que el conocimiento de este objeto sea también posible a posteriori. Y aquí se hace patente también la causa de la dificultad con que tropezamos en este punto. Si se tratara de un objeto de los sentidos, yo no podría confundir la existencia de la cosa con el mero concepto de ella. Ya que el concepto sólo me hace concebir el objeto como concordé con las condiciones universales de un conocimiento empírico posible en general, mientras que mediante la existencia me lo hace concebir como encerrado en el contexto de toda le experiencia, y si por su enlace con el contenido de toda le experiencia, el concepto del objeto no se aumenta en nada, nuestro pensamiento recibe al menos por él una percepción posible más. En cambio, si queremos pensar la existencia exclusivamente por la categoría pura, no es de extrañar que no podamos indicar ningún criterio para distinguirla de la mera posibilidad.

Por tanto, cualesquiera que sean la naturaleza y la extensión de nuestro concepto de un objeto, es necesario que partamos de este concepto para atribuir su existencia al objeto. En objetos de los sentidos, esto sucede por medio de su enlace con alguna de mis percepciones según leyes empíricas; pero para los objetos del pensamiento puro, no hay en absoluto  ningún medio de conocer su existencia, porque ésta tendría que ser conocida completamente a priori, pero nuestra conciencia de toda existencia pertenece entera y absolutamente a la unidad de la experiencia y aunque una existencia fuera de este campo no puede declararse absolutamente imposible, es sin embargo, una suposición que no podemos justificar con nada.

El concepto de un Ser supremo es una idea muy útil en más de un aspecto; pero por el mismo hecho de ser simplemente una idea, es incapaz de ensanchar por sí solo nuestro conocimiento respecto de lo que existe. Ni siquiera puede intuirnos en lo que se refiere a la posibilidad. El carácter analítico de la posibilidad, que consiste en que meras posiciones (realidades) no produzcan contradicción, no puede discutirse. Pero como el enlace de todas las propiedades reales en una cosa es una síntesis de cuya posibilidad no podemos juzgar a priori, porque no se nos dan específicamente las realidades y, aunque así sucediera, no resultaría de ello ningún juicio, y como el carácter de la posibilidad de los conocimientos sintéticos no debe buscarse nunca sino en la experiencia y el objeto de una idea no puede pertenecer a la experiencia, por todo ello el célebre Leibniz distó mucho de haber logrado aquello de que se jactaba, es decir, llegar, como pretendía a conocer a priori la posibilidad de un ser ideal tan sublime.

Por consiguiente, la prueba ontológica (cartesiana) tan célebre, que quiere demostrar por conceptos la existencia de un Ser supremo, hace gastar en vano el esfuerzo que se hace y el trabajo que se le dedica. Ningún hombre a base de meras ideas podría enriquecer sus conocimientos, como tampoco un comerciante sería más rico si, para aumentar su fortuna, añadiese algunos ceros a su existencia en caja. (Crítica de la razón pura. Dialéctica trascendental.)

Ejemplo de la segunda clase de prueba es una de las cinco que dio el propio Santo Tomás y que él llamó vías. La primera dice así:

La primera y más manifiesta vía es la vía que parte del movimiento. Es cierto y consta ante nuestros sentidos que algunas cosas se mueven en este mundo. Pero todo lo que se mueve es movido por otro. Pues, en efecto, nada se mueve a no ser que esté en potencia con respecto a aquello hacia lo que se mueve. Por el contrario, lo que mueve es porque está en acto. Pues mover es llevar algo de la potencia al acto y nada puede ser llevado al acto si no es por algo que está ya en acto, a la manera en que solamente un cuerpo caliente en acto, como el fuego, hace que un leño, que está caliente sólo en potencia, pase a estar caliente en acto, y así es como lo mueve y altera. Ahora bien, no es posible que la misma cosa esté en acto y en potencia respecto de lo mismo, sino sólo respecto de cosas diversas, como lo que es caliente en acto no puede ser simultáneamente caliente en potencia, sino frío en potencia. Luego es imposible que algo sea movido y motor de la misma manera y respecto de lo mismo, es decir, no puede moverse a sí mismo. Luego debe admitirse que todo lo que se mueve es movido por otro.

Si aquello por lo que algo es movido fuera a su vez movido por otro habría que admitir que éste es también movido por otro, y éste por otro. Pero no es posible proceder al infinito, pues no habría un motor primero y, en consecuencia, tampoco habría ninguno que fuera segundo, porque el segundo sólo mueve en la medida en que es movido por el primero, como no se mueve el bastón si no es por el movimiento de la mano. (Summa contra gentiles, XIII, pp. 13 y ss., trad. propia)

Luego es necesario concluir en un primer motor que no sea movido por ningún otro y éste todos entienden que es Dios (trad. propia).

(Incompleto)

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